X

La leche de mujer era más dulce que la de burra. Eso le pareció al menos a María Luisa cuando empezó a mamar de una de las nodrizas de sus hijos. Le daba un poco de vergüenza estar colgada de unos pechos, igual que un recién nacido, pero quería confiar en que ésa fuera la solución a su enfermedad. Ninguno de los remedios que le habían dado hasta entonces había servido para nada. Ni la leche de burra, que le había provocado problemas intestinales. Ni la quina de las Indias, que la hacía vomitar. Ni el opio traído de Asia, que la dormía y le producía raros sueños, en los que se veía a sí misma volando sobre un río que nunca terminaba. Ni siquiera aquella cosa horrible de la paloma. Algunos meses atrás, cuando empezó a padecer dolores de cabeza, los médicos se empeñaron en que su dolencia era cerebral, y que debían por lo tanto revitalizarle las meninges, que se le habían debilitado. Le raparon el pelo y sacrificaron una paloma sobre su cabeza, para que su sangre caliente la curase.

Pero nada funcionaba. Los ganglios invadían ya todo su cuello, y se reventaban en pústulas. La fiebre seguía subiéndole todos los días, dejándola agotada. Y a menudo le parecía que su cabeza estaba a punto de estallar. Desde el último parto, cinco meses atrás, ya no era capaz de disimular su malestar. Llevaba años luchando contra el cansancio y la debilidad, fingiendo que no ocurría nada y cumpliendo con sus obligaciones como si estuviera sana y animada. Pero ahora ya no podía más. Había dejado de asistir a las ceremonias y a los oficios, y la mayor parte de los días se quedaba en su habitación, sin fuerzas ni siquiera para recibir a sus damas. Se sentía como un pajarillo perdido en medio de la ventisca. Fea y triste y muy enferma.

María Luisa dejó de mamar y miró un momento a su Camarera Mayor, que la animó a seguir. Mariana estaba angustiada. Era evidente que la Reina se iba consumiendo de día en día, y estaba segura de que le quedaba poco tiempo de vida. Podía ver a la Muerte revoloteando implacable en su mirada, asolando su cara, cada día más transparente, devorándole por dentro aquel cuerpo que era ya poco más que un esqueleto quebradizo. La Princesa sufría por ella, por supuesto. Le apenaba que una mujer tan joven y tan valiente tuviera que irse del mundo dejando tres hijos pequeños —el segundo de los nacidos había muerto a las pocas horas— y sin disfrutar del tiempo de la paz, que sin duda estaba a punto de llegar después de aquella larga guerra.

Pero, a decir verdad, la mayor parte de su angustia tenía que ver consigo misma. ¿Qué iba a ser de ella cuando la Reina faltase? Oficialmente, estaba a su servicio, y no al del Rey. Y sabía que, en cuanto María Luisa cerrase los ojos, apenas la colocasen aún caliente en su féretro en el Salón Grande, de las sombras empezarían a surgir serpientes que tratarían de emponzoñar a Felipe contra ella y dragones que le lanzarían su aliento de fuego para aniquilarla. Todos querrían apartarla de su lado, hacerla desaparecer y lograr el favor del Rey, sustituyéndola junto a él. Gobernar, enriquecerse, obtener más cuarteles de nobleza, mandar a los hijos a ser Virreyes en las Indias para almacenar oro y piedras preciosas, hacerse un palacio inmenso y una sepultura suntuosa a fin de que los tiempos futuros no olvidasen el nombre inmortal… Sí, todos abrirían los brazos para agarrar el mayor trozo posible de poder, y de paso la alejarían a ella a manotazos.

Y lo malo no era que lo lograsen: hacía tiempo que sospechaba que su presencia en la corte de Madrid podría terminar al mismo tiempo que la frágil vida de María Luisa. Lo echaría de menos, claro, añoraría todo aquel ajetreo y la luminosa toma de decisiones, pero mientras su cabeza funcionase bien encontraría otras actividades de las que disfrutar. No, no era eso. Lo malo era que todavía no se había preparado un buen porvenir. Felipe le había prometido un principado importante, un territorio del que ella sería soberana, que le generase buenas rentas y mucho respeto, y Luis había mostrado su conformidad: «Nos hemos querido concederle un estado soberano que la haga independiente y la distinga de todos nuestros demás súbditos», había escrito el viejo Sol. Él mismo había incluido el asunto entre los temas de las conversaciones de paz. Pero no había manera de que los delegados en Utrecht se pusiesen de acuerdo sobre la ubicación del señorío, en medio de los cambalaches que se llevaban allí a cabo. Cada vez que alguien proponía un nombre, otro reclamaba su propiedad: Limbourg pertenecía a los holandeses, Chiny al elector de Baviera, Dixmude al Emperador… Y nadie quería soltar un trozo de sus tierras para beneficiar a esa mujer tan antipática para todos.

Mariana acarició la mano helada de la Reina, que seguía mamando con ansia, como si aquella leche contuviese toda la vida que aún debía quedarle por vivir. Pero la Gran Segadora se había colocado ya al acecho, y se mantenía agitando las alas en el aire, igual que un murciélago, junto a la ventana de la cámara de María Luisa. Ni los rezos de sus súbditos en todas las iglesias de Madrid, ni las súplicas del Rey, que no paraba de pedirle que no se muriese, ni siquiera la siniestra momia de San Isidro, aquel horrible desecho que fue colocado junto a su cama, rodeado de velones, lograron salvarla. Tres días después del intento de curarla como si fuese una recién nacida, el 14 de febrero de 1714, la Muerte procedió a la extinción definitiva de Su Majestad Doña María Luisa de España, que se iba de este mundo a los veintiséis años, dejando tras de sí un recuerdo dulce y honroso.

