El reloj hace tictac mientras una anciana
misteriosa cruza el río
Solomon estuvo callado hasta que el gruñón ya había recorrido buena parte del camino.
—Una dama bastante echada para adelante, o esa sensación me ha dado, por lo que debe de haber algo de verdad en el dicho de que los parecidos se atraen, y tú, Perillán, mmm, has sido Perillán, lo que creo que es una habilidad por sí misma. Pero debes tener cuidado: ahora estás en el centro de las cosas, te des cuenta o no. Aunque hay agentes de potencias extranjeras en este país, sospecho que se lo pensarían muy mucho antes de hacer daño al señor Disraeli o al señor Dickens, pero creo que la vida de un alcantarillero podrían apagarla de un bufido como si tal cosa.
Perillán sabía que Solomon tenía razón. Al fin y al cabo, había política enredada en el problema, y donde hay política están el dinero y el poder, que tal vez puedan considerarse más importantes que un alcantarillero y una chica sola.
—Mañana —estaba diciendo Solomon— recuerda que has de ir arreglado y ponerte otra vez la ropa buena cuando vayas al teatro. Por cierto, ¿qué es el papelito que llevas enrollado en la mano? No es muy típico de ti intentar leer…
Perillán se rindió en una competición muy desequilibrada y dijo:
—Dime lo que significa esto, Sol, porque me da que es importante. Creo que estos son los que quieren hacer daño a Simplicity.
La velocidad con que Solomon absorbía la información de una página siempre había parecido un prodigio a Perillán.
—Es la dirección de una embajada.
—¿Qué es una embajada? —preguntó Perillán.
Solomon tardó un par de minutos en explicarle el concepto de embajada, pero al final los ojos de Perillán se encendieron en llamas mientras decía:
—Bueno, ya sabes cómo soy con las letras. ¿Me dices dónde está?
—No sé si me atrevo, pero sé que no te quedarás contento hasta que lo averigües. Quiero que al menos me prometas, por favor, que no matarás a nadie. Al menos si ellos no intentan matarte primero. —Y añadió—: Angela es una mujer excepcional, ¿verdad que sí? —Echó un vistazo por la ventanilla del carruaje—. En realidad, creo que podría convencer al cochero para que pase por la dirección.
Cinco minutos más tarde, Perillán estaba estudiando el edificio con la misma mirada que un ratero clavaría en los bolsillos de los pantalones de un lord. Dijo:
—Ahora volveré contigo a casa para quedarme tranquilo de que llegas bien, pero luego no me esperes despierto.
Lo carcomió la impaciencia durante todo el trayecto a Seven Dials, mientras cruzaban retumbando las calles oscurecidas, y al llegar a casa Perillán no pareció fijarse en el hombre oculto entre las sombras, y el hombre no pareció prestarles atención a ellos mientras subían la escalera y Solomon refunfuñaba por lo tarde que iba a acostarse. Perillán dedicó un tiempo a dar de comer a Onán y sacarlo a su habitual paseo nocturno. Al terminar, el perro lo siguió escalera arriba y, poco tiempo después, el vigilante vio desde la calle que la solitaria vela se apagaba.
En la fachada opuesta del edificio, un Perillán vestido ya con su ropa de faena descendió por la cuerda que utilizaba cuando quería llegar al nivel del suelo sin que lo viera nadie. Entonces dio la vuelta a hurtadillas hasta el lugar desde el que el vigilante seguía vigilando, le ató los cordones de las botas entre sí a oscuras y en silencio y, por último, barrió sus pies del suelo con una pierna mientras decía:
—Hola, yo soy Perillán, ¿quién eres tú?
El hombre pasó de la sorpresa a un intenso enfado.
—¡Soy policía, para que lo sepas!
—No veo ningún uniforme, señor policía —dijo Perillán—. Mira lo que haremos: como tienes cara de majo, te dejaré marchar, ¿de acuerdo? Pero dile a don Robert Peel que Perillán hace las cosas a su manera, ¿estamos?
Pero supo que, si no estaba exactamente metido en apuros con Scotland Yard, al menos sí se estaba cociendo algo y ya empezaba a burbujear de lo lindo, vaya si no. Cuando los peelers de Scotland Yard echaban mano a alguien solían seguir apretando, y si empezaban a correr rumores de que Perillán había hablado con los peelers (¡y no digamos ya con el gran Peel en persona!), la gente de la calle pensaría que se juntaba con malas compañías y que a lo mejor se iba de la lengua.
Y lo peor de todo era que lo estaban espiando. ¡Policías de paisano! Tendrían que estar prohibidos, lo decía todo el mundo; era… bueno, era injusto. Porque si veías a un peeler por ahí, en fin, a lo mejor te lo pensabas bien antes de meter mano en el bolsillo de alguien o de coger alguna cosilla que en realidad no pertenecía a nadie, si te parabas a pensarlo, o de afanar algo de una carretilla cuando el dueño no miraba. En el fondo ver a policías en las calles promovía la honestidad, ¿o no? Si se ponían a disimular como si fuesen personas normales, en realidad estaban pidiendo a la gente que delinquiera, ¿verdad? En opinión de Perillán era injusto del todo.
Perillán ya había tenido una noche ocupada, pero había cosas que tenía que hacer sin demora, o reventaría. Por eso cruzó a la carrera las calles oscuras hasta que llegó al domicilio de Ginny la Nueva.
