VI

La guerra no resultó ser muy larga. Y fue la Princesa de los Ursinos quien venció y pudo coronarse con los laureles de triunfadora. Sin duda se lo debió por encima de todo a sí misma, a su inteligencia, a su conocimiento de los complicados asuntos del gobierno de España, a su buen hacer y su capacidad para ser amable sin llegar a la adulación, para mostrarse precisa y clara sin hacer ninguna exhibición de rencor ni de afán de venganza. En todas las escaramuzas supo mantenerse serena, aunque visiblemente emocionada, y aquello le hizo ganar muchos apoyos. Igual que su astucia para inventar mentiras sobre sus enemigos. Mentiras creíbles, eso sí, alejadas de la insultante estupidez que ellos habían demostrado al dar por supuesto que personas tan inteligentes como el mismísimo Rey de Francia serían capaces de admitir su sarta de ridículas fábulas. Pero, además, contó con el apoyo fundamental de María Luisa, que mostró tener una fuerza de voluntad más propia de un general curtido que de una Reina de dieciséis años.

Desde el primer día, su comportamiento respecto a la expulsión de su Camarera Mayor había sido radical. A la mañana siguiente de la partida, recibió de luto riguroso a Pierre de Châteauneuf, que había escoltado a Mariana hasta Alcalá: las contraventanas del aposento habían sido cerradas a cal y canto, y tan sólo una docena de cirios mortuorios iluminaban la habitación en la que se apiñaban un puñado de tristes dueñas y enanas vestidas de negro de la cabeza a los pies. Ella, por supuesto, también estaba de negro, sin alhajas, sentada en un sillón oscuro como la noche, con el rostro muy pálido y los ojos hinchados de tanto llorar, igual que una hija huérfana y desolada. Era su primera demostración pública de protesta.

Durante los siguientes catorce meses, hasta que se confirmó que la Princesa volvería a Madrid, María Luisa no dejó de incordiar con el asunto. Tres veces al día, asistía ostentosamente a misa en la capilla del Alcázar para rezar por el regreso de su querida zia. Su capellán tenía órdenes de mencionar el asunto en cada oficio, de tal manera que el nombre de Mariana de la Trémoille flotaba incesantemente en medio del humo de las velas y de los incensarios, y se elevaba al Cielo a diario, coronado de regias añoranzas y de bendiciones sagradas. La Reina también molestaba sin cesar a los enviados de Luis y a todos los que sabía que tenían cierta influencia en Versalles. Y al mismísimo Luis lo asaeteaba con cartas semanales en las que le rogaba una y otra vez que le enviara de nuevo a su Camarera Mayor, sin la cual se sentía terriblemente sola. Por no hablar de los llantos y riñas con el Rey, que, entretanto, no acababa de tener muy claro qué actitud debía adoptar.

Mientras estaba lejos de su esposa, en el frente de batalla —al que acudió en varias ocasiones durante aquellos meses—, Felipe se dejaba convencer por los enemigos de la Princesa: ella era la culpable de que el reino no estuviera unido a su alrededor y fuese dividiéndose cada vez más. En esos momentos la recordaba como una vieja señora malvada, una especie de bruja tortuosa que se había dedicado a conseguir todo lo que deseaba abusando de su bondad y su inocencia. Cuando regresaba al Alcázar, en cambio, los sollozos de su mujer y sus palabras terminaban por conmoverle. Entonces se borraba de su mente el retrato negro de Mariana y volvía a pensar que sin sus consejos estaban perdidos, y que el inmenso artificio que sostenía su trono terminaría desmoronándose a los pies de los Habsburgo, que con sus ruinas levantarían nuevos palacios aún más esplendentes.

Lo cierto es que siempre acababa pensando lo mismo que pensaba María Luisa: la Reina había aprendido muy bien cuál era la mejor manera de persuadirle. Si alguna vez él se mostraba testarudo y se mantenía firme en sus decisiones en contra del criterio de su mujer, a ella le bastaba con negarse a complacerlo en la cama para que rápidamente cambiase de opinión. Las noches entre los brazos de su esposa —y las mañanas, y a veces también un rato por las tardes— se habían convertido en lo más importante de su existencia, junto con su presencia en la guerra. Ya no podía vivir sin aquella intensidad del deseo, sin el espléndido temblor de la carne y el placer inigualable que María Luisa sabía extraer de los rincones más ocultos de su cuerpo.

