Capítulo 1

En el que conocemos a nuestro héroe, y el héroe conoce

a una furtiva de la tormenta y se enfrenta a don

Charlie, un caballero conocido por

cierta afición a juntar letras

La lluvia azotaba Londres con tanta fuerza que parecía un baile de gotas, cada una de ellas compitiendo con sus compañeras por la supremacía en el aire y guardando cola para estrellarse contra el suelo. El agua caía en tromba. Las alcantarillas y desagües rebosaban y devolvían —regurgitaban, por así decirlo— unos desechos de fango, limo y mugre, de cadáveres de perros, cadáveres de ratas, gatos y cosas peores; entregaban de vuelta al mundo de los hombres todo lo que estos habían creído dejar atrás; fluían, atropellados y borbollantes, hacia el desbordado y acogedor río Támesis; escapaban de entre sus márgenes con la espuma y los remolinos de una sopa inenarrable que hirviera en un caldero espantoso, bocanadas que daba el propio río como un pez agónico. Pero los que sabían del asunto siempre decían que la lluvia de Londres, por mucho que lo intentara, jamás podría limpiar la ruidosa ciudad, pues sus esfuerzos solo lograban dejar al descubierto la siguiente capa de suciedad. Y en aquella noche sucia había asuntos apropiadamente turbios que ni siquiera la lluvia podía lavar.

Un lujoso carruaje de dos caballos cruzaba el agua calle abajo, su presencia pregonada por el chillido de un trozo de metal clavado cerca del eje. Y también hubo un chillido de verdad, un segundo chillido humano, cuando la puerta del carruaje se abrió de un manotazo y alguien bajó con torpeza al chorro del desagüe, que esa noche hacía las veces de fuente. Otras dos siluetas se apearon del carruaje, maldiciendo con un vocabulario tan colorido como oscura era la noche, y aún más sucio. Bajo el chaparrón, iluminado por un oportuno relámpago, la primera figura intentó escapar pero tropezó, cayó y sufrió el asalto de las otras dos, con un grito que costaba distinguir en el estruendo pero que tuvo un contrapunto casi sobrenatural en el chirrido metálico de una tapa de alcantarilla, que se abrió para dejar salir escurriéndose a un joven flaco que se movía con la velocidad de una serpiente.

—¡Dejad en paz a esa chica! —gritó.

Hubo una blasfemia en la oscuridad cuando uno de los agresores cayó hacia atrás, sus piernas barridas del suelo. El joven no era ningún peso pesado pero, de algún modo, estaba en todas partes, lanzando puñetazos reforzados por unas nudilleras de latón, la bendición de los superados en número. Y al verse superados en número por uno a dos, los asaltantes ahuecaron el ala mientras el joven los perseguía, descargando golpe tras golpe. Pero estaban en Londres y llovía y estaba oscuro, y los hombres se dedicaron a hacer zigzag por callejones y travesías, desesperados por llegar a su coche de caballos, así que el joven los perdió, y entonces aquella aparición salida de las alcantarillas dio media vuelta y volvió hacia la chica derribada con la rapidez de un galgo.

Se arrodilló y, para su sorpresa, ella lo agarró por el cuello de la camisa y, en lo que él interpretó como el idioma inglés hablado por una extranjera, le susurró:

—Quieren hacerme volver. Ayúdame, por favor.

El chico se levantó de un salto, sus ojos llenos de recelo.

En aquel momento, en la madre de todas las noches tormentosas, quiso el azar que dos hombres que también sabían cuatro cosas sobre la suciedad de Londres estuvieran paseando, o más bien vadeando, por la misma calle, volviendo raudos a casa con los sombreros calados; llevarlos bien ceñidos era buena idea, pero no podía funcionar de ningún modo porque en aquel chaparrón parecía que el agua rebotaba y llegaba tanto desde abajo como desde arriba. Cayó otro relámpago, y entonces uno de ellos dijo:

—¿Eso que hay en la canaleta es una persona tumbada?

Cabría pensar que la tormenta lo oyó, porque lanzó un nuevo relámpago cuyo brillo silueteó una figura, un montículo… una persona, hasta donde alcanzaban a distinguir los hombres.

—¡Por todos los cielos, Charlie, es una chica! Empapada hasta los huesos y tirada en la canaleta, me parece —dijo uno de ellos—. Vamos.

—¡Eh, tú! ¿Qué crees que haces, amigo?

