—Siempre ese maldito bastardo.
El término no era tan fuerte en las observaciones que hacía para sí misma; había momentos en que se decía que el comportamiento de su hijita para con Victor y Royce era el de «una verdadera putita».
Era indulgente con él, allá. Tenía miedo: perderle a él, las comodidades que le reportaba; ser desconsiderada con las penas íntimas que pudiera tener sin ella saberlo y que tan sólo podía adivinar en el marco de circunstancias en las que no encajaba. ¿Amaría a la mujer de la ciudad? Ahora era cuando pensaba en ello, aquí. ¿Y eso querría decir que le gustaría traerla aquí, a esa mujer, y vivir con ella de modo permanente?
Las creencias humanas (Maureen, como todo el mundo, consideraba las suyas como definitivas) dependían de la validez, cuyo fundamento era la naturaleza absoluta de las relaciones entre los seres humanos. Si no todas las personas experimentaban satisfacción e insatisfacción emocional de la misma forma, ¿cómo se podía hablar de igualdad de necesidades? Había miedo y peligro en la consideración de este absoluto emocional como abierto a todo; los tasadores de cerebros, los que atribuyen autoridad divina para distinguir poderes de discernimiento moral según el tipo de rizado del cabello y habilidad conceptual por el grosor relativo de los labios, están en alerta permanente para dejarse caer sobre cualquier cosa que se pueda manipular a su propio arbitrio. Sin embargo, ¿cómo se llegaba a la naturaleza absoluta de las relaciones íntimas? ¿Quién decide? «Nosotros» (Maureen a veces se remontaba a un perdido pasado) entendemos el sagrado poder y los derechos del amor sexual tal como se formulan en los dormitorios de los amos y en los moteles con nombres falsos en el registro. Aquí los sagrados poderes y los derechos del amor sexual son como se formulan en la cabaña de la esposa y en una habitación en el jardín, en la ciudad. El equilibrio entre deseo y deber se mantiene —tiene que mantenerse— absolutamente diferenciado según las distintas posiciones de los amantes en la economía. Éstas alteran la manera de tratar con la experiencia; y por lo tanto la propia experiencia. La naturaleza absoluta que ella y su clase concedían con escrupulosa justicia a todo el mundo no era más que el dormitorio de los amos y la tarifa del hotel clandestino.
Tenía en sus manos uno de los bueyes de barro que Gina estaba aprendiendo a hacer, puesto a secar al sol. Abstracciones endurecidas en lo concreto: hasta la muerte se compra. Uno de los socios mayoritarios de Bam se podía permitir el lujo de un avión privado, en el cual se estrelló. La anciana madre de July (¿no sería quizá su abuela?), tal como la veía en ese momento Maureen, caminaba penosamente, de vuelta a la casa con leña y hierba para las escobas sobre la cabeza, cada vez más doblada hacia la tierra hasta que finalmente se hundiera en ella: la única muerte que podía permitirse.
Maureen tenía las llaves, que había guardado por la noche después de recoger la esterilla de goma del vehículo. Oyó su voz, su enérgica carcajada, y le vio cruzar desde la cabaña hasta el kraal de las cabras y volver. Ser visto no quiere decir necesariamente ser reconocido donde los movimientos de la gente se centran en tomo al mismo tipo de actividad en todas las viviendas, todos los días. Cada cual era testigo del otro y de eso se alimentaba su propia discreción. Sólo los niños se apiñaban y se movían como la cola de cometa de hormigas que había visto desenrollarse desde el cielo el otro día y abatirse árbol tras árbol hasta quedarse en uno de ellos. Ella nunca había estado dentro de su cabaña; Bam sí.
—Tiene algunas cosas de casa. Es más fino que los otros. No puede vivir como los demás.
Bam quería decir la casa que ellos le habían dado; quería decir la esposa y las parientas femeninas.
Ensayó la llegada a la puerta de sus dominios. Estaba tan solo a cien pies de distancia. Sus habitaciones se hallaban al otro lado del jardín, saludaba con la mano a sus amigos, a sus hermanos que estaban eternamente visitándolo, los veía a través de la puerta abierta en verano o los escuchaba allí dentro, en tomo al calentador eléctrico, que le habían dado, en invierno; pasaba justo ante sus habitaciones cada vez que iba al doble garaje para sacar el coche. Pero no había entrado nunca, a menos que —en rara ocasión— estuviera enfermo. Entonces ella llamaba y los amigos de visita se levantaban respetuosamente (acomodados de cualquier manera en cajas, en una vieja mesa; había dado una silla decente para comodidad de su sirviente, pero no se podía esperar que tuviera en cuenta la recepción de media docena de amigos) y colocaba sobre la cama sin mácula la comida ligera que le había preparado. Su cabaña, aquí, era, según parecía, para él solo, aparte de las mujeres. Pero era una mujer blanca, una persona que le había dado empleo, las suyas eran relaciones de trabajo, seguramente estaba en su derecho.
