Llega carta de York y las habilidades de un perillán obtienen la más elevada aprobación
Niebla, oh, sí, niebla, la niebla de Londres, y a Perillán le pareció que cuando Charlie y sir Robert Peel empezaron a hablar la niebla cobró forma y propósito. Hubo una serie de reuniones en despachos cercanos a Whitehall, donde se hicieron preguntas a Perillán sobre su pequeña aventura en la embajada y los documentos que había sacado de ella, y los interrogadores escucharon con atención y asintieron con la cabeza de vez en cuando, mientras él les explicaba que había entrado allí solo por vengarse de quienes estaban complicando tanto la vida de Simplicity y la suya propia.
No mencionó las joyas, que estaban ocultas y a buen recaudo en las cajas fuertes de Solomon… al menos las que no estaban ya de camino a los receptivos dedos de los amigos joyeros del anciano. Perillán no quería meterse en apuros y, por sorprendente que pareciera, todo empezaba a apuntar a que no iba a estar en apuros por absolutamente nada.
En una de aquellas reuniones, un tipo de aspecto amigable con el pelo canoso y cara como de abuelo le sonrió y dijo:
—Don Perillán, parece ser que entró usted en la bien vigilada embajada de una potencia extranjera y deambuló por sus pisos y su sanctasanctórum sin encontrar el menor impedimento. ¿Cómo es posible que lo lograra? ¿Podría explicárnoslo, si es tan amable? Y déjeme preguntarle también si estaría dispuesto a repetir tan singular relato en otro lugar y otro momento, si se lo pidiéramos.
Costó un poco de tiempo, ayudado por algunas traducciones de Charlie, explicar la práctica laboral de un gatero. La historia terminó en alto, con Perillán devolviendo a Charlie su reloj, que le había quitado un poco antes por pura diversión, y con la pregunta:
—¿Quieren que sea un espía? ¿Es lo que me están diciendo?
Las palabras provocaron cierto revuelo entre los hombres de la sala, que miraron como uno solo al hombre canoso hasta que este tomó la palabra, sonriendo.
—Joven, el gobierno de Su Majestad no espía: meramente se interesa, y puesto que tanto sir Robert como el señor Disraeli nos han dicho que, aun siendo usted un sinvergüenza, es el tipo adecuado de sinvergüenza y que ojalá tuviéramos algunos más como usted, el gobierno de Su Majestad podría estar interesado en recurrir a sus servicios de forma ocasional, por bien que después negaría con gran énfasis haber tenido jamás algún acuerdo con usted.
—Ah, ya comprendo, señor —dijo Perillán en tono desenfadado—. Es una especie de niebla, ¿verdad que sí? Entiendo de niebla, puede creerme, señor.
El caballero canoso pareció ofenderse al principio, aunque pronto volvió su sonrisa.
—Me da toda la impresión, don Perillán, de que no hay quien pueda enseñarle a usted algo sobre la niebla.
Perillán hizo un saludo militar burlón y replicó:
—He vivido en la niebla toda la vida, señor.
—Bueno, tampoco es necesario que nos dé una respuesta ahora mismo, y le sugiero que hable de esto con su amigo el señor Dickens, de quien debo decir que también es una especie de sinvergüenza, al trabajar en el periódico, pero que sospecho que mirará por los intereses de usted. Añadiré, don Perillán, que existen algunos detalles algo preocupantes sobre lo acaecido el otro día en las alcantarillas, que en otras circunstancias tal vez habrían motivado una investigación más profunda, de no ser porque usted entregó a las autoridades al famoso Peregrino, lo que sin duda provocará gran alivio entre nuestros amigos europeos y, al mismo tiempo, les enseñará lo que les ocurre a los asesinos que osan venir a Inglaterra. Veo muy posible que vaya a recibir usted alguna recompensa.
El caballero canoso se levantó y el gesto acabó de un plumazo con toda la tensión que había en la sala. Perillán vio sonrisas por todo su alrededor mientras el hombre, con el rostro un poco apesadumbrado, dijo:
—A todos nos afectó mucho saber de la muerte de la joven conocida como Simplicity, don Perillán, y sepa que lo acompaño en el sentimiento.
Perillán miró al anciano, que era muy posible que no fuese tan anciano pero lo avejentara el pelo blanco. Estaba seguro hasta la médula de que el rostro que tenía enfrente lo sabía todo, o como mínimo tanto de cuanto podía saber alguien, y que sin el menor asomo de duda lo sabía todo acerca de los usos de la niebla. A Perillán le pareció la clase de tipo que, por ejemplo, captaría el detalle de que un cuerpo en apariencia recién muerto a disparos tenía mucho aspecto de llevar cadáver casi una semana, con efusiones nocivas o sin ellas.
—Gracias, señor —dijo con cautela—. No paso por una época muy buena, y estaba pensando en viajar un poco fuera de Londres, para no ver nada que me recuerde a mi chica.
Y sollozó con lágrimas auténticas, lo que no era tan difícil de hacer, y al pensarlo se sorprendió y dudó si en el joven llamado Perillán había algo que fuese propio del todo, puro y simple, y no una sucesión de Perillanes acumulados unos sobre los otros. En el fondo de su alma, deseaba que Simplicity sacara al Perillán decente y lo pusiera en algo parecido al estrecho camino de la rectitud, siempre que no fuese tan recto y mucho menos tan estrecho. En última instancia, todo consistía en la niebla.
