Un aparador de madera de boj de un género cuyo prototipo se encontraba con frecuencia en las cocinas de los granjeros tenía el borde de los estantes cubiertos de papel de periódico dispuesto de forma ornamental y los restos de un juego de tazas y platillos de cristal rosado.
July le presentó a su esposa. Una mujer pequeña, negra-negra, de rostro chupado y grandes jamones en los que descansaba sobre el suelo de tierra como si estuviera entre cojines, que se volvía de aquí para allá recogiendo la marmita que yacía en medio de las cenizas de la lumbre para servir el té, en silencio, en el tazón que sostenía una vieja y ajustando el biberón entre las manos de un niño que ya había pasado la edad de mamar, cuyos soñolientos ojos miraban hacia arriba desde su regazo. Hizo una mueca implorante al escuchar la fastidiosa voz de July, balanceándose, murmurando sonidos de salutación.
—Ella dice está muy contenta de usted en su casa. Estar encantada de verla porque ya hace mucho son la gente de July.
Pero ella no había dicho nada. Maureen tomó su mano y luego la de la vieja, que era la madre de alguien: o de July o de su esposa. La vieja llevaba pendientes de bisutería y un broche de hojalata con vidrios rojos, sujeto a un turbante negro en forma de concha de caracol. Unos pies delgados con suela de ceniza asomaban por entre los pliegues de la falda que la envolvía. Le pidió algo a July, carraspeando para aclararse la garganta antes de hacer cada pregunta y mirando, erguida la cabeza, a la mujer blanca que le sonreía y se inclinaba en repetidos saludos. Había otras varias, mujeres jóvenes y muchachas, en la cabaña. Su hermana, la cuñada de su esposa, una de sus hijas; las presentó con un ademán colectivo en términos de parentesco y no por su nombre. El niño pequeño era el último, concebido como todos sus hijos en uno de sus permisos para volver a casa y nacidos durante su ausencia. Maureen le hacía regalos para que los enviara a casa en su nombre cada vez que llegaban noticias de un nuevo nacimiento. Y para esa mujer, la esposa de July, nunca vista, nunca imaginada, había enviado paquetes para los niños y lo que a ella le parecía que cualquier mujer, no importaba dónde o cómo viviera, podría usar: camisón, bolso. Cuando July regresaba de su permiso traía consigo, en reciprocidad, una bolsa tejida, como regalo de su desconocida esposa, de su hogar: en una de esas bolsas había traído ella el dinero del banco. Su mujer de la ciudad era una respetable limpiadora de oficinas que llevaba un vestido de dos piezas en sus días libres. Planchaba sus vestidos con la plancha de Maureen y charlaba con ella cuando se encontraban en el jardín. El tema habitual era un hijo que estudiaba en un instituto de Soweto gracias a lo que ella ganaba, se sobreentendía que la responsabilidad de July era hacia su propia familia, de allá lejos. La mujer de la ciudad no tenía hijos de su amante; una vez se puso una mano bajo los pechos, con el gesto con el cual las mujeres manifiestan su consciente control de su destino femenino:
—Todo terminó. Estoy esterilizada en la clínica.
En confianza: su inglés negro, de ciudad, sofisticado en el vocabulario, revelaba la clase de vida que llevaba.
Era temprano por la mañana, pero las mujeres en su cabaña estaban llenas de sueño, como si fuera al final del día; un borroso haz de luz solar se proyectaba desde una abertura en la pared del tamaño de un entrepaño a través del perfil de una joven, de los retorcidos nudillos de la vieja, de las gordezuelas piernas del niño saciado. Sobre una cama de hierro bien hecha, con mantas escocesas de borlas, una de las muchachas hacía trenzas en la inclinada cabeza de otra. Tal vez habrían estado fuera desde la primera luz recogiendo leña o trabajando en el campo: allí entre ellas, en la cabaña, Maureen era consciente de no saber dónde estaba, en el tiempo, en el orden de un día tal como siempre había conocido.