A la Muerte, hija de la Noche, los pintores la representan como un esqueleto armado de una guadaña, la Gran Segadora imbatible que va llevándose cabezas por delante sin contemplaciones, casi siempre en contra de la propia voluntad de esas cabezas. Mariana lo sabía bien. Cada vez que se desplazaba de sus habitaciones a las de la Reina, tenía que pasar por delante de aquel horroroso cuadro colgado justo en el único recodo del corredor iluminado por una ventana. Inevitablemente, sus ojos se detenían en el ejército espantoso de esqueletos que arrancaban árboles, quemaban ciudades, hundían barcos, y arrastraban a las multitudes hacia un inmenso sarcófago, jóvenes y viejos, ricos y pobres, píos y pecadores, buenos y malos, todos revueltos, mezclados en su terrible camino fuera de la vida, y en primer plano un Rey, un Monarca agonizando con su hermosa armadura y su cetro y su corona y su manto de armiño, todo inútil ya, pronto convertido en polvo, en nada. La Princesa se estremecía viendo ese tumulto de moribundos, y no podía evitar pensar que el día en que a la Muerte le diera por entrar en un palacio, tendría tantas magníficas cabezas que segar que no volvería a salir nunca más.
Y, en efecto, quizá cansado de andar durante tantos años por los campos de batalla de Europa, vivaqueando con los soldados, pasando frío y cogiendo mojaduras, el Esqueleto Segador llegó el 14 de abril de 1711 al palacio de Meudon y, por lo que se ve, aquello de las residencias reales, con sus buenas chimeneas, sus colchones de plumas y sus cómodos sillones, debió de gustarle. Ese día le quitó la vida al Delfín Luis, que se fue al Cielo cubierto de costras de viruela de arriba abajo. En la tierra dejó sus costosas colecciones de porcelanas y gemas, varias residencias magníficas y una viuda morganática, Marie-Émilie de Joly de Choin, de la que se decía que era la mujer más fea de la corte de Versalles pero la que tenía los pechos más grandes, unos enormes senos con los que a su marido le gustaba jugar en público como si fuesen unos timbales. Ella, que había soñado con gobernar secretamente Francia cuando él llegase a ser Rey, le lloró desconsolada, incapaz de resignarse a la idea de que la decencia exigía que se retirase a un convento, donde sólo podría gobernar a un puñado de novicias y de criadas.
Menos le lloró en cambio su familia, aunque todos se esforzaron en disimular lo mejor posible la pequeñez de su dolor. Luis lamentó la muerte de su hijo, por supuesto, pero se conformó a ella pensando que, en realidad, era un alivio: siempre le había parecido que el Delfín era tonto. Ahora que se veía él mismo cerca ya del final de su vida, no paraba de preguntarse qué haría aquel inútil con su reino. Incluso había noches en que le veía en sueños, regordete y lechoso, junto al Gran Canal de Versalles, exhibiendo completamente desnudo un pene diminuto y escupiéndoles a sus queridas carpas, que morían en el acto como si acabara de envenenarlas. Aquella pesadilla le había despertado varias veces, y le ponía tan nervioso que luego no había manera de que se volviese a dormir. Ese hijo suyo iba a acabar con todo lo que él había construido, estaba seguro. Su fallecimiento le libró por lo tanto de aquella preocupación: ahora, su corona sería para su nieto mayor, el Duque de Borgoña, que era mucho más inteligente y estaba mucho mejor preparado para ejercer el poder.
De hecho, el nuevo Delfín amaba el poder con auténtico entusiasmo. Siempre estaba pegado a su abuelo, respirando su autoridad, intentando contagiarse de su grandeza. Durante años, había envidiado el destino de su hermano menor, Felipe, que había llegado a poseer un trono mucho antes que él, aunque no fuese el adorado, suntuoso y bendito trono de Francia. Pero ahora, al morir el idiota de su padre —hacia el que sentía un profundo desprecio—, pronto sería su turno. En cuanto Dios llamase también a su lado al abuelo, al que esperaba, sin embargo, que el mismo Dios guardase muchos años. Con esas ideas en su cabeza, el Delfín Luis no consiguió lamentar ni un minuto la muerte de su antecesor, y aunque en los funerales y las misas por el difunto se le vio siempre con la cara piadosamente hundida entre las manos, como si para él el mundo se hubiera vuelto oscuridad, todos sabían que lo hacía para disimular la alegría que le asomaba sin que pudiese evitarlo a los ojos.
Quizá el que más pena sintió por aquella muerte fuese Felipe. De pronto, él, que apenas había recordado a su padre en años, empezó a revivir viejas escenas de la infancia, ramalazos de breves momentos a su lado, el primer día que le subieron a un caballo enano y el Delfín agitó ligeramente su brazo mirándole desde una ventana, el primer día que le entregaron una pequeña espada y le enseñaron a manejarla y el Delfín se interesó luego por su aprendizaje, o el primer día que le explicaron cómo debía inclinarse ante el Rey su abuelo y el Delfín le dio una colleja en la nuca por no haberlo hecho bien. Se dio cuenta de que en realidad lo que echaba de menos era lo que no había tenido, y de que nunca había pasado demasiado tiempo en su compañía y apenas había aprendido nada de él. Eso le entristeció tanto que tomó la decisión de ser mejor padre para sus hijos, e incluso se fue corriendo a la habitación del Príncipe de Asturias —que ya había cumplido los cinco años y parecía tan sano como una buena manzana fresca—, y estuvo un rato viéndole jugar. Luego le llevó con él a la capilla y rezaron juntos por el alma del difunto, para quien encargó un funeral solemne y quinientas misas.
