Don Fadrique Álvarez de Toledo y Ponce de León, Marqués de Villafranca del Bierzo, Conde de Peña-Ramiro, Duque de Fernandina y Príncipe de Montalbán, Mayordomo Mayor de Su Majestad el Rey Don Felipe V de España, se quitó el lunar postizo de la barbilla y se lo colocó cerca del ojo izquierdo. Al mirarse de nuevo en el espejo, se encontró más favorecido, aunque realmente parecía que una mosca se había posado sobre su pómulo. Luego cogió el bastón, se dio la vuelta, estiró el brazo derecho y se quedó así quieto frente a las mujeres, en la misma actitud que a veces había visto en los retratos de Luis XIV, exhibiendo ante ellas su aparatoso traje amarillo, verde y violeta —recién llegado de París— y el enorme sombrero cubierto de plumas.
Las más jóvenes de la familia aplaudieron entusiasmadas, pensando en los vestidos escotados y sedosos que ellas mismas lucirían al día siguiente. A su esposa, Doña María Manuela Fernández de Córdoba, en cambio, se le llenaron los ojos de lágrimas: salvo cuando coincidían en la cama —y eso ya hacía mucho tiempo que no sucedía—, era la primera vez que veía a su marido vestido de otro color que no fuese el negro, y para colmo sin golilla. ¡Sin golilla! ¡Dios mío! ¡Su marido, que no se la había quitado ni para luchar contra los turcos…! Aquellas apreturas, aquel exceso de tonos, tantos bordados y cintas y encajes y lazos y tacones y perfumes, todo aquel aderezo afeminado del cuerpo de los hombres no podía ser cosa cristiana. Tenía razón el Almirante de Castilla cuando afirmaba que habían sentado al demonio en el trono de España…
Al Almirante, Don Juan Enríquez de Cabrera, nunca le habían gustado los franceses. Había apoyado la causa del Archiduque desde el principio. Pero, cuando se conoció el testamento de Carlos II, decidió acatar lealmente su voluntad y someterse, muy a su pesar, al Monarca Borbón. Sin embargo, se fue poniendo cada vez más nervioso a medida que iban llegando de Versalles todos aquellos sarasas —muchos de ellos descendientes para colmo de herejes luteranos— que se las daban de sabios en las cuestiones de gobierno y exhibían modales de mujerzuelas con su refinamiento decadente. Por no hablar de sus esposas, auténticas cortesanas, sin vergüenza, ni pudor, ni decoro. Aun así, tragó saliva y aguantó. El único gesto visible de reafirmación que se permitió frente a semejante exhibición de libertinaje fue el de caminar aún más tieso, solemne y negro que nunca por los salones del Alcázar, llevando siempre colgado de la mano un rosario de marfil y oro cuyas cuentas iba pasando todo el rato mientras susurraba incesantemente sus oraciones, sin detenerse a hablar con nadie.
Pero el nombramiento del Duque de Vendôme como jefe de los ejércitos que combatían en Italia a los austríacos colmó su paciencia. De acuerdo que Vendôme era un gran general, pero también era un grandísimo pecador, un impío que jamás pisaba la iglesia, un sodomita que se pavoneaba públicamente con sus donceles y compartía con ellos la cama, incluso en el propio palacio de los dignísimos Austrias. Al ver ante sus mismas narices de viejo noble hispano a aquel monstruo invertido, a aquel futuro condenado a los Infiernos, el Almirante de Castilla no pudo más.
Tuvo la suerte de que la Princesa de los Ursinos, sin pretenderlo, le puso las cosas fáciles: para quitárselo de encima y librarse de sus quejas, sus desplantes y su aspecto de pájaro de mal agüero, Mariana convenció a Felipe y a Luis XIV de que debían nombrarlo Embajador ante la corte francesa. Y así le dio la excusa perfecta: el Almirante simuló aceptar gustosamente el cargo, preparó su viaje y salió de la ciudad con un enorme séquito refulgente y armado hasta los dientes. El Rey lo despidió con toda solemnidad en el Alcázar, agradeciéndole sus muchos servicios y el gran sacrificio que le hacía a la corona abandonando sus estados, y la gente le aclamó a su partida, maravillada ante la presencia de tanta armadura, tanto coche y tanto carro repleto de arcones, que probarían a las gentes de Versalles las riquezas de los reinos de España. Don Juan cabalgó con castellana gravedad por las calles de Madrid al frente de su cortejo, salió altanero por la puerta de Alcalá, tomó el camino de Francia y, antes de llegar a Guadalajara, dio órdenes de girar hacia el sur y se fugó a Portugal, con sus arcones llenos de monedas, cuadros y vajillas de plata.
