Miserere mei, Deus…
Las voces de los monjes sonaban lejanas, como si las ensordeciera una lluvia de trigo que cayera misericordioso y opaco desde el cielo. El Aposentador Mayor de Palacio había decidido que no debían bajar al Panteón para que al salir no interrumpiesen con el ruido de sus sandalias las reflexiones de Su Majestad. Así que se habían quedado en lo alto de la escalera, y se veían obligados a gritar a voz en cuello para que abajo pudieran oírlos.
… et peccatum meum contra me est semper…
Aquello no era suplicarle humildemente perdón a Dios como se suponía que debían hacer, aquello era exigírselo con la espada en alto, pensaba fray Carpóforo, y un sudor frío le corría por la espalda imaginándose el enfado que debía de tener Dios en aquel momento. «No es culpa mía, Señor», musitaba el hermano en los instantes de silencio, a pesar de los codazos que le daba fray Atilano, su vecino de la izquierda, empeñado en hacerle callar.
… malum coram te feci…,
Chilló con todo su vozarrón fray Carpóforo, y en ese mismo momento decidió que pasaría la noche en la basílica, echado boca abajo sobre el suelo helador con los brazos en cruz, igual que había hecho muchos años atrás, aquella vez en que había espiado a la Reina y a sus azafatas mientras jugaban a las prendas en uno de los patios y había sentido el deseo agarrársele a las venas ante la maligna visión de las carnes blancas y los labios rojos y las risas cantarinas que parecían carcajadas de ángeles endemoniados.
… et in peccatis concepit me mater mea…
Claro que de aquello hacía mucho, mucho tiempo, y él era joven y además hacía calor. Ahora estaban en marzo, y al día siguiente estaría enfermo del frío que iba a pasar tirado allí toda la noche, y a lo mejor hasta se moría, pero si se moría, por lo menos Dios tendría que saber que no estaba gritando aposta. «Yo no te exijo nada, Padre mío —musitó—, es que nos han mandado que lo hagamos así. Puede que el Rey esté sordo además de todo lo otro, pero no es culpa mía, Señor», dijo en voz alta, y fray Atilano le pegó un codazo tan fuerte en la cintura que estuvo a punto de chillar. Reaccionó sin embargo a tiempo y le dio a su vez un golpe en la mandíbula, alzando el brazo como si fuera un martillo.
… cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies…
Fray Atilano trastabilló y empujó de paso a Mateíllo, que estuvo a punto de caerse por la profunda escalera iluminada de teas. Mateíllo poseía la mejor de las voces blancas de la Capilla del monasterio. Cantaba como un pájaro, con tanta belleza como inconsciencia, pero aquél no era su mejor día. No había comido nada en toda la mañana. La madre había amanecido llena de moratones y de muy mal humor tras la paliza que le había propinado su marido la noche anterior. Así que le había echado a sopapos de la casa, muy temprano y sin un miserable pedazo de pan. Desde entonces había estado rodando por el pueblo, muerto de frío y de hambre, hasta que oyó las campanas tocando el ángelus y echó a correr hacia el monasterio para incorporarse, como le habían mandado, al coro. Pero ahora, mientras dejaba volar por el aire su hermosa voz transparente, le sonaban las tripas sin parar y sólo podía pensar en las gachas calentitas que iban a darle los monjes cuando terminase el Miserere, ya, enseguida, dentro de tan sólo unos momentos…
… ut ædificentur muri Ierusalem…
El resto de los críos atacó la segunda parte del penúltimo versículo, y él se lanzó a las florituras de su solo sobre Ierusalem con la misma ansia con la que habría devorado un pedazo de jabalí. Se detuvo un instante, respiró, mordió la nota sol y lanzó luego la garganta hacia el do sobreagudo, pero en ese momento notó que algo se le quebraba en el gaznate, y en vez de un trino de ruiseñor, lo que salió de su boca fue una especie de graznido de cuervo. Acabó como pudo el fraseo, rojo como un tomate, mientras sus compañeros se esforzaban por no reírse y el Padre Cantor, desde una esquina, le echaba miradas furibundas.
Mateíllo se sintió desolado: ya no le darían las gachas, y encima su madre le pegaría una buena paliza cuando se enterara. Pero de inmediato, una luz se le encendió en la cabeza: igual es que se iba a volver hombre, igual se le iba a poner un vozarrón hondo y recio como el de su padre y ya nadie podría castrarle, dejarle los testículos como un pellejillo y convertirlo en un capón para que siguiera honrando a Dios con voz de mujer.
