El vehículo era un bakkie, una pequeña furgoneta con motor de tres litros, ruedas de catorce pulgadas con sólidos neumáticos de diez capas, y un fuerte chasis de los de tipo corriente sobre el cual el comprador puso una cubierta de fibra de vidrio con ventanas, ventiladores y banquetas de espuma a cada lado, detrás de la cabina. Era un automóvil barato convertible en caravana para familias blancas, generalmente afrikaners, y sus medio hermanos de color que no podían permitirse el lujo de tener dos. Para los más blancos sudafricanos era un segundo automóvil, el deportivo, que cumple tareas que no puede realizar un automóvil de ciudad.
Era amarillo. Bam Smales se lo regaló a sí mismo al cumplir los cuarenta años para usarlo como rubia. Hizo tiro de pichón para mantener su puntería fuera de temporada y cuando llegó el invierno se pasó los fines de semana en el bush, dentro de un radio de doscientos kilómetros de su oficina y su casa en la ciudad, cazando gallinas de Guinea, perdices rojas, patos salvajes y gansos con espolones. Antes de que nacieran sus hijos llevaba a su esposa de cacerías más lejos: a Botswana y una vez, antes de que el régimen portugués fuera derribado, a Mozambique. Se sentía tan incapaz de matar un venado como a un hombre; y no guardaba un revólver bajo la almohada para defender a su esposa, a sus hijos o sus propiedades en su casa suburbana.
El vehículo fue comprado para el placer, de la misma manera que se dice que hay mujeres hechas para el placer. Su esposa puso mala cara, como si hubiera comido algo que hace rechinar los dientes, cuando lo trajo a casa. Él defendió su agresividad de rubia teñida; el amarillo es alegre, repele el calor.
Lo rodearon complacidos, esposa y familia, los niños excitados, como si nada les excitara tanto como una nueva posesión. Nada había que les hiciera más felices que comprar cosas; no les interesaba nada dar de comer a los conejos. Ella le sonrió como siempre que a él le daba un arrebato y hacía lo que quería, era una parte de él que estaba fuera de la pareja.
—Cualquiera podrá verte desde una milla, en el bush.
En varias y diferentes circunstancias ciertos objetos e individuos llegan a convertirse en vitales. La apuesta por la supervivencia no puede, por su naturaleza, revelar cuáles antes de los acontecimientos. ¿Cómo se puede saber? El Servicio de Planeamiento de Emergencia Civil no lo preveía. (En 1976, después de los Motines de Soweto, las firmas farmacéuticas sacaron al mercado unos botiquines aprobados por el gobierno.) Las circunstancias son insospechadas por la manera en que se producen, a pesar de todas las previsiones apocalípticas o políticas, y la identidad de los individuos y objetos vitales permanece oculta por su humilde o frívolo papel en las circunstancias habituales.
Empezó de manera curiosamente prosaica. Las huelgas de 1980 se prolongaron, una inspirada o provocada por solidaridad con otra, hasta que huelgas y cierres patronales se vivieron como un fenómeno continuo y contiguo más que como caos industrial. Mientras el gobierno seguía redactando concesiones a los sindicatos negros elaboradas con todo cuidado para ocultar con exactitud las restricciones concomitantes, de cualquier manera los obreros negros huelguistas pasaban hambre, se enfurecían y no tenían trabajo, y con frecuencia lo único que quedaba de los talleres quemados era su suelo. Durante mucho tiempo nadie sabía lo que realmente pasaba fuera de la zona que podía abarcar con la mirada. Motines, incendios provocados, ocupación de las sedes de las empresas internacionales, bombas en los edificios públicos: la censura de los periódicos, la radio y la televisión hizo que los rumores y el boca a boca fueran las únicas fuentes de información acerca de aquel estado crónico de levantamiento en todo el país. En casa, después de semanas de motines en Soweto, que no se veían, una marcha sobre Johannesburgo de (según diversos cálculos) quince mil negros fue detenida en el límite del centro comercial al costo de (según diversos cálculos) gran número de vidas tanto negras como blancas. El contable del banco para el que Bam había realizado el proyecto de una casa le había avisado de que en caso de que no hubiera signos de contención (ésas fueron sus palabras) los bancos declararían una moratoria. Así, Bam, en un estado de indiferente incredulidad, tomando una caja de plástico esponjoso de color blanco que una vez contuviera un equipo japonés de alta fidelidad, retiró quinientos rands en billetes y Maureen dio el aviso requerido de veinticuatro horas para retirar sus ahorros y liquidar su cuenta, mil setecientos cincuenta y seis rands, que llevó a casa sin incidentes en una bolsa para la compra de yute bordado, con un traje de Bam recogido en la lavandería ostensiblemente a la vista.
