Capítulo 2

En el que Perillán encuentra a un moribundo y un

moribundo encuentra a su Dama, y en el que Perillán

se convierte en rey de los alcantarilleros

Mientras las campanas daban las cinco en punto, la señora Sharples despertó con un ruido que solo puede transcribirse como «¡Blort!». Su mirada se llenó de veneno al posarse en Perillán y acto seguido recorrió la habitación en busca de signos de felonía.

—Muy bien, pequeño gran cuja, ya has dormido bien calentito en un dormitorio cristiano, como se te prometió… y sospecho que por primera vez en tu vida. Ahora largo de aquí, pero ¡ojo! Voy a estar vigilándote como un ciclón hasta que hayas salido por la puerta de atrás, vaya si no.

Palabras desagradables e ingratas, igual que la mujer que las había pronunciado y estaba haciendo desfilar a Perillán por la sucia escalera del servicio hasta la cocina, cuya puerta al exterior abrió con tal fuerza que rebotó contra la pared y volvió a cerrarse sola para gran diversión de la cocinera, que había observado toda la pantomima.

Con la maltratada puerta delante, Perillán dijo:

—Ya oyó anoche a don Charlie, señora, y es un hombre muy importante. Me ha encargado una misión, y creo yo que a los misioneros se les da aunque sea un bocado para desayunar antes de ponerlos de patitas en la calle fría. Me da que a don Charlie no le haría mucha gracia que le contara la falta de hospitalidad que ha tenido conmigo, señora Sirles.

Casi por instinto, había intentado ofender a la mujer retorciendo su apellido, y se quedó bastante satisfecho aunque ella no pareciera darse cuenta. En cambio, la cocinera sí lo había notado, y su risa tuvo un tono burlón. Perillán nunca había leído un libro abierto, pero en caso contrario la cocinera habría sido exactamente como uno de ellos: era increíble lo mucho que se podía averiguar de alguien por una mirada, un resoplido o incluso un pedo, si se hacía caer en el punto exacto de la conversación. Estaba el lenguaje y luego estaba el otro lenguaje de las entonaciones, las miradas, los minúsculos gestos de la cara, las pequeñas costumbres que pasaban desapercibidas a su autor. Quienes creían que habían puesto una cara inexpresiva no se daban cuenta de que estaban gritando a viva voz sus pensamientos más íntimos para cualquiera que conociese los signos, y en aquellos momentos el signo que flotaba en el aire como sostenido por un ángel era que la cocinera no tenía gran aprecio al ama de llaves, y que la aversión era suficiente para que no le importara burlarse de ella aun con Perillán presente.

En consecuencia, Perillán adoptó un ademán un poquito más cansado, un poquito más asustado y un poquito más suplicante que el habitual. Al instante la cocinera lo llamó a su lado con un gesto y le dijo en voz baja, pero no tan baja como para que no la oyera el ama de llaves:

—Muy bien, mozo, tengo unas gachas en el fogón. Puedes comerte unas pocas, y te llevarás un trozo de cordero que solo huele un poco, y yo diría que has comido cosas peores. ¿Te parece bien?

Perillán estalló en lágrimas, lágrimas de las buenas, llenas de alma y grasa —pues también había algo de cuerpo en ellas—, y cayó de rodillas, unió las palmas de las manos y, con profunda sinceridad, exclamó:

—¡Dios la bendiga, señora, Dios la bendiga!

Aquel teatro desvergonzado le valió un gran cuenco de gachas con una cantidad de azúcar más que aceptable. El cordero aún no había alcanzado el estado de amenazar con echar a andar por sí solo en cualquier momento, así que lo aceptó agradecido: al menos serviría como base para un buen estofado. Perillán se apresuró a guardarse en el bolsillo el paquete envuelto en papel de periódico, por si acaso se evaporaba. En cuanto a las gachas, meneó la cuchara hasta que no quedó ni una gota, para evidente aprobación de la cocinera, una mujer de la que debe decirse que bamboleaba todo lo bamboleable al moverse, incluyendo la barbilla.

Perillán la había clasificado como aliada, al menos contra el ama de llaves, que seguía mirándolo con ojos hostiles, pero de pronto la cocinera le agarró una mano y exclamó, con mucha más voz de la necesaria:

—Y ahora te vendrás conmigo para la recocina, mozo, a ver cuántas cosas has robado de aquí. —Perillán intentó zafarse de ella, pero ya se ha mencionado que era una mujer fornida, como suelen ser las cocineras, y mientras tiraba de él añadió en un susurro—: No rechistes. ¿Te han parido tonto o qué? ¡Cierra el pico y haz lo que te diga!

