En el que los merengues son aniquilados
Lady Maccon lucía un vestido negro con decoraciones en blanco y cinta de satén del mismo color en las mangas y alrededor del cuello. El conjunto le habría conferido a su dueña un aire de elegancia y dignidad de no ser porque, por culpa de la conversación que había mantenido con su esposo, había olvidado por completo cubrirse el pelo con un sombrero. Los mechones de oscuro cabello se rebelaban por toda su cabeza, apenas sujetos por el peinado de la mañana, un paraíso de rizos y plumas. A lord Maccon le encantaba. Le confería a su esposa el aspecto de una gitana exótica y no podía evitar preguntarse si accedería a ponerse pendientes de oro y danzar por el dormitorio sin más ropa que una falda holgada y roja. El resto de los asistentes estaban escandalizados; la mujer de un conde asistiendo a una cena con el pelo enmarañado. Incluso en Escocia, esa tipo de cosas sencillamente no se hacían.
Cuando llegaron al comedor, el resto del grupo ya había ocupado sus asientos. Ivy había sustituido el vestido azul por una monstruosidad en colores rojizos, con tantos volantes como decoraciones de tafetán, y un cinturón ancho sujeto con un enorme lazo bajo el pecho. Felicity, por su parte, se había decantado por un conjunto blanco y verde pálido que le otorgaba un aire de joven recatada muy poco habitual en ella.
Las conversaciones fluían por toda la mesa. Madame Lefoux estaba inmersa en consultas con uno de los guardianes de Kingair, un joven con lentes y unas cejas muy arqueadas que provocaban en él una expresión perpetua entre el pánico y la curiosidad. Al parecer, comentaban los problemas de funcionamiento del eterógrafo y elaboraban planes para investigar el problema después de la cena.
El beta de Kingair, su gamma y cuatro miembros más de la manada parecían poco interesados en el mundo que los rodeaba, pero aun así conversaban animadamente con Ivy y Felicity sobre los temas más banales, tales como el clima o la comida en Escocia. Ambas mostraron su agrado por encima de la realidad, del mismo modo que ellos fingieron estar a disgusto con esa realidad de su país.
Lady Kingair estaba de buen humor, presidiendo con magnanimidad desde la cabeza de la mesa. Se detuvo un instante en la labor de comandar a los criados con austeros gestos de muñeca para dedicarle una severa mirada a su ancestro y su nueva mujer por presentarse tan tarde sin causa justificada.
Lord Maccon dudó un instante antes de entrar en la estancia, como si no estuviera muy seguro de dónde debía sentarse. La última vez que había estado en el castillo había tomado asiento en el otro extremo de la mesa, un sitio que ahora se encontraba ostensiblemente vacío. Como invitado en una casa que había sido la suya, los precedentes eran inexistentes. Un conde ocuparía una silla, un miembro de la familia otra y un representante del ORA otra totalmente diferente. Algo en la expresión de su rostro parecía querer decir que comer en presencia de su antigua manada ya era carga suficiente por sí sola. ¿Qué habían hecho, se preguntó Alexia, para ganarse su olvido y su desprecio? ¿O tal vez se tratara de algo de lo que él era el culpable?
Lady Kingair captó al instante el dilema del conde.
—¿No sabe dónde sentarse? No parece propio de usted. Si quiere, puede ocupar el lugar del alfa.
El beta de Kingair detuvo por un instante la conversación que mantenía con Felicity (sí, Escocia era increíblemente verde) y levantó la mirada.
—¡Aquí no es alfa de nadie! ¿Es que acaso te has vuelto loca?
La mujer se puso en pie.
—Cierra la boca, Dubh. Alguien tiene que enfrentarse a quien reclame esta manada, y tú te pondrás panza al aire ante el primer hombre que sea capaz de adoptar la Forma de Anubis.
—¡No soy un cobarde!
—Díselo a Niall.
—Yo le cubría las espaldas. Fue él quien no detectó el olor ni las señales. Debería haber sabido que se trataba de una emboscada.