Tanto en Versalles como en Madrid, el luto por el Delfín Luis fue en verdad magnífico, pero duró apenas tres días. Porque exactamente setenta horas después de su fallecimiento, el 17 de abril de 1711, la Muerte se coló en el Hofburg vienés y segó la cabeza del mismísimo Emperador José I, llena también de viruelas. Aquello desbarató todo, e hizo que Europa entera se estremeciera, llena de dudas. A medida que los mensajeros procedentes de Viena llegaban de día en día a nuevas ciudades, llevando consigo la noticia de la muerte del soberano, las gentes se agrupaban en las plazas y en las tabernas, o corrían presurosas a las casas de quienes estaban mejor informados. Todos lanzaban conjeturas, como piedras tiradas al aire que caían en cualquier sitio, al azar, sin que los hechos que habrían de ocurrir se viesen alterados lo más mínimo por sus deseos o sus temores. Las respuestas, entretanto, las verdaderas respuestas —aquéllas que sólo poseían los poderosos—, desfilaban ordenadamente bajo tierra, preparándose para salir a la luz en el momento oportuno, semejantes a esas hormigas aladas que sólo aparecen cuando estalla la tormenta e invaden de pronto el patio donde los hombres afilan las guadañas, la blanca habitación de una parturienta, el hogar junto al que se calienta una anciana ciega. Llegan desde la oscuridad, indiferentes a la existencia humana, toman al asalto lo que necesitan y regresan luego a su escondite, a los palacios suntuosos del inframundo, provistas de todas las riquezas robadas durante su breve presencia en la luz.
Cuando casi tres semanas después la noticia llegó al Alcázar, Felipe acababa de sentarse a comer. El Capellán Mayor había bendecido la mesa y se había colocado detrás de él, cerca de la pared, para poder apoyarse un rato con disimulo mientras soportaba en pie el interminable almuerzo regio. El Aposentador de Palacio le había sostenido la silla rodilla en tierra. El Copero le había ofrecido el aguamanil para que se lavase las manos, y el Panetier le había dado la servilleta al Mayordomo de semana que se la había dado a su vez al Mayordomo Mayor que se la había ofrecido luego al Rey para que se secase.
Entretanto, desde las cocinas había llegado la larga procesión de los veinte gentileshombres de la Boca de Su Majestad llevando solemnemente los veinte platos que le habían preparado aquel día. Mientras el Trinchante los destapaba para que les echase un vistazo y eligiera, Felipe hizo con la mano un leve signo al Copero Mayor. El Copero se acercó al Sumiller de la Cava, que le entregó y descubrió la copa de Su Majestad, ya preparada. El Médico de semana acercó sus narices al vino y comprobó que no había ningún olor extraño. El Sumiller volvió a taparla y el Copero la acercó entonces con lentitud a la mesa, escoltado por dos maceros y un ujier de sala, e hincó la rodilla en tierra para ofrecerle el vino al Rey. Aliviado de que por fin el líquido hubiese llegado hasta él, Felipe bebió con gusto y se dejó luego limpiar la boca por el Panetier, mientras el Copero volvía a entregarle la copa al Sumiller, que volvía a ponerla a su vez en el aparador, a la espera de que el Rey la pidiese de nuevo para recomenzar la complicada ceremonia.
Entretanto, en la plaza de Palacio, casi un centenar de mendigos se iban juntando a esa hora, entre empujones, puñetazos y golpes de bastón, para recibir las sobras del pan de la mesa de Su Majestad, que el Mozo de Limosna les entregaría tras haberlas recibido del Limosnero Mayor, que a su vez las habría recibido del Trinchante: ningún caballero de palacio podía desde luego quejarse de no tener nada que hacer. Al menos durante algunos minutos al día, todos estaban trabajosamente enfrascados en tareas que justificaban la importancia de sus familias, de sus casas y de sus rentas, como desplegar servilletas o introducir llaves en cerraduras. De hecho, en ese mismo momento, en la Pieza Ochavada, los cortesanos permanecían en pie alrededor del Monarca, dispuestos a cumplir con su deber, es decir, contemplar absortos la comida de Felipe y lanzar exclamaciones de admiración cuando le viesen masticar con gusto algún plato nuevo. Graves y solemnes, los gentileshombres de servicio iban y venían ocupándose de todo, inmersos en la pesada lentitud de los sueños y acompañados por la trompetera pompa de los músicos que tocaban en la habitación de al lado.
El Rey señaló con el dedo —igualmente lento— el faisán con chocolate y clavo, que ya se había enfriado en su fuente. Y justo en el momento en que levantaba los cubiertos e iba a empezar a comer, apareció jadeante el Marqués del Soto para anunciarle la muerte del Emperador José. Felipe escuchó, clavó su tenedor y su cuchillo en la carne blanca, se metió un trozo en la boca y se atragantó. La muchedumbre nobiliaria contuvo la respiración. Cuando al fin Su Majestad logró recuperarse —antes de que la flemática copa de vino hubiera llegado hasta sus labios—, se dio cuenta de que de pronto se le había pasado el hambre. La dichosa noticia le había fastidiado la comida. En su cabeza zumbaban incesantemente las mismas palabras, como un moscardón testarudo, empeñado en seguir el ritmo de la música: ¿Y ahora qué…? ¿Y ahora qué…? ¿Y ahora qué…?
