Un joven caballero saca a su dama
a dar un paseo vigorizante y
la señora Sharples entra en vereda
Perillán apretó el paso hacia la casa de los Mayhew mientras visualizaba la cara risueña y la nariz ganchuda del señor Punch pegando a su esposa, pegando al policía y arrojando al bebé al vacío, con lo que hacía reír a todos los niños. ¿Dónde estaba la gracia?, se preguntó. ¿Tenía la menor gracia? Él había vivido diecisiete años en la calle y por eso sabía que, gracioso o no, era real. No ocurría a todas horas, por supuesto, pero muchas veces había alguien tan hundido que no se le ocurría más que dar puñetazos: a su esposa, a sus hijos y luego, tarde o temprano, intentos de puñetazo al verdugo, aunque esos eran los puños que nunca conectaban. ¡Y cómo se reían los niños con el señor Punch! Pero Simplicity no reía…
Apretando el paso, Perillán llegó a la hora en que la gente terminaba de comer, si se concedía alguna credibilidad a todas las campanas de Londres. Sintiéndose muy audaz, se dirigió a la puerta principal —al fin y al cabo, era un caballero y tenía cita—, hizo sonar la campanilla y dio un paso atrás cuando abrió la puerta la señora Sharples, que le hizo entrega de una mirada de odio y, como acto seguido cerró de un portazo, no le dio ocasión de coger el recibo.
Perillán se quedó mirando varios segundos la puerta rotundamente cerrada y pensó: «No tengo por qué creerme lo que acaba de pasar». Se irguió cuan alto era, se quitó el polvo del abrigo y agarró por segunda vez el tirador para no soltarlo hasta que, al fin, la misma mujer abrió de nuevo la puerta. Perillán estaba preparado, e incluso antes de que ella hubiera terminado de abrir la boca dijo:
—Esta mañana he derrotado al Barbero Diabólico de Fleet Street, ¡y como no me deje entrar veremos lo que opina don Charles Dickens del asunto en su periódico! —Y mientras la mujer corría pasillo abajo, gritó—: ¡Con letras bien gordas!
Se quedó esperando junto a la puerta abierta, y al poco tiempo vio que la señora Mayhew caminaba hacia él con la sonrisa de quien no está muy segura de que deba estar sonriendo. Se acercó un poco más y, en voz baja y con tono de estar casi convencida de que van a contarle una mentira inmensa, preguntó:
—¿Es cierto, joven, que eres tú quien ha derrotado esta mañana al más terrible de los villanos en Fleet Street? Me lo ha contado la cocinera y por lo visto, o al menos según dice el mozo de la carnicería, en Londres ya no se habla de otra cosa. ¿De verdad has sido tú?
Perillán recordó la niebla de Charlie. Pensó que quería ver otra vez a Simplicity y se esforzó por aparentar el adecuado recato pero con matices heroicos.
—Bueno, señora Mayhew, lo tengo todo como una niebla —logró decir.
Pareció funcionar, dado que la señora Mayhew respondió:
—Confío, Perillán, en que no te sorprenda que la propia Simplicity expresara con total claridad, tras tu anterior visita, que le gustaría salir a tomar el aire dando un paseo vigorizante contigo, como sugeriste. Dado que hace tan buen día y que nuestra joven invitada parece bien encaminada hacia la recuperación, no logro hacerme el ánimo de negárselo. Por supuesto, y como ya habíamos mencionado, estaréis al cargo de una carabina.
Perillán dejó que reinara un breve silencio y luego se obligó a claudicar. Intentó imitar el ruidito que hacía Solomon cuando quería volver la conversación más íntima y agradable.
—Mmm, se lo agradezco mucho, señora, y ya que estamos, si no le importa, me gustaría poder sentarme con tranquilidad en algún sitio mientras Simplicity se prepara. Sufro algunas molestias y dolores de los que debo ocuparme.
De repente la señora Mayhew se convirtió en la encarnación de la maternidad.
—¡Ay, mi pobre niño! —exclamó—. Cuánto debes de estar sufriendo. ¿Te han malherido mucho? ¿Quieres que envíe a llamar al médico? ¿Necesitas tumbarte?
