Capítulo 14

Un barquero se lleva una sorpresa, una anciana

desaparece y Perillán no sabe na, no ha oído na

y (como era de esperar) ni siquiera estaba allí

Cuántas cosas quedaban por hacer, pensó mientras se apresuraba en dirección a casa. Tendría que prepararse para ir al teatro más tarde, pero antes que nada lo importante era rezar. Rezar a la Dama.

Perillán había entrado en iglesias alguna vez, pero en general la gente de la calle no las pisaba a no ser que hubiera una promesa de comida a la vista: se podía soportar una generosa dosis de «Vuelve al redil de Jesús» a cambio de llenar el estómago. Perillán estaba en sus queridas alcantarillas preguntándose cómo iba aquello de rezar.

No había visto nunca a la Dama, aunque el Abuelo siempre le había hablado de ella como de una amiga y él sí la había visto antes de morir, y si no se confía en la palabra de un moribundo, ¿en la de quién se va a confiar? Sí, Perillán siempre le había pedido ayuda casi de forma automática, sin poner mucho empeño, pero nunca había rezado desde las entrañas, y allí de pie bajo los sonidos de Londres y con un auténtico asesino tras su pista, sintió que necesitaba una oración.

La emprendió con el tradicional carraspeo y se contuvo antes de escupir porque, en un momento como aquel, no interesaba ofender a nadie en absoluto. Arrodillarse no era muy habitual en las alcantarillas, así que en lugar de eso irguió la postura y dijo:

—Lo siento pero no sé qué decir, Dama, esa es la verdad. O sea, no es que la haya matado yo, ¿verdad? Y le prometo que si Simplicity salva la vida, esa pobre chica del depósito en Four Farthings tendrá una parcela en Lavender Hill, y flores también; de eso me ocuparé yo. —Titubeó un momento—. Y tendrá un nombre, para que al menos yo pueda recordarla, y eso es todo, Dama, porque el mundo está bastante mal y la cosa está muy complicada, y no se puede hacer más de lo que se puede. Y yo soy solo Perillán.

Hubo el más sutil de los sonidos. Perillán miró abajo y vio una rata muy pequeña pasar correteando por encima de su bota. ¿Era una señal? De verdad quería una señal. Tendría que haber señales, y si había una señal debería llevar una señal para que se viese que era una señal y no quedara duda de que era una señal. Para ser sinceros, y si se pensaba un poco, una rata pasando por encima de unas botas en una alcantarilla no parecía tanta señal. ¿Era una señal o una simple rata? En fin, ¿y cuál era la diferencia? La Dama siempre estaba rodeada de ratas, y Perillán casi había esperado ver un hermoso rostro apareciendo por arte de magia en los goteantes ladrillos del subsuelo.

El tráfico traqueteaba por encima de él y en el silencio intermitente había una marcada ausencia de todo, por lo que Perillán añadió:

—El Abuelo, de quien seguro que ha oído hablar, me dijo que usted siempre lleva puestos unos zapatos. O sea, no botas, sino zapatos de verdad, así que si tiene la amabilidad de echarme una mano, le regalaré el mejor par de botas que pueda comprarse con dinero. Gracias por adelantado, Perillán.

Esa tarde Solomon fingió maravillarse de la gran minuciosidad con que Perillán se preparó para ir al teatro.

Perillán se frotó hasta el último recoveco y rincón del cuerpo varias veces, mientras pensaba en el Peregrino. No había oído hablar de él, pero tampoco había oído hablar de todo el mundo y, en cualquier caso, era muy poco probable que alguien intentara alguna cosa en el teatro, ¿verdad? De todos modos más tarde, en su pequeño mundo privado tras la cortina, mientras Solomon llevaba a cabo sus propias abluciones con profusión de chapoteos y gruñidos, sacó la navaja de Sweeney Todd con mucho cuidado de su escondrijo y se la quedó mirando.

Era una navaja, una navaja y nada más. Pero también era un temor y una leyenda. Podía llevarla en el bolsillo sin problemas. Izzy había hecho un trabajo estupendo y, de hecho, había un bolsillo interior en la chaqueta que le vendría de perlas, aunque hizo preguntarse a Perillán si, considerando que la chaqueta había sido un encargo de sir Robert Peel, el caballero habría solicitado un bolsillo interior para llevar algo que quisiera tener a mano cuando andaba por la calle… unas nudilleras, tal vez.

Suspiró y devolvió la navaja a su escondite. No estaba seguro de querer sentarse al lado de Simplicity con aquel objeto tan cerca y, un poco sorprendido por el pensamiento, se dijo: «El señor Todd mataba, pero no era un asesino. A lo mejor si no lo hubieran enviado a la dichosa guerra, no habría perdido la chaveta». Pero se mirara como se mirara, por lo menos aquel no era día para que la navaja de Sweeney Todd estuviera en la calle.