Indiferente a la ausencia de la Reina, aquella primavera fue cálida en Madrid. Magnífica. Parecía que el mundo quisiera regalar a los humanos un montón de cosas hermosas. Los árboles brotaban llenos de esplendor, los pájaros se arrullaban por todas partes y hasta en mitad de las calles polvorientas nacían flores inesperadas, como si alguien las hubiera sembrado para que todos los amantes caminasen sobre ellas, leves y llenos de eternidad.

Quizá fuera precisamente por eso, porque el universo entero parecía en esos días un lecho delicioso en el que juntarse con otro cuerpo, por lo que el Rey Felipe, al llegar el mes de mayo, estaba especialmente melancólico y se sentía muy solo. Al principio, nada más morirse María Luisa, no pensaba en eso. En realidad, no pensaba en nada. Estaba tirado en medio del estupor, como un hombre que se hubiera quedado inesperadamente sin conocimiento. No pensaba en nada porque no comprendía nada. Nunca se había imaginado que su esposa pudiera desaparecer de su lado. Es cierto que a menudo la veía enferma y débil, pero jamás le había dado importancia a aquellos males. Creía que eran cosas propias de mujeres, cosas de los embarazos, de la irritabilidad del útero, de la intrínseca debilidad femenina. Pero ¿morirse…? ¿Morirse la Reina de España, su esposa…? Para él, desde luego, eso no formaba parte de los sucesos previsibles de la vida.

Ahora que ya habían pasado cuatro meses, lo entendía por fin: María Luisa no volvería nunca más y él estaba solo, a pesar de la multitud de gentes que le acompañaban cada momento del día. A ratos, en medio de sus gentileshombres, sus lacayos, guardias o bufones, se le iba la cabeza y creía verla entrando en su despacho, sonriéndole desde detrás de un árbol o retozando en la cama. Ofreciéndose a él para que la tomara. Aunque, a decir verdad, no podía afirmar a ciencia cierta que fuese exactamente María Luisa. Se estaba olvidando de cómo era, y a veces se pasaba mucho tiempo contemplando alguno de sus retratos, por recordarla, pero no conseguía tener la sensación de que aquellos trazos reprodujeran a una persona que había sido real, que respiraba y hablaba sensatamente y todas las noches se estremecía de placer bajo él. La Reina se disolvía entre nieblas, como si siempre hubiera sido un fantasma. Parecía más exacto decir que aquella figura a la que veía de vez en cuando, animándole al amor, era simplemente una mujer. Una esposa.

Sí, eso era lo que necesitaba. Una esposa. Un cuerpo con el que pasar las noches. Hacía ya demasiado tiempo que no mordía unos pechos dulces, ni clavaba su estoque en el centro del universo. Y lo ansiaba con desesperación. Hubiera podido buscarse una amante, como hacían casi todos los hombres. Incluso varias diferentes. O elegir a alguna prostituta de postín y visitarla de vez en cuando. Pero las viejas palabras de su preceptor Fénelon seguían resonando en su cabeza, y las visiones del Infierno no dejaban de aparecérsele en las noches de terror, en medio de la negrura y de la frialdad de su cama vacía. Había especialmente un demonio, uno en particular, con todo el cuerpo cubierto de escamas y unos hermosos pechos de mujer rosados, que no le dejaba en paz. No le había quedado más remedio que volver a sus desahogos solitarios. Su Confesor le había dado permiso: era una buena solución temporal para evitar caer en el pecado, aunque lo mejor sería que se buscase una nueva esposa lo antes posible.

Ése era el único asunto en el que no estaba de acuerdo con la Princesa de los Ursinos: ella consideraba que debía esperar el año de luto para empezar a pensar en una novia. Por lo demás, Felipe daba gracias a Dios por seguir teniendo a la antigua Camarera Mayor de María Luisa a su lado. Gracias a ella, aquellos meses habían sido un poco menos duros. Esa mujer extraordinaria se ocupaba de todo. Después de la muerte de la Reina, ella misma le había sugerido que la nombrase Gobernanta de los Infantes para poder seguir estando cerca de él. Le había alejado del Alcázar lleno de recuerdos, llevándole durante unas semanas al palacio requisado del Duque de Medinaceli. Le había entretenido con partidas de caza y juegos. Y había conseguido levantar un muro de protección a su alrededor, logrando que sólo se acercasen a él los más íntimos y manteniéndole inaccesible para todos aquéllos que ansiaban molestarle con estúpidos asuntos de gobierno.

Con su inteligencia y su buen hacer de siempre, ella se había ocupado de tomar todas las decisiones importantes, discutir con los Ministros, recibir a los Embajadores y dar las órdenes necesarias para que el buen funcionamiento de sus reinos no se viese alterado por su dolor. Era increíble la cantidad de asuntos que había abordado en los últimos tiempos: había logrado que Luis enviase tropas para luchar contra los catalanes, que seguían oponiéndose a su autoridad pese a que hacía ya meses que el Archiduque se había ido definitivamente a Viena, obligado por sus antiguos aliados. Estaba modernizando la anticuada maquinaria de la administración de sus reinos, librándose de los nobles y los hidalgos españoles, incultos y vagos, y eligiendo para todos los puestos de importancia a hombres franceses bien formados. Y había iniciado un enfrentamiento con la Iglesia —violento pero necesario— tratando de que Roma aceptase la autoridad del Monarca sobre la administración eclesiástica.