La joven abrió la puerta a la tercera llamada, con cara de muy pocos amigos hasta que por fin dijo:
—Ah, eres tú, Perillán. Qué alegría. Hum… No puedo invitarte a pasar todavía, ya sabes cómo son las cosas, ¿verdad?
Perillán, que desde luego sabía cómo eran las cosas porque siempre eran iguales, respondió:
—Me alegro de verte, Ginny. ¿Te acuerdas del paquetito de herramientas que te pedí que me guardaras, cuando prometí a Solomon que dejaría de robar? ¿Aún lo tienes?
Ginny le sonrió antes de volver al interior, y poco tiempo después sacó un paquete envuelto en tela encerada. Dio un beso a Perillán en la mejilla.
—Estoy oyendo hablar mucho de ti últimamente, Perillán. ¡Espero que la chica valga la pena!
Pero para entonces Perillán ya se había alejado de la puerta y corría a toda velocidad. Siempre le había gustado correr, y menos mal porque un ladrón que corriera poco tardaba también poco en morir. Corrió como nunca antes había corrido. Dejó atrás calle tras calle en lo que parecía un frenesí de aceleración, y también a algunos peelers atentos que, al ver correr a alguien, gritaban o hacían sonar los silbatos y luego se sentían un poco ridículos, porque Perillán era ya una menguante mancha de oscuridad en una ciudad en la que no había otra cosa. No solo corría: volaba, con las piernas como pistones a más ritmo que el de su corazón. Espantó palomas. Un hombre que intentó abordarlo mientras atajaba por un callejón recibió un puñetazo y varios pisotones, y Perillán siguió adelante, sin volver la mirada porque, bueno, a aquellas alturas absolutamente todo le quedaba atrás mientras seguía canalizando furia hacia sus piernas y dejándose llevar por ellas… y entonces, de pronto, allí lo tenía otra vez. El edificio.
Perillán aflojó el paso, desapareció en la penumbra y pasó un tiempo recobrando el aliento: ahora que había llegado, tendría que ir poco a poco. A la luz de su lámpara oscura desenvolvió la gamuza verde cubierta por la tela encerada y la luz se reflejó en sus amiguitos, entre los que estaban la ganzúa de rombo, la de bola y el tensor, por supuesto, pero también otros muchos utensilios porque siempre había alguna cerradura que era un poco distinta. Perillán había pasado muchas horas entretenido con sus varillas y rastrillos, doblándolos y limándolos hasta darles la forma exacta. Le dio la impresión de que le hacían el saludo marcial, listos para la batalla.
Poco después la oscuridad se movió en la oscuridad, y en el lado más insalubre del edificio una oscuridad particular encontró la trampilla de metal que daba a un sótano. Cuando le hubo aplicado un poco de aceite y un poco de maña, Perillán accedió a territorio enemigo. Sonrió, pero no había humor en aquella sonrisa; parecía más bien un cuchillo.
Casi todo el interior estaba sumido en las sombras, y a Perillán le encantaban las sombras. Comprobó con alegría que había alfombras, una opción poco razonable en una embajada si se quería estar sobre aviso de visitantes no invitados, circunstancia en la que los suelos de mármol eran mucho más recomendables, como bien sabía Perillán. A veces, al pisarlos de noche sonaban como campanas. Siempre que se los encontraba, él bajaba al suelo y resbalaba por ellos con mucha cautela, para no hacer ningún ruido.
Empezó a pegar la oreja a las puertas, a ocultarse detrás de las cortinas y a guardar sus distancias con las cocinas, porque nunca se sabía cuándo podía haber algún sirviente despierto. Y en todo ese tiempo no dejó de robar. Robó con la misma meticulosidad que Solomon aplicaba a fabricar hermosos objetos pequeños, y sonrió al pensarlo, porque Perillán estaba haciendo desaparecer cosas hermosas y pequeñas. Robó todas las joyas que encontró, abrió cada cerradura y hurgó en cada cajón, en cada alcoba. En dos ocasiones desvalijó cuartos en los que acertaba a distinguir personas dormidas. Le dio igual: era como si nada pudiera detenerlo, o tal vez como si la Dama lo hubiera hecho invisible. Trabajó deprisa y concentrado hasta que lo tuvo todo envuelto en una segunda bolsa de terciopelo y guardó esta en el paquete de tela encerada, de forma que nada pudiera tintinear en un mal momento porque los tintineos acababan haciendo tilín al verdugo. Era un pequeño chiste de ladrones.
Antes de terminar, en el centro del edificio encontró un gran escritorio cuyos secretos tardaron horrores en rendirse a los inquietos dedos de Perillán y a sus amiguitos. Contenía libros de contabilidad y varios cuadernos con anotaciones de aspecto complicado, además de manuscritos y papeles enrollados con lacre rojo, que siempre daban sensación de caros. Reconoció el blasón en algunos de los documentos, por supuesto que sí.
De pie en aquella estancia tan importante, donde debían de ocurrir tantas cosas, pensó: «Ojalá pudiera hacer algo para que lo supieran». Y entonces supo lo que haría. «Voy a decirles quién ha sido —razonó—, porque, caray, podría haber quemado este sitio hasta los cimientos. Pero ¿tú has visto cuántas lámparas de aceite hay? ¿Y todas esas cortinas? ¿Con las escaleras y la gente durmiendo ahí arriba?». Perillán era un hervidero de rabia pero, en la cálida oscuridad de la habitación, lo que no era, por muchas cosas que hubiera sido antes, era un asesino. «Se lo haré pagar a mi manera», decidió, y todos los habitantes del inmueble se salvaron de arder hasta la muerte aunque no lo supieran, y siguieron viviendo porque Perillán, sin hacer el menor ruido en un mundo que dormía, se lo permitió.
