III

La Princesa de los Ursinos contempló a la pequeña novia que caminaba pizpireta hacia el altar, y sonrió para sus adentros, al fin tranquila. Con el precioso vestido que le había encargado a París, la niña estaba deliciosa. A pesar de sus escasos trece años, el cuerpo de María Luisa Gabriela de Saboya estaba perfectamente formado, y ella misma había podido comprobar durante el viaje cómo la regla le bajaba puntualmente cada veintiocho días. Cierto que su cara era todavía un poco infantil, con aquellas mejillas regordetas que parecían de muñeca, pero ese aire ingenuo y levemente travieso haría que los españoles simpatizasen enseguida con su nueva Reina, a la que era imposible considerar una amenaza.

Lo mismo se podía decir del Rey, tan guapo y tan callado. Demasiado callado, en realidad: aunque Mariana no hubiera recibido de sus confidentes todos los desoladores informes que tenía sobre él, hubiera bastado un vistazo para darse cuenta de que aquel muchacho tímido y melancólico, al que una mirada un poco intensa ya hacía enrojecer, poseía muy pocas cualidades para ser rey. La Princesa no pudo evitar recordar al Luis XIV de años atrás, cuando tenía, igual que ahora su nieto, dieciocho años y era ya sin embargo un hombre poderoso como el sol. Su presencia imponía silencio, su mirada hacía que los corazones se parasen, su voz erizaba la piel y sus gestos provocaban deseos de arrodillarse ante él. Luis había sido grande —no, grande no, inmenso— desde la cuna. Un verdadero astro. Felipe era en cambio pequeñito, tan débilmente refulgente como una luciérnaga a los pies de un árbol muy viejo.

El breve momento de satisfacción de Mariana al ver iniciarse la boda terminó enseguida. Ahora tuvo ganas de lanzar al aire un suspiro muy profundo, al pensar en el muchísimo trabajo que le iban a dar aquellos dos críos para convertirlos en dignos propietarios del trono de España. Si es que algún día lo lograba… La recién nombrada Camarera Mayor de Su Majestad la Reina alzó la mirada hacia el altar de la iglesia de Sant Pere y lo que vio le hizo morderse fuertemente el labio. Allí estaba aquella especie de mono sucio, el Patriarca de las Indias, bajo, renegrido y feo. Y, alrededor, todos aquellos hombres tan bajos, tan renegridos y tan feos como él, los Grandes de España, los nobles más importantes, espantosamente vestidos de negro, con las enormes golillas amarillentas y sobadas fijándoles las cabezas —que apenas podían mover—, como si fuesen espantapájaros.

Y detrás… Sabía muy bien lo que había detrás de ella, aunque no pudiese permitirse girarse para contemplar el espectáculo lamentable. Las damas, tapadas hasta la barbilla, aplastadas bajo sus corsés de madera, luciendo la ridícula silueta que les proporcionaban los guardainfantes, enjalbegadas las caras de blanco de albayalde, con las mejillas y las manos rojas del colorete, y coronadas por aquellos peinados patéticos, capas y más capas de rizos solidificados por las pomadas, parecidos a insonoros cascabeles. Horrorosas y tan tiesas como palos de escoba. Y junto a ellas, asomando sus monstruosas caras entre las faldas, un par de docenas de enanas y enanos inquietos y ruidosos, patéticamente vestidos con los mismos modelos en miniatura que sus dueños, incapaces de mantenerse quietos y respetuosos ni un minuto. Mariana sintió el desaliento recorrerle el cuerpo como un espasmo: todo aquel horror que la rodeaba era tan sólo una avanzadilla de lo que iba a encontrarse cuando llegase al Alcázar. Bajó de nuevo la mirada y trató de rezar: «Dios mío, dadme fuerzas para soportar este infierno. Os lo pido en nombre de vuestro devoto Rey Luis…»