Sí, la Princesa de los Ursinos era un auténtico hombre de mérito bajo la delicada forma de una inocua mujer. Dios había querido dotarla de todas las virtudes propias de un varón, de inteligencia, y rectitud y determinación, aunque conservara la dulzura de una dama. Y también había querido ponerla cerca de él. Tenía que admitir que, sin ella, su reinado sería mucho más difícil. Pero no podía llevársela a la cama. No era su esposa. Y él, además de una consejera, precisaba una esposa que diera satisfacción a sus necesidades carnales. Necesitaba que estuviera de su parte en ese asunto. Y necesitaba que fuera ya. Era fundamental para su salvación casarse pronto, antes de que su ansia estallase dentro de él y le hiciera cometer un pecado mortal.

El atardecer iba cayendo dorado y rosa sobre Madrid, y los criados empezaban a encender las velas. Pronto llegaría la noche y tendría que irse otra vez a la cama solo, y no habría risas ni juegos ni besos ni mordiscos, y el placer sería breve y triste, un estallido solitario que luego le dejaría desconsolado. Tenía que arreglar aquello de inmediato. Hasta los gorriones revoloteaban en parejas —podía verlo a través de la ventana—, y él no estaba dispuesto a esperar ni un día más. Hizo llamar a Mariana, que llegó rápidamente. Aún estaba entregada a su preciosa reverencia cuando el Rey ya le estaba hablando:

—He decidido que el Padre Robinet tiene razón: voy a casarme.

El anuncio no la pilló de sorpresa. Hacía semanas que sabía que había perdido aquella batalla. Había tratado por todos los medios de que el Monarca retrasase esa decisión, intentando ganar tiempo mientras se solucionaba el asunto de su principado, pero ya se había dado cuenta de que no era posible. De hecho, había decidido que lo que tenía que hacer era buscarle una nueva esposa sumisa y agradable, que la respetara y prestara tanta atención a sus consejos como había hecho María Luisa. Una Reina complaciente que, además, estuviera en deuda con ella por haberla elegido. Había preparado una cuidadosa lista de todas las Princesas católicas disponibles, y, a decir verdad, ya había hecho su propia elección. Ahora se trataba de conducir al Rey suavemente hasta ella:

—Debo daros la razón, señor. Sabéis que durante un tiempo os aconsejé que guardaseis el año de luto por Su difunta Majestad, a quien Dios tenga en su Gloria, pero me he dado cuenta de que os sentís triste y necesitáis una esposa. Y estoy segura de que todos vuestros súbditos se alegrarán de saber que tienen una nueva Reina.

A Felipe le conmovió el apoyo de la Princesa. Tenía que aprovechar el momento: había que darse mucha prisa.

—Sí, sí… Y quiero hacerlo todo lo antes posible. ¿Has pensado en alguna candidata?

—No he pensado en ninguna en concreto, pero puedo deciros de memoria quiénes son las Princesas que están libres ahora mismo.

El Rey se frotó las manos, lleno de entusiasmo:

—Dime, dime… Pero tengo una condición: que sea guapa. No deseo un adefesio en mi cama…

—Lo comprendo, Majestad. En ese caso, supongo que la Infanta Doña Francisca de Portugal no os conviene. Tiene sólo quince años, pero dicen que es tan fea y de piel tan oscura como su padre…

—Ésa no… Sigue.

—Hay una Archiduquesa disponible. María Josefa. Pero es la hermana de vuestro mayor enemigo, el Emperador…

Felipe meditó:

—¿Es bonita…?

—Parece que no es desagradable, señor. Aún tiene catorce años, pero aseguran que su cuerpo está muy bien formado.

—Podría ser una buena boda… El Emperador se vería obligado a firmar la paz…

—Si me permitís que os lo diga, Majestad, firmaréis la paz en los campos de batalla y encenderéis la guerra en la corte.

—¿Tú crees…?

—¿No teméis que los Grandes que apoyan a los Habsburgo formen una facción a su alrededor…? Os harían la vida muy difícil.

El Rey volvió a meditar:

—Tienes razón. Nada de Archiduquesas. Otra.

—Vuestra prima bastarda Mariana de Borbón.

Felipe hizo un gesto despectivo:

—Bastardas no. Ni aunque desciendan de mi abuelo.

—Está también María Casimira, la nieta de Su difunta Majestad Jan Sobieski de Polonia.

—¿Sobieski…? Pero ¿ésa es de verdad una familia real…?

—Creo que no, señor. Y además, la viuda del Rey era una aventurera sin ninguna decencia. Puedo asegurároslo. La conocí bien en Roma.

Felipe parecía decepcionado:

—¡Vaya…! ¿No queda ninguna más?

Mariana tomó aire y pronunció el nombre de su elegida con tanta suavidad que logró embellecerla desde el primer instante a los ojos del Rey:

—Bueno, no sé si… Hay otra, Majestad. Su Alteza Serenísima Isabel de Farnesio.

—¿Y ésta qué tiene de malo?

—Creo que nada, señor. El ducado de Parma se mantuvo fiel a Vuestra Majestad durante la guerra. Y el actual Duque detesta al Emperador y hace todo lo posible por perjudicarlo.

—Ya, pero ¿y ella…?

—Tengo informes muy satisfactorios sobre Su Alteza. Tiene veintidós años y ha recibido una buena educación. Es muy piadosa. Su familia ha sido siempre muy prolífica, y su salud es excelente: nunca ha estado enferma, salvo una viruela que la atacó de pequeña y a la que logró sobrevivir gracias a su fortaleza. Es alegre, tiene buen carácter, baila muy bien y, por lo visto, posee una dentadura magnífica.

Felipe parecía interesado:

—¿Y es guapa?