A la luz de la ventana de un pub que apenas bastaba para hacer evidente la oscuridad, el mencionado Charlie y su amigo vieron el rostro de un chico que no parecía tener más de diecisiete años, pero cuya voz sonaba a voz de hombre. Es más, sonaba a voz de hombre dispuesto a enfrentarse a ellos dos hasta la muerte. Su ira emanaba convertida en volutas de vapor bajo la lluvia, y en la mano sostenía una larga barra de metal. Siguió diciendo:

—Me conozco a los de vuestra calaña, ¡vaya si me los conozco! Bajáis aquí a perseguir faldas y a burlaros de las chicas decentes. ¡Caray! Si que debíais de estar desesperados, para salir en una noche como esta.

El hombre que no se llamaba Charlie enderezó la espalda.

—A ver, un momento. Protesto enérgicamente por esas miserables suposiciones. Somos caballeros respetables que, debo añadir, se desviven para mejorar la suerte que corren las pobres chicas como esta y, ciertamente, por lo que parece, la de individuos como tú mismo.

El grito furioso del chico resonó lo suficiente para que se abrieran las puertas del pub cercano, que dejaron salir una luz turbia y anaranjada a la omnipresente lluvia.

—¿Mejorar la suerte? Conque así lo llamáis, ¿eh, viejos cretinos zalameros?

El joven blandió su arma casera, pero el hombre llamado Charlie se la arrebató de un manotazo y la dejó caer delante de él, antes de agarrar la camisa del chico por el cogote y levantarlo a pulso.

—El señor Mayhew y yo somos ciudadanos decentes, joven, y como tales consideramos nuestro deber llevarnos a esta joven dama a un lugar seguro. —Y por encima del hombro, añadió—: Tu casa queda más cerca, Henry. ¿Crees que tu esposa se negaría a acoger durante una noche a un alma necesitada? Tal y como está el tiempo, no querría ver ni a un perro al raso.

Henry, que ahora estaba levantando a la joven del suelo, asintió.

—¿No querrás decir dos perros, por casualidad?

El chico, que ya forcejeaba, se ofendió de inmediato al oírlo y, con un movimiento serpentino, se soltó de Charlie y volvió a plantarles cara.

—¡No soy ningún perro, inútiles estirados, ni ella tampoco! Por aquí tenemos nuestro orgullo. ¡Yo me gano la vida por mi cuenta y todo lo que me saco es kosher y bien limpito!

El hombre llamado Charlie levantó al chico por el pescuezo hasta tenerlo cara a cara.

—Admiro tu actitud, joven, pero no tu sentido común —dijo sin levantar la voz—. Y ahora fíjate en el mal estado en que se encuentra esta dama. No puedes negarlo. La casa de mi amigo no está muy lejos de aquí y, dado que te has erigido en campeón y protector de la chica, vaya, te invito a acompañarnos para atestiguar que recibe el mejor tratamiento que podamos permitirnos, ¿entendido? ¿Cómo te llamas, amigo? Pero antes de que me respondas, te invito a considerar que tal vez no seas el único que se preocupa de una joven en apuros, en una noche tan horrible como esta. Así pues, dime, chaval, ¿cómo te llamas?

El joven debió de captar el tono de la voz de Charlie, porque dijo:

—Soy Perillán… o así me llaman, porque nunca estoy donde me buscan, ya me entiende. En las barriadas todo el mundo conoce a Perillán.

—Muy bien, pues —dijo Charlie—. Ahora que nos hemos presentado y que mi amigo y yo formamos parte de tan augusta compañía, debemos tratar de llegar a un acuerdo de hombre a hombre para nuestra pequeña. —Se irguió y dijo a su compañero—: Henry, vayamos a tu casa cuanto antes, pues me temo que esta desdichada necesita todo el socorro que podamos darle. Y tú, joven, ¿conoces de algo a la dama?

Soltó al chico, que dio unos pasos hacia atrás.

—No, jefe, no la había visto nunca en la vida, lo juro por Dios, y en la calle conozco a todo el mundo. Se habrá escapado de casa; no crea, pasa muchísimo, tampoco hay que darle más vueltas.

—¿Y debo creer, don Perillán, que aun sin conocer a esta mujer tan desafortunada ha saltado usted en su defensa como un auténtico Galahad?

Perillán adoptó un repentino aire cauteloso.

—Puede que sí, puede que no. ¿A usted qué le importa, de todas formas? ¿Y quién diantres es el tal Galahad?

