Bam podía ayudar a July a arreglar los útiles de labranza —difícilmente podían llamárseles herramientas— de sus lugareños. El conjunto de yugos y arreos que compartían, que utilizaban por turno para labrar, los guardaban en una cabaña especial donde no vivía nadie. Las pesadas cadenas estaban extendidas sobre el suelo. Del techo colgaban azadones. Se percibía el olor mohoso, a nueces, de los cereales almacenados en cestos. Alguien había estado allí, escogiendo habas de una de las esteras utilizadas como tapetes o cuencos: Maureen vio la disposición de las habas defectuosas separadas de las buenas, una selección llevada a cabo por alguien que en ese momento estaba ausente: los dioramas de las civilizaciones primitivas en los museos de historia natural pretenden producir cuadros semejantes. Bam estaba decidido a poner en uso un depósito de agua, aquel redondo recipiente de hojalata que alguien había cargado hasta el bush pero que nunca habían instalado. July se rió y le dio una patada (igual que había hecho Victor con la bañera).
—No, quiero hacerlo. Si podemos encontrar un saco de cemento podremos ponerle un cimiento. ¿No he visto yo unas viejas tuberías tiradas por alguna parte? Podéis tener un decente abastecimiento de agua de lluvia durante los meses lluviosos. Es un despilfarro. Las mujeres no tendrán que ir al río. Es mucho mejor para beber que el agua del río.
No había saco de cemento; pero trabajaron juntos más o menos como lo hacían cuando Bam quería que le ayudara en los trabajos ocasionales de construcción o de reparación que exigía el mantenimiento de una casa de siete habitaciones y una piscina. Bam se las arregló con unas piedras para hacer la cimentación. Tenía la radio cerca y en las horas en que se leían los boletines de noticias ella aparecía doquiera que estuviese. Se quedaban de pie y escuchaban juntos. Había otros aparatos de radio en la comunidad vociferando, cotorreando, tañendo música pop, el animado parloteo de los anuncios en un lenguaje negro; la voz neutral del locutor hablaba inglés únicamente para la pareja blanca, únicamente para ellos. No hacían comentarios y se miraban el uno al otro. Pero fuere lo que fuere lo que cada cual esperaba encontrar en el otro, una súbita nueva decisión, o lo más temido, nuevas razones para el miedo, no aparecía. Había fieros combates en tomo al aeropuerto Jan Smuts; el centro de la ciudad, bajo la ley marcial, había permanecido tranquilo la pasada noche, pero se oyó fuego de mortero y se habían recibido confusos informes de duros combates en los suburbios del este y del norte. La Cruz Roja hacía peticiones de sangre. Había sido atacada la fábrica de gas y la explosión había iniciado un incendio que se extendía por las casas suburbanas; Bam enarcó las cejas y su mirada se fue lejos: a través del valle, la autopista, la casa que desearan construir en un suburbio tranquilo. El Congreso de los Estados Unidos estaba discutiendo la organización de un puente aéreo gubernamental para los ciudadanos norteamericanos. No se sabía desde dónde podría operar: los aeropuertos de Cape Town, Durban y Port Elisabeth estaban cerrados, y sus puertos bombardeados y bloqueados. Maureen desvió la vista hacia un chiquillo que vaciaba una cesta de piedras que había llevado a la cabeza siguiendo las instrucciones de July; había pensado en probar suerte en la costa.
Tenían suerte de estar vivos. Ninguno de los dos podía esperar que el otro dijera lo que iba a ocurrir después; lo que tendrían que hacer; todavía no. Él ordenó las piedras traídas desde algún otro intento de construir algo que había terminado en ruinas. Así era cómo la gente vivía allí, volviendo a reagrupar sus escasos recursos en torno a las bases de la naturaleza, dejando que las paredes de barro se deshicieran para volver a ser barro y utilizar luego ese mismo barro para construir nuevas paredes, en otro claro, entre otras rocas convenientes. Nadie recordaba de dónde procedía el depósito de agua. July dijo que se lo preguntaría a la vieja, pero no lo hizo nunca, aunque ésta solía sentarse fuera de la cabaña de las mujeres, en el suelo, la mayor parte del día, haciendo escobas de ciertas hierbas especiales que recogían las mujeres. El depósito de agua habría venido de allá, como los Smales y sus hijos; correspondía al hombre blanco hacer un lugar para él aquí.