La cocinera abrió una puerta e hizo que Perillán bajara unos escalones de piedra, que daban a una cámara que olía a encurtidos. Después de cerrar la puerta tras ellos se relajó un poco.

—Esa vieja pelleja del ama de llaves va a jurar y perjurar que anoche te guardaste un buen montón de baratijas en los bolsillos —dijo—, y puedes estar seguro de que será ella quien las haya cogido. En cuyo caso, diría que cualquier amistad que puedas haber entablado aquí se esfumará como el rocío de la mañana. En esta familia son gente decente, y siempre tienen el brazo tendido cuando llega alguien a quien la vida se lo niega, desde los artesanos arruinados hasta las mujeres caídas que quieren levantarse otra vez. Por aquí vienen bastantes de ellos, y muchas de sus historias son verdaderas, créeme, que sé distinguirlas.

Con toda la educación posible, Perillán intentó apartar las manos de la cocinera de sí mismo. Parecía estar registrándolo mucho más a fondo de lo necesario, con cierto entusiasmo y un brillo particular en los ojos.

La mujer vio su expresión y dijo:

—Yo no siempre he sido la vieja gorda que ves ahora. Una vez también caí y volví a levantarme. Hay que pensar siempre así, chico: todo puede subir si se le añade la suficiente levadura. No siempre fui como ahora; madre mía, si me hubieras visto en mis tiempos te habrías quedado impresionado, y supongo que también bastante atento… y tal vez, en un par de ocasiones, avergonzado.

—Sí, señora —dijo Perillán—. Y por favor, ¿podría dejar de palparme?

La mujer rio, provocando una oscilación de papadas antes de decir, con bastante más solemnidad:

—Me ha contado la chica de la cocina que, por lo visto, anoche ayudaste a salvar a una pobre chica de unos rufianes. Y sé, de verdad sé, que te van a cargar algún muerto si no te cuento cómo están las cosas. Así que, amiguito, ya estás dando a la tía Quickly todo lo que pensabas afanar de aquí, y yo me ocuparé de que vuelva a su sitio. Me gusta esta familia y no quiero que les roben, ni aunque lo haga un mozo tan vivaracho como tú. Así que confiesa y se te perdonarán los pecados y saldrás de aquí sin manchas en el alma, aunque ojalá pudiera decir lo mismo de las manchas que tienes en todo lo demás. —Arrugó la nariz al comprobar el estado en que el chico llevaba los pantalones.

Con una sonrisita, Perillán le entregó una cuchara de plata.

—Una cuchara —dijo—, ¡y es porque la tenía en la mano cuando usted me ha arrastrado hasta aquí! —Sacó la baraja de cartas—. Y esto, señora, me lo dio el señor Dickens.

Aun así, aunque sonriendo, la cocinera volvió a registrarlo y en esa ocasión encontró su cuchillo, sus nudilleras y su palanqueta. Las pasó por alto con un silencio elocuente, pero también le obligó a descalzarse para pasar revista a los zapatos, momento en que el olor le provocó una mueca, un gesto exagerado de taparse la nariz con la mano y la firme determinación de que Perillán volviera a calzarse a toda prisa.

—No llevarás nada metido en el salvohonor, ¿verdad? —preguntó, jovial—. No serías el primero que lo intenta. No, tranquilo, que no voy a mirar: tienes más carne en las costillas que casi todos los de tu calaña, lo que significa que o bien eres bastante inocente o bien muy listo. Me da la sensación de que es lo segundo, y me sorprendería mucho que fuese lo primero. Bueno, lo que voy a hacer ahora es arrastrarte escalera arriba, gritándote como a la escoria que eres para que lo oiga la vieja pelleja. Lo que gritaré es que te he registrado a fondo, arriesgando mi propia salud, y que voy a echarte con las manos vacías. Después de haberte gritado, te sacaré por la puerta de una patada para mantener las apariencias y luego volveré al trabajo, que disfrutaré muchísimo más sabiendo que el vejestorio está en alguna parte echando espumarajos por la boca. —Observó a Perillán despacio, como evaluándolo—. Eres alcantarillero, ¿verdad?

—Ah, sí, señora.

