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El hombre blanco había visto a la familia de jabalíes verrugosos desplazándose entre la hierba, apareciendo como antenas de rabos levantados, luego asomándose cada vez más cerca, por las tardes, cuando comían, los lomos de ásperas pelambres de los adultos resplandeciendo con brillos de barro del revolcadero. Era una imagen para turistas, en una reserva de animales; la copa en la mano, las piernas cruzadas junto al ventanal del bungalow con aire acondicionado.

Había cinco jóvenes, dos hembras crecidas y el macho, grande, con colmillos de rastrillo en un hocico que tenía, en realidad, más bien forma de vieja locomotora de vapor. Los negros no tenían armas de fuego y temían los colmillos; los cerdos se concentraban en la comida y no mostraban más que la habitual, profunda y general desconfianza de las bestias por los humanos, siguiendo lo que fuera, planta o hierba, que les atraía cada vez más cerca de las cabañas, y luego, al levantar una cabeza (una de las hembras o el macho), alzando el estandarte del rabo y dando la vuelta para alejarse trotando. Sus pesados cuerpos saltaban como mujeres encorsetadas. De eso se ríen los turistas; la fealdad se mofa de la dignidad, lo refinado pone de manifiesto la pesadez; son criaturas «adorables».

Bam sacó la escopeta del bálago podrido y apareció ante los lugareños de July. No sabía que todos sabían que tenía la escopeta; que los niños, que entraban cuando querían en todas las cabañas, lo sabían y lo chismorreaban todo. Paseó entre ellos inocentemente; mira, él y su escopeta eran suyos. Algunas mujeres sonreían, la mayor parte lo ignoraban. Había una hilera de chiquillos dirigidos por su propio hijo, Victor, golpeando con palos y pavoneándose. July siempre se había mantenido supersticiosamente lejos de las armas; al deshacer el equipo de una expedición ponía directamente los estuches de las armas en manos de Bam con los lentos y cautelosos movimientos de las puntas de los dedos quemadas por el miedo. Tanto mejor, porque así no las trataba de cualquier manera, estropeándolas. Pero su amigo, el de la ristra de abalorios, mostraba el interés de quien tiene algún conocimiento técnico. Quería tener la escopeta en la mano; Bam le mostró cómo apuntar a un blanco móvil y le explicó el mecanismo de carga.

—¿Has disparado alguna vez?

El joven negó con la cabeza y los otros se rieron de la ignorancia del blanco.

—Leo sobre eso.

En presente. Así que podía hablar algo de inglés, el ex lechero. ¿Leería cómics de facinerosos o algún tosco panfleto clandestino sobre el manejo de armas? Estos panfletos habían circulado por las más remotas e inesperadas zonas del país en los últimos diez años; en cada juicio político contra negros el Estado los mostraba como pruebas de subversión. Pero con la dulzura y libertad que nace de la impotencia (por el momento, hasta que salieran de allí), Bam se mostró un tanto petulante:

—Te dejaré probar alguna vez. ¿Cómo te llamas?

—Daniel.

Se apuntó con el arma que había vuelto a las manos de Bam hasta que los cañones le enfocaron directamente a los ojos, dos túneles azul acero de brillo inmaculado, una precisión de resonante redondez que giraba en la luz que los recorría: más perfecto que cualquier otro objeto en el poblado o que hubiera visto en parte alguna. Se concentró largo rato, imponiendo respeto contra cualquier frívola interrupción. Luego, se recuperó con un pequeño ruido, incrédulo. Quizá no pudiera creer que la muerte fuera tan limpia; aunque había devuelto su mirada, tal vez era demasiado joven para creer que existía.

Bam esperaba escondido cerca del revolcadero de los jabalíes. Tenía con él a un muchacho de unos catorce años, al que había llamado. Tuvo que inventar algo que amenazara o prometiera para que Victor se quedara en el poblado: su clase no pegaba a los niños y era difícil privarle de algún regalo o de algún privilegio aquí, en castigo por una desobediencia, como tan fácilmente se podía hacer en casa.