Perillán se apresuró a evitar que la mujer agitara la situación y dijo, aún sin recobrar el aliento del todo:
—No, por favor, solo una habitación tranquila en la que pueda arreglarme un minuto o dos, si no le importa. Con eso ya me valdrá.
Llevándolo por delante como una gallina a su pollito, la señora Mayhew guio a Perillán por el pasillo y abrió la puerta de una estancia que tenía azulejos blancos y negros por todas partes y un retrete maravilloso, por no mencionar la jofaina. Con su jarra y todo.
Cuando estuvo solo y sin nadie que lo viera, Perillán empleó el agua para al menos hacer algo con su pelo, que por suerte no había sido objeto de los cuidados del señor Todd, y en pocas palabras se arregló como había dicho y usó el retrete. Pensó: «Bueno, para la señora Mayhew ya soy un héroe, pero lo importante es Simplicity, ¿verdad?». Y Simplicity parecía haber captado todo lo que le dijo Perillán el día anterior y tenía muchas ganas de dar el paseo.
Perillán nunca había oído la expresión «El fin justifica los medios», pero los que se habían criado como él llevaban su esencia grabada a fuego en la columna vertebral. Por ello, tras un breve intervalo durante el que profirió algún quejido que otro, Perillán se convirtió en héroe y salió del cuarto de aseo con paso firme, dispuesto a reunirse con su joven dama.
La señora Sharples estaba esperándolo en el pasillo, y en esa ocasión lo miró con nerviosismo, como correspondía a un hombre que salía en las noticias… ¡y qué noticias! Dado que el día iba a las mil maravillas, Perillán tuvo la generosidad de dedicarle una sonrisita, que fue correspondida con afectación por el ama de llaves dando a entender que las hostilidades, si no olvidadas por completo, al menos sí estaban suspendidas temporalmente. Al fin y al cabo, ahora Perillán era el héroe herido y de algo tenía que servir eso, incluso con alguien como la señora Sharples.
Sin embargo, cuando la mujer cogió un librito de la mesa del salón, Perillán se fijó en que era de los que se utilizaban para anotar cosas, con un lápiz pequeño que llevaba atado con cordel. Por tanto, la señora Sharples debía de pensar que en algún momento tendría ocasión de apuntar algo, y Perillán, que siempre había mantenido una distancia cauta con el alfabeto, empezó a arrepentirse de no haber dedicado más tiempo a congraciarse con el irritante asunto de la lectura, en vez de ir poco a poco y letra a letra como iba. Demasiado tarde, demasiado.
Hubo cierto ajetreo en el piso de arriba y la señora Mayhew empezó a bajar la escalera, con Simplicity cogida de la mano y descendiendo con mucho cuidado, confirmando que cada pie estuviera donde debía antes de reunirlo con el siguiente. Tardaron un tiempo en llegar al salón, alrededor de un año según las estimaciones de Perillán.
La señora Mayhew le sonrió en un grado que podría llamarse insuficiente, pero Perillán solo tenía ojos para Simplicity, y cayó en la cuenta de que la señora Mayhew había tenido la previsión de proporcionarle un sombrero y un pañuelo que le tapaban buena parte de la cara, y por tanto casi todos los cardenales, aunque ya iban perdiendo color. Y al poco de estar mirándola Perillán, Simplicity le dedicó una sonrisa radiante, y en verdad era radiante porque el sombrero creaba una especie de escudo en torno a su rostro y hacía resaltar el centro.
Perillán le ofreció la mano y dijo:
—Hola, Simplicity. Me alegro mucho de que hayas decidido pasear conmigo.
Simplicity alargó el brazo, cogió su mano con mucha delicadeza y dijo… algo que él no alcanzó a oír, porque cuando la joven giró un poco la cabeza dejó a la vista los moratones del cuello, y un peso con el que Perillán cargaba casi sin saberlo estaba susurrándole: «¡Harás que lo paguen!». En ese momento le pareció ver en los ojos de Simplicity el brillo de sendas estrellas fugaces al caer a la Tierra; él solo había visto una en su vida, mucho tiempo antes y muy lejos, en Hampstead Heath, y ninguna más desde entonces porque para los alcantarilleros no caen demasiadas estrellas fugaces. Pero Simplicity no le había soltado la mano, hecho extremadamente agradable pero poco práctico a menos que quisiera caminar de espaldas.