Todo el mundo decía que, como las mujeres tenían prohibido cantar en las iglesias, los capones ganaban mucho dinero, y que los Reyes y los Duques los preferían a las cantantes en sus palacios. Si se dejaba hacer, podía llegar a ser muy rico y a tener una gran casa y una silla de manos. Pero a él le daba mucho miedo aquello del cuchillo y la sangre y el hierro ardiente para cicatrizar, y además no quería ser sólo medio hombre y que le saliera una ridícula vocecilla femenina cuando tuviera que reñir en una taberna o pegarle a su mujer por las noches. Al Padre Cantor, que llevaba años amenazándolo con la operación, se le había pasado el tiempo sin darse cuenta, y ya nadie podría martirizarlo. Mateíllo sonrió, se mordió el labio fuertemente y, antes de que el coro hubiera terminado su partitura y le empezasen a llover las bofetadas, echó a correr escaleras arriba hacia la basílica y luego a la calle.
… tunc imponent super altare tuum vitulos.
La última sílaba estaba todavía flotando en el aire, rebotando a lo largo de las paredes y esforzándose por alcanzar, aunque fuera debilitada, la cripta, cuando allá arriba se armó un revuelo: el Padre Cantor se abrió paso a empujones entre los niños y los frailes, sin ocuparse del final de la pieza, y salió corriendo detrás de aquel elemento que se había dispuesto a amargarle la vida. ¡Gallos! ¡No debía de haber cumplido aún los once años y ya soltaba gallos! Ya era demasiado tarde para la operación, se había quedado sin su mejor soprano y ahora tendría que volver a empezar con otro crío maleducado y hambriento. El deseo de venganza le hizo correr como si se hubiera vuelto loco a lo largo de toda la basílica: al menos, le daría una buena paliza antes de devolverlo a la miseria, el único lugar donde se merecía estar. Pero al alcanzar la puerta y salir al patio, agotado y a punto de asfixiarse, no lo vio por ninguna parte. Mateíllo se había desvanecido entre la multitud de carrozas, sillas, caballos y guardias del séquito del Rey, preparado para partir hacia Madrid en cuanto terminase el encuentro de Su Majestad con su padre. Y, en el monasterio de El Escorial, nunca más se supo de aquel ruiseñor cochambroso y frustrado, tras el cual se cerraron esa mañana las puertas de la gloriosa y sagrada Jerusalén.
Abajo, en la cripta, nadie se dio cuenta del pequeño drama musical que había tenido lugar en las alturas. Cada uno estaba a lo suyo. El Duque de Medina Sidonia, Mayordomo Mayor del Rey, se mantenía imperturbable detrás del sillón que le habían bajado al Monarca, rezando y mirando los sepulcros con los ojos muy abiertos mientras pensaba en el encuentro que tendría aquella noche con Catalina. Se iban a pelear. Estaba seguro de que se iban a pelear. Se había empeñado en que le regalase otro collar de oro, uno más, y él no estaba dispuesto. Tenía que pagar la dote de su hija, y no era el mejor momento para andar comprándole joyas a la querida. Al menos hasta que llegase la flota de Indias con más doblones para sus arcas. A ver cómo lo arreglaba, porque lo que no quería era quedarse sin aquel cuerpo macizo, aquellas caderas bailarinas bajo los pechos redondos y suaves como una paloma, toda aquella hermosura…
El Duque de Medina Sidonia se pasó la lengua por los labios pensando en la hermosura de su amante, y se le cayó de las manos el rosario, haciendo tal estrépito que el Cardenal y el Padre Abad levantaron asustados la cabeza e interrumpieron sus oraciones. El fraile, acostumbrado a pasar muchas horas de rodillas sobre el suelo, volvió de inmediato a sus paternoster. Pero Su Eminencia, a quien se le estaban quedando las piernas tan rígidas como el propio mármol, aprovechó la interrupción para alzarlas por unos instantes y cambiar ligeramente de posición. ¿Qué hora sería?, pensó. La apertura del sepulcro estaba durando mucho, y él le había prometido al Embajador francés que aquella noche cenarían juntos y le contaría todo lo que hubiese ocurrido.
