Capítulo 9

Perillán entra con una navaja afilada

al Parlamento y conoce a un hombre

que quiere actuar a derechas

Los hombres que vigilaban lo que quedaba del palacio de Westminster, llevasen uniforme o no, veían con malos ojos la idea de franquearles el paso, quizá por si eran espías franceses o incluso rusos. Perillán no era nada de eso, pero en lugar de enviarlos a freír espárragos como habría hecho en sus tiempos, cuando no llevaba a Simplicity cogida del brazo, se limitó a quedarse allí plantado y decir:

—Soy don Perillán y vengo a ver a don Charlie Dickens.

La frase provocó ciertas risitas, pero él se irguió y los miró a todos con intensidad hasta que uno de ellos preguntó:

—¿Perillán? ¿Ese no era el que ha reducido al Barbero Diabólico esta mañana, allá abajo en Fleet Street?

El primer hombre que había hablado se acercó y dijo:

—¡Sí, la gente dice que los peelers tenían miedo de entrar en la barbería! ¡He oído que ya se han reunido casi diez guineas para él!

Empezó a acumularse otra muchedumbre y lo único que pudo hacer Perillán fue insistir en su petición.

—Vengo a ver al señor Dickens por un asunto muy importante.

Pero entonces se dijo que lo único que tenía que hacer era esperar, quedarse allí de pie estrechando las manos que le ofrecían, asentir, sonreír y confiar en que alguien regresara trayendo a Charlie.

La técnica funcionó y al cabo de poco un hombre, un hombre muy elegante y sofisticado, apareció de pronto y cortó de raíz el ajetreo con una frase que rezumaba desdén.

—Si este es el héroe, el dos veces héroe de Fleet Street, según la prensa, ¿esta es forma de tratarlo cuando acude a nosotros, piensan ustedes?

Aquel «piensan» provocó una especie de leve murmullo general, y el grupo empezó a aplaudir mientras algunos de los presentes repetían cosas como: «Bien dicho, señor Disraeli, sí señor. ¿Qué habrá sido de nuestros modales?». Y al poco uno de ellos dijo:

—En fin, no sé ustedes, caballeros, pero a mí me da la impresión de que un héroe como este sería la clase de persona que podría llevar encima la espantosa y afilada navaja ahora mismo. —La afirmación dejó a Perillán sin sangre en las venas mientras las consecuencias de ser descubierto con ella invadían su mente, hasta que el hombre añadió entre risas—: ¡Menuda sería esa!

—Menuda sería —respondió Perillán con un hilo de voz, aunque igualó la risotada del hombre con una propia.

Y así fue como Perillán y Simplicity entraron en el Parlamento, en efecto con la navaja afilada… y con una mentira, que tampoco desentonaba con la forma en que había accedido al Parlamento la mayoría de sus ocupantes. Perillán seguía sin tener muy claro por qué se había quedado con la navaja del señor Todd en plena confusión, pero algo le decía que el mejor lugar donde podía estar en aquellos momentos era cerca de él. De todos modos, antes de que pudiera hacer nada al respecto enviaron a llamar al señor Dickens, que llegó poco después y procedió a dar un melodramático apretón de manos a Perillán, antes de dirigirse a Simplicity.

—Sin duda no puede ser usted la joven dama que vi por última vez tan vapuleada hace tres noches.

Aseguró a los demás que el señor Disraeli y él tenían asuntos urgentes que tratar con el joven paladín, significara lo que significase la palabra.

Los escoltaron por pasillos alfombrados hasta una sala pequeña con una mesa. Mientras Dickens organizaba las sillas y ofrecía asiento a Simplicity, Perillán no quitó ojo de encima al señor Disraeli. Por algún motivo, le recordaba a un Solomon más joven, pero también a un gato que hubiera encontrado un cuenco lleno de leche y hubiera disfrutado hasta la última gota. Era… sí, ahí lo tenía: era un perillán. No un perillán como Perillán, sino otra clase de perillán, y había que serlo para reconocer a los demás. Parecía un hombre agudo como una punta de flecha, aunque en su caso la flecha debía de ser su lengua. Era de esa clase de tipos: inteligente, pero sin duda incluso más espabilado.