Más allá del claro —el asiento de las cabañas, kraals de ganado y las zonas quemadas y llenas de tocones que componían los campos—, la curva en forma de nalga indicaba el río y el final de la distancia mensurable. Como nubes, la sabana formada y vuelta a formar por los cambios de luz, que se movía o que daba la impresión de moverse, pasaba ante el ojo viajero; silenciosa y verde ceniza como el moho se extendía y seguía extendiéndose, desenrollándose bajo el cielo que estaba ante ella. Había centenares de senderos utilizados por antiguas migraciones (nunca terminadas, su familia era la última), que no se veían. Había gente, fluctuantes círculos de habitáculos señalados por euforbia y restos de bush, como éste, bandas circulares de hongos: no se veía. Había ganado descomponiéndose bajo la maleza y la quietud de los animales salvajes: nada de eso se veía. Espacio; tan confinado en su inmensidad que sus hijos no sabían que estaba allí. Royce encabezó una delegación:
—¿Podemos ir hoy al cine? ¿O mañana?
(El aplazamiento era una sospecha, la confusión del tiempo con aquella otra dimensión propia de ese lugar.)
Aunque Gina y Victor eran lo suficientemente mayores como para saber que los cines habían quedado atrás, le dejaron que preguntara y se enfurruñaron y riñeron después sobre los asientos del automóvil en la cabaña, rascándose las picaduras de los piojos. Maureen no podía pasear por lo ilimitado. No estaba tan lejos como cuando llevaba su perro hasta la esquina o al buzón para echar una carta. Podía ir hasta el río, pero no más allá, y no con frecuencia. Cuando lo hacía era en la creencia de que era mejor no hacerlo porque podían verla ahora.
July llegó a recoger las ropas de la familia para que las mujeres la lavaran allá abajo.
—Puedo hacerlo por mí misma.
Tenían tan poco, vestían tan poco; los niños habían dejado de usar zapatos, ya no se podía ni hablar de calzoncillos y calcetines limpios a diario, como antes.
Pero él se quedó allí de pie, en la forma de quien no puede irse sin aquello que ha venido a buscar.
—Entonces tendré que traer agua para ustedes, calentarla, todo.
Ella se dio cuenta de que tenía que ceder, allí, ante ideas de las cuales no sabía nada.
—¿Lo hará tu esposa? Puedo pagar.
Era asunto de mujeres, en su hogar. Su corta risa hizo que sus dedos tensaran los extremos del flojo bulto hecho por ella.
—No sé quién. Pero usted puede pagar.
—¿Y el jabón?
Ella guardaba celosamente una pastilla grande de jabón de tocador, secándolo con cuidado después de cada uso y conservándolo en lo alto de las paredes de la cabaña, fuera del alcance de los niños.
—Traigo jabón.
¿Jabón que él se había acordado de tomar de su despensa? Sus limpias botas olían a Lifebuoy que ella compraba para ellos, los sirvientes. Él no dijo nada; quizá simplemente para no jactarse de su previsión. Ella iba a preguntarle, y se dio cuenta de que no podía.
—Pagaré por ello.
Los fajos de billetes eran pedazos de papel en aquel lugar; no representaban para ella el refrigerador lleno de carne congelada y cubitos de hielo, los periódicos, el alcantarillado, lámparas para la mesilla, cosas que el dinero no podía proporcionarle. Pero para los lugareños de July seguía teniendo significado. Vio cómo cuando ella o Bam, que dependían por completo de aquella gente, no tenían más que pedazos de papel que darles, ni siquiera les sobraba la ropa —tan apreciada por los pobres—, ellos escondían el papel moneda en trapos atados y curiosos, arrugados saquitos que llevaban encima de sus personas. Eran capaces de establecer la relación entre lo abstracto y lo concreto. July y otros como él —todos los hombres capaces que se habían ido afuera a trabajar— habían enviado a lo largo de mucho tiempo esos pedazos de papel y les habían traído, durante quince años (lo que significaba siete permisos para volver a casa), muchas cosas en las que los tales pedazos se podían transformar, desde la bicicleta que Bam le había conseguido en unas rebajas hasta las tazas de té de cristal rosado del supermercado.
La cabaña de la esposa de July, su propia cabaña, las cabañas de tres o cuatro familias dentro de la familia, su kraal para las cabras, los gallineros hechos de ramitas secas, clavadas en tierra por rudimentarios aros entrecruzados, las porquerizas cerradas por una fusión de barreras orgánicas e inorgánicas —áloes espinosos, tapacubos dentados cogidos de los automóviles averiados, chapas de hojalata corroída, ladrillos de barro; la cabaña donde se guardaban los útiles de labranza—, ésos eran los objetivos e hitos diarios que podía alcanzar. Se movía entre ellos sin trabajar, incapaz de hacer nada, como hacían los otros. Tenía un libro: un grueso libro de bolsillo tomado al pasar, hasta aquel momento algo comprado hacía años y nunca leído, quizá predestinado para una situación de ese tipo: I promessi sposi, de Manzoni, traducido por Los novios. No quería empezar a leerlo, porque ¿qué haría cuando lo hubiera leído? No había otro. Luego superó el tabú (si no lo leía encontrarían una solución pronto; si leía el libro seguirían allí cuando lo hubiera terminado). Arrastró afuera un taburete cojo que July había traído «para los niños», donde podía ver el bush y empezar. Pero la traslación que significa una novela, la falsa conciencia de estar dentro de otro tiempo, lugar y vida que significaba el placer de leer para ella, no era posible. Estaba en otro tiempo, lugar, consciencia; esto presionaba sobre ella y la llenaba como el aliento llena la forma de un globo. Ya no era lo que había sido. Ninguna ficción podía competir con lo que aprendió que no sabía, imaginara o descubriera con la imaginación.
