—¿Buena carne, mhani?
La anciana estaba en una edad en la que la gente pretende que no disfruta de nada, como un constante reproche a los que van a sobrevivirles.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste una carne tan buena?
Ella esquivó una cuestión que no merecía su atención.
—La carne se va enseguida, no hay nada mañana. Mi casa tiene que tener un techo nuevo, entra la lluvia. Y en invierno hará frío. Iba a poner hierba nueva…
—Pondrás tu nueva hierba.
Puso cara de hacerle una pregunta calculadamente razonable a su hijo.
—Tendrás tu nueva casa, tu nueva hierba.
—Con ellos viviendo allí.
Su esposa Martha estaba puliendo con ceniza una olla de esmalte que había venido embalada dentro de su equipaje en el penúltimo permiso.
—¡Oye, mhani! Te haré una casa nueva. ¿Ves? Te preocupas por eso, pero te haré una nueva.
—Nos traerán problemas. No me molesta esa gente, ¿qué me importan a mí? Pero los blancos traen problemas.
La mujer extrajo un rudo murmullo de la olía, frotándola sin parar, sin mirarle para no atraer su disgusto.
Machacó lo que siempre tenía que repetir:
—¿Qué problemas? ¿De dónde?
Ella sabía que no le podía decir lo que antes le había dicho: problemas con la policía, con el gobierno.
Soltó una medio carcajada, medio gruñido; lo hizo como para dejar a las dos mujeres con su provocativa ignorancia, luego se volvió rebotando pensamientos como piedras que rasan el agua.
—Si yo digo ir, ellos deben ir. Si digo que deben quedarse… se quedan.
Su esposa persistió, como lo hacían sus dedos en las tareas cotidianas —vacilando, escogiendo las judías secas, trabajando la pasta de ceniza sobre las ollas—, reuniendo el pasado de piezas rotas que le había traído el bakkie amarillo. Su voz adquirió el tono de la simple curiosidad.
—Allá en la ciudad, la mujer blanca te decía que tenías que cocinar o limpiar esto o aquello.
—Nadie me lo puede decir. Si yo digo.
Ella movía la cabeza, baja, para sí misma; era como si él no estuviera. Acostumbrada a dirigirse a él cuando no estaba allí, había estado fuera tanto tiempo, sus conversaciones con él le daban preguntas y respuestas a sus cavilaciones. A veces él desaparecía por completo; ella no era consciente de su existencia en ninguna parte. Era entonces cuando dictaba cartas dirigidas a él por medio de alguien que podía escribir mejor que ella (aunque podía leer las suyas, escritas en su propio idioma, no había tenido necesidad de escribir desde los tres años de la escuela, y el bolígrafo que tenía para ese propósito formaba palabras que emborronaban el cuaderno rayado): Mi querido esposo, pienso siempre en los días en que tú estabas aquí y cuando volverás. La mayor parte de las mujeres en edad de tener hijos tenían maridos que pasaban sus días en aquellas ciudades que no habían visto nunca. Había unas convenciones establecidas para hablar de ello. El hombre había escrito o no había escrito, el dinero había llegado o tardaba ese mes, había cambiado de trabajo, estaba trabajando en «otro lugar». ¿Había alguien, alguna otra mujer cuyo hombre había quizá trabajado allá, alguien para quien el nombre de aún otra ciudad, que ninguna de las mujeres jamás había visto, le fuera familiar? Ni siquiera se le ocurría que le fuera posible hablar con otra mujer acerca de lo que preguntaba en las conversaciones que nunca tenía con su marido. Ni siquiera con la madre de su hombre, que era vieja y mostraba en su rostro que tenía las respuestas; había tenido a su hombre treinta años en las minas.
Sobre las estaciones pesaba la eternidad de estar sin un hombre; cubría siembra y cosecha, veranos lluviosos y secos inviernos y en diferentes tiempos, aunque más o menos con los mismos intervalos para todos, sustituido para cada una de ellas por la breve estación en que su hombre volvía a casa. En esa estación, aunque trabajaba y vivía entre las demás como siempre, la mujer no estaba en la misma etapa del ciclo mantenida para todas por imperativos que superaban la autoridad de la naturaleza. El sol se levantaba, la luna se ponía; el dinero debía llegar, el hombre debía irse. Su esposa tenía el poder de una obstinación, que huía e insistía.
—No, allá en la ciudad. Era el hombre quién te decía lo que tú…
Apenas valía la pena contestar.
—Sabes que no hacía la comida. Había una mujer, Xhosa, la cocinera.
—Cómo iba a saberlo. No la he visto.
—Nomvula. La llamaban Nora. Tú la has visto en las fotos. Unas Navidades. Recibiste la foto que sacaron de nosotros. Con los niños, Gina y los chicos. Una foto en color. Tú la tienes. Albert la trajo con los zapatos que envié.
La anciana completó la descripción.
—La mujer con un gorro rosado como éste —levantó una mano y señaló sobre la ceja—. Tiene aspecto de que le gusta la bebida. ¿Estaba casada?
—Creo que su marido había muerto.
—¿Así que no tenía un hombre?
Miró a su marido esperando una respuesta. Vio que estaba pensando en otra cosa, de allá. La fotografía del patio, el hombre blanco y la mujer y los niños aquí y ahora: el conocimiento concreto era suyo, pero daba una pista demasiado débil como para poder seguirla.
—Estaba Bongani. El zulú, trabajaba como inspector del departamento de limpieza. Vestido de uniforme, con su bicicleta. Se quedaba con Nomvula en su habitación.
—No les importaba que él viviera allí, en el jardín… Mmmm. ¿Qué ha pasado con Nomvula? ¿Dónde se ha ido ahora?
Él se sentó en la banqueta pequeña y baja apoyada contra la pared de la cabaña, donde se sentaban los forasteros cuando estaban de visita. La única fuente de luz, desde el umbral, cortaba el interior diagonalmente; en un lado, las mujeres, los planos del entrepaño de yeso detrás de ellas convertidos en un relieve rojo-amarillento, ricamente moteado como las texturas de sus rostros; en el otro, el hombre en la oscuridad. Sus manos estaban sobre sus rodillas. Ellas podían ver sus uñas y sus ojos. Tal vez se había encogido de hombros para mostrar que no sabía. Cuando ya su esposa suponía que no iba a molestarse en contestar —y ella, de cualquier manera, no necesitaba una respuesta; el zulú era la respuesta que la satisfacía, su otra pregunta era para distraer a los otros de esa satisfacción—, habló desde su rincón.
—No sé dónde está. Qué le ocurrió. Si llegó a su familia en… —su voz se apagó, confundida, como si hubiera olvidado el lugar-nombre; o no pudiera decirlo.