Angela había dicho a Solomon que llegaría un carruaje para llevarlos a todos al teatro. Perillán se descubrió esperándolo al menos una hora antes del momento previsto, y cuando por fin apareció el carruaje se alegró de que viniera acompañado de dos lacayos fornidos y de aspecto despierto. Sus mandíbulas marcadas y sus ojos astutos indicaban que estarían más que dispuestos a enfrentarse a cualquier tipo de las barriadas que se acercara demasiado al carruaje.

Solomon entró primero. Cuando Perillán pasó tras él, se quedó abatido del todo al no ver dentro a Simplicity, pero uno de los cocheros asomó la cabeza al interior, dedicó a Perillán una sonrisa poco característica y le dijo:

—Las damas todavía están preparándose para la obra, señor, y nos han enviado a recogerlos antes a ustedes. También debo decirles que disponen de un refrigerio que pueden degustar durante el trayecto. —Y en un tono mucho menos estirado, añadió—: ¡El hombre que combatió a Sweeney Todd! ¡Ya verá cuando se lo cuente a mi anciana madre!

Mientras Solomon inspeccionaba con ojo crítico el pequeño y bien surtido bar del interior del carruaje, que se ganó su entusiasta aprobación, Perillán no dejaba de pensar. No es que estuviera muy preocupado por el Peregrino, pensó, pero no paraba de dar vueltas en la cabeza a lo que le había contado de él la señora Holland. Había algo que no encajaba; su historia sonaba como… bueno, como una historia, parecida a la de la navaja de Sweeney Todd, y Perillán sabía la verdad sobre esa navaja, ¿o no? De acuerdo, pensó con remordimiento, parte de esa historia la había inventado él para quedar como una especie de valiente guerrero ante un montón de personas, mientras en el fondo de su alma sabía que no era más que un joven espabilado.

Raudo como una puñalada, el pensamiento regresó. ¿En qué medida ocurriría lo mismo con el tal Peregrino? ¿A qué venía la parte de las chicas? ¿Sonaba real del todo?, se preguntó. Y él mismo se dio la respuesta: «No. Pero aun así, tiene a la señora Holland bastante atemorizada». Quizá el Peregrino había urdido un pequeño sortilegio que lo volviera más grande y peligroso que en la realidad. Sí, eso tranquilizó a Perillán. Era como tener dotes dramáticas; la capacidad de dar un espectáculo era crucial para el éxito, y él tenía un espectáculo propio que preparar.

Se recordó que tenía que hablar de una cosa muy importante con la señorita Coutts, la estimada señorita Coutts. Sabía que esa mujer se salía de la norma: tenía dinero a carretadas y estaba soltera, y Perillán sonrió para sus adentros mientras pensaba: «Hum, una mujer hinchada de guita que no está interesada en casarse. Hombre, al fin y al cabo, si ya tienes dinero, dinero propio, un marido haría poco más que dar problemas». Solomon le había dicho que Angela había pedido matrimonio una vez al duque de Wellington. Y Wellington, que tenía renombre como buen estratega, había rechazado la propuesta con gran respeto y midiendo muy bien las palabras. «¡Ese hombre sabía que al menos había una batalla que nunca podría ganar!», pensó Perillán.

Solomon devolvió el tapón a un decantador de brandy con un suspiro feliz.

—Solomon, tengo que explicarte una cosa —dijo Perillán.

Transcurrió menos de un cuarto de hora antes de que el carruaje llegara a su destino, y Perillán dedicó buena parte de ese tiempo a mirar nervioso a Solomon, que parecía ensimismado hasta que por fin dijo:

—Mmm, bueno, Perillán, debo decir que has sido muy minucioso. Estás hablando con un hombre que, por viejo y oxidado que esté ahora, una vez escapó de prisión estrangulando a un carcelero con sus propios cordones de bota. Hoy en día lamento haberlo hecho cuando lo pienso, pero luego siempre razono que, de no ser por ello, no estaría aquí para contarte la aventura… y la verdad es que el muy cabronazo se lo merecía, porque vi lo que había hecho a los demás. Mi pueblo no tiene gran fama de bélico, pero cuando no hay más remedio procuramos que se nos dé a las mil maravillas. En cuanto a tu plan, es atrevido, audaz y, en las circunstancias que describes, bastante factible. Sin embargo, querido amigo, ten en cuenta que va a necesitar el visto bueno de Angela, que se ve a sí misma como la actual protectora de nuestra Simplicity.

El carruaje ya aminoraba la marcha.

