VII

La mujer era hermosísima. Estaba allí, a pocos pasos de él, a la orilla del río, desnuda, y sólo podía verle la espalda. Pero seguro que era hermosísima. Desde luego, tenía un culo extraordinario, el mejor culo que él había visto en su vida, muy grande y muy blanco, y cubierto de ricos hoyuelos. Mateíllo la observó con avidez. Qué ganas de tocar aquellas nalgas, de apretarlas muy fuerte con las manos, y de frotar su sexo contra ellas. ¡Qué delicia! Su sexo, sí. El miembro magnífico que aún seguía teniendo, completo y bien hermoso. Menos mal que había huido aquella mañana de las manos asesinas del Padre Cantor. De no haberlo hecho, a estas alturas tendría un trapillo colgando entre las piernas, una cosa fea y reseca, y no habría disfrutado de aquel espléndido trozo de su carne que le había dado tanto placer. En realidad, el único placer auténtico, junto con ciertas borracheras, que había conocido en su vida. Le había servido innumerables veces para el goce a solas, pero también lo había disfrutado con muchas mujeres, y hasta con unos cuantos hombres, en las noches de helada en los campamentos, cuando al apretarse unos contra otros para aliviar un poco el frío surgía inevitablemente el deseo.

Como ahora: allí estaba, su miembro creciendo y endureciéndose frente a la belleza de la mujer desnuda. Tenía que llegar hasta ella. Trató de incorporarse, pero el dolor en el costado volvió a ser insoportable. Había conseguido aplacarlo un poco echándose sobre la herida y apretándose contra el suelo. Si se apretaba mucho, el dolor iba disolviéndose en ondas dentro de su cuerpo, y al final se desvanecía. Pero no podía ponerse en pie. De nuevo miró a la mujer. Estaba volviéndose lentamente, como si quisiera que él viese su cuerpo entero. ¡Dios mío, qué cuerpo! Los pechos enormes, y las redondas caderas envolviendo la tripa blanda, en la que sería tan dulce descansar la cabeza… El sol se iba ocultando más allá del río, y los rayos atravesaban las nubes y formaban un nimbo rosáceo y dorado, justo detrás de ella, como el que había en los cuadros de santos del monasterio cuando él cantaba allí. De tan hermosa como era, con aquella aureola rodeándola, parecía un ángel. Seguro que era un ángel. Si el Cielo estaba lleno de mujeres así, valía la pena morirse cuando llegase la hora.

Mateíllo decidió que debía acercarse a ella como fuese. Ya que no podía ponerse en pie, iría arrastrándose. Empezó a reptar por el suelo, apoyándose en el brazo izquierdo, dejando a su paso un reguero caliente de sangre que se volvía negruzca y sucia al mezclarse con el polvo. Pero sólo consiguió recorrer un par de metros. Enseguida tuvo que detenerse y volver a apretarse contra la tierra, exhausto, intentando que el dolor desapareciese otra vez. Le pareció que estaba ardiendo por dentro, aunque al mismo tiempo tenía mucho frío y los dientes le castañeteaban. Necesitaba beber para apaciguar el fuego, chupar aquellos pechos y extraer todo lo que hubiese dentro de ella, el placer y la calma, la vida misma. La miró de nuevo. Le estaba sonriendo, gorda, suave, con los brazos entreabiertos, ofreciéndose toda entera a su sexo intacto. Fue lo último que vio antes de llegar al Cielo, quién sabe si lleno para él de mujeres como aquélla.

A la misma hora del 18 de junio de 1706 en que Mateíllo subía al Paraíso de los ángeles carnales, otros muchos miles de soldados morían defendiendo el derecho de Sus Majestades Felipe V de España y Luis XIV de Francia a vender negros en África y a fabricarse tronos cada vez más grandes. Los campos de batalla de Flandes, de Italia y de Castilla se iban cubriendo de cadáveres de hombres que pronto serían puro polvo. Polvo humano que nutriría la tierra que alimentaría la hierba que alimentaría a las vacas que alimentarían a otros hombres. Morían como habían vivido, pobres, ignorantes, abandonados, sin saber buena parte de ellos cuál era la razón —aparte de la miseria— que los había llevado hasta aquella soledad infinita del último minuto. Otros muchos se sentían estúpidamente atónitos al comprobar que el arma con la que habían creído poseer el poder y la inmortalidad les había traicionado, y jadeaban indignados contra aquel destino que no les había conservado la vida a cambio de matar a tanta gente, preguntándose cómo podían ser ellos las víctimas, ellos, que siempre habían soñado con ser los verdugos. Morían en medio de los campos bien labrados, al pie de las murallas de las ciudades o bajo los roquedales en los que habían intentado en vano esconderse y, mientras la tierra fuese tierra, permanecerían allí, unidos a los millones de cadáveres que habían muerto antes que ellos o morirían después haciendo la guerra, como hormigas obedientes e inútiles que fueran lentamente destruyendo el mundo.

En aquel mismo instante, mientras tantos hombres agonizaban para salvar su trono, la Reina de España se subía junto a su Camarera Mayor a la carroza que las esperaba en el primer patio del Alcázar. Ya sentadas, las dos observaron a los lacayos colocando como podían, sobre los asientos y en el propio suelo del coche, cinco grandes cajas de plata labrada. Antes de dar la orden de partir, Mariana comprobó que las cinco llaves que llevaba colgando de una cadena al cuello abrían perfectamente las cajas. Aunque no les había quitado el ojo de encima desde horas atrás, cuando las azafatas habían metido en ellas las joyas de la Reina y las suyas propias, aún quería estar bien segura de que nadie las había cambiado. ¿Quién podía fiarse de lo que ocurriera en momentos como aquéllos…? Pero sí, todo estaba bien, ya era hora de irse.