Se sonó la nariz con el excelente pañuelo blanco que había sacado por acto reflejo del bolsillo de otro caballero sentado a la mesa, y dijo:
—Se me había ocurrido subir a York, señor, durante una o dos semanas.
La revelación provocó cierto alboroto en la sala, pero unos minutos de discusión llevaron al grupo a concluir que Perillán, que al fin y al cabo no había cometido ningún delito, más bien al contrario, por supuesto era libre de ir a York si así lo deseaba.
Se disolvió la reunión y Charlie cogió a Perillán del brazo mientras salían y lo escoltó sin demora hacia una cafetería cercana, donde le dijo:
—Parece ser que todos los pecados están perdonados, amigo mío, aunque por supuesto es una pena que la señorita Simplicity haya fallecido a pesar de todos tus esfuerzos. ¿Cómo se encuentra, por cierto?
Perillán ya había esperado algo parecido, por lo que miró a Charlie sin dejar traslucir ninguna emoción y respondió:
—Simplicity está muerta, Charlie, como bien sabe.
—Ah, sí —dijo Charlie sonriendo—. ¡Mira que olvidarme de algo así! —La sonrisa dejó paso a una expresión vacía del todo, con la que tendió una mano mientras añadía—: Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos, amigo mío. Debes saber que ha sido una especie de privilegio conocerte. Estoy tan disgustado como tal vez lo estés tú por la muerte de la pobre Simplicity, la chica que no importaba de verdad a nadie salvo a ti. Y por supuesto a mi querida Angela, que parece sospechosamente poco afectada… Espero, qué digo espero, doy por hecho que no tardarás demasiado en encontrar otra chica bastante parecida a ella. Es más, incluso apostaría dinero por ello.
Perillán intentó mantener sus rasgos inexpresivos y acabó rindiéndose porque la inexpresividad es una expresión en sí misma. Miró a los ojos de Charlie y habló con voz lenta y deliberada.
—Bueno, yo de eso no sé na, señor. —Y le guiñó un ojo.
Charlie soltó una carcajada, se estrecharon la mano y cada uno se fue por su lado.
El día siguiente a esa conversación, una diligencia salió de Londres con destino a Bristol, con el habitual muestrario de pasajeros soportando la carretera llena de baches. Sin embargo, en ese viaje concreto al cochero le pareció que llevaba al pasajero más desagradable que había tenido en todo el año, y lo peor fue que era una anciana con la voz tan cascada y exigente como un caldero lleno de brujas. A todo ponía pegas: los asientos, el carruaje, el clima y, que el cochero supiera, hasta la fase de la luna. Cuando los pasajeros pudieron bajar del vehículo para tomar una comida rápida, y menos mal que lo fue, en una posada del camino, encontró defectos a cada plato que le pusieron delante, incluida la sal, de la que afirmó que no era bastante salada. La vieja pelleja, además de oler demasiado a lavanda, no dejaba de mangonear a una joven bastante agraciada que resultó ser su nieta. Ella al menos alegraba un poco la atmósfera de la diligencia, pero a quien recordaría después el cochero fue a la abuela, y masculló un «Con viento fresco» cuando la muy bruja estuvo a punto de caerse al bajar del carruaje, llegados a Bristol. Por supuesto, también se había quejado de aquello.
Entonces un joven de aspecto amigable fue a ver al boticario de Christmas Steps, cerca del centro de Bristol, y le habló de temas relacionados con los pigmentos y asuntos por el estilo, emprendiendo una conversación muy instructiva que incluyó palabras como alheña e índigo. Poco más tarde, una chica bastante hermosa con una preciosa melena pelirroja y un joven caballero de pelo moreno alquilaron un carruaje con cochero para que los sacara de la ciudad y los llevara a las grises y sombrías colinas de Mendip, donde dijeron al cochero que deseaban seguir a pie por la pista después de llegar al pub de Star. Allí comieron un queso excelente y bebieron un tipo de sidra tan fuerte que parecía reforzada con orín de león, y por lo visto también mejorada por él, ya que hasta la joven tomó una segunda media pinta de aquel brebaje ardiente.
Después de comer se despidieron del cochero, aunque le pidieron que los recogiera en el mismo lugar transcurrida una semana exacta. El hombre aceptó encantado, porque el joven ya le había pagado una suma considerable a la que, para colmo, había añadido otro hermoso montón de monedas mientras le susurraba que estaría muy agradecido si de aquella pequeña excursión no se enteraba nadie, porque los dos se meterían en un buen lío como llegara a oídos del padre de ella. Los viajes de esa índole no eran una novedad para el cochero, que en consecuencia hizo un saludo militar y se dio unos golpecitos con el índice en la nariz, mientras lucía una pequeña sonrisa ladina que parecía decir: «¿Yo? Yo no sé nada; estoy cegado del todo por el brillo del dinero, y que Dios lo bendiga, señor mío».
Al día siguiente un cliente de la taberna local, carretero de oficio, aceptó el argumento de un monedero tintineante y llevó a la joven pareja por un atajo al pueblecito de Axbridge, al otro lado de las Mendip. La pareja bajó por la vertiente meridional y se alojó cerca del molino de agua. Fue un acomodo muy poco habitual, sin embargo, porque el joven insistió en que la dama debía dormir en el mejor dormitorio, que tampoco lo era tanto, y él lo haría sobre un jergón de paja fuera de la puerta, tapado por una manta de caballo. El arreglo desató algunos rumores entre las mujeres del pueblo, que concluyeron que los fugitivos —pues todo el mundo estaba de acuerdo en que eso era la joven pareja— guardaban las formas como debían hacer unos buenos cristianos.
