Perillán se engalana y Solomon se desvela
Solomon había esperado despierto a Perillán. No había estado entre el público del vecindario porque el desván no tenía habitaciones con ventana a la calle. Sus ventanas daban a la fachada lateral de unos almacenes, que Solomon consideraba un paisaje muy superior a la clase de vistas que podía ofrecer la calle en sí. Cruzaron unas pocas palabras en la oscuridad antes de que Perillán se dejara caer en su colchón y apagara la última vela.
Mientras se acurrucaba bajo la manta con la satisfacción de un día bien aprovechado, Perillán vio desfilar sus propios pensamientos ante sus ojos. Pues claro que el mundo giraba: ¿cómo podía haber tantos cambios si no? ¿Cuánto tiempo hacía desde que había oído un grito y había saltado de una alcantarilla espumeante? ¿Cuántos días eran? Los contó. Tres días. ¡Tres días! Era como si el mundo se moviera demasiado rápido, burlándose de Perillán para ver si podía seguirle el ritmo. Bueno, pues iba a perseguir al mundo, a aceptar lo que llegara y a lidiar con ello. Al día siguiente asistiría a una cena maravillosa en un lugar donde a ciencia cierta estaría Simplicity, y mientras el cansancio se acumulaba le pareció que lo importante de todo aquello eran las apariencias, y él estaba aprendiendo a aparentar. Aparentar ser un héroe, aparentar ser un joven despierto, aparentar ser digno de confianza. Daba la sensación de que estaba convenciendo a todo el mundo, y lo más desconcertante es que el truco también funcionaba con él, obligándolo a seguir adelante a modo de motor oculto. Y con esa extraña deducción dándole vueltas en la cabeza, se quedó dormido.
Por la mañana, el encargado de sostener la puerta del Banco Coutts para que entraran los clientes se encontró frente a un anciano caballero judío vestido con una gabardina harapienta, cuyos ojos brillaban de fervor mercantil. La aparición lo hizo a un lado para entrar, seguida por un joven con un traje que no era de su talla y por un perro apestoso. Algunos de los otros clientes mascullaron comentarios sobre que dejaran entrar a los pobres en aquel lugar, hasta que resultó, después de que hasta la última moneda de valor superior a seis peniques estuviera embolsada y las bolsas firmadas, que se trataba de unos pobres con mucho dinero.
Tras recoger un recibo y una cartilla bancaria para estrenar, el grupito se marchó tan deprisa como había entrado y el mar Rojo volvió a cerrar sus aguas, los planetas regresaron bamboleándose a sus órbitas correctas, los primogénitos pudieron volver a jugar tranquilos y el mundo recobró la cordura. Salvo la parte de él que ahora contenía a uno de los socios principales del señor Coutts, que empezó a caer en la cuenta de que, de algún modo, había aceptado una tasa de interés que ofrecían en muy contadas ocasiones pero que había considerado favorable si con ella lograba hacer salir a Solomon del edificio antes de que él echara fuera a los prestamistas. La idea, por supuesto, era absurda e infundada en todos los aspectos, pero de todos modos Solomon era un artista del regateo y solía dejar a sus adversarios algo aturdidos.
Cuando salieron del banco, Perillán recordó a Solomon, un poco a regañadientes, que tenía que ir a las oficinas de la revista Punch para que no sé qué artista le hiciera un retrato y lo publicara en portada.
El señor Tenniel resultó ser un joven poco mayor que Perillán, de pelo castaño tirando a rojizo. Perillán tomó asiento delante de él y le dio conversación mientras el artista dibujaba. Dejarse retratar por el señor Tenniel no era tan difícil y, según dijo Solomon, era mucho menos difícil que dejarse retractar al estilo de Galileo. Por lo visto era un chiste de los suyos, que no explicó a Perillán.
En realidad quizá sería más correcto decir que el proceso no era difícil pero a veces sí preocupante, pensó Perillán, porque el señor Tenniel garabateaba y garabateaba y luego de pronto lanzaba una mirada hacia Perillán que lo atravesaba como a una mariposa y al momento se esfumaba, mientras el dibujante volvía a sus garabatos. Con el artista inclinado detrás de su obra, Perillán solo alcanzaba a ver la punta de su cabeza y a Solomon sentado tomando café y leyendo el ejemplar de Punch que le habían regalado.
Perillán se sorprendió al constatar que los retratos no tardaban mucho tiempo en hacerse, y por fin Tenniel hizo unos repentinos ajustes de última hora a la ilustración del caballete y lo giró hacia Perillán con una sonrisa.
—Estoy bastante satisfecho con este, don… ¿Puedo llamarle Perillán? Creo que he captado bien su esencia, pero, claro, el periódico siempre está un poco abarrotado, y además me encargarán que añada algunos detalles para dar al público una idea de lo que ocurrió en el establecimiento de don Sweeney Todd. También tendré que dibujar al señor Todd, ya saben… El público requiere tanto al héroe como al villano.
Perillán tragó saliva.
—Pero el señor Todd no era un villano de verdad, señor… —empezó a decir.
Tenniel lo interrumpió con un movimiento del pincel.
—He oído que la batalla de Talavera fue una carnicería horrorosa. Dicen que Wellington se limitó a enviar hombres y más hombres como un desenfrenado hacia las fauces de los cañones, lo que costó muchas vidas. Solo nos queda esperar que sus muertes merecieran la pena, si es que tal cosa es posible. —Estrechó la mano de Perillán y siguió diciendo—: El señor Dickens me ha explicado la verdad de lo ocurrido en Fleet Street, ¿y verdad que es pasmoso que la percepción pública de lo que es cierto últimamente siempre se decante hacia lo macabro? Se diría que no hay nada que guste más al hombre de la calle que un asesinato pantoso. —Calló un momento antes de añadir—: ¿Ocurre algo, don Perillán?