La carroza real arrancó. El cochero fustigó sus ocho magníficos caballos blancos, que iniciaron el viaje con el paso majestuoso que correspondía a la propia majestad de sus ocupantes. Los miembros de la Guardia Vieja que debían protegerlas azuzaron a su vez sus monturas, luciendo un aspecto brillante y gallardo, aunque en realidad todos estuvieran pensando con mal humor en aquel éxodo repentino que los alejaba no se sabía durante cuánto tiempo de sus queridas, sus tabernas y sus casas de juego favoritas. Los coches del séquito fueron poniéndose también en marcha, entre golpes de látigos y gritos de arre. Lentamente, igual que si acudieran a un auto de fe en la Plaza Mayor o iniciasen una procesión, los carruajes iban ocupando su lugar en la larga fila, siguiendo el orden estricto de la etiqueta. Pero aún no habían llegado al final de la plaza de Palacio, cuando se oyeron voces y uno de los guardias avisó de que era preciso detenerse: el Patriarca de las Indias y el Capellán Mayor estaban discutiendo por el rango que debían ocupar en el séquito.

La Princesa de los Ursinos abrió la portezuela y asomó la cabeza. Los prelados se habían bajado de sus coches y se gritaban el uno al otro en mitad de la plaza, como pescaderos que aireasen el bacalao recién llegado de la costa. A su alrededor, sus gentes parecían dispuestas a pegarse. El Patriarca aseguraba que era él quien tenía la preferencia y debía situarse inmediatamente detrás de la Reina, puesto que se trataba de un traslado a otra ciudad. El Capellán sostenía en cambio que el segundo puesto le correspondía a él, ya que era la corte en pleno la que se desplazaba y, para colmo, obligada por las circunstancias. Y en los asuntos de la Iglesia que concernían a la corte mandaba él y nadie más que él. El Patriarca recordó entonces que él era, además de Patriarca de las Indias —en las que nunca había estado ni pretendía estar—, Limosnero Mayor de Su Majestad y Arzobispo de Trebisonda[2] —de cuya ubicación concreta lo ignoraba todo—, y que la dignidad del Capellán no le llegaba ni a la suela de los zapatos. Ante semejante insulto, algunos de los hombres del bando capellanil echaron mano a las espadas. Los patriarcales reprodujeron el mismo movimiento. Fue entonces cuando Mariana envió a toda prisa al guardia con la orden de que ambos se fueran turnando por jornadas a lo largo del viaje. De momento, tendría la preeminencia el Patriarca, aunque tan sólo por su edad. Hubo bufidos, alguna voz de protesta y miradas de odio hacia la carroza real. Pero la Camarera Mayor había vuelto a cerrar la portezuela haciéndose invisible.

Unos minutos después, cuando todo estuvo al fin en orden, el coche de la Reina volvió a emprender la marcha. O, por mejor decirlo, la huida: la corte huía, en efecto, ante la inminencia de la llegada a la capital de las tropas aliadas, que estaban ya a pocas millas de distancia. El Rey se había ido aquella misma mañana al frente, y el resto había tenido que esperar hasta la caída del sol para evitar que la ciudad entera se abalanzase sobre las carrozas. Aun así, a medida que el enorme séquito iba atravesando con vanas ansias de disimulo las calles de Madrid, las gentes se quedaban espantadas. Detrás del coche de María Luisa y la Princesa, entre golpes de látigo e imprecaciones a los caballos y las mulas, viajaban varias docenas de carrozas repletas de dueñas y azafatas, gentileshombres y mayordomos, meninos y enanos y locos, secretarios y capellanes, y luego todavía una fila incontable de carros cargados de equipajes y cuadros y tapices y tallas delicadísimas, sobre los que se amontonaban como podían criados, lacayos, escuderos, cocineros y lavanderas. Doscientos guardias reales rodeaban el grupo, con sus colores brillantes y sus lanzas y sus caballos bien enjaezados, como si aquello fuera una romería piadosa y no una fuga para salvaguardar todos los restos posibles del viejo dominio.

Sí, la corte abandonaba Madrid, con sus Ministros y sus espadas y sus curas, y corría a refugiarse en el norte, en la leal ciudad de Burgos. Y a medida que los veían pasar, las gentes se arrimaban contra las paredes y se ponían a gritar, o lloraban y rezaban, muertos de miedo al darse cuenta de que se quedaban solos frente a los aliados, sin Rey ni Reina ni Duques ni Obispos ni Generales, sin protección ni defensa que los librara de todo lo que los austríacos y sus amigos quisieran hacer con ellos. Algunos incluso echaron a correr detrás de las carrozas y los carros, ansiando irse ellos también de la ciudad, seguir el rumbo de los poderosos, pero los cocheros les lanzaban los látigos a las espaldas y los guardias les pasaban por encima con los caballos, alejando así a aquella chusma de las gentes importantes.