Ahora estaba en Lisboa, sirviendo a los austríacos y arengando a la nobleza para que abandonase a los frívolos Borbones y se volviera hacia sus señores históricos, los piadosos Habsburgo. Y la Marquesa de Villafranca del Castillo le admiraba por su valentía y envidiaba a su esposa, que en ese mismo instante estaría tal vez rezando, dignamente vestida de negro y honestamente protegida bajo su guardainfante, rodeada de hijas y nueras tan dignas y honestas como ella y acompañada por un marido vestido igualmente de negro y además con golilla, como Dios manda.
Ella, en cambio, ella, descendiente del fervoroso Gran Capitán de los Reyes Católicos, tenía que presenciar aquel espectáculo lamentable, toda su familia disfrazándose de franceses para darle una sorpresa al Rey cuando llegase al día siguiente. Por mucho que insistiese Fadrique, ella, una Fernández de Córdoba, no pensaba acudir a la recepción al lado de un esposo vestido de esas trazas, aunque eso le costara el cargo de Mayordomo Mayor. Se quedaría en la cama, enferma y orando. De hecho, iba a irse a la cama en ese mismo instante, ya, sin permanecer ni un minuto más en compañía de aquellos hugonotes afrancesados de su propia estirpe. La Marquesa se plantó en mitad de la sala, frente a su marido, le contempló con obvio desprecio, dirigió luego la mirada con abierta indignación a sus hijas y nueras y, dándose la vuelta, caminó con toda la altivez de que fue capaz hacia la puerta, empezando ya a pasar las cuentas de su rosario mientras musitaba los primeros rezos.
—¡María Manuela! ¡Te prohíbo que te vayas! —El grito del Marqués resonó inútilmente en las bóvedas del palacio. Indignado, el Mayordomo Mayor intentó correr detrás de su esposa, pero los tacones tropezaron con el bastón, o el bastón con los tacones, y el hombre acabó en el suelo, entre las risas mal disimuladas y los grititos de fingida preocupación de las damas.
A esa misma hora del 16 de enero de 1703, Felipe V cabalgaba desaforadamente en dirección a Madrid. Quien le hubiera visto nueve meses atrás, cuando unos días después de la boda embarcó en Barcelona hacia Italia para participar en los combates contra los austríacos, apenas le reconocería. El Rey que se fue era un jovencillo pálido, atemorizado, capaz de dormir diez y hasta doce horas cada día con tal de no hacer frente a sus responsabilidades. Un muchacho melancólico y apocado que sólo parecía sentirse a gusto en los brazos de su esposa, de quien se había despedido entre temblores y llantos. El que ahora volvía era un hombre revitalizado, un auténtico soldado, bronceado por las muchas horas pasadas al aire libre y robustecido. La guerra le había sentado bien.
Al principio había tenido un poco de miedo, claro. En la primera batalla permaneció lo más alejado posible de las tropas, observándolo todo con un catalejo desde las alturas de una colina. Cada vez que se oía un cañonazo o que uno de aquellos proyectiles chocaba contra el suelo lanzando por los aires una nube de piedras y tierra —en medio de la cual se entreveían a veces, rápidamente, trozos de cuerpos ensangrentados—, cada vez que el viento llevaba hasta sus oídos los aullidos salvajes y demasiado cercanos de los soldados y los tiros feroces de los mosquetes, el Rey reculaba y daba un chillido.
Luego, una vez que la batalla terminó —victoriosa para él y sus tropas— y los Generales le animaron a que diera un paseo por los campos, lo pasó fatal viendo todos aquellos cadáveres en posturas indecorosas, los trozos de carne, los charcos de sangre, los heridos que se quejaban mientras los apilaban en los carros, rebozados en toda clase de porquerías. Le dio tanto asco que acabó vomitando la comida que le habían servido al mediodía, mientras a sus pies se prolongaba el combate. Incluso sintió pena por esos hombres valientes que habían muerto, y se molestó en preguntar dónde los iban a enterrar y en rezar un responso rápido, acompañado por todo su séquito. Y aquella noche soñó con un gran río sanguinolento en el que se ahogaban muchos soldados mientras alrededor, en las orillas, una multitud de mujeres muy viejas lloraba y clamaba.