Cristianos o no, era cierto que las guardaron. Entre Simplicity y Perillán había habido una comunicación casi telepática: aquel debía ser tiempo de relajarse, sanar y… bueno, disfrutar del mundo. Y el mundo parecía disfrutar de ellos porque tenían bastante desapego al dinero y porque, aunque la chica era más bien modesta como correspondía a una doncella, aprovechaba cualquier oportunidad para charlar con la gente. Parecía tener muchas ganas de hablar como los lugareños, con el acento de Somerset que tal vez pudiera llamarse bucólico porque era lento. Y ciertamente lo era, porque se usaba para tratar cosas lentas, como el queso, la leche y las estaciones, como el contrabando y el destilado de potentes licores en lugares donde los recaudadores de impuestos no se atrevían a acercarse. Y en esos lugares, aunque el habla fuese lenta, el pensamiento y la acción podían hacer gala de sorprendente velocidad.
Perillán aprendió rápido, porque en las calles había que captar las cosas a la primera y nunca había una segunda oportunidad. Al principio el dialecto, que parecía compuesto de maíz y vacas, le dio dolor de cabeza. Pero suavizó el aprendizaje una bebida que los lugareños llamaban scrumpy, y al poco tiempo ya hablaba como ellos también. Se le llenó la cabeza de palabras como «Mendip», «pradería» y «connusco», y de las composiciones de un habla cuyo ritmo no era el staccato de la ciudad sino algo que casi podría llamarse melodía. Existen más tipos de disfraz, pensó, que ponerte una camisa distinta o cambiarte el pelo.
Una mañana, mientras paseaban a orillas del río, Perillán dijo a Simplicity:
—No te lo había preguntado, pero ¿por qué tenías ese juego de las familias felices?
El acento de Somerset tembló un poco en la respuesta.
—Me lo regaló mi madre y, en fin, siempre quise tener algo, una sola cosa, que fuese mía cuando nada más lo era. Antes miraba la baraja y pensaba que algún día las cosas mejorarían, y creo que por fin lo han hecho, después de la mala época que tuve.
La joven sonrió de pura felicidad, y la sonrisa combinada con lo que había dicho provocó un cosquilleo en el estómago de Perillán que luego siguió hacia abajo.
Más o menos al mismo tiempo, en Londres —un lugar donde la gente hablaba tan rápido que ni veías dónde había ido a parar tu dinero—, una dama llamada Angela se apeó de un carruaje en Seven Dials. El vehículo pasó a estar inmediatamente vigilado por dos enormes lacayos, y la dama subió una escalera y llamó con golpecitos suaves a la puerta de una buhardilla.
La abrió Solomon.
—Mmm, ah, señorita Angela —dijo—, muchas gracias por venir. ¿Puedo ofrecerle una taza de té verde? Me temo que tendrá que aceptarnos como nos encuentra, aunque he limpiado tan bien como he podido, y no haga caso de Onán; el olor termina desapareciendo al cabo de un rato, se lo aseguro.
Angela rio al oírlo y respondió:
—¿Tiene alguna noticia?
—Así es, mmm —dijo Solomon—. Tengo una carta sorprendentemente bien escrita de Perillán, desde York, donde se ha marchado a llorar a la pobre Simplicity porque allí no verá nada que se la recuerde.
Angela levantó la taza de té, limpia como una patena.
—York, bien, sí, muy adecuado. ¿Alguien más le ha preguntado acerca del paradero de Perillán, si no le importa decírmelo?
Solomon se concentró un momento en llenarle la taza.
—Me las traje de Japón, ¿sabe? Es increíble que hayan sobrevivido tanto tiempo como yo. —Levantó la mirada y, con la expresión más recta que una tubería de plomo, respondió—: Sir Robert tuvo la amabilidad de enviar a dos alguaciles de los suyos a visitarme anteayer, y en efecto me preguntaron por el paradero de don Perillán, de modo que por supuesto, mmm, tuve que decirles todo lo que sabía, como es mi deber de buen ciudadano. —Ensanchó la sonrisa que había empezado a asomar en sus labios—. Yo siempre he creído que hay que mentir a los policías porque es bueno para el alma y, a todos los efectos, también para ellos.
Angela sonrió enseñando los dientes.
—Tal vez lo sorprenda o tal vez no, señor Cohen, saber que también yo he recibido comunicación de una persona anónima, en la que me ofrece los detalles de un lugar de Londres y… ¿Verdad que es emocionante? Y también de una fecha y una hora. Esto es muy divertido, ¿verdad?
—Sí que lo es —replicó Solomon—, aunque debo recalcar que mi vida ha estado demasiado llena de este tipo de diversión, por lo que ahora prefiero trabajar aquí con mis viejas babuchas puestas, donde la diversión no suele desconcentrarme. Ay, querida, qué modales los míos. Tengo unas pastas de arroz estupendas por aquí. Se las compré al señor Chang y de verdad que son deliciosas. Sírvase a su gusto, por favor.