Entretanto, en la segunda carroza, Carlos de Borja Centellas y Ponce de León, Patriarca de las Indias, Limosnero Mayor de Su Majestad Felipe V y Arzobispo de Trebisonda, feliz de ocupar la cabeza del cortejo tras la Reina, iba repartiendo bendiciones que nadie recibía. Más atrás, bien cobijados en sus bonitos carruajes llenos de blasones, había viejos Duques que sollozaban como tiernas criaturas al pensar en los tesoros que se habían visto obligados a dejar en sus palacios, y damas aterradas que habían comenzado a rezar el rosario en el patio mismo del Alcázar y no pararían hasta llegar a Burgos, diecinueve días después, llenando el aire de Castilla de avemarías y misterios. Y en el coche donde se habían amontonado las sabandijas favoritas de palacio, la loca de Zaragoza, María Ramos, declamaba a voz en cuello las Metamorfosis. No hubo manera de hacerla callar hasta que, dos horas más tarde, al enano Luisillo se le ocurrió quitarse el tahalí a la francesa del que colgaba su espada diminuta y atárselo alrededor de la boca, a modo de mordaza. María Ramos trató brevemente de protestar, pero al ver que no conseguía pronunciar ni una palabra, decidió dormirse y olvidarse para siempre de los versos de Ovidio.

Al fin cruzaron la cerca —cuyas puertas se cerraron tras el séquito, aislándolo del tumulto— y salieron a campo abierto. Se había hecho de noche, y los criados encendían hachones para iluminar el camino. Los caballos y las mulas iban al paso, y los coches se sacudían como si fueran de juguete al atravesar los grandes baches y cruzar los arroyos, crecidos al final de aquella primavera lluviosa. Dentro de la carroza de la Reina la oscuridad era total. Encerradas en sus preciosas cajas, las perlas y las esmeraldas y los diamantes y los oros habían replegado sus esplendores, esperando el momento propicio para volver a brillar. Desde que habían salido del Alcázar, ni María Luisa ni Mariana habían abierto la boca. Se habían limitado a dejarse llevar, tratando de acomodar lo mejor posible los cuerpos al traqueteo, con las cortinillas bien echadas para no ser vistas y fingiendo que no se estaban enterando del drama que vivían los madrileños abandonados a su suerte.

La Camarera Mayor no conseguía distinguir la cara de la Reina, sentada frente a ella, pero estaba segura de que hacía enormes esfuerzos para no romper a llorar. Realmente, era una muchacha firme como el tronco de un haya. Ella, en cambio, necesitaba ponerse a hablar de cualquier cosa para tratar de alejar la negritud de los pensamientos que le estaban creciendo dentro de la cabeza como hongos malignos. Así que, aprovechando la sacudida de un enorme bache, se lanzó a protestar:

—¡En este reino los caminos son realmente terribles! Nunca he comprendido por qué razón tienen que ser tan malos… Su Majestad deberá ocuparse de eso cuando hayamos hecho la paz. Habrá que traer ingenieros de Francia. No sé cómo lo consiguen, pero allí parece que se viaja sobre terciopelo…

La Reina carraspeó antes de responder:

—Sí, sí, tienes razón, zia. Hay que decirle a Felipe que traiga ingenieros. Y jardineros. Deberíamos rehacer los jardines del Alcázar, ¿no te parece…? Esos jardines que tenemos parecen más un huerto de campesinos que otra cosa. Necesitamos flores. Quiero que haya muchas flores, y árboles recortados como los que tiene el abuelo, ésos que te gustan tanto. Y fuentes con dioses, como las del grabado de Versalles que me mandaste desde allí.

—¡Qué gran idea, señora! Jardines como los de Su Majestad Luis… ¿Y no creéis que deberíamos también reformar el palacio? Todas esas habitaciones oscuras, los pasillos apestosos, las escaleras que no van a ninguna parte… Tendríamos que hacer unos buenos aposentos para Vuestra Majestad y para el Rey, y un salón de baile bien decorado. Hay que tirar muchos tabiques, y abrir ventanas. Y pintar los techos, claro. No soporto esos techos tan lúgubres. ¿No os parece…?

—Sí. Le pediremos al abuelo que nos mande arquitectos y pintores. Cuando volvamos, haremos un Alcázar nuevo. Y quitaremos todos esos cuadros de santos y de Cristos… Dios me perdone, pero es que me ponen triste…

—Claro que sí, señora. Cuando volvamos…

De pronto, aquellas palabras parecieron un hachazo. ¿Volverían…? María Luisa se dio cuenta de que estaba agotada. No quería seguir pensando, sólo deseaba dormir. Quizá así desaparecería aquel latido que estaba empezando a notar en los bultos de su cuello, como si fueran a reventar de un momento a otro. Apoyó un almohadón contra la pared del coche y reposó la cabeza. Fue entonces cuando a Mariana no le quedó más remedio que enfrentarse en silencio a sus pensamientos negros. En las últimas semanas, todo se les había puesto en contra. En Flandes, el Archiduque Carlos había sido proclamado Rey. Los ejércitos franceses habían tenido que abandonar Italia y retirarse al otro lado de los Alpes. Las tropas de Felipe se habían visto obligadas a levantar el sitio de Barcelona, y una tras otra, las ciudades de Aragón y de Castilla iban cayendo en manos de los aliados. Ya habían tomado Salamanca y Zaragoza, pero también Toledo y Alcalá, a un paso de Madrid. El Archiduque entraría enseguida en la capital, y quizá ya nunca la recuperarían. Desde luego, no sin la ayuda de Luis. Y Luis estaba empezando a cansarse de aquella guerra que le costaba demasiado dinero y demasiados soldados. Y que, además, estaba poniendo en entredicho a los ojos de toda Europa su fama de hombre infalible: tenía ya sesenta y ocho años, y no estaba dispuesto a morirse con la mancha imperdonable de una gigantesca derrota sobre sus hombros, de la que sus enemigos se reirían cuando llegase al Cielo, amargándole la eternidad.