Entretanto, el Rey permanecía sentado en su sillón, con los ojos cerrados, sintiendo cómo el corazón le latía cada vez más fuerte, tanto que parecía resonar bajo la bóveda, como los ecos de un martillo que golpease con saña su propia cabeza. Allí estaba el pobre Carlos II, Rey de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Murcia, de Galicia, de Sevilla, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de Mallorca, de Menorca, de Nápoles, de Sicilia, de Cerdeña, de Jerusalén, de las Indias Orientales y Occidentales y de las islas de Tierra Firme del mar Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Brabante, de Luxemburgo, de Gueldre y de Milán; Conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol y de Barcelona; Marqués del Sacro Imperio; Señor de Vizcaya y de Molina; Señor de Frisia, de Salina, de Utrecht, de Malinas, de Overiffel y de Groninga; Gran Señor del Asia y de África. El amo de medio mundo, un hombrecillo contrahecho y amarillento, que temblaba encogido en su sillón, muerto de frío y de angustia.
Sudando y jadeando en cambio —y exhalando olores como de pocilga que se mezclaban con el aroma acre de las antorchas—, los obreros terminaron por fin de alzar la enorme losa de mármol que cubría los restos de Su Católica Majestad Don Felipe IV y la llevaron trabajosamente hasta el fondo más oscuro de la cripta. Dentro del sepulcro lujoso apareció la caja de plomo que contenía lo que aún quedase del Rey pecador y devoto, fallecido mucho tiempo atrás. Carlos II abrió al fin los ojos, y miró espantado la sepultura de su padre. El Mayordomo Mayor se acercó a su oído para preguntarle si quería que abriesen la caja, pero el Rey había decidido que no deseaba que nadie compartiese con él aquellos momentos. El Duque de Medina Sidonia se aclaró la voz antes de exclamar:
—Caballeros, dejemos solo a Su Majestad.
El cortejo se organizó en unos instantes, aunque en el momento de atravesar la puerta, el Cardenal y el Padre Abad, que lo encabezaban lado a lado, trataron de pasar al mismo tiempo, chocaron entre sí y produjeron un parón que no se resolvió hasta que el fraile, al observar a la luz de las teas la mirada iracunda de Portocarrero, se resignó de mala gana a cederle el paso.
El Rey se quedó entonces a solas con su padre. O, por decirlo mejor, con los restos de su padre. Hacía treinta y cuatro años que Felipe IV había muerto y su cadáver había salido del Alcázar, camino de El Escorial, entre monjes y curas, guardias y nobles enlutados, rodeado de hachones y acunado —bajo las nubes perfumadas de incienso y el vaporcillo de los excrementos de los caballos— por los cantos fúnebres de la Capilla Real. Carlos II tenía entonces sólo cuatro años, pero lo recordaba todo muy bien. En especial, las palabras que su aya le había repetido un montón de veces mientras veían alejarse el cortejo fúnebre desde el balcón central del Alcázar:
—Mirad bien, Majestad, no dejéis de mirar, estáis viendo vuestro propio destino… Todos acabaremos así, todos, también vos que sois tan pequeño… Un día os meterán en una caja igual que ésa de vuestro padre y os llevarán al Pudridero de El Escorial, ¡ay, Señor!, y vuestra alma saldrá volando por los aires y llegará al Cielo, ante el mismísimo Dios, y tendrá que rendirle cuentas de haber sido un buen cristiano y un buen Rey, ¡ay, Virgen mía de Atocha, guardadlo sano y puro, y que no se parezca a Su Majestad difunto en lo de los pecados de la carne! ¡Dios lo perdone y lo tenga en su Gloria! Mirad, Don Carlos, mirad, así terminaréis vos, muerto y frío y arrodillado ante el Señor, y más vale que cuando os lleven en ese coche vayáis con el alma bien limpia. —Y la Marquesa de los Vélez, que no dejaba de recordar entretanto las muchas caídas de ojos que le había hecho inútilmente al Rey Felipe cuando ambos eran jóvenes, se llevaba cada poco un pañuelito a los párpados, como si estuviera llorando, mientras con la otra mano le sujetaba a él muy fuerte el cuello, para mantenérselo tieso.