Angela le aceptó una pasta y dijo:
—Si vuelve a reunirse con el joven don Perillán, por favor dígale que tengo motivos para creer que las autoridades estarían encantadas de hablar con él, no porque haya hecho nada malo sino porque, en su opinión, tiene el potencial para hacer algunas cosas muy buenas, y por el bien de este país. La oferta está vigente. —Titubeó un momento y añadió—: Cuando digo la palabra «autoridades», me refiero a la más alta autoridad.
Solomon puso una expresión de sorpresa nada propia en él.
—Y cuando dice «la más alta», se refiere a…
—No al Todopoderoso —dijo Angela—, por lo menos que yo sepa, pero sí a lo siguiente en el escalafón, a una dama que podría facilitar en cierto modo algunas partes de la vida de don Perillán. Me temo que no se trata de una invitación que vaya a repetirse si se deja pasar.
—Mmm, ¿de verdad? Bueno, en ese caso será mejor que recoja mi traje de chaqué de donde Jacob y lo lleve a lavar, ¿no?
Además de a la sidra, al aire fresco, al queso y a las estrellas, la joven pareja que estaba haciéndose amiga de todo el mundo en el pueblo de Axbridge también le cogió el gusto al fruto de las paredes, que según la chica los franceses llamaban escargot y en Somerset llamaban caracol, y más le valía no intentar ser ninguna otra cosa.
Teniendo todo en cuenta, la pareja fue una fuente continua de simpáticos misterios entre los lugareños, y todo el mundo parecía tener su propia anécdota sobre ellos y especular al respecto. La mujer que preparaba las flores para la iglesia decía que los había visto en el camino del río con unos chavales, enseñándoles un juego llamado familias felices. Un granjero declaró haberlos visto sentados en una valla, con la chica enseñando al chico a leer, por lo que parecía, corrigiéndole la pronunciación y todo, igualita, igualita que una maestra de escuela. Pero el granjero sostenía que el chico ponía cara de estar disfrutando, y un compadre del granjero había mencionado entonces a los parroquianos del pub que todas las noches veía al chico tumbado en la hierba tibia y mirando las estrellas. «Como si el pobre diablo no las hubiera visto nunca», había dicho.
En su último día, mientras decían adiós a todos, uno de sus nuevos amigos se ofreció a llevarlos en su calesín tirado por poni hasta el pub de Star. Dio un breve rodeo para enseñarles el campo donde se alzaba una piedra que, según decían, y posiblemente según decían quienes bebían toda aquella sidra, cobraba vida algunas noches y bailaba de extremo a extremo.
Fue entonces, al terminar de observar la piedra por si se dignaba hacer aunque fuese una pequeña jiga para los visitantes, cuando Perillán dijo a su novia en los tonos más puros y rústicos de Somersetshire:
—Me he rumiado yo que tendríamos que ir tirando, buena moza.
Ella, sonriendo como un sol, preguntó:
—¿Pa dónde, querido mío?
Perillán también sonrió.
—Liendres.
—Donde la gente es más rara que hecha a encargo, no como nos.
Entonces le dio un beso y Perillán se lo devolvió, y con acento más parecido al de Liendres que al de Somerset, dijo:
—Amor mío, ¿a ti te da que es posible que una piedra baile?
—Bueno, Perillán —dijo ella—, si alguien puede hacer bailar a una piedra, ese tienes que ser tú.
Y después de aquello, dos oriundos de Somerset, aunque tuvieran el dinero suficiente para viajar en carruaje, llegaron a Londres desde Bristol. Desapercibidos por completo, se esfumaron entre la muchedumbre y pagaron el alojamiento de una dama soltera en una pensión respetable, tras lo cual el joven se marchó hacia Seven Dials.
A la mañana siguiente, Perillán sacó a Onán de paseo y luego desapareció en las alcantarillas. Cualquiera que lo mirara se habría fijado en que tenía un aire solemne y llevaba un saco, aunque sería discutible que las ratas supieran cuán solemne era el gesto de un ser humano, e incluso que conocieran el significado de la palabra «solemne». A las ratas tal vez las sorprendiera averiguar más tarde que, escondido entre los detritos de las alcantarillas, sujeto por encima del nivel normal del agua, había un par de relucientes zapatos nuevos.
Lo que hizo Perillán a continuación no lo vio nadie, pero a mediodía en punto estaba plantado en el Puente de Londres. Miraba los barcos que pasaban cuando una chica de pelo largo le dijo, en una voz que le hizo cosquillear los huesos:
—Disculpe, señor, ¿que puede decirme usted cómo se va pa Seven Dials? Mi tía vive allí.
Perillán, en caso de que hubiera alguien mirando como sin duda lo había, pareció animarse.
—¿Es usted nueva aquí? ¡Estupendo! Permítame que le enseñe esto un poco, para mí será un placer.
En ese momento un carruaje frenó junto a ellos, para disgusto de algunos de los cocheros que iban detrás. Pero los cocheros no prestaron atención a la mujer que salía, sonreía a Perillán, clavaba la mirada en la doncella de Somerset y, tras practicarle un examen casi forense, decía:
—Vaya, qué sorpresa, amigo mío. Casi podría cometerse el error de pensar que esta joven es la mismísima Simplicity, pero por desgracia, como los dos sabemos, la pobre chica está tristemente fallecida. Pero salta a la vista que usted, don Perillán, es un caballero resistente. Como nos hemos encontrado los tres por pura casualidad en este puente, ¿me permite que los acerque a usted y a su nueva amiga al cementerio de Lavender Hill? Tenía que ir hoy de todas formas, porque el cantero ya habrá terminado la lápida de la pobre Simplicity. —Se giró hacia la chica—. ¿Cómo se llama usted, joven?