Mientras lo observaba, Disraeli cruzó la mirada con él y le guiñó un ojo: el homenaje de un perillán a otro, quizá. Perillán se permitió sonreír pero no le devolvió el guiño, porque un hombre joven podía meterse en líos si guiñaba el ojo a los caballeros y porque hasta aquel preciso instante el lugar, con sus estatuas, sus alfombras que devoraban el sonido y sus paredes llenas de retratos de ancianos de pelo cano y expresiones de estreñimiento agudo, lo tenía hecho un manojo de nervios, lo apartaba, le decía que era nimio, insignificante, un gusano. El guiño había deshecho el conjuro y le había señalado que aquel lugar era tan solo otra barriada: más grande, más cálida, a todas luces más rica y mejor alimentada, a juzgar por los estómagos y la rojez de las narices, pero después del guiño había pasado a ser una calle más, donde la gente se daba empujones para obtener ventaja, poder y una vida mejor para sí mismos, ya que no para todos los demás.

Perillán no pudo contener la sonrisa mientras se aferraba a aquella idea y la ocultaba, como un anillo mágico que le concediera poderes que nadie supiera que tenía. Pero tras subir a las nubes dio contra el suelo: aquel lugar estaba repleto de libros, la barriada llena de palabras, y en aquel momento no fue capaz de encontrar las suyas propias.

Una mano se posó en su hombro y Charlie dijo:

—Amigo mío, tú y yo tenemos asuntos que discutir. Puedes hablar con libertad delante de mi buen amigo el señor Disraeli, un político con mucho futuro en quien tenemos puestas grandes esperanzas y que está al tanto del actual problema al que nos enfrentamos. ¿Cómo os encontráis los dos, por cierto? ¿Os apetece tomar un refrigerio?

Mientras Perillán seguía buscando las palabras, Simplicity asintió con gesto educado y Charlie fue hasta la puerta para hacer sonar un tirador. Casi al instante entró un hombre, tuvo una conversación con Charlie en voz baja y volvió a salir.

Charlie se sentó en una butaca grande y cómoda, como también hizo Disraeli. El desconocido fascinaba a Perillán, no había otra forma de decirlo. Perillán no conocía el significado de la palabra «infiltrarse», pero sí la idea, y el señor Disraeli era de los que se infiltraban: en cierto modo no abandonaba del todo un lugar hasta que ya estaba en otro muy distinto, y entonces pasaba a estar en todas partes. Por supuesto, aquello lo volvía peligroso, pensó Perillán, pero al momento recordó lo que llevaba debajo de la camisa.

Mientras el ujier traía las bebidas, Charlie dijo:

—¡Por el amor de Dios, siéntate, hombre, que las butacas no muerden! Me alegro mucho de ver que nuestra joven dama progresa poco a poco pero con paso firme, lo que es muy buena noticia.

—Disculpen —dijo Disraeli—, pero ¿quién es exactamente esta dama? ¿No será…? ¿Podría presentarnos alguien, por favor?

Se puso de pie y Charlie lo imitó para acompañar a Disraeli hacia Simplicity.

—Señorita… Simplicity, permítame presentarle a don Benjamin Disraeli.

Perillán observó el baile desde el borde de su asiento, presa de cierta incredulidad. En Seven Dials las cosas no se habrían hecho de aquel modo. Charlie siguió diciendo:

—Ben, la señorita Simplicity es la dama sobre la que ha habido conversaciones.

Y con gran dulzura, Simplicity preguntó:

—¿Le importaría decirme qué conversaciones ha habido sobre mí?