Su ansia de estar con ella era tan grande que, en contra de la etiqueta y de los buenos hábitos, dormían juntos todas las noches, gozando antes de cerrar los ojos y volviendo a gozar nada más abrirlos. Aquel cuarto y la gran cama en la que pasaban todas esas horas eran para Felipe un auténtico santuario, un espacio sagrado, el único lugar —además del campo de batalla— en el que se sentía verdaderamente vivo, mientras notaba cómo la sangre le corría por las venas, arriba y abajo, veloz y cálida, llenándolo de energía. En cuanto el último gentilhombre salía de la habitación y cerraba la puerta, dejándolo solo con María Luisa, le parecía que entre ellos dos y el mundo —con todos sus problemas y sus atroces obligaciones— se alzaba una muralla que nadie podría atravesar y en la que ambos adquirían de pronto su verdadera esencia humana, que no tenía que ver con los tronos y las reverencias y los banquetes interminables, sino con el ámbito leve e inmenso de la ternura y los juegos y con la sensación de inmortalidad que le procuraba el éxtasis amoroso.

Y la única dueña de esos espasmos infinitos de felicidad era ella, su esposa, la hermosísima, complaciente y carnalmente docta María Luisa. Ella era la diosa de aquel templo, y a la vez la sacerdotisa que dirigía el culto. Y si la sacerdotisa se negaba a ejercer su función, él se quedaba a solas con su deseo y su recio estoque dispuesto al ataque, aislado en mitad de la nada, como un niño afligido al que le hubieran arrancado el juguete favorito y ya no supiera qué hacer de su ímpetu, sobre qué depositar sus manos ni a qué dedicar el tiempo interminable de la vida. María Luisa aprendió a manejar muy bien ese resorte. Y así fue como logró convencerle una y otra vez —cuando ya no le valían los sollozos— para que escribiera igual que ella al abuelo exigiendo el regreso de la Princesa de los Ursinos.

Pero al ver que pasaban los meses y Luis XIV daba largas al asunto y no se decidía a resolverlo, una mañana, mientras Felipe estaba dentro de ella a punto de alcanzar su particular paraíso, la Reina interrumpió de pronto sus movimientos y le susurró cariñosamente al oído que lo que debían hacer era dejar de gobernar. Puesto que ellos habían secuestrado a su mejor consejera, que gobernasen ellos. El Rey intentó resistirse un breve momento, trató de hacerle entender que aquello iba en contra de su sentido del deber y que no estaba bien, pero al cabo de unos minutos de soledad, después de que ella le expulsara de su vientre y se hubiera alejado de él, manteniéndose quieta y muda al otro lado de la cama, acabó aceptando la argucia. Y no sólo para poder continuar con su delicioso coito matinal, sino también porque en aquellos minutos pensó que, en realidad, un descanso no le iría nada mal: sí, sería muy agradable disponer de unas cuantas semanas sin tener que aguantar a los Ministros, ni hacer esfuerzos para no dormirse mientras le hablaban de problemas de los que no entendía nada y le explicaban posibles soluciones que le parecían declamadas en algún idioma misterioso, unas cuantas semanas sin recibir a los pesados de los Embajadores, que constantemente exigían cosas absurdas, ni tener que firmar decenas y decenas de papeles cuyo contenido no le interesaba en absoluto. Tan sólo cazar, dormir y retozar con María Luisa.

Era un gran proyecto. Y Felipe se lo tomó muy en serio. Tan en serio, que ni siquiera le afectó demasiado que las tropas de su abuelo tuvieran que abandonar los territorios alemanes y replegarse a Francia tras la grave derrota sufrida frente a los imperiales y los ingleses en Höchstädt. Casi treinta mil soldados franceses quedaron allí para siempre, muertos para que el trono de su Rey fuera aún más alto y su corona más pesada, convertidos en esqueletos y polvo en los campos de trigo arrasados, a orillas del Danubio enrojecido, bajo los perfumados pinos del Jura o los rosales de delicadísimas flores de los jardines de Blenheim. Felipe asistió a un réquiem en memoria del General De Marsin, que había fallecido al frente de sus tropas y ahora descansaba bien momificado en la capilla de su mejor castillo, lejos de los cadáveres sin blasones, que ya habían sido devorados por las alimañas. Durante el oficio se mostró piadoso pero frío y ausente, como si aquella batalla perdida no tuviera nada que ver con él, y luego volvió tranquilamente al Alcázar para enrolarse en una larga y ruidosa partida de lansquenet.