Fue en ese preciso momento, mientras los monaguillos incensaban a los asistentes con nubes perfumadas de humo sagrado y el Patriarca comenzaba a declamar el Kyrie, eleison, cuando se oyó el estruendo: el reclinatorio del Duque de Osona[1] se acababa de caer. El Duque, como representante de los Grandes de Cataluña, había sido colocado justo detrás del Rey, para ayudarle en todo momento. Detrás de la Reina estaba el Conde de Valencia de Don Juan, en nombre de los de Castilla. Pero a éste no le había gustado nada que le hicieran ocupar un papel secundario en la ceremonia. Pensaba —y los demás castellanos estaban de acuerdo con él— que los méritos de su corona eran mucho mayores que los de la corona de Aragón, que varias veces había traicionado a los soberanos de la Casa de Austria. Ahora que llegaba una nueva dinastía, se veían arrinconados. Y en connivencia con sus amigos, había decidido que no iba a permitir semejante desaire. Así que cuando llegó el momento de acercarle al Monarca su sillón para que se sentase, el Conde castellano se abalanzó sobre él, tratando de quitarle el sitio al Duque catalán. Comenzó entonces una pelea a codazos y empujones entre los dos Grandes, que no terminó hasta que el reclinatorio de Osona, golpeado por los litigantes, cayó al suelo. Valencia de Don Juan aprovechó ese momento para impulsar con fuerza el sillón del Rey y, ya victorioso, regresar detrás de la Reina y sostenerle ahora el suyo.

El Patriarca había interrumpido sus rezos y los monaguillos observaban embobados la escena. En la nave de la iglesia de Figueres se oyeron risitas y comentarios en voz no muy baja. Algún enano incluso se atrevió a aplaudir. La Camarera Mayor suspiró profundamente, sin preocuparse ya por la etiqueta. Luego decidió permanecer el resto de la ceremonia —que prosiguió como si nada hubiera sucedido— con la cabeza baja, fingiendo que rezaba, firmemente dispuesta a no levantarla salvo que ocurriese otra catástrofe. Sólo cuando la boda y el Te Deum terminaron, alzó los ojos para mirar de nuevo a los novios, y pudo ver que el rostro de la novia estaba enfurruñado y enrojecido de cólera. Mariana volvió a suspirar, y se apresuró a ocupar su lugar en el cortejo, detrás de la pareja real, al lado del horrible Mayordomo Mayor del Rey. Estaba segura de que el resto de la jornada sería duro, muy duro.

Por desgracia para ella, la Princesa no se equivocaba: todo se convirtió aquel día en un problema insuperable. El banquete, para empezar: Felipe había encargado que la mitad de los platos de la cena fueran nacionales y la otra mitad franceses. Aunque hacía ya ocho meses que estaba en España, era incapaz de acostumbrarse al gusto fuerte y seco de la cocina local. Pero tampoco quería ofender a sus súbditos, de manera que aquella solución le pareció salomónica. Y al menos, por un día, podría disfrutar de los viejos sabores. Sin embargo, algo raro ocurría: el protocolo del banquete de bodas indicaba que los oficiales de la Boca de Su Majestad debían pasar los platos a las damas de la Reina, y éstas a su vez entregárselos a la Camarera Mayor, que los depositaba entonces en la mesa, delante de los novios. Pero cada vez que llegaba un guiso francés, el recipiente resbalaba de las manitas pintadas con colorete de la Marquesa de turno y acababa chocando con estrépito contra el suelo. No hubo forma de que los novios probasen la bisque de cangrejos, las coronas de espárragos o los mille feuilles de hojaldre rellenos de foie a las hierbas. Todas esas exquisiteces terminaron por el suelo, pringosas y resbaladizas. Y, por más que Mariana frunciese el ceño ante las damas, tratando de transmitirles su enorme indignación, ellas se llevaban las manos a la boca, como pidiendo excusas, se retiraban hacia el grupo entre miradas de inteligencia y sonrisitas y volvían a dejar caer el siguiente plato extranjero.

La Princesa podía ver claramente a la luz de las velas el rostro cada vez más enfadado de María Luisa. La primera vez que un rico guiso rodó por tierra, la niña se mostró desagradablemente sorprendida pero, cuando llegó a continuación el españolísimo besugo en escabeche con zumo de naranjas, lo comió con bastante apetito. La segunda vez, sospechando ya que aquello no era casual, se negó en redondo a probar cualquier otra cosa. Apretó los labios y se cruzó los brazos sobre el pecho, aunque una mirada de Mariana le hizo enseguida saber que debía disimular su enfado.