A partir de aquel punto la conversación se fue deteriorando progresivamente. Incluso madame Lefoux y el señor Querulous Brows detuvieron su búsqueda de la superioridad científica a medida que la tensión fue extendiéndose por toda la mesa. La señorita Loontwill dejó de flirtear con el señor Tunstell. El señor Tunstell, por su parte, dejó de mirar insistentemente hacia la silla que ocupaba la señorita Hisselpenny.
En un intento desesperado por restablecer el decoro y un intercambio civilizado entre los presentes, la señorita Hisselpenny dijo en voz alta:
—Veo que ya traen el primer plato. Qué sorpresa tan agradable. Me encanta el pescado. ¿A usted no, señor, mmm, Dubh? Está tan, mmm, salado.
El beta volvió a ocupar su silla, perplejo. Alexia opinaba lo mismo. ¿Qué se podía decir ante semejante afirmación? El caballero, puesto que no dejaba de serlo a pesar del temperamento y las inclinaciones lupinas, respondió a Ivy tal y como mandaban los cánones de la decencia más común, con un:
—A mí también me gusta mucho el pescado, señorita Hisselpenny.
Muchos científicos y filósofos de la época mantenían que los modales de la era moderna se habían desarrollado en buena parte para mantener tranquilos a los licántropos y conseguir así que se comportaran adecuadamente en público. En pocas palabras, según esa teoría, la etiqueta convertía a la alta sociedad en una especie de manada. Alexia nunca le había dado demasiado crédito, pero acababa de ver a Ivy sometiendo a un hombre con apenas unos comentarios acerca de sus gustos culinarios. Quizás la hipótesis sí estuviera en lo cierto.
—¿Cuál es su pescado favorito? —insistió la señorita Hisselpenny—. ¿El blanco, el rosado o los pescados más grandes de colores grises?
Lady Maccon intercambió una mirada con su esposo y trató de contener la risa. Tomó asiento junto a él, a su izquierda. Pronto trajeron el primer plato, el pescado, y la cena pudo continuar sin más incidentes.
—A mí me gusta el pescado —murmuró Tunstell.
Felicity pronto volvió a concentrar toda su atención en sí misma.
—¿De veras, señor Tunstell? ¿Cuál le gusta más de entre todos ellos?
—Bueno —dudó Tunstell—, ya sabe, los, mmm, los que —hizo un gesto deslizante con las manos—, mmm, nadan.
—Esposa —murmuró el conde—, ¿qué se trae tu hermana entre manos?
—Sólo quiere a Tunstell porque Ivy también lo quiere.
—¿Y por qué debería interesarse la señorita Hisselpenny en un actor, barra, asistente de cámara?
—¡Exacto! —respondió su esposa con entusiasmo—. No sabes cuánto me alegro de que por fin estemos de acuerdo en algo: una pareja de lo más extraño.
—Mujeres —dijo su todavía perplejo esposo, inclinándose sobre la mesa para servirse un trozo de pescado, del blanco.
Después de esto, la conversación no mejoró ostensiblemente. Desgraciadamente, Alexia estaba demasiado alejada de madame Lefoux y de su compañero de inclinaciones científicas para participar en una conversación intelectual. Tampoco es que hubiera podido aportar nada: en aquel momento comentaban las últimas novedades en transmogrificación del éter magnético, lo cual quedaba bastante por encima de sus conocimientos. De todas formas, el sonido no llegaba a su zona de la mesa. Su esposo, mientras tanto, se concentró en comer como si no lo hubiera hecho en días, lo cual probablemente era cierto. Lady Kingair parecía incapaz de pronunciar una sola frase que no fuera monosilábica, grosera o dictatorial, y Ivy, por su parte, mantenía un flujo continuo de comentarios relacionados con el pescado hasta unos niveles que Alexia no hubiera soportado en caso de haber sido ella la destinataria de dichos apuntes. El problema, claro está, era que la señorita Hisselpenny no sabía nada acerca del tema —un detalle vital que, al parecer, había pasado inadvertido para la oradora.
Finalmente, al borde de la desesperación, Alexia decidió tomar las riendas de la conversación y preguntó de forma bastante casual si la manada estaba disfrutando aquellas inesperadas vacaciones de la maldición licántropa.
