En el que seis peniques sirven para pagar mucha
sopa y el oro de un extranjero sirve para
pagar a un espía…
El bochorno por lo que acababa de ocurrir acompañó a Perillán hasta casa, junto con cierto aroma a menudillos. En cierto modo ya no estaba tan seguro de quién era, si un chaval de las alcantarillas o alguien que charlaba con la gente de alcurnia, aunque sabía lo suficiente para comprender que los Mayhew no eran del todo gente de alcurnia propiamente dicha, por mucha casa y sirvientes que tuvieran. Desde luego era mejor que ningún lugar en el que hubiese vivido Perillán, pero la casa se veía un poco desaseada. No sucia como tal, pero sí lo bastante deslucida para indicar que tal vez la familia anduviera un poco justa de dinero, como había dicho la señora Quickly, y tuviera que mirar con lupa los gastos.
Además la señora Mayhew estaba preocupada, y a Perillán le dio la impresión de que era una preocupación innata y no se debía solo a Simplicity. Dejó de darle vueltas. «A lo mejor funciona siempre así —pensó—: cuanto más tienes, más miedo te da perderlo. Si empieza a escasear el dinero, igual empiezas a preocuparte por conservar tu bonita casa y todos esos adornos tan preciosos».
Perillán nunca se había preocupado demasiado por nada que no fuesen las cosas importantes, es decir, una comida decente y un sitio cálido para dormir. No hacía falta una casa llena de pequeños adornos preciosos, y eso que Perillán era experto en localizar dichos pequeños adornos preciosos, sobre todo los fáciles de trincar y guardar en el bolsillo deprisa para luego venderlos aún más deprisa. Pero ¿qué sentido tenían? ¿Demostrar que podías permitírtelos? ¿Cuánto bienestar proporcionaban? ¿Cuánta alegría daban, en realidad?
La familia Mayhew cumplía con sus obligaciones de una forma un tanto envarada, pero no daba la sensación de ser muy alegre —había una especie de tensión que Perillán no supo definir del todo, una infelicidad que se respiraba en el ambiente—, y por algún motivo eso puso a Perillán un poco triste y le hizo preguntarse el motivo. La infelicidad era un estado mental que solía serle completamente ajeno. ¿Quién tenía tiempo para estar triste, al fin y al cabo? Él se molestaba, se hartaba y hasta se enfadaba a menudo, pero aquello eran solo nubarrones en el cielo que terminaban escampando. Nunca duraban mucho. Sin embargo, mientras se alejaba sin rumbo del hogar de los Mayhew, le pareció que estaba acarreando las preocupaciones de los demás.
En su opinión, el único remedio para aquella sensación sería bajar a las alcantarillas, porque, puestos a estar hundido, bien podía tantear un poco a ver si encontraba una moneda de seis peniques. Tendría que ir a cambiarse; el traje de baratillo era el mejor y el más elegante que había llevado jamás, y no debería trabajar con él puesto, ¿verdad?
Pero… Simplicity. No podía apartarla de su mente. Se preguntaba quién sería la chica, y quién podría saber qué le había ocurrido y por qué. Y quién le había hecho daño, por supuesto. Tenía una necesitad imperiosa de saber eso último. Y en aquella ciudad abarrotada siempre había alguien que oía cualquier cosa que se hubiera dicho.
La policía no tendría ni idea, por supuesto, dado que nadie en su sano juicio hablaba nunca con los peelers. Había un par de peelers que eran gente decente, pero no compensaba confiar en ellos. En cambio, la gente hablaba con Perillán, con el viejo Perillán de siempre, y más si hacerlo les valía seis peniques, a devolver el día de San Nunca.
Y así fue como, callejeando de vuelta al desván para cambiarse, por una ruta que no solo daba rodeos sino también volteretas y saltos mortales, sacó tiempo para detenerse a charlar con los despojos de la tierra y con los cockneys, que vendían manzanas y a los que nada gustaba más que juntarse en bandas para declarar a los peelers la clásica guerra sin cuartel en la que valía cualquier arma. Habló con los comerciantes callejeros de ajustados márgenes de beneficio, y habló con las damas que andaban por ahí sin hacer gran cosa pero siempre estaban dispuestas a conocer a un caballero con dinero si podía ser generoso con una chica, sobre todo después de aliñarle la bebida y enviarlo a una larga travesía Támesis abajo hacia lugares muy lejanos, donde podría conocer a personas interesantes, algunas de las cuales tal vez incluso intentaran comérselo, por lo que se comentaba. Los caballeros que tenían muy mala suerte, o los que molestaban a alguien como la señora Holland de Bankside, hacían su travesía por el Támesis hacia abajo de verdad, y sin barco…
Luego estaban los hombres que se ofrecían a jugar con los viandantes partidas a la corona y el ancla, juego que al menos podía ganarse siempre que se estuviera sobrio y hubiera suerte con los dados, al contrario que el otro juego que podía proponer un tipo amigable sin más posesiones que una tabla de madera lisa, tres dedales y un guisante. En ese minúsculo campo de batalla podía apostarse dinero a la posición de dicho guisante, confiando en la agudeza visual para seguirlo mientras los dedales daban vueltas y más vueltas en manos del hombre simpático y hablador. Era imposible del todo acertar, porque el lugar donde estaba de verdad el guisante lo sabían solo el hombre amigable y Dios… y posiblemente Dios no estaba seguro del todo. Los transeúntes que habían bebido lo suficiente lo intentaban una y otra vez, apostando cada vez más fuerte porque tarde o temprano, aun señalando los dedales al azar, estaba claro que acabarían acertando. Pero por desgracia no acertaban jamás.
