V

—¡Me cago en el manteo del jesuita!

La criada del Padre Daubenton se quedó parada ante la grosería de su propia exclamación. Unos metros más allá, había un arcón. Se acercó a él y dejó encima la jofaina un instante mientras hacía la señal de la cruz: «¡Perdón, perdón, Señor, que no sé lo que me digo!» Enseguida volvió a cogerla y siguió su largo camino hacia la habitación del Confesor de Su Majestad Felipe V, pensando que el Señor la perdonaría sin duda de buen grado. Al fin y al cabo, eran las cinco de la tarde y no había parado ni un momento desde las seis de la mañana. El sacerdote aquél la tenía agotada. Era un quisquilloso, que más parecía una marquesa que un reverendo, mirando siempre si había quedado alguna mota de polvo debajo del tintero, o un poco de barro en los zapatos o alguna mancha de lo que fuera en sus finísimas camisas de batista que ella misma tenía que ir a lavar al río, porque el francés no quería gastarse unos céntimos más en una lavandera.

Y así se pasaba ella los días, lavando, fregando, barriendo, planchando, cocinando, sirviendo, recogiendo, yendo a buscar comida a la despensa y agua a la fuente y buen vino a las bodegas y huesos de aceituna para el brasero al depósito… No podía más. Ya tenía muchos años —más de sesenta, creía, aunque no sabía exactamente cuántos—, y estaba harta de recorrer durante horas y horas los pasillos y subir y bajar las escaleras del Alcázar, cargada siempre de objetos pesadísimos y con las rodillas doliéndole tanto que casi no podía ni doblarlas. Y, para colmo, ahora, mientras le llevaba la jofaina llena de agua caliente para que se lavase, había tropezado y se le había caído la mitad. ¿Cómo no iba a caga… a eso…? Seguro que el maldi…, que el jesuita se ponía a pegarle voces cuando la viera llegar con poca agua.

—Ay, Señor —Gaudencia empezó a hablar sola—, perdóname, Dios del mundo, pero es que estoy agotada… ¡Y lo que me queda! ¿Porque adónde voy yo?, dímelo tú, anda, ¿adónde voy ahora que estoy vieja? Dentro de poco ya no serviré para nada, ¿y qué voy a hacer…? Desde que era una niña, no sé, siete u ocho años tendría, Tú lo sabrás mejor que yo, desde entonces de criada de los jesuitas, que me llevó mi padre y ellos dijeron que sí porque ya entonces se veía que iba a ser gorda y fea, pues eso, desde cría en el convento, y ahora con el francés éste de los demo… el francés éste, y venga a trabajar, y venga a trabajar, y lo poquísimo que me pagan, y muchos años que ni me pagaron, que llegaba la Navidad y en vez del sueldo me daban un rosario o una medalla, que no tenían dinero, decían, y yo deslomándome, y la que no tengo dinero ahora soy yo, y dime Tú, Dios del mundo, adónde va una vieja que no tiene ni hijos ni hermanos ni dinero ni nada, que cuando me echen porque me quede tonta o ni me pueda mover adónde voy yo, a la calle, a mendigar, o al hospital de pobres, a morirme, ay, Dios del mundo, que perdóname Tú cuando digo esas palabras tan feas, pero qué voy a decir, qué voy a decir, si no puedo más, y venga a correr por los… Buenas tardes, señor.

Gaudencia se cruzó con un caballero e interrumpió el monólogo. Ya estaba además casi a la puerta de la habitación del Padre Daubenton, que abrió como pudo, tirando aún un poco más de agua. El religioso la esperaba impaciente, y a punto estuvo de echarle una buena regañina. Pero se contuvo: tenía demasiada prisa, demasiada prisa, y además, por mucho que le dijera, aquella mujer no entendía nada, porque no conocía ni una sola palabra de francés. Al jesuita exquisito de exquisita familia siempre le había impresionado la ignorancia de las clases populares, que andaban por el mundo sin molestarse ni siquiera en aprender a leer y a escribir. Y aquella criada que le habían asignado para que lo atendiera en Madrid era uno de los seres más espantosamente ignorantes que había visto en su vida. Ya llevaba aguantándola nueve meses, y no podía más. Tenía que decirle lo antes posible al Provincial que le buscasen un buen criado francés. Y a ésta… ¿cómo se llamaba…?, nunca conseguía acordarse del enrevesado nombre, lo que fuera, a ésta que la echasen, que no servía para nada.

El Reverendo Padre se lavó minuciosamente, perfumando primero el agua con aceite de cardamomo. Luego se frotó con una toalla humedecida las manos y los brazos hasta el codo, el cuello y la zona de alrededor de la boca, y un poco también la parte exterior de las orejas. Era suficiente. Al Reverendo Padre le habían enseñado desde pequeño, como a cualquier hijo de buena familia, que el agua es peligrosa, que contiene miasmas y abre los poros de la piel, y que por esos poros se escapa el vigor y penetran las pestilencias. Y por muy importante que fuera su cita de aquel día, no deseaba poner en riesgo su salud, bastante atribulada ya por los inauditos calores de Madrid, que le tenían todo el día congestionado y adormecido.