Al final Perillán se la soltó con suavidad y rodeó a la joven al trote para cogerle la otra mano, con un solo movimiento fluido, y caminó junto a ella hasta la verja casi de puntillas por el diminuto jardín frontal, donde unas pocas rosas intentaban llamar la atención. Pensó que aquello se veía cada vez más: la gente, si tenía el suficiente dinero para al menos vivir en una zona decente, procuraba hacer que su pequeño terreno pareciera una versión en miniatura del palacio de Buckingham.
Perillán no solía caminar despacio en Londres, ya que como buen perillán que era nunca estaba en un sitio el tiempo suficiente para que pudieran atraparlo. Pero llevaba a Simplicity del brazo y sabía que necesitaba apoyarse en él, con lo que lo ralentizaba, y reparó en que de algún modo también estaba ralentizándole el pensamiento, haciendo que las ideas encajaran con precisión y no deprisa y corriendo, de cualquier manera. Se volvió para mirar a la señora Sharples, que caminaba tras ellos. Paseaban por un lugar agradable a primera hora de la tarde, y bajo aquella luz brillante Perillán se sintió curiosamente feliz y cómodo, llevando a la chica del brazo. Mantuvo el paso y, cada vez que lanzaba una mirada a Simplicity, ella le sonreía; sintió una paz que no existía en las barriadas hasta la una de la madrugada, cuando los muertos habían dejado de chillar y los vivos habían bebido demasiado para que les importara. De pronto le trajo sin cuidado si Simplicity identificaba algo importante o no durante el paseo: bastaba con que estuvieran dándolo juntos.
Pero había una parte de Perillán que nunca dejaría de perillanear y le guiaba la mirada y los oídos por todo su alrededor, escuchando cada paso, escrutando cada rostro y observando cada sombra, calculando, deduciendo, estimando, juzgando. En ese momento guió su atención hacia Molly la Blanda, que estaba acercándose a ellos.
Durante mucho tiempo Molly la Blanda había sido un enigma para Perillán, porque nunca había logrado averiguar de dónde sacaba las flores que vendía por la calle en ramilletes bonitos y delicados. Un día la anciana, cuya cara era un patio de recreo para las arrugas, le dijo dónde las obtenía, y desde entonces Perillán no había vuelto a mirar los cementerios con los mismos ojos. Se le había puesto la carne de gallina al saberlo, pero había supuesto que cuando alguien era tan viejo que superaba en años a algunos de los enterrados bajo sus pies, y por tanto se hacía merecedora de algún respeto por su parte, podía tener sentido «coger prestadas» algunas de las flores esparcidas por las lápidas de los difuntos más recientes. Costaba ver qué daño hacía y, si uno se paraba a pensarlo, las flores robadas a los fallecidos, que tendrían serias dificultades para olerlas en su estado actual, servían para mantener con vida a una viejecita entrañable.
Era una idea triste y una estampa horrible que Molly pasara su tiempo en el cementerio por las noches, afanándose en recoger coronas funerarias que luego desharía en plena oscuridad y, con inmenso cariño, transformaría en ramilletes para los vivos. En la balanza del mundo, ¿cuánto pesaba que a los muertos les robaran unas flores que nunca verían, si la pobre Molly la Blanda, que por lo que sabía Perillán solo tenía un diente, seguía con vida aunque fuese una noche más? Además, pensó, algunas de esas coronas parecían una floristería entera, así que no iban a echar de menos cuatro flores aquí y allá; el pensamiento hizo que se sintiera mejor.
Por eso hizo cambiar de dirección a Simplicity poco a poco y se acercaron a la anciana, que se había agachado en la acera y ponía cara de pena sin pretenderlo siquiera. Perillán le pagó seis peniques, sí, una moneda entera de seis peniques, a cambio de un ramillete de aromáticas flores. Y si los muertos se revolvieron en sus tumbas, al menos tuvieron la decencia de hacerlo sin alboroto, y además el ejercicio les vendría bien.