Y por último, claro, estaba el hombre de «Punch y Judy» con su espectáculo de títeres, que era incluso más divertido ahora que se había incorporado a un policía para que el señor Punch le atizara con su palo. Los niños estallaban en carcajadas y los adultos reían también, y había gran regocijo cuando el señor Punch, uniéndose a las risas, gritaba «¡Así es como se hace!» con su voz chillona, igual que una terrible ave de presa… o que las ruedas de un carruaje.
Al crecer te dabas cuenta de que Punch era un hombre que había tirado a su bebé por la ventana y pegaba a su esposa. Y por supuesto, aquellas cosas ocurrían, al menos y sin duda las palizas a las mujeres. El destino del bebé podría no ser un tema adecuado para un público infantil; desde luego allí no había una familia feliz.
Perillán, en cuya mente se estaba adentrando una oscuridad de brillo aterrador en la que yacía una chica maravillosa con el cabello dorado, tuvo que reprimirse para no tumbar de un puñetazo al títere chillón cuando pasó junto al puesto de «Punch y Judy». Se estremeció un instante y regresó a la faz de la tierra. Ya sabía todo aquello, lo había sabido desde siempre. Pero Simplicity… bueno, sobre Simplicity sí podía hacer algo. Y ese algo no sería solo por Simplicity, sino también por él, en cierto curioso modo que aún no tenía claro del todo.
Si no quería ver cosas que le dieran náuseas o lo enfadaran, lo mejor habría sido buscar los puestos de perros que hacían trucos, o el del hombre que levantaba pesos, o a los boxeadores, sin guantes, por supuesto.
Pero aquel día Perillán estaba haciendo preguntas. Había puesto todo su empeño. Había hablado con dos damas que esperaban a un caballero. Había charlado con el hombre de la corona y el ancla, que lo conocía por su nombre, y hasta con el levantador de pesos, que había gruñido con alegría. Hasta había recordado a alguien los seis peniques que le prestó una vez para su pobre madre, con un sutil: «No, no, tranquilo, ya me lo pagarás cuando te venga bien, estoy seguro». En pocas palabras, Perillán había recorrido la faz del mundo —o al menos la parte que contenía los burdeles de Londres— repartiendo Perillán como un gato reparte orina y dejando pequeñas preguntas en el aire. De ese modo, si alguien oía hablar de un carruaje que chirriaba, a lo mejor iría a contárselo a Perillán. «Y lo mejor de todo —pensó— es que si alguien tiene un carruaje que chirría como un cerdo degollado, a lo mejor quiere zanjar el asunto con ese fulano que va haciendo tantas preguntas». Era como tirar migas de pan a un arroyo para ver si subía algo a por ellas, aunque el método tenía el inconveniente de que lo que subiera podía ser un tiburón.
Entonces se acordó de la carreta de las familias felices. El pensamiento hizo que se detuviera y se preguntara dónde había visto la carreta y a su propietario. Seguro que en alguno de los puentes, donde siempre había mucha clientela. La familia feliz era algo bastante mágico: una pequeña carreta que albergaba una extraña colección de animales que vivían juntos en paz y armonía. Tendría que llevar a Simplicity a verla cuando pudiera; seguro que le gustaba. Perillán se dio cuenta de que estaba llorando, visualizando de nuevo una cara hermosa que parecía haber sido arrojada escalera abajo. Eso se lo había hecho alguien, y mientras se sonaba la nariz con un trozo de trapo juró que un día iba a encontrar a su señor Punch particular y lo iba a estampar contra una pared para enseñarle un poco de educación.
Lo sorprendió un tirón en la pernera del pantalón, y al bajar la mirada irritado vio a un par de críos, quizá de unos cinco o seis años, que lo miraban con sendos brazos extendidos. No era el tipo de retablo que necesitaba contemplar en aquel momento, pero los dos tenían una mano levantada hacia él y la otra agarrada con firmeza a su amigo. Perillán recordó haber hecho lo mismo en otra época, pero solo a gente que había considerado acaudalada… aunque cuando tienes cinco años y mucha hambre, todo el mundo es más rico que tú. Pero, por supuesto, con sus trapos elegantones ya no parecía un alcantarillero. Se dijo que seguía siendo alcantarillero, aunque ya no solo alcantarillero, y en aquel momento iba a bailar una melodía caballerosa al ritmo de seis peniques.