El Rey regresó inmediatamente a su gabinete, abandonando el almuerzo, y mandó llamar a Mariana. Ella apareció con una floreciente sonrisa en los labios y el aire del triunfo pegado a la piel.
—¿Ya sabes la noticia?
—Sí, Majestad.
—¿Qué va a pasar ahora…?
—Tendremos que esperar algunas semanas, pero creo que es fácil suponerlo. Su Majestad el Emperador sólo ha dejado dos hijas. Y las mujeres no pueden reinar ni en Austria, ni en Hungría, ni en Bohemia. Y mucho menos aspirar al trono del Imperio. Su único heredero varón es su hermano, el Archiduque Carlos. Así que tendrá que sucederle.
Felipe miró el globo del mundo que tenía sobre su mesa. Le pareció que Europa se convulsionaba, como si un inmenso dragón estuviera moviéndose por debajo del continente:
—¿Y entonces qué crees tú que van a decir los otros…? Llevan once años haciéndonos la guerra para que los Borbones no seamos tan poderosos. ¿Y él…? ¿Se lo van a permitir a él…? ¿Va a ser Rey de España y Emperador…?
Mariana pensó en el estupor que estaría recorriendo ahora todas las cortes, como un duende burlón que flotase sobre los tronos lanzando cantidades gigantescas de estupefacción a la cabeza de cada soberano. Era evidente que ninguno de los aliados iba a sentirse contento de aquella nueva circunstancia. Habían intrigado, saqueado y asesinado durante mucho tiempo, se habían gastado enormes fortunas en tratar de impedir que una sola dinastía uniera todas las tierras de España y de Francia. ¿Aceptarían ahora que los Habsburgo se sentasen sobre tantas naciones? Es más, ¿estarían dispuestos a admitir que uno solo de los Habsburgo tuviera una pierna puesta en Viena y otra en Madrid, con sus dedos repartidos entre decenas de reinos y millones de súbditos? No era nada probable.
De hecho, la Princesa sabía gracias a sus agentes que hacía ya algún tiempo que las cosas habían empezado a cambiar, al menos en lo referente a los ingleses. La Reina Ana Estuardo se había cansado ya de aquella guerra interminable y ruinosa, en la que no parecía que fuese a haber nunca un claro vencedor. Luis, que ansiaba igualmente firmar la paz, había aprovechado su hartura para tentarla con lo que ella más deseaba: el monopolio del comercio de esclavos en las Indias. Estaba dispuesto a renunciar a su porcentaje de beneficios sobre la venta de ganado humano a cambio de que los ingleses se retirasen, abandonaran al Archiduque y dejaran tranquilo el trono de Felipe. Mariana había sabido crearse una gran red de informantes entre las cortesanas más famosas de Europa, y sabía por algunas de ellas —buenas amigas de los diplomáticos— que Gran Bretaña y Francia estaban incluso celebrando unas conversaciones secretas, a espaldas del resto de los aliados. Pero ahora Saboya, Portugal y los Países Bajos correrían también a redactar tratados y a prometer siglos de amistad con tal de no tener que ver cómo al Archiduque le salían unas alas y echaba a volar sobre las tierras y los océanos del mundo.
La Camarera Mayor sonrió:
—Sospecho que no vamos a tardar mucho en firmar la paz.
—¡Vaya! ¿Eso crees…?
—Sí, señor, pero debemos tener paciencia. Me temo que las negociaciones puedan ser largas. Puesto que nadie ha sido derrotado, todo el mundo querrá sacar su propia tajada.
Felipe se reclinó en su sillón, tranquilo:
—Bien, esperaremos… —De pronto, un puchero le deformó la cara, y las lágrimas comenzaron a caer llenas de emoción de sus ojos—. ¿No te parece que… esto es una… señal de Dios…? Los designios divinos han que… han querido llevarse al Emperador José al Cielo para… para que yo pueda ser Rey de España… —Un fuerte sollozo le quebró ahora la garganta—. ¡El Señor ha respondido a mis oraciones!
Mariana sintió un relámpago de pavor sacudiéndola: ¿y si al Archiduque le daba por pensar lo mismo, pero al revés…? Las gentes tan piadosas eran finalmente un peligro: se aferraban a la voluntad de Dios en cada acontecimiento de sus vidas, y luego no había manera de hacerlas razonar. Antes de responderle, decidió que a la semana siguiente se trasladarían al palacio del Buen Retiro, a ver si con el sol, las partidas de mail y las fiestas que pensaba organizar —dijeran lo que dijesen los Grandes—, el Rey se olvidaba un poco de los mensajes celestiales.