A las once de la noche, terminó por fin el banquete desastroso. El Mayordomo Mayor y algunos Grandes acompañaron a Felipe a su cuarto. La Camarera siguió a la Reina al suyo, junto con varias damas, que fueron despedidas por ella sin ningún miramiento en cuanto cruzaron la puerta, y que se marcharon refunfuñando y abanicando el aire con las telas de sus enormes guardainfantes. María Luisa se sentó en el borde de la cama y volvió a mostrarse enfadada. Mariana se acercó a ella y, con su voz más exquisita, comenzó a hablarle mientras le quitaba suavemente los zapatos:

—Señora, permitidme que os diga que ahora deberíais cambiar de actitud. Su Majestad el Rey va a llegar en unos momentos, y tiene que encontraros contenta y dispuesta a satisfacerle.

—¿Contenta…? —la Reina gritó un poco más de lo adecuado—. ¿Cómo queréis que esté contenta, Princesa? ¡Me han mandado a una corte de monstruos! ¡Yo quiero volver a mi casa…!

Y se puso a llorar. Mariana no sabía muy bien qué hacer. Era cierto que la persona que tenía delante, sollozando sin consuelo, era su señora, la soberana de los inmensos reinos de España. Pero también era una niña, una criatura de muy pocos años arrancada de pronto a su familia, que se veía inmersa por primera vez en costumbres que debían de parecerle muy extrañas y ante las que, por su rango, tenía que responder como si fuesen las suyas propias. Para colmo, dentro de unos instantes, un hombre al que acababa de conocer aquel mismo día iba a llegar al dormitorio y la tomaría, quizá con impericia o tal vez incluso con violencia.

La Princesa de los Ursinos recordó su propia noche de bodas, la primera. Lo tenía todo aún muy vivo en su memoria, sí, vivo y todavía levemente hiriente, aquella noche del 5 de julio de 1659, en la que se enamoró. Ella era entonces un poco mayor que la Reina. Ya había cumplido los quince años, y ciertas lecturas a escondidas, ciertos comentarios de las amigas, la habían informado —mal informado— de lo que debía ocurrir en el primer encuentro con su marido. A pesar de lo mucho que le gustaba, había pasado un miedo terrible antes de que llegara el momento definitivo. Pero el miedo se desvaneció rápidamente en cuanto la presencia de Adrien a su lado, desnudo, despertó en ella un deseo como nunca había imaginado que pudiera existir. Un minuto de dolor, y luego toda aquella exaltación, aquella inaudita intensidad de sus sentidos, el ansia indefinida y tan carnal que aquel cuerpo fue capaz de provocarle, y el momento sublime y milagroso del placer… Mariana sintió revolotear la vieja mariposa en el vientre, y se preguntó si esa noche aún tendría fuerzas para hacerle sitio en su cama a Jean d’Aubigny. Pero ahora tenía que resolver la situación. Se arrodilló ante la Reina:

—Vamos, señora, no lloréis… Estáis cansada y asustada, y es normal. Yo también lo estaba hace muchos años, cuando me encontré por primera vez con mi esposo. A todas las mujeres les ocurre lo mismo. Pero no debéis tener miedo.

—¡No tengo miedo! ¡Yo nunca tengo miedo! ¡Lo que tengo es rabia! —y volvió a sollozar, aún más fuerte que antes—. ¡Son muy feos! ¡Los españoles son todos muy feos! ¡Y muy maleducados! ¡Y yo no quiero ponerme esas ropas horrorosas, ni comer ajo…! ¡No quiero vivir en el Alcázar! ¡Sólo quiero irme a mi casa…!

La voz de Mariana era una auténtica obra maestra de delicadeza:

—¿Su Majestad el Rey, vuestro esposo, también os parece feo…?

La niña contuvo por un instante el lloro. Sólo por un instante:

—No, él no… ¡Pero yo quiero irme a mi casa…!

Los mocos le caían sobre la boca. La Princesa sacó su pañuelo y la limpió:

—Tenéis razón, vuestro esposo es muy guapo. Y muy dulce. ¡Habéis tenido mucha suerte! Vuestro padre debe de quereros mucho para haberos organizado un matrimonio tan bueno. ¡Os habéis casado con un joven encantador, y además sois Reina de España…! Todas las Princesas de Europa os envidian, os lo aseguro.

Ahora sí parecía que María Luisa empezaba a calmarse. Abrió mucho los ojos enrojecidos:

—¿Es eso verdad…?