Llevó a los niños al puesto regentado por Marie Jo, que servía una sopa nutritiva a todo el que pudiera desprenderse de unos cuartos de penique, o quizá incluso menos si se encontraba con el día generoso.
Marie Jo era de las buenas, de las que no había suficientes. Entre las historias que se contaban de ella estaba la de que había sido una actriz famosa allá en el país de los gabachos, y lo cierto es que incluso trabajando en su puesto de sopa tenía algo feérico, algo voluble. Según los rumores, había estado casada con un soldado al que dispararon en alguna guerra, pero por suerte no antes de haberle susurrado el emplazamiento de los botines que había ido reuniendo en sus muchas campañas.
Al ser una persona decente, pese a haber estado casada tantos años con un gabacho, Marie Jo había abierto su tenderete, que era de los de confianza: confianza en que la sopa no llevara ratas, confianza en que no llevara nada peor que las ratas, confianza en que no iba a vender sopa con trozos de gato ni de perro. La sopa de Marie Jo estaba llena de lentejas y de lo que pudiera encontrarse según la temporada. Quizá no tuviese un aspecto exquisito, pero calentaba y sentaba bien. De acuerdo, a veces tal vez llevara un trozo de caballo, por lo de que la pobre era gabacha, pero el resultado era un guiso un poquito más nutritivo. Se decía que hasta algunos de los mejores restaurantes entregaban sus sobras a Marie Jo, sabiendo que les daría buen uso en su puesto callejero. La gente decía que con sus artimañas francesas tenía a todos los chefs más estirados comiendo de su mano, pero «Eh, bien por ella», decían todos, porque todo acababa en la enorme cacerola que Marie Jo removía durante toda la noche, descansando solo para servir un cucharón al próximo cliente; y lo que costaba el plato era lo que ella creía que debía pagar cada cual, y como nadie quería verla agitando el cucharón en el aire y llamándolos tacaños, nadie regateaba.
Cuando Perillán apareció seguido de los dos niños, la mujer lo miró de arriba abajo y comentó:
—Vaya, vaya, conque nos hemos hecho de oro, ¿eh, Perillán? Ya me dirás a quién se lo has afanado.
Pero lo dijo riéndose, quizá porque los dos recordaban la ocasión, varios años atrás y antes de que ella encaneciera tanto, en que el propio Perillán era muy pequeño y se había plantado cerca de su puesto con una mano extendida y aspecto muy triste y esperanzado, igual que la pareja que acababa de traer.
—Para mí nada, Marie Jo —dijo—, pero da de comer a estos dos hoy y mañana hasta seis peniques, ¿quieres?
La mujer puso una expresión rara. Como la sopa que vendía, era una expresión llena de todo, pero sobre todo llena de sorpresa. Sin embargo, estaban en la calle, por lo que dijo:
—Déjame ver esos seis peniques, Perillán. —Él dejó la moneda en el mostrador con una palmada y Marie Jo la miró, lo miró a él, miró a los niños que casi salivaban por la expectativa y luego de nuevo a Perillán, que estaba rojo de vergüenza, antes de decir en voz baja—: Vaya, que me aspen y luego que me vuelvan a aspar, ¿qué tenemos aquí? —Entonces su rostro se deshizo en sonrisas arrugadas—. Por ser tú, Perillán, daré de comer a estos dos cabroncetes hoy y mañana, y puede que también pasado mañana, pero de verdad que no me explico qué ha ocurrido. ¡Aleluya, el mundo se ha puesto del revés cuando no estaba mirando! No me digas que has empezado a ir a la iglesia, ¡porque estoy segura de que en el confesionario ni de milagro cabe todo lo que tendrías que explicar! Y hete aquí que mi pequeño Perillán ha crecido y se ha vuelto un ángel.
Marie Jo pronunciaba su nombre como «Peguillén», y oírlo siempre provocaba que cruzaran pequeños mensajes plateados arriba y abajo por su columna vertebral. Marie Jo conocía a todo el mundo, y todo de todo el mundo, y se quedó mirando a Perillán con una sonrisa peligrosa. Pero, como había que seguirle el juego, él le devolvió la sonrisa y dijo:
—Venga, venga, no vayas diciendo esas cosas de mí, Marie Jo. ¡No quiero que nadie me limpie el nombre! Pero en fin, yo también fui un cagoncete una vez, ya me entiendes. Mira, si llevas la cuenta de lo que les das, te lo pagaré más adelante, confía en mí.