La Princesa de los Ursinos no se equivocaba: dos días antes, en su palacio de Barcelona, al llegarle la noticia del fallecimiento de su hermano, Carlos III de España se había agarrado también a los designios divinos como si se abrazara a un magnífico cuerpo de mujer. Y allí estaba, abrazado y feliz. Porque lo que a él le decían los designios es que era el nuevo dueño de Europa. A decir verdad, ya se lo habían dado a entender meses atrás, el día en que acudió a visitar la tumba de su antepasado Carlos V[3] en El Escorial, durante el tiempo que vivió en Madrid. Estaba allí, arrodillado frente a su sepulcro, rezando humildemente ante los restos del césar grandioso, cuando lo oyó. Lo oyó con claridad, igual que acababa de oír al mensajero llegado de Viena: «Tú serás yo». Y ahora las palabras que el espíritu de Carlos V le había susurrado desde los Cielos se cumplían. Ahora sus títulos serían tan interminables como los de su predecesor, y ni siquiera cabrían en su propia tumba cuando tuviesen que hacérsela. Rey de Hungría, de Bohemia, de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Murcia, de Galicia, de Sevilla, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de Mallorca, de Menorca, de Nápoles, de Sicilia, de Cerdeña, de Jerusalén, de las Indias Orientales y Occidentales y de las islas de Tierra Firme del mar Océano; Duque de Borgoña, de Brabante, de Luxemburgo, de Güeldres y de Milán; Conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol y de Barcelona; Señor de Vizcaya y de Molina; Señor de Frisia, de Salina, de Utrecht, de Malinas, de Overiffel y de Groninga; Gran Señor del Asia y de África; Archiduque de Austria, Rey de Romanos y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. ¡Sí, Emperador del Sacro Imperio! El Amo del Universo, porque Dios así lo había querido. El mismísimo Dios, que se había llevado a su hermano a la Gloria para ascenderle a él a las alturas de la Tierra.
Sería todo eso, vaya si lo sería. Tendría el trono más elevado de Europa. Porque, desde luego, aunque fuesen a coronarle en Viena, no estaba dispuesto a renunciar a los reinos de España. Cierto que las cosas se estaban poniendo feas últimamente: los ejércitos ingleses iban menguando de día en día, dejándoles a sus soldados el peso de las batallas, como si ya no les interesase aquella guerra. Era probable que ahora lo abandonasen del todo, a poco que Luis cediera en sus pretensiones. Y tal vez el resto de los aliados los seguirían y le dejarían solo. Pero aún seguía teniendo Barcelona, y la fidelidad de muchos catalanes. Y, sobre todo, ahora sabía a ciencia cierta que el Señor le había dado esas tierras para que él las guiase por el verdadero camino del catolicismo —que era el suyo y no el de los franceses—, y no estaba dispuesto a olvidarse de ellas. Con amigos o sin ellos, él seguiría peleando con todas sus fuerzas, obligaría a todos sus hombres a morir si era preciso, pero no pensaba largarse así como así de su ciudad. Tendría que irse temporalmente a Alemania, por supuesto, pero dejaría allí a su esposa, Isabel de Brunswick, la de las anchas caderas. Y luego volvería a combatir por el trono de las Españas aún con más vigor, con su espada más refulgente que nunca, los cañones de sus ejércitos mejor engrasados y todo el ardor guerrero de su antepasado Carlos V corriéndole ostentosamente por las venas. El mundo le vería convertirse en un nuevo césar, y caería pasmado a sus pies, reverenciándole. Y, después de reflexionar intensamente sobre todo eso, fue cuando el Archiduque, igual que Felipe algunos meses antes, pronunció desde lo más hondo de su pecho la frase que recogerían las crónicas: «Antes morir que abdicar». Y se sintió un héroe.
Durante toda la tarde, Carlos III de España —y pronto VI de Alemania— rezó piadosamente en su capilla. Se suponía que oraba por el alma de su hermano, pero en realidad estaba dándole gracias al Señor, que tanto le amaba. Y al mismo tiempo, entre paternoster y paternoster, pensaba en cosas diversas: en recuperar la vieja tradición de hacerse coronar Emperador por el Papa, en la ropa que se pondría ese día —llevando un símbolo de cada uno de sus reinos más importantes— y en el viaje que enseguida tendría que emprender para acudir a su elección por los Príncipes alemanes, viaje que, desde luego, haría por tierra y no por mar, aunque fuese más largo. Por nada del mundo estaba dispuesto a volver a pasarse un montón de días en un barco, vomitando hasta el alma. Ni siquiera por el Imperio.
Mientras cada uno de los soberanos de Europa seguía a lo suyo, mirando el ombligo de su propio trono y tratando de decidir qué debían hacer en aquella situación inesperada, la guerra continuó, con su asoladora tormenta de dolor y miserias. Ninguno de ellos estaba dispuesto a retirarse del todo de los campos de batalla, tratando de conseguir los máximos beneficios para el momento en que no quedase otro remedio que darla por terminada. Pero ahora empezaba a ser claramente una guerra disminuida, con pocos soldados y escasa brillantez. De hecho, el Rey Luis y la Reina Ana se apresuraron a firmar por su cuenta un preacuerdo de paz, sin avisar a nadie. De esta manera, lograron enfadar a todo el mundo: a los Estatúder de la República de las Provincias Unidas de Holanda, a Víctor Amadeo de Saboya y a Juan V de Portugal, porque Gran Bretaña no contó con ellos. A Felipe de España, porque su abuelo no le avisó de las negociaciones. Y, sobre todo, al nuevo Emperador Carlos VI, que, como bien había previsto, se quedó solo en los campos de batalla frente a los franceses y los españoles de Felipe. Solo pero muy fiero, obligando a sus soldados a seguir disparando cañones y mosquetes bajo el eterno grito de matar o morir.
