Al menos para Bam los días se dividían aproximadamente en categorías de trabajo y de descanso. La tercera categoría, que la organizada invención suburbana llamaba ocio, no existía excepto en forma de conversación y beber cerveza que empezaba el sábado por la mañana y se acababa al dormirse y revivía otra vez, hasta muy avanzada la noche del domingo. Había una especie de canto de himnos que procedía de los vapores de la cerveza, una especie de procesión con banderitas parecidas a las verdes y blancas que portaban los zelotes de la Iglesia Sionista en sus servicios en los solares vacíos de la ciudad: tal vez una reunión religiosa dominical combinada con la espontaneidad que empuja a hombres y mujeres a bailar lentamente, cada cual en su plataforma de tierra. Maureen reconocía la voz aguda y la risa de barítono de July, hablando entre los lugareños. En el segundo sábado a Bam le ofrecieron cerveza y la tomó con ellos; July le dio una jarra para él mientras los otros bebían a grandes tragos de un pote de barro que se pasaban. Bam permaneció con ellos el tiempo preciso para ser cortés: los hombres insistían en que bebiera y aprobaban, mirándose entre sí con amable burla, simulando admiración cuando él simulaba que saboreaba su licor. July daba grandes zancadas declamando oportunamente una anécdota que sin duda alguna hacía referencia a aquel hombre que fuera su patrón, el invitado, el extranjero.
Bam volvió a su cabaña con cierta expresión apropiada, un poco atontada, de bienhumorada participación, en el rostro; no había entendido una palabra. El maíz fermentado producía sopor; entre él y ella había el constante, subliminal, sentimiento de que debían discutir, hablar. ¿Cómo salir de allí? ¿Adonde? Pero él estaba siempre ocupado con el depósito de agua, o los niños: generalmente los niños estaban encima, como los niños de los negros estaban siempre encima de sus adultos. Y ahora tenía sueño, aunque por el momento los niños no estaban a la vista, fascinados por dos bidones de aceite cubiertos por piel de vaca que golpeaban dos atareados jóvenes que no se cansaban, tan sólo se sosegaban de cuando en cuando, la respiración de un durmiente cambiando con su nivel de conciencia: el blando, perezoso batir de una sola baqueta manteniendo el ritmo sin romper hasta que se aceleraba y orquestaba de nuevo.
—Pillé a Royce limpiándose el culo con la piedra esta mañana.
Bam, yacente en la cama de hierro, no tenía espacio ni para darse la vuelta, la compartían por la noche. No abrió los ojos, pero plegó, divertido, su desnudo diafragma, y la cama crujió.
—Bueno, está bien que haya adquirido la técnica. ¿Cuánto tiempo crees que va a durar tu papel higiénico?
Ciertamente era difícil conseguir que los niños recordaran enterrar el papel junto con el excremento; era repulsivo encontrar los trocitos de papel llenos de mierda flotando por el aire: y a los cerdos saboreándolos, como ella los había visto. Pensaba que los rollos de papel higiénico eran de las pocas cosas esenciales que se acordó de traer. ¡Las cosas que habían traído, recogidas a última hora! (por no citar la pista de automóviles de carreras que Victor trajo de contrabando). Encontró un artefacto para arrancar de la ropa las etiquetas de la tintorería sin romperse las uñas. Había otros utensilios, que vio usar en el poblado, que reconoció como suyos; un pequeño afilador de cuchillos que había estado en la casa de la mina antes de la suya propia; un par de tijeras en forma de cigüeña con su pico formado por las cuchillas que realmente había visto en manos de July cuando reprochaba a la vieja por cortarle las uñas de los pies al bebé con hojas de afeitar. Esas cosas habían sido suyas una vez, allá; se las debía de haber escamoteado hacía tiempo. ¿Qué otras cosas a lo largo de los años? Sin embargo, él era perfectamente honrado. Cuando al limpiar el suelo se encontraba con un centavo que había llegado hasta allí rodando, lo ponía en la mesilla de noche de Bam. Nunca cerraban nada, ni siquiera la alacena de los licores. Si ella no hubiese estado allí, ahora, casualidad —por un azar entre un millón, por esa lenta, dura porfía entre el pasado y su desquite—, no hubiera echado de menos esas cosas: así que la honradez es en el fondo lo que uno sabe de cualquiera, nada más.