Lord Maccon puso los ojos en blanco. Poco había imaginado que su esposa, por indómita que resultara ser, se atrevería a enfrentarse a la manada de forma tan directa, en masa y durante la cena. Había supuesto que preferiría acercarse a ellos uno a uno e individualmente. Pero claro, la sutileza no estaba hecha para ella.
El comentario de lady Maccon interrumpió incluso la distendida charla sobre pescados de la señorita Hisselpenny.
—Oh, querida, ¿también les ha afectado a ustedes? —dijo la joven, mirando a los seis licántropos que ocupaban la mesa—. He oído que la semana pasada algunos sobrenaturales estuvieron, esto, indispuestos. Mi tía dice que los vampiros se retiraron a sus colmenas y se requirió la presencia de casi todos los zánganos. La pobre había programado su asistencia a un concierto para esa semana, pero se canceló por la ausencia de uno de los pianistas, miembro de la colmena de Westminster. En Londres no se hablaba de otra cosa. En realidad, tampoco es que haya tantos —se detuvo un instante, tratando de encontrar la forma de salir airosa del atolladero en el que acababa de meterse—, ya saben, sobrenaturales en Londres, pero todo se revoluciona cuando no pueden salir de sus casas. Obviamente sabíamos que también afectaría a los licántropos, pero Alexia no me contó nada al respecto, ¿verdad, Alexia? Si incluso te vi al día siguiente y no mencionaste ni una sola palabra del tema. ¿Woolsey se libró de las consecuencias?
Lady Maccon no se molestó en contestar. En lugar de hacerlo, miró intensamente a los miembros de la manada de Kingair que se sentaban alrededor de la mesa. Seis escoceses fornidos que, a juzgar por las expresiones de su rostro, se sentían culpables por algo y no tenían nada que decir por sí mismos.
La manada al completo intercambió miradas. Habían dado por supuesto que lord Maccon le hablaría a su esposa de la incapacidad de la manada para transformarse, pero aun así les pareció un tanto atrevido por su parte plantear el tema abiertamente, en público y durante la cena.
—Han sido unos meses ciertamente interesantes —dijo finalmente el gamma, un tanto descolocado—. Dubh y yo mismo hemos vivido el tiempo suficiente para poder hacer vida normal durante el día sin experimentar muchas de las, mmm, dificultades asociadas que ello conlleva, al menos en los días de luna nueva. Pero los otros están disfrutando considerablemente de estas vacaciones.
—Apenas hace unas décadas que soy licántropo, pero nunca había reparado en cuánto echo de menos la luz del sol —añadió uno de los miembros más jóvenes de la manada, atreviéndose a intervenir por primera vez.
—Lachlan ha vuelto a cantar. No creo que nadie pueda quejarse por ello.
—Pero ahora empieza a ser molesto —intervino un tercero—. La mortalidad, no el canto —se apresuró a añadir.
El primer licántropo sonrió.
—Sí, imagíneselo: al principio añorábamos la luz; ahora echamos de menos la maldición. En cuanto nos acostumbramos a ser lobos parte de nuestra existencia, se hace difícil negar esa realidad.
El beta miró a sus compañeros fijamente, con una advertencia disimulada en sus ojos.
—Ser mortal es un fastidio —se quejó un tercero, ignorando al beta.
—Hasta el corte más pequeño necesita días para curarse. Y uno se siente tan débil sin la fuerza sobrenatural… Antes podía levantar el remolque de un carro sin apenas esfuerzo; ahora, en cambio, cargar con las sombrereras de la señorita Hisselpenny casi me produce palpitaciones.
A Alexia se le escapó una carcajada.
—Debería ver los sombreros que se esconden dentro.
—Había olvidado cómo afeitarme —continuó el primero con una sonrisa.
Felicity contuvo una exclamación de horror y Ivy se puso colorada. Comentar las abluciones de un caballero en la mesa, ¡menuda indiscreción!
—Chicos —gruñó lady Kingair—, ya basta.
—Sí, mi señora —respondieron al unísono los tres caballeros, que duplicaban e incluso triplicaban la edad de la mujer. Puede que incluso la hubiesen visto crecer.
Un silencio abrumador descendió sobre los comensales.