—Claro que sí. La Princesa de…

En ese momento, llamaron a la puerta, y el Duque de Osona irrumpió en la habitación sin pedir ni siquiera disculpas:

—Princesa, debéis venir, Su Majestad el Rey os necesita…

A Mariana le dieron ganas de tirarse de los pelos, pero se contuvo, se levantó, se atusó la ropa, pidió permiso a la Reina para retirarse unos momentos, hizo su magnífica reverencia —famosa en medio continente—, y salió corriendo por los pasillos hacia la habitación donde estaba alojado Felipe. Se lo encontró tirado en la cama, con su ropa de dormir, el gorro torcido y las zapatillas colgándole de los dedos, sollozando con una enorme pena, igual que la Reina. Al verla, se incorporó rápidamente:

—¡Me han dicho que María Luisa se quiere ir a su casa…!

La Camarera Mayor maldijo para sus adentros a quien hubiera estado escuchando detrás de la puerta, y no se molestó ni siquiera en completar su inclinación:

—Oh, no, señor, no os han informado bien. Su Majestad está cansada, eso es todo. Llevamos tres meses de viaje, y los caminos no siempre han sido fáciles. Y además, señor, el día de hoy ha estado lleno de emociones… Haber recibido el inmenso honor de convertirse en vuestra esposa ha puesto a Su Majestad al borde del llanto. De contento, por supuesto. ¿A qué mujer no le hubiera sucedido lo mismo…? Pero ahora os está esperando, ansiosa por reunirse con vos.

Felipe enrojeció como un capullo de rosa al que hubiera iluminado repentinamente la luz del sol:

—¿Ah, sí…?

—Claro que sí, señor. Pero, si tenéis a bien recibir el consejo de una pobre mujer dos veces viuda, me permitiré deciros que debéis tratarla con mucho cariño y con suma delicadeza…

El Rey apenas la escuchó. Ya se había secado los ojos y se levantaba rápidamente de la cama, como si un sumo deber le llamase irremediablemente:

—Vamos, vamos…

La Camarera consiguió convencerle para que esperase un poco. Corrió por los pasillos hasta la habitación de la Reina —a la que encontró más tranquila—, la avisó de que su esposo iba a llegar, llamó a las azafatas para que la desvistieran, le dio los últimos consejos, corrió de nuevo por los pasillos hasta la habitación del Rey, le dio también los últimos consejos y luego, precedida por la guardia y por el Mayordomo Mayor, y seguida por un séquito de Grandes, le acompañó hasta el dormitorio de María Luisa, deslizándose ahora por los corredores como un cisne silencioso y pensando tan sólo en un único placer incomparable para ella en ese momento: el de meterse al fin en la cama. Sola.

Eran las dos de la mañana del 4 de noviembre de 1701, cuando Mariana de la Trémoille, Condesa viuda de Chalais, Princesa viuda de los Ursinos, famosa en las cortes de Europa por su inteligencia, su talento para la política y su exquisito buen hacer, famosa también por sus estrechas relaciones —de todo tipo— con el alto clero y por su magnífico y leal papel como agente de Su Majestad Luis XIV en Roma, consiguió al fin acostarse. No durmió muchas horas, pero descansó como una niña, sin remordimientos ni obsesiones. A las ocho, la Camarera Mayor de la nueva Reina de España —nombrada por el propio soberano de Francia para mantener bajo control a María Luisa— estaba ya en pie, arreglándose y preparándose para cualquier nuevo desastre que pudiera suceder.

Ante el espejo de su habitación, ya vestida y peinada a la moda francesa —tampoco ella estaba dispuesta, igual que la Reina, a rendirse a los feos trajes de las españolas—, se miró en el espejo y se permitió un minuto de frivolidad: estaba a punto de cumplir los sesenta años, pero nadie le echaría más de cincuenta. La cara apenas tenía arrugas, el cuerpo seguía siendo flexible y la energía y la voluntad —ah, sí, sobre todo la energía y la voluntad— eran las de una mujer mucho más joven. Una mujer que aún conservaba intacta dentro de su cabeza el ansia de participar en la vida pública y la ambición de acumular poder. Ella consideraba ese deseo un tesoro. Era estimulante. De hecho, pensaba que ése era el secreto que la mantenía joven mientras las demás mujeres de su edad se derrumbaban a su alrededor, aquel afán que había nacido y crecido inevitablemente en su mente como una poderosa planta reptante, llena de vida, desde que comenzó a pasar mucho tiempo con su primer marido en los salones de París en los que se reunían las personas más inteligentes y activas del reino.