Con la misma frecuencia con que Tenniel había escudriñado a Perillán, Perillán a su vez lo había escudriñado a él. Lo que había visto no era tanto lo que estaba presente como, en un momento concreto, algo que no acababa de encajar del todo. Le costó un poco encontrarlo de nuevo y buscar las palabras.
Avergonzado por verse sorprendido mirando fijamente, decidió confesar sin ambages.
—Creo que le pasa algo en el ojo izquierdo, ¿verdad, señor Tenniel? ¿No le afecta mucho en su profesión?
La cara del artista se petrificó, para enseguida fundirse de nuevo con una sonrisa torcida.
—La cicatriz es tan pequeña que me parece que es usted el primero que se fija en ella. En realidad, fue un accidente trivial cuando era niño.
Perillán observó el rostro sonriente y pensó: «No tan trivial, me parece a mí». El señor Tenniel siguió hablando.
—¡Charlie llevaba razón en lo que dijo de usted el otro día!
—¿Ah? Mmm, ¿y qué dijo Charlie de mi amigo Perillán el otro día, si es tan amable, señor? —preguntó Solomon con voz retumbante, mientras se levantaba y guardaba la revista en las profundidades de su gabardina—. Me gustaría mucho saberlo.
Sonreía, por supuesto, pero su elección de palabras transmitía rotundidad. Sin duda Tenniel la había captado, dado que se sonrojó antes de responder.
—Ya que me he ido de la lengua, señor, poco puedo hacer aparte de decir la verdad. ¿Sería posible que el señor Dickens no se enterara de mi desliz, por favor? Lo que dijo fue: «Ese don Perillán es tan avispado que un día su nombre se conocerá en todos los continentes, posiblemente como benefactor de la humanidad, ¡pero también muy posiblemente como el sinvergüenza más encantador al que se haya ahorcado nunca!».
El señor Tenniel dio un paso atrás, atónito, cuando Solomon estalló en carcajadas.
—Bueno, al menos el señor Dickens sabe juzgar muy bien el carácter de las personas, y que un hombre como él se ande con tan pocos rodeos es admirable. Pero si hablara usted con él antes que yo, dígale por favor que Solomon Cohen está poniendo todo su empeño en que prevalezca la primera alternativa. Muchas gracias por su tiempo, señor, pero ahora tendrá que disculparnos, pues debo llevarme al joven rufián a un lugar de donde saldrá más limpio que en toda su vida, porque esta noche tenemos una cena muy importante en el West End. Que tenga buenos días, caballero, y muchas gracias, pero de verdad debemos marcharnos.
»No podemos entretenernos, Perillán —dijo Solomon cuando la puerta se cerró tras ellos—. ¿Sabes lo mucho que me apasionan los baños? Bueno, pues hoy vamos a darnos un baño turco completo.
Aquello era nuevo para Perillán, pero la sabiduría de Solomon y su insistencia en mantener una higiene básica lo habían mantenido con vida hasta la fecha, por lo que le habría sido casi inconcebible frustrar los planes de su amigo en esa ocasión; además, no se atrevía a discutir por miedo a que el inquebrantable fervor de Solomon lo impulsara a llevar hasta allí a Perillán agarrado de la oreja. La conformidad era preferible a convertirse en el hazmerreír de todas las barriadas y baños públicos, así que puso buena cara y salió con el anciano a una llovizna a la que le había entrado humo en el ojo, para recoger a Onán de la farola a la que lo habían atado con la certeza de que nadie querría robarlo ni en mil años.
Perillán se animó un poco cuando dio unas pocas vueltas en la cabeza a la palabra «turco». Alguien, tal vez Ginny la Nueva —una chica muy maja con una risa que hacía salir los colores, con la que Perillán había estado bastante unido hacía un tiempo—, le había hablado de Turquía. Le había llenado la mente con excitantes imágenes de bailarinas y de chicas con la piel de color marrón claro y ropa vaporosa. Por lo visto, te daban un masaje y te embadurnaban de un aceite que ella llamaba «ungulado», que sonaba muy exótico, aunque a decir verdad cualquier cosa que dijera Ginny la Nueva podía sonar exótica. Cuando se lo había mencionado a Solomon, bastante tiempo antes, siendo Perillán mucho más joven y todavía un poco ingenuo, el hombre había dicho:
—Me extrañaría bastante. No he viajado mucho por los países del levante pero, hagan lo que hagan con sus cabras, estoy convencido de que no se las frotan por todo el cuerpo. Las cabras nunca se han distinguido por la fragancia de su aroma. Sospecho que te refieres a «ungüentos», que son perfumes destilados a partir de aceites aromáticos. ¿Por qué quieres saberlo?
—Ah, en realidad por nada —había respondido un Perillán más joven—. Es que me han dicho la palabra por ahí.
Sin embargo, años más tarde, no había forma de evitar que la palabra «turco» evocara ensoñaciones orientales, y Perillán recorrió con bastante optimismo las calles que llevaban a los baños turcos de Commercial Road.
Había baños públicos por toda la ciudad, claro, y hasta los más pobres los utilizaban porque, como había explicado una anciana a Perillán, «a veces hay que quitar los terrones de mugre aunque sea con rasqueta». Los baños solían funcionar igual que el resto del mundo, en el aspecto de que cuanto más se pagara más probable era tener el agua caliente y limpia, que podía llegar a ser hasta transparente antes de que se mezclara el jabón. Perillán sabía que, en algunos de esos lugares, el agua en la que se habían bañado los ricos iba luego a los baños frecuentados por las llamadas clases medias, y después viajaba al gran lavadero de los pobres, donde al menos llegaba ya enjabonada y suponía un ahorro, si se miraba con optimismo. Aunque uno nunca fuera a sentarse a la mesa con alcaldes, caballeros ni barones, al menos podía compartir el baño con ellos y sentirse orgulloso de ser londinense.