Marie Jo le lanzó un beso con olor a menta, se inclinó hacia él y, en voz más baja, le dijo:
—Últimamente estoy oyendo de todo sobre ti, mi niño. ¡Mira bien por dónde pisas! Me he enterado del pequeño encontronazo que tuviste ayer con Muñón. Va por ahí presumiendo de eso, ¿sabes? —Bajó la voz todavía más—. Y también hay un caballero. Y sé reconocer a un caballero cuando lo veo, créeme. Iba preguntando por alguien llamado Perillán, y no creo que fuese para darte un regalo. Era un caballero de los caros.
—No se apellidaría Dickens, ¿verdad? —preguntó Perillán.
—No, ese sé quién es. Don Charlie, el reportero que conoce a los peelers. Un inglés de esos insufribles que tenéis. Si tuviera que jugármela, amigo mío, diría que el hombre era más parecido a un abogado.
Y como si no hubiera ocurrido nada, se volvió hacia el próximo cliente sin dedicarle ni una mirada más.
Perillán siguió vagando, saludando a algún conocido en cada esquina, con un poco de cháchara aquí y una conversación allá, y de vez en cuando haciendo una preguntita —no es que tuviera importancia, se le acababa de ocurrir— sobre una chica de pelo dorado que había escapado de un carruaje hacia la tormenta.
A él le traía sin cuidado, por supuesto, pero era una cosa que había llegado a sus oídos sin saber muy bien cómo, por así decirlo, aunque no lo preguntaba por nada concreto, claro. Era solo el viejo Perillán de siempre, al que había picado la curiosidad aquella historia del carruaje y la chica de cabello dorado. A partir de entonces debería moverse con cuidado, pero ¿qué más daba? Lo hacía siempre. Y así llegó al pie de la escalera destartalada que llevaba al desván de la casa de vecindad.
A casa, donde Solomon estaba trabajando como siempre. De verdad no paraba; no es que lo hubiera encontrado nunca trabajando duro, pero Sol sí que trabajaba blando a todas horas, casi siempre en piezas diminutas que requerían herramientas diminutas y grandes cantidades de paciencia, además de manos delicadas y a veces una enorme lupa. Onán estaba acurrucado bajo su silla, como solo Onán sabía acurrucarse.
El anciano dedicó el tiempo necesario a volver a echar los pestillos y cerrojos antes de hablar.
—Mmm, has tenido otro día ajetreado, amigo mío, y espero que fructífero… —Perillán le enseñó las dádivas de la cocina de los Mayhew—. Mmm, estupendo, maravilloso de verdad, y por lo que veo también hay una cortada de cerdo muy decente. Creo que luego haré un buen guiso a fuego lento. Así me gusta.
Unos años antes, después de llevar a casa una porción de cerdo que había dado un salto inaudito por la ventana de una cocina y había caído en las inocentes manos de Perillán, que por casualidad pasaba por allí, había dicho a Solomon:
—Creía que los judíos no podíais comer cerdo, ¿no era así?
Si Onán era el rey de acurrucarse, Solomon era el príncipe de encogerse de hombros.
—En términos estrictos —había respondido—, tal vez sea así, mmm, pero en estos casos se aplica otro conjunto de reglas. En primer lugar, esto es un regalo de Dios y los regalos hechos sin reservas no deben rechazarse, y en segundo, este cerdo parece ser bastante bueno, mejor que lo habitual, y yo soy un hombre mayor y tengo, mmm, mucha hambre. A veces creo que las normas establecidas hace siglos con objeto de que mis emocionables y discutidores antepasados pudieran cruzar el desierto no se aplican con facilidad a esta ciudad de lluvia, humo y niebla. Además, soy un anciano y tengo bastante hambre, y si lo menciono por segunda vez es porque lo considero muy relevante. Creo que, dadas las circunstancias, Dios sabrá entenderlo, o no es el Dios que yo conozco. Es una de las cosas buenas que tiene, mmm, ser judío. Cuando mataron a mi mujer en aquel pogromo de Rusia, llegué a Inglaterra con solo mis herramientas, y cuando vi los blancos acantilados de Dover, sin mi esposa, dije: «Dios, hoy he dejado de creer en ti».
—¿Qué dijo Dios? —había preguntado Perillán.
Solomon había dado un largo y teatral suspiro, como si la pregunta lo agobiara, y luego había sonreído.
—Mmm, lo que me dijo Dios fue: «Lo comprendo, Solomon; ya me avisarás cuando cambies de opinión», y la verdad es que me quedé muy contento, porque había dicho lo que tenía que decir y el mundo era un lugar mejor, y ahora estoy sentado en un sitio más bien sucio, pero soy libre. Y soy libre de comer cerdo, si Dios ha dispuesto que el cerdo venga a mí.
Solomon se volvió de nuevo hacia su trabajo.
—Estoy haciendo dientes de engranaje, amigo mío, para este reloj. Es un trabajo muy absorbente, que requiere una considerable coordinación de mano y ojos, pero a su manera también relaja mucho, y por eso acostumbro a tener ganas de hacer un diente o dos. Con ello ayudo al tiempo a saber lo que es, igual que él sabe lo que será de mí.