Los hábitos de brusquedad engendrados por la tensión del viaje subsistieron en la pareja. Se comunicaban principalmente sobre decisiones cuya responsabilidad no querían asumir el uno sin el otro. Bam no consideró lo mismo la profilaxis de la malaria que ella no había olvidado como su paquete de papel higiénico azul.
—¿Debemos guardarlos para los niños?
Ella le dio su píldora y tomó la suya, tragándola varias veces para hacer bajar el irritante amargor.
—Si morimos de malaria, ¿qué les ocurrirá a ellos?
Había muchos silencios entre los dos cuando cada uno esperaba que el otro dijera lo que había que decir.
Él confiaba, fatigada, aburridamente:
—Ellos los cuidarían.
Él miraría por ellos. Hasta que alguien llegara.
—¿Quién va a llegar?
—«Los cubanos».
Empezaron a hacer bromas y a reír. Siempre habían —a distancia— admirado a Castro, el burgués blanco que había conseguido hacerse revolucionario.
—Los rusos…
—¿Cuántos paquetes nos quedan?
—Me parece que seis.
—¡Dios mío! ¡Cuántas pastillas! —su voz se hizo más baja, susurrante, elíptica. Ésta era la forma de intimidad que había tomado el lugar de las conversaciones amorosas entre ellos—. Mmm… ¿Esperabas que íbamos a quedarnos durante mucho tiempo?
—Bueno, ¿no es así?
La emisora de radio de la que dependían llevaba veinticuatro horas sin emitir; debía de haber combates para apoderarse de ella. Las emisiones se reanudaron sin comentarios. Si hubieran ganado los negros hubiera habido un estallido de música marcial, el anuncio del triunfo, un nombre nuevo para el país. Pero sólo había informaciones de un ataque con granadas disparadas por cohetes RPG7 sobre el Carlton Centre, seguido por la ocupación de un hotel de cinco estrellas por fuerzas negras. Ella se puso en cuclillas, haciendo descansar su espalda en uno de los asientos del automóvil. No tenía lima para las uñas; con frecuencia se sentaba examinando sus uñas rotas, quitándose la porquería de debajo de ellas, como hacía ahora, con un trozo de alambre fino, una espina, o cualquier cosa que encontraba en el polvo.
—Solía pensar que un día me gustaría ver dónde vivía, hacer el viaje a casa con él. Sabía que nunca podría ser.
—No… Era algo que parecía divertido… era más bien imposible, entonces.
—De esa manera… —durante la pausa que ella hizo, él no dijo nada—. ¿Sabes? Combinándolo con una expedición de caza para ti. En las vacaciones de los niños. Trayendo todo lo de la acampada. La nevera portátil. ¿Te imaginas?
Él se movió para demostrar que se preparaba a dormir la siesta.
—Llegando aquí con regalos para ellos, todos en fila aplaudiendo al mismo tiempo como saludo.
Diciéndoles a los niños, éste es su hogar, esto es como vive, mirad qué bien hace July las casas por sí mismo. Diciendo a todo el mundo que realmente llegamos hasta el bundu, que le visitamos como a un amigo.
Bam recordó bruscamente, ya a punto de dormirse, cómo habían huido llenos de prisa y confusión. Las píldoras de la malaria:
—¿Dónde conseguiste tantas? Seguramente no había tantas en el armario del cuarto de baño, ¿no?
—Las robé. De la farmacia. Después de que ellos atacaran las tiendas.