—Entiendo por dónde vas —respondió Perillán—, pero la única persona que puede ordenar a Simplicity que haga algo, según las reglas, es su marido, y te digo ya mismo que lo que él quiere no va a ocurrir porque será todo lo príncipe que quieras pero para mí es un sifilítico asqueroso y un ricardo real de no te menees.

Otro lacayo les abrió la portezuela antes de que la mano de Solomon hubiera podido llegar a ella, e hizo pasar a los dos hombres a un recibidor que contenía a Angela pero, lástima, no a Simplicity. Angela debió de reparar en la expresión de Perillán, porque animó el tono para decir:

—Simplicity está tardando un poco, don Perillán, porque tiene una cita para ir al teatro con usted. —Dio una palmadita en el sofá, a su lado—. Anda, siéntate.

Y allí se quedaron sentados los tres, sumidos en el silencio un poco raro de la gente que espera sin tener mucho que decirse entre sí, hasta que una puerta se abrió para que entrara una doncella que daba vueltas para ocuparse de los últimos detalles en torno a Simplicity, que sonrió al ver a Perillán y convirtió el mundo entero en oro. La señorita Coutts dijo:

—Me alegro mucho de verte tan hermosa, querida, pero creo que llegaremos tarde a Julio César si no nos damos prisa. Aunque tengamos palco en el teatro, siempre me ha parecido muy desconsiderado llegar tarde.

Perillán pudo sentarse al lado de Simplicity en el carruaje. La joven no estaba hablando mucho, pero sí que parecía emocionada de algún modo por la perspectiva del teatro, mientras Perillán rumiaba cosas como: «Un palco, en el que podrá vernos mucha gente del público; ay, madre».

Pero al poco tiempo llegaron al teatro, justos de tiempo pero sin necesidad de avergonzarse demasiado. Los lacayos, o quizá otros dos compañeros suyos, tomaron posiciones detrás de ellos cuatro. Tenían que ser los mismos del principio, pensó Perillán, porque al volverse para mirarlos le pareció reconocer al que quería hablar a su madre de él. Al ver que Perillán lo miraba y reconocerlo, el lacayo dejó asomar un instante unas brillantes nudilleras que volvieron a desaparecer por arte de magia en su elegante atuendo. Bueno, algo era algo.

Perillán había entrado en teatros alguna otra vez, de forma extraoficial, pero le costó un tiempo comprender lo que estaba ocurriendo. Solomon había intentado darle algunas nociones del argumento de Julio César antes de salir de casa, y a Perillán le daba la impresión de que era como una pelea de bandas callejeras, solo que antes todo el mundo hablaba por los codos. Pero las palabras pasaban volando sobre su cabeza y Perillán trataba de asirlas aunque fuera haciendo aspavientos, y al cabo de un tiempo empezó a meterse en la obra. Cuando te acostumbrabas a la forma que tenían de hablar, a las sábanas que llevaban puestas y demás, en realidad trataba de gente turbia, y tan pronto como Perillán lo pensó y empezó a preguntarse por qué bando apostaría, recordó que aquellos romanos eran los que habían construido las alcantarillas y llamado Cloacina a la Dama.

Aunque Julio César y los demás fulanos no estaban construyendo ninguna alcantarilla sobre el escenario, Perillán dudó si debería llamar a la Dama por el nombre que le habían puesto ellos; a lo mejor valía la pena intentarlo. De modo que, mientras los discursos de los actores lo envolvían, cerró los ojos y encomendó su suerte a la diosa romana de las letrinas, y cuando volvió a abrirlos había una voz declamando:

—En asuntos humanos hay mareas que, en creciente tomadas, nos conducen a la prosperidad.

Con los ojos como platos, Perillán miró a los actores. ¡Vaya, puestos a pedir señales, algo como esto era mucho mejor que una rata pasando sobre una bota!

La señorita Coutts, su anfitriona, estaba sentada a su lado en aras de la decencia, mientras Simplicity tenía por carabina a Solomon, del que, al ser un caballero anciano, podía garantizarse en teoría que no albergara ideas sobre tejes o manejes. La señorita Coutts dio un codazo muy discreto a Perillán.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. Creía que estabas dormido y de pronto casi has saltado del asiento.

—¿Qué? —dijo Perillán—. Ah, sí, es que ahora sé que va a funcionar, seguro que sí.

Y al momento se maldijo por bocazas, ya que Angela preguntó en un susurro:

—¿Qué es lo que va a funcionar, si puede saberse?

—Todo —farfulló Perillán, y empezó a prestar una repentina atención al escenario y a preguntarse por qué hacían falta tantos tipos para matar a un hombre, y más teniendo en cuenta que tampoco parecía tan mal tipo.