—Mucho trabajo por poco dinero, o eso dicen.

«Nunca digas todo a nadie». Por tanto, Perillán dijo:

—En fin, no sé, señora, yo me voy ganando la vida.

—Bueno, venga, hagamos nuestra pantomima para quienes seguro que escuchan y ¡aire!, pero recuerda que puedes venir a ver a la vieja Quickly si te hace falta una amiga. Te lo digo de corazón: si te puedo echar una mano, solo tienes que silbar. Y si yo llamo a tu puerta en tiempos difíciles, no me la cierres en la cara.

El sol apenas se distinguía entre el humo, la niebla y el rocío, pero para alguien como Perillán daba la luz de un día despejado. Un poco de luz solar venía bien porque secaba la ropa, habría llegado a admitir Perillán, pero él prefería las sombras y, a ser posible, las alcantarillas. En aquellos momentos una parte de él anhelaba el sosiego de la oscuridad.

Así que aplicó su palanqueta a la tapa de desagüe más cercana y se dejó caer a lo que no era una superficie tan espantosa como podría haber sido. La tormenta de la noche anterior había tenido la gentileza de volver la alcantarilla un poco más soportable. Allí abajo habría más alcantarilleros, claro, pero Perillán tenía buen olfato para el oro y la plata.

Solomon siempre decía que su perro, Onán, tenía buen olfato para las joyas. Perillán se lo reconocía de mil amores, porque algo bueno tenía que tener el pobre y ya daba bastante vergüenza a veces, pero era cierto que la carita puntiaguda del perro se encendía siempre que olfateaba rubíes. De vez en cuando Perillán se lo llevaba con él a la penumbra de las alcantarillas y, si el asombroso hocico de Onán hallaba algo de valor allí abajo, Solomon le daba ración doble de mollejas de pollo al volver a casa.

A Perillán le habría gustado tener al perro consigo aquel día, ya que el oído de Onán era tan aguzado que podía oír un chaparrón repentino a millas de distancia corriente arriba, en cuyo caso ladraba. Pero había bajado al subsuelo demasiado lejos y no tenía tiempo de ir a casa a buscarlo, así que tendría que apañárselas solo, cosa que al fin y al cabo se le daba bastante bien. Si se era listo y hábil, como Perillán, se podía recoger el botín y haber salido al aire fresco mucho antes de que la primera crecida de agua de tormenta bajara por los túneles.

Pero era como si la tormenta de la noche anterior hubiera vaciado el firmamento. En los túneles reinaba la quietud de una presa de molino: había algún charco pequeño que otro, además del chorrito que bajaba por el centro de la alcantarilla. Tras una tormenta, allí abajo solía oler a… bueno, a cosas muertas, patatas podridas y aire rancio. Y en los últimos tiempos, por desgracia, también a mierda. Perillán se enfadaba siempre al pensarlo. Por lo que le había explicado Solomon, unos tipos llamados los romanos habían construido las alcantarillas para hacer que el agua fluyera hacia el Támesis en vez de meterse en las casas de la gente. Pero últimamente había ricachones tendiendo tuberías entre sus pozos negros y las alcantarillas, cosa que a Perillán le parecía una gran injusticia. Ya daban bastante trabajo todas las ratas que había allí abajo, para además tener que preocuparse de no pisar ningún ricardo[*].

Por las tapas de los desagües, que tenían agujeros para permitir que fluyera el agua, se filtraba una buena cantidad de luz, pero en realidad ser alcantarillero significaba tantear con los dedos de las manos (y a veces también los de los pies) en busca de cualquier objeto pequeño pero pesado que el agua corriente hubiera enganchado en los ladrillos llenos de grietas. Pero además de con los dedos, también había que buscar con la mente y con el instinto, y precisamente eso era la esencia del oficio de alcantarillero. A Perillán se lo había enseñado el Abuelo, que siempre decía que podía llegar a hacerse tan natural que acababas oliendo el oro hasta en medio de los ricardos.