La chica sonrió.
—Serendipity, señora.
Y Angela tuvo que taparse la boca con una mano para disimular la risa.
Y así fue como los tres llegaron a Lavender Hill, donde se depositaron ramos de flores y, como era de esperar, se derramaron lágrimas, y luego el carruaje dejó a Perillán y a la joven llamada Serendipity en uno de los otros puentes, donde él había oído que el hombre de las familias felices había abierto su muy extraña carreta.
Era, explicado en pocas palabras, una jaula de bastante buen tamaño en la que había un perro, un gato, un babuino pequeño, un ratón, dos pájaros y una serpiente, todos viviendo juntos y en armonía, o como cristianos de verdad, que decía el viejo de la carreta.
—¿Cómo puede ser que el gato no se coma al ratón, Perillán? —preguntó Serendipity.
—Bueno —dijo él—, creo que este anciano no va a contarte sus secretos, pero algunos dicen que si se crían juntos y tratándolos bien se convierten justo en eso, en una familia feliz. Aunque tengo entendido que si un ratón al que todavía no le han presentado a la serpiente cruza esos barrotes, se convierte en la cena de la serpiente en un periquete.
Entonces ella le cogió la mano y pasearon, cruzando los puentes y viendo todas las atracciones que había en ellos: los forzudos que levantaban pesas, los hombres de la corona y el ancla, el vendedor de bocadillos de jamón asado y el hombre que podía estar de pie cabeza abajo, con las manos en el suelo. Por último, mientras la dorada luz del ocaso daba a Londres una atmósfera de templo pagano, broncínea y brillante, y convertía el Támesis en un segundo Ganges, se fueron a casa sin hacer ni el menor caso al hombre de «Punch y Judy».
El día siguiente empezó con una algarabía en la calle. Cuando Perillán bajó unos pocos escalones con sigilo y echó un vistazo fuera, vio a dos hombres con cascos de plumas y a un tercer hombre, más menudo, que tenía al mismo tiempo aspecto de darse importancia y de tener un poco de miedo de estar donde estaba. Perillán abrió la ventana y gritó:
—¿Qué quiere usted, amigo?
No le hacía ninguna gracia el hombrecillo, que obviamente era el jefe, porque cuando se ve a un grandullón al lado de un chiquitín, el pequeño suele ser el jefe. Y el pequeño preguntó:
—¿Un caballero llamado… don Perillán?
Perillán tragó saliva y replicó a viva voz:
—Nunca he oído hablar de él.
El hombre miró hacia arriba.
—Bueno, señor, lamento escucharlo. Pero si por casualidad se encuentra con el susodicho don Perillán, ¡tenga a bien decirle que Su Majestad la reina Victoria lo convoca al palacio de Buckingham mañana por la tarde!
Desde detrás de Perillán, un somnoliento Solomon terció:
—Mmm, Perillán, no puedes desobedecer una invitación de Su Majestad.
Y Perillán se quedó sin perillanada que lo salvara y bajó a la calle a regañadientes. Ya empezaba a acumularse una multitud, para gran desasosiego de los hombres de casco emplumado, porque había corrido el rumor de que por fin llevaban a Perillán al cadalso, y algunos de los presentes hablaban de plantar cara. Y por supuesto, tan pronto como se tiene un rumor, siempre brotan de él pequeños rumores adicionales, aunque sea solo por diversión.
Perillán se quedó de pie, parpadeando, y dijo:
—Muy bien, amigo, ahora cuéntame la verdad.
El hombre menudo y bastante hostigado, tratando de mantener una imagen digna en un mundo carente de dignidad, entregó un documento a Perillán.
—Sírvase acudir a las puertas del palacio de Buckingham a las cuatro y media de mañana —le dijo—, y será invitado a entrar. Puede ir acompañado de miembros de su familia, hasta un máximo de tres. Por supuesto, transmitiré a Su Majestad que acepta humildemente la invitación.
Aquello dio paso a un día extraño y misterioso, incluso después de que la gente perdiera interés y se dedicara a sus propios asuntos, o en algunos casos a tantos de los asuntos ajenos como pudieran robarse. Perillán lo empezó dando un paseo, renunciando a las alcantarillas y limitándose a zigzaguear por Londres con Onán, que estaba exultante por aquella salida tan larga y trotaba feliz a su lado. Al cabo de un tiempo las piernas de Perillán, que lo conocían mejor que él mismo, lo llevaron por Covent Garden hasta Fleet Street.
Charlie no estaba, pero cuando Perillán pidió ver al director y dijo quién era, al momento lo hicieron pasar escalera arriba, donde le comunicaron que a su cuenta se habían añadido otras siete guineas. Perillán pidió que el dinero que quedase en aquella condenada colecta se dedicara por favor a procurar una vida cómoda al señor Todd, que, según tenía entendido, cumplía condena en el sanatorio de Bedlam, poco adecuado para los de temperamento delicado.
El señor Doyle aceptó, e incluso le prometió ocuparse de que el dinero llegara de verdad donde debía ir. Aquello tranquilizó a Perillán. Prosiguió su paseo, que solo interrumpió para comprar a Onán un hueso de carnicería a modo de almuerzo y para procurarse una botella de buen brandy en una licorería. La llevó consigo al río y paró a un barquero que los llevara al muelle de Four Farthings.