Era lo que Solomon llamaba un «ágape», que al parecer era mucho más emocionante que comer. Había unos excelentes patés, fiambres, encurtidos y conservas que hacían llorar los ojos salvo a Solomon, a quien se los hacían brillar. Mientras terminaban de comer, Perillán preguntó a Angela en voz baja:

—¿Dónde están ahora sus sirvientes?

—En la sala del servicio, ¿dónde van a estar? Solo tengo que tocar la campanilla si requiero su presencia.

—¿Podrían oírnos?

—Imposible, y permíteme recordarte, joven, que cuentan con mi absoluta confianza, como ya te había dicho. De otro modo no serían empleados míos.

Perillán se levantó.

—Entonces, debo decirles a todos lo que espero que ocurra mañana, si están de acuerdo.

Lo que tienen los secretos es que, por norma general, la mejor forma de guardarlos es que se ocupe solo una persona. Era una característica especial de los secretos. Había quienes parecían pensar que la mejor forma de guardar un secreto era confiárselo a la mayor cantidad posible de personas, porque ¿qué podía fallar con tanta gente defendiendo el secreto? Sin embargo, Perillán iba a tener que contar el suyo tarde o temprano, y no encontraría mejor momento. Además, necesitaba un aliado y debía ser Angela. Le parecía que una mujer que tenía más dinero que Dios y seguía viva y feliz debía de ser una mujer lista como el hambre. Así que les explicó su plan, en voz baja y sin pasar ningún detalle por alto, añadiendo lo que la señora Holland le había dicho del Peregrino. Cuando terminó se hizo un silencio absoluto.

Al cabo Angela, sin fijar la mirada del todo en Perillán ni en Simplicity, dijo:

—Bueno, Perillán, por mucho que te admire, mi primer impulso ha sido prohibir tajantemente que emprendas este curso de acción tan particular y peligroso. Pero mientras tomaba aliento para hacerlo he comprendido, después de ver las miradas que pasaban entre vosotros dos y recordar que Simplicity no es una niña sino una mujer casada, que lo mejor que puedo hacer es darte las gracias por incluirme en tu círculo de confianza. Y a decir verdad, aunque luego pueda ser yo quien tenga que recoger los pedacitos, en el fondo este asunto os compete solo a los dos. —Se giró hacia Solomon—. ¿Comparte sus pensamientos con nosotros, señor Cohen?

A los pocos segundos Solomon habló.

—Mmm, Perillán me había hablado del Peregrino, y considero poco probable que encuentre a Perillán antes de que su plan fructifique. Como plan, me parece que tiene algunos aspectos seductores, como que en caso de éxito complicaría mucho que alguien deseara investigar el asunto más adelante. Y por supuesto, me complace saber que el plan se desarrollará en un campo de batalla favorable a mi joven amigo, del que sé que lo conoce como la palma de su mano. En las circunstancias que nos ocupan, mmm, no creo que ni el propio Wellington pudiera plantear una táctica mejor con un ejército.

Los ojos de Perillán no se habían apartado de Simplicity durante todo el intercambio. La había visto fruncir el ceño un momento y se le había caído el alma a los pies, para luego alzarse al cielo cuando ella sonrió… y no era una sonrisa educada, sino de las descaradas y socarronas, con las que se piensa en un adversario débil.

—Muy bien, querida —dijo Angela—, eres una mujer dueña de sí misma y cuentas con mi apoyo contra cualquier hombre que sugiera lo contrario. Por favor, dime qué opinas de esta treta descabellada, ¿quieres?

Simplicity fue hasta Perillán sin abrir la boca y lo cogió de la mano, enviando un escalofrío que bajó tan rápido por su columna vertebral que rebotó de nuevo hacia arriba.

—Confío en Perillán, señorita Angela —dijo—. A fin de cuentas, mire lo mucho que ha hecho por mí hasta el momento.

Con la frase aún en el aire, Perillán respondió:

—Esto… gracias. Pero ahora tienes que renunciar a tu anillo de boda.

La mano de Simplicity tocó su anillo al instante, y en el silencio de la sala atronaron grandes salvas de ausencia sonora mientras Perillán esperaba la explosión. Entonces Simplicity sonrió y, sin apenas levantar la voz, dijo:

—Es un anillo hermoso, ¿verdad que sí? Me encantó que me lo entregara. Y creí estar casada a los ojos de Dios. Mas ¿qué sé yo ahora acerca de estar casada? El pobre sacerdote que ofició la ceremonia está muerto, como lo están dos buenos amigos, lo que me lleva a pensar que Dios jamás estuvo en este matrimonio. Jamás estuvo presente mientras me pegaban, ni mientras me arrastraron a ese carruaje… y allí estuvo Perillán. Angela, tengo plena confianza en mi Perillán.