Hubo un silencio después de la frase, interrumpido solo por los tranquilizadores sonidos de las herramientas de Solomon, y menos mal, porque Perillán no sabía qué decir, aunque se preguntó si todo aquello venía de que Solomon era judío, de que era viejo o de las dos cosas.
—Sol, si te parece bien, quiero pensar un rato. Me cambiaré de ropa, claro.
Lo último venía de que Perillán estaba convencido de que donde mejor pensaba era en las alcantarillas. La noche anterior había llovido pero no demasiado, y él quería un poco de tiempo que no contuviera a nadie más.
Solomon lo despidió con un gesto.
—Tómate el tiempo que quieras, chaval. Y llévate a Onán, si eres tan amable…
Al poco rato y a no mucha distancia, se levantó la tapa de un enrejado y Perillán se dejó caer con agilidad a su mundo. No estaba demasiado mal, por la lluvia, y al ser de día había ecos, oh, sí, los ecos. Era increíble cuánto recogían los desagües, y las voces podían resonar hasta bastante lejos. Todos los sonidos dejaban su fantasma al morir, ¿y quién sabía hasta dónde rebotarían?
También estaban los ruidos de la calle, por supuesto: a veces se podía seguir una conversación si tenía lugar cerca de un desagüe, sus participantes hablando sin reparos ni el menor conocimiento del alcantarillero oculto bajo sus pies. Una vez había oído a una mujer bajar de un carruaje, tropezar y soltar el monedero, que se abrió al caer. Una parte de las monedas, porque así era la suerte del alcantarillero, rodó hasta el desagüe más cercano. Un Perillán más joven había oído sus alaridos y las maldiciones que dirigió al lacayo por no haberle sujetado bien la portezuela, y se guió por el sonido que había bajado a la alcantarilla hasta el lugar donde, como maná llovido del cielo, había medio soberano, dos medias coronas, una moneda de seis, cuatro peniques y un cuarto que casi cayeron en sus manos abiertas.
En su momento lo indignó bastante el cuarto de penique, porque ¿qué hacía una dama importante con lacayo y todo llevando un cuarto de penique en el monedero? ¡Los cuartos eran para los pobres, igual que los medios cuartos!
Los días tan buenos como aquel eran infrecuentes, pero ya era de noche, la hora a la que las alcantarillas cobraban una extraña vida. A los alcantarilleros les gustaban las noches con un poquito de luna. Si bajaban desde la calle en noches como aquella, a veces llevaban una lámpara oscura, de las que tenían una solapa que impedía salir la luz cuando su dueño no quería dejarse ver. Pero eran muy caras y pesaban como un muerto, y a veces un alcantarillero tenía que moverse deprisa.
En la oscuridad de allí abajo no había solo alcantarilleros honrados, ¡desde luego que no, madre mía! También estaban las ratas, por supuesto, dado que era su entorno natural, y ni ellas tenían unas ganas particulares de cruzarse con los hombres ni al revés, pero tras las ratas venían los cazarratas, que las querían para las peleas de perros.
Y de ahí, cuesta abajo hacia las cosas espantosas de verdad…
Aún había muchas zonas de la ciudad en las que las alcantarillas estaban abiertas al cielo en la superficie, algunas de ellas casi fingiéndose ríos, lo que significaba que todo lo que pudiera flotar o rodar podía dejarse caer o quedar atascado en ellas durante la noche. Los alcantarilleros con más sentido común no se acercaban a esas zonas, pero había quienes aprovechaban la intimidad subterránea para sus propósitos privados, y aunque lo normal es que no dejaran lo que tenían entre manos para hacer cosas horribles a un alcantarillero, eran la clase de personas capaces de hacerlo si les apetecía, por reírse un poco.
Sí que les gustaba reírse, sí…
Los pensamientos de Perillán volvieron de golpe a lo que le había dicho Marie Jo. Alguien con pinta de abogado iba preguntando por otro alguien llamado Perillán. Y Marie Jo era una mujer muy avispada, o no habría llegado a su edad.
Esas nociones se extendieron por su cerebro como la marea que llegaba (y siempre era una molestia para los alcantarilleros cerca del Támesis). Y de pronto vio la respuesta clara.
Estaba en su territorio, conocía hasta la última alcantarilla a lo largo y ancho de la ciudad, hasta el último escondrijo que ni siquiera se entreveía a menos que se supiera dónde buscar, los sitios que estaban medio tapiados y de los que no sabía nadie. «Si me busca alguien —pensó—, si tengo que pelear con alguien, más me vale asegurarme de que sea en mi territorio. Soy Perillán, y aquí abajo nadie es más perillán que yo».