El alguacil no estaba allí, pero su ayudante se comprometió a que el regalo, en apariencia cortesía del hijo de una anciana a la que el hombre había ayudado, llegara a su futuro propietario. Por desgracia, a veces había que confiar en la palabra de la gente. En Four Farthings había poca cosa que no fuese a terminar devorada pronto por los distritos más grandes, pero aun así Perillán se acercó a la iglesia de San Nunca, un santo poco conocido al cargo de las cosas que no ocurrían, motivo por el que tantas jóvenes acudían allí a rezar. Dejó un chelín en la caja de ofrendas y oyó que la moneda daba contra madera, por lo que sospechó que iba a pasar una buena temporada muy sola.
Encontró tiempo para desviarse hacia la casa de los señores Mayhew, donde estrechó manos y les agradeció el pésame y todo lo que habían ayudado a la pobre y difunta Simplicity, que, según Perillán, si siguiera con vida les estaría muy agradecida. Estaba absolutamente seguro de eso, les dijo, tan seguro como si lo hubiera oído de sus propios labios. Después, cuando le ofrecieron pasar al salón, rechazó la invitación con un gesto y bajó al otro lado de la puerta de gamuza verde, donde se llevó una sonrisa sincera hasta de la señora Sharples y un beso neumático de la señora Quickly.
Mientras cruzaba el río de vuelta, se preguntó por qué estaba haciendo todas esas cosas, y con más motivo se lo preguntaba Onán, que estaba pasándolo como nunca y en la vida había andado tanto de golpe. Cayó en que había una persona que podría decírselo, de modo que pagó a otro barquero para que lo llevara un rato río arriba y después dio un paseo de longitud razonable que terminó en la pensión de la señorita Serendipity, desde donde un gruñón los llevó a los dos a casa de Angela. El mayordomo abrió la puerta con mucho respeto y los saludó.
—Buenas tardes, don Perillán. Voy a ver si la señorita Angela está en casa.
Pero en realidad pasó menos de un minuto antes de que apareciera Angela. Animándose por momentos, Perillán les contó las novedades mientras tomaban un café y pidió a Serendipity que lo acompañara.
Serendipity se tomó la noticia de una forma muy femenina, que consistió en montar en pánico por no tener nada que ponerse para ir a palacio, momento en el que Angela intervino con jovialidad, diciendo:
—Querida mía, eso es lo último que debería preocuparte. Quizá podamos hacer una visita a mi modista; es muy poco tiempo, pero seguro que algo puede hacerse. —Se volvió hacia Perillán—. Hablar de vestidos me trae a la mente los anillos, por lo que me gustaría, don Perillán, que me dijera usted cuáles son sus intenciones exactas. Si no me equivoco, estáis comprometidos, así que ¿cuándo crees que os casaréis? Yo nunca he visto el sentido a los compromisos largos, pero es posible que haya… ¿dificultades?
Perillán había pensado largo y tendido en Serendipity y el matrimonio. Oficialmente, como Simplicity, seguía siendo una mujer casada, pero ella misma había dicho que era imposible que Dios estuviera en aquel matrimonio, o no habría permitido que se volviera tan horripilante. Al preguntar a Solomon, el anciano se había acariciado la barbilla y había hecho «mmm» unas cuantas veces, antes de afirmar que sin duda cualquier Todopoderoso digno de que se tuviera fe en Él estaría de acuerdo. Y si no, ya se ocuparía Solomon de explicárselo. Entonces Perillán había comentado: «No sé si Dios estuvo en la alcantarilla, pero desde luego la Dama sí».
A fin de cuentas, pensó, aparte del príncipe, a quien no interesaba hablar, los únicos testigos que habían quedado del condenado matrimonio eran Simplicity y el anillo. El anillo había desaparecido y Simplicity estaba muerta, de modo que ¿había alguna prueba de que Simplicity hubiera estado allí siquiera? En cierto modo era otro tipo de niebla, y en esa niebla, pensó, la gente podría encontrar el camino hacia unas tierras altas y soleadas.
—Simplicity estaba casada —dijo con firmeza—, pero murió. Ahora tengo a Serendipity, a una persona nueva, y pretendo ayudarla. Pero yo también soy alguien nuevo, y antes de casarme quiero buscar trabajo, un buen trabajo… y tendré que dejar el alcantarilleo para los ratos libres. Pero ni siquiera sé cómo se consigue un trabajo de verdad.
Se detuvo ahí porque, aunque la sonrisa de Angela decía mucho, en aquel momento no pudo interpretarla.
—Bueno —dijo la dama—, si hacemos caso a los dimes y diretes, joven Perillán, sospecho que en muy breve volverás a ver a un anciano canoso, risueño pero amigable, que tal vez te ofrezca unas vacaciones en el extranjero. Te doy mi enhorabuena, joven, y a usted también, señorita Serendipity.
Podría decirse que el día siguiente empezó de verdad cuando el carruaje llegó justo a tiempo y con Serendipity a bordo. Cuando volvió a ponerse en marcha Solomon, que parecía saberlo todo de aquellos asuntos, les explicó:
—Por supuesto, esto es una audiencia privada. Pero recordad que quien manda es Su Majestad. No habléis a no ser que se os hable. Ni se os ocurra interrumpir pase lo que pase y, en esto debo insistir, Perillán, no te tomes familiaridades. ¿Lo habéis entendido?