Sí, la Muerte siguió pegándose un buen banquete de cabezas segadas durante aquellos meses gracias a la guerra. Pero, de pronto, decidió que echaba de menos el lujo de los palacios reales. Así que, el 12 de febrero de 1712, entró en Marly y se llevó con ella a María Adelaida de Saboya, esposa del nuevo Delfín y hermana de la Reina de España. Aunque su hambre principesca debía de ser enorme, porque sólo seis días después se coló en el lecho del propio Delfín y también lo decapitó, sin ningún respeto por sus ganas de llegar a ser Rey de Francia. Luego se quedó allí sentada, tranquila, observando con placer el trabajo minucioso de los jardineros podando los árboles. Y un mes más tarde, cuando se cansó de tanta inactividad, se puso de nuevo en marcha y fue a caer sobre el hijo mayor del matrimonio fallecido, el recién proclamado Delfín Luis, que aún no había cumplido los seis años. Rápidamente, los tres fueron a reunirse con la multitud de muertos anónimos que llamaban a las puertas del Cielo.
Esta vez, Luis el Grande, el viejo Sol, sí que se quedó realmente desolado. En menos de un año se le habían muerto tres herederos —además de la niña de sus ojos, María Adelaida—, y si la desaparición de su hijo había sido un alivio, la de su nieto y su bisnieto eran en cambio un disgusto y un rompedero de cabeza. Según el orden natural de las cosas, el nuevo Delfín debía ser el hijo pequeño de los difuntos Luis y María Adelaida, pero este último Luis —aquel nombre empezaba a parecer maldito— era un niño de dos años, tan debilucho y enfermizo que nadie creía que fuese a llegar a los tres. También estaba su nieto menor, el Duque de Berry, pero todos sabían que él era un botarate y su esposa una auténtica cabeza hueca, que había estado a punto de huir con su amante a Holanda nada más contraer matrimonio. Esos dos se descartaban por sí solos.
Únicamente quedaba Felipe. Pero esa opción era muy peligrosa: sus enemigos nunca aceptarían la unión de las coronas de Francia y España, y la guerra volvería a recrudecerse. El viejo Rey no paraba de preguntarse por qué razón su descendencia legítima era tan poco deseable para heredarle. O tan mortal. Le parecía que tenía delante una montaña enorme y, por primera vez en su vida, pensaba que nunca conseguiría escalarla. Estaba demasiado cansado, y también un poco triste de tanto luto, y por más que meditaba, por más que rezaba y pasaba noches en vela y acudía a la habitación de su esposa en busca de un poco de calma, no acababa de encontrar la respuesta adecuada a todo aquel embrollo.
Hasta que una mañana de mayo, Luis de Francia entró en el gabinete de Madame de Maintenon a una hora desacostumbrada, blandiendo en la mano una carta. Con un gesto, mandó salir a todo el mundo y luego se sentó, torpe y dolorido, en su sillón:
—Mira lo que me ha escrito Ana Estuardo.
—¿Qué os ha escrito, sire?
—Me propone un trueque. Se le ha ocurrido que Saboya se vaya de Rey a Madrid, y que Felipe se traslade a Turín a hacer de Duque.
Madame de Maintenon pareció sorprendida:
—¿Su Majestad el Rey de España debería rebajarse a ser Duque de Saboya…?
—No, no… Es sólo algo provisional. Cuando yo… —a Luis le daba mucha grima hablar de su propia muerte—, bueno, ya sabes, cuando yo ya no esté, Felipe me sucederá. ¿Qué te parece…?
La esposa morganática sabía por su correspondencia con la Princesa de los Ursinos que Felipe se sentía elegido por Dios para gobernar los reinos de España, y no estaba nada segura de que quisiera abandonarlos. Debía avisar a su marido al respecto:
—Es una magnífica solución, por supuesto. Sería una gran tranquilidad para Vuestra Majestad, y yo me alegraría muchísimo de ello. Pero no sé si el Rey Don Felipe estará dispuesto a renunciar a ese trono por el que tanto ha peleado…
La ira se inflamó dentro de Luis, como un árbol gigantesco sobre el que hubiera caído un rayo. Sus voces se oyeron claramente en todas las salas cercanas:
—¿Cómo se te ocurre algo semejante…? ¿Quién va a preferir las coronas de España a la de Francia…? ¿Tú te crees que somos menos que ellos…? ¿Piensas que a mi nieto le gusta más vivir en el Alcázar que en Versalles…? ¡Menuda estupidez! ¡Y además, Felipe se irá a Turín porque yo lo deseo! ¡No hay nada más que hablar!