Cuando se las entregó a Simplicity, no encontró más palabras que:
—Aquí tienes un regalo.
Y ella respondió, de verdad respondió:
—¡Oh, rosas!
Estaba seguro de que lo había dicho. Vio cómo se le movían los labios, vio los labios convertirse en una rosa mientras pronunciaban las palabras y vio cómo se cerraban después, y hasta Simplicity pareció sorprenderse de haberse oído hablar mientras Perillán, en el fondo de su alma, de nuevo anheló hacer daño a alguien.
Entonces la joven dijo:
—Por favor, Perillán, he oído lo que decían. Estoy muy agradecida a los Mayhew, pero… era lo que me temía. Estaban diciendo que se alegrarán mucho cuando me envíen de vuelta al cuidado de mi marido.
La expresión de su rostro era de puro terror.
Perillán se giró para mirar al ama de llaves, que estaba a cierta distancia por detrás y seguía con su cuaderno en la mano, y susurró:
—Creo que en realidad estás más sana de lo que aparentas, ¿verdad?
—Sí —susurró ella.
Y Perillán, también en voz más o menos baja, dijo:
—Que no se enteren. Confía en mí, me ocuparé de que vayas a algún otro sitio.
El rostro de Simplicity brilló mientras le respondía, de forma que solo pudiera oírlo él:
—Oh, Perillán, qué alegría que nos hayamos vuelto a reunir. Todas las noches se me saltan las lágrimas al recordar esa tormenta y cómo espantaste a aquellos hombres terribles que fueron… —Vaciló un poco—. Que fueron tan poco amables, por así decirlo.
La suavidad del discurso perforó el corazón de Perillán, trazó una órbita en torno a su cuerpo y regresó para hacerlo de nuevo. ¿De verdad empezaba a creer que Perillán quería ayudarla? ¿No pensaba que Perillán estuviera jugando a algún tipo de juego?
—Sé que no debería odiar —siguió diciendo Simplicity—, ¡pero a ellos sí! Por culpa de ellos no puedo usar mi nombre real, que no me atrevo a decir a nadie… ni siquiera a ti, todavía no. Por ahora debo seguir siendo Simplicity, aunque no me considere muy simple.
Pero aunque el sol seguía brillando y la miel todavía impregnaba el aire, Perillán tuvo la corazonada de que había alguien observándolos además de la señora Sharples; alguien los seguía. Lo supo porque en las calles se aprendía a percibir aquellas cosas casi con la nuca. Podía ser un mendigo, o quizá un peeler. Nadie adquiría la categoría de pillastre sin tener ojos en el culo, y también convenía tenerlos en la cara. Estaba clarísimo que había alguien siguiéndolos, y tenía que ser alguien con un objetivo, un objetivo propio.
Se maldijo por no haberlo previsto, pero en realidad no se podía estar encima de todo mientras se estaba siendo un héroe. Pensó: «Vaya, sí que se han movido rápido», porque solo había pasado un día desde que empezara a hacer preguntas en la calle. Alguien tenía mucha prisa. Pero en aquel momento no hizo nada al respecto y siguió caminando con paso tranquilo, como un joven cualquiera que saca a su dama a dar un paseo vigorizante sin más preocupaciones en el mundo, mientras en el interior de su cráneo los engranajes giraban, las tropas eran llamadas a filas, se componían planes y se tanteaban estrategias.
Fuera quien fuese su seguidor, estaba manteniendo la distancia, y Perillán sabía que bajo ningún concepto debía permitir que se supiera que Simplicity estaba viva. Su adversario aún no tenía la suficiente confianza para atacar allí mismo, sobre todo con la señora Sharples a remolque: esa mirada suya de censura habría tenido más valor que un batallón para el duque de Wellington.
Y así, los tres siguieron andando despreocupados, como personas normales, hasta que Perillán oyó la voz de la vieja pelleja diciendo:
—Creo que ya hemos llegado bastante lejos, joven, de modo que insisto en que desandemos nuestros pasos. Simplicity sigue estando en una condición muy delicada, y flaco favor estarás haciéndole si permites que coja frío.