Perillán casi se levantó de un salto, presto a defender a Simplicity si era necesario, pero Charlie dijo con bastante aspereza:

—Vuelve a sentarte, Perillán. Es mejor que dejes que me ocupe yo de esto, aunque puedes terciar cuando lo desees. —Miró a Simplicity—. Y usted también, por supuesto, permítame añadir. —Carraspeó—. Los hechos del asunto, tal y como se entienden aquí en Inglaterra, son que usted vivía fuera del país con su madre, que según creemos era profesora y trabajaba en el extranjero. Tras su desafortunado fallecimiento, en algún momento del pasado reciente usted contrajo algún tipo de matrimonio con un príncipe de una de las Alemanias. —Charlie miró a la joven como si temiese una explosión pero, al ver que se limitaba a asentir con la cabeza, siguió diciendo—: También nos consta que al poco tiempo usted, señorita, huyó del país y acabó llegando aquí, a Inglaterra, de donde tenemos entendido que era oriunda su madre.

Fulminándolo con la mirada, Simplicity dijo:

—Sí. Y me marché, caballeros, porque tan pronto como estuvimos casados mi marido se convirtió en un desecho gimoteante de hombre. Incluso intentó culparme a mí de lo que llamaban nuestro matrimonio, un truco que, como sabrán, caballeros, es tan antiguo como el Edén.

Perillán miró a Disraeli, que había alzado los ojos al cielo. Hasta el propio Charlie parecía incomodado, tanto que evitó responder a Simplicity y prosiguió:

—Más adelante hemos sabido, por medios que no revelaré aquí, que los dos granjeros que sirvieron de testigos para la boda han sido hallados muertos, y parece ser que el sacerdote encargado de oficiarla resbaló un buen día mientras inspeccionaba el tejado de su iglesia y no sobrevivió a la caída.

Con el rostro blanquecino, Simplicity dijo:

—Se refiere al padre Jacob, un hombre decente, y yo diría que poco propenso a caerse de tejados. Los testigos se llamaban Heinrich y Gerta. Ya me dijo lo que les había ocurrido la doncella que me traía la comida. Caballero, parece usted haberse quedado sin palabras, pero sospecho que lo que intenta decirme, a su prolija manera británica, es que mi marido quiere recuperar a su esposa. Aparte del sacerdote, Heinrich y Gerta eran los únicos que sabían de nuestra boda, y ya no están. Por lo que ahora esto… —Se quitó el anillo y lo sostuvo en alto—. Esto es la única prueba de que el matrimonio tuvo lugar. Creo que lo que pretende decirme es que mi marido, o mejor dicho su padre, quiere hacerse con este anillo a toda costa.

Disraeli y Charlie cruzaron miradas y el primero respondió:

—Sí, señorita, eso tenemos entendido.

—Pero verá, señor, es que existe otra prueba del matrimonio. Y esa prueba soy yo misma. Pero no tengo intención de regresar porque estoy convencida de que, de hacerlo, podría esfumarme sin más. Y eso suponiendo que sobreviviera al viaje, un viaje en barco, caballeros. Porque, claro, si ahora soy la única prueba que queda, ¿cuán difícil sería hacerme desaparecer por el mismo lugar que a las otras? —Volvió a ponerse el anillo y los miró furiosa—. Dos personas muy amables de Inglaterra, señores, al no saber mi nombre verdadero me pusieron «Simplicity», pero lo cierto es que soy más bien complicada. Sé que mi suegro se enfadó mucho al saber que su hijo se había casado, por amor según decía, con una chica que ni siquiera daba la talla para dama de honor, ya no digamos para princesa. Pero a fin de cuentas, señores, justo eso nos relatan los cuentos de hadas, y yo de verdad me creía en un cuento de hadas cuando conocí a mi marido. Pero luego aprendí que en la política de Europa los príncipes y las princesas tienen un cierto valor en lo referente a asuntos de estado. Por algún motivo, la gente cree que si «nuestra» princesa se ha casado con «vuestro» príncipe, dos países que amenazaban con declararse la guerra tal vez podrían no hacerlo. Y mi vanidoso y lerdo marido, y la lerda que fui yo misma por creer lo que me decía, echamos a perder una oportunidad perfecta de pagar un tratado con carne a precio de ganga.