La llovizna había arreciado un poco hasta ser lluvia de pleno derecho, una lluvia que no podía negarse que fuese lluvia de Londres, sucia ya antes de llegar al suelo, al que devolvía lo que las chimeneas se habían llevado. Tenía el mismo sabor que cuando se chupaba un penique sucio.
Unos pocos escalones llevaban a la puerta del baño público, aunque no había mucho más que hablara en su favor; desde luego, no tenía ninguna pinta de ser un paraíso de nubias núbiles. Sin embargo, al entrar los recibió una mujer, lo que subió un poco el ánimo a Perillán, aunque el hecho de que resultara ser bastante mayor y tuviera un poco de bigote volvió a bajárselo. Hubo una conversación bisbiseada entre ella y Solomon. El anciano era capaz de regatear hasta el precio de un penique, pero al parecer encontró la horma de su zapato en la mujer, cuya expresión daba a entender que el precio era el famoso «lo tomas o lo dejas» y que a ella, por su parte, le encantaría que Sol lo dejara tan lejos como fuese posible.
Solomon no solía ver frustrada su determinación de regatear el precio más bajo por todo, y Perillán escuchó cómo murmuraba la palabra «Jezabel» entre dientes justo antes de pagar por lo que resultaron ser las llaves de dos taquillas. Perillán había estado muchas veces en baños públicos normales, por supuesto, pero confiaba en que aquel tuviese un poco más de aventura. Tenía la mente bastante abierta a la perspectiva de que lo untaran de aceite.
Y así, con solo unas grandes toallas enrolladas a la cintura y sus pies descalzos pisando el mármol, Solomon y Perillán salieron a una estancia inmensa con el mismo aspecto que tendría el infierno si lo hubiera diseñado alguien que quisiera conceder a la gente una segunda oportunidad. Estaba lleno de los extraños ecos que se obtienen al reunir vapor, piedra y humanidad en un mismo lugar. Para decepción de Perillán, no había ni rastro de sus anheladas mujeres de ropa vaporosa, sino unas siluetas oscuras —siluetas masculinas— visibles por todas partes entre la penumbra humeante. Al llegar, Solomon puso una mano en el hombro de Perillán y le dijo al oído:
—Ve con cuidado con los Percys. A buen entendedor…
Perillán pensó que no debía de ser muy buen entendedor hasta que cayó en lo que le estaba diciendo Solomon, y mientras se metían en el baño más cercano dijo:
—No son los primeros baños a los que entro, ya lo sabes, pero creo que sí son los más bonitos. Los Percys no me han molestado nunca.
—Parece que Dios la tiene tomada con ellos —comentó Solomon mientras el agua caliente les cubría las piernas—. Yo no le veo motivo, porque en realidad opino que están haciendo al planeta un favor, por pequeño que sea, al no ayudar a llenarlo de personas innecesarias.
Aquellos baños públicos no consistían en una sola piscina: había sudaderos, baños fríos, baños calientes y, en aquel momento, sentado al borde para meterse en el mismo baño que ellos, un caballero envuelto en toallas cuyos bíceps eran más gruesos que los muslos de la mayoría. El hombre les dijo con voz cavernosa:
—¿Alguno de ustedes, caballeros, necesita un masaje? Muy bien dado, muy concienzudo. Notarán que les hace bien y después se sentirán de maravilla. ¿Hace?
Perillán miró a Solomon, que asintió con la cabeza y dijo:
—Deberías probarlo, ya lo creo que sí. En este sitio suelen ser bastante bruscos, pero luego te notarás brillar. —Volvió a asentir en dirección al hombre y añadió—: Yo también me daré un masaje junto con mi joven amigo, y así podremos hablar y relajarnos.
Al terminar Perillán no consideraría que el masaje había sido muy relajante, a no ser que contara la agradable sensación de que terminara, pero mientras los dos masajistas retorcían y golpeaban los cuerpos de sus víctimas/clientes sin más interés en ellos, confió todos sus pensamientos a Solomon, puntuados por algún «au» de vez en cuando.
—Me alegro de que Simplicity esté a salvo donde está —dijo—, pero correrá peligro cada vez que salga a dar un paseo y, por lo que he visto, no hay nadie del gobierno que quiera hacer algo para ayudarla. ¡Uf!
—Mmm —respondió Solomon—. Eso es porque, mmm, el gobierno acostumbra a pensar en todo el pueblo y no se le dan muy bien los individuos sueltos, y sin duda habrá en el país quien opine que devolverla contra su voluntad podría evitar discordias entre dos estados. Y de hecho, aunque me resisto a decirlo, sería un acto de buen cristiano, ya que a fin de cuentas es una esposa a los ojos de Dios… Aunque Dios, Perillán, a veces parece mirar hacia otro lado, como le he recriminado en muchas ocasiones. Los deseos del marido, mmm, se consideran siempre más importantes que los de la esposa.
—El hombre de anoche trabajaba para un tipo llamado Bob el Filos, que está… ¡Au! Que está interesado en Simplicity y en mí —dijo Perillán entre golpes—. Quiere saber dónde está, así que seguro que le va dinero en ello. ¿Sabes algo de él? A mí me suena haber oído por ahí que es un caballero bastante legal.
—Bob el Filos —musitó Solomon—. Mmm, creo que sí que he oído hablar de él. Y en efecto, es abogado, podría decirse que de los criminales. No me refiero a que saque a los criminales de sus apuros con la ley, aunque también, sino a que es más como una especie de, mmm, intermediario, podría decirse. Alguien va a verlo y le comenta, por ejemplo: «Hay cierto caballero en la ciudad al que me gustaría que se le causara alguna molestia». Nadie dice nada de matar ni de cortar orejas, porque esas cosas se transmiten con la mirada, o tocándose la nariz, o con señales por el estilo, y así después Bob el Filos puede decir que no sabe nada de por qué el comedor de casa de alguien está lleno de sangre. —Solomon suspiró—. ¿Y dices que sus hombres fueron los que atacaron a Simplicity?