Pero esos deseos eran propios de los hombres y estaban prohibidos a las mujeres, que no debían aspirar a intervenir en el gobierno, salvo para hacerle más agradable la vida —siempre con sabias astucias— a algún familiar, algún amigo o algún peticionario que pagase un buen precio por su intervención. Mariana, sin embargo, nunca se había conformado con aparentar ser una sombra y ocuparse de algún carguito vacante mientras jugueteaba en la cama de un hombre poderoso. No es que no le gustase juguetear en las camas, desde luego, y además debía confesar que las de los hombres poderosos siempre le habían interesado más, pero su ambición iba mucho más allá de la de la mayor parte de las mujeres. Lo que a ella la emocionaban eran las verdaderas intrigas de poder, el manejo de las situaciones complicadas, los grandes tratados comerciales entre países, las guerras que los Reyes se hacían los unos a los otros por obtener un beneficio económico, las largas conversaciones de paz que implicaban jugadas maestras de repartos de territorios y áreas de influencia. Esa embriagadora sensación de saber que, desde lo alto de la esfera del mundo, desde aquellas elevadísimas cumbres a las que muy pocos podían acceder, el resto del universo se veía pequeño y muy vulnerable, una miserable hormiga puesta a tus pies para que la pisotees y a la que aplastas con ardor, o el cachorro que se ahoga y al que, de pronto, llena de compasión, decides dejar vivir y salvas de las aguas. Le divertía mucho el juego entre el desprecio y la piedad, la certidumbre en la solidez de su dominio que le confería la capacidad de poder decidir sobre la vida de alguien, sobre su dicha o su desgracia, esparciendo a su alrededor, caprichosamente, recompensas y castigos, agradeciendo con generosidad a quien a ella le daba la gana el más pequeño gesto de amistad, o eligiendo frente al enemigo derrotado la venganza o la indiferencia, según el color del que hubiera amanecido el cielo aquel día. Poder. Eso era poder. Y el poder la excitaba más de lo que nunca la había excitado el cuerpo más deseable de todos los que habían compartido su lecho.

Por eso se había divertido tanto durante los veintiocho años que había pasado en Roma. Cuando llegó allí, a principios de 1673, era una mujer deshecha, una viuda temblorosa que no lograba concebir la vida sin la presencia a su lado de Adrien. Pero Adrien había muerto en Venecia, mientras intentaba incorporarse a los ejércitos de la Serenísima República para combatir a los turcos. Había muerto por su culpa, por cuidarla a ella de aquella fiebre caliente que se le contagió y se lo llevó por delante en tan sólo unos días, el cuerpo glorioso y tan amado convertido en tierra, mientras su esposa tenía que seguir viviendo sin él. Nadie la entendió: las grandes damas no debían querer a sus maridos de esa forma, eso no era de buen gusto. Una Condesa de Chalais que se preciara no podía andar llorando de una ciudad a otra la pérdida de su esposo. Se vestía de negro unas semanas, se retiraba en su propia casa durante unos meses o, como mucho, en un convento, y enseguida comenzaba a recibir a amigos y amantes y a organizarse un nuevo matrimonio.

Pero ella amaba de verdad a Adrien. Ya lo había demostrado tiempo atrás, cuando abandonó sola Francia para ir a rescatarle de las manos de los portugueses, que lo habían hecho prisionero. Toda su vida de casada había sido extraña y desgraciada. Después de la boda, se había creído la mujer más feliz del mundo. Sentía que su amor formaba un capullo a su alrededor, y ella vivía allí dentro, en aquel espacio tibio y silencioso al que no llegaba ninguna de las turbaciones del mundo, y tan sólo tenía que dejar que su corazón latiese y su cuerpo se expandiera lleno de deseo. Simplemente. Pero entonces llegó la catástrofe: aquella fiesta en las Tullerías en la que el Marqués de La Frette empujó sin ningún miramiento a Adrien y a su cuñado Luis para abrirse paso entre la multitud, lleno de soberbia. El honor ofendido de los Chalais. El duelo al amanecer junto a los cartujos. Mourois muerto. Y la severidad de Luis XIV, que había decidido considerar los duelos un crimen de lesa majestad castigado con la muerte y no quiso perdonar a los participantes.