—Te prometo que te daré la piel. Preguntaremos a uno de los parientes de July para que nos enseñe a conservarla.

—¿Y si no cazas nada? —el niño gritó tras él—. ¿Qué me darás si no traes nada?

El padre no miró hacia arriba. Avanzando a través de lenguas de hierba húmeda, con su escopeta, el muchacho, metamorfoseado en la rapidez y vacilación de un gamo, a su lado —mitad en las familiares experiencias de los placeres del fin de semana de allá, mitad en la irritante alerta de esos días separados de la cadena de continuidad y orden de su vida, minuto a minuto, sus piernas le llevaban adonde una patrulla o banda errante podía encontrarle, los disparos que iba a hacer corrían el riesgo de descubrir la presencia de una familia entera de blancos, escondida en aquellas cabañas—, dividido por aquellas contrastantes percepciones de costumbre y extrañeza, tuvo una admonición del frío resentimiento que sentiría hacia su hijo cuando fuera un hombre; un presentimiento de la expulsión del paraíso, no de la infancia sino de la paternidad.

Esperó entre las cañas con el joven rostro negro que se fruncía en lastimoso soportar de los mosquitos. Los jabalíes verrugosos llegaron y disparó contra el más cercano de los cachorros cuando estuvo en una posición en la que tenía menos posibilidades de escapar. Un rifle, no una escopeta de caza, era el arma para esas bestias; todo lo que podía hacer era utilizar postas y esperar que fueran lo bastante pesadas como para penetrar en su piel. Todos los antiguos juegos, la excitación de matar y no matar, el honor de disparar sólo al vuelo, la simulación del escondite inventada para hacer de la matanza un placer, formaban otra clase de infancia, en la que había estado viviendo hasta la edad de cuarenta años, allá. El primer cachorro cayó y dio al otro, que tardó unos lentos segundos en desaparecer tras los adultos en el bush. El chico, que había sido gamo, se convirtió en predador, cayendo sobre el primer cachorro; luego cazador, juntando las patas con uno de los pedazos de cuerda, usados una y otra vez, guardados como tesoros en cada choza. El animal estaba muy quieto ya, muriendo rápidamente, fijando la mirada de sus ojos en un punto que ya no existía. El otro cachorro estaba herido en el cuerpo y yacía pataleando en un arrebato de dolor; o creía que sus patas tambaleantes lo llevaban tras los grandes cuerpos de los adultos, a salvo.

El chico negro, con la primera bestia atada por sus manos, se puso en cuclillas para esperar que la otra muriera. Bam lo apartó a un lado y disparó a la cabeza. Sus jóvenes huesos eran tan tiernos que el hocico quedó aplastado. Era horrible la ensangrentada cara del cerdo llorando sangre y chorreando mocos sangrientos; la limpia muerte de los cromados cañones que olían asépticamente a aceite para engrasar armas. Las aves de caza (su presa habitual) no tenían realmente rostro; la delgada estructura huesuda del esteta, con su pico sin sangre y descarnado, un pedazo de piel rugosa, párpados de papel arrugado: la cabeza de una gallina de Guinea no es muy diferente, muerta o viva. La destrozada cara del cerdo colgaba por tierra, dejando tras sí un reguero hasta las cabañas, donde su función como suministrador de carne le dio una cierta posición.

Sabía que ella haría algún comentario o simpatizaría con aquella necesidad. Se defendió contra ello con aire taciturno. Se dio cuenta, por primera vez, de que era un asesino. Un carnicero como cualquier otro, con sus botas de goma entre el fango de las entrañas, la orina y la sangre en el matadero, aunque July y sus parientes fueron quienes lo desollaron y lo despedazaron. La aceptación era un tipo de alivio que no quería comunicar o discutir.

Pero Maureen permaneció a su lado con las manos en las caderas. Sus pantorrillas y sus pies, bajo los vaqueros enrollados, estaban sucios como los de un vagabundo.

—Dales el mayor.

Él no necesitaba consejos sobre la justicia o el protocolo de la supervivencia.