Tampoco pareció preocupado cuando, el 4 de agosto de 1704, las tropas angloholandesas del Almirante sir George Rooke y del Príncipe de Hesse-Darmstadt tomaron Gibraltar, abriéndole a la flota aliada el camino hacia el Mediterráneo. Era de esperar: aquella plaza fuerte se encontraba en muy mala situación, a pesar de su importancia estratégica. Tan sólo disponía para defenderla de un pequeño grupo de hombres, mal armados y con escasas municiones. Jean Orry, el anterior administrador de las finanzas, había planeado reforzarla. Orry era la única persona capaz de poner orden en las patéticas arcas de los ejércitos de los reinos de España, pero era gran amigo de la Camarera Mayor, y había sido arrastrado tras ella en su caída, igual que el resto de sus fieles. Así que, cuando llegó la noticia de la pérdida de Gibraltar, Felipe se encogió de hombros: ¿acaso no habían decidido ellos que Orry se fuera de Madrid siguiendo los pasos de la Princesa? Pues bien, como decía María Luisa, ahora que resolviesen ellos el entuerto.

En Versalles, entretanto, Luis se desesperaba. ¿Qué iba a hacer con aquella pareja de tarados…? Al ver que las cosas en España iban de mal en peor, había empezado a pensar que quizá tuvieran razón, y que acaso la presencia de la Princesa de los Ursinos fuese fundamental para el buen gobierno de los reinos de su nieto. Es más, estaba casi del todo seguro de que era así. Pero no podía volverse atrás en su decisión: había declarado que esa mujer había cometido delito de lesa majestad y ahora era prisionero de sus propias palabras, como si se hubieran convertido en barrotes que ni siquiera él mismo podía romper. Perdonar un crimen como aquél sería establecer un precedente peligroso, y pondría en cuestión su propia autoridad. Y, sin embargo, sabía que se había equivocado. En las noches de insomnio, recordaba muy bien que aquel día estaba de muy mal humor, y se daba cuenta de que había actuado llevado más por la rabia que por la importancia de los hechos. Pero ya era demasiado tarde para resolver su error. Además, ahora que le había llegado la vejez, Luis había comprendido al fin que Dios —al que siempre había tratado como a un amigo— era más poderoso que él mismo, y solía resignarse a ese hecho, tranquilizando de paso su conciencia. Así que, a fin de cuentas, si el trono de su nieto terminaba por hundirse, arrollado por la guerra y por la ausencia de la Camarera Mayor junto a él, sería porque Dios lo había querido así. Con esa apaciguadora idea bien instalada en su cabeza, el Rey de Francia se daba la vuelta en la cama y conseguía al fin dormirse.

Sin embargo, las cosas cambiaron a finales del invierno de 1705, cuando Luis vivió un momento de esplendor. Durante un instante de aquel mes de marzo, la joven Marquesa de Grandchêne, recién llegada a la corte con su marido, cayó ardorosamente en sus brazos. Fue una relación breve y costosa. Costosa en un doble sentido: por los esfuerzos que el Rey tuvo que hacer para estar a la altura de su antigua fama de varón potentísimo, y por el caro aderezo de brillantes que la dama, fresca y sonrosada como un capullo, supo obtener a cambio de su corta quincena de amor y de la dolorosa ruptura, decidida por supuesto por el propio Luis cuando ya no pudo más de cansancio. En cualquier caso, al Monarca le compensó el precio, pues los encuentros torpes con la Marquesa —que ella supo rodear de gemidos y suspiros y susurros— le hicieron creer durante un tiempo que aún era el seductor Sol del pasado.

En realidad, todo él parecía haber rejuvenecido. Incluso tuvo la sensación de que la vieja fuerza de tiempos remotos volvía a agitarse en su interior, y con ella el deseo de abrir bien los brazos y agarrar el pedazo de mundo más grande que pudiese, aunque para ello tuviera que enfrentarse a la mismísima voluntad divina. Y para agarrar bien el pedazo del mundo que tenía al sur, necesitaba a la Princesa de los Ursinos. Y así fue como una tarde, cuando su esposa le comentó que había vuelto a recibir carta de Sus Majestades desde Madrid suplicando a favor de Mariana, ordenó llamarla a Versalles. Que fuera, que hablase, que se defendiera. Ya decidiría él lo que le pareciese más adecuado.