—Entonces, ¿entiendo que están envejeciendo? —quiso saber lady Maccon. Solía ser muy directa, lo cual no dejaba de ser parte de su encanto. El conde observó a su tatara-tatara-tataranieta. No poder ordenar a Alexia, una invitada, que guardara silencio debía de estar comiéndole las entrañas.
Nadie respondió a lady Maccon, pero las expresiones de preocupación de la manada hablaban por sí solas. Volvían a ser humanos, o todo lo humanos que una criatura parcialmente muerta podía llegar a ser. Quizás «mortales» lo definía mejor, y significaba que podían morir en cualquier momento, como cualquier otro ser vivo. Lord Maccon, por su parte, se encontraba en la misma situación.
Lady Maccon masticó un bocado de liebre.
—Me parece encomiable que no se dejen llevar por el pánico, pero tengo curiosidad por algo: ¿por qué no pidieron asistencia médica mientras estaban en Londres? ¿O por qué no acudieron a las oficinas del ORA en busca de respuestas? Llegaron a Londres con el resto de los regimientos.
La manada al completo se volvió hacia lord Maccon en busca de alguien que los rescatara de aquella mujer. La expresión del conde lo decía todo: estaban a su merced, y él mismo disfrutaba presenciando la matanza. Aun así, Alexia ya conocía las respuestas. Sabía que muchas criaturas sobrenaturales no confiaban en la medicina moderna, y aquella manada en concreto difícilmente acudiría a las oficinas del ORA en Londres sabiendo que en ellas encontrarían a lord Maccon. Era comprensible que quisieran abandonar la ciudad cuanto antes para retirarse a la seguridad de su hogar con el rabo entre las piernas —proverbialmente hablando, claro está—, puesto que dicha acción ya no era posible.
Para alivio de la manada, el servicio entró con el segundo plato, ternera y pastel de jamón con guarnición de puré de coliflor y remolacha. Lady Maccon continuó con su interrogatorio, agitando el tenedor en alto.
—Y ¿cómo pasó? ¿Comieron curry en mal estado durante su estancia en la India?
—Les ruego que disculpen a mi esposa —intervino lord Maccon con una sonrisa—. Es muy dada a la gesticulación. Culpa, sin duda, de su sangre italiana.
El silencio persistía.
—¿Están todos enfermos? Mi esposo cree que se trata de una plaga. ¿Le afectará también a él por el hecho de estar aquí con ustedes? —lady Maccon miró a su esposo, que ocupaba la silla contigua—. No estoy muy segura de qué sentiría yo si así fuera.
—Gracias por tu preocupación, querida.
El gamma (¿cómo le había llamado su esposo? Ah, sí, Lachlan) decidió entonces intervenir.
—Déjalo ya, Conall. No puedes esperar simpatía de una rompe-maldiciones, por mucho que te hayas casado con ella.
—He oído hablar de ese fenómeno —dijo madame Lefoux, centrando su atención en la conversación del grupo—. No se extendió hasta mi barrio, de modo que no lo experimenté de primera mano; sin embargo, estoy convencida de que tiene que haber una explicación científica.
—¡Científicos! —murmuró Dubh. Dos de sus compañeros licántropos asintieron al unísono.
—¿Por qué todo el mundo insiste en llamar a Alexia rompe-maldiciones? —quiso saber Ivy.
—Exacto —intervino Felicity—. ¿No es una maldición en sí misma?
—Hermana, tú siempre tan dulce —respondió lady Maccon.
Felicity fulminó a Alexia con la mirada.
El gamma de la manada aprovechó la ocasión para cambiar de tema.
—Por cierto, tengo entendido que el apellido de soltera de lady Maccon es Tarabotti. Usted, sin embargo, es una Loontwill.
—Oh —replicó Felicity con una sonrisa encantadora en los labios—, tenemos padres diferentes.
—Ah, comprendo. —El gamma frunció el ceño—. Claro, ese Tarabotti… —Miró a Alexia con un interés renovado—. Nunca hubiera dicho que ese hombre llegara a casarse.
El beta también se volvió hacia lady Maccon con curiosidad.
—Lo mismo digo, y menos que llegara a tener descendencia. Deber cívico, imagino.
—¿Conocían a mi padre? —De pronto lady Maccon estaba intrigada y, por qué no admitirlo, había perdido el hilo de su interrogatorio.