No, no iba a ser fácil volver: desde Versalles, los amigos le escribían que cada vez había más personas que deseaban la paz a cualquier precio. El propio hermano mayor de Felipe —el piadoso Duque de Borgoña— ya se atrevía incluso a afirmar a quien estuviera dispuesto a oírle que el Rey debía abdicar, pues estaba claro que Dios no quería que aquel trono fuese suyo. Pero lo que más le preocupaba a Mariana eran ciertas noticias, aún confusas, sobre la posibilidad de que Luis estuviera pensando en dividir los reinos de España entre diversos soberanos, regalando a los aliados las tierras de Flandes y de Italia y dejándole a su nieto tan sólo las coronas de Castilla y Aragón junto con las Indias. Un acuerdo así le cubriría las espaldas ante los vivos y ante los muertos: los Borbones seguirían ocupando el trono de Madrid —aunque hubiera que serrarlo un poco por los lados—, y los aliados se calmarían y firmarían la paz antes de haberle derrotado definitivamente. Y, de paso, su gran pedazo del Paraíso se vería acunado por susurros de admiración y sonidos de majestuosas trompetas, y no por las carcajadas de los adversarios.

De todas formas, a la Camarera Mayor le parecía que ese pacto no sería sencillo de conseguir: el Archiduque no iba a renunciar fácilmente a la Península y conformarse con Italia o Flandes. Y los ingleses y los holandeses no se detendrían hasta que tuvieran el control de la venta de esclavos. Estaba segura de que la guerra seguiría, y, al menos de momento, lo haría a favor de los aliados. Sobre las nieblas del Olimpo, el dios Ares parecía haber elegido ya a sus favoritos. De hecho, dentro de tan sólo unas horas, el austríaco estaría durmiendo en la mismísima cama de Felipe, en su propio palacio, y no iba a haber quién lo sacase de ahí. Harían falta muchos soldados, y muchos mosquetes y muchas balas de cañón para alejarlo del trono. Se iba a pegar a él como una planta trepadora que se enroscase con sus zarcillos en torno a un árbol lustroso. Sus raíces se sujetarían fuertemente a las tumbas de sus antepasados en la cripta de El Escorial, y las gentes acudirían a protegerse bajo su sombra, incluso aquéllos que aún ese mismo día habían hecho la reverencia ante Felipe y acompañaban ahora a su mujer en la huida. Sí, el águila bicéfala de los Austrias levantaría de nuevo sus cabezas y devoraría la flor de lis de los Borbones. A la Princesa hasta le pareció oír los gañidos del ave enorme allá arriba, sobrevolando las carrozas, dispuesta a arrojarse sobre ellas y emprenderla a picotazos contra los franceses.

Y entonces, si perdían y eran expulsados definitivamente de España, ¿qué iba a ser de ella? Tendría que irse a Versalles y acabar sus días como dama de honor de una Reina destronada, con la cabeza agachada y las arcas tan ligeras que bastaría un pequeño codazo para hacerlas caer por la ventana y deshacerse en trozos a los pies del palacio. Humillada y pobre. Mariana sintió un profundo escalofrío, y un dolor intenso en el pecho que durante un instante la dejó sin respiración. ¡Dios mío! ¿Era eso lo que la esperaba después de tanto esfuerzo…? ¿El exilio, y sostener la cola de María Luisa en las ceremonias mientras mendigaba con la otra mano entre los cortesanos…?

Claro que las cosas podían ser aún peores. María Luisa podía morir pronto. A la Camarera Mayor le preocupaba mucho el estado de salud de la Reina, a la que veía ir poco a poco sumiéndose en aquella enfermedad desconocida que parecía estar devorándola, los bultos en el cuello, las noches de fiebre, el malestar, la delgadez… Ella trataba de disimularlo. Se cubría siempre el cuello, y jamás se quejaba. Realmente, se podía afirmar que por su sangre circulaba un sentido del deber heroico, y que en todas las ocasiones se comportaba de manera ejemplar. Siempre se mostraba valiente, siempre dispuesta a asumir la regencia cuando el Rey se iba a la guerra y a gobernar —bajo su estrecha tutela, por supuesto— con el mismo rigor con el que lo habría hecho un hombre. Pero igual que sabía ser el mejor Monarca cuando era preciso, también lograba comportarse como la más delicada de las damas. Bordaba y tejía durante largas horas, se ocupaba con devoción de sus obligaciones piadosas, se vestía y se peinaba con suma elegancia y, en alguna de las raras ocasiones en que se había celebrado un baile, había demostrado una gracia majestuosa para la danza.

Raras ocasiones… Sí, aquélla era —¿o había sido?— una corte mustia y aburridísima, pero la Reina ni siquiera protestaba por eso, por las dueñas vestidas de negro y siempre quejumbrosas, con sus repugnantes reliquias de santos colgadas del cuello, dedos momificados, huesos pálidos o dientes amarillentos, horribles restos de cadáveres que ellas exhibían como joyas. No se quejaba de la compañía de los locos y los bufones, que hablaban interminablemente o gritaban o lloraban o se reían a carcajadas en cualquier momento sin que nadie tuviera autoridad para hacerles callar. De las largas tardes de silencio en la antesala de su cuarto, rodeada de damas que ni hablaban ni jugaban a las cartas. De las eternas ceremonias en la basílica de Atocha y los interminables oficios de Semana Santa. De la escasez de fiestas y banquetes y funciones de teatro, a medias prohibidas porque los catolicísimos Grandes reprobaban en público cualquier demostración de alegría o de placer, aunque en privado muchos de ellos se permitieran vicios innombrables. O de la extrema rigidez de la etiqueta empeñada en fingir que todos los participantes en la vida de la corte eran esculturas de iglesia, tallas de retablo carentes de movimiento y de sensaciones, salvo la de la santidad.