—Sí, y ahora tengo que buscarlo —dijo Perillán—. Lo haré cuando acabemos con el asunto de esta noche. Tendría que haber obligado al fulano de anoche a decirme dónde está escondido Bob el Filos, pero estaba… ¡Au! Dándole patadas en la entrepierna y luego se me fue de la cabeza. Además puede que le hubiera dado un buen puñetazo en la napia antes y la tenía hecha un cisco, así que solo le salían gruñidos.
—Espero que aprendas la lección —replicó Solomon—. La violencia no siempre es la forma de resolver las cosas.
—¡Solomon, tienes un pimentero de seis cañones en casa! —exclamó Perillán.
—Mmm, ya he dicho que no siempre.
—Bueno, pues si sabes dónde podría estar, dímelo, porque mañana voy a ir a por él de todas formas —dijo Perillán—. A lo mejor cree que alguien se alegraría si le dijeran que Simplicity está muerta, no porque la odie sino porque… ¡Ouf! Porque le molesta para algo.
Hubo un «mmm» muy largo procedente de Solomon, que al principio Perillán atribuyó a una maniobra especial del masajista, pero entonces el anciano dijo en voz baja:
—Caramba, Perillán, acabas de resolver tu pequeño dilema. Basta con que les digan que Simplicity está, mmm, muerta. Nadie da caza a los difuntos. Mmm, es solo una idea que se me ha pasado por la cabeza, claro. No hay por qué tomársela en serio.
Perillán miró la expresión del rostro de Sol y vio que le brillaban los ojos.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero, Perillán, a que eres un joven con muchos recursos, y acabo de darte algo en lo que pensar. Sugiero que pienses en ello. Piensa en que la gente ve lo que quiere ver.
Un puño cayó sobre la espalda de Perillán como un meteorito, pero él apenas lo notó mientras su cerebro estallaba en un repentino fragor y se ponía a trabajar al instante. Volvió a mirar a Solomon y asintió, con un brillo propio en los ojos.
Entonces Solomon se alzó como una ballena y le dio unos golpecitos en el brazo.
—Es hora de marcharnos, joven. Lo creas o no, es posible estar demasiado limpio.
Cuando se hubieron secado y llegaron al guardarropa, Solomon dijo:
—Deberíamos quedarnos aquí un rato sentados tomando una bebida; si sales a la calle justo después de un masaje tonificante puedes pillar alguna fiebre. Después de eso, amigo mío, tengo intención de darte a conocer Savile Row, donde van todos los hombres de postín a vestirse. No tenemos mucho tiempo, pero anoche envié a un chaval a avisar a mi amigo Izzy, que te echará una mano. Su tienda no es de baratillo, pero estoy seguro de que hará descuento a un buen amigo que, por cierto, cargó con él hasta un lugar seguro cuando le dispararon los cosacos. Más le vale. Tuve que correr con él a cuestas más de una milla hasta que los dejamos atrás en la nieve, y para colmo ninguno de nosotros tres llevábamos botas porque nos habían despertado de noche. Después de aquello nos separamos, pero siempre recordaré al joven Karl… ¿No te he hablado ya de él? Diciéndome que todos los hombres son iguales pero están oprimidos, aunque a veces opriman ellos lo suyo también. Ahora que recuerdo, decía muchas cosas más. Tenía el peor peinado que he visto en la vida, y esos ojos encendidos… Me recordaba a un lobo hambriento.
Perillán no lo estaba escuchando.
—¡Savile Row está en el West End! —exclamó, como quien habla de los confines de la Tierra—. ¿De verdad me hace falta ropa de estirado? El señor Disraeli y sus amigos, bueno, ya saben lo que soy, ¿no?
—Mmm, ah, ¿y qué eres, mmm, exactamente, amigo mío? ¿Su subordinado, su empleado? ¿O, como sugeriría yo, su igual? Es lo que sin duda habría dicho el joven Karl, y posiblemente aún lo diga. A no ser que ya no esté vivo. —Perillán miró desconcertado a Solomon, que se apresuró a aclararlo—: Mmm, que yo sepa, si vas por ahí diciendo a la gente que está oprimida, sueles ganarte dos enemigos distintos, los que se dedican a oprimir y no tienen intención de parar y además los que están oprimidos y, como la gente es como es, no quieren saberlo. Pueden ponerse bastante cerriles.
Intrigado, Perillán preguntó:
—¿Yo estoy oprimido?
—¿Tú? No de ningún modo que puedas percibir, amigo mío, ni tampoco oprimes a los demás, que es un buen estado en el que hallarse, pero yo en tu lugar no pensaría demasiado en política, que solo trae enfermedades. El caso es que sin duda alguna, si no todas, buena parte de las personas que conocerás esta noche van a ser más ricas que tú, pero por lo que he oído de la anfitriona puedo inferir que no pensarán que eso los vuelva mucho mejores. El dinero hace rica a la gente, pero es una falacia dar por hecho que los hace mejores, e incluso que los hace peores. Un individuo es lo que hace, y lo que deja atrás. —Solomon apuró su café y añadió—: Como está muy lejos y me duelen los pies, cogeremos un gruñón y nos comportaremos como los caballeros que somos.
—¡Pero cuestan mucho dinero!
—¿Y? ¿Vas a hacerme andar todo el camino, con lo que llueve? ¿Qué eres, Perillán? Eres un rey del espacio infinito, suponiendo que ese espacio esté bajo tierra. Eres un hombre que se gana la vida recogiendo dinero, y creo que el buen ojo que tienes para ello te convierte en una especie de niño eterno. La vida es diversión sin responsabilidad, pero ahora estás aceptando responsabilidades. Tienes dinero, Perillán, como demuestra esa libreta bancaria recién estrenada. Y esperas tener una joven dama, mmm, ¿me equivoco? Te conviene, porque las responsabilidades son el yunque en el que se forja un hombre.