El Confesor del Rey Felipe se cambió la camisa empapada y se puso su mejor sotana de verano. Después se sentó en un sillón, juntó las pálidas manos de doncella sobre su pecho, como si estuviera orando, y comenzó a repasar a media voz el discurso que se había aprendido de memoria para soltárselo al Cardenal d'Estrées, Embajador y hombre de máxima confianza de Su Majestad Luis XIV. Sus explicaciones de aquella tarde iban a ser fundamentales en su vida: había cometido un error haciéndose amigo de la Camarera Mayor cuando pensaba que su poder era intocable, y ahora que toda la corte sabía que d'Estrées se había enfadado con ella —y que toda la corte sabía igualmente que d'Estrées sería el vencedor de aquella batalla—, tenía que deshacer urgentemente su equivocación:

—Eminencia —le diría—, no hace falta que os explique mi irreprochable lealtad a nuestro soberano y la extraordinaria admiración, la profunda estima que me une a Vuestra Reverencia desde hace mucho tiempo. Son esos nobles sentimientos los que, desde mi llegada a Madrid, me hicieron acercarme a la Princesa de los Ursinos. Sé que muchos habrán podido pensar, llevados por la confianza que esa dama me demuestra, que mi amistad con ella había adquirido una hondura que justificaría mi complicidad en sus desmanes. Nada más lejos de la verdad, Eminencia. Quiero creer que ya habréis adivinado que la única razón de mi acercamiento a ella ha sido el poder servir mejor a los intereses de Su Majestad Luis XIV y a los vuestros propios. —El Cardenal d'Estrées haría entonces un amplio gesto de agradecimiento, y le rogaría que siguiese hablando—. Sabiendo que sus manejos no eran limpios y podrían perjudicar a nuestro soberano y a Vuestra Reverencia, me permití hacerle creer que podía compartir conmigo sus secretos. Es así como he llegado a saber cosas que afectan a vuestra persona. Como podéis comprobar, Eminencia, he venido a contároslas en cuanto habéis llegado. —El Cardenal volvería a darle las gracias, aunque su rostro daría ahora evidentes señales de preocupación—. Lamento heriros, pero debo deciros que sé a ciencia cierta que la Princesa de los Ursinos es vuestra enemiga. Una enemiga feroz y peligrosa que desea perjudicaros con toda la fuerza de su femenina maldad, digna de una Eva pecadora. Creyendo en su soberbia que todos compartimos sus ideas y le damos la razón, ha llegado a enseñarme las cartas que le envía al Rey en contra de Vuestra Eminencia. —Alarmado, el Cardenal se levantaría de su asiento y empezaría a recorrer la habitación, pidiéndole que siguiese hablando—. Ayer mismo me dio a leer la última, y os aseguro que la misiva me hizo estremecer. Le explica a Su Majestad la discusión que tuvo con Vuestra Reverencia hace dos días a propósito de la dirección de los asuntos de gobierno, y le informa de que no estáis capacitado para ejercer ningún puesto de importancia. Con palabras de serpiente, dice que estáis…, permitidme que os lo diga, Eminencia, que estáis demasiado mayor, y que la edad ha debilitado vuestro entendimiento. Afirma que olvidasteis las formas ante ella y que estuvisteis a punto de golpearla cuando os hizo saber que los asuntos del gobierno de España eran muy delicados y que hacía falta mucha mano izquierda para no herir a los orgullosos castellanos. Esa mujer dañina como una Semíramis tirana y lujuriosa —el Padre Daubenton se detuvo un momento para recrearse en el acierto de su inspirada imagen— quiere acabar con Vuestra Excelencia, y le asegura a nuestro soberano que, si él no os explica bien cuáles son vuestras funciones, vais a causar mucho daño a Su Majestad Don Felipe. Mi profunda amistad me ha dictado que debía comunicaros todo esto rápidamente, Reverencia, para que podáis escribir de inmediato a Versalles y desmentir el efecto que pueda causar su carta.

El Confesor Real esperó un instante mientras se imaginaba escuchar las emocionadas palabras de reconocimiento que le dirigiría el Cardenal, y luego continuó ensayando su supuesto diálogo:

—No debéis agradecerme nada, sólo he cumplido con el deber que me dictan mis hondos sentimientos hacia Vuestra Excelencia… —y se interrumpió de inmediato, porque su propia emoción ante su propia valerosa virtud le puso acuosos los ojos. Y entonces le dio por volar con la imaginación lejos, muy lejos y muy alto, hasta el día en que sería consagrado Cardenal por Su Santidad y d'Estrées estuviera allí compartiendo su gloria, si es que Su Santidad no era para entonces el mismo d'Estrées, que bien pudiera ser. Imaginó durante tanto tiempo y de una forma tan viva que, cuando al fin se dio cuenta de que tenía que salir ya hacia el palacio del Embajador y se puso el manteo y la teja, le sorprendió no verse envuelto en muarés púrpuras y coronado con el capelo cardenalicio.

Mientras el Padre Daubenton se dirigía al encuentro con el Embajador, la Reina y su Camarera Mayor seguían en una carroza a Felipe, al que le había dado aquella tarde por salir de caza, a pesar del calor gigantesco, en busca de algunas liebres a las que matar bien a gusto, ya que no había ninguna excitante batalla en la vecindad. María Luisa y Mariana llevaban casi dos horas dando tumbos por los andurriales resecos de la Casa de Campo, medio adormecidas y ahogándose con el sofoco y el polvo. Les dolían las nalgas de tanto golpetearse contra los duros asientos, y estaban hartas de fingir entusiasmo cada vez que el Rey asomaba la cabeza por la ventanilla exhibiendo su nueva pieza —en todo igual a la anterior— y dejando gotear la sangre maloliente sobre el suelo del coche.