Vista así, la situación le gustó un poco más. Mientras se alejaba en silencio del escritorio, pensó: «Siempre he dicho que no soy un héroe y no lo soy pero, si alguna vez en la vida me he portado como un héroe, está claro como el agua que es ahora, que he impedido que se queme una embajada llena de gente».
Y así por fin, no mucho antes de que empezara a despuntar el alba, había salido a los establos que había a un lado de la embajada. Sabía que no tardarían en llegar los mozos de cuadra más madrugadores pero, aun así, con más sigilo que antes si cabe, buscó la cochera y… sí, allí estaba el carruaje con el blasón extranjero pintado en un costado. Perillán se arrodilló junto a él con cautela y tanteó cerca de las ruedas. Al lado de una de ellas parecía que se había clavado un trozo de metal, levantado de la calle al pasar, que rascaba el eje. Perillán trató de soltarlo con la mano, pero tuvo que recurrir a su pequeña y práctica palanca para hacerlo saltar, atraparlo en el aire, levantarse, ir al escudo de armas del carruaje y usar el trozo de metal para rayar sobre él, con todas sus fuerzas, las palabras SR PUNCH.
Entonces, oscuro su rostro y firme su propósito, fue de cuadra en cuadra para sacar a sus ocupantes a un patio adyacente y se preocupó de cerrarles el portón después, porque todo el mundo sabía que los caballos eran tan tontos que, si había fuego, intentarían volver a su establo porque allí se creían a salvo, costumbre que explicaba que los caballos no dominaran el mundo. Los animales vagaron sin rumbo mientras Perillán encendía una cerilla y la soltaba en una bala de heno y se marchaba con paso firme por un callejón cercano, con la sensación virtuosa de haber hecho algo bueno en virtud de no hacer algo malo. Llegó al trote hasta el río, mientras el crepitar de la madera y el gritar de los hombres sonaban cada vez más fuertes, muy a sus espaldas.
Por supuesto, Solomon zarandeó a Perillán para despertarlo no mucho después de su hora normal, y el poco tiempo de más se debió en parte a que al mismo Solomon se le habían pegado un poco las sábanas, por la maravillosa cena de la noche anterior. Al despertar, Solomon había dejado dormir un poco más a Perillán y había echado un vistazo al contenido de su práctica bolsa, porque no sería Solomon si no tuviera una naturaleza curiosa. De modo que, cuando por fin Perillán se vio zarandeado y despierto, al apartar la cortina vio a un sonriente Solomon sentado a la mesa, con las joyas dispuestas en un ordenado montoncito sobre una tela de terciopelo y algunos cuadernos y libros de cuentas al lado.
—Mmm, Perillán, no estoy muy seguro de lo que pensabas estar haciendo anoche, pero creo que llego a percibir, porque como bien sabes Solomon posee cierta sabiduría propia, que creías tener cuentas que ajustar con alguien. Si bien sabes que no, mmm, tolero los robos de ningún tipo, he tenido una charla con Dios y está de acuerdo conmigo en que, dadas las circunstancias, es muy posible que en realidad quisieras pegar fuego al lugar.
Perillán puso cara de vergüenza un instante, pero enseguida dijo:
—La verdad, Sol, es que sí pegué fuego al establo, porque allí dentro estaba el condenado carruaje.
Solomon frunció el ceño, angustiado.
—Mmm, supongo que antes sacarías todos los caballos.
—Pues claro —respondió Perillán.
—Y, mmm, al fin y al cabo —siguió diciendo el anciano, más animado—, ¿qué son las joyas? Simples piedras brillantes. Y tú tienes un ojo excelente. De lo más excelente. Pero me atrevo a aventurar que algunos de estos códigos y libros de claves serían de considerable interés para el gobierno; aquí hay cosas escritas en varios idiomas que podrían hacer mucho daño en algunos sitios y ser motivo de gran regocijo en otros.
Lo único que Perillán acertó a decir en aquel momento fue:
—¿No… no te molesta? —Y luego—: ¿Has podido leerlos todos?
El anciano le dedicó su mirada más arrogante.
—Mmm, sé leer la mayoría de los idiomas de Europa, tal vez con la excepción del galés, que encuentro un pelín complicado. Uno de estos documentos es copia de un mensaje concerniente al zar de todas las Rusias, que, mmm, por lo visto ha hecho algo muy feo con la esposa del embajador francés. Ay, ay, qué cosas pasan. Me pregunto qué ocurriría si lo supiera más gente. Perillán, si no te importa, creo que sería muy buena idea que alguien como sir Robert fuese partícipe de esta sorprendente información, que solo es una de las muchas cosas que interesará saber al gobierno de Su Majestad. Me encargaré de hacérselas llegar, mmm, con disimulo. —Calló un momento.