Llevaba más de dos semanas a pocos pasos de su cabaña y hubiera podido vivir allí siempre, sin entrar. No tenía mayor deseo de ver las galas que a ella le habían sobrado, que le distinguían de la forma en que vivía la gente que le rodeaba, y no allá, donde le separaban de la manera en que ella vivía. La vieja colcha verde con delfines, sirenas y tritones estampados en torno al falso facsímil de un mapa primitivo del mundo, el cartel enmarcado de Málaga; quizá (en su habitación de allá) no fueran esas mismas cosas las que estaban a la vista, sino otras de idéntica procedencia. Él debía saber que cuando le daba algún nuevo objeto se debía a que era de mala calidad o feo, y si era viejo, a que había perdido todo valor para ella. Detuvo a Royce (el favorito de July), que pasaba continuamente delante para coger para sí y para los otros niños los cacahuetes que formaban la porción de Victor en la cosecha que éste había ayudado a recoger.
—Mira si puedes encontrar a July.
Su hijo volvió con su tropa. Se echaron boca abajo apoyándose con los codos en la tierra húmeda y juntaron alegremente las cabezas sobre las crujientes cascarillas fibrosas.
—¿Encontraste a July?
—Hmm. Está en su casa.
—¿Viene?
—Dice que está bien, que está allí y que puedes ir tú.
Se sentó al sol que quemaba su piel, una plancha caliente sobre un trapo mojado. Estaba menstruando (desde el día anterior, aunque por los cálculos del calendario que había quedado allá, sobre el teléfono, debía haber sido una semana después. Era otra cosa esencial que había olvidado). Bajo sus vaqueros tenía puesto entre las piernas el montón de trapos que todas las mujeres llevaban aquí cuando les llegaba el período. Ya había ido, con la modestia y el sentido de lo privado que encuentra su apropiada expresión en cada comunidad, secretamente hacia el río para lavar los trapos ensangrentados. No había pensado en el peligro de la bilharzia mientras los frotaba contra una piedra y miraba el flujo del período, delimitando un nuevo mes, rizándose como si fuera humo rojo arrastrado por la comente del río.
—¿Quieres? —su hijo pequeño necesitaba seguir sus placeres con ella.
Tierra roja y ristras de cacahuetes crudos colgaban de las raíces de las plantas.
—Si no los tomas todos, tostaré el resto. Con sal. Entonces tendrán algún sabor.
—¿Lo mismo que en los paquetes? ¿En las tiendas?
—Claro.
—¡Yo no sabía que crecían!
Los dedos de los pies del niño tamborileaban sobre el suelo y mientras comía canturreaba, como si fuera a dejar pronto de hacerlo, creciendo demasiado para encontrar placer entre sus labios, como cuando estaba en sus pezones. Parecía comprender lo que decían los niños negros; y al menos se le había pegado la jerga ceremonial o ritual de sus juegos, gritando lo que debía equivaler a «¡Te he ganado!», «¡Me toca!», «¡Trampa!».
—Vete y dile que quiero verle.
La formación entera de niños se fue. Alargó una mano, y una cabeza negra con el tacto de una piel de oveja recién lavada la rozó. A veces podía convencer a un niño pequeño que estaba aprendiendo a caminar, de que fuera hacia ella, pero la mayor parte de las veces resultaba poco familiar como para que le tuvieran confianza.
Los niños no volvieron. Pensó que le oía cantar, muy dentro de los huesos de su calavera, los himnos que respiraba mientras trabajaba en algo que requería un esfuerzo repetitivo, rítmico, como pulir o frotar. Pero cuando apareció, sencillamente iba hacia ella, sin prisas, en un día soleado. No había nada hosco o resentido en él; su pequeño triunfo haciendo que viniera a ella se le convirtió en un latido y le mostró la mezquindad de algo escondido bajo una piedra. Tales repentinos movimientos frecuentemente le hacían convertirse de perseguidora en víctima con su marido, con sus hijos, con cualquiera.
Le habló como lo hacía allá, cuando los detalles domésticos se interferían en las preocupaciones reales de la vida que él no podía entender. Pero se incorporó.
—Aquí están tus llaves.
Por un instante sus manos esbozaron el gesto de recibirlas y luego se retiraron, y el pulgar y los dedos de su mano derecha simplemente engancharon el llavín, con un tintineo, de los dedos de ella.