Todo se desmoronó. El capullo se convirtió en polvo y la dejó a la intemperie, en medio de un desierto. Adrien tuvo que huir, y al cabo de un año logró llegar a Madrid y reclutar un ejército para ir a combatir a los portugueses, que luchaban por recuperar su independencia de España. Fue entonces cuando lo hirieron gravemente y lo hicieron prisionero. Hacía falta una fortuna para rescatarlo. Ella lo intentó, intentó con todas sus fuerzas convencer a su suegro y a su padre de que le dieran el dinero suficiente para salvar a Adrien, pero no lo logró. Suplicó, sollozó, amenazó con suicidarse… No hubo nada que hacer: ninguna de las dos familias estaba dispuesta a arriesgar sus privilegios por un hombre al que el Rey había proclamado proscrito, por muy hijo o yerno que fuese.

Mariana se quedó sola con su desesperación. Y con su valor: a espaldas de los suyos, vendió todo lo que poseía, juntó su dinero y sus joyas en dos cofres que transportaría sobre una mula y luego, a caballo, sin más compañía que la de un escudero, inició su viaje a Madrid. Soportó durante meses el calor y la sed, la incomodidad de las posadas, el cansancio de las largas jornadas cabalgando, el peligro de los precipicios, el riesgo de ser atacada por los bandidos, cualquier cosa con tal de salvar a Adrien y volver a abrazarse a él. Y soportó, sobre todo, el rencor de su familia, que jamás le perdonó aquel comportamiento excéntrico y poco digno de una dama.

Aun así, tuvieron que pasar todavía dos largos años hasta que fue liberado. Flaco, envejecido, pálido del muchísimo tiempo vivido en prisión, pero tan amado como siempre. Mariana había probado entretanto otros cuerpos —la carne es débil, y aquellos hombres demasiado insistentes, pensaba para justificarse a sí misma siempre que recordaba sus adulterios de entonces—, pero ninguno le parecía tan dulce y deseable como el de su esposo. Y cuando volvió, se abrazó a él, se agarró a él con uñas y dientes, e igual que había luchado por liberarle de la celda, ahora luchó por sacarle de aquel pozo de estupor en el que parecía sumido. Fue ella quien decidió que debían irse a Venecia, donde había trabajo para un buen soldado. Sí, ella misma le había empujado con las palmas de las manos muy abiertas sobre su espalda, llenas de proyectos de futuro, a la muerte.

Y entonces se volvió loca. Eso era al menos lo que se decía en Francia: la Condesa viuda de Chalais se ha vuelto loca, y en lugar de regresar junto a su madre como una buena hija, se dedica a recorrer las ciudades de Italia buscando no se sabe qué consuelo. Nadie entendía sus lágrimas, su pesadumbre, el dolor aquél que sentía en el vientre, el dolor de la ausencia de Adrien, como si le hubiesen arrancado las entrañas y en su lugar sólo quedase un vacío que nada podía llenar.

Fue en ese estado en el que llegó a Roma a principios de 1673. Dolorida y sola, loca según muchos, pero con una firme determinación: no regresaría a París hasta que pudiese volver con la cabeza muy alta. No quería ser la viuda mendicante de un proscrito, acogida por compasión en el hogar familiar, suplicando ante el Rey para que perdonase los arrebatos de juventud de su marido y su propia huida. Aspiraba a poseer el control de su vida, a tener una fortuna que fuese suya y le permitiera pasearse por los salones de Versalles cubierta de joyas y de sedas, llevando tras de sí, como si fuera la cola del vestido de una Reina, la estela de un título nobiliario obtenido gracias a su talento. Roma le parecía un buen lugar para lograrlo: había suficientes intrigas, suficientes secretos que susurrar a los oídos de unos y otros y, si jugaba bien sus cartas, podría conseguir lo que deseaba. Mucho más en aquel momento en que acababa de estallar el asunto de la regalía, que enfrentó gravemente a Luis XIV con el Papa cuando el Rey decidió que el nombramiento de los obispos franceses era cosa suya y no del Santo Padre. Aquel conflicto exigía que el Monarca dispusiera de gente que trabajara a su favor en Roma. Mariana decidió que sería una de esas personas.