Dicho eso, lo miró a los ojos, dejó caer el anillo en su mano y confirmó la entrega con un beso, y de las dos cosas Perillán consideró que el beso fue lo que de verdad tenía veinticuatro quilates.

Angela miró a Solomon, que dijo:

—Mmm, creo que no queda ninguna duda, Angela. Lo que tenemos aquí es un Romeo y Julieta bastante inusual.

—Eso dice usted —replicó Angela—, pero como mujer práctica que soy creo que también nos hará falta una pizca de Noche de Reyes. Don Perillán, usted y yo tenemos que concretar los detalles antes de que se marche.

El carruaje de Angela llevó a Perillán y Solomon de vuelta a Seven Dials, y apenas intercambiaron cuatro palabras antes de haber vuelto del paseo nocturno de Onán; después siguieron pensativos y hablaron poco en la penumbra. Por fin Solomon dijo:

—Bueno, Perillán, yo tengo fe en ti y la señorita Burdett-Coutts tal vez tenga alguna también, pero la señorita Simplicity te guarda una fe que me atrevo a sugerir que supera a la de Abraham.

En la oscuridad Perillán respondió:

—¿Te refieres a tu amigo Abraham, el joyero ese un poco sospechoso?

Y la oscuridad replicó:

—No, Perillán, me refiero al Abraham que estaba dispuesto a sacrificar al Señor a su propio hijo.

—Bueno —dijo Perillán después de un momento—, ¡aquí no va a pasar nada por el estilo!

Después intentó quedarse dormido, y mientras daba vueltas y cambiaba de postura en su colchón no dejó de ver el rostro de Simplicity repitiendo una y otra vez lo que había dicho en la última conversación: «Tengo plena confianza en mi Perillán».

Los ecos de la frase rebotaron entre sus huesos.

Por la mañana Perillán contó hasta tres candidatos destacados a ser policías de paisano, intentando disimular y, como de costumbre, fracasando. Fingió no haberlos visto, pero estaba claro que sir Robert Peel había hablado en serio: ya iban dos noches seguidas con alguien observando fuera de su casa, ¡y ahora estaban de día también! A su particular manera de policías estaban probando ideas nuevas, como no apostar ningún hombre a la vista cerca del edificio pero sí un par de ellos al doblar las esquinas, donde Perillán tuviera que cruzarse con ellos. ¿Sir Robert estaría poniéndose nervioso?

Mucho antes de que amaneciera, Perillán había sido un joven muy ocupado al resguardo de la niebla, los vapores y la ahumada oscuridad y, mientras el mundo despertaba a poca distancia, se pudo ver a una pobre anciana pasar cojeando delante de los policías… si es que alguien se preocupaba de mirar a las pobres ancianas, de las que en realidad había saturación de oferta, ya que solían sobrevivir a sus maridos y en general no tenían a nadie a quien importaran demasiado. Perillán pensó que era una lástima; daba mucha tristeza ver a las mujeres buscarse la vida hurgando en los montones de basura y rebuscando cualquier cosa remotamente utilizable entre las pilas de desperdicios de las casas[*]. De acuerdo, al menos trabajaban al aire libre, pero nunca se veía a ninguna con algo parecido a un abrigo decente. Y daban miedo, de verdad que lo daban. Algunas de ellas tenían un brillo temible en los ojos mientras extendían las zarpas para pedir un cuarto de penique. Eran mujeres muy mayores, desdentadas, con unos rasgos chupados que hacían pensar en brujas, y estaban por todas partes, por todas en las que pudieran refugiarse de la lluvia.

Pero aquella mañana había una anciana que recorría los paseos y callejones con mucho más ímpetu, tirando de un carruco —un medio de transporte muy valorado en las calles— y dedicándole toda su atención como solían hacer las mujeres mayores. Si de verdad hubiera un observador en la luna con la mirada puesta en Londres, la habría visto acercándose en zigzag al terraplén del río, donde le costaría un penique que una barca los cruzara a ella y a su carruco a la otra orilla del Támesis; la anciana no pagó más de un cuarto, que como habría captado el observador no llegaba a la tarifa oficial, pero el barquero nunca había visto a una vieja tan triste y titubeante. Como tenía una madre muy mayor, el hombre fue generoso con aquella mujer y hasta aceptó esperar para el trayecto de vuelta, pero llegado el momento vio regresar de su cometido a la anciana llevando en el carruco un cadáver envuelto en una sábana enrollada. A decir verdad el cadáver suponía un problema, pero en ese momento llegó al muelle un colega del barquero para descargar pasaje, y el primero, señalando con gestos vagos a la vieja, que seguía en un estado deplorable, convenció a su compañero de que los ayudara con el cadáver. Por suerte, todavía se doblaba.