»Por supuesto, no hay motivo para mencionar nada de las joyas. Por cierto, con ellas podría pagarse el rescate de un rey, aun separando solo los rubíes. O también podrían ser el regalo de un príncipe y su padre, ¿mmm? Como bien sabes, no soy perista, pero creo que conozco a un par de socios que podrían quitarnos el material de las manos, y estoy seguro de poder negociar un pago aceptable. Y eso haré, porque los dos van a la sinagoga igual que yo y, tarde o temprano, todo hombre debe hacer tratos con el diablo, y en tales circunstancias Dios se siente inclinado a ayudarle a sacar buen precio. Vaya por delante que no sacarás su valor completo, pero creo que con mis negociaciones serás dueño de una segunda fortuna. ¿La dote para tu joven dama, tal vez?
Sacó un documento del montón.
—Y amigo mío, mmm, lo único que te pido es que me permitas quedarme con este documento que habla del zar, y con toda seguridad utilizarlo algún día cuando se presente la ocasión, sobre todo si mi joven amigo Karl sigue con vida… Mmm, y por cierto, en otro de estos paquetes hay una información indecente sobre un miembro de nuestra propia familia real. Supongo que debería echarlo al fuego… —Vaciló un momento—. Pero quizá lo conserve en algún lugar seguro, mmm, para que no pueda llegar a ojos hostiles. —Volvió a sonreír—. Y por supuesto, unos caballeros como nosotros nunca tendrían nada que ver con estas cosas, pero hay momentos en los que conviene tener alguna ventaja.
Dicho eso, el anciano puso a buen recaudo las joyas y la preciosa información en algún lugar de su voluminosa chaqueta y se volvió hacia su banco de trabajo, mientras Perillán se quedaba sentado mirando la nada. Pensó: «Si metieras a Solomon en una habitación llena de abogados, ¿cuántos saldrían, y en qué estado los verías arrastrándose por el suelo?».
Aprovechó la oportunidad.
—Solomon, ¿podrías hacer un trabajo rápido para mí, por favor? —pidió—. ¿Puedes fundir un poco de oro de este botín y hacer un anillo? Con un rubí decente, a lo mejor, y ya puestos también unos diamantes.
Solomon levantó la mirada.
—Mmm, lo fabricaré para ti con mucho gusto, Perillán, y te haré mi mejor precio. —Se rio al ver la expresión que puso el joven—. De verdad, amigo mío, ¿por quién me tomas? Debes saber que era una bromita de las mías, y no hago muchas. Mmm, ¿por casualidad querrías una inscripción grabada? —Miró a Perillán con astucia mientras añadía—: ¿Quizá algo relacionado con una joven dama? Podemos concretar las palabras más tarde, si quieres.
Perillán se sonrojó.
—¿Ahora sabes leer los pensamientos, también?
—Mmm, ¡pues claro! Y tú también, solo que yo he tenido muchas más ocasiones de leerlos, y algunos de los que he desentrañado procedían de mentes muy enrevesadas y retorcidas, ya lo creo que sí.
Perillán se alejó hacia una silla antes de hablar.
—Esto no te lo había preguntado nunca, pero con todo lo que sabes y puedes hacer, ¿por qué te pasas el día trasteando con joyas viejas, relojes y tal, aquí en las barriadas, si podrías dedicarte a otras mil cosas?
—Esa ha sido una pregunta enrevesada por sí misma —replicó Solomon—, pero seguro que ya sabes la respuesta, ¿mmm? Me gusta el oficio que he elegido y me procura una buena remuneración. Que significa, para que lo sepas, dinero con el que puedo hacer algo que me proporciona gran placer. —Suspiró antes de seguir hablando—. Pero supongo que la principal razón es que ya no corro tanto como antes y la muerte es, bueno, demasiado definitiva.
Aquella última revelación hizo que Perillán enderezara la espalda de golpe. Pero era una llamada a las armas, la puesta en marcha de un reloj, que implicaba que Perillán no era tan libre como antes porque el tiempo había pasado a ser su amo, así que fue a vestirse a toda prisa.
Aquello tendría que hacerlo con cuidado. Había bastantes personas en las que confiaba, pero existían distintos estadios de confianza, por así decirlo, entre aquellos a quienes confiaría seis peniques y aquellos a quienes confiaría su vida. Los últimos no eran tan numerosos, y podía ser buena idea no abusar de su confianza, porque: a) la confianza, si recibe demasiados abusos, muchas veces tiende a perder su esplendor, y b) no hacía falta que nadie estuviera demasiado al tanto de los asuntos que Perillán se traía entre manos.
Salió de casa y fue de nuevo hacia el puesto de Marie Jo, que no estaría muy atareada a aquella hora del día porque muchos de sus clientes estarían por las calles mendigando, robando o, si no había más remedio, ganando el dinero suficiente para cenar. Pero Marie Jo estaba en su sitio, tan fiable como el doblar de las campanas de Bow (y Perillán se aseguró de ser fiable él también, pagando los prometidos seis peniques adicionales por la sopa de los niños), y, como apenas había nadie alrededor que pudiera escuchar, Perillán bajó la voz y le explicó lo que quería.
La mujer estalló en carcajadas y dijo algo en francés que él no entendió.
—No puedo decirte para qué lo necesito, Marie Jo —añadió Perillán.
Ella le miró la cara y volvió a reír, con la expresión que pone cierto tipo de mujer cuando trata con un caballero joven y descarado como Perillán, que la identificó porque había dedicado mucho tiempo a analizar las expresiones en la Universidad de Perillán: era un gesto acusador e indulgente al mismo tiempo, envuelto en un paquete muy embrollado. Los ojos de la mujer brillaron y Perillán supo que haría cualquier cosa por él. Pero, sabiéndolo, también supo que no debería pedirle demasiado.