Y Mariana fue, habló, se defendió y convenció. Convenció tanto, desmontó con tanta serenidad las calumnias de sus enemigos contra ella, armó con tanta astucia las suyas contra ellos, explicó tan bien sus aciertos en el gobierno y los errores de los otros, pidió perdón con tan profundísima y emocionadísima humildad, que Luis se lo concedió. Y no sólo la mandó de nuevo a Madrid, sino que aumentó su asignación anual y le pidió que redactase un memorial describiéndole cuáles eran, desde su punto de vista, los principales problemas de los reinos de España y las soluciones que ella proponía. La Princesa de los Ursinos volvía a ser Camarera Mayor de Su Majestad Doña María Luisa, y además, a ojos de todo el mundo, se había convertido en consejera del Rey de Francia.

Antes de regresar al Alcázar, Mariana fue invitada a pasar unos días en el palacio de Marly, allí donde sólo iban los íntimos del Gran Hombre, aquel puñadito de elegidos a los que él se dignaba regalar unos días de descanso en su cercanía, lejos de las estrecheces y la estricta etiqueta de Versalles. Tan sólo doce personas eran llamadas cada vez, doce invitados excelsos que —con sus familias y criados— se alojaban en uno de los doce pabellones levantados a ambos lados del suyo, como los símbolos del zodíaco alrededor del Sol. Para colmo de magnanimidad, la Princesa ocupó el más cercano al del propio Luis. Desde su ventana podía entrever cada mañana la cabeza calva del Rey mientras le afeitaban y le colocaban la peluca. Y ante aquella visión emocionante, ella, que no era de mucho rezar, terminaba por arrodillarse, hondamente conmovida, y dar gracias a la pequeña parte de Dios en la que creía por haberle permitido estar tan cerca de lo más parecido a la divinidad que existía en la tierra.

El mundo giraba a mayor velocidad que de costumbre. Por las tardes, Mariana solía dar un paseo a solas por los jardines, escoltada únicamente por dos lacayos. Durante el resto de su vida, recordaría aquellos momentos de tranquilidad en el parque del Rey, absoluta propiedad suya, ordenado y controlado por él, simétrico y perfecto, alejado del caos y del capricho de la naturaleza gracias a su raciocinio y su firme voluntad, con sus árboles perfectamente recortados, todos semejantes, como un ejército que rindiera pleitesía a su señor, y las flores repuestas cada noche para alegrar la regia mirada, y las cascadas de agua que caían con impecable mesura y armonía para que deleitasen sus oídos sin molestarle, y las estatuas de los grandes Reyes de otros tiempos a los que él era comparable, y sus carpas favoritas, que nadaban silenciosas en el Gran Espejo, después de haber sido trabajosamente llevadas en toneles desde Versalles, adonde regresarían unos días más tarde acompañando a su amo.

A Mariana le parecía que ella compartía una parte importante de esa capacidad de control sobre la vida. Tenía la sensación de que los pájaros trinaban para ella, que los árboles se inclinaban a su paso, que los botones de peonías se abrían para regalarle su hermosura, y que si se hubiese animado a entrar en el canal, las aguas se habrían dividido en dos ante su grandeza, como lo habían hecho siglos atrás para Moisés. Sí, el mundo giraba veloz, pero se acompasaba a su propio paso, rítmico, desbordante hasta los confines de cosas hermosas que podía agarrar con sólo extender la mano, porque todo lo que desease estaba puesto allí para ella, y se le entregaría sumiso en aquella ofrenda universal que la Naturaleza entera le dedicaba.

Y así fue como regresó a Madrid, pletórica, rejuvenecida en cuerpo y alma por la satisfacción y el orgullo. Y cuando al llegar a Canillas, justo a la entrada de la capital, comenzaron a sonar todas las campanas de las iglesias llamando al ángelus, y la gente que se había reunido para aclamarla se arrodilló y empezó a rezar, Mariana se quedó convencida de que rezaban por ella, para dar gracias a Dios por haberla devuelto al reino y pedirle que viviera largos años y pudiera servir al trono en todo lo imprescindible.

Claro que lo imprescindible era mucho, y hay que reconocer que a los pocos días ya estaba agotada y a ratos añoraba secretamente los meses de reposo, teatro y fiestas en París, cuando todo florecía a su alrededor y su única preocupación, una vez resuelto el perdón a su delito, era la de arreglarse lo mejor posible, sonreír en la medida exacta e inclinar la cabeza sin soberbia pero al mismo tiempo sin humildad. Lo primero que la inquietó, nada más llegar, fue el aspecto de la Reina. En aquel año y medio, María Luisa se había transformado. Cuando Mariana la dejó era todavía una niña, pero ahora de pronto parecía una mujer mayor. Estaba muy delgada y pálida, envejecida, y en el cuello le habían salido unos bultos rojizos que ella intentaba cubrir con cuellos altos y complicadas gargantillas.