Sí, María Luisa era una gran Reina. Pero su salud no estaba a la altura. Ni siquiera había tenido hijos, a pesar de que en sus cinco años de matrimonio las coyundas habían sido incesantes. Había algo malo dentro del cuerpo de aquella mujer, algo que los médicos, por supuesto, no sabían encontrar ni mucho menos curar, y que tal vez la mataría pronto. ¿Y entonces…? ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Entonces sí que su futuro sería negro! Si a Felipe, en uno de sus súbitos cambios de humor, le daba por prescindir de ella y largarla sin más contemplaciones, se convertiría en una perra vieja y sarnosa, a la que nadie querría cerca. Apenas tenía recursos para sobrevivir. La pequeña herencia de su primer marido se había agotado mucho tiempo atrás, y la del segundo, con todos sus apellidos papales a cuestas, no había sido más que un enredado cúmulo de deudas que la habían obligado a malvender tierras, palacios y obras de arte. El dinero que Luis le había prometido pagarle cada año a cambio de sus servicios no llegaba nunca, y lo más probable era que jamás viese una sola de aquellas monedas: los Reyes solían despistarse cuando tenían que remunerar a sus servidores. En cuanto a las ganancias que obtenía susurrando de vez en cuando algún nombre para ciertos cargos al oído del soberano, no daban para mucho, y se veía obligada a gastárselas en la ropa, las joyas y demás atributos necesarios para mantener la dignidad exigida a su puesto.

Se había organizado muy mal. Su única ambición había sido la del poder, y había dejado de lado la necesidad de hacerse con una buena fortuna para garantizarse su propio sustento. Tarde o temprano, era posible que Felipe diese por terminada su presencia en Madrid, y ella necesitaría entonces un buen palacio en el que reposar sus viejos huesos y una sepultura digna de su vida, bien tallada en el mejor mármol, y junto a la cual sus deudos pudiesen fingir con decencia que la lloraban. Una sepultura inmortal. Mariana se conmovió al imaginarse a sí misma anciana, sentada junto a una chimenea ardiente con un perro mimoso entre los brazos, y luego muerta y enterrada bajo una tumba que dejara prueba incólume de su grandeza. En aquellos momentos de terrible desazón por el futuro, estuvo incluso a punto de romperse en sollozos ante la pena que le producía su propia despedida del mundo, pero enseguida decidió que lo mejor era recoger todos esos sentimientos, hacerlos desaparecer de su vista, guardarlos bajo el traje apolillado de su primera boda, y construirse con decisión su propio futuro, alzando con sus manos el edificio de abundancia que habría de cobijar sus últimos días en esta tierra. Sí, cuando volviesen a Madrid, se dedicaría a ello con su tenacidad habitual. Si es que volvían…

Pero volvieron. Cuatro meses más tarde, el 27 de octubre de 1706, después de que el Archiduque y sus tropas se hubieran visto obligados a abandonar la capital por la presión de los borbónicos. El dios Ares había cambiado súbitamente de opinión —como suelen hacer los dioses tan a menudo— y había decidido apoyar por un tiempo la causa francesa. Carlos III volvía a ser soberano sólo en los reinos de Aragón y en Flandes, y Felipe V regresaba a su casa aureolado de victoria.

Claro que la casa estaba un poco marchita, herida por las consecuencias de la guerra, pero ni los Reyes, ni su Camarera Mayor, ni lo más granado de su corte se dieron cuenta al hacer su entrada triunfal entre aclamaciones, llantos, petardos, rezos, pétalos de flores e insoportables sonidos de pitos y tamboriles que los más alborozados no pararon de tocar desde que el cortejo atravesó la puerta de la cerca hasta llegar al Alcázar. Asombrosamente, a los madrileños aún les quedaba entusiasmo y ganas de juerga. Porque los últimos meses habían sido muy duros. Primero habían sufrido el saqueo de finales de junio, cuando las tropas inglesas penetraron en la ciudad precediendo al Archiduque. Los soldados tenían el habitual permiso de su general para redondear sus salarios entrando en las casas de los colaboradores más cercanos del usurpador francés y llevándose el dinero que encontrasen. Algunos respetaron esos límites, no tanto por sentido del honor como por miedo a las represalias de sus oficiales. Pero un buen montón de tipos especialmente arrojados robaron más de la cuenta, violaron a todas las mujeres que pudieron y apuñalaron a quien trató de resistírseles, dejando a su paso un reguero nauseabundo de sangre y semen.

Lo peor fue, sin embargo, que muchos vecinos aprovecharon aquellas dos jornadas sin más ley que la del pillaje para hacer lo que les dio la gana. Y, extrañamente, lo que les dio la gana no fue ayudar a los saqueados o cuidar de los heridos —lo cual hubiera supuesto un notable ejemplo de humanidad—, sino más bien lo contrario: hubo madrileños que se dedicaron a denunciar ante los vencedores a todos aquéllos a los que por una u otra razón tenían tirria. Algunos acusaron de borbónicos a los viejos camaradas de juegos infantiles a quienes las cosas les habían ido bien, o a las familias de las muchachas que se habían negado a casarse con ellos, o a los parientes lejanos y ricos a los que debían dinero. Los señalaban con el dedo ante los soldados, calumniándolos, acompañaban a los ingleses a sus casas, y luego, llenos de satisfacción, los observaban salir apaleados y repentinamente empobrecidos. Muchos aprovecharon las puertas abiertas a patadas para entrar en las viviendas ajenas cuando los saqueadores autorizados ya se habían ido —con los bolsillos bien repletos de riquezas— y robar todo lo que aún se podía robar, desde tapices magníficos hasta miserables cacharros de peltre. Y ciertos vengadores improvisados sacaron partido de la situación para meterle impunemente unas cuantas cuchilladas a alguien a quien le tenían muchas ganas.

