A las siete en punto de la mañana, el Ayuda de Cámara de Su Majestad Cristianísima Luis XIV de Francia abrió los ojos, como cada día. Era el 16 de noviembre de 1700. Llovía a mares, y el agua rebotaba tozuda contra los cristales y sobre los mármoles del patio, acompañando los ronquidos rítmicos del Rey. A ciegas, Monsieur Bontemps buscó con la mano la palmatoria y los fósforos que había dejado en el suelo, cerca de la cama, y encendió la vela, mientras comprobaba que las cortinas del lecho del Monarca estaban lo suficientemente cerradas como para no molestarle con la luz.
Quince minutos después, vestido y despejado, reconfortado del frío y del hambre con un buen trago de aguardiente y un par de bizcochos, el Ayuda de Cámara abrió suavemente la puerta del dormitorio real y dejó pasar a tres criados que entraron caminando de puntillas. Enseguida desapareció la cama plegable donde él había pasado la noche, durmiendo con su habitual sueño ligero, siempre dispuesto a levantarse rápidamente si Su Majestad necesitaba algo. También se hizo fuego en la chimenea, se cambió el orinal usado y se abrieron las contraventanas, dejando entrar en la habitación una luz mortecina que obligó a encender la mitad de las velas.
De pronto, un candelabro cayó con estrépito. El joven Milhaud, que había tenido una noche brillante en compañía de una muchacha recién llegada al servicio de lavandería, lo había tirado en medio de su torpor. Los ronquidos de Su Majestad se detuvieron por un instante, mientras el Ayuda de Cámara le propinaba al criado un buen pescozón. Todo quedó en suspenso, hasta que se oyó un fuerte rugido procedente del lecho real y los ronquidos volvieron a sucederse con normalidad. Humilde, Milhaud recogió el trozo de cera y volvió a colocarlo, ya encendido, en el candelabro de oro.
A las siete y media en punto —un fiero reloj rodeado de leones marcaba los minutos sobre la chimenea—, mientras los criados abandonaban la habitación, el Ayuda de Cámara se acercó a la cama del Rey y asomando la boca entre las cortinas cerradas repitió su frase de cada día: «Sire, ya es la hora». Luis XIV, que en aquel momento se creía de nuevo joven y sano y refulgente y estaba a punto de dispararle a un enorme ciervo con la mano derecha, mientras con la izquierda tocaba los grandes pechos de la Marquesa de Blécourt, se despertó y sintió un ramalazo de mal humor: no, ya no era joven, nada joven, tenía sesenta y dos años, le faltaba la mitad de los dientes y el pelo se le había caído casi por completo, le dolían la pierna derecha y el estómago y la espalda a la altura de los riñones y aquella mañana un poco también el cuello, cazar un ciervo era una tarea mucho más costosa para él que antes, porque le temblaba algo el pulso y, para colmo, ninguna mujer le ofrecía ya sus senos para que él los toquetease. Devoto, eso era lo que decían, que se había vuelto devoto y le era fiel a su querida esposa, pero él sabía que todos sabían la verdad, y la verdad era que su sexo se había agotado, quizá a fuerza de usarlo, o tal vez…
La cabeza del Primer Médico Real, Monsieur Jarzat, asomó entre las cortinas, interrumpiendo por suerte sus pensamientos, que corrían ya libremente camino de la amargura:
—¿Cómo estáis esta mañana, sire?
—Perfecto, estoy perfecto —no pensaba mencionar ninguno de sus dolores, no fuera a ser que al pesado del doctor le diera por hacerle una sangría o ponerle una lavativa. Aquél debía ser un gran día, y no iba a consentir que nadie se lo estropeara—. ¿Qué ha pasado esta noche por ahí…?
—Han llegado varios cortesanos después de medianoche. Todo el mundo quiere estar presente cuando anunciéis la gran noticia. Volveos a este lado, sire… La Marquesa de Châlons ha parido de madrugada, inesperadamente, y los gritos se podían oír desde el jardín. Ah, y a propósito del jardín, dicen que el Conde de Nohant y Madame de Deslais tuvieron ayer…, sacad la lengua…, tuvieron una pelea tremenda en el bosquecillo de la Ménagerie. Parece que Nohant tiene una nueva amante, y que la Deslais le armó un verdadero escándalo.
Monsieur Jarzat contaba las últimas noticias recibidas momentos antes en la antecámara, mientras tomaba el pulso, palpaba el vientre y observaba las pupilas del Rey. Éste apenas le prestaba atención, pendiente todavía de los duros pechos de la Marquesa de Blécourt y de su frustración. Cuando el médico le tiró de la lengua un poco más de lo conveniente, le pegó un manotazo: ya tenía suficientes molestias como para aguantar ninguna más.
La cabeza del doctor desapareció resignada entre el cortinaje y fue a refugiarse en un rincón, justo en el instante en que se abrían las dos puertas del cuarto y hacía su aparición el viejo Duque de Gramont, vestido de carmesí y plata, coronado por una enorme peluca morena que lo hacía parecer aún más viejo, y acompañado por su perfume de benjuí y gálbano, semejante a un cuerpo denso que se moviera a su alrededor. El Primer Gentilhombre de Cámara se acercó a los pies del lecho, sujetó firmemente con ambas manos las cortinas que lo cerraban y las abrió muy despacio, igual que si empujase dos montañas tras las cuales iba a aparecer en todo su esplendor el Paraíso, dejando al fin al Rey a la vista.
—Sire, buenos días, Francia os espera… —Gramont hizo la reverencia y trató luego de alzarse con gracia, fingiendo no percibir los crujidos de sus huesos y los tirones de las antiguas cicatrices del hermoso tiempo de las batallas.
Eran las ocho en punto. Comenzaba la larga jornada pública, pautada y solemne del Rey. Luis estaba seguro de que aquella mañana iba a ser bulliciosa. Todo el mundo querría aparecer ante él durante la ceremonia del Despertar. Al fin y al cabo, desde aquel día iba a ser un poco más grande aún de lo que ya era, como si el sol pudiera expandir aún más luz, brillar con un fulgor más intenso. Ese pensamiento le animó y le hizo olvidar los minutos de rabia que su hermoso sueño le había procurado: hoy tendría más que nunca a un montón de personas trotando a su alrededor, buscando su mirada y contemplándole con arrobo. Habría codazos entre los cortesanos para abrirse paso hasta él, y las damas se pasarían horas haciéndose peinar y maquillar, y se pondrían las joyas más hermosas y los vestidos más ricos, con sus grandes escotes, para hacerse notar por él aunque sólo fuese un segundo.