Al día siguiente de su llegada, la Camarera Mayor convocó a los médicos en su gabinete. Quería saber exactamente qué le ocurría a Su Majestad, porque era obvio que estaba enferma. Aquellos hombres sabios le aseguraron que no tenía nada grave, aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para entenderles, porque la mitad de sus palabras las pronunciaban en latín, construyendo además complejísimas frases sobre las que había que pararse a pensar largo rato sin poder llegar a ninguna conclusión firme. Le pareció comprender que lo que querían decirle era que había pasado demasiado tiempo entristecida por la ausencia de su amada zia, y que eso había hecho que el humor frío de la bilis negra invadiera su cuerpo, desequilibrándole la salud. Pero la estaban sometiendo a sangrías y purgas frecuentes, a apósitos de calor sobre el bazo y a una dieta a base de sopas de ortigas y sangre de buey cocida con leche de cabra y canela que estaba produciendo en ella una gran mejoría. A Mariana, que tendía a desconfiar de los médicos, no le quedó más remedio que aceptar aquellas explicaciones poco convincentes.

Sin embargo, la preocupación por la salud de la Reina quedó pronto apagada ante la grave situación de la guerra. Todo parecía ir de mal en peor. En los Países Bajos, las tropas francesas perdían terreno de día en día a favor de los aliados. Y en la propia Península, las cosas estaban muy delicadas. Hacia el oeste, los ejércitos enemigos agrupados en Portugal amenazaban con cruzar la frontera e invadir Extremadura. Pero lo más alarmante ocurría sin duda en el Levante. La toma de Gibraltar había permitido a la flota angloholandesa circular libremente por el Mediterráneo. Ciento ochenta barcos —las velas desplegadas, los galeotes remando incesantemente, los mil cañones impolutos y engrasados cada día— navegaban cerca de la costa, rebosantes de hombres ansiosos de entrar en batalla, acabar felizmente con unas cuantas vidas y saquear a gusto alguna ciudad, violando de paso a un buen puñado de mujeres.

Por las noches, mientras dormían amontonados en cubierta, protegidos bajo alguna lona o una manta sucia, aquellos soldados soñaban con regresar a sus casas, a Scarborough o a Haarlem o a Klagenfurt, allá lejos, donde el aire olía bien, y se comía pan rico y fresco, y el vino con los amigos en la taberna sabía a gloria. Volverían como héroes, cubiertos de cicatrices veneradas, enriquecidos por los pillajes, y llevarían a sus madres los vestidos robados a sus víctimas, y depositarían las joyas expoliadas en los cuerpos impolutos de las novias con las que contraerían matrimonio ante Dios, y cuyos vientres preñarían con los mismos miembros con los que habían desgarrado a las doncellas y profanado a las viudas, dejándoles en las entrañas hijos abominados. Y el tiempo pasaría y se harían viejos, y acudirían a la iglesia rodeados de nietos, y morirían en paz consigo mismos y con el Señor.

Quizá de entre todos aquellos hombres el que más soñaba —aunque sus sueños fuesen más opulentos y ostentosos, cargados de piedras preciosas y de sumisión— era el mismísimo Archiduque Carlos de Austria, pretendiente al trono de España, que había embarcado en Lisboa y ahora navegaba hacia un futuro de esplendor. Aunque, en aquel momento, no causaba exactamente esa sensación: hombre de tierra adentro, nacido en el sólido e inmóvil Hofburg vienés, el Archiduque se había mareado nada más poner el pie en el barco, antes incluso de adentrarse en la mar. Llevaba semanas enfermísimo, vomitando sin parar, e incluso en alguna ocasión había llegado a pensar en tirarse por la borda con tal de librarse de aquélla jauría de fieras que transportaba en el estómago. Pero su fe le había mantenido vivo —era un hombre muy piadoso—, y también el deseo de ocupar un trono, él, que como segundo hijo varón del Emperador Leopoldo no había tenido muchas posibilidades hasta aquel momento de recibir el ansiado título de Majestad y llevar sobre su hombros el manto de armiño que tanto deseaba desde pequeño.