Pero el asco y la pena pasaron pronto. Enseguida se acostumbró a todo aquello, y en las cartas a su esposa —a la que escribía dos o tres veces a la semana—, apenas mencionaba de pasada el número de bajas, entremezclado con el de cañones y banderas del enemigo que sus tropas habían capturado. Al fin y al cabo, lo de los muertos y los heridos y los amputados formaba parte de la guerra. Igual que las largas cabalgadas, las noches en los campamentos o en sucias granjas encontradas al azar, las veladas en compañía de sus Generales, con los mapas abiertos sobre la mesa, estudiando movimientos y estrategias y quitándose la palabra los unos a los otros sin ningún protocolo, mientras bebían una tras otra muchas botellas de excelente vino.
Todo aquello le ponía de buen humor y le excitaba, los cantos de los soldados borrachos junto a los fuegos, el bullicio alegre del tropel de criadas, esposas y prostitutas que los seguían en sus movimientos, el relajamiento de las normas de la etiqueta, el sonido enardecedor de los tambores que conducían a los hombres hacia la primera línea e incluso los fríos amaneceres antes de las batallas, cuando tenía que levantarse en plena oscuridad y se permitía templarse el cuerpo y el ánimo, junto a sus oficiales, con algunos tragos de buen aguardiente.
De haberse atrevido, Felipe habría reconocido que hasta el olor de la sangre y el estertor de los moribundos llegaron a resultarle no sólo indiferentes, sino más bien vivificantes. De haber sido capaz de que sus pensamientos se adentrasen un poco más allá de la superficie resbaladiza de las cosas, habría tenido que aceptar que el dolor y la muerte ajenos le producían una rara alegría, el placer perverso de saber que eran otros los que morían y sufrían, mientras él seguía vivo, respirando, sí, sintiendo el corazón latirle muy fuerte y percibiendo en sus oídos, como una música marcial, el ruido de la batalla que ahora, después de la experiencia del primer día, se había vuelto sordo, inidentificable, algo así como si un millón de abejas zumbaran amenazadoras a su alrededor —haciendo nacer en sus entrañas el deseo de acabar fieramente con ellas—, mientras él se mantenía protegido sobre su caballo, resplandeciente e intocable. El nieto victorioso del victorioso Rey Sol.
Ésa era la única cuestión: la victoria. Aquellos meses en el frente se lo habían hecho comprender: era un Borbón, por sus venas corría la sangre de mil guerreros laureados. Su cuerpo estaba hecho para la guerra, y su espíritu para el triunfo. Ahora sabía que jamás iba a permitir que sus enemigos lo derrotasen. ¡Jamás! No sería fácil, por supuesto. Eran fuertes los enemigos. Fuertes y numerosos: el Imperio, que todavía aspiraba a quitarle el trono y entregárselo al Archiduque Carlos, y junto con él Inglaterra, Holanda, Portugal y Saboya. Sí, su propio suegro le había traicionado y se había unido al resto de los aliados para luchar contra España y Francia, a los que sólo ayudaba la pequeña Baviera. Todos aquellos Reyes codiciaban las riquezas de sus tierras, y además odiaban a Francia y no querían ver a Luis convertido en el Monarca más poderoso. Y, sobre todo —quizá por encima de todo lo demás—, estaba el asunto de la trata de esclavos.
Cada vez hacían falta más negros en las Indias, tanto en las colonias de España como en las de Francia. Las plantaciones de caña de azúcar, de cacao y de tabaco aumentaban y se extendían de mes en mes, con sus cosechas prodigiosas. Además de las minas de oro y de plata, que gastaban miles de esclavos al año. Se necesitaban muchos hombres fuertes para todo aquello. Y también muchas mujeres para atender los palacios y las mansiones y las haciendas y las necesidades de los caballeros, aunque él en ese asunto en concreto prefería no pensar. Vender negros en aquellas regiones era un gran negocio. Y, desde Fernando el Católico, los Reyes de las naciones conquistadoras se beneficiaban de ese comercio: eran ellos quienes concedían el privilegio de la trata y cobraban una comisión por cada esclavo vendido, viéndose obligados a cambio a arriesgar sus naves y sus hombres en la lucha contra el contrabando, que les arrebataba ilegalmente muchos beneficios. Ése era el precio que pagaban por facilitarles la existencia a sus súbditos de ultramar, sus carísimos barcos y la vida de un montón de buenos soldados.