No tenían nada.
En sus casas no había nada. Al principio. Tenías que permanecer un largo rato en la sombra para vislumbrar lo que había en las paredes. En la cabaña de la esposa, un ondulado dibujo de anchas bandas blancas y ocre. En otras —no sabía si era o no bien recibida allí donde ellos iban y venían de la oscuridad hasta la luz como golondrinas— tuvo una fugaz visión de lo que le pareció un único círculo pintado, un ojo o una diana. En una morada donde le invitaron a entrar había el rabo de un animal y la calavera de un roedor, tripas secas, colgando del bálago. Normalmente había espejos muy pequeñitos mordisqueando los perdidos rayos de luz como hace un pez hambriento subiendo a la superficie. No reflejaban nada. Una impresión —sensación— de estar mirando algo intrincadamente banal, manufacturado, reproducido, le hizo volverse como si alguien la llamara desde allá. Fue en la cabaña donde estaban los yugos y los arreos de los bueyes de labranza. Volvió a entrar otra vez y descubrió insignias, como medallas bélicas, clavadas justamente a la izquierda de la oscura entrada. El emblema esmaltado de la cruz roja estaba descolorido y picado por la humedad, sujeto al barro con mugre y estiércol que lo invadían lentamente. Las letras grabadas de la placa de bronce estaban oxidadas. Uno era un medallón como los que daban a los mineros negros que aprobaban el examen de Primeros Auxilios sobre cómo tratar las heridas que pudieran producirse en el interior de la mina; el otro era un distintivo de rango para los mineros negros, el más alto que podían alcanzar. Alguien de las minas; alguien había ido a las minas de oro y había vuelto con esos trofeos. O se los habían enviado a casa; y ¿dónde estaba el propietario? Nadie vivía en esa cabaña. Pero alguien había vivido allí; había tenido posesiones, sus tesoros desplegados. Se había ido o había muerto: lo habían olvidado o era conmemorado por la evidencia de esos objetos dejados, o colocados, en la cabaña. Los mineros habían salido de esos lugares durante mucho, mucho tiempo, casi tanto como la existencia de las minas. Leyó la placa de bronce del brazo: CHICO DEL CAPATAZ.
La cuadrilla del capataz conseguía recompensas y ascensos. Estaba orgulloso de su chico del capataz; algunos de entre ellos habían sido reclutados una y otra vez de los kraals, las cabañas, repitiendo los contratos de nueve o dieciocho meses de los obreros emigrantes, durante toda la vida de trabajo de My Jim; en las Zonas Occidentales, mientras sus hijas crecían con la ambición de ser bailarinas de ballet.
Una escolar blanca atraviesa la intersección donde se encuentran las tiendas, mascando chicle y moviéndose al compás de una tonada de tarde de verano. A su lado hay una mujer de esa edad indefinida de las negras entre la juventud y el momento en que sus firmes y confortables pechos y nalgas se convierten en plomo pesado y sus bonitas y gruesas piernas comienzan a detenerse: la vejez. La mujer negra masca chicle también; su gorro de lana cae sobre una oreja y lleva sobre la cabeza una cartera de colegiala toscamente estarcida en azul, MAUREEN HETHERINGTON. Cuando la mujer negra hace un movimiento contra la luz del tráfico repentinamente en rojo, la chica blanca la toma de la mano para detenerla y las dos continúan cogidas de la mano, balanceándose descuidadamente, mientras esperan que cambie el disco. Luego cruzan juntas dando brincos. Lydia apenas necesita tocarla con la mano para que no se caiga la pesada cartera; lo hace sin esfuerzo, como si estuviera enderezando un sombrero.