El Archiduque Carlos era, a pesar de su mareo, un hombre valiente. Así que, de vez en cuando —cada dos o tres días—, cargándose de toda la vieja dignidad habsburguiana que llevaba en las venas, se atrevía a subir a cubierta y hacer un breve discurso en el que hablaba de honor, de valores supremos y de designios divinos. La verdad es que casi no se le oía, porque con el malestar tenía apenas un hilillo de voz. Pero los hombres a bordo fingían escucharle y disimulaban la risa ante su tez verdosa, la ancha corbata manchada de vómitos y la larga peluca morena a menudo torcida en la pelea de su cuerpo contra los movimientos del barco. Luego gritaban cada uno en su idioma «¡Viva el Rey!», o algo parecido, y continuaban con la faena.

Entretanto, mientras el Archiduque iba dando lastimeros tumbos por el Mediterráneo, sus agentes en tierra —bien distribuidos en las ciudades más importantes de la corona de Aragón— se dedicaban a allanarle el camino hacia el futuro. Mezclándose con la gente en tabernas, mercados, salones privados y reuniones de todo tipo —hasta desde los púlpitos de las iglesias—, habían ido haciendo que creciera la convicción de que los Borbones intentaban crear un Estado a la manera francesa, en el que todo el peso lo tendría Castilla, y Madrid en concreto. Los demás reinos serían anulados, convertidos en simples provincias sometidas a la capital. Los Austrias, en cambio, respetarían como siempre habían hecho los antiguos fueros y privilegios, convocarían las Cortes, escucharían a sus enviados y mantendrían los sabrosos aranceles fronterizos.

Cada vez más habitantes de Aragón y de Cataluña, de Valencia y de Mallorca apoyaban al Archiduque y deseaban que el francés avasallador abandonara el trono. Los rumores astutamente extendidos se habían convertido en certezas, y las certezas dieron lugar al deseo. Y, finalmente, el deseo se transformó en ansia: las rebeliones contra Felipe V se extendían como campos de trigo salpicados de rojas amapolas sangrientas, y a medida que la flota aliada desembarcaba en algunos puertos, con su verde Archiduque al frente, éste era aclamado como Rey. La conquista de Barcelona fue poco menos que un paseo triunfal. Hubo una cierta resistencia, es cierto, pero no había pasado ni un mes y medio desde el inicio del sitio cuando, el 8 de octubre de 1705, los escasos defensores de los Borbones abandonaban la ciudad, entregándola en manos de quienes apoyaban al Archiduque y en las del mismísimo Archiduque, rápidamente proclamado y jurado como nuevo soberano de España, Su Católica Majestad Don Carlos III.

Cuando Felipe V se enteró de que allá, a cuatrocientas millas de distancia de su palacio y su trono dorado, había otro Rey, sentado a su vez en su propio trono, firmemente erigido en medio de su propio palacio, sufrió uno de sus habituales ataques de abulia. La noticia le llegó hacia las cinco de la mañana, cuando el Mayordomo Mayor irrumpió en su habitación acompañado por un mensajero que había reventado siete caballos para llegar lo antes posible a Madrid. A las ocho de la tarde seguía en la cama, sin haber tomado nada en todo el día. No se había levantado ni siquiera para acudir a misa, lo cual era síntoma de que su crisis estaba siendo especialmente grave. María Luisa entraba y salía una y otra vez de la habitación, pero por más que le suplicase, por más que intentara hacerle toda clase de arrumacos, él seguía imperturbable, totalmente a oscuras, quieto y mudo bajo las mantas, tapándose incluso la cara que, de haber podido ser vista, hubiera parecido transparente de pura palidez.

A la hora de la cena, la Reina, que se había mantenido muy firme durante el día, sollozaba inconsolable, a ratos porque estaba segura de que perderían el trono, y a ratos porque pensaba que su marido ya no la quería. A decir verdad, no sabía cuál de las dos razones le resultaba más dolorosa. Mariana supo como de costumbre tranquilizarla, pero respecto al Rey decidió en cambio esperar al día siguiente para hablarle, convencida de que era mejor darle tiempo a recuperarse de aquel golpe que le había paralizado.