Luis XIV había ido un poco más lejos que sus antepasados: había fundado su propia empresa, la Compañía de Guinea, para llevar esclavos a sus territorios del otro lado del océano. Al sentar a su nieto en el trono de España, le había asociado al negocio para cubrir también las necesidades de sus propias provincias. Felipe se sentía tranquilo con aquel asunto, porque la Compañía estaba dirigida por Jean-Baptiste Ducasse, el gobernador de la próspera colonia francesa de Santo Domingo. Y Jean-Baptiste Ducasse era un hombre de honor, del que un rey podía fiarse. Felipe recordaba haberle visto varias veces en Versalles. Era extremadamente educado y amable, de gustos refinados y exquisita sensibilidad para la música, algo que a él le agradaba de manera especial. Nadie hubiera dicho que ese caballero, que parecía haber vivido siempre entre príncipes, había sido en tiempos remotos capitán de barcos negreros, y había tenido que surcar los mares llevando a bordo de sus navíos aquella carga nauseabunda de negros que dormían sobre sus propios excrementos. Estaba seguro de que su honestidad y su buen hacer les procurarían muchas ganancias. Era un auténtico alivio poder confiar en que sus hombres sabrían cómo dar caza en las costas de África a la mayor cantidad posible de esclavos y que los trasladarían rápidamente a las Indias —buenos capitanes conocedores de las mejores rutas de la mar—, luchando contra los vientos para evitar que muriesen como ratas en las bodegas, perdiéndose así un montón de dinero.
Lo malo era que los portugueses, y los holandeses, y también los ingleses —con una codicia más propia de judíos que de cristianos— ansiaban desesperadamente poseer el control de la trata. Así que, al saber que los franceses se lo habían reservado todo para sí mismos, se habían lanzado con entusiasmo sobre sus mosquetes y sus cañones, dispuestos a defender su derecho a vender negros. Y ahí estaban ahora en plena guerra, miles de hombres de lenguas distintas enzarzados contra él y su abuelo, combatiendo en diversas zonas de Europa para que sus soberanos fuesen cada vez más ricos, y acumulasen más títulos, y exhibieran más escudos en sus estandartes, y pudieran gozar de más pedazos de Cielo tras su muerte, aunque, eso sí, unos en el Cielo de los católicos y otros en el de los protestantes, bien separados para evitar problemas.
Felipe pensó en todo eso, y en que algún día, si el negocio de la trata salía bien, le concedería el Toisón de Oro a Ducasse. Pensó también que, de momento, él y su abuelo iban ganando la guerra, gracias a Dios. Y pensó en el cuerpo suave y pequeño de María Luisa, en sus grandes pechos blancos con el botoncillo rosado que tanto le gustaba morder, en su cueva profunda y tibia a través de la cual un hombre podía ascender al Cielo en cuerpo y alma. Se imaginó frotándose contra ella y clavando luego su estoque —le gustaba mucho esa expresión guerrera— en aquel centro milagroso del universo, y sintió el deseo subiéndole por las venas, como el excitante aguardiente de las mañanas de batalla.
En cuanto llegase a Madrid, se metería en la cama con la Reina y se pasaría allí días enteros, hasta que se cansara de poseerla, si es que eso podía llegar a suceder. Estaba harto del sexo en solitario. El Jefe de su Casa, Charles de Louville, había intentado enredarle con varias mujeres durante los meses que habían estado en Italia. Pero él se había mantenido fiel a los preceptos de Fénelon: jamás se acostaría con nadie que no fuese su esposa. Por más que se pavonearan ante él tratando de tentarle ciertas damas exquisitas dispuestas a cualquier exceso, ilustres cortesanas dueñas de todos los conocimientos sobre los cuerpos o deliciosas doncellas en busca de un primer amante regio, había sabido quitárselas de encima y se las había arreglado a solas, guardando la entrega de su pasión para María Luisa. Al cabo de unas horas estaría al fin con ella, y hasta el triste Alcázar le parecería el Jardín de las Delicias. A lo lejos se veían ya las murallas de Guadalajara. Felipe V de España espoleó su caballo y, seguido por el séquito —exhausto del viaje acelerado—, cabalgó hacia la ciudad donde pasaría la última noche antes de regresar a los amadísimos y lindos brazos de su mujer.
Mientras el Rey intentaba volar hacia Madrid, la Princesa de los Ursinos, sentada junto a la chimenea de su antesala en el Alcázar, observaba con calma el rostro flácido del Cardenal César d’Estrées. Era increíble cómo se le habían abotargado las mejillas a aquel hombre. En realidad, las mejillas y el resto del cuerpo. Estaba todo él hinchado, redondo, como si un diablo le hubiera soplado aire por dentro, deformándole. Hasta las manos eran ahora gordas y amorfas, y a Mariana le daban ganas de pinchárselas con una aguja para que volviesen a ser las manos de antes, las de treinta años atrás, cuando él le tendía en público la derecha, para que ella besase respetuosamente su anillo de prelado, y luego, a solas, le acariciaba la nuca con la punta de los dedos, haciéndola estremecerse, antes de empezar a desnudarla.
