8

Hubo una ocasión para pedirle las llaves. Pero la dejaron pasar.

Permanecían en pie al sol del mediodía y miraban hacia la morada abandonada, el bakkie amarillo se movía a sacudidas, hacia adelante, saltaba repentinamente hacia atrás otra vez; traqueteaba hasta detenerse. July estaba al volante. Su amigo le enseñaba a conducir.

Después de días de lluvia, un hálito caluroso salía de todas las cosas, la vegetación, el bálago, las húmedas mantas con cualquier clase de dibujos colgadas de todo matorral o poste donde se las podía extender. Allá la sumisión a los elementos era algo olvidado. Tiritas, no tienes ropas secas para sustituir a las húmedas. La lumbre que llenaba la cabaña de humo era el centro de la vida; niños, aves, perros, gatitos llegaban lo más cerca que les permitía la jerarquía de su existencia. La tibieza que proporcionaban los alimentos —sangre caliente convertida en vida— procedía de allí, donde las ascuas de leña, que el calor volvía transparentes, hacían que de las gachas emanara vigor. Bam y Maureen suspiraban por cigarrillos, por un trago de vino o de licor, los niños añoraban dulces; pero en los días de lluvia la lumbre, que no dejaban morir, satisfacía todos sus deseos.

Un débil resplandor de calor como una bandada de veloces pájaros se interponía ante los movimientos del vehículo. Estaba aprendiendo.

Cuando se acababan las lecciones, él y su amigo se sentaban en cuclillas: demasiado lejos para ver lo que hacían; sin duda hablaban, July estaría animado y con ganas de charlar, como cualquiera que está aprendiendo un nuevo oficio cuyas etapas de dominio le eluden o le llegan. Al volver, caminando a través del valle, les saludó alegremente con la mano cuando estuvo lo suficientemente cerca como para reconocerles y que le reconocieran.

—Nunca hubiera pensado que podría hacer algo así. Siempre ha sido tan correcto —Bam hizo una pausa para estar seguro de que ella aceptaba la absoluta justicia, la exactitud de la palabra—. Nunca se tomaba libertades ni las aceptaba. Un equilibrio. A pesar de todas las desigualdades. Lo que nosotros no podíamos arreglar. Oh, y lo que hubiéramos podido hacer, supongo.

La gratitud le llenó el buche hasta sofocarla.

—Se lo debemos todo.

Su marido sonrió; sí, pero eso no justificaba lo de las llaves.

Oh, ella lo negaba. Estaba considerando los hechos, una moneda de valor revisado. Lo que había fallado no lo podían arreglar unos trozos de papel moneda.

—Le hubiera dado la llave en cualquier momento. Yo mismo podría haberle enseñado a conducir si me lo hubiera pedido. Muy bien, alguien tiene que conseguir provisiones…

—Mientras dure el dinero.

—¡El dinero! Nos sobrará dinero cuando salgamos de aquí.

La costumbre asumía el papel masculino de la iniciativa y el apaciguamiento: algo que siempre llevaba encima, una tarjeta de crédito o un talonario de cheques. Ella ni siquiera quiso mirarle, como si no hubiera dicho nada, y comentar su pobreza.

El movimiento de la mano de July había sido inocente. Llegó con su porción de leña; húmeda todavía, el poblado entero estaba nublado por las hogueras, que otra vez se hacían puertas afuera. Bam habló con una independiente amabilidad:

—No debes molestarte. Ya te lo he dicho. Puedo cortar mi propia leña. No debes hacerlo tú.

—Las mujeres traen la leña. Usted sabe, las mujeres lo hacen continuamente.

Era asunto suyo y no valía la pena mencionarlo; estaba entusiasmado con su destreza en el vehículo.

—¿Sabe usted dando vuelta ya? Sé cómo dar marcha atrás, todo. Mi amigo me está enseñando muy bonito.

—Ya he visto. Nunca dijiste que ibas a aprender a conducir. Nunca dijiste que querías aprender.

—¿En la ciudad? —era amable, modesto acerca de su propia habilidad, o recordaba que ellos conocían los límites de su posición.

—Aquí. Aquí.

Se inclinó hacia adelante, confidencialmente, moviendo las manos.

—No es bueno que otro conduciendo el coche, ¿no es así? Es mucho mejor yo conduciendo.

—Si ellos te pillan sin licencia…

Se rió.

—¿Quién me va a atrapar? El policía blanco escapó cuando los soldados llegaron aquella vez. Algunas veces lo cogen, no sé… Nadie preguntarme dónde está mi licencia. Ni siquiera mi pase, nadie pregunta. Se acabó.

—Me sigue preocupando que cualquiera venga a buscarnos por el bakkie.

—¿El bakkie? Sabe, les digo. Me lo di en la ciudad. El bakkie es mío. Bueno, ¿qué pueden decir?

Sólo una descolorida textura como cardaduras de lana cruda sobre la cabeza, que iban de oreja a oreja, le quedaban a Bam: había empezado a calvear cuando era veinteañero. El alto domo enrojecía bajo la transparente lanilla. Sus ojos eran tan azules como los de Gina, que brillaban entre la suciedad.

—¿Es tuyo, July?

Los tres rieron nerviosamente.

—Ellos me escuchan. Ellos deben saber, si les digo que lo cojo de usted.

Una oleada de irritación —que pareció cruzar como un relámpago desde la fina coronilla de Bam hasta ella— hizo que se echara para atrás como si fuera una advertencia. De nuevo, en una posición firme, habló:

—Martha me ha dado algo para las toses de los niños. Lo hace con hierbas, al menos me enseñó algunas plantas que estaba cociendo.