Era uno de los pocos recuerdos claros que conservaba de sus primeros años. Lo demás era confuso y oscuro, como si toda aquella parte de su vida —y, a decir verdad, también el resto— hubiera transcurrido entre corredores tenebrosos y habitaciones heladas en las que soplaban corrientes de un aire tan denso que parecía venido de otros mundos, arrastrando consigo lamentos y susurros. Recordaba a su madre, con aquella larga toca negra de viuda que le perfilaba la cara de color verdoso, siempre sollozando y logrando que él hiciera su voluntad a base de amenazarle con enfermar y morirse de disgustos. A la vieja y sombría Marquesa de los Vélez, sosteniéndole con fuerza el cuello que se negaba a mantenerse alzado, y llevándole de un lado a otro en brazos, hasta que cumplió los seis años y pudo empezar a andar solo. Y a su preceptor, el pobre Ramos del Manzano, aquel sabio catedrático de Salamanca que apenas logró enseñarle a leer y escribir torpemente.
Y recordaba a los médicos, sobre todo a los médicos, oscuros y tristes como cuervos, empeñados desde que era muy niño en cubrirle de reliquias de santos protectores que cuidaran en el Cielo de su inexistente salud, obsesionados con realizarle sangrías y colocarle palomas agonizantes en la tripa, para que la última tibieza del ave calentase sus humores demasiado fríos, e insistiendo en hacerle tomar toda clase de pócimas inútiles, hechas con los elementos más misteriosos y repugnantes. Se abalanzaban sobre él en cuanto tenía vómitos, o diarrea, o estreñimiento, o dolor de cabeza, o espasmos en el estómago, o rigidez en las piernas, o temblores, o tos, o fiebre, o cualquier otro de los infinitos males que había padecido cada día de su vida. Lo agujereaban, lo apaleaban, lo martirizaban, pero todos aquellos remedios torturantes no servían para nada. Siempre había estado enfermo, tan débil y lastimero como alguno de esos cachorros de perro a los que las madres, sabiendo que no podrán sobrevivir, abandonan en un rincón. Sólo que a él no lo habían abandonado.
Pero toda su existencia, en realidad, había sido una larga agonía. Y aunque apenas sabía nada, de lo que sí estaba seguro era de que había vivido muriéndose. Treinta y ocho años de dolores y enfermedades que le habían convertido en un anciano prematuro, un viejo muy viejo, arrugado, amarillento y contrahecho. También sabía que ahora estaba a punto de morirse del todo: su cuerpo ya no aguantaría mucho más. Y, a decir verdad, se alegraba de ello: se acabaría el sufrimiento, y estaba casi seguro —casi— de que Dios le haría un sitio entre los Elegidos. Al fin y al cabo, había asistido a misa cada día de su vida y también cada día había rezado el rosario y otras muchas oraciones, sin dejar de hacerlo ni siquiera cuando estaba muy malo. Había cumplido con todos los ayunos, vigilias y abstinencias. Había presidido varios autos de fe y rogado mucho por la conversión de los herejes. Había tirado un puñado de monedas a los mendigos por las ventanillas de su coche siempre que salía de palacio. Había gastado muchísimo dinero en indulgencias papales. Y en su testamento pensaba dejar claramente escrito que debían decirse por su alma doscientas mil misas, el doble de las que se habían dicho por su padre, que había sido mucho más pecador que él. Sí, Dios Nuestro Señor le sentaría a su lado, bastante cerca, pues para eso era Rey, y le permitiría pasarse la Eternidad contemplándole y gozando de buena salud, que era lo único que realmente deseaba.
Sólo había una cosa que angustiaba a Carlos en aquellos momentos y le impedía estar totalmente seguro de su subida al Paraíso: el terrible problema de la sucesión. Dios no había querido darle hijos. Aunque, en realidad, era el demonio el que se había emperrado en que no procrease. Había quedado bien claro tras las diversas ceremonias de exorcismo a las que le habían sometido tiempo atrás. Él mismo había oído la voz del Infierno explicándolo todo a través de aquella pobre monja —también endemoniada— que la Reina le llevó un día a su gabinete. La religiosa, con el rostro arañado y las tocas desgarradas, se había revolcado por el suelo mientras el demonio lo contaba todo: había sido su propia madre, Mariana de Austria, quien le había hechizado cuando tenía catorce años, echándole en una jícara de chocolate los sesos y los riñones de un hombre ajusticiado. De esa manera, le había arrebatado el semen. Así se explicaba por qué, a pesar de las muchísimas veces que lo había intentado con sus dos esposas, no había conseguido engendrar hijos.
