Capítulo 12

En el que Perillán se relaciona con la alta sociedad,

Disraeli acepta un desafío y Perillán

demuestra que aprende rápido

Perillán miraba sin ver por la ventanilla del carruaje que traqueteaba hacia el oeste, mientras las palabras «Voy a ver otra vez a Simplicity» se le grababan a fuego en el corazón, o eso le parecía, y de pronto pensó en Simplicity muerta. Muerta y, por lo tanto, sin importancia para nadie: dejaría de ser motivo de guerra, de que hubiera gente merodeando por las calles con premeditación y alevosía.

¡Tenía que haber alguna forma! En aquellos momentos era una chica a la que nadie quería; es decir, nadie aparte de él. Mientras la niebla transportaba la peste del Támesis a sus fosas nasales, un chasquido en el cerebro de Perillán indicó que había llegado a una conclusión acertada, y dejó pendientes tan solo los detalles. Había algunas hebras que aún no acababa de ver claras del todo, pero con la Dama de su parte confiaba en que le vinieran dadas.

—La señorita Burdett-Coutts es una mujer excepcional —estaba diciendo Solomon—. Es una rica heredera y también una gran filántropa, que significa «persona que dona dinero a los pobres y los depuestos»… y ahora debo aclararte que la definición no te incluye, joven, pues ni eres pobre ni estás depuesto, aunque a veces vadees entre deposiciones.

Solomon parecía muy orgulloso de su pequeño juego de palabras, y hacer algo que no fuese aplaudirlo habría sido como dar una patada a Onán, por lo que Perillán se obligó a dejar de pensar en Simplicity y, mientras cruzaban Leicester Square, dijo:

—¡Muy bueno, sí señor! ¿Por qué iba a querer regalar tanto dinero?

—Porque cree que debe hacerlo. Esa mujer paga las escuelas harapientas, que al menos ofrecen una educación elemental a algunos niños, y también provee, mmm, para becas y manutenciones, que consisten en conceder a los alumnos más listos la oportunidad de ir a la universidad para educarse aún mejor. Es todo lo que saben de ella en la sinagoga, excepto que tiene colmenas de abejas, y para cuidar de un enjambre hay que ser, mmm, una persona muy razonable, alguien que piensa en las cosas, hace planes por adelantado y medita sobre el futuro. Una dama muy concienzuda, en este caso, y de la que doy por sentado que no desea morir rica. Cosa que siempre he considerado una, mmm, ambición admirable. Una dama muy particular y un poder por derecho propio. —Calló un momento.

»Me pregunto qué otros invitados podríamos encontrar en esta pequeña velada, ya que la señorita Burdett-Coutts conoce a tanta gente importante. Me da en la nariz que esta noche podrían presentarte a varios, mmm, destacados engranajes de la maquinaria política. Por supuesto, los lores y los miembros electos debaten los asuntos cotidianos en el propio Parlamento, pero tengo la firme sospecha de que, aquí en Londres, los resultados palpables tienen mucho más que ver con las conversaciones entre copas. El proceso de ratificar lo que han decidido entre ellos tal vez sea una variante de lo que, mmm, se conoce como “representación proporcional”, pero a grandes rasgos parece que funciona, aunque sea de forma un tanto imprevisible. —Cogió carrerilla para abordar uno de sus temas favoritos.

»Lo que de verdad me gusta de los ingleses es que no tienen teorías. Ningún compatriota tuyo diría jamás: “Pienso luego existo”, aunque tal vez podrían afirmar: “Pienso luego existo, pienso yo”. Por desgracia, en el mundo puede haber demasiado orden. Ah, por fin hemos llegado. Recuerda tus modales y lo que te he dicho acerca de comer con tanta cubertería[*], que debo insistir en que preferiría que no intentaras robar. Sé que eres un joven bienintencionado, pero a veces te vuelves un poco, mmm, descuidado con los objetos pequeños y ligeros. Por favor, abstente de seguir las costumbres de toda una vida, aunque sea solo esta noche, ¿de acuerdo?

—¡No soy un ladrón! —exclamó Perillán—. ¿Qué culpa tengo yo si los demás se dejan las cosas tiradas por ahí? —Entonces dio un codazo a Solomon en el brazo y dijo—: Era broma. Solo verás mi mejor comportamiento, con el que de paso haré honor a mis maravillosos inmencionables; nunca había llevado nada que se me ajustara tan bien en la ingle. ¡Si hubiera sabido lo bien que sienta estar entre la gente bien, habría pedido apuntarme hace mucho tiempo!

El cochero los dejó muy cerca de su destino, donde los carruajes privados y los gruñones pugnaban con educación para desembuchar su carga sin que los cocheros tuvieran que maldecirse entre ellos más de lo habitual. Salieron y subieron los escalones del vistoso edificio en el que Perillán apenas se había fijado la noche anterior. Solomon levantó la mano para llamar a la puerta y la puerta se abrió por arte de magia antes de que la tocara, dejándolos frente a Geoffrey el mayordomo.

Perillán pensó que lo importante era no alejarse de Solomon, que parecía moverse como pez en el agua. Seguían llegando invitados y la mayoría de ellos se conocían entre sí, y sin duda conocían la ubicación de las bebidas, y en consecuencia nadie prestó atención a Perillán y Solomon hasta que Charlie y el señor Disraeli volvieron juntos de dondequiera que habían formado parte de un corrillo para intercambiar información actualizada.

Disraeli avanzó en línea recta hacia Solomon y dijo:

—¡Qué alegría verlo aquí!

Se estrecharon la mano, aunque Perillán les leyó en la cara que eran dos personas que desconfiaban bastante de la otra. Después Disraeli se volvió hacia Perillán con un brillo en los ojos.

—¡Oh, prodigio, el joven alcantarillero se ha transmutado en caballero! ¡Excelente!

Aquello molestó un poco a Perillán, pero no supo concretar por qué.

—Sí, señor, exacto: esta noche soy un caballero y mañana podría resultar que vuelvo a ser alcantarillero. —Mientras Perillán se escuchaba a sí mismo, su cerebro dio un nuevo chasquido que significaba: «¡Esta es la oportunidad, así que no la cagues!». Y por eso, sonriendo, añadió—: Yo puedo ser un caballero y un alcantarillero. ¿Usted puede ser alcantarillero, señor Disraeli?

Durante un instante en el que casi con total seguridad no reparó ningún invitado excepto ellos cuatro, el mundo se congeló, y enseguida volvió a fundirse cuando el señor Disraeli hubo decidido lo que iba a hacer, que fue sonreír con el brillo de un amanecer que llevara un puñal entre los dientes.

—Mi querido joven —dijo—, ¿cree usted que se me daría bien alcantarillear? ¡Debo decir que no es un oficio al que haya tenido que contemplar dedicarme nunca!

Tuvo que dejar de hablar porque Charlie le había dado una palmada en la espalda, mientras decía:

—Consiste en revolver el fango para encontrar el tesoro oculto, amigo mío, ¡y yo sugeriría que guarda un notable parecido con la política! En tu lugar, aprovecharía la oportunidad de aprender algo muy valioso sobre el mundo. ¡Es lo que hago yo siempre!

Disraeli lanzó una mirada rápida a Perillán antes de responder.

—Bueno, ahora que lo pienso, tal y como están las cosas es muy posible que convenga hacer un reconocimiento de las entrañas de esta ciudad.

—Y por supuesto —dijo Charlie, sonriendo como quien deja caer una moneda de seis y recoge una corona—, demostraría que te preocupa mucho la opinión pública respecto al drenaje de la ciudad, que en verdad está anticuado y hace un poco de ruido, siendo generosos, ¿no crees? Estoy seguro de que un político astuto querría hacer público su bochorno ante una situación tan escandalosa. Nuestros amigos de la revista Punch sin duda te retratarían como un político con visión de futuro, que cuida de la ciudad en su conjunto.

Durante un momento Disraeli adoptó una expresión solemne, mesándose la discreta perilla como si estuviera absorto en sus pensamientos.

—Muy cierto, Charlie. Es muy posible que lleves razón.

Perillán tuvo la impresión de que cada uno de los dos hombres estaba incubando sus propios planes; le llegaba el olor que tienen los hombres cuando husmean una oportunidad y están decidiendo cómo manejarla en su propio beneficio, igual que estaba haciendo él. Pensó: «El bueno de Charlie sabe que, tanto si el señor Disraeli sale de la alcantarilla cubierto de ricardos como si es cubierto de diamantes, él habrá cubierto una historia de primera».