July abrió de par en par los ojos otra vez:

—¿Qué? ¿Qué le ha dado? Eso no es bueno. No bueno.

—Pero ella se lo da al bebé. Tu bebé. Así es como pude decirle que quería algo para Gina y Royce: Royce no para, está toda la noche, aunque no se despierta.

En su rostro revoloteó algo que había reprimido: molestia con su esposa, irritación por la responsabilidad, no era un hombre sencillo, no podían leer en él. Habían tenido experiencia de ello, allá, durante quince años; pero entonces lo achacaron a la inevitable, distorsionadora naturaleza de la dependencia: su dependencia de ellos.

—Esa medicina no es buena para Royce. No se lo debe dar a Royce. ¿Ya se la dio?

—No, pensaba hacerlo esta noche. Pensaba que quizá le adormecería.

—Eso, sabe usted… No es para blancos.\

Ella sonrió como si él lo supiera mejor.

—Ju-ly… Se lo dan a tu bebé. No me digas que puede hacer daño.

—¿Qué saben esas campesinas? Creen cualquier cosa. Cuando estoy enfermo, usted me manda al hospital en la ciudad. ¿Cuándo me ve tomar esa medicina africana?

—Bueno, muy bien. Pero hasta en la ciudad se utilizan plantas como medicamentos contra la tos. Tal vez le ayuden. No tengo que darle…

—Yo intentando próxima vez que vaya a la tienda india.

Bam puso fin a la académica discusión.

—No habrá medicamentos. Tal vez Grandpa Headache Powders.

—No, él tiene razón, muy probablemente tendrán algún jarabe contra la tos, piensa en todos esos problemas de pecho de la gente del campo, viviendo así. Es posible.

—Royce, ¿teniendo bastante calor por la noche? Pienso traer manta que tengo en mi casa de aquí.

Ella negó con la cabeza, sonriendo agradecida. Rápidamente colocó, no como una pregunta sino como algo supuesto:

—Voy a poner la esterilla de goma del coche debajo de donde él duerme.

Tenía la mano extendida.

—Quise cogerla esta mañana, pero te quedaste con las llaves.

Bam no levantó la voz, nunca la había llamado a gritos, allá. El hombre blanco (Bam se veía a sí mismo como los otros le veían) salía andando al jardín, razonablemente, yendo a hacerle algún reproche hasta la puerta de su habitación, donde sus amigos, tan bien vestidos en sus días libres, se sentaban charlando.

—¿Quién irá a la tienda para comprar cosas para usted? ¿Quién puede traer sus cerillas, su parafina? ¿Quién puede traer comida para sus hijos? Dígame.

Siempre asumía la responsabilidad de suponer que era a ella a quien se dirigía; ella era quien le entendía, la manera en que se expresaba.

Por supuesto. Te las devolveré.

—Dígame.

—Por supuesto, sí, por supuesto.

Él la miró, miró para otro lado.

—Mañana traeré medicina para Royce. Ese chico, él, está enfermo.

Se volvió en la cabaña un momento, como un hombre que ha olvidado por qué está allí. Encontró la manera de moverse casualmente, cuando empezó a avanzar en el pequeño, atiborrado y oscurecido espacio, tomando y poniendo cosas según un orden personal.

Se quedaron allí mientras su obsesión giraba en torno de ellos. No le miraban ni se miraban entre ellos; al menos no dejaban que les echara junto con las aves, la molestia de cuyas deyecciones era equilibrada por los beneficios de una asidua búsqueda de los insectos con los que compartían la cabaña.

En su oscuro perfil había la embestida del blanco de sus ojos que, repentinamente, se enfrentaban y luego se desviaban otra vez, el doloroso dibujo de su ancha boca bajo el ancho bigote, un desprecio y una humillación que venía de la sangre de ellos y de la suya. La sorpresa y la inquietud de una sensación arquetípica entre ellos, como la hinchada resistencia de una vena en la que una aguja hueca está inyectando una sustancia a contracorriente del flujo vital de la sangre; un sentimiento brutalmente compartido, que no se puede experimentar a solas, ser castigado por ello sin el otro. No existía antes de que Pizarro engañara a Atahualpa; y estaba allí, en Dingane y Piet Retief.

Un súbito salto golpeó, rompiendo el aire fuera.

Victor y su pandilla de chicos corrieron parloteando hacia la puerta.

—¡Todo el mundo está cogiendo agua! ¡Han descubierto que sale del grifo! ¡Todo el mundo la toma! Les he dicho que les vas a reñir, pero no lo entienden. ¡Ven pronto, papá!

Los negros rostros de sus compañeros estaban resplandecientes por las ganas de jaleo que se iba a producir, por la emoción del castigo prometido a los otros.

—Pero si es su agua, Victor. Es para todos. Por eso puse el depósito.

El niño se rascó la cabeza, abrió sus enlodados pies desnudos y se bamboleó sobre los talones, haciendo el payaso.

—¡Ah, papá, es nuestra, es nuestra!

Sus amigos eran felices con el espectáculo y comenzaron a hacer sus propias variaciones.

—¿De quién es la lluvia? —el tono razonablemente sermoneador de la madre le excitó.

—Es nuestra, es nuestra.

July se mostró instantáneamente afectuoso, juguetón, ligero y jactancioso con el niño.

—Tienes suerte, tú sabes que tu papá es un hombre muy, muy listo. Está viniendo mucha lluvia, ahora todos pueden estar contentos con ese depósito, es bonito, ¿no es cierto? Mira, tu papá hace que todos, todos, estén contentos.