—¡Oh, sí, Majestad! ¡Muy guapa! Tiene una figura espléndida, un precioso cabello rubio y una cara muy bonita… Creo que… sí, tengo una miniatura suya que me regaló el Padre Alberoni, que la aprecia mucho. ¿Queréis verla…? Puedo ir a buscarla.

—Vete, vete… ¡Date prisa!

Mariana salió en busca del retrato de la linda Isabel de Farnesio. Linda, dulce y apocada. Una muchacha que se pasaba los días bordando y rezando, y obedeciendo sumisa a sus padres. Era una suerte tener cerca a Giulio Alberoni, que la había ayudado a hacer la elección. El cura había llegado varios años atrás a la corte, cuando era secretario del Duque de Vendôme. Pero tras la repentina muerte del Mariscal —que un día se había atiborrado de langostinos hasta reventar—, se había quedado en Madrid, como Consejero del Rey. O, más bien, de la Princesa. A ella se le había vuelto imprescindible la presencia de aquel hombre tan ingenioso como astuto, capaz de organizar las mejores cenas y de servirle de mensajero, informador y compañero de reflexiones. Y era él quien había pensado en la joven Farnesio. Era cierto que no pertenecía a ninguna de las familias reales más ilustres de Europa —y aquello tal vez enojara a Luis—, pero, por lo demás, parecía cumplir todos los requisitos deseables.

«Alteza…» Mariana iba recibiendo a lo largo del Alcázar las reverencias y los saludos de las gentes con las que se cruzaba. Desde que se sabía que tendría su propio principado, todos la trataban así. Era consciente, sin embargo, de que la inmensa mayoría de aquellos hombres y mujeres la odiaban y la envidiaban, y que hubieran matado por poseer su inteligencia y su talento, y ocupar además su lugar al lado del Rey. Pero esos sentimientos no lograban llegar hasta ella. Ni siquiera alcanzaban a su sombra. Estaba protegida de toda mezquindad por su propio orgullo. Tenía motivos de sobra: si miraba hacia atrás y contemplaba su paso por la vida, se daba cuenta de que había sido radiante. Más que eso, auténticamente cegador. Que una mujer sola hubiera alcanzado las cimas de la existencia en las que ella estaba ahora tranquilamente situada, oteando el mundo a sus pies sin ningún temor, era algo más que extraordinario. Y la única duda que aún albergaba momentos antes, la de su relación con la nueva esposa del Rey, acababa de ser solventada: Felipe se casaría con Isabel de Farnesio, y la nueva Reina la adoraría por haberla conducido al trono de España y se le sometería como una perra que recibe con mansedumbre las caricias y los palos de su ama.

Sí, los tiempos recordarían su nombre y admirarían sus méritos. Estaba segura de ello. Todo lo que le quedaba por vivir eran honores y gloria, y ella los recibiría con la satisfacción de quien puede afirmar que ha recorrido su camino lenta pero firmemente, y que ese camino la ha llevado a un paraíso terrenal cuajado de justos dones colgando de los árboles, como preciosos frutos de Dios sólo para ella. «Buenas tardes, Alteza…» Mariana inclinó ligeramente la cabeza y estalló en una carcajada silenciosa. ¿Alteza…? No, era mucho más que eso. Nadie la llamaría nunca Majestad, por supuesto, pero todos sabían que ella era la verdadera Reina de España.

Su Majestad Doña Isabel —casada con Felipe por poderes el 15 de septiembre de 1714— tardó tanto en llegar de Turín a Madrid como una princesa que viajase desde Oriente, cruzando desiertos y montañas altas hasta el cielo. Nada más contraer matrimonio, la princesita sumisa demostró ser tan caprichosa como firme. Y un tanto miedosa, a decir verdad. Ya en Génova, se negó rotundamente a embarcarse en el barco que la esperaba para navegar como estaba previsto hasta Alicante: le daba miedo el mar. Exigió hacer el trayecto por tierra, pero no en carroza: también le daban miedo las carrozas, que siempre corrían el peligro de caerse por algún precipicio. Ella sólo estaba dispuesta a viajar en litera, despacito, sin riesgos, cómodamente tumbada.

El viaje se alargaba y cambiaba de rumbo. El largo cortejo de su Casa —sus damas, sus médicos, sus capellanes, sus criadas, sus ujieres, sus bufones, sus músicos y sus guardias—, que ya se había trasladado a esperarla a Alicante, tuvo que ponerse de nuevo en marcha y dirigirse a Pamplona. Entretanto, la Reina se entretuvo diez días en Génova, porque le encantaron las fiestas y celebraciones que habían organizado en su honor y no acababa de encontrar el momento de acomodarse en su litera y lanzarse al rigor de los caminos.

Cuando las noticias del retraso llegaron al Alcázar, el Rey se encerró la tarde entera en su habitación, muy disgustado, y no hubo manera de que le abriera la puerta ni siquiera a la Princesa de los Ursinos. Ya había contado los días que le faltaban para tener a su mujer en la cama, y ahora se veía obligado a seguir esperando un montón de semanas con todo aquel ardor dentro de él. Tendría que rezar aún más intensamente para que Dios le librase del pecado, pero, a decir verdad, ya estaba cansado de rezar por esa causa. Ay, el tiempo transcurría demasiado despacio cuando se deseaba algo tanto.

Mariana, entretanto, se sentía realmente atónita: la nueva Reina sólo hubiera podido aspirar a un matrimonio mediocre de no haber intervenido ella en su destino. ¿Cómo era posible que no corriera a toda prisa a sentarse en el magnífico trono de España? Decididamente, aunque ya hubiera cumplido los setenta y dos años y hubiera vivido tanto, siempre habría cosas de los seres humanos que la sorprenderían.