El aire de la alcantarilla que tenía delante llegaba más o menos limpio… o al menos, comparado con las cosas que no estaban limpias en absoluto y con la posible excepción de Onán, que por supuesto había traído sus propios aromas. Perillán hizo el silbido en dos tonos que conocían todos los alcantarilleros y esperó respuesta. No la hubo, así que, de momento al menos, tenía todas las inmediaciones para él solo, como solía ser el caso.
Casi sin pensar, recogió un alfiler de corbata y un cuarto de penique en las primeras dos yardas; estaba de suerte, y se preguntó si sería porque acababa de hacer una buena obra. Mientras lo pensaba, Onán empezó a olisquear, gemir y rondar algo que había en un montón destartalado de ladrillos viejos. De ponto oyó un tintineo, cuando el hocico de Onán hizo caer algo de él. Al momento el perro llevaba algo dorado entre las fauces… ¡Un anillo de oro con un pedrusco enorme! ¡Valdría por lo menos un soberano!
¡El bueno de Onán! Y muchas gracias a la Dama. Pero las cosas ocurrían o no ocurrían, y no había más que rascar, como sabía Perillán. Si empezabas a pensar de otra manera, podías terminar majareta.
En la penumbra, escuchando los sonidos del mundo que había por encima, cazando por los túneles, Perillán estaba en su elemento y era feliz.
En otro lugar, había quienes no lo eran…
La sala estaba más que bien surtida de velas, pero ninguna de ellas iluminaba el rostro del hombre sentado junto al tapiz. Ese hecho desconcertaba sobremanera al hombre cuyos clientes especiales conocían como Bob el Filos, que por supuesto no era el nombre con el que se ocupaba de asuntos más ordinarios y legales. A Bob le gustaba ver a sus patronos, pero por otra parte también le gustaban los soberanos de oro, y esos no le preocupaban en absoluto; es más, siempre estaba encantado de verlos. En aquel momento estaba viendo dos, que reflejaban el brillo de la lámpara que tenía delante en una mesita baja. Aún no estaban en su bolsillo porque Bob el Filos había pensado: «Como los coja antes de que me lo diga esta voz increíblemente amanerada, voy a acabar con los nudillos cascados o algo peor».
No le gustaba el lugar. No le había gustado tener que pasar tiempo con los ojos vendados en aquel carruaje traqueteante, sentado frente al hombre de acento extranjero que lo había amenazado con dejarlo hecho un Cristo si intentaba quitarse la venda. No le gustaba trabajar para clientes de acento extranjero, ya puestos. No eran de fiar. Él prefería hacer negocios con un buen inglés sincero y temeroso de Dios, porque a esos sabía cómo tratarlos. No le gustaba que lo hubieran llevado hasta allí dando rodeos, retrocediendo y cambiando una y otra vez de dirección como un ladrón a la fuga. Ni tampoco le gustaba saber que, después de aquella conversación, tendría que volver a pasar por lo mismo.
La sala era fastuosa, eso sin duda; hasta olía a fastuosa. De vez en cuando pasaba alguien por detrás de él, y eso también lo enfurecía porque no osaba volver la cabeza. Mal asunto. Llevaba diez minutos allí, esperando a quienquiera que acababa de llegar sin hacer ruido a una butaca que estaba al otro lado de las llamas, y si supo que estaba allí fue solo porque la butaca forrada en cuero había protestado con ese sonido, como de pedo educado, que solo hacían las mejores butacas de cuero cuando alguien las ocupaba. Bob el Filos reconocía las butacas buenas por el sonido, ya que había estado antes en las casas de los poderosos, aunque no por asuntos como el presente.
Hubo movimiento, y quien hubiera tras las llamas tan ansioso por no ser visto se dispuso a hablar. Llegado aquel punto, Bob el Filos comprendió que el que realmente estaba ansioso era él, y tenía el horrible augurio de que tarde o temprano tendría que hacer aguas menores.
Casi las hizo cuando la voz oculta dijo:
—Además, don Bob el Filos, creo que nos dijo usted que sus hombres no tendrían ninguna dificultad en ocuparse de una simple chica. Y sin embargo, amigo mío, parece ser que ha logrado escabullirse en dos ocasiones y ustedes solo han logrado atraparla en una. Confío en que no me guarde rencor por señalar que no parece una proporción demasiado admirable, ¿no cree usted?