Charlie y Henry hicieron camilla con los brazos para llevar a la mujer. Mientras emprendían el camino, Charlie giró la cabeza para decir:

—No tiene ni idea de lo que acabo de decir, ¿verdad, don Perillán? Galahad fue un héroe famoso que… No importa. Tú síguenos, como el caballero de empapada armadura que eres, y comprobarás que actuamos de buena fe con esta damisela, sacarás una buena cena y, veamos… —Tintinearon unas monedas en la penumbra—. Sí, y dos chelines, y además acompañarnos tal vez incremente tus posibilidades de ir al cielo, aunque no creo que sea un lugar que te preocupe muy a menudo. ¿Entendido? ¿Tenemos un trato? Muy bien.

Veinte minutos después, Perillán estaba sentado cerca del fuego en la cocina de una casa. No era una mansión en toda regla, pero aun así tenía más de mansión que casi todos los edificios en los que solía entrar sin saltarse la ley; había edificios con mucho más de mansión en los que había entrado ilegalmente, pero nunca pasaba mucho tiempo en ellos, ya que a menudo tenía que marcharse con una prisa considerable. De verdad que era un escándalo la cantidad de perros que tenía la gente de un tiempo a esta parte, ya lo creo que sí, y además los azuzaban contra uno sin avisar, por lo que Perillán siempre había sido un joven veloz. Pero allí, vaya, allí había carne y patatas, y también zanahorias, aunque por desgracia nada de cerveza. En la cocina le habían dado un vaso de leche tibia que era casi fresca. La cocinera, la señora Quickly, vigilaba a Perillán con ojos de halcón y ya había guardado bajo llave la cubertería, pero aparte de eso el lugar parecía bastante decente, pese a que había habido cierta cantidad de lo que se podrían llamar «palabras» por parte de la señora de Henry, dirigidas a su marido y en torno al tema de traer a casa vagabundos y gentes de mal vivir a aquellas horas de la noche. A Perillán, que prestaba abundante atención de calidad forense a cuanto veía y oía, le pareció que ni de lejos era la primera vez que la mujer tenía motivo de queja; sonaba como alguien esforzándose por ocultar que estaba hasta la coronilla y tratando de poner al mal tiempo buena cara. Pero aun así, Perillán ciertamente había cenado (que era lo importante), y la esposa y una doncella se habían llevado a la chica, y ahora… ahora alguien bajaba la escalera hacia la cocina.

Era Charlie, y Charlie tenía a Perillán con la mosca detrás de la oreja. Su amigo Henry daba toda la impresión de ser uno de aquellos angelotes llenos de remordimientos por tener dinero y comida cuando había gente que no; Perillán se los conocía como la palma de la mano. A él no le quitaba el sueño tener dinero mientras otros no lo tenían pero, viviendo la vida que vivía, Perillán había descubierto que mostrar generosidad en la abundancia y repartir con alegría era el mejor de los seguros. Hacía falta tener amigos —los amigos eran la clase de personas que decían: «¿Perillán? ¡No me suena de nada y no lo he visto en la vida, jefe! Seguro que busca a algún otro»—, porque en la ciudad había que buscarse las habichuelas como se pudiera, y había que ser listo y precavido y estar alerta a todas horas si se quería seguir con vida.

Él seguía con vida porque era Perillán, listo y rápido. Conocía a todos y todos lo conocían. Nunca jamás había tenido que plantarse delante de un juez: era mejor corredor que cualquier corredor de Bow Street y, ahora que estaban todos localizados y reemplazados, también corría más que cualquier peeler. No podían detener a nadie si no le ponían la mano encima, y nunca habían conseguido tocar a Perillán.

No, Henry no le daría problemas, pero Charlie… Charlie era otro cantar. Parecía de los que miran a alguien y lo ven hasta el fondo. Charlie, meditó Perillán, bien podía ser un tipo peligroso, un caballero que se las sabía todas y podía apartar a un lado la cháchara y las buenas palabras para ver lo que pensaba su interlocutor, y eso era un auténtico peligro. Y allí lo tenía, en persona, bajando la escalera con un tintineo de monedas.

Charlie saludó con la cabeza a la cocinera, que estaba limpiando, y se sentó en la banqueta al lado de Perillán, que tuvo que apartarse un poco para dejarle espacio.

—Bueno, Perillán, te llamabas, ¿verdad? —dijo—. Seguro que te alegrará mucho saber que la joven con quien nos has ayudado está a salvo y durmiendo en una cama calentita después de que el médico le haya hecho unas curas y la haya cosido un poco. Por desgracia, ojalá pudiera decir lo mismo de su hijo nonato, que no ha sobrevivido a esta espantosa correría.