Lo último que vio él antes de quedarse dormido fue su rostro ajeno a él, con el inconsciente ceño matriarcal de una necesidad cumplida sin cuestionarla, sin razonar; el mismo ceño que la esposa de July le mostró a ella en la cabaña de las mujeres: si él hubiera estado allí para verlo. Se despertó al oír el ruido del motor acelerando.
—Maureen, ¡qué estás haciendo!
Se removió sorprendido, sentándose muy recto en la cama.
Pero ella estaba en la cabaña con él. Le gritó:
—¿Quién está haciendo eso? ¡Ese maldito Victor! ¿Le diste tú las llaves?
—¿Yo? Yo no tengo las llaves.
Estaban en el precario borde de la existencia; no tenían sitio para atacarse. Como la cama. Temblaban, se estremecían, la oscuridad de la cabaña se movía en torno. Ella salió corriendo.
Corrió hasta donde estaba el vehículo siempre, hasta cuando no podía verlo. Alguien se lo llevaba a tirones pero con creciente confianza y velocidad, dejando atrás la ruina desierta y traqueteando hacia un camino de ganado. Ella vio la parte de atrás de dos cabezas negras, conductor y pasajero. Mientras ella volvía a la cabaña, él recordó que le había dicho, a ella, a sí mismo:
—July tiene las llaves. Quería guardar algo allí dentro. Piezas de su bicicleta. Su esposa deja que otra gente ande con ellas.
—Está conduciendo otro.
—Pero es él.
—No pude verlo. Sólo las cabezas.
Bam se levantó y tenía el amenazador aspecto de virilidad de un hombre antes de que el superyó recupere el control del cuerpo, que acaba de salir del sueño. Su pene estaba hinchado bajo sus arrugados pantalones. Salió para ir a las cabañas, una tras otra. Unos pocos hombres estaban durmiendo, preparándose para volver a beber cerveza. Ninguna de las mujeres que encontró podía hablar su lengua. Los tambores estaban en su cabeza insistentemente. Sus hijos se habían hartado de los incansables tamborileros y jugaban con carros precarios, hechos en sus casas con alambres por los niños negros y que habían cambiado por los cochecitos de la pista de carreras de Victor. Habían roto los carros, los segmentos guardados como objetos por sí mismos por quienes tenían tan poco que esta inútil posesión era un tesoro. Su hija estaba comiendo harina de maíz con los dedos de una olla compartida con otras dos o tres niñas pequeñas. Le llamó para presumir de él delante de las otras niñas: «¡Eh, papá!». Se hizo entender en el grupo de bebedores; se preguntaron entre sí, discutieron y uno que podía hablar algunas palabras, no de inglés sino de afrikaans, dijo que July «se había ido». A algún sitio. Con alguien. Otro añadió en inglés:
—No me lo dijo. No sabemos.
Pensó que se había hecho entender; no podía preguntarles lo que estaba pensando, lo que él realmente necesitaba que le negaran, porque era tan extraordinario que no podía ser: como el hecho de que Bam y Maureen Smales y aquellos tres niños blancos estuvieran allí, en ese lugar. Uno puede suponer y temer únicamente lo que ha llegado a conocer a lo largo de los años. En Rhodesia, durante la guerra, se decía que los guerrilleros habían obligado a la gente con amenazas de torturas a colaborar con ellos. Los Selous Scouts blancos habían hecho lo mismo. No pudo conseguir una respuesta de nadie; ¿no sería que quizás una patrulla que pasaba por allí había cogido a July, o que había sido denunciado y detenido para ser interrogado, obligado a punta de pistola a tomar el vehículo del hombre blanco?
Los hechos que lo contradecían no le trajeron la tranquilidad que debía haberle traído. Si eso era lo que había pasado, ¿por qué no habían registrado el poblado? Por qué la gente seguía bebiendo cerveza y bromeando: eso era lo que le parecía que significaban los gritos, las risas y las ruidosas, obsesivas historias de la gente que se estaba emborrachando.