Había algo en la voz que inquietaba a Bob el Filos. Hablaba en inglés, pero no era inglés del todo: era como si un extranjero hubiera aprendido el idioma a la perfección pero no hubiera tenido ocasión de añadirle los pequeños usos que un hablante nativo habría ido incorporando. De hecho, era un inglés demasiado bueno. Demasiado perfecto. Sin las palabras arrastradas ni los leves fallos que salpicaban las conversaciones de los nativos. Bob se quedó sentado en su charco de oscuridad, que por suerte aún no era un charco de nada más, y dijo:
—Bueno, señor, la cosa es que esperábamos una chica, pero no vea el puñetazo que se gasta esa damisela, que hasta tumbó a uno de mis chicos. ¡Y los hay que fueron boxeadores, señor! Era rápida y lista, señor, y se defendía como una mala bestia, y usted dijo que la devolviéramos al barco de una pieza. Por desgracia, si le soy sincero, señor, mis chicos también querían volver a casa de una pieza. Dicen que no habían visto nunca a una chica que soltara patadas, escupitajos y puños como debe ser, y uno de ellos ahora camina raro y tiene un ojo morado, y a otro le han arrancado dos dedos. O sea, la primera vez nos pilló por sorpresa, pero lo único que hizo fue correr como una loca y pudimos recuperarla y dejarla atada en el carruaje. Claro que, después de aquello, llegamos tarde al barco, que es por lo que se la estábamos trayendo a usted.
Bob el Filos tenía la sensación de estar pisando terreno muy pantanoso, y eso que, al fin y al cabo, apenas había sido culpa suya.
—Como le he dicho antes a su socio, señor —siguió diciendo—, al segundo intento habría salido todo bien, pero la chica abrió la puerta de una patada y saltó del carruaje en medio de esa tormenta horrible que hubo. Su cochero no pudo frenar el tiro, señor, no con lo mucho que llovía. Circunstancias muy poco frecuentes. Difíciles de predecir.
En el silencio se oyó el sonido de una página al pasar.
—Y en apariencia, don Bob el Filos, una persona… —Más sonido de páginas—. Una persona llamada Perillán dejó heridos a dos de sus hombres y estuvo a punto de ahogar a uno en una canaleta. Tengo la sensación de que tal vez debería haberlo empleado a él en lugar de a ustedes.
El hombre que se hacía llamar Bob el Filos no se sentía demasiado afilado en aquel momento.
—Todavía puedo serle de ayuda, señor, y más teniendo en cuenta que ya me debe una buena suma por haber localizado a la chica en un principio. Le pasé la factura hace ya un tiempo, si no me equivoco…
Su interlocutor hizo caso omiso de la última frase y respondió:
—Querría dar por sentado que me trae alguna noticia relativa a esta pequeña complicación. Tengo entendido que sabe alguna cosa más de ese buscapleitos. Haga el favor de iluminarme, si es tan amable.
—Ha estado preguntando por ahí, señor —dijo Bob el Filos—, podría decirse que de forma muy metódica, señor.
Bob el Filos estaba satisfecho de haber usado la palabra «metódica» en su explicación, pero se desinfló cuando la voz, innecesariamente cortante a su parecer, replicó:
—Por todos los cielos, caballero, ¿acaso no es capaz de emplear la iniciativa propia?
Bob el Filos sabía lo que era una iniciativa, pero en aquel instante no estaba seguro de poseer ninguna.
—El que va haciendo preguntas no es un cualquiera, ya sabe por dónde voy —dijo, esperanzado—. Tiene contactos en la calle, cosa que lo complica todo un poco.
Aquella voz furiosa no estaba sentando nada bien a la vejiga de Bob el Filos. La situación no mejoró al volver a oírla desde la penumbra.
—¿Acaso trabaja para algún policía… para un peeler, como creo que los llaman?
¡Un peeler, decía! ¡Menuda palabreja para todo un caballero pudiente! Los condenados, condenados peelers. No se dejaban sobornar y no se dejaban trabar amistad, al contrario que los viejos corredores de Bow Street, y en su mayoría los policías nuevos eran veteranos de guerra. Si alguien había estado en alguna de las guerras recientes y regresaba con todos los trozos aún pegados al cuerpo, solo podía significar que era un tipo duro o que tenía mucha, mucha suerte. El cabrón del señor Peel los había enviado por ahí a meterse en los asuntos de todo el mundo y ellos no aceptaban un no por respuesta, y en general no aceptaban ninguna respuesta que no fuese: «Como usted diga, iré sin montar jaleo, señor». Si los tenías de uñas contigo, ya podías chillar que te rendías, que te requeterrendías o chillar hasta que se te cayeran los ojos, que los muy hideputas ni siquiera te ayudarían a ponértelos otra vez. Para colmo, bebían como cosacos, rugían como el demonio y no se hacían amigos de nadie… incluidos, y eso era lo más extraño, los ricos. Y sin duda alguna, incluidos también quienes se movían al borde de la ley, como el propio Bob, que hasta hacía poco había confiado en los chicos de Bow Street, tan… comprensivos, sobre todo cuando tintineaba el dinero.
¿Qué podía hacerse con hombres como los peelers, que no respetaban a nadie salvo al propio sir Robert Peel? Su mera mención suponía un problema adicional con el que debía lidiar la vejiga de Bob el Filos. Una cierta cantidad de miedo fluyó por su pierna mientras decía, cauteloso:
—No, no trabaja para los peelers, señor. Es un tipejo, señor, aunque en realidad es más bien un pillastre, señor, no sé si capta por dónde voy.