Tan pronto como salieron de los baños Solomon tuvo que rescatar a una anciana que había hecho una simple caricia a Onán. La ayudó a limpiarse y, cuando tanto su vestido como el pañuelo de Solomon estuvieron más presentables, llamó a un gruñón, que se detuvo sin que el cochero lo pretendiese siquiera, con los cascos del caballo haciendo saltar chispas de los adoquines.
Cuando estuvieron resguardados entre los cojines del carruaje, con la pegajosa lluvia de Londres cayendo fuera de las ventanillas, Solomon se reclinó y dijo:
—Nunca he entendido por qué estos caballeros se muestran tan hostiles con su clientela. Cualquiera habría dicho que conducir un gruñón es trabajo para alguien a quien le guste la gente, ¿no te parece?
Fuera caía un chaparrón y el cielo era del color de una ciruela macada. No era un día nada conveniente para bajar a la alcantarilla, pero la noche podía serlo, si con un poco de suerte Perillán podía escapar después de la cena al lugar donde pertenecía, al subsuelo… Aunque la reciente arenga de Solomon hizo que corrigiese el pensamiento a «el lugar donde a veces elijo estar».
Sintió que tendría que estar en él, porque de nuevo empezaba a notarse inseguro. Seguía siendo Perillán, por supuesto, pero ¿qué Perillán? Porque desde luego no era el Perillán que había sido una semana antes. Y pensó: «Si la gente cambia de esta forma, ¿cómo se puede estar seguro de lo que se consigue y lo que se pierde? Porque a ver, últimamente subir a un gruñón es fácil, ahora soy de los que van de un lado a otro en carruaje, no de los que van por la vida con lo puesto, corriendo tras ellos para subir a la parte de atrás y procurar no caerse. Ahora que hasta pago, ¿podría reconocer al chico de antes?».
Parecía que el cielo llevaba intención de descargar una tormenta parecida a la de la noche en que conoció a Simplicity. Delante de ellos, el cochero estaba a la intemperie aguantando lo que le cayera encima, cosa que tal vez tuviera algo que ver con sus gruñidos, y con toda certeza solo el caballo podría seguir orientándose bajo el chaparrón. Daba la impresión de que en el mundo no había nada aparte de la lluvia, que incluso parecía desobedecer las leyes de la naturaleza porque una parte de ella caía hacia arriba, al no haber espacio en ningún otro sitio.
En ese momento Perillán alcanzó a entreoír, por muy poco, el sonido que su subconsciente llevaba días buscando: un quejido de metal maltratado. Estaba por delante de ellos. Se arrojó hacia la pequeña lámina corredera que permitía a los pasajeros del gruñón hablar con el cochero, si es que este quería escucharlos, y la lluvia le salpicó la cara mientras bramaba:
—¡Si alcanza al coche que tenemos delante, el de la rueda que chirría, le daré una corona!
No hubo respuesta, aunque ¿cómo iba a oírla en las calles rebosantes de vapor y agua voladora?, pero aun así de pronto cambió la velocidad del coche de punto mientras un perplejo Solomon exclamaba:
—¡No estoy nada seguro de que llevemos una corona encima!
Perillán no le escuchaba. Los gruñones tenían muchos asideros mediante los que alguien espabilado podía llegar al techo, en ese caso concreto para inmenso fastidio del cochero, que empezó a blasfemar como el diablo y a gritar, haciéndose oír por encima de la tormenta, que ni por el forro iba a dejar que un arribista sifilítico se le subiera al techo del vehículo. Imponiéndose al ruido de la tormenta y a las imprecaciones, Perillán se inclinó hacia abajo y dijo:
—¿Ha oído hablar usted del hombre que tumbó a Sweeney Todd, el Barbero Diabólico? Bueno, compadre, pues soy yo, sí, Perillán. ¿Quiere que sigamos hablando o prefiere que me enfade? —Descendió un poco para poder agarrarse bien mientras hablaba con el hombre—. El dueño del carruaje que tenemos por delante está buscado por intento de asesinato, asalto y agresión. ¡Y supongo que también por secuestrar a una dama y por la muerte de un bebé!
Con el agua cayendo de él en todas las direcciones, el capitán del gruñón gruñó:
—¡Porque tú lo digas!
—¡Porque yo lo diga, sí señor! —exclamó Perillán—. Y si lo encuentro yo antes que los peelers lo pagará más caro, y a propósito de pagar, por supuesto que en todo esto hay una recompensa para usted.
El cochero, que intentaba mantener controlado al caballo con los relámpagos dando fogonazos a su alrededor, lanzó a Perillán una mirada de soslayo en la que combinó rabia, intriga y una dudosa incredulidad.
—Ah, conque tiene más que temer de ti que de los peelers, ¿eh? ¡Ellos llevan unas porras enormes, que me lo digan a mí! —Abrió una boca en la que parecía haber un único diente solitario—. Desde luego, saben dejar claro cuándo van en serio, los muy hideputas. —Escupió, incrementando la tormenta en el equivalente a unas tres gotas de lluvia, para luego mirar compasivo a Perillán y gruñir con otra sonrisa desdentada—. ¿Cómo puedes ser tú peor que los peelers, pequeñín? Me gustaría saberlo.
—¿Yo? Porque los peelers tienen normas. ¡Yo no me ando con chiquitas! Y al contrario que los peelers, ¡cuando estoy repartiendo estopa no tengo que parar!
Pero el gruñón, por su parte, sí había parado. Tuvo que frenar del todo, y su cochero renegó en voz baja.