No había adonde ir. Nada en que poder huir. Todo lo que podía decir a Maureen era que había sido July. July.
—No está por aquí.
—¿Cómo consiguió las llaves?
—Oh, el otro día.
No había nada que contentar o reprocharse entre ellos. Él había dirigido el viaje, ellos estaban allí en su terreno. Sabía lo que era mejor.
—No eran sólo sus cosas. Dice que debemos tener el vehículo cerrado también por las herramientas.
Según parecía, July conocía a sus parientes; como una vez usaron las herramientas del vehículo para reparar la vieja rastra, había gente que esperaba pedirlas prestadas, pero July no confiaba en que las devolvieran.
Ella únicamente sabía dónde asentar precariamente sus pies sobre el sólido terreno donde podía ponerlos. Empezaba a enderezar su posición después de perder casi el equilibrio. Se sentó en el asiento del automóvil quitando pinchos del jersey de un niño y formando con ellos un cuidadoso montón para que los pies desnudos no se hirieran accidentalmente al pisarlos.
Cuando no andaba por allí July, estaban los dos solos. Él se mostraba humilde ante Maureen, pero se daba cuenta de que ella no: ¿se enfurruñaba por miedo?
Pero ella se levantó y reunió los pinchos y los arrojó a las ascuas de la lumbre de la cocina, que estaba fuera, asegurándose, con una rara precisión, de que se quemaban. Manejaba su ser como un aparato eléctrico que sabía que se podía hacer pedazos con un mal contacto. No miedo, sino conocimiento de que la conmoción, el paso en el vacío, le ocurren a uno solo y solamente los puede evitar uno solo.
Él quería llamar a los niños a la cabaña, pero no sabía cómo explicar la necesidad que sentía o si ella la compartía. Si decía: «¿Por qué?», ¿qué podría decirle? Él tenía un arma; había traído su escopeta del calibre doce igual que ella se había acordado del papel higiénico. Estaba oculta entre el bálago, estaba sobre sus cabezas mientras ellos permanecían de pie en aquella cabaña donde no había sitio para ocultarse. ¿Qué lugar había para el arma de un hombre blanco entre esa gente que les había recogido sin preguntarles por qué tenían que esperar que les dieran refugio, alimento, escondite?
Si la sacaba y mataba, ¿sería una defensa contra lo que pudiera ocurrir, una vez sin la protección de July? Soy un chico con una cerbatana: quería decirlo en voz alta.
Los verdaderos chiquillos volvieron sin prisas a la cabaña, sin que les hubieran llamado. Tenían hambre. Ella fue hacia Bam y tomó, sin una palabra, la navaja con un abrelatas incorporado que llevaba en el bolsillo. Se dio cuenta de que ella les estaba dando las últimas salchichas de cerdo, que salían de la lata como tapones de húmedo corcho rosado. Al hacer el reparto se pelearon y se las quitaban unos a otros. Llamaron a Gina, pero no les hizo caso; finalmente entró con el andar de vieja con ciática que tienen las niñas negras de tanto cargar con hermanos que son tan grandes como ellas. Llevaba un bebé sobre su pequeña espalda y tenía una expresión de importancia. Se sentó con las piernas dobladas hacia un lado y estiró el sucio envoltorio que sujetaba el bebé a ella, ceñido a su tórax sin pechos. Le ofreció una salchicha; la niña negó con la cabeza con soñolienta responsabilidad o jugando. Sin duda su hija estaba ahíta de pap, de cualquier modo. Él y Maureen estaban fascinados con ella. Sus ojos azules relucían en la máscara de su sucia cara. Tierra roja surcaba las articulaciones y las líneas de sus pequeñas garras y de los dedos de los pies, y la ceniza revestía el invisible pelo blanco que cubría sus piernas rubias. Era como si la suciedad no se notara tanto en los negritos.
—El bebé tiene que volver a su madre, ahora.