¿Estaba sintiendo una punzada de nostalgia…? La Princesa se recompuso: agarró fuertemente la parte más dura de su mente, la más oscura de su corazón, y las puso cerca de la mesa, junto al fuego, bien visibles. No quería sentir ni la más pequeña pizca de afecto por aquel hombre que le había dado tanto placer en la juventud. Entonces, el Cardenal d’Estrées era su amante, y ella le había entregado todo lo que se le entrega a un amante: enormes cantidades de ternura, por supuesto, y misterio, y confianza, y todas aquellas posturas raras del amor que a él tanto le gustaban, lo recordaba muy bien. Pero ahora sólo era un enemigo a batir, y no debía permitirse hacia él ni la menor debilidad.
La Camarera Mayor sonrió durante un segundo a aquel vejestorio, aquella grotesca deformación de sí mismo, y luego retomó la conversación:
—Vuestro comportamiento no es el adecuado, Eminencia. Su Majestad os ha enviado a Madrid para resolver problemas, no para crearlos. Debéis sentaros en el Despacho junto al resto de los miembros del gobierno, eso es todo.
El nuevo Embajador de Luis XIV torció ostentosamente la boca casi desdentada. Más que un gesto de enfado, a Mariana le pareció una mueca de dolor, y se preguntó si también se le estarían clavando en los riñones, como a ella, las tallas de los horribles sillones de madera, tan del gusto castellano, en los que estaban sentados.
—¡Su Majestad me ha enviado para dirigir el gobierno, no para ser uno más! El Rey sabe que los Ministros españoles son unos ineptos que han colocado el reino al borde del abismo. ¡Un empujón más de sus negros pies, y ya no habrá España! ¡¡¡No pienso acudir al Despacho con todos esos inútiles mientras no se reconozca mi preeminencia!!!
—¿Dónde está escrito todo eso…? Las cartas de Versalles sólo dicen que habéis sido nombrado Embajador y que, dada vuestra gran experiencia —y Mariana recalcó esas dos palabras, subrayando de alguna manera la vejez de su contrincante—, Su Majestad Luis desea que forméis parte del gobierno de España. Nada más. No se me ha comunicado que estéis por encima del resto de los Ministros.
César d’Estrées se sintió enrojecer de indignación. ¿Cómo era posible que aquella mujer a la que él arropó cuando llegó a Roma como una viuda desconsolada y arruinada, a la que buscó el mejor marido e incorporó al grupo de franceses más notables de la ciudad —y también más útiles a Luis XIV— le mostrara tanto desagradecimiento…? Durante años, la había dominado, y ella había hecho todo lo que él deseaba. Había sido siempre dócil, una inteligente alumna sumisa, que se deslizaba por los salones romanos como si fuera su propia sombra y luego se metía en su cama, compartía con él sus secretos y ponía su cuerpo entero a su disposición, como la más entregada de las cortesanas. Era su creación. Si el Rey confiaba en ella, era por todo lo que él le había enseñado, conduciéndola como a una yegua mansa por el camino que llevaba al establo donde se almacena la mejor hierba. ¿Y ahora se lo devolvía así…? ¿Ahora se permitía desobedecerle, a él, César d’Estrées, sobrino de la magnífica concubina de Enrique IV, Duque-Obispo de Laon, Cardenal de la Santa Iglesia y amigo dilecto de Su Majestad Cristianísima…? No estaba dispuesto a que una puta como aquélla —y él sabía bien que lo era— le pasase por encima. Golpeó el brazo del sillón con el puño:
—¡No acepto vuestras reticencias, Princesa! ¡Tengo pruebas de que el Rey os ha escrito para contaros cuál es mi papel! ¡Yo he venido aquí a gobernar, y no estoy dispuesto a que una mujer me aparte de mi deber! ¡Pronto sabremos quién vence, si vos o yo! —César se atusó la larga melena, lo único que aún le quedaba de sus buenos tiempos de Cardenal seductor, y bajó repentinamente la voz—: Ahora debo ir a visitar a la Reina. Nos veremos pronto, señora.