Se levantó con un gran esfuerzo, la cara enrojecida de furor, una vena de la frente resaltando azul bajo el maquillaje, y se dirigió a la puerta sin despedirse. Pero, en el último momento, volvió a girarse hacia Madame de Maintenon, que estaba hundida en una reverencia amedrentada:
—Y cuando se crucen los dos cortejos en algún lugar de Castilla, ¿tú te imaginas la fiesta que podemos organizar…? Una de ésas que dan la vuelta al mundo en versos y en cantos de ciegos… ¡Algo realmente majestuoso, que deje boquiabiertos a nuestros súbditos! Dirás que no es una buena idea…
Pese a los gritos de Luis, Madame de Maintenon no se equivocaba: cuando llegó al Alcázar el mensajero de Versalles con la propuesta de la Reina Ana, Felipe se enfadó seriamente. Estaba empezando a sentirse harto de que su abuelo quisiera organizarle siempre la vida, y le parecía que esta vez se había pasado de la raya. Ya tenía treinta años, y había demostrado de sobra que sabía reinar y batallar por sus territorios. Había construido su poder sobre las tumbas de muchos hombres. Había soportado infinitas horas de sufrimiento, de miedo y de tedio. Había reconquistado España palmo a palmo, y en cuanto sus ejércitos tomaran Barcelona pensaba ensombrecer con su autoridad la vida de todos los que en Cataluña se habían rebelado contra él, enseñándoles de una vez por todas que debían plegarse a sus decisiones. Ahora llevaba el poder pegado a él como su propia sombra. Formaba parte de su cuerpo, igual que un corazón refulgente y copioso. Y ese poder merecía ser respetado. Por muy Sol que fuese, su abuelo no podía seguir dándole órdenes de aquella manera. Los tiempos de la obediencia se habían terminado. De ahora en adelante, cada uno debía jugar su propio juego. Y además, además, la voluntad divina había dejado bien claro que lo quería en Madrid, y no en Versalles.
Con la carta en la mano, rabioso como un animal acorralado, se fue corriendo al cuarto de María Luisa. La Reina estaba a punto de dar a luz y guardaba cama desde hacía meses. Los médicos habían considerado que el disgusto por la muerte de su hermana, su cuñado y su sobrino podía provocarle un aborto, así que la habían recluido en su habitación. Enferma y triste, no había vuelto a salir de allí salvo para ir a misa. La Camarera Mayor pasaba mucho tiempo con ella, tratando de animarla un poco con la información de los asuntos de gobierno y los últimos cotilleos de la corte. Claro que también se había hecho fuerte en el aposento para impedir que el Rey se acercase cada dos por tres a reclamarle sexo sin el menor respeto por su estado. Aunque a veces no podía impedirlo: Felipe la echaba sin contemplaciones, y se veía obligada a dejar a la pobre soberana macilenta en los brazos ardorosos e infatigables de su marido.
En esta ocasión, sin embargo, cuando lo vio llegar todo alborotado y agitando en el aire la carta de su abuelo, la Princesa supo que su estado de nerviosismo no se debía al deseo, sino a la indignación. De hecho, apenas podía hablar cuando se dirigió a ella:
—Mi… mira lo que… lo que me man… me manda Su Majestad.
Mariana leyó en voz alta, para que la Reina pudiese oír las órdenes de Luis. Por un momento, se permitió el capricho de pensar que no era una mala idea. Sí, no estaría nada mal abandonar aquella ciudad tan sucia, con sus calles polvorientas llenas de excrementos, con su sol torturador y sus feas casas, alejarse del Alcázar triste y aburrido y perder de vista a todos aquellos Grandes severos como frailes dominicos y a sus damas antipáticas y virtuosas, que parecían doncellas guardando recatadamente su virginidad.
También ella estaba triste, igual que el palacio. Jean d’Aubigny se había ido a Versalles. Para siempre. El tiempo del amor se había acabado. Era lo razonable. Ya había cumplido los setenta años, y el ardor se había vuelto raro. Y además, Jean necesitaba establecerse para cuando ella ya no estuviera. Así que le había animado a marcharse. De hecho, había conseguido que Luis le nombrara Gran Maestro de Aguas y Bosques de su parque, y le había buscado una buena esposa, una joven burguesa, de familia comerciante, que aportaba al matrimonio una dote magnífica y una casa lujosa en el barrio del Marais. Hacía años que había ido planificando todo aquello, pero ahora que había sucedido le había entrado nostalgia. Nostalgia de Jean, por supuesto, de su compañía y sus consejos, pero sobre todo nostalgia de sí misma, de aquella mujer de pronto lejana para quien el encuentro con un hombre deseado había sido durante tantos años algo sagrado, como una lluvia bendita que cayera del cielo para hacerla sentirse fuerte y afortunada y llena de vida. Qué lástima que el tiempo pasara por encima de los seres aplastándolos y les arrebatara tantas cosas hermosas. Siempre añoraría aquello, el deseo, la seducción, y la ternura, la violencia y el ansia de los encuentros amorosos, el despertar feliz sintiendo un aliento cálido en la nuca, el brazo descansando pesadamente sobre sus pechos, el calor prometedor del sexo del hombre cerca de su propio sexo.
Sabía que debía resignarse a la pérdida de esa parte esplendorosa de sí misma. Y estaba dispuesta a hacerlo. Su razón iluminaba lúcidamente ese camino de renuncia y de penosa dignidad que debía seguir una mujer ya casi anciana. Pero no podía evitar que la tristeza se le hubiera pegado a la piel, como una sucia capa de barro de la que no lograba desprenderse. Y aquel maldito Alcázar, con su maldito tedio y su negrura, no era precisamente el mejor lugar del mundo para sacudirse el fango. Sería bueno dejar de languidecer junto a los fúnebres españoles, irse a Versalles, caminar en medio de espejos contra los que chocaría la luz multiplicándose, sentirse obligada a arreglarse cada día para ser la vieja más distinguida de los salones, entre gente hermosa y dispuesta a celebrar la vida. Ya no tendría amor, pero al menos quería músicas y risas y fiestas y teatros, y no más rosarios, ni reliquias, ni ropas negras.