Perillán —pues por supuesto la anciana era Perillán— se quedó bastante satisfecho con todo aquello. Y también un poco avergonzado, ya que al final el alguacil de Four Farthings en persona y su ayudante habían salido para socorrer a la ancianita con su carruco, y le habían asegurado que los restos mortales de su sobrina se habían tratado con veneración en todo momento. Esas cosas llegaban al alma, desde luego que sí.

Y entonces, claro, había que volver a cruzar el río, contra la marea en esta ocasión; el barquero comprendió que no iba a hacerse precisamente rico con aquella travesía, por lo que dijo con voz brusca:

—Muy bien, querida, ni para usted ni para mí. Pongamos un cuarto de penique por cada una y estamos en paz.

No tardaron mucho en cruzar el agua, aunque estaba un poco picada, y cuando el hombre ayudó a la nerviosa anciana a subir el carruco a los adoquines, se quedó de piedra al ver que la mujer le entregaba tres relucientes monedas de seis peniques y oír que lo llamaba «el último caballero que queda en Londres». El barquero recordaría la anécdota con cariño durante mucho tiempo.

De regreso en la orilla buena del Támesis, un observador habría visto a la anciana tirar de su carruco con dificultades por un callejón oscuro y neblinoso donde había una sombra y un fuerte olor a ginebra, y donde un hombre muy borracho, muy sucio y con muy malas pintas dijo:

—¿Llevas alguna cosa en el bolso para mí, abuela?

La escena tuvo como testigo a un limpiabotas que se había sentado en el bordillo para desayunar y la entrevió en la penumbra. Justo cuando el hombre empezaba a pensar que tal vez debiera intervenir en la emboscada de más adentro, en el callejón sucedió algo muy extraño: la anciana pareció convertirse en un borrón de movimiento y al momento el hombre estaba en el suelo y ella le daba alegres patadas en la entrepierna, mientras gritaba:

—¡Como te vuelva a ver por aquí, jovenzuelo, te vas a enterar de lo que vale un peine! —Y después de ajustarse un poco el vestido, la anciana volvió a convertirse en… bueno, en una anciana a ojos del limpiabotas, que había estado mirando con su patata asada en la mano, olvidada a medio comer. La anciana lo llamó por gestos—. Joven, ¿quién hay por aquí vendiendo patatas hoy?

Aquello condujo a que Perillán siguiera camino con un buen suministro de patatas asadas en el bolso, que distribuyó entre las mujeres mayores que vio sentadas con cara de pena en los bordillos. En cierto modo era una penitencia, pensó. Y Dios, que debió de aprobar su acto de caridad, pareció querer que una vendedora de lavanda hubiera abierto su puesto en la siguiente calle y le ahorrara el trabajo de tener que buscarla, aunque no fuese muy difícil porque en el apestoso Londres todo el mundo compraba lavanda de vez en cuando. En aquel caso, la afortunada chica vendió toda la mercancía de golpe a una anciana, le dio las gracias y se metió en el pub, mientras la anciana seguía su aparatoso camino oliendo bastante mejor.

Ni en el mejor de los casos resulta fácil transportar un cadáver, pero en la zona más mugrosa de Seven Dials había un callejón con desagüe que Perillán sabía que era ideal y, por supuesto, después de bajar por él ya estaba en su elemento. Sería libre de dedicarse a sus asuntos sin que lo reconocieran los viandantes de arriba, y la probabilidad de cruzarse con otro alcantarillero era escasa. De cualquier modo, como rey de los alcantarilleros podía hacer todo lo que le diera la gana. En las cloacas, si se sabía cómo llegar, había lugares tan amplios como un dormitorio de buen tamaño, lugares que los alcantarilleros habían bautizado con fabulosos nombres como la Cima o Media Vuelta.

Perillán se metió chapoteando en un túnel y acometió la parte más desagradable de su empeño. Aquel tramo no tenía nombre hasta el momento, pero lo tendría a partir de entonces: Descanse en Paz. La muerte siempre acechaba en las partes más oscuras de Londres, y raro era el día en que no se veía la procesión de un funeral, lo que engendraba una especie de pragmatismo entre sus habitantes: se vivía, se moría y los demás cargaban con las consecuencias. Llegado aquel momento, como Perillán tenía muchas ganas de seguir viviendo, se quitó el harapiento disfraz de encima de su ropa normal y sacó un par de guantes grandes y bien engrasados, como le había aconsejado la señora Holland. Perillán agradeció sus consejos, y también haber gastado tanto dinero en lavanda porque, se mirara como se mirara, el olor pesado, rancio y empalagoso de la muerte no era para soportarlo más tiempo del necesario.