¡Hijo! La palabra cayó sobre Perillán como un porrazo pero, al contrario que un porrazo, perduró en el tiempo. Un hijo… y durante el resto de la conversación la palabra siguió presente, flotando al límite de su percepción sin aflojar la presa sobre él. En voz alta dijo:

—No lo sabía.

—No lo dudo ni por un momento —respondió Charlie—. En la oscuridad era solo un horrible crimen más, que ni por asomo será el único que haya tenido lugar esta noche; tú lo sabes, Perillán, y yo lo sé. Pero este crimen concreto ha tenido la osadía de transcurrir delante de mí, lo que me anima a emprender una pequeña labor policial sin, por así decirlo, recurrir a la policía, que sospecho que en este caso no se luciría demasiado.

La cara de Charlie era ilegible hasta para Perillán, a quien se le daba de maravilla leer las caras. El hombre siguió hablando en tono solemne:

—Me pregunto si los caballeros que has conocido y la estaban hostigando sabían del niño. Tal vez nunca lo averigüemos, o tal vez sí. —Y allí estaba, el filo de aquel «sí» que amenazaba con cortar y hurgar hasta llegar a la iluminación. Los rasgos de Charlie no transmitían ningún sentimiento—. Me pregunto si habría algún otro caballero que sí supiera de la criatura, por lo que, señor mío, aquí tiene sus dos chelines… y uno más, siempre que esté dispuesto a responderme a unas preguntas con las que espero llegar al fondo de este extraño asunto.

Perillán miró las monedas.

—¿Qué clase de preguntas serían? —Perillán vivía en un mundo en el que nadie, nadie en absoluto, hacía preguntas que no fuesen: «¿Cuánto?» y «¿Qué saco yo de esto?». Y sabía, sabía a ciencia cierta, que Charlie también estaba al corriente de aquello.

—¿Sabe usted leer y escribir, don Perillán? —preguntó Charlie.

Perillán inclinó la cabeza a un lado.

—¿Es una de las preguntas que valen un chelín?

—No, cómo va a serlo —replicó Charlie—. Te soltaré un cuarto de penique por saber esa nadería, pero ya está. Aquí tienes el cuarto; ¿y la respuesta?

Perillán cogió la minúscula moneda.

—Sé leer «cerveza», «ginebra» y «malta». ¿Qué necesidad hay de llenarse la cabeza de cosas que no hacen falta?, es lo que siempre digo yo.

¿Lo que se veía en la cara del hombre era un mínimo asomo de sonrisa?, se preguntó.

—Salta a la vista que eres un erudito, Perillán. Quizá debería decirte que a nuestra joven dama la han… bueno, no la han tratado bien.

Charlie ya no sonreía y Perillán, montando en un pánico repentino, gritó:

—¡Yo no he sido! ¡Yo no he hecho na, lo juro por Dios! ¡Puede que no sea un ángel, pero no soy un hombre malvado!

La mano de Charlie agarró a Perillán mientras intentaba levantarse.

—¿Que no has hecho na? ¿Me estás diciendo, Perillán, que tú no has hecho na? Si «no has hecho na» es porque sí has hecho algo, y así te ves ahora, condenado por tu propia boca. Estoy bastante seguro de que nunca has ido a la escuela, Perillán, porque pareces con mucho demasiado listo. Pero si hubieras ido y se te hubiera ocurrido soltar una frase como «yo no he hecho na», seguramente te habrías llevado un azote del maestro. Pero escúchame, Perillán. Acepto sin reservas que nunca has hecho daño a esta dama, y lo digo con muy buen motivo. Tal vez no te hayas fijado, pero lleva puesto uno de los anillos de oro más grandes y recargados que he visto jamás, un anillo de los que significan algo, y si pretendieras hacerle algún daño se lo habrías robado en un abrir y cerrar de ojos, igual que me has robado a mí la cartera hace un rato.

Perillán miró los ojos de Charlie. Desde luego, más valía no buscarle las cosquillas a aquel tipo.

—¿Yo, señor? No, señor —dijo—. La he encontrado por ahí tirada, señor. De verdad que pretendía devolvérsela, señor.