Al fin, Felipe dio órdenes de volver al Alcázar. Las dos mujeres se espabilaron al mismo tiempo. La Reina se sintió feliz al pensar en lo agradables que debían de estar sus aposentos, que en verano se instalaban en el piso bajo del palacio, mirando al norte, para aliviarla un poco del calor. También la Princesa de los Ursinos se sintió feliz al comprender que aquél iba a ser el momento más adecuado para su charla. Había decidido que ya era hora de explicarle a la Reina cuál era su situación y de conseguir la promesa de su apoyo, y llevaba desde el principio del paseo esperando que la niña se despejase. Había buscado cuidadosamente las palabras más adecuadas para hacerle entender las luchas entabladas a su alrededor, la amenaza de todas aquellas espadas puntiagudas que trataban de atravesarla como a un pelele. En aquel momento, aún no sabía que se acababa de alzar la del Confesor Real, pero conocía bien la del Cardenal d'Estrées, que la detestaba porque había dejado de ser su amante sumisa y se dedicaba a escribir a Versalles diciendo barbaridades sobre ella. Y la del Jefe de la Casa del Rey, Charles de Louville, que la detestaba porque tenía más influencia sobre Felipe que él, y también escribía a Versalles para contar más barbaridades. Y la del Cardenal Portocarrero, que no podía escribir a Versalles porque no conocía a nadie allí, pero que la detestaba igualmente. No dejaba de ser curioso: durante muchos años —desde que se habían conocido cuando ella llegó a Madrid para rescatar a su primer marido—, Portocarrero y la Princesa habían compartido la idea de que era necesario cambiar la administración y el gobierno de España. Pero ahora que ella estaba iniciando esas transformaciones, él se había convertido en un anciano miedoso que no quería que nada fuese modificado, agarrado como si en ello le fuera la vida a los tiempos del pasado.

Cada uno de aquellos hombres era el centro de un círculo formado por otras muchas personas que, por razones diversas, compartían la aversión hacia ella. En las habitaciones del Alcázar y en los salones de muchos palacios madrileños, los alientos envenenados de sus enemigos formaban oscuros nubarrones de odio que se aunaban los unos a los otros y llegaban luego muy lejos, hasta reunirse con los nubarrones semejantes que flotaban entre las paredes de Versalles. Y toda aquella masa borrascosa amenazaba con hacer estallar la tempestad sobre su cabeza, lanzándole rayos y océanos de lluvia, y dejándola arrasada. Bastaba con que el espíritu volátil de Luis XIV mirara hacia otra dirección para que la desgracia la destruyera. Necesitaba garantizarse el apoyo de Felipe y de María Luisa, pues sólo ellos podrían defenderla de la tempestad, arropándola bajo el firme dosel de su trono.

Mariana salió, pues, al escenario. Tras mirar largamente a la Reina con los ojos tristes, agachó la cabeza y suspiró angustiada.

—¿Te encuentras bien, zia? —María Luisa se había acostumbrado a llamar así a su Camarera Mayor, que estaba siendo para ella mucho más que una tía, una auténtica madre por la ternura y la confianza y un padre por la firmeza y el buen hacer político.

—Sí, Majestad, estoy perfectamente. Sólo tengo calor, y eso me deja un poco atontada. Después de todos los años que he vivido en Roma, aún no he conseguido acostumbrarme a estas temperaturas del sur…

—No me engañes. Sé que hay algo más. ¿Qué te pasa? ¿Sigues enfadada con Portocarrero…? ¿Y con Louville…? ¿Y con d'Estrées…?

—Son ellos los que están enfadados conmigo. Y, por lo visto, no están dispuestos a reconciliarse.

—Pero, zia, ¿qué les pasa…? ¿Qué quieren…? Tú lo estás haciendo todo muy bien. Yo no sé qué sería de Felipe y de mí si no estuvieras con nosotros. ¿Cómo habría podido yo ser Regente mientras él estaba en Italia si tú no me hubieses dicho cada día lo que debía hacer…? Tendrían que estar contentos de que nos cuides, y darte las gracias por lo mucho que nos ayudas, y no empeñarse en fastidiarte.

Mariana sacó entonces a relucir la imagen infantil que había estado buscando toda la mañana:

—Majestad, ¿recordáis aquellas águilas que vimos durante el viaje, cuando veníamos a Madrid? ¿Recordáis que había una cabra sola en medio del monte y seis o siete águilas se abalanzaron sobre ella y luego se pelearon a picotazos por hacerse con la mejor parte hasta que la más pequeña se quedó allí tendida, como muerta…? Eso es lo que ocurre.

—¿Tú eres la cabra?

La Princesa no pudo evitar reírse:

—No, señora, no. Imaginaos que la cabra es el poder, y las águilas son todos esos hombres que lo quieren, Louville y los Cardenales y muchos más… Y yo sería el águila pequeña, la hembra. Los machos son muy fuertes, con esas alas enormes y los picos que desgarran como un puñal. Pero la hembra es mucho más frágil; sus músculos parecen de algodón, y las alas son tan cortas y débiles que apenas la sostienen el tiempo de un vuelo breve. Así que los machos la atacan a ella en primer lugar, porque es la víctima más fácil, y también porque les molesta que una cosa tan insignificante intente repartirse con ellos lo que tanto desean.

—Ya comprendo… Los hombres a veces son injustos con nosotras.

—Sí, lo son. Pero también lo son entre ellos. Así que, cuando hayan acabado con la hembra, se atacarán los unos a los otros sin piedad. El poder brilla demasiado, contiene demasiada belleza dentro de sí como para que nadie quiera compartirlo. Se parece a un diamante hermosísimo, el más valioso de todos, y no hay persona en el mundo que esté dispuesta a dividirlo en trozos y entregar partes de él a los demás. Es algo que debéis saber, señora, porque a vuestro alrededor siempre habrá cacerías, y todos serán muy crueles. Se dispararán entre ellos a vuestro lado, y la sangre os salpicará muchas veces, y caerán cadáveres a vuestros pies. Debéis aprender a no asustaros, y también a proteger a aquéllos a los que consideréis más necesarios. Pero debéis saber igualmente que las personas que os son imprescindibles pueden desaparecer de vuestro lado. Hay gente que está por encima de Vuestra Majestad y de su esposo, y tal vez ellos a veces vean las cosas de una manera diferente…

María Luisa agarró la mano de su Camarera Mayor:

—¿Te refieres al abuelo…? ¿Piensas que el abuelo puede querer que te vayas de aquí…? No, no, eso no va a ocurrir, yo siempre te protegeré. Y Felipe también. No dejaremos que nadie te haga daño. ¡Vas a estar siempre con nosotros, zia!