Pero volver a Versalles era una insensatez. Una idea apetecible, pero disparatada. Habían luchado mucho por España como para abandonarlo todo ahora. Y además, estaba lo del Duque de Orleans. En cuanto Felipe llegase a Francia, quedaría bajo su dominio absoluto. Y Orleans era Lucifer en persona. Entre los innumerables hombres y mujeres ambiciosos que Mariana había conocido a lo largo de su vida —empezando por ella misma—, ninguno le llegaba a la altura de los talones a aquel peligrosísimo sobrino del Rey. No sólo deseaba cosas, poder, riquezas, fama inmortal. Además, lo deseaba en cantidades tan enormes que sus anhelos estaban muy por encima de su verdadero lugar en el mundo. Porque, a pesar de ser infinitamente más inteligente y cultivado que los descendientes directos de Luis, en la línea de sucesión a la corona estaba situado muy lejos de ella. Al menos cuando todos estaban aún vivos. Y él jamás se había resignado a ese destino mediocre. Su camino hacia el poder era desaforado y sangriento, como el de un jinete del Apocalipsis. De hecho, Mariana estaba convencida de que había envenenado a los Delfines y a su hijo, moviendo a su antojo el brazo armado de la Muerte.
Tiempo atrás, también había intentado arrebatarle sus reinos a Felipe. Ella misma había descubierto la intriga y había hecho detener a varios agentes que llevaban cartas y mensajes muy comprometedores para él. Luis, sin embargo, había decidido pasar el asunto por alto, tratando de evitar un escándalo que implicaba a su propia familia. Ahora, cuando Felipe ocupase el trono de Francia, el Duque se convertiría en la arpía situada sobre el respaldo. Y ella sería la siguiente en su lista de cadáveres. Salvo que se retirase antes. Pero no estaba dispuesta a huir dejándole libre el camino. Así que tendría que matarla para alejarla de Felipe. Y lo haría, vaya si lo haría. De hecho, debía de estar deseándolo. La envenenaría como a una rata apestosa. Y aunque no le daba miedo morirse, no deseaba en absoluto que fuese de esa manera tan humillante, haciendo de ella una víctima, ella, que tanto había luchado contra la debilidad y tanto se había esforzado en que nadie nunca la compadeciese. Quería ser un cadáver digno y respetable, y no un pobre cuerpo hinchado, muerto antes de tiempo, que hiciera nacer en las gentes la piedad.
Jamás iba a permitir que las garras de Orleans la destrozaran. No, no podían renunciar a Madrid. Lo que tenían que hacer era firmar la paz enseguida y luego quedarse allí, disfrutando del fruto que tantas batallas y tanta resistencia les habían regalado.
El Monarca clamó:
—¡Ahora quieren que me vaya…! ¡Después de todo lo que hemos pasado…! ¡No pienso abandonar mi trono!
María Luisa preguntó con la voz débil:
—¿No te gusta la idea de reinar en Francia…? Estamos unos años en Turín, y luego nos vamos a Versalles. No suena mal…
Felipe la miró con sorpresa:
—¿De veras? ¿Te apetece que nos olvidemos de todo esto…? —E hizo un amplio gesto con la mano que incluía la habitación, pero también medio mundo.
—Vaya, no sé qué decirte… Tu abuelo te dejaría una gran corona. Y todos te apoyarían. Aquí ya sabes lo que ocurre. La guerra, y lo de los Grandes… Cada vez hay más nobles que se pasan al enemigo… ¿Hubieras pensado alguna vez que ibas a verte obligado a encarcelar al Duque de Medinaceli por traicionarte…? Aunque firmemos la paz y el Archiduque se quede en Viena, me temo que nunca estarán del todo de tu parte. Este trono va a tener siempre un terremoto debajo sacudiéndolo…
El Rey recordó por un momento a aquel Grande de España en el que tanto había confiado y que le había devuelto su amistad revelando a los ingleses valiosísimos secretos para congraciarse con el usurpador. Pero tanto él como otros que habían intentado seguir su senda y pasarse al enemigo habían sido duramente castigados. No, lo que María Luisa decía no era verdad: su trono era cada vez más firme, y sería sólido como una piedra en cuanto reconquistase Cataluña. Miró a Mariana, que se había mantenido en silencio todo ese tiempo:
—¿A ti qué te parece?
—Yo creo que tenéis razón, señor. Habéis luchado mucho por poseer los reinos de España. Os los merecéis. No sería digno de vos abandonar después de arriesgar tantas veces vuestra vida y la de vuestros súbditos, y de vencer en tantas batallas. Los cronistas dirían que no supisteis culminar vuestros actos. Y creo además, si me permitís que os lo diga, que Dios quiere que estos territorios sean para Vuestra Majestad.
—¡Eso vengo yo diciendo desde que murió el Emperador José! —Felipe le sonrió a su esposa, satisfecho—. ¿Ves…? Tengo razón. Voy a escribirle al abuelo que no deseo la corona de Francia. Renunciaré a esos derechos para mí y para mis sucesores. ¡Y no me importa nada que se enfade! Estoy harto de que me trate como a una marioneta. ¡Aquí mando yo, María Luisa! ¡Y yo soy España!