Levantó la barbilla intentando sentir, más que ver, si Bam estaba en la cabaña, detrás de ella. El silencio de ella fue la respuesta: no había vuelto; los dos sabían que el tercero había salido temprano a cazar algo de carne: una familia de jabalíes verrugosos había bajado imprudentemente a un antiguo revolcadero a la vista del poblado. Permaneció en pie, su impasibilidad era la aceptación de que no podía escapar de ella, porque estaba sola, estaban frente a frente; el insinuado supuesto de ella era que no había rehusado ir a él, pero que quería que se encontraran donde nadie más los juzgara. Aquella sutileza no era nueva. La gente que tenía una relación como la suya estaba acostumbrada a tener que interpretar lo que nunca se decía.
—No le gusta tenga las llaves. No es. Yo puedo darme cuenta, no le gusta.
Ella empezó a negar con la cabeza, los brazos cruzados bajo los pechos, casi riendo, mintiendo, pidiendo que le dejara explicarse.
—No, puedo verlo. Pero yo estoy trabajar para usted. Yo soy su chico, siempre tengo las llaves de su casa. Todas las noches llevo las llaves a mi habitación cuando usted se va de vacaciones. Cierro todo…, soy yo quien tener las llaves de todas sus cosas, no es cierto…
—July, quiero decirte…
Los diez dedos de sus manos se levantaron, defendiéndose de lo que ella pensaba, ella quería.
—En su casa, si algo se está perdiendo soy yo quien debe saberlo. ¿No es…? T-o-d-a-s sus cosas están allí, soy yo quien tiene la llave siempre, siempre yo.
—July, no me preguntas.
—Su chico que trabaja para usted. Allá en la ciudad usted está confiando en su chico durante quince años.
Las ventanas de su nariz eran tensos agujeros negros. El absurdo «chico» cayó sobre ella como un golpe que no era apropiado ni podía evitar. ¿De dónde había cogido ese arma? El capataz la había utilizado; la palabra no se utilizaba nunca en casa de ella; de manera pedante, avergonzaba y ponía en evidencia a quienes la pronunciaban en su presencia. Se había enfrentado con ella en las bocas de tenderos blancos y hasta de policías.
—¡Confianza en ti! Por supuesto que teníamos confianza en ti.
Se acercaron el uno al otro. Ella puso el puño sobre el brazo de él, afirmándose con dureza.
—No. No le gusta que tenga estas llaves.
—July, no me estás preguntando, estás afirmando. ¿Por qué no me dejas hablar? ¿Por qué no me preguntas?
Él hizo retroceder su cabeza, endureciendo el cuello para mirarla.
—¿Qué va a decir? ¿Qué? ¿Qué puede decir?
Usted dice a todo el mundo que confía en su buen chico. Usted es buena señora, usted tiene un buen chico.
—Deja de decir eso.
—Ella habla bonito siempre, ella paga multa por mí cuando me están deteniendo, cuando estoy enfermo una vez ella llama al médico —soltó una carcajada como un llanto—. Se preocupa por las llaves. Cuando usted se va afuera, deja a mí para cuidar su perro, su coche, su garaje. No puedo olvidar regar sus plantas. Siempre me lo dice hasta en el último minuto cuando llevo su maleta, ¿no es así? Cuida todo, July. Y está trayendo bonito regalo cuando vuelve. Busca en todos los sitios a ver si seguir bien. Yo no decir que usted no es una buena señora, pero usted no tiene confianza en mí —era una orden—. Usted anda detrás. Usted mirando. Me está pidiendo que debo sacar todos sus libros y limpiar mientras está fuera. ¿Tenía miedo de no trabajar bastante para usted?
—Si creías que no debía pedirte que limpiaras las estanterías de libros, ¿por qué no me lo dijiste? ¿De qué tenías miedo? Siempre podías decírmelo. Sólo tenías que decirlo. Nunca te obligué a hacer un trabajo que pensaba que no te correspondía. ¿No es cierto? ¿No es cierto? He cometido errores. Dime, ¿cuándo te hemos tratado desconsideradamente, de mala manera? Me gustaría saberlo, en realidad quiero saberlo.
—El amo piensa para mí. Pero usted, usted no piensa en mí, soy un hombre grande, sé lo que debo hacer. No estoy pensando todo el tiempo para sus cosas, su perro, su gato.