Ella se defendió de la cuidadosa racionalidad de su madre con la suya propia.
—¿Por qué?
—Porque a los bebés no les gusta estar separados de sus madres tanto tiempo.
—A él le gusta.
—¿De quién es? ¿De qué choza? Gina, ¿de qué choza?
Chupando la suciedad de sus dedos junto con la grasa de las salchichas, los chiquillos contemplaban el conflicto con distante interés. Veían cómo sus padres cercaban a uno de los suyos: a su padre yendo con ineludible atención hacia su hermana.
—Ven, vamos a llevarle a casa.
Ella giró sobre sí misma, zigzagueando con los codos cuando él quiso hacerla levantarse. Hubo gritos, las voces adultas aumentaron de tono, el bebé abrió un ojo —el otro permaneció un momento cerrado por el sueño— y no se alarmó por las sacudidas que recibió. En ese momento una esbelta figura se acercó brincando a la puerta y se detuvo en seco, indecisa de si entrar o no. Los niños blancos amenazaron.
—¡Aquí está Nyiko! ¡Aquí está Nyiko!
La chiquilla negra entró en la cabaña y las dos niñas comenzaron a reír cubriéndose el rostro. La negra deshizo el envoltorio, se lo echó a la espalda, levantó al bebé y, sacando su duro culo como un camello de rodillas, cargó con él.
Los chicos vieron a su madre, magnánimamente pacificadora, ofreciendo una de sus salchichas a la niña negra cuando salía.
Maureen se la ofreció en la punta del cortaplumas. Antes de tomar el alimento, la niña unió sus manos como si estuviera rezando, luego las abrió y ahuecó las palmas en actitud de recibir una gracia.
Maureen devolvió la navaja a su marido sin limpiarla.
—Si a los nuestros se les pegaran las buenas maneras junto con la costumbre de sonarse los mocos con los dedos y hacer sus necesidades donde les apetece…
Se embolsó la observación junto con la navaja como una señal de que se habían suspendido las hostilidades.
Los tres niños se habían encerrado en un interminable juego de atormentarse unos a otros. Como Gina estaba tumbada en el asiento de automóvil que compartían, dejaron de hacer flotar plumas de pollo en las corrientes de aire y se dedicaron a empujarla para que se cayera. El hombre y la mujer eran incapaces de atender a los ruidos y las apelaciones a su autoridad procedentes de ambos lados: no había distracción, ni siquiera en la proximidad de conventillo en que se hacinaban, para sus preocupaciones. Él se tumbó en la cama. Ella se sentó en un taburete junto a la puerta. De vez en cuando ella venía y se quedaba de pie junto a la cama. Se miraban.
—¿Quieres echarte?
Pero era un non sequitur, como el té que ella hacía tomándolo de su preciosa reserva, bombeando el Primus que les habían dejado. No había razón alguna para esperar que July volviera dentro de un tiempo determinado. Ella salió y se puso a mirar aquella cabaña concreta, sin techo, oculta por los árboles invasores, como la madriguera de algún animal que hubiera desaparecido. El lugar parecía igual que cuando estaba allí el vehículo. En la cama el hombre echó un vistazo a su reloj, mas ella sabía que allí el suyo era algo inútil; pero con la profunda y lívida luz que fluía sobre el bush desde un sol poniente bajo un cielo entintado y tormentoso no pudo evitar un sentimiento de agonizante alerta. El día terminaba. Miró hacia el bush; su medida patética, un gato ante el agujero de un ratón, ante la inmensidad.