Por la mañana, aguardó pacientemente a que sonaran las once —la hora a la que Felipe solía levantarse— y entonces, tras ordenar a los gentileshombres y a los criados que no entrase nadie en la habitación, le llevó ella misma el desayuno. Tuvo que despertarle, sacarle de la cama —sin ningún miramiento a la etiqueta—, y obligarle a sentarse a la mesa. El Rey parecía una estatua, un pedazo de mármol colocado muy tieso en un jardín, con los ojos abiertos y vacíos, ajeno a la vida. A ella le entraron ganas de sacudirle y hasta de pegarle un par de bofetones, a ver si reaccionaba de una vez. Pero, como de costumbre, contuvo su arrebato y se esforzó en cambio en obligarle a comer, metiéndole un trozo de bizcocho bien empapado en la boca. Felipe masticó por pura inercia, aunque la Princesa no dejó de pensar que era un buen síntoma y siguió dándole pedacitos del dulce y sorbos de cacao. Cuando al fin notó que la cara recuperaba un poco de color, como si la sangre hubiese vuelto a circular, y los ojos empezaban a parecerse a los de un ser vivo, se decidió a hablarle:

—Anoche le escribí a Su Majestad Luis. —Felipe permaneció mudo—. Le he pedido que nos mande ayuda urgente. Necesitamos tropas, armas y municiones para sitiar Barcelona. Es imprescindible que echemos de allí al Archiduque.

Felipe musitó algo incomprensible.

—Disculpadme, señor, no os he entendido. ¿Os molestaría repetir lo que habéis dicho…?

—Es inútil.

—Majestad, permitidme que os diga que no deberíais afirmar algo así. En una guerra, nada es inútil hasta la derrota final. Y ese momento no va a llegar, os lo aseguro: son vuestros enemigos quienes tendrán que resignarse pronto a la inutilidad de cualquier acción. Su Majestad Luis enviará enseguida refuerzos. Recuperaremos Barcelona y echaremos a ese intruso austríaco. ¡Podéis estar seguro!

El Monarca se limpió la barbilla con la manga de su camisa de noche y miró el día triste de octubre a través de la ventana. Una ráfaga de viento lanzó un puñado de tierra y hojas secas contra los vidrios, y se coló luego descarada en la habitación por las rendijas, haciendo temblar a Felipe:

—Es inútil. Dios no quiere que me quede en España. Él no desea que sea Rey.

—Pero, señor, permitidme que os lo recuerde: nadie conoce los designios divinos hasta que se han cumplido. No podéis saber aún lo que Dios desea de Vuestra Majestad. ¿Cómo estáis tan seguro de eso?

—Porque he soñado con Dios. Estaba encima de una nube dorada, con su larga barba blanca, y el triángulo resplandecía sobre su cabeza como un sol. A su alrededor había muchos ángeles de alas transparentes, y cantaban como si fueran castrati, unas cosas muy dulces, aunque debía de ser en el idioma del Cielo, porque no logré entender nada. Yo estaba allí, arrodillado ante el Altísimo, y le pregunté qué debía hacer. Y entonces me contestó con una voz muy profunda: «No hagas nada, Felipe —eso fue lo que me dijo—. Se acabó. El trono en el que estás sentado no te corresponde. Es para el Archiduque Carlos, que ha sido mucho más piadoso que tú. Mientras tú rezabas una oración, él rezaba cien. Así que he decidido que el reino sea suyo. Coge tu dinero, tus joyas y a María Luisa, y vuélvete a Versalles. En Madrid ya no pintas nada». Eso fue lo que me dijo, con esas mismísimas palabras, lo recuerdo muy bien. Tenemos que irnos. Organízalo todo. Yo ya no soy Rey.

Mariana tragó saliva, y se esforzó en ganar tiempo mientras pensaba rápidamente cómo contestarle. Se acercó a la cama, tiró de una de las mantas y envolvió en ella al Rey, que seguía tiritando:

—Entiendo que estéis asustado, Majestad. Son palabras muy serias. Pero ¿estáis seguro de que era Dios de verdad…?

—¡Claro que era Dios! ¿Quién iba a ser si no…?

—No sé, quizá fuese… ¿Su triángulo lanzaba rayos azules…?

—No… Eran rojos y dorados, como los del sol…

—¿Y los ángeles eran hombres o mujeres?

—Eran niños…

—¿Veis, señor? ¡Ahí lo tenéis! ¡Ése no era Dios de verdad! San Agustín, que lo vio a ciencia cierta, afirma que su corona despedía rayos azules como el mismísimo Cielo, y que los ángeles eran mitad hombres y mitad mujeres, y que además cantaban en latín. Y Santa Teresa de Ávila también vio lo mismo. —Mariana sabía que el Rey nunca se pondría a leer ningún libro para confirmar si lo que estaba diciendo era verdad—. ¡Y los santos no mienten! Ése no era Dios, podéis estar seguro.