Quizá, tal vez, la noche acabara incluso con alguna aventura amorosa. Luis no dudaba de que el poder fuese un gran afrodisíaco, y su poder iba a ser aún más gigantesco desde esa misma tarde. Al fin y al cabo, tenía pendientes varias presas posibles. La joven Duquesa de Lurennes andaría por allí, con su piel blanquísima y sus grandes ojos azules, y también estaría la Marquesa de Ménange, bien entrada en firmes carnes a sus treinta años y conocida por su sabiduría amatoria que él nunca había probado: no había llegado a tiempo, pero tal vez éste sería el día. El Rey miró a su Primer Gentilhombre de Cámara y, asombrosamente, le sonrió:
—Buenos días, Gramont. ¡Nos espera una gran jornada!
El Duque, atónito, se retiró de la vista del Monarca para hacer sitio a quienes tenían derecho a la Gran Entrada, que se arremolinaban ya, nerviosos, a los pies de la cama. Allí estaba su hijo Luis, el Delfín, con sus grandes mofletes pálidos y sus ojillos vacíos, haciéndole una reverencia tan profunda que la gran peluca blanca —que debía de haberse puesto a toda prisa para no llegar tarde— estuvo a punto de caérsele. Cada vez que lo miraba, el Rey no podía evitar preguntarse cómo era posible que de los muchos hijos que había tenido, aquél, justo el que debía heredarle, fuera el más tonto. Los bastardos se las arreglaban estupendamente, y cada uno de ellos demostraba poseer algún talento particular, alguna cualidad brillante que le hacía ser admirado por la corte. Pero el heredero tenía la mente tan lechosa como el cuerpo, y una y otro parecían siempre estar cubiertos de niebla y adormecidos. Ni siquiera aquella mañana tan importante para su propia vida se mostraba más despierto que de costumbre.
El Rey alzó una ceja para saludarle y contempló luego a los demás, que habían concluido ya sus reverencias y se alineaban obsequiosos frente a él. Su hermano, el Duque de Orleans, estaba más chillón y afeminado que de costumbre. Los encajes formaban una nube a su alrededor y el gran lazo rosa bajo la barbilla gruesa le hacía parecer más que nunca un perro, como un ridículo carlino que pudiese sonreír y apestase a aceite de ámbar. Luis alejó la vista de él, molesto, y la paseó rápidamente sobre el resto de los Príncipes —sobrinos y nietos— que aquella mañana habían decidido no faltar al Despertar del Rey. Felipe se había colocado en la esquina, y estaba medio tapado por la columna de madera de la cama, a la que se había arrimado como si buscara en ella sujeción y escondite. Apenas le podía ver, pero comprobó que se había vestido elegantemente —en brillante azul-amanecer-en-Saint-Germain— y que había elegido una deliciosa peluca clara. Luis se sintió satisfecho de su nieto.
Detrás, los oficiales de servicio trataban de asomar las cabezas entre los Príncipes para hacerse ver. El Gran Chambelán, el Gran Mayordomo, el Mayordomo del Guardarropa y los tres Gentileshombres de Cámara sonreían humildemente a Su Majestad, dándole a entender que cumplirían a la perfección con sus deberes en aquella jornada brillante.
Y en efecto, todo se puso a funcionar como estaba previsto: el Primer Ayuda de Cámara se acercó al lecho y vertió en sus manos unas gotas de espíritu de vino, con las que el Rey se lavó parsimoniosamente mientras sus visitantes le contemplaban con arrobo. En cuanto hubo terminado, el Gran Chambelán tendió hacia él una pequeña jofaina de plata, con cuya agua bendita Luis se santiguó igual de lentamente. Los asistentes a la ceremonia, encabezados por el Delfín, caminaban ya en perfecto orden de jerarquía hacia el gabinete contiguo, donde un capellán esperaba, tieso y amarillento, para dirigir el primer y breve oficio del día. Devotamente, Luis, desde su cama, juntó las manos, humilló la cabeza y rezó, mientras pensaba en la ropa que se pondría aquella tarde.
Los caballeros regresaron al dormitorio real en el mismo orden inquebrantable, mientras por la puerta de la antecámara hacía su aparición Quentin, el barbero larguirucho y vivaz. Eran las ocho y media. Había llegado la hora de levantarse: Luis se incorporó, metió los pies en las babuchas y alcanzó de manos del Gran Chambelán su bata. Ponerse en pie le supuso un gran esfuerzo: tuvo que empujarse con los dos brazos, porque a su espalda le costaba erguirse y las piernas no querían sostenerle con firmeza. ¡Maldita edad!, pensó, tratando de disimular el esfuerzo mientras caminaba renqueando hasta el sillón, justo al lado de la chimenea. El fuego ardía alegremente, expulsando hacia la habitación un humo maloliente que flotaba entre los presentes y se depositaba como carbonilla sobre las ricas telas de los trajes, los damascos bordados en oro de las cortinas, las alfombras persas y el dorado reluciente de las paredes. El Gran Chambelán volvió a acercarse al Monarca y le quitó con suavidad extrema el gorro de noche.
Quentin comenzó entonces su tarea: limpió cuidadosamente la cabeza del Rey con polvos perfumados, fingió peinar el escaso pelo que aún le quedaba en la nuca, le pasó una esponja levemente humedecida en agua de lavanda sobre el rostro y le afeitó muy despacio la barba, mientras entraban en la habitación los invitados a la Segunda Entrada: los Ministros, el Intendente, el Controlador de la Plata y los diez o doce nobles que disponían del privilegio de compartir con el Monarca aquel importante momento del día.
A esas alturas de la mañana, en la habitación real había ya unos treinta hombres. Vigilando atentamente las expresiones del soberano y, al mismo tiempo, mirándose entre ellos por el rabillo del ojo, todos asistieron impasibles a la ceremonia de los Quehaceres del Rey. Luis ocupó su sitio en su exquisita silla-orinal de terciopelo carmesí bordado en oro y, con regia puntualidad, procedió a sus deposiciones, mientras el médico Jarzat esperaba para recoger la bacinilla y observar el estado de los restos de Su Majestad. Únicamente el Duque de Orleans, poco acostumbrado a la vida militar por su tendencia a comportarse como una doncella, se alejó hacia un rincón del dormitorio y se mantuvo allí, sin poder evitar la repugnancia, llevándose cada poco un pañuelito perfumado a las narices. Pero en cuanto su hermano volvió a ocupar su sillón junto a la chimenea, se abrió paso entre los cortesanos, apartándolos sin miramientos, para situarse de nuevo en primera fila.