Y luego los bancos no cerraron. Se contuvo a los negros (temporalmente escasos de municiones y que hacía tiempo que habían renunciado al heroísmo de enfrentarse a las balas con palos y piedras) por la fuerza ciudadana reforzada por emigrantes blancos rhodesianos, algunos antiguos Selous Scouts acostumbrados a ese tipo de lucha y la llegada de un avión lleno de mercenarios blancos procedentes de Bangui, Zaire, Uganda, doquiera que hubieran estado sosteniendo a los habituales Amines, Bokassas y Mobutus. Los niños no iban a la escuela sino que se dedicaban a jugar brutalmente a luchas callejeras en los apacibles jardines. El almacén de licores repentinamente sirvió el vino y la cerveza encargados semanas antes, dos negros vestidos con monos que tenían grabada la leyenda de una marca de licor de caña llevaron las cajas a la cocina y se entretuvieron bromeando con los sirvientes. Por vigésima, por centésima vez desde la quema de pases en los años cincuenta, desde Sharpeville, desde Soweto en 1976, desde Elsie River en 1980, parecía que la tranquilidad volvía de nuevo.
Primero los Smales calcularon que les quedaban diez años, luego otros cinco, luego consideraron que sería cuando sus hijos fueran mayores. Deseaban que llegara de una vez cuando aún no había llegado. Les enfermaba el espantoso pensamiento de que podían vivir toda su vida tal como eran, parias, perros blancos en un continente negro. Se unieron a partidos políticos y grupos de «contacto», deseosos de abandonar los privilegios que conllevaba su naturaleza de perros blancos protegidos por Mirages y por tanques; no les creyeron. Pensaron luego en irse, mientras eran lo bastante jóvenes como para prescindir tanto del rechazo negro como del privilegio de ser blancos, comenzando una nueva vida en otro país. Se quedaron; y se dijeron y dijeron a los demás que aquél y ningún otro sitio era su hogar, aunque sabían, a medida que pasaba el tiempo, que la razón era que no podían sacar fuera su dinero; los crecientes ahorros e inversiones de Bam, el pequeño paquete de acciones de De Beers de Maureen que le había dejado su abuelo materno y la casa que cada vez era más difícil vender, ya que los motines urbanos se habían convertido en una parte de la vida. Una vez más, por centésima vez, millares de negros fueron encarcelados, se recogieron los cristales rotos, las líneas telefónicas volvieron a ser conectadas, la radio y la televisión aseguraron que se había restablecido el control. Marido y mujer pensaron que era estúpido tener el dinero oculto en casa; estaban a punto de ir a devolverlo al banco…
Cuando todo ocurrió, se produjeron las transformaciones del mito o de la parábola religiosa. El contable del banco fue el legendario cálao que avisa en los cuentos populares africanos, es arriesgado ignorar sus rápidos chillidos. El bakkie amarillo, comprado para diversión, se convirtió en el vehículo: el que les llevó lejos de las tiroteadas galerías comerciales y de las casas incendiadas que no se vendían en un mercado deprimido, de las tuberías reventadas que arrastraban cadáveres vestidos con traje de safari dominguero y de los cohetes dirigidos por el calor que alcanzaban a los Boeing que transportaban a quienes trataban de irse por el aeropuerto Jan Smuts. Nora, cocinera y niñera, huyó. El decentemente pagado y satisfecho sirviente, que vivía en el jardín desde que se casaron, vestido por ellos con dos juegos de uniformes, pantalones caqui para el trabajo doméstico duro, dril blanco para servir la mesa, que tenía miércoles y domingos alternos libres, al que le permitían recibir a sus amigos de visita y que su mujer de la ciudad durmiera con él en su habitación, resultó ser el elegido que tuvo sus vidas en sus manos; el príncipe rana, el salvador July.
Trajo una bañera de cinc suficiente para que los niños pudieran sentarse en ella, de uno en uno, y sobre la cabeza latas de parafina llenas de agua calentada en la lumbre. Ella lavó a los niños, luego se lavó en el agua sucia; por primera vez en su vida se dio cuenta de que olía mal entre las piernas y —enviando a los niños fuera y dejando caer el saco para tapar la puerta— frotó con disgusto el suave interior de su vagina y el invisible nudo de su ano en la suciedad y las burbujas. Su marido se arriesgó y se bañó en el río: todos los ríos que corrían hacia el este llevaban el riesgo de la infección de bilharzia.
July volvió y trajo gachas, espinacas silvestres hervidas y hasta una papaya dura y verde: de alguna forma, la costumbre familiar de terminar una comida con fruta, ritualmente observada por quien estaba largamente habituado a ellos. Aquí no llevaba uniforme (vestía una camiseta con el dibujo borrado y pantalones polvorientos, que dejaba para cuando volvía cada dos años con su permiso), pero entraba y salía con el mismo porte que había tenido durante quince años en la casa; de servicio, no servil, comprendiendo sus deseos y gustos, aliándose discretamente con sus normas e incluso con la disciplina e indulgencia de los niños.