Esa misma noche, en una de sus encantadoras cenas mano a mano, Mariana le expresó su preocupación al Padre Alberoni:

—¿No nos habremos equivocado…? Empiezo a sospechar que Su Majestad no comprende muy bien lo afortunada que ha sido. Tendría que estar ya aquí, atendiendo las necesidades del Rey, y ahí la tenéis, bailando en Génova…

Alberoni tragó el pedazo de pularda rellena de chocolate que tenía en la boca, y agitó una mano en el aire, metiendo de paso los bordes de la manga de su sotana en el plato y expandiendo a su alrededor, como una mujerzuela, el perfume de pachuli en el que se había bañado:

—¡Oh, carissima, no digáis eso…! Si la conocierais, ni se os ocurriría pensarlo. La Reina es tan bondadosa que lo único que pretende es agradar a todo el mundo, os lo puedo asegurar. Habría venido volando a los brazos de su esposo, pero se siente obligada a recibir todos los honores que se empeñan en ofrecerle. Nunca se atrevería a abandonar a toda prisa una ciudad y dejar a las gentes plantadas con sus recepciones y sus fiestas… ¡Es tan encantadora!

—Espero que tengáis razón, Padre…

—Estad tranquila, Alteza. Ya lo comprobaréis. De todas formas, si me dais vuestro permiso, iré yo mismo a recibirla a Pamplona. Así tendré tiempo para hablar con ella y explicarle las cosas. Os aseguro que, cuando llegue al Alcázar, sabrá muy bien lo que tiene que hacer…

Y Mariana se quedó tranquila. Se dedicó a preparar los aposentos de Isabel, haciéndolo traer todo de París. Entre mármoles, bronces, chimeneas, alfombras, oros, porcelanas, sedas, cuadros y deliciosos muebles —todo lo cual costó una auténtica fortuna—, le quedaron sin duda unas habitaciones suntuosas, verdaderamente dignas de una Reina, aunque muchos musitaron en voz baja que las suyas eran aún más opulentas. Pero pronto llegaron desde el otro lado de los Pirineos noticias preocupantes: el viaje volvía a retrasarse. Su Majestad se había detenido ahora una quincena entera en Pau, donde la había visitado su tía Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II. Las dos mujeres parecían entenderse muy bien, y apenas se trataban con nadie fuera de su círculo más cercano. Para colmo, el Cardenal Francesco Del Giudice había corrido enseguida a reunirse con ellas, y los tres pasaban muchas horas juntos, conversando en privado, aislados de todo el mundo.

Al recibir la noticia, a la Princesa se le cortó la respiración. ¡Aquello era una auténtica osadía! Tanto Mariana de Neoburgo como el Cardenal eran enemigos acérrimos de Felipe, y ambos habían sido desterrados de sus reinos. La viuda, por apoyar públicamente al Archiduque Carlos. Su Eminencia, por oponerse a que el Rey tuviera autoridad sobre la Iglesia. No era admisible que Isabel recibiera con tantas muestras de afecto a dos personas expulsadas de España. Y, además, ella sabía muy bien lo mucho que la odiaban por su intervención en sus respectivas caídas en desgracia. Estaba segura de que estarían vertiendo toda clase de venenos contra ella en los oídos de la Reina, como termitas devorando las patas de su sillón. Tendría que actuar rápida y astutamente para contrarrestar esas influencias si no quería acabar cayéndose al suelo y ser pisoteada igual que una molesta cucaracha.

La mejor estrategia era sin duda ponerla en su sitio desde el principio. Aquella muchacha pueblerina tenía que enterarse de una vez por todas de cuál era su papel a partir de ese momento, y darse cuenta de que, si quería ganarse el afecto y la confianza de su marido, ella era la pieza imprescindible para lograrlo. Por mucho que dijese Alberoni, estaba claro que se le habían subido los humos. Y era fundamental bajárselos lo antes posible.

Así que Mariana le escribió una larga carta en la que, entre frases ampulosas y fórmulas de cortesía, le dejaba claras las cosas de una vez para siempre: Su Majestad Don Felipe consideraba que su comportamiento al recibir a sus enemigos no había sido adecuado. Tampoco eran de su agrado los sucesivos retrasos de su viaje. Debía comprender que su principal obligación era obedecer en todo los deseos de su real esposo. Y su real esposo exigía que se pusiera en camino lo antes posible y sin más dilaciones hacia Castilla. La boda se celebraría el día 24 de diciembre en Guadalajara, antes de que Sus Majestades realizasen juntos su solemne entrada en Madrid, y el Rey no admitía ningún cambio al respecto. Aunque la nieve atascase los caminos, aunque un vendaval derribase los árboles e impidiera el paso de su cortejo, la Reina de España debía estar ese día ante el altar.

Por lo demás, su nueva Camarera Mayor —Felipe había tenido a bien confiar otra vez en ella para que cuidase de su segunda esposa— le enviaba su maternal afecto y se declaraba humildemente dispuesta a enseñarle todo lo que fuera preciso para que llegase a ocupar en el corazón del Rey y de sus súbditos el mismo lugar imborrable que había ocupado Su difunta Majestad Doña María Luisa, a quien Dios tuviese en su Gloria.