Marie Jo lo miró de arriba abajo y dijo:
—Cherchez la femme?
Esa se la sabía Perillán, así que puso una cuidada cara de vergüenza. La mujer rio, con aquella risa que de algún modo venía de su infancia, e insistió en que Perillán llevara su puesto y picara unas cebollas y zanahorias mientras ella le hacía su recado. ¡Qué embarazoso! A plena luz del día, los viandantes podían ver a Perillán —¡sí, a Perillán!— trabajando en un puesto de mercadillo. Se alegró de que no hubiera mucha gente por allí.
Por suerte, Marie Jo no tardó en volver con un paquetito que Perillán se guardó con suma cautela, y como muestra de buena fe estuvo limpiando y cortando verduras otra media hora, que agradeció porque la atención al detalle dejaba al Perillán interior libre para pensar en su próximo paso, que consistiría en darse una vuelta por las tiendas de baratillo y las casas de empeños. Sabía todo lo que necesitaba, pero se preocupó de no adquirirlo todo en una sola tienda, aunque tuvo mucha suerte en una de ellas, que olía a ropa no demasiado limpia y en la que encontró justo lo que quería, con el añadido de que su propietario olía a ginebra y no parecía conocer a Perillán de nada.
Pero el reloj seguía haciendo tictac y Perillán llevaba retraso.
A media tarde, sin embargo, tras una excursión a la Hija del Artillero, un par de pintas de cerveza negra con unos compadres y una charla con uno de ellos en particular —el bueno de Perillán, que no se olvidaba de los amigos ahora que estaba podrido de dinero por su hazaña del Barbero Diabólico—, estuvo listo, aunque Solomon soltó demasiadas risitas para su gusto.
Perillán había oído que Dios lo ve todo, aunque él pensaba que en las barriadas seguro que tenía costumbre de cerrar los ojos. Si Dios no estaba disponible aquel día, y como la gente nunca prestaba mucha atención, no fuese a ver algo, lo más probable es que solo un observador situado en la luna hubiera podido ver a una anciana lastimera en extremo, hasta para lo habitual en las barriadas, resbalar por una cuerda, aterrizar como una atleta y luego, muy despacio, alejarse renqueando.
La primera parte no preocupaba demasiado a Perillán porque había pocos sitios desde los que pudiera verse la cuerda, pero ser una anciana significaba que no podía desplazarse deprisa. Por desgracia las viejecitas, en particular las que llevaban un tiempo sin lavarse como aquella, nunca tenían bastante dinero para desplazarse en gruñón, pero dado que ni de milagro iba a ir cojeando hasta el río, logró parar un cabriolé a base de blandir el bastón como una loca. El penoso estado de la mujer, que además parecía ser un patio de recreo para las verrugas gracias a la ayuda farandulera de Marie Jo, hizo que el cochero, recordando a su anciana madre, tuviera los gestos poco característicos de ayudar a subir a la pasajera y luego devolverle bien el cambio.
De verdad era una ancianita miserable. Olía como a seis días de distancia de un buen baño. ¿Y esas verrugas? El cochero nunca las había visto tan terribles. Llevaba peluca, pero no era raro verlas en las señoras mayores, tan sensibles ellas, y, madre de Dios, pensó, hasta la peluca era un espanto, de lo peorcito que podía comprarse en una tienda de baratillo.
Vio alejarse a la mujer cuando bajó y parecía estar fatal de los pies, cosa que era cierta porque Perillán se había metido un trozo de madera en la bota y dolía horrores. Cuando llegó al muelle más cercano, los pies estaban haciéndole ver las estrellas. En una ocasión Marie Jo le había dicho que, con sus habilidades, debería dedicarse al escenario igual que había hecho ella, pero como Perillán sabía que los actores no cobraban mucho, siempre había pensado que si alguna vez se dedicaba a un escenario sería para robarlo.
Un barquero, con el que por pura casualidad Perillán había charlado aquel mismo día —Henry Doble, parroquiano habitual de la Hija del Artillero—, llevó a la pobre señora de las verrugas y el aliento que olía a rayos y la ayudó a desembarcar muy cerca de la morgue de Four Farthings, el distrito más pequeño de Londres. Si hubiera alguien en la luna vigilando a la anciana a partir de entonces, habría visto su trayecto hasta la oficina del alguacil. Fue lastimoso, lastimoso del todo. Tan lastimoso, de hecho, que un ayudante de la morgue muy poco predispuesto hacia los vivos y con mal genio hasta le ofreció una taza de té antes de señalarle la oficina del alguacil, que quedaba un poco lejos.
El alguacil era un hombre amable, como muchos otros de su oficio, por sorprendente que resultara en quienes a menudo veían y averiguaban cosas que las personas decentes no deberían ver ni averiguar, y aquel en concreto escuchó a una anciana que se deshacía en lágrimas por su sobrina desaparecida. Era un relato que se repetía mucho, una historia como la que había oído Perillán de Mary Tiovivo: la dulce chica había llegado desde un pueblo de Kent, buscando medrar y conseguir un trabajo mejor pagado en Londres. Pero sin ella saberlo, Londres era una máquina pavorosa que tomaba a los esperanzados, los inocentes y en última instancia a los vivos para convertirlos en… otra cosa.