Mariana sabía muy bien lo que él estaba pensando. Era capaz de leer dentro de su cabeza sin necesidad de que dijese nada, igual que treinta años atrás adivinaba sus deseos antes de que él los expresara. d'Estrées no podía soportar que ella ya no se dejara poseer, que no se mantuviera sumisa bajo él, hundida por su peso de varón, que no lamiera arrastrándose la punta de sus zapatos. No lograba aceptar que la ambición que latía dentro de ella había adoptado su propia forma, expulsando de su interior la debilidad y el miedo que aún podía sentir cuando era joven. Pero hacía ya mucho tiempo que se había puesto en pie, con la cabeza erguida. Había soportado que le cayeran encima cien tormentas y también se había adormecido bajo el sol, sola, inquebrantable, con el mismo orgullo y la misma fiereza que exhibían todos los hombres a su alrededor. Ahora era ella quien mandaba. El tiempo de César d’Estrées había terminado, y al fin era él el que tenía que someterse a la energía de una mujer. Le iba a costar aceptarlo, y trataría de hacerle daño —conocía bien sus largos rencores y sus venganzas dolorosas—, pero a la larga tendría que inclinarse ante su poder, reconociendo su grandeza.
Eso sí, Mariana no estaba dispuesta a lograrlo imitando sus malas maneras de hombre furioso, levantando la voz o dando manotazos al aire. Su solidez y su delicadeza convivían sin problemas dentro de su cuerpo de mujer, y se ayudaban la una a la otra para hacer pasar desapercibida su ambición. Se mantuvo, pues, primorosamente impasible, empleando el mismo tono de voz que habría usado para hablar del último peinado de moda en Versalles:
—Su Majestad no va a recibiros. No le agrada vuestra compañía. No intentéis acercaros a sus aposentos, porque sus guardias tienen orden de no dejaros entrar, y podría organizarse un escándalo. No creo que os convenga que se diga que habéis querido forzar la puerta de la Reina… Id a vuestra casa y esperad hasta mañana, cuando llegue el Rey.
El Embajador se puso el sombrero. Le temblaba el cuerpo de furia. Le hubiera gustado estrangular a esa mujerzuela indecente, estrangularla y gozar al mismo tiempo de ella, tomarla como si fuera una perra, aplastándola dolorosamente contra el suelo, para que se enterase de una vez por todas de que no podía desobedecerle. ¿Quién era ella para rebelarse contra su voluntad…? Sólo logró contenerse mediante un enorme esfuerzo de su larga disciplina de cortesano. Sus últimas palabras fueron un susurro:
—Esto no ha terminado, señora. Podéis estar segura de que le contaré a Su Majestad Luis XIV lo que está ocurriendo aquí. Y lo que está ocurriendo es que queréis el poder para vos misma. Habéis hechizado a Doña María Luisa, y a través de ella intentáis establecer vuestro dominio sobre el Rey Felipe. Sois una bruja, y acabaréis ardiendo en una hoguera. No lo olvidéis.
Mariana sonrió e inclinó la cabeza para despedirse. Había empezado la guerra y se sentía llena de energía y de deseos de combatir. Sí, igual que su soberano, también ella había nacido para derrotar a sus enemigos. Acudiría a la batalla enarbolando su mejor espada y, como los césares, haría desfilar a los vencidos ante los ojos de todos, humillados y cabizbajos. De momento, el nuevo Embajador de Versalles ya estaba en apuros: adelantándose al lacayo, había cerrado la puerta al salir con tal fuerza que la capa se le había quedado atrapada. La Princesa oyó al otro lado de la habitación ruidos, bufidos e improperios hasta que, al fin, el criado logró abrir y desenganchar a Su Eminencia. Entonces pudo verlo alejarse por los corredores con sus rápidos pasitos torpes de viejo y la magnífica capa de Cardenal, desgarrada en una esquina, flambeando tras él a la luz de las teas. La Camarera Mayor soltó una carcajada leve e, inmediatamente, hizo llamar a su secretario. La pelea con d'Estrées —quizá también algún recuerdo inesperado, entrevisto como una ráfaga incompleta pero llena de sensaciones apetecibles— le había abierto las ganas de pasar un buen rato en la cama con d'Aubigny. Un breve momento de descanso y éxtasis antes de ir a servirle la cena a la Reina.