Mariana apretó con firmeza la manita diminuta de la soberana e hizo que su voz temblase magistralmente:

—Majestad, mi amada Majestad, permitidme que os exprese así mis sentimientos, yo también quiero quedarme siempre aquí, al lado vuestro y de vuestro esposo. Es el lugar del mundo donde más feliz me siento, puedo asegurároslo. Me resultaría difícil imaginar ahora la vida sin vuestra compañía. Pero no estoy segura de que eso vaya a ser posible. El Cardenal Portocarrero no me preocupa: no puede hacer nada más que enfadarse y negarse a compartir el Despacho con los Ministros franceses. Pero el Jefe de la Casa de vuestro esposo y el Cardenal d'Estrées son muy poderosos. Sé bien que ambos le han escrito a Su Majestad Luis exigiéndole mi renuncia —la voz temblorosa se rompió ahora en un soberbio sollozo—. Y me temo que vuestro abuelo se la conceda…

—¡Eso no ocurrirá nunca!

María Luisa asomó la cabeza por la ventanilla para pedirle al escudero que cabalgaba junto a su portezuela que fuera a buscar al Rey. Al cabo de unos instantes, Felipe trotaba a su lado. La Reina ni siquiera le dio tiempo a saludar:

—En cuanto lleguemos a palacio, tengo que hablar contigo a solas. ¡Es muy importante! Vayamos más rápido…

El Rey cabalgó veloz hacia la cabecera del cortejo, dando órdenes de apresurar el paso. Mariana agachó la cabeza para esconder la sonrisa que le iluminó por un momento la cara. Y pensó con satisfacción que el trabajo estaba hecho. Ya se acercaban al Alcázar. Por primera vez, aquel caserón triste y viejo, lleno de sombras y de crujidos extraños —como si cientos de espectros lo habitasen, en busca de una paz de la que no habían gozado nunca entre sus muros—, le pareció su verdadero hogar.

Ahora, casi un año después, tenía claro que se había equivocado. Recordaba esa conversación, y el orgullo y la seguridad que sintió en aquel momento, como si la rodease un fuego que nadie se atrevería nunca a atravesar, y se sentía avergonzada de comprobar cómo se había equivocado. Los caballos corrían enloquecidos, y la carroza se bamboleaba y parecía a punto de volcar en cada curva. La masa del Alcázar iba quedando atrás, con todos sus tesoros y sus secretos y sus soberbias ambiciones. Y le parecía que no era ella la que se alejaba del palacio, sino el palacio el que se alejaba de ella, empequeñeciéndose hasta adquirir su verdadero tamaño, el de una maqueta en la que había jugado a ser poderosa. Enseguida, sin que apenas le diera tiempo a darse cuenta, comenzó a empequeñecer también, a sus espaldas, la ciudad entera, las calles enfangadas, los feos caserones de ladrillo, las iglesias perfumadas de incienso, las casuchas temblorosas donde se hacinaban aquellas gentes sucias que habían observado con asombro la carrera veloz del coche y el séquito impresionante de cuatrocientos soldados, atronando el aire los cascos de sus caballos.

Ahora estarían acudiendo a toda prisa al mentidero de San Felipe, y ya se estaría corriendo la voz por todo Madrid: «Han echado a la Camarera Mayor… Ha sido el Rey de Francia… Se la llevan escoltada hasta Alcalá, y desde allí tendrá que volver a Roma… Su Majestad la Reina no para de llorar…» Muchos se alegrarían de saber que aquella extranjera metomentodo había sido expulsada sin miramientos. Otros lamentarían que el trono perdiese a una buena consejera, y algunos hasta se compadecerían de ella y de María Luisa, que al fin y al cabo no era más que una niña y se había quedado sola, sin su tía adorada y sin su Rey, que estaba lejos, en la batalla…

Todo aquello era triste, por supuesto. Y muy humillante. Estaba siendo tratada como una criminal, como una conspiradora. Y con aquella urgencia: tan sólo veinticuatro horas antes, había llegado al Alcázar Pierre de Châteauneuf, con el encargo de Luis XIV de expulsarla de España. Ella oyó la noticia impasible, fingiendo que no le afectaba en absoluto. En realidad, ya estaba preparada para recibir un golpe como ése. Sus amigos de Versalles —Madame de Maintenon en primer lugar— le habían hecho saber que Luis estaba indignado con ella. El asunto de la carta de Jean d’Estrées había provocado en él uno de sus famosos ataques de furor, un arrebato de gritos, golpes y patadas tan fuertes contra el suelo que el tacón de uno de sus zapatos se había roto y durante un buen rato el Rey había recorrido su despacho de un lado a otro cojeando, mientras vociferaba enrabietado: «¡Esa mujer ha cometido un crimen de lesa majestad! ¡Lesa majestad!»