Perillán estaba mirando a Simplicity con la boca abierta. ¿Una princesa? Había que ser un caballero o algo así hasta para poder rescatarlas, ¿verdad? Charlie y Disraeli se revolvieron en sus butacas, inquietos. Y en ese momento hubo una discreta llamada a la puerta y entró un hombre con tazas de café y bandejas de pastas.

—Creo, señor —siguió diciendo Simplicity cuando volvieron a estar solos—, que soy lo que se conoce como «expatriada», y que hay quienes desean hacerme daño en este país. Ya han intentado secuestrarme dos veces desde que llegué a Inglaterra, y si ahora mismo estoy aquí y no en un barco camino de mi marido es solo gracias a Perillán y, según creo, a usted, señor Dickens. Mi madre, que en efecto era inglesa, me dijo que en este país todo el mundo es libre. Me haría muy feliz poder quedarme, señor, aunque incluso aquí temo por mi seguridad, ahora que parezco ser persona de cierto valor. Pero si tuviera que regresar, me horripila lo que podría ocurrirme. Me siento perdida, caballeros, en peligro allá donde esté; incluso en Inglaterra, donde he oído que ningún hombre puede ser esclavo. Confío, caballeros, en que la máxima se aplique también a las damas.

Charlie se levantó, dio unos pasos, se apoyó en la repisa de la chimenea y dijo:

—¿Qué opinas tú de esto, Ben?

El señor Disraeli daba toda la impresión de acabar de recibir una buena pedrada en la cabeza y, aunque fuese solo por un momento, parecía no saber qué decir. Por fin logró recomponerse.

—Bueno, señorita, lamento mucho la situación en que se halla, pero nos han asegurado, al gobierno británico, quiero decir, que si regresa no sufrirá ningún daño.

En ese momento Perillán se levantó de la butaca como si ardiera y dijo:

—¿Vas a confiar en ellos? Además, una cosa es no sufrir daños y otra muy distinta que no te encierren donde no pueda verte nadie. A ver, los tipos como ustedes saben de palabras. Hay cosas muy feas escondidas detrás de «no sufrirá ningún daño».

—Pero ¿cómo puede esperarse de nosotros que garanticemos la seguridad de la señorita Simplicity mientras siga entre nuestras costas? —replicó Disraeli—. Todos comprendemos que ni el gobierno del que estamos hablando ni el nuestro pueden… interferir en esta cuestión abiertamente. Pero eso no quita que cualquiera de los dos pueda acariciar la idea de emplear a otros para, digamos, interferir en su nombre. Si a la señorita Simplicity le ocurriera algo estando en nuestro país, no presagiaría nada bueno para los… asuntos entre los dos gobiernos.

Tragó saliva, como temiendo haber dicho demasiado.

Perillán se volvió hacia Charlie.

—Es por eso, señor, por lo que me he… que nos hemos tomado la libertad de sacar a Simplicity de casa de los Mayhew, aunque hayan sido tan amables con ella, para que no les pasara nada malo a ellos. Los que están buscando a Simplicity son unos… no creo que sean muy buena gente. Y puede confiar, señor, en que no voy a echarme atrás. Si consigo encontrar a los villanos que tan mal la han tratado y hago que lo paguen, Simplicity ya no tendría que regresar, ¿verdad? Yo puedo protegerla.

El señor Disraeli cambió de postura en su asiento y dirigió una mirada significativa a Charlie antes de responder.

—Bueno, verá, caballero, este asunto es más bien complicado. Ahora mismo el gobierno del que hablamos está exigiendo la devolución de esta dama, que al fin y al cabo está casada y por tanto es propiedad legítima de su marido. Ciertamente hay quienes, incluso aquí, opinan que sería razonable enviarla de vuelta en aras de la paz entre naciones. —Vio que Perillán abría la boca para protestar—. Don Perillán, debe saber que ya hemos librado bastantes guerras en los últimos tiempos, supongo que no necesito decirle más después de su encontronazo con el señor Todd, y una parte muy considerable de ellas empezó por temas triviales. Sin duda comprenderá por qué todo este asunto es tan complicado.