Se ve a la pareja seguir por la intersección, en las tiendas y el atajo a través del veld (más tarde allí se estableció una zona industrial, la fábrica de cajas metálicas y la planta de patatas fritas), hacia el distrito donde vive la gente casada de las minas. Las casas de los capataces están detrás del centro recreativo donde se encuentran las clases de ballet. Lydia tenía la llave de la puerta de servicio, la esposa del capataz My Jim trabaja en una inmobiliaria y está fuera todo el día. Nuestro Jim limpia los zapatos y trabaja en el jardín. Lydia tiene todo el tiempo para sí, su trabajo en casa se alterna con frecuentes paseos por las tiendas, a comprar pan, almidón para la colada o simplemente encontrarse y charlar con negros que están haciendo recados similares. Maureen la encuentra con frecuencia en su camino de vuelta de la escuela. Lydia la espera; tal vez baja a hacer algo de compra en el momento en que sabe que Maureen desciende del autobús de la escuela. Una vez que se encuentran no tienen prisa; es el momento más caluroso del día. Lydia se sienta en la cartera continuando las largas conversaciones que había emprendido antes de ver a la chica y Maureen entra en la tienda de los griegos para comprar una Coca-Cola que comparten, bebiéndola alternativamente, y —si tiene dinero— algo de chicle o chocolate. Lydia equilibra la cartera —dentro de la cual hay una chaqueta de colegiala, playeras y un montón de libros— sobre la cabeza. A veces se ríen y secretean entre ellas.
—No les digas que me has visto, ¿eh, Lydia? —cuando vuelve del colegio con un niño en bicicleta en lugar de hacerlo en la seguridad del autobús.
—Cariño, ¿cómo se lo voy a contar? Eres mi amiga de verdad, ¿no es eso?
En otros momentos Lydia está de un humor crítico, regañón. Se dirige primero a «esa gente»: sea quien sea con quien haya reñido a propósito de las apuestas de Fah-Fee o la complicada ética del club al que pertenece, en cuyos fondos cada miembro deposita una parte de su salario mensual para que cada cual tenga su prima mensual cuando sea la perceptora de la suma de las contribuciones de las otras.
—¡Esa mujer! La cuñada de Gladys, ella es la que guarda el dinero, pero yo le digo: ¿Por qué si eres la que lo guardas no pagas como todo el mundo? Para que te toque a ti un mes tengo que andar yo con poco dinero.
Luego el mal humor se vuelca sobre la chica, volviendo sobre pequeñas fechorías enterradas.
—Maureen, sabes que tu padre se va a enfadar si vuelves a perder eso como la última vez.
La linterna de pilas de los utensilios de acampada que están en el taller del garaje; la había prometido como lámpara para la representación teatral de Navidad en el colegio.
—Maureen, ¿por qué tomas las almohadas de tu cama, para dejar que tus amigos las ensucien en la hierba? Luego tu madre me va a reñir cuando vea esas manchas en la colada, el perro con sus patas y todo.
—Cariñito, no te preocupes. Le diré a mami que el perro entró y saltó a mi cama. Lo devolveré todo, te lo prometo.
Se cuelga mimosamente de su cuello, que es más claro que el resto de su cuerpo (pero cómo era ella, desnuda; era muy púdica respecto a su cuerpo y a las funciones de éste, no se la veía desvestida más allá de sus bombachos de nylon y al alzar los brazos sus desnudas axilas de un púrpura descolorido). El cuello olía a la limpieza del planchado, pescado frito y la vaharada que procedía de sus pies que caminaban y sudaban en sus zapatillas de suela de plástico. El cuello regordete tenía «tres ristras de perlas», las graciosas líneas de una joven; debía de tener veintimuchos o treinta y pocos años.
Una tarde, un fotógrafo tomó una foto de Maureen y Lydia. Lo vieron moviéndose en cuclillas para enfocarlas cuando cruzaban la carretera por donde estaban las tiendas. Después de sacar las fotografías se acercó y les preguntó si les molestaba. Lydia tomó el mando; puso las manos en las caderas, sin perturbar el equilibrio de la carga que llevaba sobre la cabeza.
—Pero tiene que mandamos una foto. Nos gusta tener la foto.
Él se lo prometió y las enfocó una vez más cuando seguían su camino. No apuntó las señas, número 20, Distrito para Casados, Zonas Occidentales, Minas de Orofi ¿cómo iban a recibir la foto? Años más tarde alguien se la enseñó a Maureen en un libro de Life sobre el país y su política. Actitudes y estilos de vida de los herrenvolk blancos: la maravillosa fotografía de la escolar blanca y la mujer negra con la cartera de colegiala sobre la cabeza.
¿Por qué llevaba la cartera Lydia?
¿Sabía el fotógrafo lo que vio cuando ellas cruzaban la carretera así, juntas? ¿Explicaba el libro, situando a la pareja en su contexto, lo que ella y Lydia con su afecto e ignorancia no sabían?