Era humillante. Se sentía como una lagartija que hubiera estado descansando tranquilamente al sol, soñando con multitudes de mosquitos, y a la que alguien hubiera machacado la cabeza con una piedra, dejándola medio moribunda, atontada y renqueante. Tenía que fingir que aún conseguía sostenerse, pero en realidad se arrastraba dolorida hacia algún lugar desconocido donde la estaba esperando o el final o la resurrección —aún era imposible saberlo—, y estaba segura de que quienes la habían destruido la observaban ahora desde lo alto, muy por encima de ella, y que se reían a carcajadas, con los brazos en jarras, esperando gozar de su agonía y de su rápida extinción.

Sin embargo, no podía culpar a nadie. De haber estado en su piel, hubiera hecho lo mismo. Todos habían jugado al mismo juego, tratando de agarrar el diamante —o la cabra— y disfrutarlo en solitario. Simplemente, era ella la que había perdido. Y lo tenía bien merecido: envuelta en halagos y reverencias y solicitudes y regalos, rodeada siempre de una corte de aduladores que sostenían perennemente la cola de sus faldas e incensaban el aire a su alrededor cada vez que ella abría la boca, se había olvidado al fin de que allá arriba, en la cima del mundo, bien altivo al frente de su carro triunfador, tronaba sobre una nube el auténticamente poderoso, y que a él no se le podía mentir ni se le podía desafiar. Sus ojos lo abarcaban todo, su orgullo era tan grande como el universo, y su rayo destructor alcanzaba el rincón más escondido, la caverna más oscura. Su Majestad Luis XIV se había enfadado con ella, y ahora la castigaba. Y tenía razón.

Al principio —durante muchos meses en realidad—, cuando sus enemigos empezaron a hablar en su contra, él la mantuvo arropada. Desde la lejanía, siguió sosteniéndola e iluminándola con su propia luz. Louville, César d’Estrées y el Padre Daubenton no paraban de inventar acusaciones en su contra —mientras ella, a decir verdad, les devolvía los golpes—, pero el Rey permanecía imperturbable. Aquellos hombres se habían dedicado a bombardear Versalles con sus medias verdades y sus descaradas calumnias. La intensidad de las acusaciones iba creciendo de día en día, a medida que comprobaban que no causaban el daño esperado. Primero mencionaron su indecencia. Luego contaron que vendía cargos y privilegios. Después añadieron que las dificultades que el nuevo Monarca estaba encontrando para ser aceptado por sus súbditos se debían a sus muchos errores. Más tarde, que estaba traicionando a Francia y mantenía contactos secretos con los austríacos. Y, por último —Louville había sido el autor de aquella mentira—, que ella y la Reina tenían planeado asesinar a Felipe con unos guantes envenenados y que María Luisa se casaría entonces con el Archiduque, que ocuparía por supuesto de inmediato el trono de España.

Aquellas cartas pérfidas cruzaban la meseta y las montañas y las llanuras de las Landas y los vergeles del Loira y llegaban raudas a manos de sus destinatarios en Versalles, que se las leían en voz alta a sus amigos y hasta hacían copias para enviárselas a aquéllos que estaban en sus palacios, lejos de la corte. Los que se las daban de castos se persignaban ante su atrevimiento sexual. Quienes afirmaban ser honrados meneaban la cabeza desaprobando sus corruptelas. Aquéllos que presumían de ser hombres de Estado criticaban duramente sus acciones políticas. Y todos ellos, junto con todos los que envidiaban su relación con Luis, con los que aspiraban a ser tan poderosos como ella, los que la menospreciaban por ser mujer, los que le guardaban rencor por algún suceso del pasado, los que la odiaban porque odiaban al mundo entero, los que siempre estaban dispuestos a creerse cualquier maledicencia y los que amaban escandalizarse por puro entretenimiento, todos —es decir, la mayor parte de los hombres y mujeres de Versalles— gritaron horrorizados cuando el rumor de que quería matar al Rey de España serpenteó por los salones y penetró, seductor y fulgurante, en los oídos de los cortesanos.

Hacía tiempo que no se escuchaba algo tan sabroso entre aquellas paredes, algo tan digno de ser repetido y comentado y censurado y alzado a los altares de lo Imperdonable. Hubo damas que perdieron la compostura al enterarse y echaron a correr por los pasillos para ir a contárselo a sus amigas. Y gentileshombres que, nada más ser informados, mandaron ensillar sus caballos y recorrieron veloces el camino de París, como si en ello les fuera la vida, para dar la noticia de primera mano a un aliado. Hubo incluso quien encargó misas por la integridad del Rey Felipe y rezó fervorosamente pidiéndole a Dios que se llevase a los Infiernos a aquella asesina. Y todo eso a pesar de que cada uno de los escandalizados y de los implorantes sabía que la noticia era falsa. Nadie dudaba de que se trataba de la calumnia que coronaba el feroz monolito que Charles de Louville, César d’Estrées y Guillaume Daubenton habían ido alzando desde hacía meses en honor al desprestigio de la Princesa de los Ursinos. Pero en aquel universo aburrido y cubierto de miserias —que dejaban su pátina tenebrosa sobre el oro y los damascos y las alfombras de Persia—, una calumnia era un festín hacia el que todos se abalanzaban exhibiendo sus mejores galas y enseñando entre los dientes las lenguas bífidas.