Cuando él cerró los ojos vio la abertura de la cabaña como la forma blanca de la llama de un soplete. Podía haber abierto los ojos sobre la nieve, nieve y la desmañada seguridad de las bien arrojadas figuras en ropas de colores vivos: Canadá. Después de cinco años ya estarían establecidos allí. Músculo tras músculo, todo su cuerpo grande y sus miembros se tensó alrededor de él con una llave estranguladora. Si no hubiera sido por ella; no podía recordar lo que él quería hacer realmente, quedarse o irse, pero ella había tenido una voluntad que había doblegado la suya, estaba dividido y a la vez unido, como las higueras salvajes del bush a la vez rompen y entrelazan a las rocas. Tomó bruscamente el aparato de radio e hizo girar el botón a través de las endemoniadas furias, a través de las chisporroteantes selvas de rugidos, del agudo lamento de los monstruos en las siseantes profundidades del océano.
—¡Por Cristo!
Ella había vuelto y estaba de pie a su lado. Redujo el volumen y siguió buscando con el botón.
—No hay nada. Lo único que haces es gastar las pilas.
Dio al botón rápidamente, formando un crescendo, ya fuera por equivocación o por malicia —la cabeza de ella se irguió con rapidez—, antes de dejar el aparato.
—¿Por qué los blancos que hablan sus lenguajes no son nunca gente como nosotros, son siempre de los que no dudan que los blancos son superiores? Si pudiéramos hablar… —tenía el lento, apretado murmullo de Gina cuando estaba enfadada.
—No hay nada especial en eso: no le des más vueltas. Ahora no, por favor. No puedo soportarlo.
Para los blancos de las oficinas de pases y de las agencias de trabajo, que solían tener que tratar siempre a los negros a través del mostrador, hablar un lenguaje africano era simplemente una cualificación, nada más. Una cosa que tenían que saber para su trabajo.
—¿Sobre qué me estás echando el sermón?
Pero él no se dio cuenta de que había estado hablando de ella en tiempo pasado.
—No quiero oír lo de siempre, que si siempre nos hemos estado engañando a nosotros mismos… Si han sido mentiras, han sido mentiras.
—Pragmatismo y no «importancia»: de eso es de lo que estoy hablando.
El fanagalo hubiera tenido más sentido que el ballet. El capataz Jim hablaba la bastarda lingua franca de las minas, cuyo vocabulario se limitaba a las órdenes que daban los blancos y las respuestas de los negros. Una vieja historia de cuando ella se avergonzaba —al casarse con su joven marido liberal— de un padre que hablaba con sus «chicos» en un dialecto que los negros educados que jamás habían estado en un pozo consideraban como un insulto a sus culturas; ahora él, el marido, tenía que aguantar que ella estuviera avergonzada de aquélla vergüenza.
—Si nos hubiéramos marchado hace cinco años me hubieses acusado de que nos habíamos escapado. Nos quedamos y vivimos lo mejor que pudimos. Aguantamos.
Él giraba lentamente la cabeza sobre el cuello como si la tierra fuera un dogal: Dios lo sabe, míranos ahora…
—No: nos pillaron —no estaba dispuesta a soltar; era como si tuviera la cuerda en su mano—. Es como cuando cuentas una historia para demostrar tu importancia o tu erudición y te pillan. ¿Mmmmm? Todo el mundo te escuchaba: «Formaba parte del comité seleccionador»; el premio internacional de arquitectura aquella vez, cuando fuiste a Buenos Aires. Mencionaste nombres famosos, incluyéndote, sólo para mostrar tu posición sin decirlo claramente: «La mayor parte de nosotros no hablamos español, así que la discusión se hizo en francés», mostrando que hablar francés no era un problema para ti. «Cada uno de nosotros nombró a sus candidatos, luego hicimos el elogio de los seleccionados…». Te escuché todas las veces. Te oí. Y cuando alguien te preguntó cuáles habían sido tus candidatos no pudiste contestar. ¡Te habías olvidado! Una chapuza. Lo que de verdad ocurrió fue que tú sólo disfrutabas por el hecho de estar allí, de ser juez, apoyabas a los candidatos que eligiera otro. Y eso también lo descubrieron. Te pillaron. Vamos. Yo lo vi, y también los demás. Vamos…
—Nunca lo hubiera creído. Pero es verdad, estabas celosa. Dios mío. ¿Sabes lo que me recuerda eso? Cuando yo vivía con Masha, estábamos en plena cena, en el piso de sus padres, y ella me dijo, cuando su madre se levantó un momento para ir a buscar pan a la cocina: «Tengo que decirte que estoy enamorada de Jan (no recuerdo cómo era su apellido, un polaco), me acosté con él esta tarde». En la mesa. Su padre estaba allí pero era sordo —miró a los niños absortos en sus peleas. Se rió sobresaltado un momento; las comisuras de su boca se contrajeron ante el espectáculo. Su voz siguió rígida y violenta—. Vosotras, las mujeres, sois unas malditas cobardes, oh, sí, el valor físico, aguantar en el suelo del bakkie, eso es otra cosa. Pero elegís el momento. Por Cristo que lo hacéis. Cuando queréis «ser francas».