La entrada de Felipe V en Madrid al día siguiente fue sublime. Llegó como el auténtico Rey de un viejo romance, a caballo bajo la nieve —estaba siendo un invierno muy frío—, revestido de una brillante armadura de parada que revelaba su ardor guerrero. Los copos caían suavemente sobre el acero y se derramaban luego por él, semejantes a blancos pétalos lanzados desde los cielos al héroe. Al llegar el lustroso séquito a la calle Mayor, el sol tuvo a bien abrirse paso durante unos minutos entre las nubes y dejó caer sus rayos sobre el jinete, haciéndole resplandecer como si se tratara del propio dios Marte. Las aclamaciones de la multitud que saludaba a su soberano se convirtieron entonces en un clamor fervoroso, y algunos hasta se hincaron de rodillas, creyendo ser testigos de un milagro. Un poco más allá, una mendiga ciega que cruzaba el barrizal cayó al suelo justo en el momento en que Su Majestad iba a pasar. Él hizo cabriolar alegremente a su caballo, sorteó a la vieja sin tocarle ni un pelo, y luego ordenó a uno de sus pajes que le entregara algunas monedas. Ese gesto provocó otro arrebato de la multitud, que daba gracias a Dios por haberles concedido un Rey tan apuesto, tan valiente y tan piadoso.
En la plaza del Alcázar le esperaban sus cortesanos. A decir verdad, aquello más que una recepción a un monarca que regresaba victorioso de la guerra, parecía un carnaval. Igual que el Mayordomo Mayor y sus hijas, la mayoría de los nobles castellanos que tenían algún cargo en la corte se había vestido a la francesa. Todos tenían claro que al que no homenajeara así a Felipe se le pondrían las cosas muy feas. Y ya lo estaban bastante, porque era evidente que el Monarca prefería a sus compatriotas para la mayor parte de los puestos. A decir verdad, los Grandes no contaban apenas nada en el nuevo gobierno. De hecho, el Consejo de Estado y el de Flandes ya habían sido liquidados por orden de Luis XIV, y el único órgano que perduraba del sistema de los Austrias era el Despacho, donde ahora prevalecían los extranjeros. Por lo demás, en los últimos dos años había llegado a Madrid desde Versalles una multitud de burócratas, administradores y militares que, a pesar de sus muchas puntillas y sus profundas reverencias, se habían hecho firmemente, sin ningún miramiento hacia los castellanos, con el control de la política, las arcas y el ejército.
Las prebendas y los privilegios de los titulados castellanos eran ahora puras limosnas, meros gestos hechos a algunos elegidos con el fin de aparentar que Felipe seguía contando con ellos. Pero la mayoría había sido expulsada fuera del paraíso de las regalías, arrojada lejos del poder y de las riquezas que caían del cielo a los poderosos. Y, sobre todo, habían sido apartados del impagable honor, sin el cual no concebían la vida. El honor grandioso e intocable, el prestigio de sus soberbias estirpes: ellos eran sangre de la sangre de quienes habían luchado valientemente durante siglos contra los moros, de quienes habían defendido siempre el nombre de Cristo y el de su vicario en la tierra, el Papa, de quienes habían demostrado su fidelidad a lo largo de muchas generaciones al trono. Ahora se veían menospreciados y humillados por aquellos franceses que se burlaban de ellos, los miraban por encima del hombro y querían sepultar la cristianísima honra castellana bajo la tierra fangosa de su cinismo y su libertinaje. Pero ellos estaban dispuestos a defender por encima de todo la decencia, aunque fuera preciso desdecirse de su apoyo a los Borbones y volverse hacia los Habsburgo.
El Almirante de Castilla sólo había sido el primero en abandonar el bando. Otros muchos Grandes comenzaban ya a pensar en prestar ayuda al Archiduque Carlos, y esperaban su advenimiento como si un nuevo Salvador fuera a llegar al mundo para dirigir los destinos de España y mantenerles a ellos su merecida fortuna. El Duque de Alba y el de Arcos le habían hecho llegar un memorial a Luis XIV recordándole que su sangre y los muchos privilegios de los que sus familias habían gozado desde hacía siglos les hacía ser más valiosos que los nobles franceses, acaparadores de prebendas en la nueva corte. Y Medinaceli, Montalto, Infantado, Condestable y algunos otros mantenían a menudo reuniones secretas en las que trazaban planes para pasarse al enemigo. Muchos empezaban a abandonar Madrid y a enclaustrarse en sus tierras, negándose a merodear como mendigos pedigüeños por el Alcázar impío. Consideraban que ya no le debían lealtad a un Rey que permitía todos aquellos excesos, la permanente deshonra de los suyos, y ahora mantenían correspondencia entre ellos y organizaban penosas estrategias y acciones de guerra imposibles para echar a Felipe del trono y colocar al Archiduque. Las cosas empezaban a ponerse feas para el Rey no sólo fuera de España, sino también en sus propios estados.