Los dos licántropos intercambiaron miradas.
—No personalmente. Habíamos oído hablar de él, claro está. Un auténtico viajero.
—Mamá siempre dice que no recuerda por qué se casó con un italiano —intervino Felicity fingiéndose apenada—. Según ella, fue un matrimonio de conveniencia, aunque tengo entendido que era un hombre muy apuesto. No duró, claro está. Murió poco después de nacer Alexia. Un comportamiento verdaderamente vergonzoso, aparecer y de pronto morirse de esa manera. Lo cual demuestra que los italianos no son gente de fiar. Mamá acabó harta de ellos, y poco después se casó con papá.
Lady Maccon se volvió hacia su marido y clavó los ojos en él.
—¿Tú también conociste a mi padre? —le preguntó en voz baja para mantener el asunto en privado.
—No como tal.
—En algún momento, querido esposo mío, tú y yo conversaremos largo y tendido sobre los métodos más efectivos a la hora de transferir la información con éxito. Estoy cansada de sentir que llego tarde a todas partes.
—Olvidas que te saco dos siglos, esposa. Difícilmente podría contarte todo lo que he aprendido y la gente a la que he conocido durante todos estos años.
—No me vas a convencer con tus excusas baratas —susurró Alexia.
Mientras discutían, la conversación había evolucionado sin ellos. Madame Lefoux explicó que el conducto magnético resonador de la válvula cristalina del transmisor eterográfico parecía estar mal alineada, y que las inclemencias del tiempo no hacían más que disminuir el radio de transferencia del equipo.
Nadie fue capaz de comprender una sola de sus palabras a excepción del guardián con lentes, pero todos asintieron convencidos fingiendo lo contrario. Incluso Ivy, que tenía una cierta expresión de pánico en su ovalado rostro, trató de mostrar interés.
Tunstell pasó la fuente de las patatas a la señorita Hisselpenny, que lo ignoró por completo.
—Oh, gracias, señor Tunstell —intervino Felicity, alargando un brazo para coger la fuente como si se la hubiera ofrecido a ella.
Ivy resopló.
Tunstell, frustrado al parecer por las continuas negativas de la señorita Hisselpenny, se volvió hacia la señorita Loontwill y conversó animadamente con ella sobre la reciente influencia de los implementos destinados al rizado de pestañas, importados directamente desde Portugal.
Ivy, visiblemente molesta, decidió dar la espalada al pelirrojo y tomar parte en la conversación de los licántropos acerca de una posible cacería a la mañana siguiente. No es que la señorita Hisselpenny supiera algo de armas o de caza, pero la falta de conocimientos sobre un tema nunca había sido suficiente para que Ivy no se atreviera a teorizar poéticamente sobre él.
—Creo que existe un rango considerable en el disparo de muchas armas —dijo sabiamente.
—Mmm… —musitaron los caballeros a su alrededor, confusos por las palabras de la joven.
Ah, mi querida Ivy, se dijo Alexia con una sonrisa en los labios, siempre extendiendo una gruesa capa de niebla verbal allí por donde pasa.
—Puesto que podemos salir durante el día, bien podríamos aprovecharnos de ellos y disfrutar de las primeras horas de luz por los viejos tiempos —dijo Dubh finalmente, ignorando el comentario de la señorita Hisselpenny.
—¿Dubh es nombre o apellido? —le preguntó Alexia a su marido.
—Buena pregunta —respondió él—. En los ciento cincuenta años que pasé soportándole, nunca conseguí que me lo dijera. No sé mucho de su pasado antes de llegar a Kingair. Llegó solo, allá por el siglo dieciocho. Por lo visto, era una fuente de problemas.
—Vaya, tú que nada sabes de secretismos y de problemas, ¿verdad, esposo?
—Touché, querida.
La cena llegó a su fin y las mujeres dejaron a los caballeros a solas para que tomaran una copa.
A lady Maccon nunca le había agradado la tradición creada por los vampiros de segregar ambos sexos una vez terminada la comida. Al fin y al cabo, lo que había empezado como un gesto de respeto hacia la reina de la colmena y su necesidad de privacidad ahora se identificaba más con la incapacidad de las féminas para reconocer una buena copa de alcohol. Aun así, Alexia era capaz de reconocer una oportunidad cuando se presentaba, de modo que hizo todo lo posible por fraternizar con lady Kingair.