—Puedo asegurarte que creo a pies juntillas en cada palabra que acabas de proferir, Perillán. Sin embargo, debo confesarte lo mucho que me admira que, con lo oscuro que estaba, no solo hayas podido distinguir la forma de una cartera sino que también hayas deducido al instante que me pertenecía a mí. De verdad que me impresiona —dijo Charlie—. Tranquilo, solo quería que supieras lo serio que es el asunto. Cuando dices cosas como «yo no he hecho na», lo único que haces es teñir tu afirmación entera de negatividad, ¿lo entiendes? El señor Mayhew y yo nos percatamos de la inaceptable situación que impera en casi toda la ciudad, lo que por cierto significa que sabemos cómo están las cosas, y nos esforzamos cada cual a su manera por llamar la atención sobre ello al público, o al menos a los miembros del público cuya atención se digna dejarse llamar. Dado que parece importarte la joven dama, quizá podrías preguntar por ahí, o al menos escuchar por si se habla de ella: de dónde viene, cuál es su historia, todo lo que guarde la menor relación con la pobre. La han atizado de lo lindo, y no me refiero a regañinas domésticas de las que a lo mejor se saldan con un bofetón. Me refiero a cuero y puños. ¡Puños! Una y otra vez, a juzgar por los cardenales, y eso, mi joven amigo, ni siquiera es lo peor.

»En fin, algunos, tú no, por supuesto, nos recomendarían acudir a las autoridades, pero es porque carecen del mínimo entendimiento acerca de la realidad de Londres para las clases bajas; carecen del mínimo entendimiento de los suburbios y los desechos de decadencia y miseria con los que conviven a diario. ¿Sí?

La última palabra la había provocado Perillán al levantar un dedo y, tan pronto como vio que Charlie le prestaba atención, dijo:

—Muy bien, puede que algunas calles estén un poco mugrosas. Quizá haya algún perro muerto, o una anciana muerta aquí y allá, pero qué le vamos a hacer, así funciona el mundo, ¿verdad? Como dice el Libro de Libros, hay que comer dos celemines de polvo antes de morirse, ¿o no?

—Pero no de una sentada —replicó Charlie—. Aunque ya que ha sacado usted el tema, don Perillán, a cambio de sus dos chelines y uno adicional, cíteme un versículo más de la Biblia, si es tan amable.

Aquello pareció exigir un esfuerzo a Perillán. Lanzó una mirada intensa al hombre y logró decir:

—Bueno, señor, «háganse las cosas». Sí, eso dice, y yo sigo sin ver ningún chelín.

Charlie soltó una carcajada.

—¿«Háganse las cosas»? ¡A fe mía que no has asistido a una iglesia ni a una capilla en la vida, joven! No sabes leer ni escribir. Por el amor de Dios, ¿puedes decirme el nombre de un solo apóstol? Me temo, por la cara que estás poniendo, que no. Y sin embargo, has saltado en ayuda de nuestra joven de arriba, cuando tantos otros habrían apartado la mirada, de modo que te entregaré cinco, cinco medios chelines, si emprendes la tarea que te he encargado en mi nombre y en el del señor Mayhew. De modo que pregunta por ahí, busca la historia, amigo mío. De día puedes encontrarme en el Morning Chronicle. No me busques en ningún otro sitio. Aquí está mi tarjeta, por si la necesitas. El señor Dickens, ese soy yo. —Entregó a Perillán un rectángulo de cartulina—. ¿Sí, tienes una pregunta?

Perillán tenía la expresión un poco más insegura, pero logró decir:

—¿Puedo ver a la dama, señor? Porque la verdad es que no he podido ni mirarla; he visto a personas que huían y he creído que ustedes dos iban con ellos. Tendré que saber la pinta que tiene si quiero hacer preguntas por ahí, y déjeme decirle, señor, que preguntar por ahí puede ser un oficio peligroso en esta ciudad.

Charlie frunció el ceño.

—Ahora mismo la pobre tiene pinta de moratón, Perillán. —Pensó un momento antes de seguir hablando—. Pero no andas errado del todo. Aun así, comprenderás que la casa está alborotada con lo que ha pasado. La señora Mayhew está volviendo a dormir a los niños, y la pobre chica está en el cuarto de las doncellas, por el momento. Si vas a entrar, asegúrate de llevar bien limpias las botas, y si esos deditos tuyos… Ya sabes a cuáles me refiero, a esos tan versados en sostener propiedades ajenas que, «ay, madre mía, así me maten» que no tienes ni idea de cómo han terminado en ellos… —Dejó la frase sin acabar—. No, repito, no intentes hacer eso en casa del señor Henry Mayhew.

—No soy un ladrón —protestó Perillán.