Perillán no sabía gran cosa de los romanos, pero las alcantarillas que habían construido eran viejas y su condición general era la de estar cayéndose a trozos. Sí, de vez en cuando bajaban cuadrillas a remendar la obra, pero siempre era cuestión de una chapuza aquí y otra allá, pocas veces trabajo sustancioso. Los miembros de las cuadrillas —a las que asignaban trabajo oficial a veces, apuntalando y reparando partes de aquel subsuelo en proceso constante de derrumbe— perseguían a los alcantarilleros si los veían, pero nunca eran tan jóvenes como para que Perillán no pudiera darles esquinazo sin problemas. Además, eran obreros con sus horarios establecidos, y un alcantarillero podía trabajar toda la noche si le convenía, palpando en los escondrijos donde se había caído un ladrillo de la pared o allí donde el suelo no estuviera nivelado. Los mejores sitios eran los que hacían formar pequeños remolinos al agua y podían ofrecer botines de peniques, monedas de seis, cuartos, medios cuartos y —si se tenía mucha, mucha suerte— a veces hasta soberanos y coronas, y tal vez hasta broches, agujas de plata para sombrero, anteojos, relojes y anillos dorados. Los objetos pequeños daban vueltas y más vueltas en aquel oscuro tiovivo, de forma que, si eras un alcantarillero con suerte y creías en la Dama de los Alcantarilleros, tal vez tuvieras (sí, tú) la suerte de encontrar una bola de fango pegajoso con forma de enorme pudin de ciruela. Era el legendario tesoro que los alcantarilleros conocían como el «alcantarillón», un cofre que se podía abrir estrellándolo contra el suelo, capaz de solucionar la vida a quien lo hallase.

Perillán había encontrado todos aquellos objetos por separado en algún momento, y muy de vez en cuando varios de ellos juntos en el pequeño recoveco de una grieta, de cuyo emplazamiento hacía memoria para luego volver en más ocasiones, por supuesto. Pero aunque a menudo lograba volver con varios objetos de valor que provocaban una sonrisa a Solomon, nunca había topado con el gran montón de mugre y joyas que le abriría la puerta a una vida mejor.

«Pero en fin —pensó—, ¿qué vida hay mejor que el alcantarilleo, al menos si eres un Perillán?». El mundo, es decir, Londres, estaba construido para él y solo para él: funcionaba a su favor, como si esa hubiera sido la intención de la Dama desde un principio. Las joyas de oro y las monedas pesaban y se quedaban atrapadas con facilidad, mientras los gatos muertos, las ratas y los ricardos tendían a flotar, y menos mal, porque a nadie le gustaba pisar un ricardete. Sin embargo, mientras Perillán palpaba la alcantarilla, casi por instinto pero metódicamente y preocupándose de comprobar todas sus trampas favoritas sin dejar de ver si había alguna nueva, estaba pensando: «¿Qué haría un alcantarillero si encontrara algo tan valioso como un auténtico alcantarillón?». Perillán conocía a los demás alcantarilleros y, cuando tenían un buen día, ¿qué hacían con el botín? ¿A qué dedicaban el dinero ganado con el sudor de su frente y el chapoteo de sus pies por el fango? Se lo bebían, y cuanto más sacaban más bebían. Los más sensatos apartaban un poco para comer y pasar la noche en una cama, pero al amanecer volvían a ser pobres.

¡Hubo un tintineo bajo sus dedos! Era el sonido de dos monedas de seis peniques juntas, en el lugar que él llamaba Fiel Amigo. Un buen principio.

Perillán sabía que jugaba con ventaja respecto a los demás alcantarilleros; por eso se permitía saltarse todas las reglas y había bajado a los túneles mientras había tormenta, y le habría salido bien la jugada de no ser por aquella pelea y lo que había venido después. Porque si se tenía ojo para el negocio, había lugares allí abajo donde un alcantarillero podía esperar en una burbuja de aire mientras el mundo rugía y se agitaba a su alrededor. Perillán había encontrado un sitio de los buenos y, aunque en él hiciera un frío del demonio, luego sería el primero de la zona en recoger la cosecha nocturna. Ahora tenía que darse prisa porque ya habría otros alcantarilleros subiendo hacia él… y de pronto distinguió un destello en la oscuridad, un reflejo del sol en algo. Se apagó al instante, pero Perillán apuntó el lugar mentalmente y avanzó con cautela hacia donde su cerebro le decía que se había originado el brillo, para encontrar un montón de barro sobre el pequeño banco de arena que se formaba donde una alcantarilla más pequeña desembocaba en aquella. Aún caía un hilo de agua por la pared.