Entretanto, en el Salón de los Espejos del Alcázar, el Archiduque —que ya había recuperado el habitual color cerúleo de su piel, más sonrosada en la larga nariz— se hacía proclamar también en Madrid como Carlos III de España. Acababa de asistir a un larguísimo Te Deum oficiado por el Cardenal Portocarrero, que el día anterior se había caído de bruces en la causa austríaca, y ahora desfilaban ante él los Grandes, todos aquéllos que le apoyaban desde siempre, pero también los que se habían quedado en la capital a la espera de los acontecimientos y de pronto estaban convencidos de sentir una fidelidad sin límites hacia el nuevo Inmortal y un desprecio igualmente sin límites hacia el antiguo. Su Majestad sacudía satisfecho la cabeza cada vez que un súbdito se postraba ante él, y luego se dedicaba a observar con orgullo los retratos colgados en las paredes de sus magníficos antepasados, los sucesivos Carlos y Felipes de Austria que habían dominado tierras y mares y enviado tantas almas cristianizadas al Cielo, consiguiendo de paso este Imperio en el que nunca se ponía el sol y que ahora era al fin suyo, y solamente suyo.

La mala suerte quiso que justo el cuadro que estaba frente a él, a la altura de sus ojos, fuera el del desdichado Carlos II, aquella maldición de Dios que más parecía una musaraña que un hombre y a la que no quería ni mirar. Así que el nuevo Rey no hacía más que volverse a un lado y a otro, en busca del consuelo que le ofrecían las firmes barbillas de sus mejores antecesores. Se retorció tanto y tan a menudo que el Marqués de Soto, que todavía no estaba del todo seguro de ante cuál de los dos Monarcas debería hacer la reverencia definitiva, se atrevió a susurrar aquella noche al oído de su hijo mayor que Su Majestad Don Carlos III parecía una culebra.

Mientras arriba le homenajeaban, en la plaza de Palacio, bajo sus mismísimos y regios pies, los soldados súbitamente enriquecidos por el pillaje se pavoneaban del brazo de las prostitutas que se les iban acercando como avispas, felicitándose los unos a los otros por sus nobles hazañas y haciendo sonar las monedas frescas en sus faltriqueras. Un buen puñado de mendigos exhibía sus muñones y sus pústulas y trataban de conseguir algún céntimo arrimándose a los ingleses, que los apartaban a empujones. Enseguida eran sustituidos por algunos curas que musitaban rezos y movían las manos en el aire bendiciendo a los saqueadores y a las putas, y luego demandaban unas monedas para el aceite de la lámpara del Espíritu Santo, que había querido que su fiel y catolicísimo hijo Don Carlos III pudiera al fin sentarse en su silla regia. Y entre todo aquel mercadeo, unos cuantos perros sucios, cubiertos de pulgas, agitaban los rabos, satisfechos del botín de desperdicios tirados por todas partes en medio de la confusión de los pillajes y preguntándose qué demonios les estaba sucediendo a los humanos, que gritaban y corrían y arrojaban objetos por las ventanas y prendían fuego a las casas y hasta se mataban los unos a los otros.

Pero si alguien tuvo la candidez de pensar que los malos momentos se habían terminado ahí, se equivocó: tan sólo un mes y medio más tarde, habían vuelto a ocurrir las mismas cosas, pero ahora al revés. Cuando los aliados tuvieron que abandonar Madrid y el Archiduque se volvió a Barcelona con el rabo regio entre las piernas, las tropas de Felipe habían entrado y saqueado de nuevo, robando en esta ocasión a quienes se habían mostrado partidarios del austríaco —y a algunos más—, y seguidos por una turba de vecinos que se vengaban de quienes previamente les habían saqueado a ellos, y de algunos más. El odio y la venganza, y el miedo y la rabia, y el dolor y la sumisión crepitaban como un gigantesco incendio sobre la ciudad. Y los perros seguían meneando los rabos y volvían a preguntarse qué tendrían los humanos dentro de las cabezas para tratarse así los unos a los otros.

Ahora todo eso parecía haber llegado a su fin. Volvía Su Catolicísima Majestad Don Felipe V, y los dioses le soplaban encima sus alientos bienhechores. No sólo recuperaba su capital. Además, desde Nueva España, un heroico galeón cargado de escudos de oro conseguía llegar hasta el puerto de Brest, sorteando piratas, corsarios y flotas aliadas, y permitiendo comprar armas y municiones y pagar soldadas. Y en la Península, muchas de las ciudades que meses atrás habían caído en manos de los enemigos eran tomadas de nuevo por las tropas borbónicas. Las nubes de venganza y de miedo daban vueltas enloquecidas por los cielos de España, dirigiéndose a toda velocidad de un rincón a otro. En cuanto a los perros, gozaron aquella temporada de verdaderos festines en muchos lugares, aunque no dejaron de interrogarse sobre la condición humana.