El barbero Quentin procedió a colocar en la cabeza de Su Majestad la primera peluca del día. En el mismo instante, comenzaron a entrar para el Gran Despertar los veintisiete nobles invitados aquella mañana, todos elegantes como orquídeas y visiblemente excitados. El dormitorio era ahora una auténtica exhibición de riqueza, una galería de jubones de sedas exquisitas y camisas bordadas en oro, de corbatas y lazos sujetos con rubíes o esmeraldas, de altos bastones de maderas traídas de los confines del mundo con empuñaduras de marfil y plata, de pelucas de todos los colores rizadas como pieles de cordero y de rostros maquillados que sonreían mientras las cabezas pensaban en las deudas de juego de la noche anterior, en la amante que exigía una carroza más lujosa, en el rango de oficial que deseaban conseguir para un hijo o en el cargo de Gobernador de las Carpas de Su Majestad, que había quedado libre al fallecer su último detentador y al que muchos de aquellos caballeros aspiraban. Los perfumes se entrecruzaban los unos con los otros, chocando en algunos puntos concretos de la habitación como fieras que intentasen devorarse, y las bocas parloteaban en voz baja, semejantes a moscas que zumbaran infatigables en medio del calor.
Luis observó satisfecho aquella multitud de hombres entregados a su voluntad, pendientes del menor de sus deseos, esclavos de cada uno de sus gestos y decisiones. Aquello era el poder. Pensó en lo generoso que se mostraba con él Dios Nuestro Señor, y estuvo a punto de emocionarse por su propia grandeza. Pero las voces más altas de lo admisible que procedían del fondo de la habitación, de aquéllos que no habían tenido más remedio que quedarse junto a la puerta y ahora parecían olvidar la etiqueta, le estropearon el momento, haciéndole volver a la realidad. Hizo un gesto a su Primer Chambelán para que los mandase callar, y pasó a ocuparse del desayuno, la habitual tacita de verbena que ya llegaba hasta él, transportada por un exquisito cortejo que de pura delicadeza y solemnidad parecía portar las reliquias mismas de Cristo.
Dos guardias le abrían paso entre el gentío. Detrás, cuatro gentileshombres de la Boca del Rey se ocupaban altaneros de llevar la tetera, la taza, el azucarero y la servilleta. El Copero Mayor se acercó a ellos, sosteniendo su propio pocillo, y se sirvió un chorrito, que bebió con lentitud. Tras comprobar que no padecía escalofríos ni terribles dolores de estómago, que no le salía espuma por la boca ni se le amorataban las manos y que, por lo tanto, no había sido envenenado, miró al Rey y le hizo un gesto de afirmación. Dos nuevos caballeros se apresuraron entonces a servirle su tisana, entre reverencias y gestos atildados.
Luis bebió por fin con alegría su primer sorbo. Después dejó resbalar su mirada sobre la multitud, tratando de buscar al Conde de Échenon, al que no logró ver por ninguna parte.
—¡Échenon! —gritó.
El aludido apareció al fin frente al Rey, con su enorme tripa envuelta en terciopelo violáceo y un inmenso lunar a la antigua muy cerca del ojo izquierdo.
—Sire…
—¿Qué ha dicho hoy vuestro caballerizo sobre el tiempo?
—Sopla viento del este, sire, y hace frío. Marcel cree que dejará de llover y que tendremos una buena tarde, aunque no terminará de despejarse del todo.
—Entonces podré ir a cazar, buenas noticias. —Luis se levantó un poco del sillón, alzándose sobre el peso de sus brazos, y rebuscó lentamente entre la multitud de hombres que le miraban expectantes, mudos y quietos como estatuas en las que el escultor hubiera tallado absurdas muecas de sonrisa. Luego volvió a sentarse y bebió otro traguito de su tisana—. Vos vendréis conmigo, Alamard. Y vos también, Telon. Iremos al bosque de Marly. Hoy quiero un ciervo.
Un susurro de admiración recorrió la sala, como una ola que rompiera rumorosa contra los cantos de la playa: ¡Su Majestad quería un ciervo! ¡Su Majestad debía de encontrarse especialmente bien aquella mañana! ¡Hacía por lo menos dos meses…, no, dos y medio, que Su Majestad no acudía al bosque de Marly! ¡Su Majestad les estaba dando una gran alegría! El sonido feliz del agua sobre los cantos apagó el rumor sordo y oscuro de la decepción de todos aquéllos que habían esperado en vano ser elegidos compañeros de caza y ahora disimulaban como podían la frustración, redondeando en gestos de arrobo las bocas pintadas.
Pero ya eran las nueve y media, y había llegado la hora justa de vestirse. Asistido por el Delfín, el Gran Chambelán, el Ayuda de Cámara, el Mayordomo del Guardarropa y los Gentileshombres de Cámara —que sostenían, estiraban, plegaban, recogían y entregaban las ropas—, Luis terminó envuelto en sedas y satines color entrañas-de-procurador y estela-de-góndola-en-el-Gran-Canal, muy apropiados para aquella mañana. Al fin, el Relojero Real, tras haberle dado cuerda al reloj de bolsillo, se lo entregó al Marqués de Hautcœur, y éste se lo pasó al Duque de Anjou, quien a su vez lo depositó en las reales manos con una atolondrada reverencia. Entonces se dio por terminada la ceremonia del Vestido de Su Majestad.
En unos instantes se formó el cortejo que debía dirigirse a la capilla. Gramont le entregó al Rey su rosario de oro, con el hermoso crucifijo de marfil en el que el Cristo casi desnudo parecía retorcerse entre espasmos. Luis ocupó su sitio, en medio de la procesión que comenzó su lento deambular por los corredores. A lo largo del palacio se iba oyendo el ritmo del desfile: el golpe fuerte primero de los bastones de los caballeros sobre las maderas enceradas al amanecer, luego los dos golpecitos breves de los tacones de sus zapatos, todos a un tiempo, como una orquesta bien concertada. A las diez de la mañana, el palacio de Versalles entero recogía armoniosamente toda aquella devoción y aquella elegancia.
La capilla estaba ese día llena hasta los topes. Allí se apretaban todos los que no habían sido invitados a la ceremonia del Despertar y todas las damas del palacio, somnolientas, malhumoradas muchas de ellas, oliendo aún a la piel tibia del amante. Pero era preciso acudir a la misa: a Luis le gustaba que todo el mundo cumpliera con los ritos, tanto los profanos como los religiosos. Exigía verse rodeado siempre de su muchedumbre, aquellos centenares de hombres y mujeres fieles como perros y refinados como muñecos de porcelana, que daban sentido a las salas lujosas, a los jardines exquisitos, a las fruslerías de la cocina, a la alegría solemne de sus músicos.
El aroma de los inciensos se entremezclaba con los perfumes densos de los asistentes, haciendo que el aire pareciera pesado, como el humo de una fogata ardiendo en medio de una habitación cerrada. El Duque de Orleans, siempre tan delicado, sintió al entrar su arcada de cada mañana, y tuvo que acercarse a la nariz su pañuelito mientras hacía la genuflexión. Ya iba a levantarse cuando se dio cuenta de que Luis estaba aún arrodillado en el suelo. Últimamente, el Rey se limitaba a agachar un poco la cabeza y fingir que doblaba las rodillas, pero aquel día le dio por postrarse de verdad, y todo su séquito tuvo que imitarle de inmediato. El resto de los presentes susurraba su admiración: era evidente que había mucho que agradecerle a Dios esa mañana.