Cada vez que alguna de aquellas murmuraciones llegaba hasta Luis, él la escuchaba en cambio con la cabeza muy alta, torcía la boca a la derecha en señal de incredulidad y hacía un gesto desdeñoso con la mano para hacer callar a los chismosos. Tan sólo se había creído lo de que el cuerpo de la Princesa de los Ursinos era demasiado dado a los placeres, y lo de que su bolsa se abría fácilmente ante ciertas peticiones. Pero ¿quién no lo hacía…? ¿Cuántas mujeres podían presumir en su corte de no haberse entregado a un buen puñado de amantes? ¿Y cuántos no se enriquecían cobrando a cambio de determinados favores? Las Condesas vendían nombramientos de oficiales. Los Duques compraban a otros Duques cargos de servicio en palacio. Había quien mantenía su casa comerciando con las invitaciones para las fiestas reales. Y su propio hermano, el mismísimo Monsieur, le había pedido tiempo atrás una fortuna a cambio de informarle de ciertos desmanes en la tesorería del Impuesto Extraordinario para la Guerra. Estaba seguro de que esos pequeños vicios atribuidos a Mariana eran verdad, pero, en su grandeza, se los perdonó, y hasta le pareció que decían mucho a su favor: las personas de una pieza le daban miedo. Siempre pensaba que dentro de sí escondían un fuego que nada aplacaba y que algún día las haría estallar en grandes crímenes.

En cuanto a las otras acusaciones, las de sus errores y sus traiciones y el intento de asesinato de su nieto, ni siquiera se dignó tomárselas en serio. Conocía tan bien y desde hacía tanto tiempo a la Princesa, que sabía que nada de aquello podía ser cierto. Sus propias cartas desmentían con buenos argumentos —y suntuosas críticas a sus adversarios— aquellas tonterías. Y los informes que le enviaban Felipe y María Luisa, contándole todas las decisiones que ella adoptaba, los consejos que solía darles, la manera tan delicada y a la vez tan firme como los trataba, no hacían más que reafirmar su confianza en ella. Las denuncias le parecieron meras calumnias torpes. Tan torpes, que decidió que quienes las habían inventado no merecían seguir ocupando los cargos de suprema importancia que tenían. No es que le importase que calumniaran —eso formaba parte del fastuoso edificio del poder, y era algo con lo que siempre había que contar—, pero le molestaba lo estúpidos que habían demostrado ser. Desde luego, resultaba evidente que, a pesar de su sexo, Mariana era mucho más inteligente que sus detractores. Así que, de un plumazo, a finales del verano de 1703, Luis XIV destituyó a Louville de su cargo de Jefe de la Casa del Rey Don Felipe, al Cardenal d'Estrées del de Embajador y al Padre Daubenton del de Confesor Real.

Incluso se molestó en escribir personalmente a la Princesa para decirle lo contento que estaba de sus servicios y afirmarle que no conocía a nadie que pudiese sustituirla. Y fue entonces cuando Mariana cometió su gran error: mientras leía incesantemente aquella carta y veía al mismo tiempo a través de las ventanas de su gabinete cómo partían uno tras otro los tristes cortejos de sus enemigos vencidos, tuvo la certeza de que Luis la había cogido de la mano y la había alzado hasta su esplendorosa nube, haciéndole un sitio en el Olimpo de los Intocables. Y en lugar de dar la guerra por terminada y asentarse cómodamente en su espacio lleno de bienestar, decidió seguir llevándose por delante a cualquiera que tratase de hacerle frente. El aura del triunfo, con todo su esplendor y su magnificencia, la coronaba de tal manera a sus propios ojos que se creyó tan poderosa como el mismísimo Rey de Francia.

La siguiente batalla la emprendió contra el nuevo Embajador de Versalles, el abate Jean d’Estrées, que había sustituido a su tío César en el cargo. Aquel hombre de mofletes redondos y ojillos sucios de carroñero era todo un dechado de amabilidades, un portento de la etiqueta, un prodigio de la cortesía. Caminaba por los corredores del Alcázar igual que si danzase una pavana, a breves pasitos cortos, con el cuerpo muy estirado y la mano derecha medio extendida, como si permaneciese siempre dispuesta a ser ofrecida para el beso de respeto. Sus ropas eclesiales estaban hechas de brillantes sedas y suaves terciopelos, y jamás salía de su habitación sin cubrirse de los pies a la cabeza de su raro perfume de bergamota y ámbar gris.

Con la Camarera Mayor se mostró desde el primer día exquisito, delicadísimo y melindroso. Sus reverencias eran las más profundas que nadie le había hecho nunca, ejecutadas con una lentitud que a veces resultaba exasperante, y sus palabras estaban llenas de suavidad y parecían una compota que hubiera cocido durante demasiado tiempo, dejándose impregnar por el más dulce de los azúcares.

—Señora mía —le había dicho cuando fue a saludarla, nada más recomponerse de su larga postración—, doy gracias a Dios Nuestro Señor por haberme permitido vivir este día en el que he podido conocer a la más egregia de las mujeres, la más instruida de las consejeras nacidas de varón. Vos sois, Excelencia, el ideal al que aspiro, y si antes de conoceros ya os reverenciaba y os veneraba como un hijo, ahora que estoy ante vos, conmovido como si me encontrase en presencia de un astro, os suplico humildemente que tengáis a bien amarme y guiarme como una madre.

La Princesa escuchó su discurso perpleja —hacía mucho tiempo, desde la época de los viejos salones al principio de su primer matrimonio, que no oía a nadie expresarse de manera tan rebuscada—, y entendió perfectamente lo que escondían aquellas palabras tan vaporosas como un velo que tratara de ocultar el rostro agujereado de una mujer picada de viruelas:

—Señora mía, no creáis que voy a olvidarme fácilmente de la humillación a la que habéis sometido a mi tío el Cardenal —eso era lo que en realidad le estaba diciendo—. Confiad en mí, depositad en mí vuestros secretos y yo los utilizaré para vengar a mi antecesor y devolver a la familia el honor que vos habéis enturbiado. ¡La guerra aún no ha llegado a su final!