—Piccadilly Circus, jefe, hecho un atolladero por culpa de la lluvia. Si quieres que te diga la verdad, no sé cuál de estos cabrones es el que buscas, porque la gente se está colando como si no hubiera mañana. No sé por qué no paran de enredar con las carreteras, pero a mí me da que la culpa del atasco es de los cuadriyugos. ¡Tendrían que estar prohibidos dentro de la ciudad! Y hala, venga peatones cruzando como si la calle fuera suya. ¿Es que no tienen dos dedos de frente?
Era verdad. Había gente cruzando entre los vehículos parados, y Piccadilly Circus se había convertido en un flujo de paraguas que daban vueltas entre la creciente hueste de vehículos empapados por la lluvia, ninguno de los cuales podía moverse hasta que lo hicieran los demás. Los caballos estaban empezando a montar en pánico y seguían acumulándose más carruajes, coches de punto y carros cargados de barriles de cerveza. Entonces, en algún lugar del caldero frenético, mojado y masificado de monturas asustadas y peatones confundidos, alguien debió de meter la punta del paraguas por el hocico de un caballo, provocando lo que en siglos anteriores se habría llamado una algarada pero el cochero definió de una forma que no podía transcribirse porque el papel estallaría en llamas de inmediato.
Después de aquello, no hubo nada que hacer. Como dijo el cochero del gruñón:
—Si quieren que salgamos todos de aquí, tienen que sacar un par de carruajes a rastras y luego desarmar el condenado lío que se ha montado.
Y entonces salió el sol, nítido y brillante en el cielo claro y azul, y empeoró las cosas porque todo humano y caballo que no estuviera echando vapor empezó a hacerlo.
Hasta Perillán aceptó que su presa había escapado y era muy difícil que volvieran a encontrarla. Para qué perder el tiempo. Solomon estaba mirándolo desde la ventanilla del vehículo, sosteniendo en alto su aparatoso reloj de bolsillo y señalando la hora con la otra mano. Perillán gimió para sus adentros. Si se daba por vencido, tal vez, solo tal vez, después de que aquel bullicioso desastre terminara por desenredarse (con un poco de suerte sin que estallaran más peleas), podría volver a estar en algún lugar desde donde oyera de nuevo el espantoso chillido de la rueda. Si antes no averiguaba lo que quería saber de don Bob el Filos, por supuesto. Pero en aquel momento era Solomon el que parecía a punto de ponerse a dar chillidos.
Perillán volvió a mirar al cochero, se encogió de hombros y dijo:
—¿Cuánto se debe, amigo?
El hombre sorprendió a Perillán con una sonrisa ladina, unos ademanes que implicaban que el progreso del transporte a caballo en aquellos lares era un cubo lleno de bolitas de oveja y las palabras:
—¿De verdad eres el fulano que paró los pies a Sweeney Todd? A mí me pareces un mentiroso, pero es que a mí me lo parece todo el mundo. En fin, da igual, tú fírmame en este papelito que tengo aquí, mencionando que de verdad fuiste tú el que lo hizo, y estamos en paz, ¿qué te parece? Porque digo yo que un día valdrá dinero.
Bueno, pensó Perillán, allí estaba otra vez la niebla de Charlie: si la verdad no era lo que uno quería, la transformaba en una versión distinta de la verdad. Pero el hombre esperaba con paciencia, sosteniendo un lápiz y un cuaderno. Después de cogerlos y empezar a sudar, Perillán se afanó en escribir, letra por letra: «Fuy yo el que tumbo a Sueeni Tod. Prillan y es la berdad».
Tan pronto como le devolvió los instrumentos al cochero, Solomon lo arrastró hasta el bordillo mientras se esforzaba por abrir un paraguas, un armatoste negro y traicionero que recordó a Perillán a un ave de presa muerta pero aun así inmensa, capaz de sacarle un ojo si se despistaba. Perillán señaló que, al menos en aquel momento, no era necesario… salvo como protección frente a todos los caballos que tenían alrededor, por supuesto, que estaban haciendo lo que los caballos hacen con regularidad pero un poco más porque estaban muy nerviosos.
Siguieron a pie hacia Savile Row. Las travesías tenían más peatones de lo normal por culpa del atasco que, por suerte, habían dejado atrás. Llegaron mojados y acalorados, lo que en ocasiones como aquella podía ser peor que llegar mojados y fríos porque incluía llegar pegajosos y caballunos, a la brillante y pulida puerta de Davies e Hijo, en el número 38 de Savile Row. Dejaron a Onán atado a una farola con un hueso que habían traído para la ocasión, en cuya compañía se volvió ajeno por completo al mundo.
Ya en el interior, Perillán trató de no dejarse impresionar por el mundo del schmatte. Al fin y al cabo, sabía que los ricachones llevaban ropa mucho mejor que la que podía vestir él, pero ver tanta de ella junta habría resultado abrumador si se lo permitiera. Trató de aparentar que casi ni se fijaba en aquellas cosas, como si estuviera acostumbrado a verlas… aunque seguía siendo muy consciente de que su traje de baratillo, limpio pero todavía bastante fragante, tal vez diese a entender que no era precisamente el caso. Pero al final un sastre es un sastre y lo demás son solo adornos.
Al cabo de un tiempo los atendió Izzy, un hombre menudo y flaco pero dotado de una especie de energía nerviosa interna que, en otras circunstancias, podría haber alimentado un molino. Llegó como una flecha y se plantó entre Perillán, Solomon y el hombre que les había abierto la puerta y los había recibido, hablando con tal velocidad y tan pocas pausas que no había más remedio que asumir que Izzy se encargaría de todo, lo tenía todo, no había de qué preocuparse y, si se dejaba hacer a Izzy, no solo todo saldría bien sino que además sería aceptabilísimo hasta el extremo y en toda forma posible, y a un precio que asombraría pero satisfaría a todas las partes… en caso, y esto era importante, de que se permitiera a Izzy que trabajara a gusto, muchísimas gracias a todos. Hizo pasar a Solomon y Perillán a uno de los probadores, sin dejar en ningún momento de corretear inquieto y disculparse con nadie en particular sobre más bien poca cosa.