Había disfrutado intensamente de toda esa actividad. Durante muchos años, había ido de salón en salón y de iglesia en iglesia vertiendo ciertas palabras aquí y las opuestas allá, anudando y desatando relaciones, ofreciendo regalos para comprar voluntades y susurrando al oído de Luis XIV, a través de sus cartas, nombramientos y ceses. Había contribuido a la elección de cinco Papas, y se había convertido además en una de las mujeres más importantes de Roma al casarse con Flavio Orsini, Príncipe del Imperio, Grande de España, Duque de Aragón, Conde palatino y Señor de innumerables territorios. El hombre que, alternándose con el Príncipe Colonna, se sentaba a la derecha de Su Santidad durante las grandes ceremonias, un hombrecillo sin voluntad, maleable, perennemente atacado de jaquecas y depresiones, lleno de deudas, pero propietario del mejor palacio de la ciudad y de algunas otras hermosas residencias en diversos lugares de Italia, donde vivía rodeado de cuadros, esculturas, brocados y polillas. Había sido un buen matrimonio: sin amor, por supuesto, incluso sin cariño, pero respetuoso y libre. Mariana se había dedicado a sus negocios políticos y a sus amantes mientras el Príncipe Orsini permanecía encerrado entre sus obras de arte, escuchando las óperas cuyos libretos él mismo escribía y que sus músicos, magníficamente pagados, interpretaban para él.

Ahora, veintiocho años después de su desolada llegada a Roma, podía afirmar con orgullo que se había construido a sí misma. Se había convertido en una persona imprescindible para Luis XIV, la única mujer de la que se fiaba aparte de su esposa, con la que ella compartía muchas complicidades. Era Princesa viuda de Orsini —o de los Ursinos, como decían los españoles— y Camarera Mayor de Su Majestad María Luisa Gabriela. Y algo bueno, muy bueno, saldría de todo eso para el futuro, estaba segura. Mariana se recolocó ante el espejo el escote del vestido, procurando exhibir lo máximo posible de sus pechos —así escandalizaría a las antipáticas damas españolas—, y se sonrió, satisfecha.

Pasaban ya las once y media de la mañana y estaban a punto de sonar las campanadas del ángelus cuando un criado vino a buscarla de parte del Rey. Estaba en su habitación, solo, todavía en bata y zapatillas, desayunando con ganas una taza de chocolate con bizcochos. La Princesa sabía perfectamente que no había estado en el cuarto de su esposa nada más que una hora, y que el resto de la noche —y buena parte de la mañana— se la había pasado durmiendo como un niño, sin moverse del rinconcito caliente que había conseguido encontrar en la cama. Estaba segura de que entre él y la Reina no había ocurrido nada, pero aparentó una total ignorancia mientras le demostraba su interés:

—Buenos días, señor. ¿Habéis pasado buena noche?

Felipe mojó un bizcocho en su taza, y pareció reflexionar mientras el chocolate resbalaba por su mano hasta alcanzar el puño:

—No lo sé…

Ya empezaban las complicaciones. Ahora tendría que interrogarle a fondo:

—¿Qué queréis decir, Majestad? ¿No habéis dormido bien?

—¡Oh! Sí, sí, dormir creo que sí… Lo que no he hecho ha sido…

Se puso rojo y agachó rápidamente la cabeza, incapaz de terminar la frase. La Camarera no sintió ninguna sorpresa. Estaba bien informada sobre Felipe. Sabía que era un tipo raro, probablemente el único miembro de la corte de Versalles —incluyendo a los criados— que había llegado al matrimonio sin haber tenido jamás una amante. El Padre Fénelon había hecho su trabajo a conciencia, y había logrado hacer creer a aquella criatura de ingenio más bien escaso que el amor fuera del sacramento le llevaría derecho al Infierno. El Rey era virgen. Pero de eso ya hacía tiempo que estaba informada, desde que Luis le pidió que se hiciese cargo de la novia y la llevara a España para quedarse luego a su lado. Lo que no sabía era que nadie le había contado a aquel muchacho lo que debía hacer para acostarse con una mujer. Ahora empezaba a sospecharlo. Le interrogó con suavidad y sin mirarle a los ojos, para que no se sintiera cohibido:

—¿Queréis decir que no habéis consumado vuestro matrimonio? ¿Es eso, Majestad…?