Los médicos y los curas habían probado todos los remedios conocidos para librarle del embrujamiento. Incluso un exorcista venido desde Alemania estuvo a punto de enloquecer tratando de expulsarle al demonio de dentro. Pero nada. Por más que le dieron vasos y más vasos de aceite bendecido, y le pusieron lavativas, y le bañaron en agua traída del Jordán, y le hicieron pasarse una noche entera rezando en la basílica de El Escorial, mientras los monjes cantaban incesantemente a su alrededor durante casi diez horas, por más que le explicaron una y otra vez todos los movimientos que debía hacer para penetrar bien a fondo a sus mujeres y dejarlas preñadas, no había habido manera.
Así que le tocaba irse al Cielo sin hijos. Y debía dejar sus territorios gigantescos a algún Príncipe extranjero. Dios había querido ponerle en aquel terrible aprieto antes de morir. Porque la decisión era muy difícil: toda Europa quería echar mano a los reinos de España, y hacía ya años que entre los Monarcas había negociaciones, tratados secretos y amenazas de guerra que recomenzaban una y otra vez. Francia se repartía los estados de Carlos con Holanda, que luego se los repartía con Inglaterra, que a su vez se los repartía con el Imperio. Alguien se enfadaba y movía sus tropas. Y vuelta a empezar.
Entre todos le estaban volviendo loco. La Reina le presionaba. Los Embajadores le presionaban. Y los Ministros. Y los Grandes. Y el Nuncio. Y el Cardenal. Y hasta sus Confesores. Primero el Padre Matilla, buen amigo de su esposa, que no hacía más que repetirle en susurros lo que ella le decía a voces. Después, cuando éste fue apartado de su lado por orden de Portocarrero, el Padre Díaz, que le repetía a voces lo que el Cardenal le decía en susurros: el trono debe ir a los Borbones de Francia. A los Wittelsbach de Baviera. A los Habsburgo de Austria. A los Habsburgo. A los Wittelsbach. A los Borbones…
¿Qué debía hacer…? Dos años atrás, la situación había llegado a parecer bastante clara. En aquel momento, cuando ya fue evidente que nunca tendría un heredero, decidió cumplir con lo que le había prometido a su madre en su lecho de muerte, y hacer testamento a favor de su sobrino nieto, el Príncipe José Fernando de Baviera. Ése era también el deseo de la Reina, que había negociado a cambio de su apoyo una inmensa cantidad de dinero. Al menos, ella le dejaría en paz. Pero José Fernando había muerto repentinamente, quizá envenenado por el Emperador Leopoldo, según afirmaban muchos rumores. Ahora quedaban dos candidatos con derechos de sangre bien justificados: el hijo del propio Emperador, el Archiduque Carlos de Austria, y el nieto de Luis XIV de Francia, el Duque de Anjou. ¿A cuál de ellos iba a legar su trono…?
En el Alcázar sombrío, las serpientes reptaban sin parar, y escupían su veneno por todas partes, salpicándolo todo de podredumbre. El olor a carnes y almas corruptas inundaba los corredores y las salas, trepaba por las paredes y apestaba los tapices y los lienzos. Detrás de las rollizas diosas de Rubens, de los santos delicados de Murillo, de los reales retratos regios de Velázquez, había nidos de víboras que mordían y emponzoñaban y cambiaban de piel. Todo eran reuniones secretas, encuentros a oscuras, murmullos repetidos de oído en oído. Las bolsas resonaban llenas de monedas. Los regalos exquisitos y las promesas de futuras prebendas circulaban en carrozas doradas por las calles polvorientas de Madrid, recorriendo una y otra vez el espacio que separaba las embajadas del Alcázar, las residencias de los agentes de los Monarcas extranjeros de los palacios de los Grandes de España, la capilla del Nuncio de la capilla del Cardenal.
Todo aquel mundo de secretos e intrigas confluía en las habitaciones del Rey. Carlos envejecía de día en día. Su cuerpo se iba volviendo más pequeño, más amarillento y apergaminado, como si hubiera sido momificado en vida, y las presiones para que tomara al fin una decisión se habían vuelto insoportables. La Reina —que según las ofertas que le llegasen de cada uno había apoyado primero al Archiduque de Austria, luego al Duque de Anjou, después al Príncipe de Baviera, y de nuevo al Archiduque— no se separaba de él ni un minuto desde hacía varios meses. Ni siquiera le dejaba dormir solo, compartiendo con él cada noche la cama y soportando sin desaliento las tiritonas y los ataques de insomnio que a menudo padecía. Mariana de Neoburgo trataba así de evitar que nadie pudiese acercarse a solas a su marido e influir sobre él. Algunos días, ni siquiera se cambiaba de ropa. Permanecía a su lado todo el tiempo, bordando, rezando o dormitando con un ojo abierto por si acaso alguien se colaba en la habitación sin que ella se diera cuenta. Asistía a todos los Despachos y a todas las comidas, intervenía en todas las conversaciones quitándole a él la palabra de la boca y respondiendo en su nombre, y a veces, cuando estaban solos, se ponía a chillarle insistiéndole para que firmase de una vez el testamento a favor del Archiduque Carlos.