Una larga cinta métrica de tela cayó sobre los hombros de Perillán mientras lo empujaban con amabilidad pero firmemente hasta el centro de la sala, donde Izzy pasó a trabajar en él con la expresión de un carnicero enfrentado a un cabestro recalcitrante, dándole una vuelta tras otra y midiéndolo con fugaces acometidas de boxeador precavido. Mientras duró el proceso, las únicas palabras que dirigió a Perillán fueron variaciones sobre el tema de «¿Podría girarse hacia aquí, señor?», y señor esto, y señor lo otro, hasta que a Perillán le entró una sed terrible. Tampoco ayudó demasiado que, cuando Izzy dejó de dar saltitos y vueltas en torno a él, al parecer se quedara sin más alternativa que detenerse con la boca en las inmediaciones de la oreja izquierda de Perillán y, en el tono de quien indaga sobre el paradero del Santo Grial, le susurrara:
—¿Cómo viste el señor?
La pregunta cogió desprevenido a Perillán, que nunca se había fijado demasiado en el proceso de ponerse ropa: era algo que se hacía y punto. Pero el menudo sastre se había quedado de pie a su lado como si esperara averiguar dónde había un tesoro escondido, por lo que Perillán hizo un esfuerzo de memoria y respondió:
—Bueno, lo normal es que me ponga los inmencionables del día anterior, si no están muy mal, y luego van las calzas… ¡No, miento! Casi siempre me pongo el justillo y después los calcetines.
En ese momento Solomon cruzó la sala a la velocidad característica de un dios partidario de la destrucción de los impíos, solo para cuchichear algo al oído de Perillán, que le hizo responder, no sin cierta indignación:
—¿Y cómo diantres iba a saberlo yo? ¡Nunca me he molestado en mirar! Las cosas caen como caen, ¿no? Además, ¿qué clase de pregunta es esa?
Solomon estalló en carcajadas y luego hizo corrillo con el siempre vibrante Izzy, que parecía estar en más de un lugar a la vez. Solomon e Izzy se pusieron a parlotear en un idioma que abarcaba toda Europa y parte de Oriente Próximo hasta que al fin, riendo de nuevo, Solomon dijo:
—¡La suerte del Perillán sigue sin fallar! ¡Izzy me ha dicho que tiene una ganga maravillosa que ofrecernos! Parece ser que alguien encargó una levita y una camisa azul marino muy elegantes a otro sastre de aquí, pero por desgracia un socio de mi amigo cometió un error risible al tomar las medidas, que imposibilitará que la ropa entre al buen caballero que la solicitó. Y es por eso que Izzy —siguió diciendo, con la mirada fija en el sastre— tiene una pequeña propuesta para ti, amigo mío.
Izzy miró dubitativo a Solomon y, con los ademanes de quien echa un hueso al león que está a punto de devorarlo, se volvió hacia Perillán y dijo a toda prisa:
—Podría ofrecerle un precio excelente, joven caballero, por ambas prendas; tenemos la fortuna de que solo les falten cuatro puntadas para ceñirse a sus exigencias, y de mil amores le haremos un descuento del… ¿cincuenta por ciento?
Ah, los pequeños pero reveladores signos de interrogación al final de la frase, que transmitían al mundo la levísima indecisión de Izzy y, lo que era más preocupante para él, su indecisión frente al rostro inexpresivo de Solomon.
Como el regateo apenas había empezado, Izzy tuvo la sabiduría de no perder de vista a Solomon mientras se apresuraba a añadir:
—Le ruego que me disculpe. Quería decir setenta y cinco, no, un ochenta por ciento. Y además le regalo… ¿un par de inmencionables muy elegantes?
Solomon sonrió e Izzy puso la cara de un hombre al que no solo habían perdonado en los mismos escalones del cadalso, sino al que además habían entregado un monedero lleno de soberanos para resarcirlo del malentendido. Y veinte minutos más tarde, un Izzy muy agradecido se despidió de Solomon y del Héroe de Fleet Street; Perillán llevaba un paquete con su nuevo schmatte, Solomon tenía una bolsa que contenía los inmencionables y el sastre poseía una parte de la recompensa del héroe. Además, cortesía del establecimiento, el paraguas de Solomon estaba seco y cepillado y tenían un gruñón esperándolos en la calle.
Bueno, no exactamente: circulaba hacia ellos por la calle hasta el momento en que Solomon se plantó en su trayectoria blandiendo el dedo de Dios, y el caballo empezó a frenar incluso antes de que el cochero hubiera podido tirar de las riendas, porque los caballos saben reconocer los problemas a simple vista. Perillán se preocupó de meter a Onán y su hueso en el coche antes de que el hombre pudiera rechistar, sabiendo que Onán solía dejar cierta onanidad allá donde iba.
Ya en el interior del vehículo, Solomon se puso cómodo y dijo al cochero:
—A Lock y Cia., en la plaza St. James, por favor. —Giró la cabeza hacia un sorprendido Perillán y añadió—: Casi a ciencia cierta tendrán un sombrero para ti, amigo mío. Todos los que son alguien, o de los que al menos todos piensan que son alguien, compran allí sus sombreros.
—¡Pero yo ya tengo un sombrero de Jacob!
—¿Ese adefesio de baratillo? Parece como si alguien lo hubiera usado de acordeón y luego se lo hubiera regalado a un payaso. A ti te hace falta un sombrero de caballero.
—Pero no soy un caballero —rezongó Perillán.
—Estarás mucho más cerca de serlo si tienes un sombrero elegante para las ocasiones especiales.
Y Perillán tuvo que reconocer que el sombrero de baratillo, sin el menor asomo de duda, era de baratillo. En general los sombreros y los alcantarilleros no se llevaban muy bien, porque era demasiado fácil que los primeros cayeran de las cabezas de los segundos. Él muchas veces se ponía un gorro de cuero, que bastaba para evitar abrirse el cráneo si se erguía demasiado deprisa en un túnel pequeño y además era fácil de lavar.