Su voz no tenía un tono tan antipático como antes, por lo que Perillán supuso que la única esperanza era añadirla a su círculo de confianza. Indicó a la mujer que se acercara a ellos, para su gran sorpresa, y susurró:
—Señoras, creo que hay un caballero siguiéndonos con malas intenciones. Podría ser por Simplicity o… bueno, por mí. Por el amor de Dios le ruego que, sin abrir la boca, doblen la siguiente esquina y esperen más allá mientras me deshago del tipo.
Para gran asombro de Perillán, la señora Sharples susurró:
—Te había juzgado mal, joven. Y si ese hideputa se resiste, por favor dale una buena patada en los inmencionables, de las que dejan huella. ¡Que se lleve una buena tunda!
Y al instante su cara retomó la expresión habitual de leve desaprobación hacia todo y todos.
Simplicity dio un bufido.
—Perillán, si puedes déjalo bien aviado.
El joven vio la mirada sorprendida de la señora Sharples, pero Simplicity estaba erguida cuan alta era y en aquel momento parecía dispuesta a pelear.
Perplejo, pero en cierto modo tranquilizado de momento, Perillán vio cómo las mujeres seguían andando con él casi sin inmutarse y luego, en el momento justo, dobló de golpe una esquina, las metió en un callejón y dejó que siguieran adelante. Él esperó con la espalda apoyada en la pared de forma que, cuando el hombre se asomó con cautela, pudo agarrarlo por el cuello y levantar un pie hasta una zona dolorosa, lo que le valió un gemido como recompensa. Entonces enderezó al hombre y se lo acercó arrastrándolo hasta que pudo olerle el sudor. Y con el poco más de luz que había allí, pudo verlo además de olerlo.
—Vaya, vaya, pero si es Benjamin el Sucio, a fe y pocas ganas de respirar mías. ¿Qué, dando un paseíto por un barrio bien? ¿A qué estás jugando hoy? Porque llevas siguiéndome sin perderme las últimas siete esquinas que he doblado, y una vez hasta he vuelto a pasar por el mismo cruce. Qué curioso, ¿verdad?, que tuvieras pensado dar el mismo rodeo, condenado miserable. ¡Menudo espía estás hecho! Por Dios, apestas como un perro muerto hace una semana, resuellas como un cerdo en apuros y, como no digas algo ahora mismo, te doy una señora somanta de palos, ya lo verás.
En ese momento comprendió que el hombre no podía decir nada porque la otra mano de Perillán seguía apretándole la garganta. Y en efecto, Benjamin tenía aspecto de estar a punto de explotar. Perillán aflojó un poco la presa y metió más en el callejón al desafortunado Benjamin, empujándolo.
Era un callejón estrecho y no había nadie alrededor, por lo que Perillán dijo:
—Sabes quién soy aunque vaya vestido tan elegante, ¿verdad, Benjamin? El bueno de Perillán, que nunca te jugará una mala pasada si te la puede jugar buena. Creía que eras amigo mío, de verdad que sí. Pero los amigos no se espían entre ellos, ¿a que no?
Benjamin se quedó petrificado delante de Perillán y, con cierto esfuerzo, logró responder:
—Dicen que has matado al barbero ese, ya sabes, el que tenía a todos los muertos en el sótano, ¿eh?
Perillán titubeó. La vida era mucho más simple en las alcantarillas, pero en los últimos tiempos había aprendido que la verdad era una niebla, como había dicho Charlie, y que la gente le daba la forma que quería. Él nunca había matado a nadie, nunca jamás, pero no importaba porque a la niebla de la verdad no le interesaba que el pobre señor Todd había sido un hombre decente, pero vio tantas cosas al servicio del duque de Wellington que su mente había quedado retorcida como los cadáveres que le habían puesto delante. El pobre diablo era mejor candidato para Bedlam que para la horca, aunque cualquiera con dos dedos de frente y sin blanca —no, no los pobres que al final enviaban a Bedlam— escogería el patíbulo sin dudarlo. Pero la niebla de la verdad no quería fijarse en los detalles incómodos, y por tanto debía haber un villano y debía haber un héroe.