El día 19 de diciembre de 1714, Mariana salió desde el Alcázar hacia la villa de Jadraque, donde debía esperar a la Reina para conducirla a Guadalajara. Nevaba sobre Madrid, y a las diez de la mañana en el palacio ya estaban encendidas las velas. A la Princesa no le importó, sin embargo, ni la oscuridad, ni el frío, ni las posibles dificultades con las que tal vez se tropezase en el camino: se había levantado de muy buen humor, y sentía dentro de sí misma el viejo placer del dominio, que parecía hacerla flotar por encima de las contrariedades, como un gran pájaro que permaneciese aleteando entre los vientos más frenéticos. Una nueva época estaba a punto de empezar, y se sentía totalmente segura de su esplendor. Alberoni —quien, según le contaban, pasaba mucho tiempo a solas con la Reina— había hecho bien su trabajo. Y también, por supuesto, la carta que ella le había enviado había logrado el efecto esperado. Isabel escribía ahora con mansedumbre y humildad, y les había pedido perdón a ella y al Rey por las molestias que su ignorancia de la etiqueta y de los sucesos de la corte hubiera podido causar. La primera parte del trabajo, la más difícil, estaba hecha.

En tres días —cuatro a lo sumo, según informaban los mensajeros que iban y venían entre el cortejo de la novia y Madrid—, se encontraría por fin con Isabel. Y entonces la nueva soberana caería en sus brazos, entregándose a su sabiduría igual que una novicia deposita la certidumbre de su futuro en las manos de su superiora. Ella sería su maestra, y la guiaría firmemente hacia el agradecimiento y la sumisión que les debía al Rey y a ella misma, y también hacia la fastuosa dignidad que debía mostrar como soberana. Sí, estaba segura de que la tarea que le quedaba por desempeñar sería tan descansada como un paseo en silla de manos por alguna de las deliciosas veredas sombreadas de los jardines del Rey Luis en una cálida tarde de verano.

Mariana acudió a despedirse de Felipe antes de iniciar el viaje. Estaba nervioso y contento, igual que un caballo al que hubieran soltado en un cercado junto a una yegua en celo. Cuando vio entrar a Mariana, dio varios saltitos en su dirección y la hizo levantarse a mitad de su reverencia:

—¿Crees que debo vestirme de oro y azul para recibirla?

—Desde luego que sí, señor. Su Majestad agradecerá que llevéis los colores del blasón de los Farnesio. Es un gesto muy galante.

Felipe comenzó a morderse la uña del dedo pulgar de su mano derecha y masculló:

—¿De verdad será guapa…? ¿A ti te han dicho algo que yo no sepa?

—¡Claro que no! Todas las noticias son muy favorables, os lo aseguro.

—¿Tú crees que… que sabrá algo de…? —Incapaz de terminar su frase, el Rey señaló su entrepierna.

—No os preocupéis, Majestad. Hablaré con ella. Si aún no está preparada, lo estará para la noche de bodas, os doy mi palabra.

El Monarca se emocionó y cogió las manos de la Camarera Mayor:

—¡Mi querida Princesa…! No sé qué habría sido de mí sin ti… Por cierto, antes de que te vayas, tengo una gran noticia: ahora que hemos reconquistado Cataluña, voy a darte dos señoríos. Les he quitado a los Duques de Cardona el suyo por apoyar al usurpador. Será para ti. Y te crearé otro en Rosas. Cuando volvamos de la boda, lo arreglaré todo. ¿Estás contenta?

Mariana pensó que no. No estaba contenta en absoluto. Ella deseaba ser soberana de un principado grande y destacado en el norte, cerca de París, que generase buenas rentas y fuese respetado. ¡Soberana, como se le había prometido! No dueña de un puñado de fincas, y para colmo en Cataluña, donde estaría rodeada de enemigos y de saboteadores. Tendría que volver a hablar nuevamente con el Rey del asunto. ¡Qué fastidio! Estaba harta de reclamar una y otra vez aquello que se le debía. Pero éste no era el momento adecuado para iniciar de nuevo la conversación. Después de la boda, cuando Felipe estuviera tranquilo y satisfecho, volvería a explicárselo todo por enésima vez. Así que disimuló su disgusto, sacó a relucir su mejor sonrisa y agradeció gentilmente la oferta:

—Gracias, Majestad. Sois muy generoso. Hablaremos de todo a la vuelta. Ahora debo irme. Nos veremos dentro de cinco días en Guadalajara.

—¡Llévamela! ¡Llévamela bien!

—No os preocupéis de nada, señor. Allí estaremos las dos, dichosas de encontrarnos ante Vuestra Majestad.

Mariana hizo de nuevo su magnífica reverencia y Felipe volvió a morderse las uñas mientras contemplaba el retrato de su nueva esposa colgado frente a su mesa y pensaba en la rotunda solemnidad de sus senos, contra los cuales la novia sostenía una blanca flor de pureza, que él estaba dispuesto a comerse a mordiscos.

El día 23, hacia el mediodía, un mensajero se presentó en la casa de postas de Jadraque para avisar a la Camarera Mayor de que Su Majestad la Reina no llegaría hasta última hora de la tarde. Los caminos estaban cubiertos de nieve y el cortejo sólo podía circular muy lentamente. Había que prever que tuviesen que pasar la noche allí y salir hacia Guadalajara al día siguiente.

La Princesa se había pasado la mañana supervisando la posada, comprobando que todos los muebles que habían llegado desde Madrid para darle un cierto aire principesco a aquel lugar penoso estuvieran colocados en su sitio, confirmando la blandura de los colchones de la cama de Isabel y el buen planchado de sus sábanas. La habitación donde los viajeros solían comer había sido transformada en saloncito. Mariana ordenó colocar dos sillones junto a la chimenea, uno a cada lado. Allí tendría lugar su primera conversación con la Reina. Antes de subir a su cuarto a descansar un poco, contempló durante unos instantes el escenario y se sintió satisfecha: todo estaba en orden, impecable, el sillón de Isabel un poco más alto que el suyo, pero los dos a la misma distancia del fuego y, frente a ellas, el retrato de Felipe. Sí, era un buen lugar para empezar a conocerse, dos mujeres cara a cara, compartiendo los momentos iniciales de lo que habría de ser su largo reinado conjunto, y ella dejando bien evidente desde el principio su autoridad, a la que Isabel tendría que someterse.