«¿Complicado?», pensó Perillán, encendiéndose. Estaban tratando a Simplicity como si no fuera una persona, sino simple moneda de cambio en un juego político. ¡Incluso el hombre de la corona y el ancla le daría mejores posibilidades! De pronto su rostro estuvo delante del de Disraeli, que se vio forzado a reclinarse en la butaca.

—¡Aquí no hay nada complicado, señor, ni una sola cosa! —bramó—. Una mujer que ya está hasta las narices de que su marido le dé estopa no va a volver al sitio donde tendrá más de lo mismo. ¡Pero bueno! En las barriadas se hace siempre así y nadie mueve un dedo, quitando el marido, que de repente tiene que lavarse sus propios inmencionables.

Antes de que Disraeli pudiera responder hubo un afortunado comentario de Charlie.

—Ben, seguro que puedes retrasar un poco la decisión sobre este asunto y darnos a todos la oportunidad de meditar el mejor curso de acción. Pero tenemos una cuestión que sin duda debemos resolver de inmediato. Perillán vive en Seven Dials con un casero anciano y un perro… interesante. No es lugar para una dama, y no cabe duda de que estamos ante una joven dama. Una que teme por su vida. Con la suficiente mala fortuna, incluso podrían matarla a plena luz del día, porque nuestro don Perillán, aun siendo veloz como es, no puede estar siempre en todas partes. Así que tenemos que decidir ahora mismo, ¿lo comprendes? Y cuando digo ahora mismo me refiero a que determinemos ahora mismo, Ben, en qué almohada va a apoyar la cabeza esta dama, esta princesa, Ben, con la certeza de que la conservará al despertar. Tú y yo sabemos a quién podríamos recurrir en estas circunstancias.

Disraeli levantó la mirada como si alguien le hubiera pasado un cubo de agua para apagarse el incendio del pie.

—¿Me equivoco o estás hablando de Angela?

—Por supuesto. —Charlie se giró hacia Perillán, que estaba de pie junto a Simplicity como un guardián dispuesto a atacar en cualquier momento—. Tenemos una amiga con muchos recursos que sin duda estará encantada de ofrecer asilo, vigilantes leales y alojamiento a la señorita Simplicity. Por mi parte, estoy absolutamente seguro de que es la persona adecuada, porque creo que jamás le ha importado un pepino lo que piensan los políticos, ni los reyes, ya puestos. Podría llevarla a su casa en gruñón en menos de una hora, si no hay demasiado tráfico. Tú también deberías acompañarnos, Perillán. Iré yo con los dos y os lo explicaré por el camino.

—¿Cómo sé que puedo confiar en usted, Charlie, aunque pudiéramos confiar en esa dama misteriosa? —preguntó Perillán.

—Bueno —dijo Charlie—, en según qué materias supongo que no podrías. Te he contado la verdad sobre el asunto. Y la verdad, como ya sabes, es una niebla… Pero dime, ¿crees, realmente crees, que no soy de fiar en esto? ¿A qué otro sitio vas a llevar a la dama? ¿A tus alcantarillas?

Antes de que los hombres pudieran pronunciar otra palabra intervino la resonante voz de Simplicity.

—Yo tengo necesidad de confiar en ti, Perillán. A lo mejor ha llegado el momento de que confíes tú un poquito.

Siempre había coches de punto esperando alrededor del palacio de Westminster, y al poco tiempo empezaron a circular hacia el oeste, por lo que pudo discernir Perillán.

Simplicity quebró el silencio del carruaje diciendo:

—Señor Dickens, no me resulta muy grato su amigo el señor Disraeli; me parece de los que a cada cuestión le ven siempre dos aspectos. Se dedica un poco a flotar por encima, no sé si me entiende, como si para él todo fuese… bueno, como un mantel que se puede sacudir y colocar de nuevo. Mi madre decía que esa clase de personas son inocentes pero peligrosas. —Tras una pausa, añadió—: De verdad que lo lamento, pero creo que he dicho la verdad.