—Todo eso suena ridículo. Eso es todo.
Su voz venía de donde estaba ella ahora, de espaldas a él, sentada con los brazos rodeando las rodillas en el suelo de barro del umbral, mirando al bosque convertirse en una mancha en la oscuridad, cada vez más cerca según los intervalos de su atención.
—¿Qué demonios quieres hacer? ¿Invocar a Supermán —hizo un movimiento con la mano abierta hacia los niños que miraban el serial en casa— para que los lleve? Sé que le di las jodidas llaves.
—¿Por qué no admites que fuimos unos locos por escapar? Por qué no puedes.
Él sintió su saliva en el rostro. Durante un momento pareció que luego le seguirían sus uñas; los dos caerían al suelo, golpeándose mutuamente en un terrible abrazo que nunca habían probado.
Ella plañió venenosamente:
—Tú querías irte. ¿Por qué haces lo que quiero para sentirte absuelto?
—¿De qué estás hablando? Tú querías llegar a la costa.
—Sólo hasta que él nos ofreció esto. No aguanto tu jodida manipulación de los hechos.
—No poses, Maureen. No tienes por qué inventarte a ti misma. Eso es lo que me acusas de hacer a mí. No tienes por qué actuar poniéndote en «situación» para vender a los periódicos cuando esto haya acabado. Estamos viviendo minuto a minuto desde que subimos al bakkie. Así que, por Cristo, dejemos eso, dejemos eso, dejémoslo en paz.
Los niños se habían quedado dormidos donde estaban. Él, suavemente, los desenredó, con ostentación, de las posiciones de lucha en que habían sido vencidos: Gina con la cruel manita abierta sobre la enrojecida oreja de Royce; la mejilla de Victor, rayada de suciedad y de lágrimas, descansaba sobre el amuleto, un imperdible grande con unas bolitas y un fragmento de piel colgado, que le había quitado a ella. El sentido paternal sustituía a la apatía hacia los niños que se había producido en la madre. La luz de la lámpara de parafina caía sobre su lecho. Ella los dejó y salió; el calor era la oscuridad y la oscuridad era el calor, la lima y las estrellas se habían apagado. El bush, que todo lo escondía, se había escondido. El zumbido de los insectos debilitaba el único, largo, indiferenciado grito, compuesto de cantos, golpes secos, trasiego humano que procedía del lugar de la fiesta donde ésta no había cesado, no cesaba. Una de las cosas más extrañas de estar allí era que la oscuridad, tan pronto como caía cada noche, terminaba con todas las actividades humanas. Sólo esa noche —sábado— estaba la gente despierta entre sus compañeros durmientes, sus animales; en la oscuridad (alejándose, subiendo, en la mente como un águila que pone distancias entre sus talones y la tierra) la lumbre de su fiesta era como una linterna de bolsillo bajo la manta del universo.