La respuesta fue un silencio gélido, seguido de:
—No tengo intención de captar nada de usted, don Bob. ¿Qué es un pillastre?
El hombre pronunció la palabra como si estuviera sacando un ratón muerto del plato de sopa o, para ser más exactos, medio ratón muerto.
Bob el Filos, que en las circunstancias actuales cayó en la cuenta de que solo la mitad de su propio nombre era exacta, se vio en apuros. ¿No sabía todo el mundo lo que era un pillastre? ¡Pues claro que sí! Bueno, por lo menos lo sabía todo londinense. Un pillastre era… ¡era un pillastre, y punto! Era como preguntar qué es una pinta de cerveza o qué es el sol. Un pillastre era un pillastre, aunque Bob decidió completar un poco la definición antes de responder a la peligrosa voz de la oscuridad.
—Un pillastre, a ver, bueno, un pillastre es alguien que conoce a todo el mundo, y todos le conocen a él, y a lo mejor sabe alguna cosa de todos que igual preferirían que no supiera. Y, hum, bueno, es espabilado y artero, no exactamente un ladrón pero las cosas sí que parecen querer ir a parar a sus manos sin mucho motivo. Puede hacer alguna trastada, y lleva puesta la calle como un abrigo. Perillán… bueno, además Perillán es alcantarillero, así que también sabe las cosas que pasan en las alcantarillas. Un alcantarillero, señor, es alguien que baja ahí abajo para buscar monedas y tal, que puedan haberse caído por el desagüe. —Mencionar los desagües incomodó un poco más a Bob el Filos, que se removió inquieto y añadió—: Lo que quiero decir, señor, es que es un tipo de los más tipos, podría decirse, de los que hacen la ciudad un poco más interesante, ¿me entiende? Y estos últimos días ha estado juntándose con gente pudiente.
Sudando la gota gorda y sin dejar de moverse en su asiento, Bob el Filos esperó sentencia. Por encima del frenético latido de su corazón, le pareció entreoír tenues susurros más allá del muro de fuego. ¡Conque había más de una persona con él en la sala! Aquello lo inquietó aún más; la cosa no iba pero que nada bien.
Al cabo de un tiempo, la voz dijo:
—No tenemos el menor interés en la gente interesante. Pueden ser peligrosos. Sin embargo, si el tal Perillán está haciendo preguntas sobre la chica, podría encontrarla o incluso tal vez ya sepa dónde está, y en consecuencia le encargo que se asegure de tenerlo vigilado en todo momento, ¿entendido? Y por supuesto, huelga decir que de ningún modo debe saber que está siendo observado. ¿He sido claro, don Robert? Porque suelo hacerlo. Se trata de un asunto muy delicado, y me decepcionará en gran medida que la situación no se lleve a buen término. No tengo intención de explayarme, pero sin duda comprenderá las consecuencias últimas de un fracaso absoluto por su parte. Queremos a esa chica, don Bob. La queremos de vuelta.
»Por cierto, don Bob, uno de mis asociados lo tomará ahora por el brazo y lo llevará a un lugar donde pueda, por así decirlo, hallar algún alivio. Puede llevarse los soberanos como muestra de buena fe, y confiamos en que se haga merecedor de ellos.
Bob el Filos pensó que el oro de un extranjero valía lo mismo que el de cualquiera, pero los extranjeros traían problemas y él no veía el momento de acabar con todo aquello.
Después de guardarse los soberanos y disfrutar de la bendita liberación de los meaderos, Bob el Filos se dejó llevar de vuelta al condenado carruaje, que por las sacudidas debió de traquetear por todo Londres antes de que Bob saliera a empujones cerca de su despacho, con los sesos trabajando en lo que sabía del chaval llamado Perillán.
Uno de los caballeros invisibles sentados en la oscuridad de la sala se inclinó hacia delante y, pasando a su idioma natal, dijo al interlocutor de Bob:
—¿Estáis seguro del todo acerca de este hombre, mi señor? Al fin y al cabo, podríamos contratar al Peregrino. He hecho indagaciones y está disponible en estos momentos.
—No. A veces el Peregrino es muy aparatoso, un riesgo; esto podría ponerse… político, si llegara a saberse que hemos recurrido a él. Sería preferible que no provocáramos un… incidente. No, el Peregrino es el último recurso. Me he enterado de lo que hizo a la familia del embajador griego, y no había por qué propasarse de ese modo. Ni en sueños mandaré llamar a individuos como él hasta que todas las demás vías se demuestren ineficaces. Si este buscapleitos insiste en buscar pleitos, o bien si mete a otros en el asunto… bueno, en ese caso tal vez debamos reconsiderarlo. Pero de momento, sigamos valiéndonos de este Robert Sharp. No puede resultarle tan difícil encontrarnos una chica, ¿verdad que no? Ni seguir a un golfillo mugroso. Siempre podemos librarnos de él más adelante si se vuelve… incómodo.