Felipe asintió con la cabeza, mientras se metía un bizcocho entero en la boca. Mariana suspiró mentalmente:

—No creo que debáis preocuparos… Es muy normal que la primera noche no suceda nada. Incluso que pasen varias noches hasta que se produzca el acto. Es habitual que los esposos tan jóvenes como Vuestras Majestades necesiten conocerse un poco antes de ser capaces de intimar en la cama.

El Rey seguía con la cabeza agachada, comiendo bizcochos. Los carrillos, cada vez más rojos, se le habían hinchado. Un hilo de chocolate le resbalaba por el mentón. Mariana se lo limpió mientras insistía en preguntarle:

—¿Su Majestad la Reina os recibió bien? ¿Estuvo amable?

Felipe volvió a asentir. La Camarera decidió intentar librarse de aquella penosa tarea:

—Creo, señor, que tal vez necesitéis hablar con un hombre. ¿Queréis que llame a Louville…? —La cabeza agachada negó—. ¿A Benavente…? ¿A vuestro Confesor…?

Felipe tragó con esfuerzo todo lo que tenía en la boca y, al fin, se atrevió a mirarla a los ojos:

—Deseo que me lo expliques tú. Tú eres mujer, y sabes lo que les gusta a las mujeres. Quiero hacer cosas que le gusten…

Mariana pensó que aquel deseo era muy prometedor para el futuro del matrimonio. Desde luego, lo más probable era que a la Reina no le gustasen las mismas cosas que a ella —al menos no todavía—, pero se sentía perfectamente capaz de recordar sus comienzos en los asuntos amorosos, los primeros tiempos inocentes de su matrimonio, y la manera apropiada para una niña de relacionarse con su esposo. Le daría una clase iniciática. No le quedaba otro remedio. Y si querían ir más allá, ya tendrían tiempo de aprender ellos solos. Pidió permiso para sentarse y comenzó a explicarse con mucha calma:

—Lo primero que debéis hacer, señor, es acariciarla. A las mujeres nos agradan las caricias hechas con suavidad. Acariciadle primero la cara y luego id bajando vuestros dedos por el cuello, por la parte de la nuca y también por delante. Al mismo tiempo, podéis empezar a besarla, muy despacio.

Felipe carraspeó:

—¿Cómo lo hago…? ¿Con los labios cerrados…?

—Creo que es mejor que los abráis, señor, y también que estén un poco húmedos. Y estaría bien que al mismo tiempo pasarais un poco la lengua por la piel. Es una sensación muy agradable…

El Rey la miraba sin pestañear. De pronto, le tendió la mano:

—Bésame tú tal y como debo hacerlo.

Mientras acercaba su sillón al del Rey y le cogía la mano, inclinándose hacia ella, Mariana pensó que, en cuanto llegaran a Madrid, encargaría que le tallaran una imagen del santo Job, al que pudiera rezar y encender muchos cirios:

—Así, Majestad.

Al día siguiente, los Reyes no se levantaron hasta casi las tres. Enseguida hicieron llamar a la Camarera Mayor al cuarto de la Reina, donde esperaban juntos el desayuno. Aunque Mariana no hubiese estado al corriente de lo que ya sabía todo el séquito —los ruidos de la cama, los gritos ahogados varias veces a lo largo de la noche—, le habría bastado con verlos un instante para saber lo que había ocurrido. Felipe y María Luisa estaban sentados el uno junto al otro al lado de la chimenea, cogidos de la mano, sonrientes. A cada minuto se miraban a los ojos sin poder evitarlo, como si en el mundo no hubiera nada más hermoso para mirar que el rostro del otro, y la sangre les circulaba con tanto ardor que las pieles pálidas del día anterior se habían vuelto rosáceas y tiernas. Mariana se permitió por un momento envidiarles: acababan de descubrir una de las mejores cosas de la vida, y de ahora en adelante —y ojalá fuera durante mucho tiempo— se dedicarían a profundizar en ese saber con el entusiasmo de los eruditos. Y entonces se sintió orgullosa de sí misma: al fin y al cabo, ella había sido la maestra que les había abierto las puertas del arte más sublime. Su reverencia de aquella mañana fue, de hecho, un poco menos humilde que de costumbre.