Luego comenzó a arreglarse. Había elegido un vestido magnífico, recién traído de París —terciopelo carmesí y bordados en oro—, y su mejor aderezo de diamantes y esmeraldas. Después de la muerte de los Delfines, Madame de Maintenon había logrado que triunfase en Versalles su aspecto sobrio, como de viuda piadosa y elegante. También ella se había plegado a esa modestia después de la desaparición de María Luisa, y llevaba varios meses vistiéndose con telas poco llamativas y cubriéndose el escote. Pero aquél era un día especial: tenía que impresionar a la Reina, y la riqueza de su traje y de sus joyas sería la primera prueba ante ella de su poder.

Las horas pasaban despacio. Cerca ya de la medianoche, aparecieron algunos guardias que se habían adelantado al cortejo para anunciar la llegada inmediata de Su Majestad. Mariana, que había estado dormitando en su sillón junto al fuego, se espabiló rápidamente y se puso en pie. Se atusó el precioso vestido, se pasó las manos por el cabello para comprobar que sus rizos seguían en su lugar, enderezó su carísimo collar y dejó que le colocaran encima de los hombros su impresionante capa azul forrada de piel blanca. Esplendorosa, recta y firme como una bella columna, caminó después hasta la puerta de la posada, seguida por su séquito.

Nevaba. Bajo la luz de los hachones encendidos para recibir a la Reina, los copos refulgían como pequeños brillantes y caían al suelo dejando en el aire una estela translúcida. Todo estaba en silencio. Hermoso silencio, pensó la Princesa. Dentro de su cuerpo, podía oír los latidos de su corazón, firmes, invencibles. No sentía miedo. Ni frío. Sólo la solidez, la bendita solidez de su alma que la había conducido hasta allí. Y el poder corriendo por sus venas como sangre repleta de vida.

Ya llegaban. Se oían relinchos de caballos, voces de hombres. Enseguida, la carroza real, cubierta de nieve, se detuvo ante la entrada. Mariana permaneció quieta en el umbral. Los miembros de su séquito se miraron: la etiqueta ordenaba que la Camarera Mayor se acercase a esperar a Su Majestad junto a la portezuela. Aquel desplante era sin duda una manera de demostrarle a la Reina su autoridad.

Isabel de Farnesio se bajó del coche y caminó hacia la puerta, alta, rotunda, quizá malhumorada. Sólo entonces la Princesa se hundió en una de sus reverencias ejemplares. La soberana la levantó y fingió abrazarla, sin llegar a rozar su cuerpo. No sonrió. No saludó. No miró a nadie. Se dirigió altanera a Mariana, con su fea voz de pajarraco, y le exigió —claramente le exigió— que se reuniera con ella a solas. Entraron juntas en el saloncito y, sin dudarlo, la Reina se sentó en el sillón más alto. La Princesa esperó en vano su indicación para ocupar el otro asiento. Pero ella se había puesto a contemplar el fuego, tiesa e indiferente.

Alguien cerró la puerta. Al otro lado, en el vestíbulo, se oían las voces apagadas de los miembros del séquito real, que iban entrando poco a poco. Allí dentro, junto a la chimenea, parecía que no ocurría nada, como si una cúpula de vidrio hubiese aislado a las dos mujeres de la realidad y permaneciesen allí solas, únicas, dos seres al margen del mundo, a punto de devorarse el uno al otro por el dominio absoluto de un espacio que ninguno quería compartir. En pie, irritada, Mariana contempló a la Reina. Alberoni le había mentido. No era guapa. Se le notaban las marcas de la viruela, afeándole la piel. Tenía los labios finos y apretados, como si amenazasen con estallar repentinamente en cólera. Y estaba gorda. A Felipe no le gustaban las mujeres gordas. Gorda, fea y descortés, eso es lo que era. Y, para colmo, mal vestida, muy mal vestida. Su gusto era sin duda alguna pésimo.

Al cabo de un rato, cuando tuvo claro que no la iba a invitar a sentarse, hizo una breve reverencia:

—Sed bienvenida, Majestad.

Isabel de Farnesio siguió mirando las llamas:

—Gracias.

—¿Habéis tenido un buen viaje?

—No. Ha sido terrible.

—Mañana debemos salir hacia Guadalajara muy temprano. Por suerte, es una jornada corta. —La Reina guardó silencio—. La ceremonia será a las cinco. Hasta entonces no veréis a Su Majestad Don Felipe.

Isabel se volvió ahora hacia ella:

—¿Eso dice la etiqueta? ¿No conoceré a mi marido hasta que estemos ante el altar?

—Así es, señora. Pero podéis estar tranquila. Su Majestad os espera con ansia. —La Reina volvió a mirar el fuego y no dijo nada. Mariana empezaba a sentirse seriamente enfadada—. Todo está preparado. Os he hecho traer un precioso vestido de París. Estaréis muy hermosa, aunque quizá haya que hacerle algún arreglo de última hora.

Isabel se volvió de nuevo:

—¿Quieres decir que estoy gorda?

—¡Por Dios, no era ésa mi intención, Majestad! Pero tal vez las medidas que me dieron no eran exactas.

La Reina sonrió durante un breve segundo y, por primera vez, miró a su Camarera a los ojos:

—Tengo mi propio vestido de novia. No necesito el tuyo.