El alguacil, encallecido como estaba ante aquellos relatos, quedó abrumado por las lágrimas y los lamentos parecidos a: «Se lo dije, ya le dije que podíamos apañarnos, que para vivir sí que nos llegaba», o «Le dije que no hablara con ningún caballero por la calle, señor, de verdad que se lo dije, pero ya sabe cómo son las jovencitas, señor, y cómo pican si les viene un señor elegante con dinero gastador. Ay, madre, ojalá me hubiera hecho caso. La culpa de esto la tengo yo». O: «Es que, a ver, el campo no es como la ciudad, como hay Dios que no. O sea, allí si un mozo y una moza se entienden y a ella se le empezara a hinchar la panza, su madre tendría una charla con ella, ¿verdad? Y luego la madre se iría a hablar con el padre, y el padre hablaría con el padre del chaval en la taberna y todo el mundo suspiraría y diría: “Bueno, al menos está claro que pueden criar”». Según la anciana, al poco tiempo la joven pareja pasaría por la vicaría y, a grandes rasgos, aquí paz y después gloria.
El alguacil de la morgue, que no solo era hombre de mundo sino también de ultramundo, no las tenía todas consigo de que siempre fuese tan fácil, pero mostró la gentileza de reservarse la opinión. Al final la anciana le explicó que la chica se había escapado de casa y que ella había ido de puente en puente como bien había podido, buscando a la desaparecida. El alguacil asintió con gesto sombrío al oírlo, porque era la tragedia habitual. Sabía que siempre había buenos cristianos patrullando los puentes de Londres al anochecer, buscando a las desdichadas «palomas sucias». En general les daban un panfleto e insistían en que no se tiraran, y a veces hasta funcionaba, pero entonces tocaba ir al hospicio y lo más normal era que, tras el parto, la pobre chica no fuese a ver al niño más tiempo del que le hubiera costado darlo a luz.
Había que desarrollar la piel de un rinoceronte para lidiar con aquellas cosas a diario y el alguacil creía que no se le daba muy bien, por desgracia, pero escuchó la descripción que hizo la anciana de su sobrina con semblante taciturno. Alternando palabras y sollozos, la anciana le dijo:
—Un vestido azul no muy nuevo, señor, pero con ropa interior muy buena, señor, siempre fue buena costurera, ya lo creo que sí… Solo un anillo de hierro hecho con un clavo de herradura, sin joya ni nada, de esos que hacen los herreros, ya sabe, pero un anillo es un anillo, ¿verdad? A lo mejor esto es importante, señor: tenía el pelo rubio, un pelo rubio precioso. No se lo cortaba nunca, al contrario que las otras chicas, que cada año lo vendían cuando pasaba el carretero a recogerlo para los fabricantes de pelucas. Ella no quería saber nada de eso, señor, era muy buena chica…
Al oír todo aquello el alguacil se animó un poco, y lo mismo hizo Perillán al verle la expresión. Habían valido la pena el tiempo que había invertido en localizar a Henry Doble y las dos pintas que le había pagado para que le explicara hasta el último detalle.
—Sería odioso por mi parte —dijo el hombre— emplear la palabra «suerte» en este contexto, señora, pero quiere la fortuna que tal vez se dé el caso de que su sobrina yazca en nuestro depósito después de haber entrado hace unos días. Me llamaron la atención sobre ella cuando pasé ayer por la mañana, y ciertamente el ayudante que estaba de servicio y yo mismo nos quedamos impresionados por el maravilloso color de su cabello. Por desgracia, este triste retablo se repite con demasiada frecuencia a lo largo de todo el bajo Támesis. En el caso de esta adorable joven, debo decir que ya empezaba a perder la esperanza de que la reclamara alguien.
Momento en el que la anciana se derrumbó y, gimoteando, dijo:
—Ay de mí, ¿qué voy a decirle ahora a su madre? Le había prometido que cuidaría de ella, pero es que la juventud de hoy en día…
—Sí, la comprendo perfectamente —se apresuró a interrumpirla el alguacil—. Déjeme ofrecerle otra taza de té, buena mujer, y la llevaré a ver el cadáver en cuestión.
Hubo un nuevo sollozo y otra cascada de lágrimas, y eran lágrimas auténticas porque Perillán se había dejado llevar tanto por la emoción que hasta podría haberse desmayado, pero se obligó a sí mismo, o en aquellos momentos a sí misma, hablando con propiedad, a tomar el té que le habían ofrecido con cuidado de no hacer saltar ninguna verruga. Poco después el alguacil se compadeció tanto del estado en que vio a la pobre que la llevó del brazo al depósito de cadáveres. Una mirada de la anciana a la chica de la losa, que habían limpiado un poco hasta el punto de que parecía dormida, bastó. Ya no hubo más interpretación, o tal vez la interpretación estuvo tan inspirada, tan inmersa en el papel, que debería haber habido una tribuna con espectadores aplaudiendo en pie.
La anciana volvió un rostro cubierto de pelos, moco y lágrimas hacia el amable alguacil y dijo:
—No tengo mucho dinero, señor, la verdad es que no. Enterrar a mi pobre Arthur en Lavender Hill me dejó sin blanca, señor, así que me da que tardaré un poco en tener para darle un buen entierro. ¿Cree que la aceptarán en Cross Bones[*]?