Aunque el hecho era un condenado incordio, por lo menos en aquella situación podía ser de utilidad, así que Perillán miró con gesto grave a Benjamin el Sucio y dijo:
—Algo parecido, aunque no del todo. Y ahora, si eres amigo mío, vas a decirme por qué me estabas siguiendo o te hago picadillo.
Era una injusticia amenazar de ese modo a Benjamin, al que conocía de mucho tiempo atrás como nevadero, es decir, especialista en mangar ropa interior femenina de las cuerdas de tender, y del que sabía que su única ambición era seguir vivo al día siguiente. Benjamin hacía recados para cualquiera que tuviera dinero y fuese más grande que él; era el tipo de persona que daba ganas de lavarse las manos después de conocerlo, un auténtico gusano. Exacto, no hacía más que reptar. Era una de las almas perdidas, uno de los que estaban detrás de la puerta cuando pasó Dios, de los que pastaban en la hierba del mundo casi sin perturbarla y siempre estaban asustados de algo.
En ese momento Benjamin el Sucio parecía muy asustado, lo que ablandó a Perillán.
—Bueno, a lo mejor picadillo tampoco, ya que nos conocemos, Ben, y seguro que vas a decirme quién te ha enviado a seguirme, ¿verdad? Si me lo dices, no te haré daño.
Tanto Perillán como su prisionero se dieron la vuelta cuando las sombras cambiaron para revelar a la señora Sharples, que miraba desde la siguiente esquina con Simplicity a su lado.
—Lamento interrumpir su altercado, caballeros —dijo el ama de llaves—, pero creo que va siendo hora de que volvamos a casa, si no les importa.
Perillán volvió a mirar al desgraciado villano que tenía delante.
—Benjamin —insistió—, ahora mismo no tengo cuentas pendientes contigo. Es tu última oportunidad. Dime para quién trabajas y por qué y nadie se enterará de que has cantado.
Benjamin el Sucio estaba llorando, y no solo llorando, a juzgar por el olor. Se dejó caer al suelo hecho un ovillo lamentable. Y Perillán se inclinó para cuchichearle al oído:
—Tengo en la mano la navaja de Sweeney Todd el barbero, y de momento no la he abierto. Pero me llama, me pide que la use… Así que, Benjamin, te aconsejo que me digas para quién trabajas. ¿Me explico?
Las palabras del hombre salieron tan rápidas que tropezaron entre sí, pero Perillán logró entender lo siguiente:
—Ha sido Harry Sopapo el de Hackney Marshes, pero dicen por ahí que unos tipos importantes quieren saber dónde estás y si andas con una chica. Es todo lo que sé, lo juro por Dios. Hay como una especie de recompensa.
—¿Quién ofrece la recompensa? —preguntó Perillán.
—No lo sé. Harry Sopapo no me ha dicho na, solo que se lo dijera si te veía. Me ha prometido una parte del dinero, eso sí.
Perillán observó el rostro. No, no mentía. Benjamin era presa fácil, así que le dijo:
—Bueno, Benjamin, como amigo tuyo confío en que no cuentes a Harry Sopapo que me has visto. —Hubo unos asentimientos frenéticos de cabeza por parte del tipejo del suelo—. Y por supuesto, hay otra cosa que tengo que hacer. He dicho que no te haría daño, pero esto… —Lanzó hacia atrás la bota—. Esto era de parte de la señora Sharples. Lo siento, pero me lo ha pedido.
Hubo un profundo quejido de Benjamin y, lo más sorprendente de todo, una enorme y espantosa sonrisa de la señora Sharples.
—¡Así me gusta, joven, dale otra! —lo animó.
Perillán pensó: «Ahora toca ser el hombre que ha salvado al mundo de Sweeney Todd», así que dijo sin levantar la voz:
—Simplicity, y usted también, señora Sharples, escúchenme. Tengo razones para temer que haya gente buscando a Simplicity para hacerle daño, por lo que voy a apartarla del generoso cuidado de los Mayhew. Aunque no dudo que se porten bien con ella, me da escalofríos, así se lo digo, pensar en que pueda usted abrir la puerta a unos fulanos de la peor calaña.