Charlie suspiró.

—La gente debió de inventar la política como medio para evitar las guerras, y en ese aspecto los políticos resultan útiles la mayor parte del tiempo. Cuesta mucho ver de qué otra cosa podríamos valernos. Pero las manos de Ben están atadas. Hay cosas que no puede hacer desde su posición, sin más, cosas en las que no querría que se supiera que está involucrado. Tal vez os sorprenda a los dos saber que hay agentes de potencias extranjeras deambulando por este país en todo momento, del mismo modo en que nosotros enviamos a gente a espiar en esos otros países. Los dos bandos saben que sucede y una vez más, en general y por increíble que parezca, se mantiene una paz endeble. Sin embargo —añadió—, cuando los reyes y las reinas se ven amenazados por el jaque mate, un peón puede salvar la partida.

Aquello era nuevo para Perillán.

—Entonces ¿siempre espiamos a nuestros enemigos?

En la penumbra del carruaje hubo una risita.

—No acostumbramos a hacerlo, Perillán, porque ya sabemos lo que piensan nuestros enemigos. Es con los amigos con quienes hay que tener cuidado. Puedes verlo como un balancín: un día nuestros enemigos podrían ser una especie de amigos nuestros, y al día siguiente los amigos podrían resultar ser enemigos. Ah, pero todos saben acerca de los agentes. Hasta los agentes saben de los agentes. Mas debo confesar que no sé de qué podría servirnos siquiera la diplomacia, en el caso que nos ocupa. Sin duda se puede permitir que Simplicity viva aquí, pero no creo que con ello quedara zanjado el asunto, ya que el otro gobierno, en representación de su suegro, parece estar muy empecinado. Quizá pudiéramos meterla a hurtadillas en un barco con rumbo a las Américas, o tal vez a Australia, aunque reconozco que ahora estoy pensando como un novelista.

Perillán estalló.

—¿Las Américas? ¡He oído hablar de ellas! Están llenas de salvajes. ¡No puede enviarla allí! ¡No tendrá ningún amigo! Y de Australia no sé mucho, pero Sol me dijo que está en la otra punta del mundo, así que digo yo que andarán cabeza abajo. Y aunque la subiéramos a un barco, habría gente que se enteraría de lo que ha pasado. Lo sabe de sobra, Charlie: hay gente que mira muy bien todo lo que pasa en los muelles. Yo antes era uno de ellos.

—Estoy bastante seguro de que podría marcharse disfrazada —dijo Charlie—. O quizá lo más sensato sería no llamar la atención hasta que a su suegro le dé por fin una apoplejía. Por lo que sé de lo que ha averiguado Disraeli, su antipático hijo podría ser más fácil de tratar.

Desde el extremo en el que se sentaba Simplicity una voz dijo, en voz calmada pero firme:

—Discúlpenme, caballeros. Lo único que yo quiero es quedarme aquí en Inglaterra, donde nació mi madre. La cuestión no tiene vuelta de hoja, ni la tendrá por mucho que hablen de ella. No tengo intención de marcharme a ningún otro sitio.

Perillán la escuchó con mucha atención. Simplicity había recibido golpes muy graves y había estado inválida, y desde entonces Perillán la había considerado de ese modo, pero en ese momento lo asaltó un recuerdo antiguo.

—Charlie —dijo—, una vez me dijeron que cuando estuvieron aquí los romanos construyendo las alcantarillas, había no sé qué chica que los persiguió por todas partes, montada en unas cuadrigas con ruedas que les cortaban las piernas. Usted que es de los que leen, ¿no se acordará de cómo se llamaba?

—Boadicea —respondió Charlie—, y creo que es un buen argumento. La señorita Simplicity es una joven con las ideas claras y debería permitírsele resistir a quienes se oponen a ella.