Las facciones de Disraeli se iluminaron como una vela muy entusiasta, y su sonrisa ganó espacio entre ellas mientras se volvía para decir:

—Muy bien, don Perillán, que no se diga que me encojo ante los desafíos. Si está usted dispuesto a ser mi Virgilio, me presto a acompañarlo en un paseo subterráneo en pro del interés público. Veamos… ¿Quizá pasado mañana? ¡Al fin y al cabo, los políticos deberían hacer algo más que hablar!

Miró a su alrededor con gesto aprobador.

—Me gustaría que entendiera, señor —dijo Perillán— que no soy ningún virginal de esos. ¡Pregúntele a Ginny la Nueva! Pero con mucho gusto le prepararé una ruta corta, señor. No nos acercaremos a los hospitales, claro. Las fábricas de cerveza son bastante buena zona; allí abajo hasta las ratas huelen bien.

Entonces pasó junto a ellos la señorita Burdett-Coutts, que circulaba entre la creciente multitud de sus invitados, y Charlie le dijo:

—Atenta a esto, Angela. Ben y el joven Perillán están urdiendo un plan para bajar pronto a nuestras espantosas alcantarillas, en una misión de exploración por el bien público. ¿No te parece estupendo?

—¿Ah, sí? ¡Lo que espero es que luego se adecenten antes de volver por aquí! —Angela sonrió a Perillán y extendió un brazo hacia él—. Me alegro de volver a verlo, don Perillán. Veo que ha medrado considerablemente en lo relativo a su vestimenta. ¡Maravilloso!

Perillán tomó la mano que le ofrecía la dama y la besó, para sorpresa propia y de ella pero para gran interés y diversión de Charlie y Disraeli. Desde luego, Solomon no le había dicho que la besara, pero en fin, era Perillán, y la señorita Burdett-Coutts sonrió como si su perro favorito acabara de hacer un buen truco pero al mismo tiempo quisiera transmitir al perro que solo le permitiría un mordisco. La advertencia tácita era que una vez estaba bien pero dos ya sería tomarse libertades, y que estaba segura de que Perillán no necesitaría que se lo repitieran.

La mujer miró a Solomon.

—Ah, el señor Cohen, el gran erudito, supongo. He oído hablar mucho de usted. Creo que el nuncio papal me contó una anécdota maravillosa sobre su perspicacia. —Devolvió su atención a Perillán—. Don Perillán, creo que tal vez querrá conocer a la señorita Simplicity Parish, una prima mía que ha llegado del campo.

Casi de inmediato Simplicity salió de detrás de la señorita Coutts, y Perillán notó que los demás ocupantes de la sala desaparecían una vez más, dejando tras ellos solo a la joven. Al cabo de un momento Simplicity, a todas luces consciente de que si no decía nada Perillán podía pasarse el resto de la velada plantado con la boca abierta, le tendió la mano y dijo:

—Caramba, conque usted es el famoso don Perillán. Me alegro mucho de conocerlo.

Angela lanzó una mirada a Perillán antes de hablar.

—Cuando se anuncie la cena, me gustaría que acompañara usted a la señorita Simplicity a la mesa. Pueden sentarse a mi lado, para guardar el decoro. —Y habiéndose dado maña en sentar juntos a Simplicity y Perillán, la señorita Coutts pasó a estudiar la sala con lo que a Perillán le pareció la mirada de un caco a la caza de objetos de plata, pero en su caso repasando a todos los recién llegados que deambulaban por el lugar—. ¿Ven a ese caballero de ahí, al lado del hogar? —Señaló con un leve gesto de cabeza—. Es sir George Cayley, que ha demostrado de forma incontestable por qué pueden volar las aves, y creo que está decidido a que los seres humanos las imitemos, aunque sospecho que William Henson podría lograrlo antes, si es verdad lo mucho que he oído de su prototipo de carruaje aéreo a vapor. En caso de que parezca prometedor, tal vez considere invertir en nuevos desarrollos. ¡Qué don supondría para la humanidad! ¡Imaginen lo que sería poder volar hasta Francia en un día!

Sería como la vía férrea, pensó Perillán. Cuando alguien tenía dinero, podía buscar a otro alguien de quien sospechara que cambiaría el mundo, y si funcionaba sacaría incluso más dinero del negocio. A fin de cuentas, el dinero no hacía gran cosa estando quieto. Cuando funcionaba de verdad era cuando daba vueltas por ahí. Perillán se enorgulleció bastante de haber llegado a esa observación.

Un invitado había dicho algo ingenioso en el otro extremo de la sala y hubo carcajadas generales, tras las que Angela dijo en voz baja a Perillán y Simplicity:

—¿Veis a ese caballero más bien taciturno de ahí, el que parece que haya perdido una guinea y encontrado un cuarto de penique? Es Charles Babbage, y ha construido una máquina capaz de hacer sumas, una gesta muy interesante… y yo tengo mucho aprecio a las personas interesantes. Sin embargo al señor Babbage no le interesa demasiado nadie más, aparte del excelente gusto que demuestra en sus acompañantes femeninas. Veo que el señor Cohen ya está conversando con el señor Babbage y su amiga, Ada Lovelace, que es una dama de lo más elegante y de la que su padre puede estar bien orgulloso. Seguro que tendrán mucho de lo que hablar. Si alguna vez ha habido un hombre que no necesita presentación, ese es el señor Cohen. —De pronto se le animó la voz—. Ah, ahí está sir Robert Peel. Cómo me alegro de que haya podido venir. Me habían dicho que estaba retenido por un asuntillo en Scotland Yard.

La señorita Coutts volvió con paso vivo a los grupos que conversaban por todo el salón.

¿Sir Robert Peel? ¡El jefe de la pasma! Alcantarillear no era del todo ilegal: el Abuelo había dicho a Perillán que una moneda era una moneda y, si estaba recogida del barro, en fin, a saber a quién había pertenecido antes. Pero, claro, estaba lo de bajar a las alcantarillas, que posiblemente se consideraría allanamiento. Nadie se preocupaba demasiado del asunto, exceptuando a las cuadrillas de trabajadores, que consideraban las monedas perdidas su sobresueldo oficial. A la población en general le importaba un pepino. Que los alcantarilleros hurgaran en la oscuridad y volvieran con cuatro peniques, o que hurgaran en la oscuridad y murieran allí abajo sin coste adicional: daba lo mismo.

Pero los peelers… bueno, a veces interpretaban a su manera el espíritu de la ley, y algunos de ellos se atribuían el deber de complicar un poco más la vida a quienes la vivían al borde de la sociedad, que era por lo que se estaban buscando tantas broncas con los cockneys que ya podía hablarse de una pequeña guerra.

Los alcantarilleros eran unos pelagatos, pero en las barriadas todo peeler era un enemigo. Perillán no conocía la palabra «visceral», pero sí entendía la situación: nadie sacaría nada bueno de juntarse con los peelers, y allí estaba él, en la misma estancia que el jefe de todos ellos y, cómo no, Angela se lo presentaría a Perillán. Se dijo que no había hecho nada malo —bueno, quizá alguna minucia de nada que no había ni que mencionar, y en su mayoría tiempo atrás—, pero los peelers no escuchaban demasiado tiempo a los habitantes de las barriadas.

«Por otra parte, claro —pensó—, es fácil que Angela ponga peros a que se detenga a gente en su casa».

No montó en pánico, porque los alcantarilleros proclives a montar en pánico tarde o tempano se daban golpes en la cabeza que los dejaban inconscientes y desorientados. Pero Simplicity estaba mirando a Perillán con una sonrisa algo preocupada, y por pura fuerza de voluntad se obligó a tranquilizarse como si no hubiera pasado nada, ya que en realidad no había pasado nada, y poco a poco empezó a sentirse mejor. Lo único que tenía que hacer era no emocionarse y mantenerse tan apartado como pudiera de sir Robert.

Simplicity lo sorprendió con una caricia en la mano.

—¿Te encuentras bien, Perillán? Sé que has tenido unos días muy ajetreados, todo por culpa mía, y no sabes cuánto te lo agradezco.