Hubo un momento de inquietud al comprobar que el Monarca no podía incorporarse. El Gran Chambelán intentó abalanzarse en su ayuda, pero Luis le fulminó con la mirada y tendió su mano al Duque de Anjou, que, rojo de vergüenza, se apresuró a levantar a su abuelo. Éste lo mantuvo firmemente a su lado y le hizo caminar junto a él, a la vista de todos, hasta llegar a su sillón. Tan sólo se detuvo un momento para besarle la mano a Madame de Maintenon, vestida en tonos oscuros y luciendo una hermosa mantilla española —claramente española— sobre la cabeza. El Rey le hizo un pequeño gesto de satisfacción: a decir verdad, aquella esposa suya era un dechado de sabiduría y diplomacia. Por la noche iría a sus aposentos a agradecerle el gesto. Aunque si la Lurennes o la Ménange se le daban bien, tal vez a esas horas estaría muy ocupado…
El Duque de Anjou depositó torpemente a su abuelo en el sillón y se dirigió hacia su asiento. Sus ojos se tropezaron entonces con los pechos de la Marquesa de Fontiègnes, claramente extendidos hacia él. Felipe volvió a enrojecer, mientras la dama se pasaba con suavidad los dedos de su mano derecha sobre la blanquísima piel del escote, apenas recubierta por una gasa que intentaba simular una cierta modestia. El Duque tropezó con su silla y estuvo a punto de tirarla antes de sentarse. El corazón le latía tan fuerte que creyó que iba a caerse desplomado. Tenía que salir de allí antes de perder el conocimiento como una damisela y organizar un escándalo. Pero era imposible: estaba sentado en la primera fila, al lado de su padre, justo frente al altar desde donde su abuelo lo veía todo, y además tendría que atravesar la capilla entera hasta la puerta bajo las miradas y los murmullos de toda la corte. Felipe respiró hondo, y sintió un sudor repentino empapándole el pecho y la nuca. El cráneo comenzó a picarle bajo el calor implacable de la peluca. Le hubiera gustado meter la mano por debajo de los rizos y rascarse, pero estaba seguro de que, a su espalda, todos estaban observándole. Y además, justo en ese momento, el Capellán Mayor salió de la sacristía, rodeado de una multitud de acólitos y monaguillos que lanzaban sobre él y sobre los fieles nubes de oloroso incienso.
—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen. Introibo ad altarem Dei.
—Ad Deum qui lætificat iuventutem meam.
Las voces de la corte en pleno se alzaron hacia el cielo inmaculadas y gloriosas en la gloriosa mañana de noviembre. El Duque de Anjou sintió el aliento de la Marquesa de Fontiègnes en su nuca, como si hubiera logrado atravesar la densidad de la peluca. Lo cierto es que, aunque él no podía saberlo, a la dama le había costado un verdadero esfuerzo ocupar aquella mañana el lugar que se encontraba justo detrás de su asiento. La noche anterior había estado jugando hasta muy tarde al lansquenet, y había perdido una fortuna. Pero ni el temor a tener que confesarle a su marido las pérdidas ni las breves horas de sueño le habían impedido estar en pie a las siete y llegar la primera a la capilla, a las ocho y media, para poder situar su reclinatorio en el lugar elegido. Durante un rato, hasta que comenzó a llegar el resto de los cortesanos, estuvo dormitando arrodillada, envuelta en una capa de piel que su criado se había llevado después, dejándola bien a la vista —aunque un poco aterida— con su escotado vestido apenas disimulado bajo la gasa sutil. Pero aquél podía ser su gran día, y todo sacrificio valía la pena.
Hacía mucho tiempo que la Marquesa perseguía al Duque de Anjou. Lo había conocido recién nacido, cuando ella tenía quince años y acababa de casarse con ese vejestorio que tenía por esposo, y desde entonces lo había visto crecer, siempre tan lindo y tan tímido, y convertirse en aquel jovencito de diecisiete años, guapo como una luna llena en una noche despejada del invierno, y tan apetecible, con sus rubores y su pudor de niña de colegio. Athénaïs suspiraba desesperadamente por él, deseaba desvirgarlo, transmitirle la sabiduría acumulada en sus muchos años de amor en los brazos de los hombres más doctos de la corte, pero el Duque, semejante a una doncella medieval, vivía rodeado de un muro de castidad. Su preceptor, el rígido Padre Fénelon, había logrado convencerle de que el amor carnal fuera del matrimonio le conduciría a las puertas mismas del Infierno, de donde jamás sería redimido. Felipe miraba a su alrededor, observaba las depravadas costumbres de la corte, la obvia sexualidad del abuelo —cuyos amoríos extraconyugales transcurrían a la vista de todo el mundo—, y a veces por la noche, mientras rezaba arrodillado en su reclinatorio antes de acostarse, rompía a llorar, imaginando que todas aquellas gentes viciosas que le rodeaban acabarían en los abismos de los condenados, entre llamas y tormentos insoportables.
Claro que también lloraba un poco por sí mismo, aunque eso nunca se lo confesaría al Padre Fénelon. Al fin y al cabo, por muy Príncipe de Francia y muy devoto que fuera, no dejaba de ser un muchacho, y las tentaciones del deseo se incrustaban a menudo en su cerebro y en su cuerpo con la fuerza de mil cuchillos afilados. Vivir entre todas aquellas damas hermosísimas, entre las criaditas frescas y cálidas como leche recién ordeñada, que a menudo le miraban con ojos lánguidos y se acercaban más de la cuenta a él al cruzárselas en los pasillos, era una auténtica agonía. Menos mal que el preceptor le había permitido aliviarse a solas cuando resultara imprescindible, aunque no más de dos veces al día: Dios sabría comprender aquella debilidad de la carne en un hombre joven y sano. Cualquier cosa —siempre con moderación—, con tal de que no cayera en el pecado.
La Marquesa de Fontiègnes se lo estaba poniendo especialmente complicado, con sus pechos sinuosos siempre presentes delante de sus ojos, con aquellas sonrisas inspiradoras y los gestos mudos de su abanico. Un día, en pleno appartement, ya tarde, cuando todo el mundo había bebido lo suficiente, hizo como que tropezaba al pasar a su lado y se dejó caer sobre él, sentándose en sus rodillas. Una vez allí, no hubo manera de levantarla en un largo rato. Entre las risas de todos los que estaban alrededor, Athénaïs frotó sus senos contra el pecho del Duque, le acarició la nuca y hasta le mordió ferozmente el cuello, pasándole luego la lengua sobre el mordisco. Sólo se puso en pie cuando apareció en la sala el Delfín y quizá tuvo miedo a recibir una regañina. Entonces se esfumó carcajeante, rodeada por sus amigos, que la envolvieron como si fueran su cuerpo de guardia.