—Pero la chica está al cargo de ellos, don Perillán —replicó la señora Sharples.
Perillán abrió la boca, pero el sonido que llegó fue el de las palabras de Simplicity. No las dijo en voy muy alta, pero tampoco fueron susurros.
—Soy una mujer casada cuyo marido ha resultado ser un crío débil e idiota, señora Sharples, y creo que Perillán tiene razón en esto. En consecuencia, sugiero que volvamos a la casa sin perder más tiempo.
—Sí, eso es —dijo Perillán—. Supongo que en eso estará de acuerdo, señora Sharples.
El ama de llaves bajó la mirada hacia Benjamin el Sucio antes de hablar.
—¿Qué tienes pensado hacer con él?
Perillán se dirigió a Benjamin, que no se había levantado del suelo.
—Escucha, amigo, sé quién eres y sé dónde vives, ya lo creo que sí. ¿Todavía coleccionas corsés? Voy a decirte lo que harás cuando puedas levantarte, y es echar a andar para arriba por esa calle, y no pararás de andar bien deprisa en esa dirección mientras puedas, y no te girarás, repito, no te girarás para mirar atrás hasta que ya sea noche cerrada, ¿estamos? Porque me conoces y soy Perillán. El nuevo Perillán. Soy el Perillán que ha podido con Sweeney Todd. ¡El Perillán que ahora tiene su navaja! Y como se te ocurra jugármela, saldré del suelo con ella una noche y me ocuparé de que nunca despiertes.
Hubo un gemido de Benjamin, que luego dijo:
—No le he puesto el ojo encima en todo el día, señor, y por Dios que ojalá no lo hubiera visto. No voy a darle problemas.
Emprendieron el regreso a la casa dando un rodeo, y no fue hasta que vio al chico que vendía periódicos gritando «¡Asesinato pantoso, léanlo todo sobre él! ¡Héroe intrépido al rescate!» cuando Perillán terminó de comprender que se le iba a complicar aún más la vida.
Por fin tuvieron enfrente el pequeño enrejado de casa de los Mayhew, y Perillán hizo una exploración rápida en busca de espías y no encontró ninguno. Luego abrió la puerta a Simplicity, que le dijo:
—Muchísimas, muchísimas gracias, mi querido Perillán.
Y le lanzó un beso que no hizo ningún ruido pero, en su mente, todos los campanarios de Londres tañeron al mismo tiempo en un estruendoso repicar.
La conversación con los Mayhew, marido y esposa, fue mucho mejor de lo que Perillán se había permitido desear, sobre todo después de explicarles midiendo las palabras que sin duda alguien estaba buscando a Simplicity, la clase de persona, les dijo, que no querrían encontrar llamando a su puerta.
—Y por eso —concluyó—, si son tan amables, ayuden a Simplicity a preparar lo poco que tenga que llevarse, ayúdennos a parar un gruñón y nos iremos los dos ahora mismo con Charlie, donde estaremos a salvo al menos hasta que podamos decidir qué hacer después. Y, por favor, señor y señora Mayhew, no necesitaremos carabina.
—Me temo que debo oponerme —replicó la señora Mayhew—. No sería decente…
Perillán abrió la boca para responder, pero Simplicity adelantó un paso, dio un beso a la señora Mayhew y dijo:
—Jane, soy una mujer casada y puedo afirmar por mí misma que mi marido quiere esclavizarme o acabar conmigo de algún otro modo. Iré con Perillán. La elección y la responsabilidad me corresponden, y no querría ni concebir que esta familia pudiera sufrir por mi culpa.
La miraron como podrían mirar a un perro que acabara de echarse a cantar, y de repente floreció el sentido común y el señor Mayhew dijo:
—Querida señora Sharples, ¿puede llamar un coche de punto, por favor? Mientras tanto, querida, ayuda a nuestra invitada aunque su equipaje sea más bien austero, y estad preparadas para cuando llegue.