Parte de la información relevante se impartió mientras recorrían el palacio, que una parte de Perillán interpretó como el lugar con más objetivos viables que había visto en la vida. Hasta la casa de Angela palidecía en comparación. Cruzaron salas y más salas, unos paisajes abrumadores para alguien que había sido gatero, aunque Perillán se dijo que era imposible trabajar allí: nadie podía tener un saco en el que cupieran aquellos cuadros tan enormes o aquellas butacas tan voluminosas.
De pronto entraron en otra habitación, pero en esa estaban la reina y al príncipe Alberto, y en efecto Perillán se fijó en que había sirvientes por todas partes, quietos a la manera de un buen ladrón porque la gente capta enseguida el movimiento.
Perillán nunca había oído la palabra «surrealista», pero la habría empleado cuando Solomon, ataviado en toda su gloria, hizo una reverencia tan profunda a la reina que su pelo a punto estuvo de tocar el suelo. Hubo un leve chasquido seguido de una repentina quietud en la estancia, y al momento Solomon hizo unos gestos frenéticos con el dedo a Perillán, que conocía la rutina y dio un paso adelante, con una sonrisa nerviosa dirigida a la reina, rodeó a Solomon con los brazos, subió una rodilla hasta su espalda y lo enderezó. Para su propia consternación, se oyó a sí mismo decir en tono desenfadado:
—Discúlpenos, Su Majestad, es que siempre se le escoñan las juntas cuando intenta estas cosas, pero ya está, lo he vuelto a dejar como nuevo.
La chica era bonita con ganas, pensó; muy encopetada, claro, eso no había ni que decirlo. La reina no dejaba entrever ninguna expresión, pero el príncipe Alberto miraba a Perillán como si hubiera encontrado un bacalao en su pijama. De modo que Perillán retrocedió un paso, dejó que Solomon se recompusiera y trató de volverse invisible, momento en el que la reina iluminó el semblante y dijo:
—Señor Cohen, es un gran placer conocerle por fin; no sabe lo mucho que he oído de usted. No sufrirá dolores de algún tipo, ¿verdad? —añadió en un tono de voz menos regio.
Solomon tragó saliva.
—No hay ningún daño salvo en mi autoestima, majestad, y permitidme señalar que algunas historias que se cuentan de mí no son ciertas.
El príncipe Alberto intervino:
—La que cuenta el rey de Suecia es muy buena.
Perillán pudo entrever que Solomon se sonrojaba por debajo de la barba.
—Si es la del caballo de carreras en la cabaña, Su Alteza Real, por desgracia es inventada.
—Aun siendo así —dijo el príncipe—, sigo considerando un privilegio conocerle, señor.
Extendió la mano hacia Solomon, y Perillán, observando con mucha atención cómo se la estrechaban, reconoció la mano de la libertad masónica. La reina, sin quitar ojo a su marido, dijo:
—Bueno, querido, qué agradable sorpresa para ti. —Aunque parecía una frase bastante amistosa, tenía una sutil palmadita al final para recordar a todo el mundo que esa conversación al menos había concluido. Desvió su atención a Perillán—. Usted, pues, debe de ser don Perillán. Se mueve como pez en el agua entre los criminales desesperados, tengo entendido. Aún se habla de Sweeney Todd. Ese tuvo que ser un día muy espantoso para usted.
Perillán caviló que tal vez no fuese buena idea contradecir a aquella mujer, aunque el día hubiese sido más extraordinario que espantoso, por lo que decidió pisar sobre seguro.
—Bueno, majestad, allí estaba él y allí estaba yo, y allí estaba la navaja, y no hubo mucho más, la verdad. Para serle sincero, el pobre hombre me dio lástima.
—Eso había oído —dijo la reina—. Es una idea inquietante, pero al menos habla bien de usted. Creo que la joven que tiene al lado es su prometida, ¿me equivoco? Acérquese, haga el favor, señorita Serendipity.
Serendipity se adelantó, y de pronto Perillán se halló fuera de la habitación y contemplándola desde arriba, observando cómo mudaban y volvían a mudar las expresiones, y al poco tiempo volvió a sí mismo y todo era alegría, alguien acababa de traer el té e imperaba la clara sensación de que las cosas eran satisfactorias.
¿Se atrevería a mentir a una reina?, se preguntó. ¿Cuánto sabía ella? Y ya puestos, ¿cuánto sabía el príncipe Alberto? Procedía de una de las Alemanias, ¿verdad? Pero seguir por ahí haría que volviera a pensar en política, así que azuzó la idea fuera de su mente y, cuando el tiempo volvió a transcurrir, Serendipity hizo una reverencia bastante más conseguida que la de Solomon y regresó el ambiente distendido a la sala.
—¿Cuándo crees que os casaréis, querida mía?
Serendipity se ruborizó y dijo:
—Perillán dice que antes tendrá que encontrar un trabajo nuevo, majestad, de modo que aún no lo sabemos.
—Cierto es —dijo la reina—. ¿A qué se dedica usted, don Perillán, cuando no está malogrando empeños delictivos?
Perillán no respondió porque no estaba muy seguro de lo que significaba malograr, pero Solomon se apresuró a intervenir en su nombre.