Con el tráfico a pocos pies por encima de su cabeza, tiró, empujó y equilibró hasta quedar satisfecho con el aspecto en que dejaba todo. Todo iba sobre ruedas hasta que, mientras colocaba los restos de la joven dama en su recoveco, hubo un suspiro y la cabeza se movió. Perillán pensó: «Si van a pasar cosas como esta, menos mal que estoy en la alcantarilla». No era nada. Sabía que los muertos podían ser bastante ruidosos a veces, como había dicho la señora Holland. Por culpa de los gases y demás, podía decirse que los cadáveres hablaban mucho después de muertos. Sacó la bolsita que había preparado con esmero, llena de alcanfor y guindilla triturada para mantener a raya a las ratas, al menos durante el tiempo suficiente.

Dio un paso atrás para contemplar su obra y se alegró, se alegró muchísimo, de no tener que repetirla nunca más. Y ya no le quedó nada que hacer aparte de guardar los guantes, pero se preocupó de salir de la alcantarilla a bastante distancia del escenario del crimen, si es que se podía llamar así, añadió para sí mismo. Encontró una bomba y se lavó las manos con agua de Londres, de la que siempre había que sospechar si no se había hervido antes, pero el jabón de lejía era un compañero fiable, aunque algo cáustico. Después volvió hacia Seven Dials dando un paseo, con el aire de un joven que se limita a disfrutar del sol, que, por cierto, ese día estaba un poco raro, como si sucediera algo en las capas más altas del aire.

No se entretuvo demasiado pensándolo, de todas formas, ya que al llegar a casa encontró a dos peelers esperándolo. Uno de ellos le dijo:

—Sir Robert quiere hablar un momento contigo, chico. —Olisqueó al ver la lavanda sobrante que Perillán estaba llevando a casa porque nunca venía mal cerca de Onán—. Flores para tu chavala, ¿eh?

Perillán no le hizo caso, pero ya se había esperado algo parecido: en cuanto los peelers se interesaban por alguien ya no dejaban de interesarse, pensando por lo visto que tarde o temprano acabaría derrumbándose y confesándolo todo. Era una especie de juego, y la peor parte era cuando pretendían ir de simpáticos. Y así, como el ciudadano respetable que era, Perillán acompañó a los dos hombres hacia Scotland Yard, pero cuidándose de mantener los andares de pillastre para que en las barriadas todos supieran que no lo hacía por voluntad propia; Perillán tenía una reputación que mantener hundida, y ya había hecho bastante daño ser un héroe oficial, así que ni de casualidad iba a dejarse ver entrar por voluntad propia en la madriguera de los peelers. No sería la primera vez, ni la tercera ni la décima, que los peelers creían tener a Perillán contra las cuerdas y se equivocaban.

Sir Robert Peel lo estaba esperando. Ni siquiera en aquel momento Perillán confiaba en él. Vestía como un hombre adinerado, pero había un brillo callejero en su mirada. El jefe de los peelers observó a Perillán desde el otro lado de su mesa y dijo:

—¿Has oído hablar alguna vez del Peregrino, amigo mío?

—No —mintió Perillán, basándose en que siempre había que mentir a los policías a la menor ocasión.

Sir Robert le dedicó una mirada inexpresiva y le dijo que a las fuerzas policiales europeas les gustaría mucho ver al Peregrino entre rejas o, si era posible, colgando del cadalso.

—El Peregrino es un asesino. Tiene el genio aguzado, Perillán, igual que los cuchillos. De la información que hemos podido reunir inferimos que está muy interesado en el paradero de la señorita Simplicity y, por extensión, en el tuyo. Los dos sabemos en qué aguas nadamos, y debo suponer que hay alguien impacientándose mucho en algún lugar, como demuestran los asesinatos de Bob el Filos y su empleado. Da la impresión de que nos quedamos sin tiempo, don Perillán. Debes entender que el gobierno británico no haría nada malo, desde el punto de vista de muchos, si enviara a una esposa fugada de vuelta con su marido legal. —Dio un bufido—. Por muy asqueroso que pueda resultar para muchos de los que conocemos las circunstancias de este sórdido asunto. El tiempo vuela, amigo mío. A quienes detentan el poder no les gusta que frustren sus empeños una y otra vez, y dicho esto querría llamar tu atención sobre el hecho de que me cuento entre ellos.

Se oyó un tabaleo y Perillán miró la mano izquierda de sir Robert Peel, cuyos dedos estaban tamborileando sobre un montón de documentos que le sonaba bastante. Sir Robert lo miró a la cara y siguió hablando.