A Perillán le dio la sensación de que el carruaje no llegaría nunca. Cuando por fin apareció, el señor Mayhew puso media corona en su mano sin mediar insinuación alguna.
—¡Bien hecho, caballero, muy bien hecho!
Mientras el coche de punto traqueteaba en dirección a Fleet Street, Simplicity le preguntó:
—Mi querido Perillán, ¿por qué me rescataste de entre la lluvia?
Aquello lo descolocó, aunque se las ingenió para responder:
—Porque no me gusta la gente que atiza a otros que no tienen a nadie que responda atizando en su nombre. Lo sufrí demasiado de niño y, además, tú eras una chica.
—En realidad una mujer, Perillán —replicó con el tono de voz cambiado—. ¿Sabías que perdí a mi bebé?
La pregunta lo dejó aturullado, pero pudo reaccionar.
—Sí, señorita, quiero decir señora. Siento mucho no haber llegado antes.
—Perillán, saliste de entre el aguacero como un dios. ¿Quién podría haber llegado más deprisa?
Y en esa ocasión Simplicity no tuvo que lanzar el beso. Lo entregó en mano, por así decirlo.
Charlie no estaba en el Chronicle, pero en su despacho había un mozo, uno de los innumerables chicos a los que el periódico pagaba por correr de un lado a otro llevando papeles, dándose aires de grandeza mientras lo hacían. El que encontraron, sin embargo, contempló boquiabierto a Perillán como si tuviera delante al ángel Gabriel, antes de preguntarle con un susurro forzado:
—¿Es verdad que ha estrangulado usted al monstruo con su propia corbata? Ah, ¿y puede escribirme su nombre en este papelito, por favor? Estoy haciendo un álbum de recortes.
Perillán estudió la cara del chico, un poco sucia igual que su ropa, lo que hacía evidente que en aquel edificio se trabajaba con mucha tinta. La petición lo había desconcertado, de modo que Perillán se refugió en la verdad.
—Mira, chaval, era un hombre mayor y muy enfermo, ¿vale? Lo único que he hecho yo ha sido quitarle la navaja, y luego se lo han llevado los peelers y punto, ¿estamos?
El chico retrocedió un poco antes de insistir.
—Lo dice solo por modestia, señor, estoy seguro. Y ha dicho el señor Dickens que, si venía usted a buscarlo otra vez, podría encontrarlo en el palacio de Westminster, porque hoy está haciendo un pelín de periodismo parlamentario. Don Perillán, ha dejado dicho que le pediría al portero que le dejara entrar a usted si preguntaba por él, y que si ponía pegas le dijera que va de parte del Chronicle. ¿Y me firma este papel de todas formas, por favor? —El chico estuvo a punto de meter un lápiz por la nariz de Perillán, por lo que este acabó accediendo y el chico se quedó con su garabato y Perillán se quedó con su lápiz—. No sé exactamente dónde estará don Charlie ahora mismo, pero siempre puede preguntar a los peelers. —Sonrió—. No dude que habrá muchos por allí cerca.
¿Preguntar a un peeler? ¿Perillán? Pero la incredulidad debía de ser cosa del viejo Perillán, pensó. A fin de cuentas, lo que él consideraba dos malentendidos absolutos lo habían transformado en un héroe, al menos en opinión de un chaval con pegotes de tinta en el pelo, y un héroe debía ser capaz de aguantar el tipo y hablar con un peeler de hombre a hombre, ¿verdad? Porque un héroe miraría a los peelers sin miedo y a los ojos y, además, Simplicity le había dado un beso, y por otro como aquel sería capaz de darle hasta una buena patada en el culo a cualquier peeler. Lo único que tenía que hacer era seguir como hasta ahora y su vida mejoraría, y podría mejorar mucho más si lograba la ayuda del señor Dickens.
Miró a Simplicity y dijo:
—Lo siento, pero me parece que aún tenemos que ir a otro sitio.
Y no les quedó más remedio que subir a otro gruñón de entre los muchos que esperaban fuera y dirigirse a Parliament Square.