—Cocinaremos nosotros, July. Debemos hacer nosotros mismos el fuego.
El invitado disculpándose por crear problemas; él y ella recogían el eco de aquellos visitantes que venían a quedarse en su casa y le daban una propina al marcharse.
Trajo leña para Bam, pero volvió de nuevo al atardecer. No se fiaba de que supieran cuidar de sí mismos.
—¿Quiere yo haga un fueguito ahora?
Traía una lata de Golden Syrup llena de leche. Tenía un chiquillo con él; por la mañana temprano había echado de allí a varios chiquillos negros curiosos.
—Éste es el tercero de los míos, casi es de la misma edad que Victor. Victor los cumple el veintiuno de enero, ¿no? Éste, el día de Navidad.
Los niños blancos habían visto allá la fotografía de los hijos del sirviente, que guardaba en la billetera junto con su pase. Miraron al niño negro como un impostor.
—Es de la cabra, la leche que bebemos, no sé si gustar a Gina. Gina siempre un poco caprichosa. Señora, puede hervirla.
Guiñó un ojo e hizo una mueca con los labios que bajó los extremos de su mostacho, advirtiéndole que tuviera precaución, reconociendo delicadamente cierta falta de higiene, como si estuviera comparando la cabra, la lata de sirope, con las esterilizadas botellas de donde sacaba la leche del refrigerador, allá.
Por la noche llevaron el vehículo desde el bush hasta un grupo de chozas abandonadas, a la vista pero apartadas de las de la familia de July. Bam no utilizó los faros y le guió July, que iba en la oscuridad delante de él, como había hecho en algunos trechos del viaje. De esta forma evitaban tanto a las patrullas como a las bandas de merodeadores. El conocimiento o el instinto de July de que en el campo los empleados negros de las gasolineras vivían muchas veces detrás del garaje y las tiendas; gracias a ellos pudieron seguir y seguir, a pesar de que se habían marchado sólo con gasolina suficiente para hacer medio camino. Pedía billetes de la caja de plástico esponjoso y cada vez volvía con gasolina, agua, alimentos. Era un milagro; todo era un milagro; y debía saberse, por los sufrimientos de los santos, que los milagros significan horror. Cómo aquel grupo de seres humanos con las azarosas, escasas posesiones que habían tenido tiempo de llevar consigo (la bolsa de naranjas que Maureen volvió a recoger de la cocina, la radio que Bam recordó para que pudieran escuchar lo que estaba ocurriendo detrás de ellos mientras huían), podía esperar llegar a su destino era una imposibilidad continua.
—Podemos ir a mi casa —había dicho July, de pie en el cuarto de estar, donde nunca se había sentado, como si dijera: «Podemos comprar un poco de parafina» cuando había que quitar una mancha del suelo.
Que fuera él quien decidiera lo que había que hacer, que su impotencia, en su propia casa, dejara claro para él que tenía que hacer esto: la pura improbabilidad era la lógica de su posición. Ya que habían permanecido demasiado tiempo no les quedaba por hacer más que lo imposible. Pusieron a los niños en el vehículo, los cubrieron con una lona bajo la que se agazapaba Maureen, y condujeron. Cómo el vehículo no se había estropeado, irrumpiendo en el veld y los campos de maíz, los campos de cacahuetes, en las barrancas y a través de cauces cuyas piedras quedaban hundidas bajo la tabla de las lluvias estivales; cómo encontraron el camino sin atreverse a tomar las carreteras, tardando tres días y tres noches en un viaje que podían haber hecho en un día, de conducir continuamente en condiciones normales: pero había sido July, July conocía los seiscientos kilómetros, los había recorrido a pie, encendiendo hogueras para mantener alejados a los leones por la noche cuando su ruta lindaba e incluso atravesaba el Parque Kruger, la primera vez que fue a la ciudad buscando trabajo.
Llevaron el vehículo hasta la mitad del recinto de una choza sin techo. Roja como un hormiguero, el barro de las gruesas paredes se había deslizado para volver a unirse, aquí y allá, con la tierra y unos arbustos presionaban a través de ellas como partes de cañerías al aire en un edificio medio demolido. El vehículo aplastó las altas hierbas del suelo y un techado de follaje, y trepadoras espinosas y parasitarias ocultaron la pintura amarilla.
Desde el umbral de la cabaña que les habían dado podía ver el vehículo. O pensaba que podía; estaba allí. Había una damajuana de plástico con agua potable cogida en la última aldea, escondida dentro. Fue secretamente, observada desde lejos por cuchicheantes niños negros, a recoger raciones para que bebieran sus hijos. Dentro del caliente metal que sonó a hueco donde su peso lo combó, el vehículo era una casa desierta en la que se volvía a entrar. Moscas atrapadas yacían zumbando, marchando hacia la inconsciencia sobre sus espaldas. Era como si hubiera entrado en aquella otra casa abandonada.