Y ahora la tenía detrás, justo aquella mañana que debía ser la del comienzo de su nueva vida. Bendita mañana, eso pensaban todos. Menos él, que maldecía sin cesar el testamento de Carlos II, y a Carlos II, y el trono de España con todos sus reinos. Él no quería ser Rey, no quería gobernar, no quería tener que tomar decisiones a cada momento, ni levantarse temprano todas las mañanas y fingir que era poderoso y reluciente, como hacía su abuelo, que siempre parecía ir recubierto por una armadura de oro. Una armadura que le protegía del mundo y, a la vez, imponía su dominio sobre él, sobre la vida de las personas y las fronteras de los Estados y el destino de los animales y hasta el crecimiento de las plantas de sus jardines, que él quería ordenadas y simétricas para dar testimonio, también en eso, de su poder.
Pero el Duque de Anjou sólo deseaba seguir llevando aquella vida tranquila de Príncipe sin aspiraciones, dormir mucho, ir a cazar por las tardes, aparecer por las noches en el appartement del Rey tratando de pasar lo más desapercibido posible. Y que siempre le dijeran lo que tenía que hacer. Siempre. ¿Cómo iba a adoptar leyes para lejanos súbditos que vivían en tierras cuyos nombres nunca conseguiría aprenderse? ¿Cómo iba a ordenar movimientos de tropas y gastos de dinero si ni siquiera había sido capaz de decidir jamás, en sus diecisiete años de vida, qué ropa debía ponerse? Estaba acostumbrado a que otros pensaran siempre por él, su madre, su padre, su preceptor, el Rey y hasta los criados. Y ahora tendría que pensar él solo, por sí mismo y por miles y miles de personas a las que jamás conocería. El abuelo se lo había dejado bien claro el día anterior, al darle la noticia y comunicarle sus primeras instrucciones:
—Te prohíbo que tengas ningún privado. ¿Me oyes bien…? Ningún favorito, ¡nunca! Los favoritos acaban con los Monarcas, son como vampiros, les chupan la sangre y se enriquecen a su costa, vaciándoles las arcas. Cuando haya asuntos complicados, yo te daré las órdenes desde aquí. Lo demás deberás decidirlo tú. Tendrás tres o cuatro personas de mi confianza, y ellos te ayudarán. Pero no se te ocurra jamás hacerle caso sólo a uno. ¡Que no se te ocurra! Escúchalos a todos y luego piensa tú mismo qué es lo mejor. ¿Te ha quedado bien claro?
El paternoster, musitado por la corte en pleno a toda velocidad —el oficio no debía durar más de treinta minutos—, anunciaba que no quedaba ya mucho de la misa. Y en ese momento lo oyó, oyó claramente la voz de la Marquesa susurrando a su espalda, muy cerca de su oído, después del Adveniam regnum tuum, «a medianoche en mi habitación, os espero, Majestad». ¡Majestad! Era la primera vez que le llamaban así, y tenía que ser justo aquella mujer, aquel demonio de pechos grandes y cuello perfecto que le atacaba desde hacía meses.
Quería morirse. Eso es lo que quería. Y tenía muchas probabilidades de conseguirlo: debía realizar aquel horrible viaje de muchas semanas hasta Madrid en pleno invierno, entre nieves, vientos y heladas y, con un poco de suerte, enfermaría sin remisión. O quizá su carroza volcaría en algunos de esos puertos espantosos que, según decían, separaban el norte del reino de la meseta, y su cuerpo rodaría como un muñeco por la pendiente, dejando tras de sí un rastro de sangre real. (El Duque sacó la lengua para recibir la comunión y pronunció su «Amén»). Incluso era posible que alguien lo envenenara, sí, tal vez alguno de los partidarios del Archiduque se las arreglaría para asesinarle. Y a decir verdad, no le importaba. El caso era morirse.
Arrodillado piadosa y lastimeramente en su reclinatorio, después de la comunión, se le ocurrió la solución a todos sus males: ¡Moriría en la batalla! ¡Eso era! En cuanto hubiese un enfrentamiento con algún ejército enemigo, se pondría él mismo delante de sus tropas y penetraría en las filas contrarias con tal valentía que acabarían matándolo. Así, al menos, su honor quedaría a salvo. La idea le causó tanta alegría que estuvo a punto de volverse hacia la Marquesa de Fontiègnes y hacerle un gesto afirmativo con la cabeza, aceptando su invitación: puesto que iba a morir pronto, bien podría disfrutar al menos una vez de un cuerpo de mujer. Pero la voz del Padre Fénelon resonó en sus oídos, interrumpiendo su arrebato: «No pequéis nunca contra la castidad, Monseñor, es el pecado más horrible a los ojos de Dios…» Y el repentino sueño de una noche de placer se esfumó entre las nubes de incienso que los monaguillos arrojaban sobre las primeras filas.
—Ite, missa est.
Luis le hizo una señal a su nieto, indicándole que subiera a buscarle al altar. Juntos, apoyados el uno en el otro, muy lentamente, abandonaron la capilla, bajo las miradas de éxtasis de todos los cortesanos, el Rey con la cabeza muy alta, muy poderosa, como si llevara la corona de sus antepasados eternamente puesta, y el Duque de Anjou tembloroso y desvalido, sintiéndose como un escarabajo negro y feo atrapado en una trampa que sólo desease inútilmente abrir las alas y echar a volar.
El cortejo real, tan ordenado y solemne como al principio, regresó al gabinete del Monarca. Felipe pidió entonces permiso para retirarse.
—No te olvides de estar en el Gran Patio a las dos. —Luis sacudía entretanto la mano ensortijada de oro, haciéndole gestos de que podía irse—. Deseo que hoy me acompañes a la caza.
El Duque de Anjou hizo su reverencia y trató de dirigirse a su habitación, pero una nube de caballeros le rodeó de inmediato, los ojos ansiosos y las cejas alzadas, intentando cada uno de ellos ser el objeto único de su atención. Las interpelaciones y las preguntas se entremezclaban, mientras todos caminaban a su alrededor por los salones, como un enjambre de moscas en torno a un pescado.
—Monseñor, os he traído de mis cuadras un hermoso caballo zaino que deseo regalaros. Montáis con tanta gracia, que sólo vos podréis lucir sobre un ejemplar tan magnífico —gritaba el Marqués de La Motte.
—Monseñor, ¿qué tal habéis dormido esta noche? Me preocupa tanto vuestra salud que al saber que ayer os habíais retirado del appartement demasiado pronto, no he podido ni siquiera acostarme a causa de la inquietud —chillaba el Conde de Vernois.