Charlie y Disraeli se habían dejado arrastrar por alguna otra corriente del salón, donde parecía que nadie se quedaba quieto demasiado tiempo antes de ver a otra persona con la que también quería charlar. Y así se mecían los rumores y los invitados por el aire, salvo en una pequeña burbuja que de momento los contenía a él y a Simplicity.

—Ah, no te preocupes por mí —logró decir—. ¿Qué tal se vive aquí?

—Angela es muy buena conmigo —respondió Simplicity—. De verdad que es muy amable, y también… ¿cómo decirlo? Muy comprensiva.

—Ya te lo pregunté una vez —dijo Perillán—, y ahora las cosas son distintas pero la pregunta no ha cambiado: ¿qué te gustaría que pasara ahora? ¿Quieres quedarte aquí?

La expresión de Simplicity ganó gravedad.

—Sí, Angela es muy amable. Pero sé que estoy aquí porque soy un problema, y no quiero ser un problema. Tarde o temprano los problemas se resuelven. Me pregunto cómo podría resolverse este.

Perillán miró a su alrededor y, al ver que nadie estaba prestándoles atención, hizo acopio de valor y respondió:

—¿Y si pudieras ir a algún sitio donde serías quien tú quieras ser? Sin dar problemas a nadie. Porque verás, me parece que podría tener un plan. Es bastante bueno, pero se me ha ocurrido una parte esta misma tarde y aún estoy rumiándolo. Podría ser arriesgado y a lo mejor hay que actuar un pelín pero, confiando en la Dama, creo que funcionará. Hasta ahora nunca me ha fallado.

Y entonces tuvo que explicar a Simplicity quién era la Dama. Al final, Simplicity dijo:

—Entiendo. O sea, creo que lo entiendo. Pero querido Perillán, ¿sería acertado suponer que el éxito de este plan supondría que tú y yo acabáramos juntos en algún lugar seguro?

Perillán carraspeó.

—Sí, ese es el plan.

Ella lo miró sin pestañear. Siempre había una deliciosa solemnidad en la forma de hablar de Simplicity, que dijo en voz baja:

—Creo que sería un plan estupendo, Perillán, ¿no te parece?

—¿Estás de acuerdo, entonces? —preguntó Perillán.

—Sí, sí, por supuesto; eres una persona muy, muy agradable. De amor no sabría decirte, eso ya lo veremos. Una vez tuve lo que creí que era amor, pero resultó ser falso, lo que creo que se llama una impostura, una moneda de pega, y no lo que yo pensaba que era. —Vaciló—. Lo que había tomado por una brillante moneda de seis al final era un cuarto, como diríais por aquí. Pero he descubierto que la amabilidad dura mucho más que el amor, porque mi madre decía siempre que la amabilidad es amor disfrazado. Y Perillán, allí donde estás tú el mundo burbujea. Haces que todo parezca posible.

En momentos como aquel, un chico como Perillán era muy capaz de ponerse la zancadilla mental a sí mismo.

—No tenemos que seguir juntos si no quieres, claro.

Simplicity sonrió.

—Perillán, a lo mejor te cuesta entender esto, pero a veces deberías dejar de hablar.

Y mientras Perillán se sonrojaba, anunciaron la cena.

La señorita Burdett-Coutts encabezó el avance del grupo hacia la mesa, acompañada de un hombre alto con un marcado aspecto pétreo en sus rasgos y, como descubrió un horrorizado y cada vez más nervioso Perillán, vestido con la misma ropa exacta que él. ¿Qué era lo que había dicho Izzy antes de ofrecerles aquella ganga a él y a Solomon? Algo como: «Perillán, tengo a muy buen precio este maravilloso traje nuevo con excelentes y valiosos inmencionables, porque no sé qué aprendiz de sastre se equivocó en las medidas al primer intento».

Sí, la levita del hombre era idéntica a la de Perillán y, como la llevaba abierta, se veía también una espléndida camisa de seda azul que era clavadita, salvo por la nimiedad de la talla, a la que él lucía. Y, ojo, porque como Perillán se había dedicado a mirar al hombre, el hombre estaba mirándolo a él con la misma expresión intensa, haciendo que se erizaran pelos en lugares donde Perillán nunca había creído tenerlos. Pero él y Solomon habían pagado la ropa, ¿verdad?, hasta el último cuarto de penique. Tenía por artículo de fe que Solomon se habría guardado el recibo, porque era la clase de persona a la que preocupaba casi tanto que le dieran el recibo como que le entregaran la mercancía en sí.

En aquel instante de pánico moderado Perillán identificó a Henry Mayhew y su esposa, que caminaban hacia él, y Simplicity ya había echado a correr hacia Jane Mayhew para darle un abrazo.

Mientras la joven cumplía su objetivo, Henry extendió los brazos hacia Perillán y dijo, con voz viva:

—¡El hombre del momento! Don Perillán, he llevado a cabo un estudio de las múltiples capas sociales de Londres, y cualquiera diría que usted está subiendo la escalera más deprisa que un chimpancé, si me permite el comentario. —Sonrió nervioso y añadió—: Sin ánimo de ofender, por supuesto.

Y no habría podido ofender aunque tuviera el ánimo, porque Perillán no sabía lo que era un chimpancé y se propuso preguntárselo a Solomon cuando pudiera.

De modo que Perillán tomó a Simplicity del brazo con cierta inquietud y siguió a los Mayhew en dirección al comedor, donde logró situarla en la posición exacta que había indicado Angela, a juzgar por la sonrisa aprobadora de la dama.

Entonces Angela se volvió hacia él.

—Perillán, me pregunto si conoces ya a mi muy buen amigo, sir Robert Peel. Sospecho que tal vez tengáis mucho en común.

Sus ojos brillaron mientras presentaba a los dos hombres, como si de verdad hubiera colocado dos pantalones a juego uno al lado del otro.

Sir Robert Peel sonrió, aunque los nervios de Perillán interpretaron el gesto más como una mueca, y dijo:

—Ah, sí, el Héroe de Fleet Street. Me gustaría mucho charlar un momento en privado contigo.

Perillán miró aquellos ojos que tenían la palabra «policía» sobreimpresa por todas partes. «¿Así es como va a ser siempre? —pensó—. ¿Nunca dejaré de ser el hombre que paró los pies a Sweeney Todd?». Bueno, útil sí que era, eso estaba claro, pero también le resultaba incómodo, como si se hubiera puesto los pantalones de otro hombre, cosa que en cierto sentido había hecho. Y dicho hombre seguía observándolo con cautela, como sopesándolo con la mirada.

Los invitados empezaban a sentarse. Perillán siguió las indicaciones y tomó asiento al lado de Angela, con Simplicity ya sentada a su otro lado y Solomon en la silla de más allá. Sir Robert —o «mi querido Rob», como lo llamaba Angela— estaba sentado al otro lado de la anfitriona.

En voz más baja, Angela le dijo:

—¿Te duele? Tuerces el gesto siempre que alguien te llama el Héroe de Fleet Street. ¿No te habías fijado? Charlie me ha dicho que insistes bastante en que se sepa que la verdad del asunto no es la que parece, y me atrevo a inferir que consideras todo elogio dirigido a ti como una condena al señor Todd, lo que en mi opinión dice mucho a tu favor. Me da la sensación de que lo que hubo fue otro tipo distinto de heroísmo, el tipo que a menudo se pasa por alto. Lo tendré en cuenta, porque es cierto que cuento con ciertas influencias. A veces una palabra en el lugar exacto puede hacer mucho bien. —Sonrió—. Dime, ¿te gusta escarbar en las alcantarillas buscando dinero? ¡Quiero la verdad!

—No tengo por qué mentir —respondió Perillán—. Es la pura libertad, señorita, de verdad se lo digo, y no tiene mucho riesgo siempre que uno esté en lo que hace y use la cabeza. Me da que saco más a diario que un deshollinador, y el hollín… bueno, es una cosa terrible, señorita, que no hace ningún bien a nadie. ¡Te deja perdido por dentro y por fuera, como que me llamo Perillán! Pero cuando yo vuelvo de alcantarillear, en fin, me doy una buena pasada con jabón de sosa y listos. No es que sea muy sofisticado, pero sí te deja limpio.

La conversación tuvo que detenerse mientras pasaban los camareros, y después del sonido de los platos y los (muchísimos) cubiertos, la retomó la señorita Burdett-Coutts.