—Perillán colabora en el correcto funcionamiento del desaguado, majestad.
El príncipe Alberto puso los ojos en blanco y dijo:
—Uf, los desagües. Aquí los tenemos y parece que nunca funcionan bien.
Perillán abrió la boca pero la reina, ansiosa por abandonar el tema del desaguado, dijo:
—Bueno, señor, le deseo lo mejor en el puesto que termine ocupando. Y ahora —añadió, lanzando una mirada a un lacayo—, creo que una valentía como la de usted merece un reconocimiento, por lo que me gustaría que viniera aquí e hincara la rodilla. Fíjese en dónde está el cojín, y creo que sería buena idea que se quitara el sombrero. —Un sirviente llegó portando una espada, una espada bastante brillante, por cierto. La reina la empuñó—. ¿Cuál quiere que sea su nombre completo, don Perillán? Me han hecho partícipe de que le gustaría librarse de Pip Stick.
Perillán se la quedó mirando hasta que Serendipity dijo:
—Si sirve de algo, majestad, Jack siempre me ha parecido un nombre muy bonito.
«Jack Perillán», pensó Perillán. Sonaba un poco encorsetado, pero no sabía muy bien por qué. La reina lo miró con impaciencia.
—Si yo fuese usted, señor —dijo—, seguiría el consejo de su dama. —Miró de soslayo al príncipe Alberto antes de añadir—: Como hacen todos los maridos con dos dedos de frente.
Lo único que pudo hacer Perillán fue responder:
—Hum, sí, por favor.
Y notó una corriente de aire por el cuero cabelludo antes de que la espada regresara a los brazos del lacayo, y entonces sir Jack Perillán se levantó.
—Te hace parecer más alto —dijo Serendipity.
—En efecto, así es —dijo la reina Victoria—. Por cierto, sir Jack, ha llegado a mis oídos que tiene un perro muy inteligente como mascota.
Perillán sonrió.
—Ah, sí, majestad, se refiere usted a Onán. Es muy buen amigo mío, aunque por supuesto no íbamos a traerlo aquí con nosotros.
—Por supuesto —repitió la reina, y carraspeó—. ¿Ha dicho Onán, como en la Biblia?
Por el rabillo del ojo Perillán vio que Solomon daba un paso atrás, pero aun así dijo:
—Ah, sí, señora.
—¿Y por qué le pusieron ese nombre?
«En fin —pensó Perillán—, es ella la que ha preguntado». Así que se lo explicó[*], y la joven reina miró un instante a su marido, cuya cara era todo un poema, y luego estalló en carcajadas.
—Bien, bien, ahora sí que estamos entretenidos.
Como si funcionara con algún tipo de mecanismo, el servicio de té se evaporó con la misma rapidez con que había aparecido, y hubo cierta señal inaprensible de que la audiencia había terminado. Con gran alivio, Perillán cogió a Serendipity del brazo y salió con ella, y fuera de la sala se sorprendió al ver que el caballero canoso al que ya conocía estaba caminando hacia él con paso firme.
—Sir Jack —le dijo al llegar—, permítame ser el primero en darle la enhorabuena. ¿Me concedería unos minutos de su tiempo? ¿Por ventura ha tenido tiempo de considerar mi propuesta?
—Quiere que hagas de espía —musitó Solomon desde detrás de él.
El hombre canoso hizo unos ruiditos parecidos a «tsk, tsk» antes de replicar:
—Nada más lejos, señor Cohen. ¿Espía, señor mío? Ni se le pase por la cabeza. Puedo asegurarle que el gobierno de Su Majestad no tiene tratos con espías, por el amor de Dios, ni hablar. Pero eso no quita que nos agrade quien pueda ayudarnos a… interesarnos.
Perillán se llevó aparte a Serendipity y le preguntó:
—¿Qué debería hacer?
—Bueno, sí que quiere que hagas de espía —respondió Serendipity—. Se le nota por la cara que pone cuando lo niega. Para una persona como tú, Perillán, me parece el empleo ideal, aunque me temo que supondrá que aprendas uno o dos idiomas extranjeros. Pero estoy segura de que encontrarás bastante fácil el aprendizaje. Yo misma sé hablar francés y alemán, además de un poco de latín y griego. No cuesta tanto si le pones empeño.
Para no dejarse amilanar, Perillán respondió:
—Bueno, yo sé un poco de griego. Παρακαλώ μπορείτε να μου πείτε που βρίσκονται η άτακτες κυρίες[*]?
—Caramba, Perillán —dijo Serendipity con una sonrisa—, sí que llevas una vida interesante, ¿eh?
—Amor mío —respondió él—, creo que acaba de empezar.
Y así fue como, dos meses más tarde, Jack Perillán corría por los bulevares de París con los gendarmes muy por detrás de él y perdiendo terreno. Llevaba una cartera llena de monedas y bonos, una diadema que había pertenecido a María Antonieta y le quedaría de maravilla a su esposa Serendipity y, por último, su auténtico objetivo: los diseños de un innovador tipo de cañón. Sonaban silbatos por todas partes, pero Perillán nunca estaba donde alguien pensara que iba a estar. Le había interesado mucho averiguar que los gabachos también tenían desagües, y bastante buenos para ser desagües gabachos, así que bailó y perillaneó y siguió corriendo hasta el piso franco que había dejado preparado la noche anterior, y se divirtió como nunca en su vida.