Allí estaba… una rata muerta, y entre sus fauces lo que parecía un diente de oro pero resultó ser, casualidades de la vida, medio soberano que la rata tenía bien agarrado. Nunca había que tocar las ratas si podía evitarse, motivo por el que Perillán siempre llevaba encima una palanca pequeña para sus excursiones subterráneas. Ayudándose también con el cuchillo, abrió las repugnantes mandíbulas y liberó el medio soberano. Sostuvo la moneda con el filo del cuchillo y la levantó al chorrito que caía por la pared, para darle lo que podría llamarse un lavado.

¡Ojalá todos los días fuesen tan buenos como aquel! ¿Quién iba a querer un trabajo como Dios manda, en días como ese? Un deshollinador de los buenos tendría que trabajar una semana entera para ganar el dinero que él acababa de encontrarse. ¡Ah, no había nada como ser alcantarillero en un día como aquel!

Entonces oyó el gemido…

Perillán rodeó la rata y se metió en la alcantarilla más pequeña, que estaba medio atascada por escombros —en su mayor parte trozos de madera, algunos afilados como cuchillos— y todos los demás restos desplazados por la tormenta de la noche anterior. Pero la atónita mirada de Perillán descubrió que la mayoría de los escombros eran un hombre, y que ese hombre no tenía buen aspecto: había poca cosa donde debería haber habido un ojo, pero el otro estaba abriéndose y mirando a Perillán a la cara. Perillán devolvió la mirada a un rostro que olía a rayos y sintió un escalofrío, porque lo conocía.

—Eres tú, Abuelo, ¿verdad? —dijo.

El alcantarillero más viejo de Londres tenía aspecto de haber sufrido horripilantes torturas, y Perillán casi vomitó al observar el resto de su cuerpo. El pobre debía de haber bajado a trabajar a solas, igual que Perillán, y se quedó enganchado cuando llegó la crecida, que debía de traer de todo, todo lo que alguien hubiera tirado o perdido o quisiera ocultar o quitarse de encima. Buena parte de ello parecía haber chocado contra el Abuelo, que aun así estaba intentando incorporarse, cubierto de cardenales, sangrando y con la piel teñida de todos los tonos del dolor, los que solo una alcantarilla inundada podía infligir.

El Abuelo escupió barro, o al menos Perillán esperó que fuera solo barro, antes de decir:

—Ah, eres tú, Perillán. Me alegro de verte con tan buena planta, por así decirlo. Eres buen chico, siempre lo he dicho, y más listo de lo que yo he sido nunca, ya lo ves. Así que lo que quiero que hagas ahora, ahora mismo, es conseguir una pinta del peor brandy que encuentres, bajarla aquí y echármela por esto que antes era mi garganta, ¿entendido?

Perillán intentó apartar escombros de encima del hombre, que gimió de nuevo y masculló:

—Sé lo que hago, créeme. Estoy más que para el arrastre, idiota de mí, ¡y a mis años! Tendría que habérmelo pensado dos veces, pero soy un viejo chocho. Me da que hoy he comido más que el celemín que me corresponde, así que toca morirse. Anda, sé buen chico y tráeme el licor deprisa. Así me gusta. Tengo una de seis, una corona y cinco peniques en la mano derecha, que sé que siguen ahí porque los noto, y son todos para ti, mi niño, mi chico con suerte.

—Eh, eh —dijo Perillán—. ¡No voy a cogerte nada, Abuelo!

El viejo alcantarillero negó con la cabeza, o con lo que quedaba de ella.

—En primer lugar —replicó—, no soy tu abuelo de verdad. Los chavales me llamáis así solo porque soy mayor que todos vosotros. ¡Y por la Dama que vas a quedarte con mis cosas cuando no esté, porque eres alcantarillero y los alcantarilleros cogemos lo que encontramos! Bueno, sé dónde estoy y sé que hay una licorería al doblar la esquina, corriente abajo. He dicho que brandy, el peor que tengan, y después recuérdame con afecto. ¡Y ahora vete cagando leches o te perseguirá la maldición de un alcantarillero moribundo!

Perillán salió a toda prisa por el siguiente desagüe, encontró una licorería más bien mugrosa, compró no una sino dos botellas de un brandy que olía como si pudiera cortarle la pierna a un hombre, y casi antes de que murieran los ecos de su salida ya estaba descendiendo de vuelta a la alcantarilla.

El Abuelo seguía allí, chorreando a base de bien, pero compuso algo parecido a una sonrisa cuando vio a Perillán, que le entregó la primera botella abierta para que se la echara al gaznate de un gran trago. Parte del coñac le cayó por la barbilla mientras pedía la otra botella por gestos.