Tan sólo el puñado de nobles castellanos que habían logrado mantenerse al servicio del Monarca en algunos puestos elegidos de la corte seguían siéndole abiertamente fieles: a fin de cuentas, no tenían nada que reprochar a la nueva dinastía, y si sus costumbres eran en verdad un tanto disolutas, no tardarían en aprender de los españoles y volver al camino de la virtud. Eran ellos los que ahora estaban allí, bajo la nieve, luciendo aquellos trajes nuevos con los que parecían monigotes disfrazados y observándose los unos a los otros con envidia. Cuando se corrió la voz de que el Marqués de Villafranca del Bierzo había encargado ropas para toda su familia a París con la idea de darle una sorpresa al Rey a su vuelta, nadie quiso quedarse atrás. Al final, hubo una auténtica disputa silenciosa para ver quién adquiría la ropa más cara. Algunos se gastaron auténticas fortunas. El Conde de Castrollano, por ejemplo, consumió buena parte de la futura dote de su hija, y se vio obligado a hacerla profesar en el convento de las trinitarias, a pesar del espanto de la muchacha. Y no fue el único que tuvo que pagar un alto precio por la recepción: la Marquesa de Campohermoso, que había vivido una temporada en París y era muy atrevida, se empeñó en salir a la calle sin abrigo ni capa, para poder lucir su escote. Pasó tanto frío y cogió tal mojadura que terminó sufriendo una pulmonía que estuvo a punto de llevársela a la tumba. Aunque una vez que estuvo recuperada —y tapada de nuevo hasta la barbilla—, pudo repetir orgullosa a todo el mundo que el Rey se había fijado con admiración en sus pechos, y que eso bien valía una enfermedad.
Cuando Felipe llegó a la plaza del Alcázar, el aspecto de la corte travestida era realmente lamentable. Los trajes estaban empapados, los lunares se despegaban y las pelucas, deshechos los rizos por el agua, colgaban lacias hasta las cinturas, goteando los tintes. Pero a él le conmovió el recibimiento, emocionado ya como estaba por los aplausos de sus súbditos. A decir verdad, fue justo en ese momento, a la vista de aquellos seres que le rendían así homenaje, cuando al fin comprendió lo que era: un Rey, un auténtico soberano, el igual de su abuelo el Sol. En ese mismo instante se dio cuenta de que las vidas de millones de personas dependían de él. Aceptó por fin que sus palabras y sus actos eran omnipotentes, que cada una de las decisiones que tomara en adelante generaría una cascada imparable de acontecimientos que recorrerían los mares y las tierras en toda su extensión y tendrían consecuencias en los rincones más remotos del planeta, haciendo que se levantase una iglesia, que se decapitara a un hombre, que otro se enriqueciese, que un país fuera invadido y ardiese bajo las bombas de sus tropas, que mil naves bogasen por los océanos cargadas de riquezas para sus arcas, que gentes y gentes y más gentes de lugares que nunca llegaría a conocer alzasen sus plegarias al Cielo por él, que era su señor y su padre. Comprendió que todos le debían sumisión y respeto, la mendiga ciega caída en el barro, los artesanos y los tenderos y las prostitutas y las taberneras que le habían aclamado en las calles, y también todos aquellos Grandes de sangre arrogante que ahora se inclinaban ante él, ateridos y humildes, pendientes del menor de sus gestos y de sus deseos. Y, en un arrebato místico, pudo ver claramente cómo —entre los rayos del sol que de nuevo brillaba sobre el Alcázar, dándole la bienvenida a su casa— descendía hasta él la Paloma del Orgullo, y le imbuía de su espíritu.
Ardiente de regio vigor, Su Majestad Felipe V de España cabalgó lenta y suntuosamente por el gran patio de su palacio hasta la entrada, mirando a sus Duques y Marqueses y Condes e inclinando ligeramente la cabeza para demostrarles que les agradecía su gesto y que, en el futuro, cuando repartiese prebendas, pensaría amorosamente en ellos. Cabalgó con tanta gallardía, resplandeciendo tanto su armadura de parada que algunos le compararon esa noche con un antiguo Emperador encabezando su cortejo triunfal.
Lo único que deslució la escena fue que María Ramos —la vieja loca de la corte que había llegado años atrás desde la Casa de los Enfermos del Juicio de Zaragoza—, llevada por la emoción, se puso a cantar de pronto una jota grosera y escatológica. Un criado tuvo que sujetarla y llevársela arrastrando por la nieve, entre chillidos desgarradores.