—Es usted humana y sin embargo actúa como si fuese el alfa de la manada. ¿Cómo puede ser? —le preguntó, acomodándose en un polvoriento sofá y tomando un sorbo de jerez.
—Necesitan un líder y yo soy lo único que les queda. —La mujer era tajante hasta la grosería.
—¿Le gusta mandar? —preguntó Alexia con genuino interés.
—Se me daría mejor si fuese una de ellos.
Lady Maccon se mostró sorprendida.
—¿De veras le gustaría intentarlo? Supone un riesgo considerable para el sexo débil.
—Cierto. Pero a su marido nunca le importó mi opinión lo más mínimo. —No hizo falta especificar que la opinión de Conall era la única que contaba en tales menesteres. Solo un alfa capaz de invocar la Forma de Anubis podía crear nuevos licántropos. Alexia nunca había presenciado una metamorfosis, pero había leído varios artículos sobre el tema, algo acerca de que la reclamación del alma requería ambas formas al mismo tiempo.
—Mi esposo cree que moriría en el intento, y sería por su propia mano. Bueno, en este caso por sus dientes.
La mujer tomó un trago de su copa de jerez y asintió. De pronto su rostro pareció reflejar hasta el último de sus cuarenta años y alguno más.
—Soy la última descendiente que queda con vida —dijo Sidheag Maccon.
—Oh. —Alexia asintió—. Comprendo. Él tendría que ocuparse personalmente de propinarle el mordisco necesario para la transformación. Es una carga considerable lo que le pide, acabar con la vida de su última descendiente con vida. ¿Es ese el motivo por el que abandonó la manada?
—¿Cree que se fue porque le pedí que me transformara? ¿De verdad no conoce la verdad?
—Obviamente no.
—En ese caso no es asunto mío contárselo. Usted aceptó casarse con él; debería preguntárselo.
—¿Cree que no lo he intentado?
—Sigue siendo igual de testarudo, de eso no me cabe la menor duda. Dígame algo, lady Maccon: ¿por qué se casó con él? ¿Por su título nobiliario? ¿Porque dirige el ORA y son ellos quienes se ocupan de vigilar a los de su especie? ¿Qué podría ganar alguien como usted con semejante unión?
Era evidente cuál era la opinión de lady Kingair respecto a su matrimonio. Veía en Alexia a una especie de paria que se había casado con lord Maccon por pura avaricia, social o pecuniaria.
—¿Sabe? —respondió lady Maccon, sin entrar en la trampa—. Eso mismo me pregunto yo todos los días.
—Una unión como la suya no puede ser natural.
Alexia miró a su alrededor para asegurarse de que nadie prestaba atención a aquella conversación. Madame Lefoux y Ivy no dejaban de quejarse de los viajes de larga distancia con los argumentos típicos de quien, en realidad, ha disfrutado con la experiencia. Felicity se encontraba al otro lado del salón, observando la lluvia que aún no había cesado.
—Por supuesto que no es natural. ¿Cómo podría ser natural si ninguno de los dos lo somos? —se lamentó lady Maccon.
—No la comprendo, rompe-maldiciones —respondió Sidheag.
—Es muy sencillo. Yo soy exactamente como usted, solo que sin alma.
Lady Kingair se inclinó hacia delante con el ceño fruncido.
—Yo fui criada por la manada, jovencita, con la intención de que, al crecer, me convirtiera en su alfa y mandase sobre ellos, con transformación o sin ella. Usted adoptó el papel gracias a una boda.
—Y en eso me saca ventaja. Pero insisto, en lugar de adaptarme, me limito a intentar que la manada acepte mi forma de ver las cosas.
Una media sonrisa asomó en el rostro hirsuto de Sidheag.
—Apuesto a que el comandante Channing está encantado con su presencia.
Alexia se rio.
Justo cuando lady Maccon empezaba a ganarle terreno a lady Kingair, se oyó un golpe descomunal contra la pared más cercana al comedor.