—¡Te vas a morir! —le gritaba—. ¿No te das cuenta del estado en el que estás…? ¡Te vas a morir ya, cualquier día de éstos, y te morirás sin haber firmado el testamento! ¡Pero si estás agonizando, todo el mundo lo ve menos tú! ¡Te vas a morir y aquí va a haber una guerra para ocupar tu trono! ¿Me oyes…? ¡Una guerra! ¡El Alcázar ardiendo, y yo presa…! ¡Por tu culpa! ¡Los franceses me encerrarán en algún castillo perdido y no me darán ni de comer! ¡Me moriré yo también por tu culpa! ¡Firma! ¡Firma de una vez y déjale el trono al Archiduque Carlos! ¡Eso es lo que Dios quiere, y por eso se llevó al otro mundo al Príncipe de Baviera! ¡Si no lo haces, irás al Infierno! ¡No dudes de que irás al Infierno! —Y Mariana blandía ante su marido el testamento redactado ya por ella misma, mientras pensaba en la buena vida que iba a llevar como riquísima Virreina de Nápoles cuando el nuevo Monarca llegase al trono y la instalase, según le había prometido, en las dulces tierras de Italia, con una buena fortuna en sus arcas.
Pero Carlos II, inseguro toda su vida de todo, lo estaba más que nada de aquella decisión. Su gran amigo, el Cardenal Portocarrero —que había sido siempre para él como un padre y le había dado los mejores consejos—, sostenía exactamente lo contrario. Afirmaba que era el Duque de Anjou el que más derechos poseía para heredar sus reinos. Y estaba seguro de que la unión de Francia y España bajo una misma dinastía garantizaría largos siglos de paz entre las dos naciones que tantas veces se habían enfrentado. Los Borbones eran poderosos y ricos, Francia brillaba últimamente en todos los terrenos, y sus ejércitos habían demostrado ser prácticamente imbatibles. A los reinos de España les convenía ahora mucho más la alianza con París que con la lejana Viena.
Carlos deseaba escuchar aquellas explicaciones, atender a todo lo que el Cardenal tuviera que decirle. Pero si con alguien no podía verse a solas, en los últimos meses, era precisamente con él. Mariana lo vigilaba más que a ningún otro. En cuanto aparecía, ella entrecerraba sus ojillos de águila, se pasaba una mano por el pecho altivo en un gesto retador y se colocaba al lado del Rey, pegada literalmente a él, observándolo y oyéndolo todo, por si acaso había palabras secretas o papeles doblados y entregados a escondidas. Sólo un día lograron hablar sin ella presente, gracias a las instrucciones precisas que Portocarrero le hizo llegar a través del Confesor, que siempre le llevaba recados de su parte: debía enviar a la Reina a la basílica de Atocha a dar las gracias por la buena salud de su esposo. Tenía que convencerla diciéndole que así se acallarían ciertos rumores que afirmaban que el Monarca estaba agonizando. Y debía decírselo en público, cuando hubiese mucha gente delante, y en voz bien alta, para que todos pudieran oírle. De esa manera, si no quería ser considerada una mala esposa y una mala católica, no le quedaría más remedio que ir a la iglesia y alejarse por un rato de él.