—Pareces estar en todas partes y metido en todo, según mis informadores, al estilo del famoso, o infame si lo prefieres, bandolero Dick Turpin. ¿Has oído hablar de él, joven? ¿Qué opinas de su extraordinaria marcha hasta York a lomos de su yegua, la Negra Bess? Creo que están representando obras de teatro sobre él y al público le encantan, porque era un sinvergüenza.

Mirando con recelo la comida que le habían puesto delante, Perillán contestó:

—Había oído hablar del caballero, señora mía, y me gusta la forma en que sacaba un poquito de lustre al mundo. Pero creo que era un tipo listo, demasiado listo para cabalgar todo el camino hasta York. Es muy arriesgado, y aunque debo decir que no soy un jinete para na, huy, perdone, para nada, me parece que habría reventado a la yegua en una hora, si quisiera llegar tan rápido como dicen. No, a mí me da que fue corriendo a buscar a algunos compadres de los que sabía que no eran tan buenos compadres y gritó algo como: «¡Rezad por mí, amigos míos, porque voy a intentar llegar a York esta misma noche!». Y, claro, ya sabe, cuando se paga recompensa por la cabeza de alguien como se pagaba por la de él, puede estar segura de que sus compadres no tardarían ni diez minutos en dar el chivatazo a los corredores. Y en esos diez minutos, me apostaría una corona, nuestro amigo Dick ya estaría en el West End con el bigote de un color distinto, paseándose por ahí con dos damas de moral relajada agarradas de los brazos. Es lo que haría alguien que fuera listo, porque salir por patas no soluciona nada, aunque sé que al final lo pescaron de todos modos. Si yo hubiera sido él, me habría disfrazado de cura y habría agachado la cabeza hasta que todo el mundo se olvidara de mí. Perdone por el discurso, señorita, pero me ha preguntado usted.

Angela se echó a reír.

—Su reputación lo precede, don Perillán, como hombre de gran valor y sin duda también entendimiento. ¡Y ahora resulta que además es un estratega y un soplo de aire fresco! —Apoyó la mano en el brazo de Perillán y continuó—: ¿Va usted a la iglesia alguna vez, don Perillán?

—No, señorita. Créame, señorita, Solomon ya cree por los dos, puede estar segura. Creo que hasta le dice al Todopoderoso lo que tiene que hacer. Pero he oído decir que Jesús caminaba sobre el agua, así que a lo mejor sabía alguna cosa de alcantarilleo, aunque yo no lo he visto por ahí abajo. No lo digo por ofender; es que en la oscuridad no se ve a todo el mundo.

Se fijó en que la sonrisa de Angela se tensaba un poco antes de volver a la normalidad.

—Bueno, Perillán —dijo—, todo apunta a que un descreído podría dejar en evidencia a bastantes creyentes.

Perillán dedujo de la frase que había vuelto a salirse con la suya, aunque no tuviera muy claro qué era «la suya».

Y por fin pudo dedicarse a la comida que le habían puesto delante. Era un plato hondo de sopa de verdura bastante buena, mejor incluso que la que preparaba Solomon, y así lo afirmó al terminar, mientras reparaba en que nadie más se había lanzado a tomar la sopa con su mismo afán.

—Se llama sopa juliana —dijo Angela—. La verdad es que no sé de dónde viene el nombre. ¡Pero te envidio el apetito!

Animado, Perillán dijo:

—¿Puedo tomar un poco más?

Por el rabillo del ojo vio que Charlie tenía la ya conocida expresión de estar pasándolo en grande con el espectáculo. Angela siguió la mirada de Perillán.

—Charlie escribe libros, ¿lo sabías? En muchas ocasiones me he preguntado de dónde saca tantas ideas. En cuanto a la sopa, estoy segura de que hay muchísima más, pero ahora viene un buen rodaballo y luego hay gigot de cordero al horno seguido de codornices asadas. Si para entonces aún no has reventado, joven, de postre tenemos una compota de cerezas muy dulce. Veo que todavía no has tocado el vino; es un sauvignon blanc bastante bueno, y creo que te gustaría.

Mientras Perillán acercaba la mano a la copa, Angela se giró hacia el otro lado para responder a una pregunta de sir Robert Peel.

A Perillán le gustó el vino, y como era Perillán pensó: «Mira, está bastante bueno, así que voy a bebérmelo muy despacio». En realidad casi nunca tomaba vino, aunque para la Pascua Solomon siempre compraba un mejunje tan dulce que daba dolor de dientes. A Perillán le gustaba la cerveza, ya fuera rubia o negra, aunque en invierno prefería la negra: eran bebidas sencillas para gente sencilla, y Perillán no quería convertirse en alguien complicado, cosa que con toda seguridad haría si tomaba más de una copa de aquel vino.

Solomon le había advertido que quizá, en una cena como aquella, sacarían un vino diferente para cada plato, y Perillán se preguntó cómo narices volverían los invitados a sus casas. De modo que, mientras Angela hablaba con sir Robert Peel y Simplicity terminaba con delicadeza su plato de sopa, atesoró la pequeña copa y fue bebiendo sorbitos sueltos. Alguna vez se había puesto como una cuba, claro, pero aunque en el momento parecía buena idea siempre había que reconsiderarla al despertar, y el alcantarilleo se hacía muy duro cuando no se tenía la cabeza despejada. También era conveniente no vomitar demasiado, y ante todo Perillán no quería hacer el ridículo delante de toda aquella gente ricachona, sobre todo si lo observaba Simplicity. Y lo observaba.

Lo mismo hizo el rodaballo al pasar junto a él en una bandeja de plata, de camino a ser repartido entre los comensales. Era grande y gordo, pero tenía la expresión más apenada que hubiera podido tener nunca un pez, aunque quizá lo hubiera animado un poco saber que, con la salsa picante, tenía muy buen sabor. Perillán estaba ya más cómodo: la cena iba bien, los invitados charlaban entre sí y había un ambiente bastante animado. Seguía animado cuando llegó la pata de cordero asada, un poco amarillenta y con mucha grasa, en otras palabras un auténtico placer para un muchacho tan energético como Perillán, aunque no recordaba la última vez que había comido tanto. En la buhardilla, la comida que preparaba Solomon era… nutritiva, y suficiente. La carne se veía en pequeñas cantidades y actuaba más de condimento que de plato, normalmente como base para una sopa densa o unas sustanciosas gachas. Sentado a la lujosa mesa, Perillán notó una tirantez general en el estómago, pero el buen cordero era el alimento de los dioses, y por tanto habría sido una absoluta blasfemia no hacerle justicia.

Todo iba sobre ruedas; había hecho caso a Solomon respecto a qué tenedor y qué cuchillo debía usar para cada plato[*], se había puesto la servilleta al cuello y, sin el menor asomo de duda, habría podido cenar así noche tras noche. Pero sabía que no había prestado mucha atención —¿cómo iba a hacerlo?— a Simplicity, que estaba escuchando una de las historias de Solomon en educado silencio y con todo indicio de interés, que era como debía escucharse a Solomon porque podía darte una sorpresa en cualquier momento.

Mientras Perillán se giraba para mirarla, Simplicity también se giró para mirarlo a él, y le dijo:

—Qué gracioso, Perillán, que parezcas ir vestido como una versión un poco más pequeña de sir Robert. —Bajó la voz para añadir, en susurros—: Tú eres mucho más apuesto y no frunces tanto el ceño. Pero es cierto que parecéis dos gotas de agua.

—Él es mucho más mayor y más grande que yo —dijo Perillán.

El comentario hizo sonreír a Simplicity.

—A veces creo que en este país no siempre os paráis a pensar en lo que decís. Si te fijas en las gotas de agua, verás que las hay de tamaños muy diversos. Sus condiciones les dan distintos volúmenes.

Perillán se la quedó mirando boquiabierto. En primer lugar porque su trabajo lo obligaba a tratar con gotas de agua a diario y nunca se había molestado en fijarse en sus formas, y en segundo porque Simplicity estaba diciéndole algo nuevo para él. Y no por primera vez, pensó: «Exacto, Simplicity no es nada simple».

Ella soltó una risita.

—No sabes nada de mí, Perillán.

—Bueno, espero que alguien me deje averiguar más cosas en algún momento, por favor.

—¡Tengo los muslos gordos! —anunció ella.