Las presentes se miraron las unas a las otras. Madame Lefoux y lady Maccon se levantaron de inmediato de sus respectivos asientos y se dirigieron con cautela hacia la sala en la que acababan de disfrutar de la cena. Lady Kingair las seguía unos pasos más atrás. Cuando las tres mujeres irrumpieron en el comedor, descubrieron a lord Maccon y al beta de Kingair, Dubh, enzarzados en una pelea sobre la enorme mesa, rodando sobre los restos de lo que hasta hacía bien poco había sido un brandy excelente y un plato de pegajosos merengues. El resto de la manada, guardianes incluidos, y el pobre Tunstell se las habían arreglado para apartarse a un lado y observaban la pelea como quien presencia una carrera.
Tunstell incluso comentaba el intercambio.
—Oh, buen gancho de lord Maccon y, oh, ¿Dubh acaba de propinarle una patada? Eso no son formas, eso no son formas.
Alexia observó la escena, siguiendo las evoluciones de ambos escoceses rodando entre los restos del plato de merengues.
—¡Lachlan, informe! —ladró lady Kingair por encima del estruendo—. ¿Qué está sucediendo?
El gamma, de quien Alexia se había formado una buena opinión hasta aquel preciso instante, se encogió de hombros.
—Necesitaban sacar lo que llevan dentro, mi señora. Ya sabe que es así como preferimos solucionar los problemas.
La mujer sacudió la cabeza, agitando la plateada trenza en la que se sujetaba el cabello de un lado a otro.
—Solucionamos los problemas con dientes y zarpas, no a puñetazos y patadas. No es así como hacemos las cosas. ¡Esto no se ajusta al protocolo de la manada!
Lachlan volvió a encogerse de hombros.
—A falta de dientes, es la única opción viable. No puede detenerlo, mi señora, se trata de un duelo. Todos hemos presenciado cómo se producía.
El resto de la manada asintió con gesto grave.
Dubh conectó un golpe de derechas contra la barbilla de lord Maccon que lo lanzó por los aires.
Lady Kingair se apartó a un lado para esquivar una bandeja de plata que se precipitó desde la mesa al suelo, junto a ella.
—¡Oh, por todos los santos! —exclamó Ivy desde la puerta—. ¡Parece que se están peleando!
Inmediatamente Tunstell se puso manos a la obra.
—Esto no es un espectáculo apto para una dama, señorita Hisselpenny —exclamó, corriendo a su lado y llevándosela de la estancia.
—Pero… —protestó Ivy.
Lady Maccon sonrió orgullosa al constatar que el pelirrojo no había tenido en cuenta sus sensibilidades. Madame Lefoux, al ver que Felicity seguía observando la escaramuza con los ojos abiertos de par en par, le hizo un gesto a Alexia y abandonó el comedor, cerrando la puerta tras ella y despertando a Felicity de sus ensoñaciones.
Lord Maccon se lanzó de cabeza contra el estómago de Dubh, lanzando al licántropo contra la pared. Las paredes de la estancia temblaron con el impacto.
Así, pensó Alexia con malicia, de este modo Kingair tendrá que someterse a unas cuantas remodelaciones.
—¡Al menos llevaos vuestro desacuerdo afuera! —gritó lady Kingair.
Había sangre por todas partes, así como brandy, trozos de cristal y merengues pisoteados.
—Por el amor de Dios —exclamó lady Maccon al borde de la exasperación—, ¿no se dan cuenta de que si siguen así, como humanos que son ahora mismo, podrían llegar a hacerse daño? No poseen la fuerza sobrenatural necesaria para recibir semejantes golpes, ni la capacidad de sanar.
Ambos contendientes rodaron sobre la mesa hasta precipitarse sobre el suelo con un golpe sordo.
Dioses, pensó lady Maccon al darse cuenta de que buena parte de la sangre parecía provenir de la nariz de su esposo, espero que a Conall se le haya ocurrido traer un pañuelo de recambio.
No estaba particularmente preocupada, puesto que no dudaba de las habilidades pugilísticas de su marido. Boxeaba a menudo en Whites, además de ser el hombre a quien Alexia había escogido. Era evidente que acabaría ganando aquella pelea, pero el caos que estaban provocando era inadmisible. Aquella situación no podía alargarse más, aunque solo fuese por el bien del servicio del castillo, que luego se ocuparía de limpiar aquel desastre.