En unos instantes, Mariana pergeñó su estrategia. Fingió emocionarse —incluso se limpió con el pañuelito la comisura de los ojos—, le devolvió una a una sus exquisiteces, le aseguró que lo acompañaría en su camino como Embajador, sosteniéndole con firmeza la mano derecha a medio estirar, y antes de despedirlo, lo abrazó maternalmente.

Desde aquel día, la nueva batalla se convirtió en una auténtica representación de baile, de aquéllas que tanto le gustaban a Luis XIV. Al ritmo de la música pomposa del engaño, la Princesa desplegaba sus brazos en el aire, giraba con suavidad sobre sí misma y se ponía luego de puntillas, alzando ligeramente el borde de su preciosa falda. El abate, entretanto, doblaba el codo, pegaba un saltito y agitaba el pie como un perro rascándose. Nadie vio relucir los cuchillos. Todos hubieran creído que se trataba de una hermosa y acompasada pareja: la dama ya vetusta aunque vivaz y el joven eclesiástico de prometedor futuro parecían componer una bella imagen del reinado glorioso de los Borbones sobre tan anchas zonas del mundo.

Evidentemente, el cuchillo de Mariana fue mucho más rápido, pero también demasiado atrevido. Ansiosa de saber las nuevas maldades que el Embajador se ocuparía ahora de extender sobre ella en Versalles, consiguió que Felipe le permitiese interceptar su correspondencia. No fue difícil: bastó con llorar un par de veces ante la Reina, recordando los horrores que habían estado contando unos meses atrás sus enemigos, y mostrarse aterrorizada ante el daño que podría causarle el abate a través de sus cartas. María Luisa comprendió enseguida que era preciso adelantarse a él de alguna manera. Y su Camarera Mayor sugirió tímidamente que el método más seguro era leer sus misivas antes de que llegasen a destino.

Esa misma noche, cuando ya se habían acostado y al fin estaban solos, mientras Felipe se empeñaba en sacarle el camisón por la cabeza y ella tironeaba hacia abajo para no quitárselo hasta que el asunto estuviera resuelto, la Reina se lo dijo a su marido:

—Espera un poco… Tengo que comentarte una cosa importante. La zia está preocupada por lo que el Embajador pueda escribir sobre ella a Versalles. La verdad es que tiene motivos de sobra, con lo que le hicieron los otros… Déjale que abra sus cartas.

Felipe detuvo repentinamente su faena:

—¿Cómo se te ha ocurrido eso…? Es el enviado de mi abuelo. ¡No puedo permitir que nadie le espíe!

La Reina frunció los labios, enfadada. Apartó a toda velocidad las mantas, se levantó y se metió debajo de la cama. Atónito, el Rey se puso boca abajo intentando averiguar qué sucedía:

—Vamos, Lou-Lou —solía llamarla así en la intimidad—, sal de ahí… ¿No ves que hace mucho frío?

—No pienso salir. Voy a pasar aquí la noche.

—¡No seas tonta! Ven aquí conmigo, mira qué caliente estoy… —La cabeza real cada vez colgaba más, y ya casi rozaba el suelo—. ¡Te vas a poner enferma!

—No saldré de aquí hasta que le des permiso a la zia para leer las cartas del Embajador. ¡Así me muera!

—¡No puedo! El abuelo me echaría una buena regañina. Anda, sube, que tenemos que hacer un hijo… Sube y verás qué ganas tengo… ¡Mi estoque está muy recio!

—¡No!

El Rey se sentó en la cama y reflexionó. ¿Qué debía hacer…? Si el abuelo se enteraba de que la Princesa espiaba a sus Embajadores, tendría un problema grave. Miró hacia su recio estoque, que empezaba a hacerle sufrir. ¿Y por qué iba a enterarse…? Volvió a ponerse boca abajo:

—De acuerdo. Que abra las cartas. ¡Venga, sube, que ya no puedo más…!

Y así fue como la Camarera Mayor llegó a leer aquella carta, precisamente aquélla, dirigida al Ministro de Asuntos Exteriores de Luis, en la que, entre otras lindezas, el abate d'Estrées aseguraba que ella se había casado tiempo atrás a escondidas de todos con su secretario Jean d’Aubigny. Podría habérselo tomado a broma. Pero, desde que se creía instalada en la nube olímpica, Mariana había perdido el sentido del humor. Y aquella acusación le pareció la más indignante de todas las que había recibido hasta entonces: ella, hija del Marqués de Noirmoutier, viuda del Conde de Chalais, viuda del Príncipe de los Ursinos, ella, descendiente y miembro de una saga innombrable de guerreros que habían puesto despectivamente sus pies sobre cadáveres de señores de cien razas diferentes, que habían dominado a millones de almas inmortales que les servían y les adoraban como se adora a un dios, que habían atesorado riquezas sin fin en sus numerosos palacios, ella, consejera del Rey más poderoso de todos los tiempos, ella, casada con un hombre del pueblo… ¡Era de todo punto inadmisible!

Es verdad que sentía un gran cariño por Jean d’Aubigny. Al principio, cuando él empezó a trabajar a su lado diecisiete años atrás, le gustaba mirarle sin que se diera cuenta. De hecho, tenía que reconocer que le había elegido entre varios candidatos por su belleza. Le hacía sentarse cerca, y observaba su mandíbula rotunda, los labios carnosos y descarados, el cuerpo firme —aún sin redondeces ni blanduras— que asomaba impetuoso bajo la ropa, y no podía evitar pensar en lo mucho que disfrutaría de aquel hombre en su cama, dejando que sus muslos se trenzaran con los de él. A veces se sentía tan excitada que tenía que abandonar la habitación durante un rato por miedo a perder el control y abalanzarse a morder aquella nuca deseable que parecía ofrecérsele, dispuesta a todos los roces imaginables, mientras él inclinaba la cabeza sobre sus papeles. Pero les separaban más de veinte años, y jamás se le hubiera ocurrido ponerse a sí misma en una situación que pudiera dar lugar a un rechazo por parte de su secretario. Era demasiado orgullosa, demasiado consciente de que el comienzo de su decrepitud estaba ya cercano como para someterse a semejante humillación.