Las posibilidades de engordar cualquier parte del cuerpo en las barriadas eran escasas, pero Perillán nunca había oído a ninguna chica decir que tenía las piernas demasiado flacas, por lo que interrumpió el silencio que había seguido al comentario diciendo:

—No querría ofenderla, señorita, pero eso es cuestión de opiniones. En este caso de la suya, claro, pero por desgracia aún no he podido formarme la mía propia.

No había sido un comentario indecoroso del todo, pensó, sino más bien solo mediodecoroso, pero empezaron a llegar variaciones sobre el tema de «¡Mira lo que ha dicho!» acompañadas de ese sonido tan difícil de describir que hacen quienes fingen escandalizarse pero en realidad están más bien entretenidos y tal vez también aliviados. Posiblemente fuera Charlie quien dijo:

—¡Excelente, digno del famoso Beau Brummell en persona!

El rostro de Solomon se había quedado absolutamente inexpresivo, como si no hubiera oído nada, y Angela estaba riendo con suavidad, bendita fuese. Perillán pensó que menos mal, porque era la anfitriona, además de una mujer muy adinerada, y con su risa indicaba a todos los demás que le parecía muy bien lo que estaba ocurriendo y desafiaba a cualquiera que tuviera otra opinión. Al fin y al cabo, ¿quién iba a rechistar a una de las mujeres más ricas del mundo?

En torno a ellos se instaló una especie de cómodo runrún mientras la gente apuraba las copas y en algunos casos volvía a empezarlas llenas de nuevo, y entonces Perillán cayó en que tenía que ir al retrete y no tenía ni la menor idea de dónde estaba, salvo que tendría que bajar la escalera. En un mundo lleno de inmencionables, reales, erráticos y a veces invisibles, no iba a preguntar a una dama dónde podía ir a echar una meada.

Y así se encontró mirando a los ojos a sir Robert Peel, que sonreía junto a Angela como un gato que ha visto un ratón, momento en el que el jefe de los peelers dijo:

—Ah, don Perillán, por la forma en que mira usted a su alrededor diría que busca un lugar donde poder relajarse un poco. Permítame acompañarle, pues yo mismo empiezo a notar la misma urgencia.

Perillán no estaba en posición de negarse. Sir Robert intercambió asentimientos de cabeza con Angela y guió a Perillán fuera de la sala y escalera abajo, donde por fin entró con él en una especie de paraíso hecho de caoba y relucientes latón y cobre.

Brillaba. Era un palacio. Los retretes públicos de las barriadas siempre estaban abarrotados, oscuros y olían a rayos. Convenía más quedarse fuera, como hacían muchos, y el resultado convertía el acto de cruzar un callejón de noche en una gran aventura. Solomon, siempre tan puntilloso con aquellas cosas, tenía su propio cubo portátil con una tapa de madera siempre bien frotada, para los momentos en que a un hombre le apetecía quedarse un ratito sentado. Una de las tareas de Perillán consistía en llevar el cubo al pozo negro más cercano, pero casi siempre estaban a rebosar. Los carretones de miel pasaban cada noche y mejoraban un poco las cosas cuando los trabajadores los llenaban con sus palas y se llevaban todo aquello, además de la mierda de caballo. Pero por mucha frecuencia de paso que tuvieran los carretones de miel, y por mucho que los buzos de la mugre fregaran las fosas sépticas, nadie estaba nunca muy lejos de la cena de anoche. Sin embargo, aquel lugar… bueno, aquel lugar era increíble, y aunque Perillán sabía para qué servía el agujero en la resplandeciente caoba, le parecía un sacrilegio utilizarlo. ¿Y qué era aquello otro? Trozos de papel, todos cortados y listos para su empleo, igual que hacía Solomon con el Jewish Chronicle, y allí también había espejos y un cuenco muy grande lleno de jaboncitos, de textura lisa y que dejaban buen olor en las manos. Perillán no pudo evitar llevarse unos pocos al bolsillo, a pesar de la compañía, porque la verdad es que había un montón.

Se reservó unos momentos de estupefacción, aun con la presión de la vejiga y el nerviosismo de estar en la misma estancia que el jefe de los peelers, que, ahora que se fijaba, se había sentado muy tranquilo en una silla muy cara y estaba encendiéndose un puro.

Sir Robert Peel le sonrió y dijo:

—No se ande con remilgos, por favor, don Perillán. Yo no tengo ninguna prisa y además, como supongo que ya habrá pensado, estoy entre usted y la salida.

Aquella última información, recibida mientras se dirigía al adornado y brillante latón que tenía delante, dejó a Perillán en un estado que imposibilitaba el asunto que se traía entre manos. Miró hacia atrás por encima del hombro. Sir Robert ni siquiera le prestaba atención, sino que se limitaba a disfrutar de su puro, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Pero dado que no estaba ocurriendo nada que fuese malo de por sí, Perillán se hizo con el control de su… miedo, y pasó a admirar lo bien que funcionaba aquel nuevo invento tan maravilloso. Al terminar, llegó una nueva y lacónica frase de sir Robert, todavía sentado en su silla.

—Ahora tienes que usar el tirador de porcelana que hay en la cadena, a tu izquierda.

Perillán ya se había preguntado para qué servía aquello. Parecía evidente que había que tirar de él, ¿verdad? Pero ¿con qué objetivo? ¿Para que la gente supiera que habías terminado? ¿Haría sonar una campanilla para que no entrara nadie a molestarte? Bueno, qué narices. Dio al pomo de porcelana un tirón desenvuelto pero esperanzado y al instante se apartó de la taza, por si acaso en realidad no tenía que haberlo hecho e iba a meterse en líos pese a todo… pero el agua gorgoteó al bajar por la taza y la dejó inmaculada. ¡Aquello sí que valía la pena tenerlo!

Dio media vuelta y dijo:

—Sí, señor, sé lo que hay que hacer. Y también sé que está usted jugando a un jueguecito, señor. Me pregunto qué es lo que quiere de mí.

Sir Robert miró la punta del puro como si nunca la hubiera visto antes y dijo, en tono desenfadado:

—Me gustaría mucho saber cómo has cometido el asesinato de las alcantarillas de esta tarde.

En el interior de Perillán, el rodaballo y todos sus amiguitos se apelotonaron para escapar de un hombre que se venía abajo, y durante un momento creyó que iba a dejar el suelo reluciente hecho una porquería, hasta que se recordó a sí mismo: «Yo no he asesinado a nadie, ni quería hacerlo, ni he tenido tiempo». De modo que respondió:

—¿De qué asesinato me habla? —Apaciguó al rodaballo y lo obligó a guardar las formas—. ¡Yo no he asesinado a nadie en la vida!

El jefe de todos los policías de Londres dijo con alegría:

—En fin, es curioso que lo digas, porque la verdad es que te creo, pero lamento decir que tenemos un cadáver en la morgue y han venido dos hombres diciendo que el pobre está allí por tu culpa. Y lo más gracioso, a lo mejor hasta te ríes, es que a ellos no me los creo. Hay un cadáver, eso seguro, del que nos ha informado un caballero al que se conoce por ahí como Smith el Pringoso. Tal vez tú también lo conozcas…

—¿Smith el Pringoso? Es un borracho que va todo el día con los pantalones meados. Pegaría la puñalada a cualquiera por una pinta de cerveza. Seguro que el otro era Cuclillas Angus, un fulano viejo con solo pierna y media.

Aquel hombre había dicho que no creía que Perillán hubiera matado a nadie y eso era bueno, ¿verdad? Muy, muy bueno, pero aun así el peeler en jefe tenía el ademán que se aprendía a reconocer después de algunos encontronazos con las autoridades. Era el ademán con el que la autoridad hacía saber que la autoridad siempre jugaba con ventaja y que de momento más valía que uno cuidara sus modales, porque era enemigo de la autoridad hasta nuevo aviso por parte de la autoridad.

El señor Peel observaba a Perillán con un asomo de sonrisa en los labios, y siempre convenía prestar atención a la sonrisa en la cara de un peeler. «Y para colmo este es el rey de los peelers —pensó Perillán—, el gran Peel en persona, y hasta un Perillán ha de saber cuándo no hacer perillanadas». Sin dejar de vigilar aquella sonrisa, dijo:

—Dice que no cree que yo haya asesinado a nadie, pero hay dos personas que dicen que sí, ¿verdad? ¿A quién han asesinado? ¿Y por qué no acepta su palabra contra la mía?