El color y la oscuridad comenzaron a disolverse y ella tuvo que irse. No había alcantarillas; la llovizna no hacía ruido sobre el bálago. Bam había volcado la banqueta junto a la cama de hierro y puesto encima la lámpara de parafina. Estaba leyendo Los novios. Era la primera vez que llovía desde que habían llegado; el gastado bálago se oscurecía y empezaba desvalidamente a dejar caer agua por sus tallos lisos; goteaba y escurría. Los insectos entraban andando y volando. Los había activado la humedad, rota la crisálida de sequedad que los había mantenido en los muros, en el techo. Ella sabía que la lámpara los atraía, pero él la dejó encendida. Las cucarachas volantes eran criaturas que conocía. Había otras como las desmesuradas langostas, pero brillantes, con gordos cuerpos formados por una sucesión de anillos articulados, que se negaban a morir aunque fueran golpeadas una y otra vez con un zapato y una pasta amarillenta salía a chorros de ellas. Yacían por todas partes entre los charcos del suelo, sus serradas patas contorsionándose.
Él y ella llevaron a los niños a la cama para que no se quedaran sobre el suelo mojado.
Se sentaron en los asientos del automóvil, con la lámpara siseante consumiendo el tiempo en el caliente olor de la parafina. Él no estaba leyendo pero no apagó la luz: en la sala de espera de un hospital, en la madrugada, la gente no se mira. Al final el cansancio mortal les vacía de toda aprensión; de la misma manera un hombre se queda dormido media hora antes de que lo lleven ante un pelotón de ejecución. Se tumbó de cualquier manera en el asiento del automóvil. Sus pies colgaban. No se dio cuenta de que ella extinguía la luz, el siseo o que la lluvia se había intensificado, disminuyendo luego. Ella salió. La noche se cerró sobre su rostro. La lluvia se cernía en la oscuridad. Sabía sólo dónde estaba la entrada, cómo volver. Se quitó la blusa, salió de las bragas y los pantalones todo junto, apoyándose contra la pared de barro llena de vaho. Manteniendo su ropa separada del barro dejó que la lluvia le picoteara ligeramente la cara, los pechos y las espaldas, luego que corriera sobre ella. Se volvió como si estuviera bajo una ducha gruesa. Pronto su cuerpo tuvo la misma temperatura que el agua. Se dio cuenta de que ya podía ver; y lo que vio fue como un reflejo de la llama de una vela tras el cristal de una ventana chorreando lluvia, a lo lejos. El reflejo se movió o las ondas de vidrio se movieron sobre él. Pero existía: la prueba era que había una dimensión entre ella y algún elemento en la oscuridad cubierta de lluvia. Donde estaba la lluvia se debía de haber hecho muy tenue; y ahora vio dos débiles faros, como agujas, moviéndose. Avanzaban lentamente y, como no había nada entre ella y ellos, parecían estar en la mitad del cielo. Luego le llegó un sentido de la orientación, de la huella luminosa: colocó un alfiler donde no había mapas: allí, en la oscuridad y la lluvia, estaba donde las cabañas en ruinas. El vehículo avanzaba cautelosamente. El punto colocado en su mente volvió a la oscuridad. Los faros se apagaron, el motor se apagó en la cabaña sin techo.
Si no hubiera sido por la lluvia su voz hubiera llegado hasta ella a través del valle; era un hombre charlatán, a quien le gustaba volver una y otra vez sobre los pequeños acontecimientos para saborear su actividad mientras quemaba la basura acumulada en el jardín o reorganizaba lo almacenado en los armarios de la cocina. Ninguna luz llevada en la mano se movió; él conocía su camino en la oscuridad aunque hasta las ascuas de la lumbre de la cocina habían sido apagadas por la lluvia.
Ella entró —los insectos muertos habían empapado sus zapatillas de lona— y fue a tientas hasta la ropa sucia que Bam les había quitado a los niños. Se secó con ella, se puso un albornoz que había encontrado a tientas y se durmió como un ahogado envuelto en la tosca tibieza de la manta de su salvador, sobre el asiento del automóvil.