—Y sé, porque mi trabajo consiste en saber estas cosas, que hace dos noches hubo un asalto a cierta embajada en el que desapareció una ingente cantidad de información y joyas diversas. Parece ser que a continuación el malhechor, al que se nos ha instado a llevar ante la justicia cuanto antes, vio apropiado incendiar una cochera. —El rostro de Perillán era todo inocente interés mientras sir Robert seguía diciendo—: Por supuesto, he tenido que enviar a mis hombres a indagar en los detalles de este robo con vandalismo premeditado, y resulta que un carruaje tenía una rueda dañada incluso antes del incendio, pero el delincuente parece haber dejado grabado sobre el blasón del carruaje el nombre de «señor Punch». Por supuesto, doy por hecho que no sabes nada de este suceso.

—Bueno, señor —dijo Perillán en tono vivaz—, como ya sabe esa noche estuvimos los dos en una cena de lo más animada. Luego volví a casa con Solomon, como seguro que atestiguará si se lo pide usted.

Y se preguntó si Solomon mentiría a un policía por él. La respuesta llegó rauda: Solomon debía de haber mentido a policías de toda Europa con Dios de su parte, y frente a un peeler negaría hasta saber si el cielo era azul.

Sir Robert sonrió, pero era una sonrisa desprovista de calidez y acompañada de unos golpecitos un poco más insistentes con los dedos.

—Don Perillán, estoy absolutamente convencido de que el señor Cohen diría lo mismo palabra por palabra. Y hablando del tema, ¿no sabrás algo por casualidad de un caballero judío que se ha presentado aquí esta mañana con un paquete de documentos dirigidos a mí? El sargento de turno dice que los ha dejado en el mostrador y ha puesto pies en polvorosa sin haber dejado ningún nombre. —Ahí estaba de nuevo aquella sonrisa sin humor—. Por supuesto, en términos generales todos los caballeros judíos de cierta edad y vestidos de negro se parecen mucho, salvo para quienes los conocen bien y los aprecian.

—La verdad es que no lo había pensado nunca —decidió responder por fin Perillán.

Estaba disfrutando con la conversación y sospechaba que, de algún modo retorcido, lo mismo hacía al menos una parte de su interlocutor.

—Entonces, no sabes nada del tema —dijo sir Robert—. No sabes na, no has oído na y no estabas allí, por supuesto. Son unos documentos muy, muy interesantes. Sobre todo si se leen a la luz de ciertas conversaciones que están teniendo lugar. Que es por lo que la embajada quiere recobrarlos. Yo no tengo ni la menor idea de dónde están. Confío en que Solomon te señalara el valor de lo que llevaste a casa…

—¿Cómo, señor? Disculpe, señor, pero a mí Solomon no me comentó na de ningún documento, ni yo los he visto nunca —respondió Perillán, pensando: «¿Qué se cree este, que he nacido ayer?».

—Aaajá —dijo sir Robert—. Don Perillán, ¿alguna vez ha oído el dicho «El abejaruco, a las veinticuatro horas cuco»?

—Sí, señor, yo siempre les tengo el ojo puesto por si cambian, señor, no se preocupe.

—Me alegro mucho de oírlo. Ya puedes marcharte. —Pero cuando Perillán puso la mano en el pomo de la puerta, sir Robert añadió—: Que no se repita, joven.

—¿Cómo voy a repetir una cosa que no he hecho, señor? —respondió Perillán, y no negó con la cabeza salvo en la intimidad de su cerebro.

«Sí, siempre esperan a que creas que ya te libras para soltarte alguna como esta. Podría enseñarles un par de trucos».

Salió de Scotland Yard con un alegre y sonoro grito de: «¡Ya os había dicho que nunca podréis acusarme de nada!». Pero estaba pensando: «Conque hay relojes en marcha. Está el reloj del gobierno, el reloj del Peregrino… y el mío. Y por el bien de Simplicity, más vale que el mío sea el primero en dar la hora».

¿Y qué había del Peregrino? Tuvo que pararse a rumiarlo un poco. ¿Un hombre cuya única descripción era que nunca parecía la misma persona dos veces? ¿Cómo podía localizarse a alguien así? Pero se tranquilizó al pensar que él ya estaba muy cerca de su objetivo, mientras el Peregrino aún tenía que averiguarlo todo sobre él y luego encontrarlo. Iba a costarle lo suyo. La idea no terminó de satisfacer a Perillán, porque llegó seguida de la noción de que el Peregrino era un asesino profesional, por lo que parecía de víctimas importantes, así que ¿cuántos problemas podía darle borrar a un alcantarillero mocoso de la faz de la tierra?

Meditó sobre aquello y luego exclamó en voz alta:

—¡Soy Perillán! ¡Va a darle problemas a carretadas!