—¿Quiere usted una taza de té?
July se inclinó en el umbral y comenzó aquel día como siempre lo había hecho su clase con la clase de ellos.
La llamada a la puerta. Las siete. En las residencias de los gobernantes, en las habitaciones de los hoteles comerciales, en los bungalows de las compañías donde viven los capataces, en los dormitorios en suite del amo: la bandeja en manos negras que huelen a jabón Lifebuoy.
La llamada a la puerta
ninguna puerta, una abertura en los gruesos muros de barro y el saco a medias recogido para que el aire entre en algún momento de la breve noche. Bam, me asfixio; su voz le arrancó de entre los muertos, se levantó a trompicones saliendo de su extenuado sueño.
Ninguna llamada; pero July, su sirviente, su huésped, les traía dos tazas de té de cristal rosado y una latita de leche condensada, de bordes mellados, especial para ellos, con una cuchara dentro.
—No quiero leche.
—Yo tampoco, gracias.
El negro miró a los tres niños que dormían acostados en los asientos procedentes del vehículo. Sonrió confirmando:
—Están muy bien.
—Sí, muy bien —mientras se agachaba al pasar el umbral, añadió—: Gracias, July, muchas gracias.
Ella había dormido antes en redondas cabañas con techumbre de barro como ésta. En el Parque Kruger, hija de un capataz y su familia en vacaciones, jofaina de esmalte y aguamanil entre refrescos de naranja y galletas sobre la mesa que se iba iluminando a medida que llegaba la luz matinal. Rondavels adaptados por los antepasados de Bam de la vertiente bóer a partir de las cabañas de los negros. Eran de una rusticidad auténtica porque eran del continente; antes del aire acondicionado todos encomiaban el aislamiento natural que producía el bálago con respecto al calor. Los Rondavels tenían suelos de cemento, que resplandecían con una gruesa capa de cera roja, surcada por sendas de hormigas comunes; en Botswana, con Bam y sus armas y su provisión de vino tinto para el cazador. Ésta era el prototipo del cual todas procedían y al que todas volvían: debajo de ella, bajo la cama de hierro sobre cuyos oxidados muelles extendieran la lona impermeable del automóvil, un suelo de barro pisoteado y estiércol, por encima de ella sucios filamentos de telas de araña colgando del tosco armazón que sostenía el deshilachado bálago grisáceo. A su través se filtraban tallos de luz. Una franja de tenue luz allí donde las paredes de barro no encajaban con el alero; allá nidos pegados, de un barro de coloración más viva: avispas o murciélagos. Un grueso labio de luz en torno al umbral; entró una gallina calva con sus pollitos piando, el sonido más débil del mundo. Su dulzura, su cotidianeidad provocaban una súbita, total incredulidad. Maureen y Bam Smales. Bamford Smales, Smales, Caprano y Asociados, Arquitectos. Maureen Hetherington, de las Western Areas Gold Mines. Bajo los Copa de Plata para Clásico y Mimo en el Johannesburg Eisteddford. Volvió a cerrar los ojos y el movimiento bamboleante del vehículo osciló en su cabeza como el ir y venir de las olas hace que la tierra vacile bajo los pies del pasajero que desembarca tras una travesía. Cayó dormida, como —primero sensorialmente dislocada por el asalto del movimiento del vehículo, luego tranquilizada y refrenada por el ritmo continuo— se había dormido en los tres días y noches oculta sobre el suelo del vehículo.
Las personas que deliran se levantan y se hunden, se levantan y se hunden, dentro y fuera de la lucidez. Las oscilaciones, estremecimientos, batacazos, meneos, se detienen y los muebles de la vida vuelven a su lugar. El vehículo era la fiebre. Traqueteos metálicos y danza loca de los tornillos sueltos dentro del olor de los vómitos producidos por el automóvil en los niños. Salió del delirio en intervalos gradualmente más largos, Al principio lo que volvió a su lugar fue lo que se había desvanecido, el pasado. En la penumbra y los trazos luminosos de la cabaña tribal el equilibrio que recuperó fue el de la habitación de la casa de las minas donde vivía el capataz, que había sido todo para ella desde que a su hermana mayor la enviaron interna a un colegio. Recogiéndolos uno por uno, examinó los objetos de su colección en la estantería, la cafetera de bronce y la bandeja en miniatura, los cuatro elefantes de hueso, uno de ellos con la trompa rota, el bulldog de cerámica khaki con la Union Jack pintada en el lomo. Un bolsito violeta adornado de nomeolvides de terciopelo, colgado de la bisagra vertical del espejo ajustable del tocador, recortado contra la ventana cuya luz se enmallaba en diminutos cuadrados de alambre contra las moscas, atascado por polvo de la mina y mosquitos. El dentado tapón de plata de un frasco de perfume de vidrio tallado estaba pegado al cuello de cristal por capas y años de seco limpiametales Silvo. Sus zapatos de colegiala, limpiados por Nuestro Jim (el nombre del capataz era también Jim, y su madre hablaba de su marido como «Mi Jim» y del sirviente doméstico como de «Nuestro Jim»), estaban frente a la puerta. Un conejo con una mancha pardusca, que parecía una marca de nacimiento, sobre el ojo y la oreja, esperaba en su jaula del jardín que le dieran de comer… Como si el vehículo hubiera hecho un viaje alejándose tanto de la norma de un presente, del cual separaba a sus pasajeros, que el dormitorio en suite del amo se había perdido, arrojado de la cronología, como la habitación a la que su conciencia recobrada pertenecía realmente: la habitación que dejara hacía cuatro días.
Figuras de cerdos pasaban ante la puerta y hubo llamadas en uno de aquellos lenguajes que nunca había entendido. Una vez más supo —siempre lo sabía— que su marido estaba despierto aunque respirara con estertores, como si estuviera borracho. Se oyó hablar.
—¿Dónde está?
Se veía a sí misma, sintiéndose dentro del vehículo.
—Dijo que escondido en el bush.
Otra vez escuchó algo entre un susurro y un roer.
—¿Qué? ¿Qué es eso?
Él no respondió. Había conducido casi todo el tiempo, durante tres días y tres noches. Si no estaba dormido, estaba atontado por la necesidad de dormir.
Empezó lentamente a habitar la cabaña que la rodeaba, vacía con la excepción de la cama de hierro, los niños dormidos en los asientos del vehículo; los demás objetos del lugar pertenecían a otra categoría: nada más que una rígida piel de vaca enrollada, una azada colgada de un clavo, un montoncito de trapos y parte de una estufa Primus rota, abandonada junto a la pared. La gallina y los pollitos andaban por allí; pero aquel ligero sonido que estaba escuchando no lo hacían ellos. Serían ratones y ratas. Las moscas vagaban por el aire y encontraron las bocas de sus niños, que probablemente seguían oliendo a vómito, sucios, dormidos, a salvo.