—Monseñor, he ordenado a mi cocinero que os preparase las codornices al chocolate que tanto os gustaron el día que me hicisteis el honor de cenar en mi casa, y os las he traído para vuestro almuerzo —vociferaba entre jadeos el Barón de Moulin, que a consecuencia de su edad se iba quedando cada vez más atrás.
Felipe hizo lo que pudo para librarse de aquélla jauría de peticionarios. Rompiendo la etiqueta, echó a andar a toda velocidad por los salones, y huyó entre espejos y lustres y estatuas de mármol, hasta que alcanzó su dormitorio, hundido en una esquina oscura de la planta baja del palacio. Se tiró exhausto en la cama y ordenó a los criados que le llevaran una jarra de vino —no quería comer nada— y que le dejaran tranquilo hasta la una y media. Nadie debía entrar en su habitación, ni siquiera su padre.
Luego, entre trago y trago de buen vino de la Champaña, intentó dormirse, pero no lo logró. Se le agolpaban las imágenes y las ideas en la cabeza, el largo viaje, la vida en el Alcázar —triste, según decían, como un féretro—, las leyes que tendría que firmar, la esposa que ya debía de estar buscándole su abuelo, la negra ropa de los españoles a la que jamás podría acostumbrarse, las guerras que sería preciso iniciar, el nuevo idioma que no se sentía capaz de aprender, los dineros que tendría que administrar, la gravedad y firmeza que se vería obligado a mostrar en cada momento… Entre negrura y negrura, debió de quedarse dormido unos instantes, porque lo cierto es que creyó entrever cosas extrañas, un cuerpo de mujer desnudo en su cama, grueso y blando, tendiéndole los brazos, un estandarte de los tercios de Flandes flotando en una charca, un demonio rojo como un pimiento danzando en medio de un salón sin adornos ni ventanas, al son de una bombarda desagradablemente chillona…
Luis XIV, entretanto, hablaba en efecto con sus consejeros sobre las Princesas casaderas de Europa. Iban analizándolas una a una, como a caballos expuestos en una feria: ricas y pobres, lindas y feas, fuertes y enfermizas, virtuosas y ligeras… Unas no servirían por su edad, otras por la escasez de su dote, o por su salud quebradiza, o porque a su madre se le habían muerto casi todos los hijos, o porque estaban poco educadas, o porque lo estaban en exceso, o porque mostraban demasiada ambición, o porque se decía que eran muy coquetas… Caballos en una feria a los que se les miraba la dentadura, y la robustez de las patas, y la firmeza del vientre.
Al final, un nombre pareció resplandecer entre todos, nimbado por la aureola que el propio Luis supo crear a su alrededor, el de María Luisa de Saboya. Aquella niña de doce años, preciosa como un zafiro según sus retratos, era la hermana pequeña de María Adelaida. Y el Rey adoraba a María Adelaida, la esposa de su nieto mayor, el Duque de Borgoña. Linda, alegre, y leal a su marido como un guardia de corps. Había que reconocer que el cínico de Víctor Amadeo de Saboya había tenido buenas hijas, exquisitas Princesas que reinarían cuando les llegase el momento con el mismo brillo con el que la estrella de la mañana reina en el cielo. Sí, María Luisa sería una buena esposa para Felipe, y una esplendorosa soberana para el trono de España.
Así que Luis se fue a comer contento, tanto que durante la quisquillosa ceremonia de su Almuerzo apenas reparó como solía hacer en los pequeños defectos que la deslucieron: pasó por alto que el Mayordomo, que encabezaba tras la guardia el largo cortejo de nobles portadores de la comida, tropezara con el borde de una alfombra y estuviese a punto de caerse. Tampoco dijo nada cuando el Duque de Vienne, al que aquel día le tocaba ejercer de Sumiller, vertió unas cuantas gotas de vino sobre el mantel inmaculado. No regañó al viejo Marqués de Blède cuando, medio asfixiado entre la multitud de nobles que le observaban comer, le dio un ataque de tos. Y ni siquiera protestó porque los platos estuvieran fríos. De hecho, aquel día devoró con satisfacción todo lo que le pusieron delante: potaje de cangrejos, filetes de ciervo trufados y un buen plato de capón a las ostras. Luego disfrutó de los espárragos cultivados en su preciada huerta y de cuatro huevos duros, aunque al Guardavajillas le parecieron cinco, según comentó después en la habitual conversación entre los cortesanos sobre el apetito del Rey. Un par de peras bien frescas, recién recogidas del árbol, le sirvieron de postre.
Algo cansado y un poco molesto por la sensación de que el estómago le iba a estallar bajo la presión de las calzas, el Rey decidió que aquel día no trabajaría más. Durante un rato, jugó a solas en su gabinete con algunos de sus perros favoritos, tirándoles su corbata de seda y haciendo que se pelearan entre ellos para llevársela como un trofeo desgarrado y húmedo de babas. Luego hizo pasar a un puñado escogido de cortesanos, mandó llamar a los oficiales de su guardarropía y se cambió —peluca incluida— para la caza. Perfecto, impecable, un poco renqueante, pero alegre como el milagroso sol de noviembre que lucía al fin en aquella tarde festiva, el gran hombre inició su paseo hacia los bosques cercanos, en busca de unas cuantas liebres a las que reventar con la pólvora de sus preciosos fusiles.
Los guardias de corps, inmóviles como figuras de cera, rodeaban ya el patio hasta la verja. Una fila de carrozas se alineaba a la espera de la llegada del Rey. A medida que pasaba junto a ellos, Luis iba saludando descuidadamente a sus acompañantes, agitando la mano en el aire y mirando al frente, mientras ellos hacían la reverencia. El Duque de Anjou estaba ya al lado de su carruaje, vestido con su mejor traje de caza, rubio y majestuoso como un dios, aunque un poco pálido. Abuelo y nieto —señores juntos de medio mundo— treparon al coche y el cortejo se puso en marcha.
Fue una tarde feliz. Luis cobró más de cincuenta piezas, como solía hacer mucho tiempo atrás, y Felipe olvidó durante un par de horas su angustia y disfrutó de la ruidosa furia de los perros, del estruendo de los disparos, del momento de satisfacción que suponía para él recibir el arma cargada, apuntar, comprobar la firmeza de su pulso y tirar con acierto contra el animal que saltaba entre los árboles y los matorrales despojados de hojas, en busca de un refugio que jamás llegaría a alcanzar. Le excitaba verle caer rodando, sabiéndose su matador, y observar luego cómo los perros se dirigían hacia la pieza agonizante y terminaban con ella, antes de depositarla orgullosos a los pies del Montero Mayor. Le gustaba —sí, tenía que reconocer que le gustaba— el olor de la sangre que manaba de los cadáveres, pegajosa y densa, y que se deslizaba luego despacio sobre el exquisito terciopelo de las faldas de las damas, cuando cortésmente, con sus modales de viejo coqueto, el Rey ofrecía a sus invitadas algunas de sus piezas, que ellas colgaban de sus cinturas como prueba de la regia predilección y luego exhibían gritonas a la vuelta a palacio.