—Lo que quieres decir en realidad, Perillán, es que no eres solo un ladrón. Aceptaré, de momento, tu relato de cómo ha acabado mi cartera en tus manos… pero, ojo: solo de momento. Me he fijado en que la palanqueta que llevas está pensada para abrir las tapas de los desagües, de lo que deduzco que eres alcantarillero. Rebuscas en las alcantarillas, que es un oficio interesante pero poco adecuado si se quiere vivir una vida larga. Y eso me lleva a preguntarme cómo has sobrevivido hasta ahora, Perillán, y tengo intención de averiguarlo algún día. No te hagas el inocente conmigo, por favor. ¡Me conozco demasiado bien las miserias de esta ciudad!

Aunque Perillán se hizo el indignado y se quejó de que le hablaran como a un delincuente común, estaba bastante impresionado: era la primera vez que oía a un fulano encopetado decir «así me maten», y que el señor Dickens lo hubiera hecho confirmaba su impresión de que era un tipo espabilado, de los que podían dar muchos quebraderos de cabeza a un joven trabajador. Con los fulanos encopetados como él había que llevar cuidado, no fuese que contrataran a alguien para hacer algo a tus dientes, tal vez con tenazas, como le ocurrió a Wally el matarife, que terminó para el arrastre por cuestión de un chelín. Así que Perillán se comportó mientras seguía a Charlie escalera arriba, cruzaba la casa a oscuras y entraba en un dormitorio que ya era bastante poco espacioso aun sin la presencia del médico, que seguía allí, lavándose las manos en un cuenco minúsculo. El hombre miró a Perillán de pasada, o más bien de ojalá-pasara-de-largo, y luego alzó la mirada hacia Charlie y la acompañó de la sonrisa que se dedica a quien se sabe que tiene dinero. Tal y como había supuesto Charlie, Perillán no había ido a la escuela ni un solo día en su vida. En lugar de ello, había dedicado el tiempo a aprender cosas, que por sorprendente que parezca es bastante distinto, y sabía leer las caras mejor que los periódicos[*].

El médico dijo a Charlie:

—Muy mal asunto, señor, mala cosa. He hecho todo lo que he podido y los puntos están bien dados, aunque esté feo que lo diga yo. En realidad tenemos a una joven dama de lo más resistente, y resulta que buena falta le ha hecho. Lo que necesita ahora son cuidados, atención y, sobre todo, tiempo, que es el mejor médico de todos.

—Y por supuesto la gracia de Dios, que es el que menos cobra —dijo Charlie, entregando unas monedas al hombre. Mientras el médico se marchaba, Charlie añadió—: Naturalmente, doctor, nos ocuparemos de darle bien de comer y beber, al menos. Gracias por la visita y que tenga buenas noches.

El médico volvió a mirar de soslayo a Perillán y bajó deprisa la escalera. Sí, había que saber leer la jeta a los demás cuando se vivía en el arroyo, eso estaba claro. Perillán ya había leído dos veces la cara de Charlie, por lo que sabía que tenía en poca estima al doctor, más o menos la misma en que el doctor tenía a Perillán. Y por el tono con que había hablado, Charlie estaría más inclinado a confiar en la buena comida y el agua que en Dios, un personaje del que Perillán apenas había oído hablar y del que sabía muy poco, salvo quizá que tenía mucho que ver con los ricos. A grandes rasgos, la condición excluía a todos los conocidos de Perillán menos a Solomon, que de algún modo había llegado a un acuerdo excelente con Dios y de vez en cuando hasta le daba consejos.

Con aquella mole de hombre fuera del cuarto, Perillán pudo ver mejor a la chica. Le echó solo dieciséis o diecisiete años, aunque parecía mayor, como suele ocurrir a quienes reciben palizas. Respiraba despacio y se le veía parte del pelo, que era de un tono dorado puro. Por impulso, Perillán dijo:

—No se ofenda, don Charlie, pero ¿le importaría que montara guardia para esta dama, no sé, hasta que amanezca por ejemplo? No la tocaré ni nada, y le juro que no la había visto en la vida pero, no sé por qué, me da que debería hacerlo.

El ama de llaves de la casa entró en el dormitorio y dedicó una mirada de odio absoluto a Perillán, que aun así se alegró de ver que la que recibió Charlie no era mucho mejor. Tenía un asomo de bigote, de debajo del cual salió un gruñido.