Con gran tranquilidad, sir Robert respondió:

—Si te soy sincero, mis hombres los conocen y dicen que no les tomarían testimonio ni aunque tuvieran al lado al arcángel Gabriel respondiendo por ellos. —Sonrió una sonrisa de policía, que solo era un poco mejor que una sonrisa de tigre—. Y tampoco acepto la palabra de usted sobre nada, don Perillán, pero sí me inclino a creer en la de Solomon Cohen, que está muy bien considerado en la comunidad judía. Mientras conversaba con él esta misma tarde, me ha quedado claro que no sabía nada de esta acusación, ni yo le he dicho nada sobre ella, pero ha tenido la amabilidad de comentar que ha estado contigo casi todo el día, como podrán confirmar varios mercaderes de buena reputación entre los que se cuentan mis propios sastres, como salta a la vista. Pero lo que sí me pregunto es que, si el asesinato se ha perpetrado hace solo unas horas, ¿cómo crees que puede haberme llegado la acusación al instante? —Antes de que Perillán pudiera responder, sir Robert siguió hablando—. Creo que te has granjeado enemigos porque, según me ha dicho Ben, pareces estar acumulando gestas heroicas mientras proteges a cierta joven que ha llegado a nuestro país. Y eso te vale mi respeto, pero esta situación no puede mantenerse para siempre. Hay signos de que… otras personas involucradas en este asunto están impacientándose cada vez más.

Dio una calada a su puro y dejó escapar una perezosa nube de humo azul que flotó y se arremolinó alrededor de la cabeza de Perillán como una neblina aromática.

—Es evidente que ha habido un asesinato —afirmó el cabecilla de los peelers—, y por supuesto debo asegurarme de que alguien comparezca ante la justicia, a pesar de que el cuerpo pertenecía a un caballero conocido por cumplir tareas a cambio de dinero, sin hacer preguntas ni mucho menos responderlas. Era abogado hasta que los demás abogados se enteraron de sus actividades, y entonces pasó a ser lo que llamamos un «conseguidor», y de los buenos, ya que conocía todos los trucos de abogados. Se le daba muy bien hacer de intermediario entre personas que necesitan que se cometa un delito y personas que quieren cobrar por cometer delitos y, por supuesto, se sacaba una propinilla por las molestias sin ensuciarse nunca las manos. Y ahora ha aparecido muerto con bastante profesionalidad, es decir, limpiamente, sin complicaciones ni terceras partes implicadas. Un trabajo muy fino. Y un cadáver muy silencioso. Les ha faltado fregar los platos y dar de comer al gato antes de marcharse. Se llamaba Bob el Filos.

¡Bob el Filos estaba muerto! Conque alguien lo había encontrado, pensó Perillán. Pero aquello le despertaba otras preguntas. ¿Qué había sabido Bob el Filos? ¿Había trabajado por su cuenta, para sacarse unos cuartos, o a las órdenes de otra persona? ¿Sería para ese gobierno del que había hablado el señor Disraeli?

—Todos los policías saben de usted, don Perillán —estaba diciendo sir Robert—. Y los chicos de Bow Street también lo conocían: siempre sospechoso, nunca acusado, nunca tuvieron que llevarlo ante la justicia. Un hombre mayor que conocía me dijo que algunos creían que está usted protegido por la Dama de las Alcantarillas, y opino que ahora tal vez necesite toda la protección que pueda procurarse. Nosotros no somos los corredores de Bow Street, don Perillán, sino hombres inteligentes. Es más, su amigo Charlie Dickens está bastante fascinado con nuestros procedimientos. —Sir Robert suspiró—. A veces tengo la sensación de que le encantaría hacer de peeler si se lo permitiera, y sería buen policía si no estuviera garabateando y garabateando a todas horas. Estamos al tanto de lo que pasa, don Perillán, pero a veces no vemos necesario decir a los demás todo lo que sabemos. —Dio otra calada al puro.

»Sin embargo, sé que hay un par de individuos, asociados al mencionado Bob el Filos, de los que se dice que la han tenido hace poco con un caballero que responde al nombre de Perillán y no han salido muy bien parados. Uno de estos… empleados, por así decirlo, parece haber tenido un desgraciado y mortal accidente ayer por la mañana. Un accidente del tipo de que lo atropelle a base de bien un carruaje, en una calle ajetreada no muy lejos de tu barrio. Y lo atropelló dos veces, por lo que parece… y sin ningún testigo.

La mente de Perillán funcionaba a toda velocidad. Así que alguien había encontrado al otro fulano que había pegado a Simplicity… alguien que no había tenido reparos en matar. Empezaba a dar la impresión de que todo el que tuviera relación con aquel asunto terminaba muerto…

—Estamos dando vueltas —caviló sir Robert— a que pueda haber otro jugador. La gente empieza a inquietarse bastante y quiere que se aclare todo este asunto. Por supuesto, cualquier policía ansioso por resolverlo deduciría al instante que el tal don Perillán, un poco molesto con los lacayos de Bob el Filos, podría haberse encargado de complicarles la existencia a él o a sus socios. Pero, como sabe todo Londres, Perillán tenía otro compromiso ayer por la mañana en el establecimiento del señor Todd. Cualquiera diría que eres un hombre con suerte, Perillán: alguien que por lo general es invisible se ha vuelto sorprendentemente visible justo en los momentos más apropiados. —Calló un momento—. Aunque mis informadores también me han hablado de otro socio conocido de los dos difuntos caballeros, al que se ha visto esta mañana con la nariz partida y unos andares más bien extraños… Tal vez haya que investigarlo más a fondo. ¿Aún estás conmigo? Veo que te has quedado callado, reacción muy sensata por tu parte.

El jefe de los peelers se levantó y depositó la ceniza del extremo del puro en un pequeño cenicero de plata.

—Don Perillán, dirigir la fuerza policial me vuelve un policía, pero también soy político. Seguro que alguien tan listo como usted comprende que los políticos, que en teoría ostentamos un poder muy considerable, a veces podemos enredarnos un poco a la hora de aplicarlo, sabiendo que hasta nuestro menor gesto será observado y cuestionado. Hay agentes vigilando todos los puertos… pero qué te voy a contar a ti de eso. No hay un solo galopín o pilluelo de los muelles que no esté dispuesto a tener los ojos abiertos por si aparece alguien, siempre que le paguen. Pero desde luego hay algunos de nosotros que, aun respaldando en público la postura del gobierno, creemos que a una inocente que solicita asilo en la Gran Bretaña no debería enviársela de vuelta allá donde no quiere ir. ¡Por Dios, hombre, somos británicos! No deberíamos ceder a las exigencias de nadie. Tiene que existir alguna forma de resolver este asunto sin riesgo de entrar en guerra.

La boca de Perillán se abrió por iniciativa propia. ¿Entrar en guerra? ¿Por Simplicity?

—Perillán —siguió diciendo el líder de los peelers—, tú y la señorita Simplicity parecéis ser uno de los motivos de que estén apareciendo cadáveres. Y de que quizá aparezcan más, a no ser que resolvamos esto bien pronto, ya que a estas alturas también comprenderás que este problema tiene ramificaciones que van más allá de la señorita Simplicity y tú mismo. Sé que estás poniendo mucho empeño en que la dama en cuestión no sufra ningún daño y, como dice tu amigo Charlie, allí donde los reyes, las reinas, los caballos y las torres pueden ver impedido su movimiento, un peón tal vez gane la partida. En consecuencia, coincido con Charlie en que alguien sin una relación tan directa con el gobierno podría ser muy bien el hombre que nos ayude a hallar la solución. —Bajó la voz, tanto en intensidad como en dureza—. Tú eres el agente libre más libre que puedo concebir y, con franqueza, y negaré haberlo dicho si lo repites en público, y ten por seguro que mi palabra sí se aceptará contra la tuya, uno de los motivos de que esté hablando contigo es decirte que, planees lo que planees, no debes infringir la ley. Dado que acabo de marcharme de esta sala y cualquier voz que estés escuchando no puede ser la mía, debo señalar, sin embargo, que hay ocasiones en que la ley puede mostrarse un tanto… flexible. —Sir Robert se acercó más a la puerta.