Felipe se estremeció de nuevo, aunque ahora no de frío, sino de miedo:

—¿Quién era entonces…? —preguntó con un hilo de voz, temiéndose ya la respuesta:

—Era el Diablo, Majestad. Ése era el Diablo, que quiere engañaros y perderos y que entreguéis el trono al Archiduque para escarnio de vuestro poderosísimo y cristianísimo abuelo… —Mariana bajó la voz, como si sospechara que alguien pudiera oírla al otro lado de las paredes—. No pretendía decíroslo, porque es una acusación muy grave, pero he sabido de muy buena fuente que el Archiduque celebra misas negras…

El Rey se hizo rápidamente la señal de la cruz:

—¡Señor mío Jesucristo…!

—¿Habéis oído hablar de Étienne Guibourg, aquel cura al que vuestro abuelo hizo ahorcar porque sacrificaba niños en el altar para que ciertas mujeres obtuviesen lo que deseaban…? —Felipe asintió—. Pues es lo mismo que hace el Archiduque con sus compinches.

El Monarca miraba asustado a su alrededor, como si temiese ver surgir al demonio de detrás de alguna cortina. Sus ojos se habían abierto tanto que ahora parecían los de una lechuza. Estaba a punto de romperse en sollozos:

—¡He estado con Satanás…!

Mariana le tocó suavemente la mano. No quería asustarle en exceso:

—No, Majestad, no… No habéis estado con él. Tan sólo se os ha aparecido en sueños, y no es lo mismo. Sin embargo, si Vuestra Majestad lo desea, le pediré a vuestro Confesor que rocíe la habitación con agua bendita y rece algunas oraciones para alejar del todo al Maligno.

—Sí, sí, que venga ya, vete a llamarle…

—Inmediatamente, señor. Esta misma mañana lo hará, sin falta, no os preocupéis. No quedará ni rastro de esa serpiente. Pero, mientras el Padre Robinet se ocupa de todo, deberíais aparecer ante la corte y anunciar lo que vais a hacer. Todos están esperándoos.

—¿Y qué voy a hacer…?

—¿No le parece a Vuestra Majestad que lo mejor sería que fueseis al frente de vuestras tropas a Barcelona y tratarais de reconquistar la ciudad…?

Felipe se puso en pie. La mención de la guerra le había animado. De pronto, ardía en deseos de volver a enarbolar la espada, y dormir en la tienda, y emborracharse con sus Generales. Ansiaba febrilmente recuperar Barcelona y echar al Archiduque para siempre de sus reinos. Tenía que hacerlo. El trono era suyo, España entera le pertenecía, todos sus súbditos le debían pleitesía a él, su señor, designado por el Todopoderoso para representarle en aquellos inmensos pedazos de la tierra a uno y otro lado del océano. ¡Nadie iba a echarle de su propia casa! Lucharía y vencería. Y ahora que sabía que todo aquello era asunto del Demonio, por Dios que iba a hacerlo. Sin temblar ni un minuto. Sí, expulsaría a aquellas hordas satánicas de sus estados y la bendición divina recaería sobre él. Tenía que anunciarlo ya, de inmediato, y salir lo antes posible hacia Barcelona:

—Di que vengan a vestirme… ¡Rápido!

Dichosa como una joven enamorada que acabase de seducir a su amado, Mariana hizo la reverencia y se dispuso a salir del cuarto. Pero Felipe volvió a llamarla:

—¡No! ¡Espera…! Que me lleven a la habitación de la Reina. Que me vistan allí. No quiero estar aquí hasta que el Padre Robinet lo santifique todo bien…

Mariana se preguntó si no habría exagerado un poco con lo de la visita del Demonio. Pero no podía permitir que el Rey se quedase quieto mientras el Archiduque siguiera avanzando por las tierras de España y ganando gentes para su causa. Luis le había dejado bien claro antes de partir de Versalles que, por mucho que fuera una mujer, la guerra también era cosa suya. Estaba decidida a no defraudarlo. Y, sobre todo, estaba decidida a demostrar al mundo que no era una de esas damiselas amedrentadas que, ante la simple idea de los muertos y los heridos y el sufrimiento de las viudas y los huérfanos y las madres privadas de sus hijos, claman al Cielo por la paz. No iba a vestirse de guerrero, como siglos atrás Juana de Arco, pero dirigiría la guerra desde lejos. Mataría a través de las armas de los hombres del Rey. Estaba dispuesta a cargar sobre sus espaldas con esas muertes, si era preciso. Pero nadie volvería a echarla del Alcázar. Pensaba morirse allí, entre aquellas paredes tristes aunque resplandecientes de poder, y la llorarían desconsoladamente, y su recuerdo sería respetado y venerado como el de una Reina. Por los siglos de los siglos.