Y así fue: Mariana de Neoburgo se había visto obligada a salir a media mañana del Alcázar y desplazarse hasta Atocha rodeada de alabarderos, lacayos, escuderos y pajes, y seguida por una larga fila de coches que trasladaban a sus azafatas y sus dueñas y sus bufones. Apenas el cortejo había salido de la plaza cuando Portocarrero irrumpía ceremonioso en el Despacho del Monarca, acompañado por el Nuncio y los Condes de Monterrey y de Benavente. Hubo largas reverencias y lágrimas de emoción en los ojos de unos y de otros, como si se encontraran ante un amigo liberado tras un largo secuestro, y enseguida el Cardenal, puesto de rodillas delante de Carlos, comenzó un discurso que había preparado con mucho cuidado, tratando de hacer las cosas perfectamente comprensibles para su mente infantil:
—¡Majestad! ¡Señor mío! ¡No dejéis que Su Majestad la Reina os convenza de sus designios! ¡Ella sólo obra por ambición, señor! Sabéis bien que por desgracia su conciencia es débil y su codicia tan extensa como el cielo de Castilla… Recordad sus falsos embarazos, Majestad, la manera como fingió en los años pasados que esperaba hijos vuestros y que luego los perdía, sin más fin que el de manteneros unido a ella y dispuesto a cumplir su voluntad. Señor, debo avisároslo —el Cardenal bajó misteriosamente la voz y susurró—: sabemos que ahora os está hechizando… La Inquisición ha detenido a una mujer que ha confesado bajo tortura haberle entregado a un criado del Almirante de Castilla, fiel amigo de Su Majestad la Reina, polvos de cantárida, corazones de sapo y sangre de un ahorcado para haceros un conjuro. ¡Quieren convertiros en el brazo de su pecaminosa avidez, señor…! Debéis alejaros de ella y firmar el testamento a favor del Duque de Anjou. ¡Puedo aseguraros que eso es lo que Dios Nuestro Señor desea! Le he rezado día y noche desde la muerte del Príncipe de Baviera, y Él me ha dado su respuesta: los Borbones deben gobernar los reinos de España, y unir las dos naciones en una larga paz…
Al Cardenal se le entrecortaba la voz. Y aquella conmoción era sincera: estaba seguro de que si el Archiduque Carlos llegaba al trono, lo desterraría a Roma en las peores condiciones imaginables, y allí tendría que mendigar la caridad del Santo Padre para seguir viviendo. Versalles, en cambio, le había prometido mantenerle todos sus privilegios y reservarle un puesto destacado en el gobierno. Su buena amiga la Princesa de los Ursinos se lo había confirmado varias veces en sus cartas, y a fin de cuentas, su palabra era de fiar, puesto que ella era una de las personas que más cerca estaba de Luis XIV en aquel asunto. Mientras hablaba, Portocarrero se imaginó de pronto a sí mismo dando bandazos en una carroza por los puertos helados de los Alpes, camino de Roma, sin más bienes que los que pudiera llevar encima, y en un arrebato de desesperación se inclinó aún más y besó los pies de Su Majestad:
—¡Os lo rogamos por el bien de vuestros reinos, señor…!
A Carlos II, el rostro amarillento se le había ido poniendo rojo mientras el Cardenal hablaba: con la excitación, le subía la fiebre. Le parecía que dentro de su cabeza un caballo garañón daba coces, y un hilillo de baba le caía por la barbilla hacia la gola. Haciendo un esfuerzo se dobló para hacer incorporarse a Portocarrero, y se le quedó mirando con los ojos inflamados y la boca abierta. ¿Qué debía hacer…? ¿Qué debía hacer…? ¿Qué debía hacer…?
El Conde de Benavente —que ansiaba el virreinato del Perú con todas sus riquezas y había hablado con el Embajador francés al respecto, obteniendo serias promesas— se arrodilló ahora a su vez ante el Rey:
—Señor, nosotros los Grandes somos vuestros mejores súbditos, bien lo sabéis. Nosotros los Grandes deseamos mantenernos fieles a Vuestra Majestad y a su imborrable memoria a través de la persona de vuestro sobrino nieto, el Duque de Anjou. Nosotros los Grandes os suplicamos vuestro apoyo a su noble causa, que será la de los reinos de España…
Carlos balbuceó:
—Todos no…
Benavente pensó en el hipócrita del Conde de Oropesa, que había negociado con el Embajador de Viena el nombramiento de su hijo para el mismo cargo que él ansiaba:
—Es cierto, Majestad. Algunos de los nuestros mantienen en este momento opiniones equivocadas, pero cambiarán en cuanto comprendan que Vuestra Majestad ha acertado al legar su trono al Duque de Anjou. Más allá de la tumba, señor, puedo garantizaros que todos os seremos leales a vos y al nuevo Monarca.