»Y ahora, sin decir una palabra más, tú y yo volveremos con los demás como si hubiéramos hablado de los grandes avances del saneamiento moderno, y te volveré a encontrar cuando lo necesite. Te… —Se detuvo un momento—. Te observaremos con interés. —El jefe de los peelers vio la expresión amedrentada de Perillán y volvió a sonreír—. No te preocupes sin necesidad. Mientras tanto, tenemos entre manos un homicidio; significa un muerto, en realidad. ¿Quién sabe? A lo mejor estaba reuniéndose con un cliente en algún entorno insalubre, se ha dado un cabezazo contra algo y algunos han interpretado lo que no era. Y don Perillán, esta conversación y todo lo que tenga que ver con ella no ha tenido lugar nunca. ¿Lo entiende?

Al fin Perillán recuperó el control de su lengua, pero se limitó a replicar:

—¿Que si entiendo qué?

—Aprende usted deprisa, don Perillán. Por cierto, no parece usted tener más nombre que Perillán, don Perillán. Sé que se crio en un orfanato, pero supongo que le pondrían nombre.

«Más que un nombre —pensó Perillán—, y me juego lo que sea a que usted ya lo sabe, señor Peel». Y entonces dijo:

—Sí que me lo pusieron. ¡Me llamaron Pip Stick! ¿Ya está contento? ¡Porque yo no! ¿Qué le parece como nombre? Imagínese lo que puede burlarse la gente de un niño pequeño que se llame así[*]. Y lo hicieron, señor Peel, créame que lo hicieron. Está apuntado en los documentos del hospicio, en plan oficial. Don Pip Stick, maldita sea mi suerte. Y mi estampa. Eso sí —añadió—, ahora que lo pienso don Pip Stick tuvo que aprender a pelear. Y a dar patadas y mordiscos. Tuvo que volverse un perillán. Y correr. Ah, cómo corría, y cómo trepaba y se retorcía. —Titubeó antes de concluir—. No es que esté diciendo que fuese un buen nombre por el que dejarme llamar, eso desde luego que no.

La cena casi había terminado cuando Perillán volvió a su asiento, y a los pocos minutos Angela dio unos delicados golpecitos con la cucharilla en una copa y anunció:

—Amigos míos, la costumbre llegado este punto sería que las damas se retiraran para estar en la salita de estar y los caballeros se quedasen aquí pero, como ya saben, encuentro un poco irritante esa práctica porque me gustaría bastante hablar con algunos caballeros, y supongo que habrá caballeros a los que apetezca hablar con algunas damas. Al fin y al cabo, vivimos en tiempos modernos, todos somos personas de mundo y me atrevo a afirmar que, en tan excelsa compañía, ninguno de nosotros necesitará carabina. ¡Por tanto, están todos invitados a hacerme compañía en la sala de estar!

Y entonces, una de las mujeres más ricas del mundo sorprendió a Perillán cogiéndolo del brazo.

—Bueno, Perillán —le dijo—, quería hablar contigo sobre la lectura. Dice Solomon que pocas veces haces el menor esfuerzo por leer y que a duras penas eres capaz de plasmar en el papel algo que se aproxime a tu nombre. ¡No es suficiente ni de lejos, joven! Una persona de tu categoría no puede ser analfabeta. Te sugeriría que ocuparas plaza en una de mis escuelas harapientas, pero sospecho que ibas a considerarte demasiado mayor para hacerlo, por lo que en lugar de ello, para poder empezar a inculcarte el amor por las palabras y su utilidad, debes prometerme que mañana por la noche nos acompañarás a la joven Simplicity y a mí al teatro, a ver la nueva producción del Julio César de William Shakespeare. —Irguió la espalda antes de añadir—: El señor Cohen puede venir también, si es tan amable de aceptar. Debe usted medrar, don Perillán, pues ningún hombre tendría que echar la vida por la borda vagando por las alcantarillas cuando puede navegar por las aguas de la literatura y el teatro. ¡Medre, don Perillán, medre! El pastel ya lo tiene, ¡así que a por la guinda! —Calló al ver la expresión de Perillán—. Estás mirándome con la boca abierta —dijo al cabo—. ¿He dicho algo que puedas no haber entendido?

Perillán titubeó, pero no durante mucho tiempo.

—Sí, señorita. Estoy bastante ocupado, pero me gustaría ir a esa obra, y he visto pasteles con guindas en algún horno, pero por muchas vueltas que le dé no entiendo qué tienen que ver con nada.

—Un día, Perillán, tendrías que preguntar a Solomon qué es una metáfora.

—Quiero preguntarle a usted otra cosa, señorita, por favor —dijo Perillán—. ¿Cómo puede estar segura de que a Simplicity no le pasará nada en el teatro? Son sitios muy grandes y con mucha gente dentro.

Angela sonrió.

—A veces el mejor lugar para esconder algo es justo donde a nadie se le ocurriría buscar. Pero si lo hicieran, Perillán, ¿no crees que eso nos acercaría a la feliz resolución de todo este asunto? Simplicity no correrá ningún peligro: dispongo de los medios para garantizar que nadie nos moleste mientras disfrutamos de la velada, te lo aseguro. Mis lacayos tienen lo que podríamos llamar talentos ocultos. Pero en la excursión que te propongo podríamos ganar algo más que una tarde entretenida.

Angela dirigió a Perillán con delicadeza hasta otra sala muy bien amueblada donde abundaban las butacas cómodas y, a grandes rasgos, también todo lo demás. En el desván donde vivían Solomon y Perillán no había nada que no fuese práctico. El anciano tenía su mesa de trabajo y una cama muy estrecha, y tras la cortina Perillán tenía un colchón fino y varias mantas, y si hacía frío en invierno a veces también a Onán; podía oler bastante mal, pero Onán tenía la cortesía de no sacar el tema a relucir. En cambio, aquella sala estaba repleta de… ¡bueno, de cosas! Cosas que, hasta donde alcanzaba el entendimiento de Perillán, solo estaban allí para que las vieran, o quizá eran cosas diseñadas para que les pusieran otras cosas encima o dentro. También había grandes ramos de flores en enormes jarrones, que hacían que la estancia recordara a Covent Garden. Perillán se preguntó para qué necesitaba la gente todos esos objetos, cuando él podía cargar todas sus posesiones en un saco bastante pequeño, excepto el colchón enrollado. Parecía ser algo que ocurría cuando se era rico, igual que en casa de los Mayhew pero más exagerado.

Apartó aquellas consideraciones de su mente para dejar espacio a su plan. Era un buen plan, brillante incluso, y había acabado tomando forma porque el señor Disraeli había intentado burlarse de él. Llevaba toda la velada componiéndolo, intentando distinguir qué partes serían sencillas (como los bombachos) y en cuáles de ellas tendría que confiar en la suerte… y en la Dama, por supuesto.

El día siguiente iba a rebosar de cosas que hacer.

Estaba intentando localizar a Solomon cuando otra persona le dio unos golpecitos en el hombro y dijo, en voz muy educada:

—Lamento mucho interrumpirlo, pero he oído que suele frecuentar usted el sistema de alcantarillado.

El curioso a quien nadie había dado vela en aquel entierro era un hombre joven, unos diez años mayor que Perillán y con los principios de un bigote muy curvado, a la moda actual; la forma en que había abordado a Perillán le hizo sospechar que podía tratarse de un aficionado a los desagües. Era un caballero que quería hablar de alcantarillas, de modo que Perillán debía mostrarle educación y no le quedó más remedio que componer una sonrisa antes de responder.

—No soy ningún experto, señor, pero ya que me pregunta, soy alcantarillero y creo que he bajado por todos los desagües que puedan encontrarse en la Milla Cuadrada, y en algunos otros de fuera. ¿Y usted, señor, es…? —Sonrió para que su interlocutor no se ofendiera.

—Ay, madre, qué modales los míos. Bazalgette, Joseph Bazalgette. Aquí tiene mi tarjeta, caballero. Permítame decirle que, si tiene en mente hacer una excursión a las cloacas, estaría más que encantado de poder acompañarlo. ¡De hecho, sería un honor!

Perillán dio vueltas y más vueltas a la tarjeta con los dedos y se rindió.