Se acercó a ella para despedirse y la besó, manoseándole un poco de paso los pechos hinchados. «Volveré esta noche», le susurró al oído. La Reina pensó que no le importaba que volviera. Ni siquiera le importaba si se iban o no a Versalles. Lo único que quería, no, lo único que necesitaba era parir aquella criatura que llevaba dentro y encontrarse mejor. Que desapareciesen el malestar, el cansancio y las noches en vela. Tenía veinticuatro años, y deseaba volver a ser una mujer sana, y disfrutar de las cosas buenas, comer, bailar, montar a caballo, jugar con sus hijos, acostarse con su marido… Deseos comunes y vida, un montón de vida latiendo dentro de su cuerpo. Eso era lo único que quería. Le daba igual ser Reina de España o de Francia. Incluso le daba igual ser Reina de cualquier sitio o criada. En aquel momento, hubiera cambiado con gusto todas sus riquezas, sus vestidos y sus joyas por la salud de una campesina pobre. Sólo ansiaba vivir.
Cinco meses después, en noviembre de 1712, a última hora de la tarde, Henry Saint-John, Conde de Bolingbroke, se recomponía del frío de Utrecht junto a la chimenea de la famosa Simone de Verviers. La ciudad se había ido disolviendo desde hacía días bajo una neblina blancuzca que atravesaba las ropas y las pieles, metiéndose dentro de los huesos, ateridos. El Ministro de Asuntos Exteriores de Su Majestad la Reina Ana de Gran Bretaña, enviado especial a las conversaciones de paz, todavía temblaba mientras se arrimaba al fuego y bebía una copa de vino especiado bien caliente. Había ido a pie desde su palacio, y ahora se sentía como un carámbano de hielo. No es que nadie fuera a asustarse de ver a un hombre como él entrando en la casa de una cortesana. De hecho, la ciudad se había llenado de hermosas mujeres de placer procedentes de toda Europa, y raro era el delegado o secretario que no terminaba las largas jornadas de discusiones y regateos refugiándose en alguna de aquellas residencias, coquetas y alegres como tocadores de damas parisinas. Eran tantos sus esfuerzos, su denodada aplicación para lograr un tratado de paz que enriqueciese al soberano al que representaban —y de paso también a ellos mismos—, que bien se merecían aquellas horas de descanso y relajo a cargo del erario público. Nadie se hubiera escandalizado por ver entrar a Bolingbroke en casa de Simone, adonde solía acudir dos o tres veces a la semana, pero él, que era un hombre discreto, prefería no llamar demasiado la atención y solía acercarse caminando solo, en lugar de hacerse acompañar por su carroza y su séquito.
La prostituta lucía con orgullo —y sin frío— sus grandes senos bien escotados, y ella misma le servía al Ministro todo lo que deseaba, para no tener que llamar a sus criados y romper así la intimidad que se había creado entre ellos en aquellos meses. Ahora volvió a llenar su copa de vino humeante y le sonrió con sus magníficos dientes bien blancos:
—¿Un día duro, Excelencia…?
—¡No os lo podéis ni imaginar! Negociar con Francia es tan difícil como hacerlo con esos mahometanos que llegan del desierto con sus alfombras…
—¿Habéis cerrado ya lo del monopolio de los esclavos?
—Oh, sí, eso se da por seguro. Tendremos que compartirlo con Su Majestad Felipe de España, pero lo vamos a tener durante treinta años. Será un gran negocio, desde luego. ¡Que se preparen los africanos, porque nuestros negreros no van a dejar ni uno allí!
El Conde de Bolingbroke soltó una carcajada de animal en celo y estiró las piernas. Simone se acercó a él y comenzó a descalzarle:
—Y lo de los territorios, ¿va todo a vuestra conveniencia?
—Sí, sí, desde luego… Nos quedaremos con Gibraltar y con Menorca, y también con varias regiones del norte de las Indias que van a entregarnos los franceses. A Saboya le darán Sicilia. —Ya descalzo, Bolingbroke se puso en pie, mientras la cortesana comenzaba a abrirle las calzas—. Y las Provincias Unidas tendrán la barrera defensiva del sur. Así que todos contentos.
Simone tironeaba de lazos y soltaba cintas:
—¿Y el Emperador…? ¿Qué va a ganar el Emperador…?
—¡Oh, lo olvidaba, claro! El Emperador no podrá quejarse. Le toca un buen trozo de los reinos de España. Todo lo de Italia, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña. Y también los Países Bajos.
La prostituta detuvo su faena:
—¡Los Países Bajos! ¡Vaya! Yo nací ahí… ¿Entonces ya no seré súbdita del Rey de España, sino de Su Majestad Carlos VI…?
El Ministro cogió la mano de Simone y la colocó sobre su pene:
—Así es. Veo que además de hermosa sois muy lista. ¿Os importa quién sea vuestro soberano, querida…?
La mujer miró por un instante la bolsa de preciosas monedas que descansaba sobre la mesa. Pensó en aquella enorme cantidad de dinero que estaba ganando gracias a las conversaciones de paz, acostándose con los plenipotenciarios e informando a la Princesa de los Ursinos de lo que ellos le contaban. Oro y más oro. Todo eso valdría lo mismo en Alemania que en Italia o en París o en Sevilla. El dinero no tenía tierra ni rey. En un arranque de alegría, frotó sus pechos contra el miembro ligeramente erecto del Conde y sonrió:
—Oh, no, Excelencia, claro que no…
Y, acercándose a su sexo, abrió lo más que pudo la boca para tragarse todas las monedas que cupiesen en ella.