Entonces el carruaje aminoró el paso hasta detenerse fuera de lo que a Perillán le pareció una casa muy grande y bien iluminada. Un mayordomo les abrió la puerta después de que Charlie llamara. Mantuvieron una conversación susurrada y luego hicieron pasar a Perillán y Simplicity a un pequeño recibidor, mientras Charlie y el mayordomo, al que había llamado Geoffrey, se marcharon hacia dentro con prisas.

Antes de que transcurriera un minuto Charlie había vuelto, acompañado de una dama que les presentó como la señorita Angela Burdett-Coutts. Parecía joven, pensó Perillán, pero vestía como una señora mayor, y le dio la primera impresión de ser bastante espabilada. Se parecía mucho a Charlie. Saltaba a la vista que con aquella dama había que hablar sin rodeos o callar, pues tenía el aire de quien ganaba las discusiones sin sudar una gota.

La mujer tendió la mano.

—Querida, tú debes de ser Simplicity, y me alegro mucho de conocerte. —Se volvió hacia Perillán—. Ah, sí, el héroe de Fleet Street. Charlie me ha explicado sus hazañas en el Chronicle, caballero, y todo el mundo está hablando de la valentía que ha mostrado esta mañana, y créame si le digo que tengo cierta idea de lo que ocurre aquí, porque la gente tiende a ser muy parlanchina. Está claro que lo primero es traer a esta jovencita… esta mujer —se corrigió— algo de comer y luego llevarla a un dormitorio cálido y, sobre todo, seguro. En esta casa no entra nadie sin mi permiso, y cualquier intruso que lo intente con premeditación y alevosía deseará no haber nacido, o quizá, si pensara con mayor discernimiento, desearía que yo no hubiera nacido. Simplicity es más que bienvenida, o quizá debería decir… que acojo de mil amores a la hija de un viejo amigo del campo, que se quedará en la seguridad de mi hogar mientras aprende a desenvolverse en esta endiablada ciudad. Estoy segura de que usted, don Perillán, tendrá bastantes quehaceres entre manos. Me he fijado en que los héroes siempre andan muy ocupados, aunque se lo agradecería mucho si pudiera acudir a la cena que voy a celebrar mañana en esta casa.

Perillán escuchó sus palabras con la boca abierta, que no cerró hasta que Charlie pasó a su lado y dijo:

—Querida Angela, ¿te parecería adecuado permitir que este joven, que sin duda está muy ocupado, viniera mañana acompañado de su amigo y mentor Solomon Cohen? Es un excelente y reconocido artesano joyero y relojero.

—Maravilloso. Será un placer conocerlo. Creo que he oído hablar de él. Y respecto a ti, Charlie, sabes que no hace falta invitarte, y me gustaría hablar un momento en privado contigo cuando don Perillán se haya marchado.

La palabra «marchado» transmitía una sensación definitiva, pero Perillán se dio cuenta de que una mano suya se había levantado, y ya que la tenía allí arriba, dijo:

—Disculpe, señorita, pero ¿podría ver dónde va a dormir Simplicity?

—¿Por qué motivo, si no le importa?

—Bueno, señorita, porque creo yo que sería capaz de colarme por casi todas las ventanas de esta ciudad y, si yo puedo, también podrá colarse alguien más ruin que yo, no sé si me entiende.

Esperaba una reprimenda, pero lo que obtuvo fue una gran sonrisa de Angela.

—No reconoce la autoridad de ningún amo, ¿verdad, don Perillán?

—No sé a qué se refiere, señorita, pero quiero estar seguro de que Simplicity está a salvo, nada más.

—Me parece estupendo, don Perillán. Pediré a Geoffrey que le enseñe el dormitorio y los barrotes de la ventana. A mí tampoco me gustan los intrusos, y en estos momentos me pregunto si debería contratarlo a usted o a alguno de sus coetáneos para buscar alguna forma de acceso en la que no hayamos reparado hasta el momento. Tal vez podamos hablarlo mañana. Pero ahora debo mantener una larga conversación con Charlie.