—Estaba planeando una… expedición con el señor Disraeli y el señor Dickens, para pasado mañana, creo. Quizá podría venir uno más…

En realidad, pensó, podía encajar muy bien en sus planes, sobre todo si alguno de los mencionados caballeros cambiaba de opinión o tenía un «compromiso de última hora», como creía que lo llamaban.

El señor Bazalgette sonreía de oreja a oreja, encantado. Sí, desde luego era todo un aficionado. Un hombre al que le gustaban los números, los engranajes y la maquinaria, y posiblemente también las alcantarillas. Perillán pensó que el señor Bazalgette bien podía ser un regalo de la Dama.

—Seguro que ya sabrá —farfulló Bazalgette, como si le hubiera leído los pensamientos—, aunque tal vez no, que los primeros que emprendieron la obra de construir estas alcantarillas fueron los romanos. De hecho, creían en una diosa de las alcantarillas, que creo que se conoce como «la Dama» y a la que pusieron nombre: Cloacina. Tal vez le interese a usted saber que, no hace tanto tiempo, un caballero inglés llamado Matthews siguió el ejemplo de los romanos y le escribió un poema con el que imploraba su ayuda para… ¿Cómo expresarlo? Para regular sus funciones corporales, que el poema sugiere que le provocaban grandes suplicios matutinos.

Por lo que había oído Perillán, los romanos eran unos tipos listos que habían construido más cosas además de las alcantarillas, como carreteras. Pero, de golpe y porrazo, resultaba que también habían adorado a la Dama. Según Solomon aquellos romanos eran rudos, duros y despiadados con quienes se les oponían… y habían creído en la Dama. Por su parte, Perillán había rezado a la Dama por si acaso, pero nunca lo había hecho con… bueno, convicción, sino más bien como creyendo a medias. Y, cosas de la vida, todos aquellos grandes guerreros de la antigüedad se habían arrodillado ante ella para que les hiciera un poco más pastosos los ricardos. No podía haber mejor aval. Más que nunca, aunque debía reconocer que tras dar algunos rodeos, Perillán era un creyente.

El señor Bazalgette estaba carraspeando.

—¿Se encuentra bien, don Perillán? —preguntó—. Lleva un rato como un poco ido.

Perillán volvió a la realidad en un santiamén, sonrió al hombre y dijo:

—Todo va bien, señor.

Entonces cayó una mano sobre su hombro.

—Disculpe, señor Bazalgette —dijo Charlie con voz animada—, pero he pensado que debía recordar a nuestro amigo esa excursión a las alcantarillas. Y también a Benjamin, porque a sus amigos nos encantaría ver qué opina tan elegante caballero de la experiencia subterránea, sobre todo si resbala en ella, aunque por supuesto espero con toda sinceridad que no se dé el caso. Me pregunto qué zapatos se pondrá.

Charlie sonreía, con un matiz de divertida malicia en opinión de Perillán. No había mala intención como tal, sino tal vez la malicia con la que se dice a un amigote que últimamente está dándose demasiados aires. Perillán habría podido apostar a que Charlie quería sugerir que el periplo bajo tierra podría ser muy entretenido, a la par que instructivo.

Mientras los invitados daban vueltas para despedirse entre ellos, Perillán dijo a Charlie:

—Supongo que todos ustedes serán hombres muy ocupados, así que para la excursión podríamos quedar en El León, en Seven Dials. No hay mucho camino hasta donde empezaremos y pueden decirle al gruñón que los espere allí. Era pasado mañana, ¿verdad? ¿Qué tal a las siete en punto? El sol estará bajo y les sorprenderá lo lejos que llega la luz en las alcantarillas, como si intentara llenarlas. —Y añadió—: No se ofendan caballeros, pero si los llevo allí abajo y a alguno de ustedes le pasa algo malo, me amargaría el día y a ustedes también. Así que daré una vuelta por allí abajo un poco antes, para que no haya problemas, que nunca se sabe. Así que si no está el horno para bollos les daré el toque para avisar de que lo retrasamos.

Charlie sonrió, exultante.

—Unas precauciones de lo más sensatas, Perillán. ¡Qué pena que Henry no pueda venir! Pero yo, por mi parte, ardo en deseos de unirme a esta pequeña odisea. ¿Qué me dice de usted, señor Bazalgette?

Los ojos del ingeniero soltaban chispas.

—Me llevaré el teodolito, mis botas más impermeables, los pantalones más prescindibles y, teniendo en cuenta que no sé nada de las cloacas, no creo que vengan mal unos buenos bombachos de cuero. Muchísimas gracias por todo esto, joven. Tengo muchas ganas de volver a verlo pasado mañana. Y a ser posible, de conocer a su Dama.

Mientras Bazalgette salía a la calle a buscar su carruaje, Charlie se volvió hacia Perillán y, sin dejar traslucir nada en sus rasgos, preguntó:

—¿De qué dama estaba hablando, por favor?

Perillán se apresuró a aclarárselo.

—Le estaba hablando de la Dama, de nuestra Dama de las Alcantarillas, señor, y como alargue la mano hacia su cuaderno ahora mismo, creo que podría arrancarle los dedos, señor, porque estas cosas no deberían saberse, señor.

—¿Me estás diciendo, Perillán, que de verdad crees que hay una especie de diosa en las alcantarillas?

—No, señor, una diosa no, no para los de mi oficio —respondió Perillán—. Los dioses y las diosas son para los que van a la iglesia, señor, y se ríen de los que son como nosotros, pero ella no se ríe. Con ella no hay salvación, señor, porque no hay nada de lo que salvarse. Pero yo digo que si te llevas bien con ella, un día podría enseñarte algo de gran valor. Todo el mundo ha de creer en algo; no hace falta más. Por eso, por lo que le estoy diciendo, decidí rescatar a Simplicity, ¿sabe? O sea, ¿cómo pude oír los chillidos con la ruidera que hacía la tormenta? Pues los oí. Y por eso tengo que pensar que me han llevado a un viaje y no sé dónde están todas las paradas, y sé que hay gente muy por encima de mí que preferiría ver a Simplicity prisionera en alguna casa desolada y lejana, para que no les dé problemas. No voy a tolerarlo, señor, sean quienes sean. ¡He dicho que no quiero que apunte nada!

La rápida exclamación hizo que Charlie apartara el lápiz del cuaderno y, aturullado, dijera:

—Mis disculpas, don Perillán. Mi propósito de anotar una idea no tenía nada que ver con la señorita Simplicity, se lo aseguro.

Perillán se sobresaltó cuando Angela se acercó a ellos.

—Los tiempos cambian, Perillán. Una reina joven en el trono y un nuevo mundo lleno de posibilidades. Tu mundo, en caso de que así lo quieras. —Se inclinó hacia él y siguió en susurros—: Sé que sir Robert ha hablado contigo y sé por qué. Hay engranajes dentro de los engranajes. Ten cuidado de que no te aplasten al encajar. Admiro a los hombres que se valen por sí mismos y están dispuestos a cambiar un poco el mundo, y a veces, como ya sabes, me gusta echarles una mano. Y Perillán, al igual que tú no puedo soportar a los abusones. No me gustan los hombres que pisotean a otros. —Hizo una pausa para entregarle un trocito de papel—. Una cosa que me ha dicho mi querido amigo sir Robert me lleva a pensar que podría interesarte mucho este lugar.

Perillán miró el papelito, avergonzado.

—Disculpe, señorita —dijo—. ¿Esto es la dirección de una escuela harapienta de las suyas?

Vio cómo se fruncía el ceño de la mujer hasta darle una apariencia bastante feroz.

—No exactamente, don Perillán. Es donde creo que tal vez quiera enseñar usted una lección a alguien. Pero, por favor, no dude en avisarme si me necesita.

Y fue entonces cuando Solomon se avecinó a él como una revelación, una revelación rosada y un poco más rellena de lo que recordaba Perillán.

—¿Te has despedido y has dado las gracias? Ve a decir adiós a la señorita Simplicity y luego tendremos que irnos. Onán estará gimoteando ya.

Perillán dio media vuelta y allí estaba Simplicity, que simplemente dijo:

—Me ha gustado mucho volver a verte, mi héroe, y tengo ganas de que vayamos juntos al teatro mañana, de verdad que sí.

Mientras él y Solomon se marchaban, Simplicity, de pie junto a su nueva anfitriona en el umbral, le lanzó un beso que dejó a Perillán flotando en las nubes.