—Esto va a venirme muy bien, ya lo creo que sí —dijo—. Así es como debe marcharse un alcantarillero. —Su voz se redujo a un susurro mientras asía a Perillán con su mano menos mala—. La he visto, chaval. He visto de verdad a la Dama, plantada donde estás tú ahora, toda de oro y carmesí y brillando como el sol reflejado en un soberano. Me ha lanzado un beso, me ha hecho un gesto de que la siguiera y se ha dado el piro, solo que todo con mucha finura, claro.

Perillán no sabía qué decir, pero logró decirlo de todas formas.

—Me has enseñado mucho, Abuelo. Me has explicado quién es la Dama de las Ratas. Así que venga, acaba de quitarte el gusto a alcantarilla de la boca y luego creo que puedo sacarte y llevarte a un sitio mejor. ¿Lo intentamos, por favor?

—Ni de milagro, chaval. Me da que, si ahora intentaras levantarme, me caería a cachos, pero sí que te agradecería que te quedaras conmigo un rato. —Hubo otro sonido líquido en la oscuridad cuando el Abuelo siguió bebiendo del ardiente brandy—. Aprendiste a toda leche, eso te lo reconozco; la mayoría de los chavales que veo por ahí no tienen nariz de alcantarillero y no hay más que hablar, pero a ti daba gusto verte estos años, dedicándote al alcantarilleo como si fueses un profesor de esos que buscan y buscan en todos los libros. Te he visto mirar un montón de mierda asquerosa y he visto cómo se te iluminaban los ojos, como si supieras que debajo había algo valioso. Es a lo que nos dedicamos, chaval, a encontrar el valor en lo que tiran los de arriba, en lo que no les importa. Y eso vale también para las personas. Te he visto alcantarillear, chaval, y he sabido que lo llevabas en la sangre, igual que yo. —Tosió, y algunas partes de su cuerpo roto emprendieron una danza más bien terrible—. Sé cómo me llaman, Perillán: el rey de los alcantarilleros. Pues yo digo que ahora el rey eres tú y que tienes mis bendiciones. —Lo que quedaba de su boca sonrió—. Nunca has sabido quién era tu padre, ¿verdad, chaval?

—No, Abuelo —respondió Perillán—. Nunca lo he sabido ni creo que mi madre lo supiera, aunque tampoco sé quién era ella. —El agua seguía goteando del techo, pero Perillán miraba a la nada—. Pero para mí tú siempre has sido el Abuelo, eso lo tengo claro, y si no me hubieras enseñado el alcantarilleo, me habrían salido canas antes de encontrar todos los sitios de aquí abajo, como el Torbellino, el Dormitorio de la Reina, el Laberinto Dorado, la calle Soberano, Voltereta de Botón y Respira Tranquilo. Madre mía, ese sitio me salvó el pellejo una docena de veces cuando estaba aprendiendo. Muchas gracias por todo eso, Abuelo. ¿Abuelo? ¡Abuelo!

Perillán percibió algo en el aire, o quizá el sutil sonido de algo que había estado allí cuando, suavemente, dejaba de estar. Pero seguía habiendo alguna cosa, y Perillán notó al inclinarse que el último aliento transportaba algo que se quedó flotando mientras, desde dondequiera que estuviese, el Abuelo decía:

—Veo a la Dama, chaval, veo a la Dama…

El Abuelo le sonreía, y siguió sonriéndole hasta que se apagó la luz de sus ojos, momento en el que Perillán alargó el brazo y, con mucho respeto, abrió la mano del hombre para tomar la herencia que era suya por derecho. Separó dos monedas, que puso con gesto solemne en los ojos del Abuelo porque… bueno, porque siempre se había hecho y había que hacerlo, y punto. Entonces miró a la oscuridad y dijo:

—Dama, le envío al Abuelo, un tipo decente que me enseñó todo lo que sé de alcantarillear. Procure no ponerlo muy nervioso, porque se pone a soltar tacos y no para.

Salió de la alcantarilla como si le pisaran los talones todos los demonios del Infierno. Como sospechaba que bien podía ser el caso, corrió la corta distancia que había hasta Seven Dials y la relativa civilización de la pequeña buhardilla donde Solomon Cohen vivía, trabajaba y hacía negocios, el desván de una casa de vecindad en lo alto de la escalera, con vistas a cosas que seguramente Perillán no querría ver.