Ella murmuró, solo para su oído.

—El pequeño será más tierno.

Tomó sólo una parte del cerdo más pequeño, la piel para Victor, diestramente descabezada. Un hombre cuya piel edematosa le hacía estar inmóvil, de pie en forma de figura de nieve negra (siempre llevaba una sucia bufanda contra la burbujeante enfermedad de pecho), o apuntalado sobre una vieja silla, una efigie de paja embutida en ropa vieja, había vuelto a la vida y cortado la destrozada cabeza. Miró en tomo celosamente y la llevó a manos que la recibieron en la oscuridad de la puerta, sus grandes y blandos muslos oscilando como los pechos de las mujeres mientras muelen el maíz.

Bam hizo un espetón. Al faltar hierbas, cebollas o pimientos —Maureen sólo pudo frotar con sal la piel dura—, la carne fue una fiesta nunca probada antes. Ellos y sus hijos no habían comido jabalí verrugoso y nunca antes habían pasado dos semanas sin comer carne. El silencio de la carne asándose —no había mucha grasa, sólo la tiene el cerdo doméstico— impregnaba todas las lumbres de cocina. Había peleas de perros provocadas por el simple olor. Los medio salvajes, medio temerosos gatos maullaban incesantemente en la periferia de los preparativos de Maureen. Ella se puso en cuclillas, bañando cuidadosamente la carne con el jugo que caía desde una vieja lata de leche en polvo que sostenía a distancia con un palo, entre las llamas. Sudor y humo se mezclaban en su visión y de vez en cuando se levantaba tambaleante para descansar, riendo para sí, mientras Bam la sustituía.

No sabían que la carne podía embriagar. El comer los animó de una manera que creían que sólo podía hacerlo el vino, sentados a la mesa, entre amigos. Bam cantó una canción cómica, en afrikaans, para Royce.

—¡Otra vez, otra vez!

Gina balbució una nana que había aprendido de sus compañeros, en su lengua. Victor se convirtió en narrador, pasado, presente y distancia resueltos en la mejor tradición de la anécdota.

—¿Sabes lo que hacemos en la escuela? El viernes, cuando los chicos mayores iban a los cadetes y no estaban para mandamos en el campo de juego…

Hubo ebrias risotadas, acusaciones de jactancia, de mentiras; y negativas baladronadas. Royce silbó chupando la caña de un hueso de costilla; estaba casi dormido. Llevado sin protestas a la cama en un estado de confusión, murmuró contento:

—No hay cole mañana, ¿verdad? —era lo que preguntaba a veces los viernes por la tarde, cuando le dejaban quedarse hasta tarde.

No habían hecho el amor desde que llegaran en el vehículo. Impensable viviendo y durmiendo con los tres niños en la cabaña. Un lugar con una tela de saco como puerta. La falta de intimidad mataba el deseo, si es que había existido allí, pero la preocupación por la supervivencia diaria, tan extraña a ellos, probablemente lo hubiera expulsado de cualquier manera. La tensión entre los dos tomó la forma de expectación para escuchar un estallido de música marcial al encender la radio. Se suavizó en un difícil sentido de la incredulidad, el presentimiento y la salvación inmediata (suerte de estar vivos, incluso aquí) que procedía del anuncio de que la batalla por la ciudad continuaba, allá.

Eran conscientes del olor de la grasa y de la carne pegada a sus dedos. Era difícil mantener el equilibrio en el espacio que cada uno tenía en los asientos del automóvil que compartían, sin doblar los codos y con las manos cerca del rostro del otro. Hacían el amor forcejeando juntos con profundas resonancias que le llegaba a cada uno a través del cuerpo del otro, en presencia de los niños que respiraban a su alrededor y la intimidad nocturna de las cucarachas, los grillos y los ratones que andaban a tientas en la oscuridad de la cabaña; del poblado durmiente; del bush.

Por la mañana tuvo un momento de horror alucinado cuando vio la sangre del cerdo en su pene: luego comprendió que era de ella.