—No sabría decirle, señora, pero me extrañaría mucho que su querida sobrina, tan recién llegada del campo, fuese nada parecido a una… —Y el alguacil carraspeó de vergüenza antes de seguir—. A una gansa de Winchester. —Tuvo que sacar el pañuelo para secarse una inaudita lágrima—. Señora, no puedo evitar conmoverme por su tribulación y su empeño en hacer cuanto pueda por el alma de esta desafortunada joven. Como no nos falta el hielo, le garantizo que su sobrina se quedará aquí, no para siempre pero sí al menos durante una o dos semanas, tiempo en el que confío en haber hablado con quienes puedan ayudarla en este aprieto.
Retrocedió un paso cuando la mujer intentó darle un abrazo más bien oloroso.
—Dios lo bendiga, señor, es usted un auténtico caballero, señor. Moveré cielo y tierra, señor, créame, a partir de ahora mismo, señor, muchísimas gracias por ser tan amable. Tengo algunos amigos con los que podría hablar. A lo mejor me ayudan a escribir a su madre y enviar la carta por correo, y me desviviré para no darle problemas, señor. No se dirá que dejamos enterrar a alguien de la familia en una fosa común, señor.
Por el rostro del alguacil de verdad estaban cayendo las lágrimas. Y Perillán estaba siendo sincero: el hombre era un tipo decente, eso había que tenerlo en cuenta.
El alguacil delegó en su ayudante para acompañar a la anciana hasta el muelle y, antes de despedirse, le puso en la mano el dinero suficiente para pagar al barquero. Y así fue como el desconocido observador de la luna vio que la pobre anciana renqueaba por la ruin ciudad hasta que, recorriendo un callejón, pareció caer a las alcantarillas, donde la mujer murió pero se reencarnó al instante —posiblemente por intercesión de la Dama— como Perillán, aunque un Perillán conmovido.
Estaba acostumbrado a interpretar papeles. Ser un Perillán implicaba tener recursos a espuertas, ser amigo de todos y enemigo de nadie, y eso estaba muy bien, pero a veces desaparecía todo y solo quedaba Perillán, solo en la oscuridad. Cayó en que estaba temblando y se quedó un momento quieto en la acogedora alcantarilla, oyendo los sonidos de Londres que se filtraban por el enrejado. Hizo un esmerado fardo con la ropa de la anciana y se esforzó en memorizar la posición de todas las verrugas. Luego siguió adelante.
Seguía tan disgustado por la chica ahogada como lo había estado la anciana. Era una lástima, y tendría que ocuparse de que la pobre chica desconocida de verdad tuviera un buen entierro cuando acabara todo aquello, y no terminara en una fosa común o algo peor. Cruzó la ciudad alcantarilleando distraído y, más o menos por instinto, se hizo seis peniques más rico en el proceso.
Bueno, ya había resuelto lo de la morgue, pero los cadáveres requerían una atención cuidadosa y ahí no había de dónde rascar: tendría que visitar a la señora Holland. Para eso habría que ir a Southwark, y hasta un pillastre como Perillán tenía que andarse con cuidado en esa zona. Pero si había un pillastre cuidadoso, ese era Perillán.
La señora Holland. No se le conocía otro nombre y podía considerársela como una banda de una persona, y por si no se bastaba tenía a su marido, Aberdeen Knocker, al que sus amigos llamaban Catapúm y que casi a ciencia cierta no había visto nunca la ciudad de Aberdeen, que estaba al norte, en algún sitio como Gales o así. El mote había calado, como ocurría a menudo en las calles de Londres, igual que Perillán se había quedado en Perillán, pero la piel de Catapúm era negra como un sombrero, y eso si era un sombrero muy negro, y al menos en teoría llevaba dieciséis años casado con la señora Holland. Su hijo, al que por algún motivo todos llamaban Mediopúm, era más listo que una mazmorra llena de abogados y había sido un regalo del cielo para el negocio familiar, que sobre todo consistía en propiedades y gente.
Pero la señora Holland tenía grandes dotes organizativas y una imaginación desbordante. Raro sería el marinero que hubiera atracado alguna vez en el puerto de Londres y no hubiera pasado por la Liga de la señora Holland, como solían llamar al establecimiento, para conocer a las jóvenes que adornaban los pisos superiores mientras la señora Holland se encargaba de todo en su despacho de la planta baja. Por supuesto, como la señora Holland era la señora Holland, a veces se rumoreaba que dichos marineros, después de emborracharse como cubas, despertaban reclutados como tripulación en un encantador crucero con destino al otro lado del cabo de Hornos, o quizá al cofre de Davy Jones. Pero cuando no estaba enviando a marineros a unas largas y agradables vacaciones, la señora Holland organizaba cosas.
En los muelles la señora Holland era la reina, y nadie cuestionaba el hecho cuando tenía a Catapúm a su lado. Sería complicado señalar a qué se dedicaba de verdad la mujer, aunque Perillán sabía que en otra época había sido enfermera y comadrona y por lo visto se había ganado la vida haciendo que aparecieran cosas o, más habitualmente, que desaparecieran. La clase de persona dispuesta a indagar sobre sus actividades concretas era la clase de persona que no tardaría en inspeccionar los puentes del Támesis desde debajo.
Perillán se llevaba bien con la familia, claro está, sobre todo con Catapúm, que una vez había dejado fascinado a un joven Perillán enseñándole las cicatrices de donde más daño le habían hecho los grilletes y el sitio donde los esclavistas lo habían marcado como a un animal. Era una persona amable y muy amistosa a pesar de su historia, aunque en aquel momento, al responder a la llamada a la puerta de Perillán, estuviera conteniendo al rugiente perro de proporciones satánicas que constituía el frente de la defensa familiar. También tenían un trabuco del tamaño de un corno francés que se decía que siempre estaba cargado de pólvora y sal de mina y, para los clientes muy especiales, también con clavos variados para los duros de mollera.