Aquel día de esplendor, el regreso a Versalles fue un poco tardío. Eran más de las cuatro y media cuando el cortejo entraba en el patio. Luis decidió que, como cosa excepcional, se saltaría el oficio religioso de la tarde: la importancia de la jornada justificaría su descuido a los ojos de Dios. Se despidió de Felipe al bajar de la carroza dándole una palmada en la cara:
—No te olvides de ponerte tu mejor traje, el mejor. Quiero que esta noche seas el auténtico nieto del Sol. Que todos los hombres se arrodillen ante tu majestad y todas las mujeres te deseen por tu belleza. —Y se alejó lentamente, como un astro hacia su ocaso, camino de los aposentos de su esposa secreta, donde solía pasar un rato todas las tardes. Antes de regresar a la necesaria exhibición pública de su grandiosa persona, le gustaba sentarse allí mientras firmaba cartas y cédulas, junto a la chimenea ardiente, sabiendo que su dulce Madame de Maintenon bordaba a sus espaldas, frente a la ventana, silenciosa y discreta. Por un momento, el Rey de Francia fingía que era un buen burgués que dirigía su casa, escoltado por la virtud sumisa de su compañera.
Felipe tuvo que pedir ayuda a su hermano mayor para elegir la ropa que llevaría en el appartement de aquella noche. Terminó luciendo un traje multicolor, en el que dominaban con claridad los dos tonos de las banderas de sus futuros reinos, un rojo intenso en la casaca y el dorado de los bordados que adornaban cada una de las piezas. Cuando su Ayuda de Cámara le coronó con una larga peluca rubia, cuyos rizos perfectos —ligeros como los bucles de la cabeza de una niña— flotarían al aire minutos más tarde en los salones de Versalles, el nuevo Rey de España pareció sentir una inesperada dosis de confianza en sí mismo, al menos la suficiente para enfrentarse a lo que le esperaba.
A la misma hora, todo Versalles era un hervidero de servidores sudorosos y cortesanos impacientes. Los Ayudas de Cámara y las doncellas corrían de un lado para otro, tropezándose por los pasillos, en busca de medias, agujas, zapatos, afeites, y toda clase de artilugios imprescindibles para arreglar a sus señores. Los peluqueros se agotaban subiendo y bajando escaleras, y por todas partes se oían órdenes apresuradas y gritos de descontento.
A las siete en punto, cientos de caballeros y de damas —todos los que contaban en el reino— se paseaban con gracia infinita por la Galería de los Espejos, sonriéndose en silencio los unos a los otros, como si jamás hubieran alzado la voz más allá del tono del susurro. La desnudez de las antiguas estatuas parecía un insulto de la naturaleza al lado de los costosos maquillajes y las telas riquísimas que los envolvían, sedas de Lyon, blondas de Bruselas, organzas de la India o terciopelos de Génova. A la luz de las velas innumerables, resplandecían los rubíes y las esmeraldas en las gargantas de las damas, y la plata de los objetos y los muebles adquiría inauditos visos tornasolados. Al fondo de la enorme sala, sobre un pequeño estrado, la orquesta del Rey tocaba piezas del maestro Delalande, desgranando hermosos sonidos que se perdían en el aire, semejantes a inocuas gotitas de lluvia camino de la nada. Todo aquel mundo se reflejaba pavorosamente en los espejos, pálido, desvaído, vacilante, como si al otro lado de los cristales se paseara una multitud de espectros a punto de atravesar la delgada línea entre el más allá y la materia.
Hacia las siete y media, comenzó a cundir cierto desasosiego: el Rey no llegaba. ¿Le habría ocurrido algo al Rey? El calor aumentaba de minuto en minuto. Algunas damas, asfixiadas y exhaustas, comenzaban a ostentar churretones de sudor sobre los polvos blanquísimos de la cara. Los labios rojos de ciertos nobles se iban despintando, dejando un cerco patético alrededor de las bocas. Había marquesas que arrimaban los pechos a los vidrios helados de las ventanas, en busca de alivio, y viejos duques que se abrían paso como podían y trataban de acercarse a una pared en la que recostarse, mirando de reojo los taburetes y las sillas perfectamente alineadas, que sólo podrían utilizar aquéllos que tenían permiso de Su Majestad cuando él mismo estuviera presente.
De pronto, el ujier de la puerta que daba al Salón de la Paz gritó: «¡Señores, el Rey!», y el silencio fue extendiéndose como una larga ola por toda la Galería. La orquesta interrumpió su sinfonía y atacó una pieza solemne del difunto Lully. Justo en el momento en que el sonido rítmico del bastón y los tacones de Luis comenzaba a oírse en la sala, uno de los oboes desafinó notablemente. El Rey detuvo su marcha y la corte suspendió la respiración, mientras los músicos palidecían y trataban de seguir tocando lo mejor posible. Pero al fin volvieron a sonar los pasos del Monarca —que aquel día estaba definitivamente de buen humor—, y éste apareció en la entrada, glorioso, de nuevo apoyado en el brazo de Felipe, semejante a un Apolo vestido. La muchedumbre engalanada se abrió en dos, apretándose contra las paredes, al mismo tiempo que se inclinaba en una reverencia conjunta. El cortejo avanzó lentamente, siguiendo el tempo marcado por la música, hasta alcanzar el estrado colocado en la parte central del salón. Luis subió con esfuerzo los dos escalones, e hizo una señal a su nieto de colocarse a su derecha. El Delfín permaneció en pie tras ellos.
El Rey se sentó en su trono. Felipe se sentó en su sillón. La corte se apretujó en un movimiento extrañamente silencioso alrededor del estrado. El Rey se puso en pie. Felipe se puso en pie. La orquesta interrumpió la música. Entre el crepitar de las mil velas, entre el centenar de suspiros de los cortesanos conmocionados, el Rey inició su discurso:
—Nobles de Francia, caballeros y señoras nuestros. Dios, que ha querido que nuestro cristianísimo nombre sea grande, para enaltecimiento de nuestras virtudes y ejemplo del mundo, ha tenido a bien en su magnanimidad concedernos hoy un mayor imperio sobre los hombres. El poderío de nuestra casa y nuestra nación atraviesa las más altas cumbres —Luis hizo una breve pausa mientras buscaba las palabras con las que debía continuar el discurso aprendido de memoria— y se expande como rica cosecha por otros cielos. Su Majestad Católica el Rey Carlos de España, al que Dios tenga en su Gloria, ha tenido a bien dejar en su testamento la totalidad de sus reinos a nuestro dilecto nieto, el Duque de Anjou. Tras hondas reflexiones e intensos rezos, Nos hemos decidido aceptar el trono en nuestro nombre y en el de nuestro nieto. Las dos naciones de Francia y España, antaño enemigas, serán ahora hermanas, y los Pirineos dejarán de ser una frontera que nos divide, para convertirse en un puente que nos une —una nueva pausa, y el Monarca abrió ligeramente los brazos, como si quisiera acoger en ellos a todos sus leales—. ¡Nobles de Francia! ¡Arrodillaos ante el nuevo Rey! ¡Honor a Felipe V de España!