Hasta en el Alcázar, mientras los Reyes celebraban un día y otro su reencuentro tras los meses de separación con largas horas de cama, la mismísima diosa Hera decidió hacerles una visita y contribuir a la regia felicidad conyugal permitiendo que María Luisa se quedase embarazada. ¡Al fin! Hacía casi medio siglo, desde que Mariana de Austria y Felipe IV habían engendrado torpemente al futuro Carlos II, que no se anunciaba en Madrid el embarazo de una Reina, salvo las falsas preñeces de Mariana de Neoburgo. El alborozo fue general: en tan sólo una semana, se dijeron miles de misas en todas las iglesias y conventos de la ciudad, dando gracias a Dios por la buena nueva y rogando para que todo llegase a buen término y, especialmente, para que el Señor le concediera un heredero varón —y sano— a su piadosísimo Monarca.

La propia María Luisa, a pesar de que desde las primeras sospechas vivía tan enclaustrada y quieta como una monja penitente, se vio obligada a acudir a la tradicional procesión que hacían las Reinas embarazadas a la Virgen de Atocha. Aquello sí que fue una auténtica penitencia: la instalaron en una silla de manos para que sus súbditos pudiesen verla bien, y clamar y alzar los brazos al Cielo ante semejante maravilla. Pero nada más empezar a bambolearse por las calles embarradas, la Reina comenzó a sentir náuseas. Ni siquiera tenía el apoyo de su Camarera Mayor, que iba en otra silla parecida a la suya aunque con menos dorados, pero se portó como la mujer valiente que era, y aguantó el malestar saludando todo el tiempo con la mano y sonriendo con la leve sonrisa —agradecida pero distante— propia de una soberana. Lo aguantó durante la hora del trayecto que duró la ida, las tres horas de misa y Te Deum, y la nueva hora de vuelta. Pero después de tanto traqueteo, y trompetas, y aclamaciones, y nubes de incienso y plegarias, y bostas de caballo y tambores resonando a su paso, la pobre embarazada tuvo que guardar cama dos días para recuperarse del esfuerzo y del dolor de cabeza.

Mariana la cuidó durante todo su embarazo como a una niña pequeña. Estaba profundamente emocionada ante la inmediata existencia de aquélla garantía para el futuro que iba a suponer el Infante, y además le preocupaba que la salud de la Reina se agravase, de manera que vigiló sus comidas y sus horas de descanso, mantuvo a los médicos lo más alejados posible de ella para evitar que se dedicasen a hacerle tropelías, e incluso consiguió en cierta medida controlar mediante amenazas de aborto el ardor del Rey, a quien el cuerpo cada vez más redondeado de su mujer parecía excitar aún más que de costumbre.

Por lo demás, se ocupó con sumo cuidado de los preparativos para el parto y la crianza del recién nacido. Era importante traer de Francia todo lo necesario: como en tantas otras cosas, los españoles estaban muy anticuados al respecto, y sus hijos se morían mucho más fácilmente que los de los franceses. Tenían la costumbre de cubrir a los críos de la cabeza a los pies de horribles amuletos que debían espantar a los demonios, y además seguían empeñados en envolverlos nada más nacer en vendas apretadas que sólo se les cambiaban una vez cada dos semanas y dentro de las cuales las criaturas permanecían hasta cumplir casi el año, como pequeñas momias vivas. Los médicos de Madrid estaban convencidos de que aquel sistema impedía que cogieran enfermedades y que se les doblasen los huesos, pero Madame de Maintenon —que había sido la Gobernanta de siete de los hijos ilegítimos de su futuro marido, el Rey Luis— sostenía en cambio en sus cartas desde Versalles que las vendas los debilitaban y les impedían crecer de manera adecuada. Era imprescindible por lo tanto que el médico que atendiese el parto fuera francés, igual que el aya que debía ocuparse de los cuidados del Príncipe.

También debían ser franceses los muebles de la habitación donde la Reina iba a dar a luz. El aposento para los partos de las Reinas en el Alcázar era especialmente tétrico: un cuarto interior, sin ventanas, oscuro como una cueva, y lleno de cuadros de Vírgenes Dolorosas y tallas de santas sanguinolentas que tenían la misión de ayudar a la parturienta. Si el alumbramiento se presentaba especialmente difícil, solían trasladar hasta allí las reliquias de Santa María de la Cabeza. Cuando María Luisa se enteró de aquella costumbre, rompió a llorar, y le hizo jurar a Mariana que jamás permitiría que aquel puñado de huesos, presididos por la horrible calavera enfundada en una cofia de seda y oro, fuera depositado junto a su cama mientras ella daba a luz. La Princesa juró, y se ocupó además de instalar una nueva habitación bien iluminada, con un exquisito mobiliario tallado por los mejores ebanistas de París, cuyos interiores albergarían la delicada colección de camisas, camisones, batas y chinelas que la Reina debía usar durante sus semanas de recuperación.