Apabullado, Carlos II se volvió para mirar al Nuncio. A éste se le ocurrió en aquel instante una feliz idea que les permitiría ganar más tiempo a solas con el Rey:
—Vuestra Majestad debería ir a rezar ante los restos de su augusto padre. Él, siempre tan sabio en sus decisiones, os iluminará desde los Cielos con la ayuda de Dios Nuestro Señor…
El Monarca agachó humilde la cabeza, dispuesto a complacer al Nuncio. Éste se frotó las manos con vigor y miró sonriente a sus compañeros: puesto que la Reina no podía bajar al Panteón, que estaba prohibido a las mujeres, aquél sería un territorio propicio para ellos. Mariana de Neoburgo probablemente se empeñase en acompañar a su esposo hasta El Escorial, pero tendría que quedarse esperándole en el palacio. Y en ese tiempo, ya se las arreglarían para convencerle. Algo se les ocurriría.
Ahora, una semana más tarde, el 12 de marzo de 1699, el Rey moribundo estaba allí, ante la caja de plomo que contenía los restos de Felipe IV. La luz de los cirios se reflejaba en el metal azulado y moldeaba extrañas formas movientes, como seres incorpóreos que pululasen en la frontera misma entre los muertos y los vivos, fantasmas luciferinos que anduviesen en busca de algún incauto al que llevarse al otro lado. Carlos se estremeció. Recordaba haber visto resplandores semejantes a aquéllos en el féretro de plata dorada dentro del cual reposó su padre durante tres días, alzado sobre un alto estrado, en medio del Salón Grande del Alcázar. A decir verdad, todo lo que recordaba de aquel momento resplandecía: el féretro, el forro de terciopelo carmesí, el Toisón de Oro que adornaba su pecho, la magnífica cruz cuajada de piedras preciosas que sujetaban sus manos, y la bellísima espada y la seda color perla de su traje y la blanca orla de castor de su sombrero, y hasta el carmín que le habían aplicado en los labios y que se derretía, tibio, bajo el calor de las decenas de velones encendidos… De pronto, comprendió claramente que aquél había sido un gran muerto, y deseó parecerse a él cuando le llegara el momento. En cuanto saliese del Panteón, tendría que dar instrucciones para que le momificaran, le vistieran y le expusieran igual que a su padre, y convertirse así en un cadáver imponente.
Pero ahora no estaba allí para pensar en sí mismo. Estaba allí para pedirle consejo a su antecesor. Con un enorme esfuerzo de su escasa voluntad y de su cuerpo débil, Carlos II se levantó de su sillón y se arrodilló junto a la caja de plomo. Rezó varios paternoster rápidos y entrecortados, mientras pasaba una a una las cuentas de su rosario en busca de un poco de serenidad, y al fin, conteniendo el aliento y con las manos temblorosas, giró la llave en la cerradura de la caja y alzó la tapa.
Polvo. Dentro sólo había un montón de polvo oscuro y denso. Eso era todo lo que quedaba de la gloria de su padre. Carlos sintió un vahído, y un pinchazo muy fuerte en el corazón. Por un instante tuvo que agarrarse fuertemente con las manos al borde de la caja. El malestar pasó y al fin, con la voz rota, se atrevió a preguntar en el tono más alto del que fue capaz:
—Padre mío, imploro vuestra ayuda. Decidme, ¿a quién debo dejar mi trono? Sólo Vuestra Majestad y Dios saben qué es lo mejor para mis reinos. Ayudadme, mi señor…
El Rey se quedó en silencio, escuchando, por si acaso Felipe IV se decidía de alguna manera a hablarle desde las alturas. Se oía el chisporroteo de las velas, los crujidos de la madera del sillón, el vuelo obcecado de una mosca que había conseguido colarse hasta aquellas profundidades y ahora buscaba desesperada la salida. Y su propio corazón. Sí, aquellos golpes secos, rápidos, irregulares, eran su corazón. Otro pinchazo. Un nuevo vahído. La mosca achicharrándose en una llama. De pronto, una ráfaga de aire helado cayó desde la cúpula del Panteón, como enviada por los Cielos, y dispersó un puñado de las cenizas de Su difunta Majestad por el aire, al tiempo que una voz profunda y vibrante, como la voz de Dios, pronunció claramente la palabra «Francia», que retumbó entre los mármoles y se mantuvo un largo momento flotando entre los sepulcros.
Carlos II se levantó más deprisa de lo que lo había hecho jamás en su vida, y con una energía que nadie nunca había conocido en él, salió corriendo del Panteón, lívido, verdoso, con el traje negro cubierto de polvo paternal, y escaló a zancadas las largas escaleras. Despavorido, aunque, eso sí, con las ideas al fin claras.