Todo el mundo llevaba algún tipo de sombrero, pero los que había en la tienda a la que entraron eran extraordinarios, y algunos de ellos también altísimos. De modo que, por supuesto, Perillán señaló el más grande que vio, con forma de cañón de estufa y que lo llamaba con una voz de sirena que solo él podía oír.
—Me parece que ese me quedará muy bien.
Al verse reflejado en el espejo, pensó: «Ya lo creo, con esto sí que iré fino, fino como una cuchilla». Iría hecho un estiloso, cuando hacía poco iba hecho un apestoso… porque por mucho que se frotara, la maldición del alcantarillero siempre dejaba su propia y animosa marca.
¡Sí, desde luego que le convenía! ¡Qué impresionada se quedaría Simplicity cuando lo viera con un sombrero tan espléndido! Sin embargo, no contaba con el visto bueno de Solomon, que consideraba que una libra y dieciocho chelines eran un precio grosero y extravagante. Perillán se mantuvo en sus trece. Sí, sería mucho dinero a cambio de algo que en realidad no le hacía falta, pero era por el quid de la cuestión. Perillán no sabía exactamente cuál era el quid, pero había un quid y tenía una cuestión, y sanseacabó. Además, señaló que hacía unos días Solomon había dicho, mientras trabajaba en sus pequeños mecanismos, que «esto va a querer aceite» y —Perillán se lanzó a la carga— que el día anterior a ese el anciano había dicho que su torno ya «quería» que lo engrasaran.
—Por tanto —concluyó Perillán—, está claro que querer es lo mismo que necesitar, ¿verdad?
Solomon contó las monedas muy despacio y en silencio, y al terminar respondió:
—¿Estás seguro de que no eres judío de nacimiento?
—No lo soy —dijo Perillán—, lo he mirado. No, pero gracias por el cumplido.
Su última parada antes de volver a casa fue en un barbero, un barbero cuidadoso y muy razonable que no ofrecía servicios adicionales como un rajado de garganta. Pero el pobre hombre se acobardó al oír que Solomon decía, en pleno afeitado de Perillán:
—Tal vez le impresione saber, señor, que está afeitando usted al héroe que puso fin a las fechorías del perverso Sweeney Todd.
La intervención hizo montar en pánico al hombre; fue un pánico muy leve, pero no dejaba de ser poco recomendable en alguien que sostiene una hoja afilada contra el cuello de un hombre, y estuvo a punto de provocar otra algarada en las inmediaciones de la garganta de Perillán. No fue un corte largo ni profundo pero sí liberó una cantidad desproporcionada de sangre, lo que provocó todo un ajetreo con toallas y alumbre para la herida. Dejaría cicatriz, lo que a Perillán le pareció hasta ventajoso porque el Héroe de Fleet Street debería lucir algo en la cara que atestiguara su condición.
Al terminar, cuando tuvo el rostro arreglado (y por supuesto Solomon hubo negociado de manera amistosa pero firme seis meses de cortes de pelo gratuitos), subieron a otro gruñón que los dejó en casa con el tiempo justo para lavarse, vestirse y acicalarse en general.
Fue mientras Perillán se estaba pasando la esponja, también por los recovecos porque era una ocasión especial, cuando sorprendió a una parte de sí mismo pensando: «¿Qué tendría que hacer para que alguien muriera y luego volviera a vivir? Sin ser Dios, me refiero».
Y por algún motivo el perillán que tenía bajo la nuca recordó a los hombres de la corona y el ancla con sus dados, y al del guisante que nunca, jamás se podía localizar. Dando tumbos sobre esos recuerdos estaba la voz de Charlie, diciendo que la verdad es una niebla y las personas ven lo que quieren ver, y Perillán tuvo la impresión de que a partir de aquellas imágenes empezaba a tramarse una trama. Pisó con cautela para no espantarla, pero los engranajes de su cabeza habían empezado a girar y solo le quedaba esperar a que algo encajara con un chasquido.
La ropa nueva le quedaba como le habían prometido que le quedaría, y Perillán deseó tener más que un trozo minúsculo de espejo en el que poder verse en todo su esplendor. Abrió la cortina para ver qué opinaba su amigo, y lo que vio ante sí fue a Solomon hecho una auténtica gloria.
Un hombre que solía pasearse en pantuflas bordadas o botas viejas y con una gabardina negra y raída se había transformado de pronto en un caballero chapado a la antigua pero muy elegante, con una chaqueta de fina tela negra abullonada, pantalones de color azul oscuro y calzas a juego, con unos antiquísimos pero bien cuidados zapatos de salón con brillantes hebillas de plata. Pero lo que más asombró a Perillán fue el inmenso medallón dorado y azul oscuro que Solomon llevaba al cuello. Conocía los símbolos que adornaban la joya, pero nunca los había asociado con su amigo: eran el sello y la pirámide con ojo de los francmasones. Como además Solomon se había lavado y arreglado la barba, el efecto conjunto parecía tener un poder increíble.
Y así lo dijo Perillán, lo que provocó una sonrisa a Solomon.
—Mmm, un día, mi joven amigo, te revelaré el nombre del augusto personaje que tuvo a bien entregarme esto. Y déjame decirte, Perillán, que como siempre te has lavado muy bien; casi se te podría tomar por un caballero auténtico.
Solo les quedó dar su cena a Onán con gran cautela y sacarlo con el mismo cuidado a dar un paseo corto para que hiciera lo que tuviera que hacer. Lo dejaron en el paraíso canino con otro hueso, y luego buscaron otro gruñón mientras se alzaba la niebla del final de la tarde, para volver a poner rumbo oeste hacia el número 1 de Stratton Street, en Mayfair.