Sin embargo, a medida que pasaban los días y aumentaba la confianza entre ellos, fue él el que empezó a mirarla con evidente deseo. A menudo, cuando la Princesa alzaba la vista, veía los ojos centelleantes de d'Aubigny deslizándose sobre ella y deteniéndose a la altura de sus pechos, aunque el secretario tratase inmediatamente de disimular y fingir que, simplemente, estaba reflexionando sobre algún sesudo asunto de los que le mantenían ocupado. Una tarde, después de uno de aquellos movimientos, ella se levantó, se acercó a él y se inclinó sobre la mesa. Los senos rozaron resueltamente la espalda del hombre, y su mano, después de fingir que se dirigía hacia los papeles, descansó acariciante en el dorso de la mano de él.

Todo lo demás fue fácil. Y magnífico. El placer fluyó mutuamente sin falsos pudores ni retraimientos, y también la ternura y la intimidad. En todo aquel largo y espléndido tiempo, Jean d’Aubigny se había convertido en una persona muy importante en su vida. Era su amante y su amigo, y su brazo derecho en los asuntos políticos y en la administración de sus bienes. Y era igualmente un cómplice discreto y astuto en los negocios turbios y en las intrigas. Pero jamás se había casado con él, por supuesto. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza semejante idea absurda. De hecho, no pensaba volver a contraer matrimonio con nadie, ponerse de nuevo en manos de un hombre al que las leyes permitiesen que la tratase como un objeto de su propiedad. Y mucho menos —jamás, aunque ésa fuera la única manera de salvar su vida— con alguien que careciera del menor de los títulos: estaba segura de que sus antepasados y sus dos maridos tan ilustres como muertos saldrían de sus tumbas para perseguirla por semejante desvergüenza y volverla loca.

¡Y aquel desalmado se atrevía a acusarla de una bajeza semejante! Indignada por su maldad, la Camarera Real llevó la carta a Felipe y a María Luisa, que se sintieron tan ofendidos como ella. También hizo copias y las envió a sus buenos amigos de Versalles. Estaba segura —ingenuamente segura, ahora lo sabía— de que cuando Luis se enterase del agravio cometido contra su respetadísima Princesa, le pararía los pies a d'Estrées y lo llamaría de vuelta a Francia, igual que había hecho con su tío, condenándolo al horrible limbo de los Olvidados.

Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: Luis estalló en ira olímpica al enterarse de que una súbdita que tanto le debía se había atrevido a interceptar y hacer pública una carta que iba dirigida a uno de sus Ministros y, en última instancia, a él mismo. Ése fue el día en que su cólera desenfrenada le llevó a romper el tacón del zapato. Lo cierto es que aquella mañana estaba de muy mal humor. Sufría un insoportable dolor de muelas, había pasado una noche terrible y, para colmo, la tarde anterior le temblaba tanto el pulso que no había logrado cazar ni una miserable pieza. ¡Sólo le faltaba aquella estupidez de una dama que se las daba de lista y no era más que una entrometida y una cotilla! ¿Qué se creía la dichosa Princesa de los Ursinos…? ¿Que podía devolverle los favores que le había hecho al colocarla tan alto espiando descaradamente la correspondencia de los miembros de su gobierno…? No pensaba permitir que nadie obrase con semejante soberbia ante sus propios ojos. Cuando terminó de tirar al suelo todos los objetos que estaban encima de su mesa y notó que, además de la muela, ahora le dolía también la garganta de tanto como había gritado, el Rey volvió a su sillón —cojeando a causa de la ausencia del tacón derecho, que en su vuelo había ido a dar, rompiéndolo, contra un impresionante dragón de porcelana azul enviado por el mismísimo Emperador de la China—, se sentó serenamente, carraspeó y afirmó, sin que le temblase la voz un poco enronquecida:

—Nos declaramos que la Camarera Mayor de Su Majestad el Rey Felipe ha cometido delito de lesa majestad. Será castigada con la destitución de su empleo y con el destierro fuera de los reinos de España.

Y ahora estaba en aquella carroza, volando hacia el exilio, escoltada por cuatrocientos hombres armados. Las águilas macho habían capturado la cabra, y a ella se la habían quitado de en medio, dejándola tendida en el suelo, picoteada y sangrante. Pero no muerta. Aún no. Sus alas todavía podían volar y, si ponía empeño en ello, estaba segura de que la llevarían muy lejos. Mientras se acercaba a Alcalá —donde podría permanecer una semana organizando sus asuntos y su viaje—, se iba dando cuenta de que aún le quedaban muchas fuerzas para seguir luchando. Y ganas de hacerlo. La derrota no había terminado con ella. Le había dado, por el contrario, una energía nueva, una ferocidad reluciente que estaba estallando dentro de su cuerpo y que la hacía revolverse sin pausa en el coche, ansiosa por llegar ya a su retiro y empezar a poner en pie nuevas estrategias. Lucharía y vencería. Tenía razón el abate Jean d’Estrées: la guerra aún no había llegado a su final. Hacia el oeste, el sol se iba poniendo y la oscuridad era ya una amenaza cercana. Pero, entretanto, el cielo se había vuelto rojo y ardía en fuerza y poder imparables.