Luis hubiera deseado que la genuflexión fuese perfecta, impecable, pero la enorme cantidad de gente arremolinada ante el estrado y la torpeza de los más viejos la hicieron quedarse en un amago bienintencionado. El Rey torció levemente el gesto, aunque decidió olvidarse de inmediato de aquel feo desaliño. Al fin y al cabo, la emoción era evidente, y se hizo más visible aún cuando la orquesta volvió a tocar un aire pomposo. Hubo caballeros que se permitieron verter algunas lágrimas, otros que alzaron sus ojos al cielo, como místicos en éxtasis, para dar las gracias, y damas que, llevadas por la intensidad de sus sentimientos, sufrieron desmayos y vahídos. Era difícil saber si todas aquellas efusiones se debían al orgullo de ver a un Príncipe francés sentado en el gigantesco trono de España, o a la visión de los futuros honores, cargos y riquezas que estaban a punto de caer como maná sobre muchas familias. En cualquier caso, ni a Luis ni a nadie en aquélla Galería de los Espejos le importaba saberlo.
Después de la insigne noticia y del estallido de los fuegos artificiales junto al Gran Canal —deslucidos por la neblina helada de la noche de noviembre, pero bien ruidosos—, las horas de appartement siguieron como de costumbre: a lo largo de las imponentes salas, hubo mesas de juego donde se perdieron y se ganaron fortunas. Hubo largas partidas de billar —en las que el Rey venció siempre—, coqueteos repentinos detrás de alguna cortina, miradas de odio y de deseo, y muchas conversaciones sobre el magnífico aspecto del Monarca, su magnífica partida de caza de aquella tarde, la magnífica noticia que les había dado y el magnífico destino de su nieto menor, que permaneció toda la noche pegado a Luis como una sombra, intentando esquivar los pechos descarados de la Marquesa de Fontiègnes, que aquel día parecía haberse multiplicado y estar en todos los sitios a la vez, siempre detrás de la regia pareja. Entretanto, se comieron toneladas de dulces y bombones y se bebieron litros de licor, y Luis, al encontrarse frente a frente con la misma Marquesa de Blécourt con la que había soñado unas horas antes —ahora vieja y menguada, pero luciendo siempre uno de los mayores escotes de la noche—, decidió concederle, en un generoso gesto de agradecimiento por el agradable ratito nocturno, la exclusividad de la venta de badilas para las chimeneas de toda Francia. La Marquesa enrojeció, palideció, se inclinó, besó las manos adoradas de Su Majestad —que en otros tiempos habían recorrido a fondo su cuerpo— y se alejó entre grititos y lágrimas.
A las nueve y media comenzó el baile. Los dos Monarcas, el viejo y el joven, danzaron al mismo tiempo una gavota, sosteniendo galantemente las manos de María Adelaida y de Madame de Maintenon. Luis maldecía entre dientes los incontables dolores y rigideces de su cuerpo, que le impedían moverse con la agilidad requerida. Pero los cortesanos no dejaron de admirar en voz bien alta aquel destello de gracia, la majestuosa elegancia que ambos lucían, bamboleándose como flexibles ramas de avellano bajo la música, y llegaron a la conclusión de que, aunque nadie se había dado cuenta hasta entonces, abuelo y nieto eran en todo semejantes, por sus rasgos, por su apostura y por su magnífico porte resplandeciente.
A las diez, el Rey dio por terminada la velada y, acompañado de Felipe y del resto de los nobles que tenían acceso a las últimas horas de su jornada, inició el lento paseo solemne hacia su habitación. Al otro lado de los espejos, los espectros mostraban los restos de lo que habían sido algunas horas antes, aún más fantasmagóricos que a su llegada: maquillajes corridos, ojos irritados, cuerpos sudorosos, pelucas torcidas, trajes arrugados, bocas desdentadas que se abrían en horribles sonrisas… A medida que los criados, muertos de cansancio, apagaban las velas, todo se iba desvaneciendo, la música, las carcajadas, las palabras de deseo y de codicia, los rumores envenenados vertidos al oído de unos y de otros… Las almas en pena se retiraban durante algunas horas a sus dormitorios, donde las pesadillas las igualarían a los pobres y a los vencidos, sacándolas por un breve tiempo a patadas de su esfera de soberbia. Sólo un rato: a la mañana siguiente, la fiesta empezaría de nuevo.
A la misma hora, en una sala del suntuoso Palazzo Pasquino de la Piazza Navona de Roma, Mariana de la Trémoille, Princesa viuda de los Ursinos, le dictaba a su secretario Jean d’Aubigny una tierna carta dirigida al Cardenal Primado de España, Don Luis de Portocarrero. En la sala contigua, uno de aquellos capones en los que Mateíllo temía tanto convertirse interpretaba una virtuosa aria lacrimógena:
—«Eminentísimo y Reverendísimo Señor y muy querido amigo: llegan raudas y felices las noticias de Madrid, que me hacen saber que Vuestra Eminencia ha apoyado la causa francesa hasta el último aliento de Su difunta Majestad, a quien Dios tenga en su Gloria. Hace muchos años que aprendí que siempre puedo fiarme de vuestra palabra. Resta por saber si, como todos esperamos rezándole a Dios Nuestro Señor, Su Cristianísima Majestad ha aceptado el testamento y si el Duque de Anjou es ahora vuestro nuevo Rey». —La Princesa de los Ursinos, que se había puesto en pie mientras dictaba, se acercó a la silla de su secretario y le besó en la nuca—. No te olvides de cifrarlo, Jean, y haz salir al mensajero esta misma noche. ¡Y ven pronto a mi cama! Sigo: «Ignoro si la Providencia me llamará de nuevo a esa corte, pero debéis saber, mio caro amico, que aunque los años me aconsejen acogerme al reposo de mi vejez en este palacio, entregada a la oración y a la lectura, mi voluntad siempre ha pertenecido a Su Cristianísima Majestad, mientras que mi amistad me deposita una y otra vez en mis sueños a los pies de Vuestra Eminencia…»
La impresionante voz del castrato clamaba delicadamente bajo las bóvedas pintadas de héroes y dioses: Vieni presto a consolar questo cor che tanto brama…