Llegó la propia señora Holland, toda papadas y sonrisas, y eran muchas sonrisas por encima del trabuco. La señora Holland tenía los ojos de un azul muy claro que, como había comprobado varias veces Perillán, brillaban de sinceridad cada vez que soltaba una mentira tremenda. Mientras bajaba el cañón del trabuco exclamó jovial:
—¡Perillán! ¡Dichosos los ojos! ¡Bienvenido, bienvenido!
Al poco tiempo, en su pequeña sala privada, con el perro Jasper reposando tranquilo delante de ella pero atento a la orden de saltar y gruñir, la señora Holland escuchó la historia de Perillán. Se quedó pensativa un momento y luego dijo:
—Ah, bueno, te sorprendería la vida que puede tener un cadáver después de morirse. Un día tieso, al siguiente todo juguetón. Lo que estás sugiriendo no es faena para bisoños, pero sé cómo hacerlo, claro que sí. Estoy acostumbrada a los cadáveres, como bien sabes. Así que haz caso a lo que dice tu tía favorita, ¿estamos? Lo primero que vas a necesitar es…
Perillán aprendió deprisa y, al cabo de unos minutos, dijo:
—Estoy en deuda con usted, señora Holland.
Ella le sonrió.
—Sabes que siempre he pensado que eras de mis chicos más listos, Perillán. Y lo de estar en deuda conmigo, bueno, ¿quién sabe? Un día tendrás ocasión de devolverme el favor. Y tranquilo, que sé que no eres un asesino y no te elegiría a ti para algo de ese estilo, sino para otras cosas. Con razón dicen que a una mano tiene que lavarla otra.
Perillán bajó la mirada a las manos regordetas de la mujer. Ninguna de las dos parecía lavada en la última semana, pero entendió el significado y lo aceptó. Allí abajo los favores eran moneda de cambio, igual que en la calle. También sabía que la mujer siempre miraría con buenos ojos a Perillán, aunque no había que confiar demasiado en unos buenos ojos.
Mientras se disponía a salir, de pronto la señora Holland adoptó un aire solemne y dijo:
—Me da que has estado removiendo algunas aguas, pequeño mío. Hay gente por ahí que me huele mal solo con oír hablar de ella, y uno de esos es un fulano al que llaman el Peregrino. ¿Sabes algo de él?
Perillán negó con la cabeza y la señora Holland empezó a parecer incómoda. Lanzó una mirada a su marido antes de seguir hablando.
—No sé si lo conozco en persona porque no sé qué aspecto tiene, pero todo el mundo dice que es el típico asesino de raza, un tipo muy duro. Puede que nunca hubiera venido antes a Inglaterra, pero me he enterado de que está preguntando por «alguien llamado Perillán» y una chica. No sé mucha cosa de él. Algunos dicen que es holandés, otros que suizo, pero no hay quien no diga que es un asesino, de los que salen de la oscuridad y vuelven a la oscuridad y cobran su paga y desaparecen. Nadie sabe cómo es, nadie lo tiene como amigo y lo único que cuenta todo el mundo es que le gustan mucho las mujeres. Dicen que siempre lleva a una chica del brazo, y que nunca repite. —Arrugó la frente—. No sé por qué no ha aparecido aún por aquí, con esos gustos. Puede que lo haga. Pero nadie podrá decirte qué aspecto tiene en realidad. De verdad de la buena: a veces alguien dice que lo conoce y es alto y flaco, otras veces que es un fulano bastante bajito. Por lo que tengo entendido, ha de ser un maestro del disfraz y cuando quiere hablar contigo envía a una de sus chicas con un mensaje.
La señora Holland contempló el pequeño y humeante fuego que ardía en la chimenea, con una preocupación muy poco propia.
—No creo que esté a mi mismo nivel, este Peregrino. Es más como una pesadilla de las malas. Pasa casi todo el tiempo en Europa, claro, donde se merecen a personas como él. No me hace gracia que aparezca por aquí. Te tengo bastante aprecio, Perillán, ya lo sabes. Pero si te está buscando las cosquillas ese Peregrino, vas a tener que encargar un saco lleno de trucos nuevos.
Perillán comprobó que sus rasgos estuvieran tan animados como era posible.
—¿Y nadie lo ha visto de verdad, entonces?
—Nadie —dijo la señora Holland—. Es lo que te digo, lo ha visto mucha gente, pero no hay dos que digan haber visto al mismo hombre.
Su inquietud era evidente. Perillán la notaba emanando de ella, y estaba ante una mujer que no tendría grandes remordimientos por enviar a un marinero borracho hacia lo que posiblemente sería una tumba acuática. Al parecer, había cosas que la ponían nerviosa incluso a ella.
—Mi niño, podría sorprenderte que una vieja alimaña como yo tenga ciertos principios, pero yo en tu lugar dormiría con los ojos abiertos. ¡Y ahora dame un beso de los buenos, por si es el último que te saco!
Perillán se lo dio, para gran alborozo de Catapúm, y se preocupó de no secarse la cara hasta haberse alejado mucho. Después volvió a casa por las alcantarillas, en la medida en que le fue posible.
Conque había por ahí alguien imposible de describir bien, buscándolos a él y a Simplicity…
Bueno, pues que se pusiera a la cola.