—No lo podrán ver desde el aire.
Habían visto dos aviones que sobrevolaban, aunque a gran altura. Bam estaba satisfecho con que el vehículo no atrajera una bomba perdida lanzada por algún avión de las bases del ejército negro en Mozambique que estuviera reconociendo el bush y encontrara un signo sospechoso de presencia de paramilitares blancos donde hasta un automóvil averiado era una rareza.
El hogar de July no era una aldea, sino un conjunto de casas de barro ocupadas sólo por miembros de su extensa familia. Existía el riesgo de que aunque, como él daba por sentado, pudiera acostumbrarlos a la extraña presencia de blancos entre ellos y mantuvieran las bocas cerradas, no pudieran evitar que otras gentes, que vivían dispersas por allí, que conocían cada arbusto espinoso, descubrieran que había arbustos espinosos cubriendo el automóvil de un blanco y pasaran esa información a cualquier patrulla del ejército negro. ¿Y si actuaban por su cuenta?
July rompió a reír avergonzado ante la ignorancia de ella de una autoridad no comprendida: la suya; y además les había contado —a todos— lo del vehículo.
—¿Contarles qué?
Confiaba en el taimado buen sentido de él; había trabajado para ella quince años. Con frecuencia Bam no entendía su entrecortado inglés, pero él y ella se entendían muy bien.
—Les digo que ustedes me han dado.
Bam se rió con fuerza:
—Quién lo va a creer.
—Ellos saben, ellos saben lo que pasa, los líos en la ciudad. Los blancos echados de sus casas y nosotros cogemos. Todos son así, ¿no es cierto?
—Pero tú no sabes conducir.
Ella estaba deseando, por su seguridad, que todos le creyeran.
—¿Cómo saben yo no conducir? Todos saben yo vivir quince años en ciudad, estoy sabiendo muchas cosas.
Pasaron varios días antes de que el vehículo se convirtiera en el punto de referencia de sus existencias. Lo que quedaba de los alimentos enlatados estaba allí; la caja que contenía los raíles del coche eléctrico de carreras de Victor se descubrió que la había metido aprovechando la confusión de los adultos. No había ningún sitio, en aquella cabaña, para poner nada.
—No vale la pena sacar todo —pero Victor se empeñó en los raíles de su coche de carreras—. Lo único que vas a conseguir es tener que desenvolverlo y volver a empaquetarlo.
Tenía la costumbre de permanecer frente a ella con sus exigencias; ella anduvo a su alrededor.
Él volvió a plantarse:
—¿Cuándo nos vamos?
—Vic, ¿dónde lo vas a colocar? Y no hay electricidad, no puede andar.
—Quiero enseñarlo.
—¿A quién?
Los niños negros que miraban hacia la choza desde lejos y se escabulleron, como si la mirada de ella fuera una piedra que les había lanzado, se reagruparon un poco más lejos.
—Pero diles que no deben tocarlo. No quiero que mis cosas anden revueltas y rotas. Tienes que decírselo.
Ella se rió como lo hacen los adultos, con el poder que se niegan a utilizar.
—¿Que se lo diga yo? No entienden nuestro lenguaje.
El chico no dijo nada, pero pateó una y otra vez la dentada bañera que usaban para sus abluciones.
—No lo hagas. ¿Me oyes? Es de July.
La damajuana de agua estaba vacía. Royce, el más pequeño, seguía pidiendo Coca-Cola:
—Pues vete a comprarla. Vete al tendero y cómprasela.
Puso latas de parafina con agua del río sobre la lumbre. Enfriaba el agua hervida por la noche.
—Es una locura dejarles beber esto como viene del río. Se pondrían enfermos.
Bam consiguió encender el fuego.
—Te aseguro que han estado bebiendo agua donde la encontraban, ya… es imposible detenerles.
—¿Qué haremos si se ponen enfermos?
Pero él no tenía la respuesta y ella no la esperaba. Entre ellos y cuestiones como aquélla yacía lo incontestable: tenían suerte de estar vivos.
Los asientos del vehículo ya no pertenecían a éste; se habían convertido en los muebles de la choza. Afuera, en una tarde refrescada por una cobertura de luminosas nubes grises, ella se sentó en el suelo como los demás. Sobre el valle, más allá del kraal de euforbio y espinas muertas donde se guardaban las cabras: sabía que el vehículo estaba allí. Un barco atracado en un país lejano. Anclado entre las malezas de color caqui, se oxidaría y sería desguazado a menos que hiciera pronto el viaje de vuelta.