Mariana sintió la furia estallándole dentro de la cabeza. Apretó disimuladamente los puños, rebuscó con paciencia en el espacio donde anidaba su cortesía y, calmadamente, trató de hacerle ver a aquella provinciana malcriada que su criterio no tenía ningún valor:

—Perdonad que me atreva a insistir, señora, pero creo que deberíais poneros el que yo os he encargado. Me temo que las modas de Turín y de Madrid no sean las mismas. Y puedo aseguraros además que conozco bien los gustos de Su Majestad Don Felipe.

—Sí. Ya me han dicho que presumes de conocer muy bien a mi marido.

La pelea de gallos había empezado. Mariana estiró el cuello, dispuesta a lanzar el picotazo más fuerte:

—Así es. Hace muchos años que estoy a su lado. Creo humildemente que podría decirse que todo lo que vais a poseer lo logramos juntos Su Majestad Don Felipe, Su difunta Majestad Doña María Luisa, a quien Dios tenga en su Gloria, y yo.

—Ya veo… También me han contado lo mucho que presumes de que aquí gobiernas tú.

Quizá por primera vez en su vida, Mariana temió haberse quedado sin respuesta. Le costó un gran esfuerzo encontrar las palabras adecuadas. Era el momento de dejarle las cosas claras. Ahora o nunca:

—Señora, empezáis una nueva vida para la que tal vez aún no estéis preparada. Los reinos de España son un millón de veces más grandes que el ducado de Parma, un millón de veces más relumbrantes. Difícilmente hubierais podido soñar, dado vuestro linaje, con este trono. Ahora necesitáis aprender el lugar que ocupa cada uno en vuestra existencia. Y, antes que nada, el vuestro propio. Su Majestad Don Felipe confía plenamente en mí para todo. Y si deseáis ganaros su cariño, deberíais seguir su ejemplo. Sólo conseguiréis que él os ame si vos aprendéis a amarme a mí, a quien, por cierto, debéis vuestro nuevo y relevante lugar en el mundo. Tengo a bien recordároslo, y creo que sería mejor que no lo olvidaseis.

Algo oscuro, terrible, como un relámpago devastador, cruzó el rostro de la Reina. Se puso en pie:

—Tal vez tú no deberías olvidar una cosa mucho más importante: a partir de ahora, la Reina soy yo. Y sólo yo.

Isabel de Farnesio se dirigió deprisa a la puerta y la abrió atropelladamente. Su grito se oyó en toda la casa:

—¡Quitadme de aquí a esta loca!

Las gentes del séquito la miraron boquiabiertas, paralizadas por el asombro. Nadie se movía. De pronto, desde la penumbra al pie de las escaleras, avanzó hacia la luz la figura untuosa y perfumada del Padre Alberoni. Los caballeros y las damas fueron abriéndole paso, mientras él, sonriente, caminaba en medio del silencio, entraba en el saloncito, llegaba hasta la Princesa —que permanecía en pie junto al fuego, rígida como un trozo de piedra—, la cogía por un brazo y la empujaba violentamente hasta situarla ante el Capitán de la Guardia, entregándosela. Pero el oficial fue incapaz de hacer ni el más mínimo gesto. Entonces se oyó decir a la Reina:

—¡Traedme recado de escribir!

Alguien partió en busca de papel, pluma y tintero. Isabel de Farnesio se acercó a la mesa y escribió durante unos momentos. Luego, sin decir nada, le entregó el papel al Padre Alberoni. El cura soltó al fin el brazo de Mariana y se acercó a un candelabro. Su voz resonó triunfante:

—Su Majestad ordena que la Princesa de los Ursinos sea detenida y conducida de inmediato a la frontera. ¡Ahora mismo! —Sonriente, con el rostro enrojecido de placer, se acercó al oficial de la Guardia, que permanecía estupefacto ante Mariana, sin atreverse a tocarla, y exhibió el escrito ante sus narices—. Encerradla en una habitación hasta que todo esté preparado. Sola.

Dos horas después, a las tres de la madrugada del día 24 de diciembre de 1714, Mariana de la Trémoille, Condesa viuda de Chalais, Princesa viuda de los Ursinos, era subida a un coche en compañía de una criada, llevando por único equipaje su magnífico traje de terciopelo carmesí y su riquísimo aderezo. Y un corazón que ahora latía tenue y apagado. No había nada más. Ni dolor ni ira. Quedaba su cuerpo, sí, pero el espíritu de la Princesa se había disuelto, como un puñado de nieve que hubiese dejado un insignificante charco en el suelo. Dos guardias de corps viajaban con ella en la carroza, vigilando cada uno de sus movimientos. Cincuenta más la rodeaban, con la orden expresa de cabalgar lo más rápidamente posible hasta Irún, sin más paradas que las imprescindibles.

En ese mismo momento, Su Majestad la Reina Católica de España Doña Isabel de Farnesio roncaba gloriosamente en su cama, soñando que estrangulaba entre sus brazos rollizos a un hombrecillo insignificante. En la habitación de al lado, el Padre Giulio Alberoni rezaba infatigable, agarrado a su crucifijo de oro como si fuera el tronco salvador de un náufrago, dando las gracias por las bondades divinas que lo habían llevado casi, casi, a las cumbres del poder, y rogando para que lo aupasen un poco más, hasta las mismísimas alturas de donde nadie pudiera expulsarlo jamás, salvo para ascender a los Cielos.

Al amanecer, detrás del coche rodeado de soldados, se pudo ver claramente sobre la blancura de la nieve el rastro mugriento de la vanidad, que abandonaba a toda prisa el lugar de la desgracia y corría veloz hacia la casa de postas de Jadraque, en busca de la Gloria inmortal.