—No es por meterme donde no me llaman, señor, y no me importa cuidar de una pobre «escriba de la tormenta» más, por así decirlo, pero no me hago responsable de este joven maleante, con perdón de usted. Luego espero que no me echen la culpa si esta noche los asesina a todos en sus camas. Sin ánimo de ofender.

Perillán estaba acostumbrado a aquellas cosas, a que personas como la boba que tenía delante creyeran que todos los chavales de la calle eran unos ladrones y unos rateros capaces de robarle los cordones de las botas en una fracción de segundo, para luego vendérselos de vuelta. Suspiró para sus adentros. Pensó que, por supuesto, era cierto de la mayoría de ellos, en realidad de casi todos, pero era motivo para hacer afirmaciones a salto de mata. Perillán no era un ladrón, en absoluto. Era… bueno, se le daba bien encontrar cosas. Al fin y al cabo, a veces caían objetos de los carros y carruajes, ¿verdad? Él nunca había metido la mano en el bolsillo de otra persona. Bueno, quitando un par de veces en que la abertura era tan grande que tarde o temprano se iba a caer algo, en cuyo caso Perillán lo agarraba con habilidad antes de que llegara al suelo. Eso no era robar: era evitar el desorden, y además solo ocurría… ¿cuántas, un par de veces por semana como mucho? Era más bien cuestión de pulcritud, aunque hubiera gente corta de miras que podía ahorcar a alguien por un malentendido. Pero a Perillán nunca tenían ocasión de malentenderlo, no señor, porque era rápido, escurridizo y desde luego más listo que aquella vieja estúpida que no sabía ni hablar, porque a ver, ¿qué era una «escriba de la tormenta»? ¡Vaya chaladura! ¿Alguien que se ganaba la vida apuntando tormentas? Sería un buen trabajo para quien se hiciera con él, aunque en términos estrictos Perillán siempre había evitado cualquier cosa que pudiera considerarse trabajo. Por supuesto, estaba el alcantarilleo, pero eso lo adoraba. Alcantarillear no era trabajo, sino vivir: bajar a las alcantarillas era lo que le daba la vida. Si en ese momento no estuviera haciendo la barbaridad que hacía, estaría en las alcantarillas, esperando a que amainara la tormenta y se abriera un nuevo mundo de oportunidades. Perillán valoraba su tiempo bajo la calle, pero en aquel momento Charlie tenía la mano apoyada con firmeza en su hombro.

—¿Lo has oído, amigo? Esta mujer te tiene bien calado, y como se te ocurra emular a Gengis Kan en esta casa y yo me entere, pondré tras tu pista a ciertos individuos que conozco. ¿Entendido? Y empuñaré un arma con la que el propio Gengis jamás soñó y la apuntaré en tu dirección, amigo mío. Bien, ahora debo dejar a esta joven afligida en tu cuidado, y tu cuidado en manos de la señora Sharples, de cuya palabra depende tu vida. —Charlie sonrió antes de continuar—. «Escriba de la tormenta», ya lo creo que sí. Tengo que apuntármelo.

Para sorpresa de Perillán, y cabe suponer que también de la señora Sharples, Charlie sacó un cuadernillo muy pequeño y un lápiz muy corto y tomó una nota rápida.

Los ojos del ama de llaves brillaron de jubilosa malicia mientras contemplaba a Perillán.

—Puede confiar en mí, señor, desde luego que puede. Si este joven malandrín sale con alguna jugarreta, lo sacaré de aquí y lo pondré delante de los magistrados en menos que canta un gallo, créame. —Entonces profirió un chillido y señaló—. ¡Ya ha robado una cosa a la chica, señor, mire!

Perillán se quedó paralizado con la mano a medio camino del suelo. Hubo un momento de gran nerviosismo.

—Ah, señora Sharples, ciertamente tiene usted los ojos de… ¿cómo expresarlo? De Argos Panoptes —dijo Charlie al momento—. Ya me había fijado en lo que iba a recoger este joven, y lleva un tiempo caído al lado de la cama. Antes había estado en la mano cerrada de la joven. Sin duda don Perillán solo pretendía llamarnos la atención sobre el objeto. Bueno, Perillán, ¿me lo acercas, si no te importa?

Presa de unas ganas terribles de mear, Perillán entregó su hallazgo. Era una baraja de cartas de las más baratas, pero no le había dado tiempo de fijarse en ella bajo la intensa mirada de Charlie. Aquel hombre lo ponía nervioso.