—El amo. Bam no es tu amo. ¿Qué pretendes? Nadie ha pensado en ti sino como un hombre adulto. Dios mío, no puedo creer que hables de mí de esa manera… Maldita la cosa que tuviste que hacer con Bam durante los quince años. Eso es. Jugabais juntos con cosas en el depósito de herramientas. Tú trabajabas para mí todos los días. Te crispaba los nervios. Y qué. Tú también me irritabas. Así es la gente —ardía en cólera—. Pero no estamos hablando de eso. No tiene nada que ver con lo de ahora. Eso se acabó.
Sus ojos pestañearon.
—Cómo dice que se ha acabado.
—Acabado para siempre. Ya no trabajas para mí, ya está.
—¿No me vas a pagar este mes?
—¡Pagarte! —ella se encendió y echó chispas. Él continuó simulando insensibilidad frente al ataque tosco y duro—. Sabes que podemos pagarte lo que solías recibir, pero no podemos pagar por lo que…
—A la gente africana le gusta el dinero —el insulto de rehusar encontrarse con ella en categoría alguna, si no en la más baja del entendimiento.
—Sabes muy bien lo que quiero decir… Por lo que ha ocurrido. Es diferente aquí. Tú no eres nuestro sirviente.
—Yo soy el chico de su casa, ¿no era? —mostraba que estaba pidiendo lo suyo.
—¿Para qué seguir hablando de eso? Está a seiscientos kilómetros, por ahí —extendió su brazo ante el rostro de él, la utilidad de un gesto que no alcanzó lo que había desaparecido en el bush—. Si te he ofendido, si he herido tu dignidad, si lo que yo creía que era mi amistad, lo que sentía hacia ti, si eso hirió tus sentimientos… Sé que no lo sé, que no lo sabía y que debía de haberlo sabido.
El mismo brazo se quedó colgando; tampoco sabía si comprendía sus palabras; había olvidado quince años de traducción en un vocabulario simple y concreto. Si antes no había usado la palabra «dignidad» no era porque pensara que no podía entender el concepto, no tenerla: era únicamente porque el término, en sí mismo, podía estar más allá de su captación del lenguaje.
—¡Si te pido las llaves ahora, no son las llaves de la puerta de la cocina! Tú no las tienes como sirviente, ¿no es así?, sino como amigo: pide, pide… y las devuelve… y cuando quiere una cosa otra vez, la pide otra vez.
Él enseñó las llaves en su palma:
—Tome. No son las llaves de la cocina. Quince años estoy trabajando para su cocina, su casa, porque mi esposa, mis hijos, deben trabajar para ellos. Tome.
—Si no puedes pensar más que en lo que ocurrió allá, ¿qué pasa con Ellen?
El nombre de la mujer de la ciudad cayó entre ellos consternador, algo que ninguno de los dos debía haberse atrevido a empezar.
—¿Qué está ocurriendo con Ellen? Tu esposa y tus hijos estaban aquí y todos estos años Ellen estaba contigo. ¿Dónde está ella, en las peleas de allá? ¿Tiene qué comer, algún sitio donde dormir? Tú estabas muy preocupado por tu esposa, ¿y qué piensa ella de Ellen?
Él detuvo instantáneamente la pantomima pestañeante de burlas. Podía tomarla por los hombros; atravesaron por quince años de tierra de nadie, sus palabras los empujaban y estaban juntos, duelistas que sentían el aliento el uno del otro antes de volverse y dar el número regulado de pasos o conspiradores que nunca escaparían a lo que el uno supiera del otro. El triunfo de ella se disimuló en un rostro una vez más abierto, sumiso, los ojos vacíos por una visión que vendría para los dos.
Él se estremeció por la afrenta y la tentación; ella vio la convulsión de su cuello y comprendió que nunca le perdonaría ese momento. Su victoria ardió en su interior como una llama que ennegrece el interior de un árbol hueco.
Un sirviente replica desinteresadamente a una cumplida pregunta de su buena señora, que sabe que no debe preguntar demasiado para no tener que enfrentarse con los hechos reales de la vida.
Creo que Ellen ir a casa de su tía, allá en Botswana. Pequeña, pequeña aldea. Como mi hogar. Está tranquilo allí para los negros.
Se metió las llaves en el bolsillo y se fue. Su cabeza se movía de un lado a otro como la de un capataz inspeccionando su taller o un granjero comprobando qué trabajos había que hacer en sus tierras. Gritó una orden a una mujer, aquí, preguntó a un hombre que arreglaba la rueda de una bicicleta, saludó a través del valle al joven que se aproximaba, que era su instructor y que estaba casi siempre con él, ahora, con los vaqueros de un joven de la ciudad, silencioso como un guardaespaldas, con una ristra de abalorios que colgaba, como si fuera una muchacha, de su esbelto cuello.