Así que, a lo largo de aquellos meses de espera, entre París y el Alcázar fluían incesantemente objetos y personas, arcas llenas de ropa, doctores con su instrumental impoluto, cunas recubiertas de bronces, ayas expertas que habían criado a duquesitos y condes diminutos, y matronas sabias entre cuyas manos habían venido al mundo sus futuros poseedores. Otra cosa era el asunto de las nodrizas que tendrían que amamantar al Príncipe. La Camarera Mayor estaba convencida de que la leche que habría de tomar el regio niño debía ser española. Sería un hermoso gesto que dejaría bien claro que los Borbones se consideraban ya naturales del país. Aquello agrandaría el amor de sus súbditos por el Rey, y asentaría en el corazón de los españoles a su heredero, criado a los pechos de una compatriota. Pero no era fácil encontrar nodrizas adecuadas en los territorios de la corona de Castilla. Mariana estaba convencida de que el excesivo sol que reinaba en buena parte del país viciaba la leche de las mujeres: aquellas campesinas renegridas y pequeñas que solía ver durante sus viajes, inclinándose al paso de su carroza, jamás serían capaces de alimentar en condiciones a un Infante de España. Tan sólo en las tierras del norte de la Península le parecía haber divisado mujeres altas y bien formadas, de piel clara y ojos brillantes, cuya leche podría ser buena y dulce y transmitir vigor y decencia. Dos comisiones de cirujanos y médicos salieron al fin en busca de las candidatas, recorriendo pueblos, aldeas y caseríos perdidos, sopesando tetas y anotando cuidadosamente la actitud de sus poseedoras, el estado de salud de sus hijos y hasta la limpieza de las casas en las que vivían.

A finales de mayo, catorce campesinas bien seleccionadas llegaron a Madrid, para que la Princesa eligiese entre ellas dos o tres nodrizas. Las reunieron a todas en Canillas, las sometieron a un lavado, las despiojaron, las peinaron con rizos y las embutieron en sobrios trajes de corte. Luego fueron instaladas en tres carrozas —a Lucrecia Díaz, que venía de Jaca y era muy gorda, tuvieron que empujarla entre dos lacayos para conseguir que se subiera al coche— y las condujeron triunfalmente al Alcázar. El rumor de su llegada ya había corrido por toda la ciudad, y, al verlas pasar, las mujeres las señalaban con el dedo y se reían y los hombres les hacían gestos obscenos sobre el tamaño de sus pechos. Ellas iban encantadas allá en lo alto, creyéndose repentinamente marquesas, como si sus mamas las hubieran alzado hasta las alturas siderales de los poderosos, y saludaban con la mano, felices y atónitas ante el espectáculo del gentío, las casas apretadas, los palacios, las enormes iglesias y el tráfico estrepitoso de carruajes y carros.

La Princesa las recibió con toda clase de atenciones. No es que sintiera ninguna simpatía especial por los campesinos, aquellos seres malolientes a los que solía vislumbrar, sin prestarles atención, desde su carroza, pero sí recordaba con mucho cariño a su propia nodriza, que había permanecido a su lado hasta que cumplió los siete años y fue llevada a un convento. Durante tres días las tuvo alojadas en el Alcázar, durmiendo en buenas camas, atendidas por criados uniformados, y alimentadas con platos cuya existencia no hubieran podido ni siquiera imaginar. De entre todas ellas eligió al fin a dos, las más sanas, más hermosas y mejor educadas. Y despidió a las otras, que se volvieron a sus casas con un buen puñado de monedas y una cruz de plata colgando orgullosa sobre los pechos nutricios, símbolo de ahí en adelante de su preeminencia sobre el resto de los vecinos de sus aldeas, a los que ellas —que habían estado en palacio, y habían visto al Rey y a la Reina, y habían comido faisán y sorbetes— mirarían desde entonces por encima del hombro, contagiadas de un ápice de la inmortalidad de los verdaderamente inmortales.

Todo el esfuerzo hecho por la Princesa, y los miles de misas y rezos, y la inmensa cantidad de escudos de oro gastados en los preparativos —con los que se hubiera podido alimentar a los habitantes de varias ciudades— dieron al fin resultado: cuando el 25 de agosto de 1707 la Reina se puso de parto, se instaló en su precioso aposento nuevo y se vio rodeada por los Grandes y sus esposas —que debían acudir al alumbramiento para dar fe de la verdad—, lo que nació fue un niño. Un Infante. Un Heredero. Sangre de la sangre del poder. Nació sano y llorón. Y nació justamente, milagrosamente, el día de San Luis, el día del santo de su mil veces ilustre bisabuelo, cuyo nombre por supuesto le fue adjudicado. Nadie dudó a la hora de interpretar la señal escondida en esa fecha: Dios había querido mandar un mensaje al enemigo para dejarle claro de qué parte estaba. El Te Deum celebrado por la venida al mundo del Príncipe de Asturias fue aún más solemne y sentido que de costumbre, y el propio Rey echó incluso un par de lágrimas a escondidas, profundamente emocionado por la obvia predilección que el Señor había demostrado hacia él.

Una semana después, cuando la noticia llegó a Barcelona, el mismísimo Archiduque no pudo evitar pensar al enterarse que Dios había señalado con su dedo a los Borbones, y luego sufrió un ataque de hígado. Durante tres días, desde su lecho del dolor, entre vómito y vómito, le recriminó muchas veces al Todopoderoso que le tratase así, a él, que tanto le veneraba. ¿Cómo era posible que quisiera arrebatarle de esa manera el poder obtenido con el sacrificio de tanta sangre vertida…? Por no hablar de sus horribles semanas de navegación… ¿Iba a dejarle ahora tirado como una basura, al margen del merecido trono de sus antepasados…? Al fin, cuando se despertó la cuarta mañana algo más tranquilo, sin aquellos espasmos terribles que había estado sufriendo y sin fiebre, vio de pronto la luz: el Señor no le había abandonado, sólo estaba probándole. De inmediato llamó a su Mayordomo Mayor, y en cuanto éste entró en su habitación, le espetó:

—¡Búscame una esposa! ¡Ya! ¡La que tenga las caderas más anchas!

El Mayordomo Mayor hizo su reverencia y se encaminó a toda prisa a su gabinete, dispuesto a estudiar a fondo la lista de novias reales —y católicas— en venta.