—Son cartas para un juego infantil, señora Sharples —explicó Charlie—. Bastante ñoño y pueril para una joven de su edad. Familias felices… Ya había oído hablar de él. —Dio unas vueltas a la baraja entre los dedos y por fin añadió—: Se trata de un misterio, querida señora Sharples, y ahora voy a devolver la baraja a alguien que moverá cielo y tierra para agarrar a dicho misterio por la cola y sacarlo a la luz del día, es decir, a Perillán, aquí presente. —Tras lo que devolvió la baraja a un atónito Perillán antes de concluir con voz alegre—: No me la juegues, Perillán, porque te juro que sé muy bien cómo te las gastas. Y ahora de verdad tengo que irme. ¡Me quedan asuntos pendientes!

Y Perillán estuvo seguro de que Charlie le guiñaba el ojo mientras salía por la puerta.

La noche pasó bastante deprisa, dado que buena parte de ella había caído ya hacia el ayer. Perillán se quedó sentado en el suelo, escuchando la respiración pausada de la chica y los ronquidos de la señora Sharples, que se las ingenió para dormir con un ojo abierto y fijo en Perillán, igual que una brújula señala siempre hacia el norte. ¿Por qué se había prestado a aquello? ¿Por qué estaba helándose en aquel suelo extraño cuando podría estar cómodamente acurrucado junto a la estufa de Solomon? (Que, por cierto, era un artilugio maravilloso que también hacía las veces de horno si había que fundir grandes cantidades de oro).

Pero la chica era hermosa por debajo de las señales de golpes, y Perillán la observó mientras daba vueltas y más vueltas entre sus manos a la mojada baraja de estúpidas cartas sucias, con la mirada fija en los moretones que componían el rostro de la joven. Los muy canallas se habían cebado con ella a base de bien, usándola como saco de boxeo. Él les había atizado unos buenos golpes con su palanca, pero no bastaban, ¡por Dios que no bastaban! Iba a encontrarlos, eso desde luego, y menudo viaje iba a meterles a esos hideputas…

Perillán despertó en el suelo, en la semipenumbra iluminada por una solitaria vela titilante, desorientado por completo hasta que identificó su entorno, que incluía a la señora Sharples en su silla, todavía roncando como un hombre que intentara serrar un cerdo por la mitad. Pero lo importante era el sonido de un hilo tembloroso de voz que dijo:

—¿Puedo beber un poco de agua, por favor?

Perillán casi tuvo un ataque de histeria, pero había una jarra de agua en la jofaina y pudo llenar un vaso. La chica lo cogió de sus manos con mucho cuidado y al poco le pidió que lo rellenara. Perillán miró de reojo a la señora Sharples, llenó de nuevo el vaso, lo entregó a la joven y susurró:

—Por favor, dígame su nombre.

La chica croó más que habló, pero fue el croar refinado que podría haber croado una princesa rana, con el que respondió:

—No debo decir mi nombre a nadie, pero es usted muy amable, señor.

Perillán estalló.

—¿Por qué estaban dándole golpes esos tipejos, señorita? ¿Sus nombres sí que me los puede decir?

De nuevo llegó aquel remedo de voz.

—No debería.

—Entonces ¿me permite cogerle la mano, señorita, ya que hace frío?

Pensó que sería un acto de buen cristiano, al menos por lo que había oído. Para su leve asombro, la chica extendió el brazo y tomó su mano con la de ella. Perillán cerró los dedos y, con mucha cautela, miró el anillo que adornaba su dedo y pensó: «Aquí hay mucho oro, y un blasón. Ay, madre, los blasones siempre traen jaleos. Un blasón con águilas y jerigonza extranjera». Un anillo de los que significan algo, había dicho Charlie, y por tanto un anillo que alguien tendría muy pocas ganas de perder. Y de algún modo, aquellas águilas parecían muy sanguinarias.

Ella reparó en su interés.

—Dijo que me amaba… Mi marido. Y luego les dejó pegarme. Pero mi madre decía siempre que quien llegara a Inglaterra sería libre. No deje que se me vuelvan a llevar, señor, porque no quiero irme.

Perillán se inclinó hacia ella y susurró:

—Señorita, yo no soy ningún señor. Me llamo Perillán.

Somnolienta, la chica respondió con lo que Perillán supuso que era un acento alemán.

—¿Perillán? ¿Persona lista y pícara, es decir, difícil de atrapar? Gracias, Perillán. Eres muy amable, y yo estoy cansada.

Perillán logró atrapar el vaso por los pelos mientras la joven se hundía en las almohadas.