Con esa idea en mente, lady Maccon dio media vuelta y salió de la estancia en busca de su sombrilla.
No debería haberse molestado. Cuando regresó, con los dardos tranquilizantes cargados y la sombrilla lista para disparar, ambos contendientes se habían desplomado en lados opuestos de la estancia, Dubh sujetándose la cabeza y tosiendo dolorosamente, y lord Maccon apoyado en el costado, sangrando por la nariz y con un ojo tan hinchado que apenas podía ver.
—Vaya, menudo cuadro —dijo Alexia, apoyando la sombrilla contra la pared y agachándose para examinar el rostro de su esposo con sumo cuidado—. Nada que no se pueda solucionar con un poco de vinagre. —Buscó con la mirada a uno de los guardianes—. Corra a traerme vinagre de manzana, buen hombre. —Lord Maccon la miró por encima del pañuelo, que ahora sostenía a la altura de la nariz.
—No sabía que te preocuparas tanto por mí, esposa —musitó, acercándose a ella para recibir mejor sus cuidados.
Con el fin de disimular sus sentimientos, Alexia se dedicó a limpiar los restos de merengue de la chaqueta de su esposo. Al mismo tiempo, volvió la vista en dirección al beta de Kingair y dijo:
—¿Están satisfechos con el resultado de la disputa, caballeros?
Dubh le dedicó una mirada inexpresiva que no podía ocultar cierto nivel de disgusto causado por su simple existencia, por no hablar de la pregunta. Alexia se limitó a sacudir la cabeza ante semejante muestra de petulancia.
El guardián regresó con un frasco de vinagre de manzana, y lady Maccon enseguida se entregó a la labor de rociar la cara y el cuello de su esposo con aquel líquido amarillento.
—¡Au! ¡Ten cuidado, escuece!
Dubh se dispuso a levantarse del suelo e inmediatamente lord Maccon hizo lo propio. Tenía que hacerlo, supuso Alexia, para mantener la dominancia sobre su inferior. O quizás solo intentaba huir de sus atenciones con olor a vinagre.
—Ya sé que escuece —le dijo Alexia—. No te gusta tener que curarte a la vieja usanza, ¿eh, mi valiente guerrero de las mesas? Puede que la próxima vez te lo pienses dos veces antes de iniciar una pelea en un lugar cerrado como este. En serio, mira cómo lo habéis dejado todo. —Lady Maccon chasqueó la lengua en señal de desaprobación—. Deberíais avergonzaros, los dos.
—No hemos solucionado nada —dijo Dubh, regresando a su anterior posición, recostado sobre la moqueta. Al parecer, era él quien se había llevado la peor parte. Uno de sus brazos estaba roto y tenía un corte bastante serio en la mejilla izquierda.
Los cuidados con vinagre de lady Maccon despertaron al resto de espectadores de su ensoñación, puesto que se apresuraron a reunirse alrededor de su beta para inmovilizarle el brazo y curarle las heridas.
—Nos abandonaste —insistió Dubh con el tono de voz de un niño malcriado.
—Sabéis perfectamente por qué me fui —respondió lord Maccon con un rugido.
—Mmmm —intervino Alexia, levantando la mano—, yo no.
—No podías controlar a la manada —le acusó Dubh, ignorando las palabras de Alexia.
Todos los presentes ahogaron una exclamación de horror al unísono, excepto lady Maccon, que no comprendía la gravedad del insulto y estaba demasiado ocupada intentando limpiar los últimos restos de merengue de la chaqueta de su esposo.
—Eso no es justo —intervino Lachlan, sin moverse de su posición. No estaba muy seguro de a quién debía su lealtad, de modo que permaneció alejado de ambos.
—Me traicionasteis. —Lord Maccon no levantó la voz, pero sus palabras llegaron hasta el último rincón del comedor. Y, aunque seguía siendo incapaz de transformarse, en ellas se podía captar la ira del lobo.
—¿Y tú cómo nos lo pagaste? El vacío que dejaste tras de ti, ¿acaso eso fue justo?
—No existe la justicia en el protocolo de una manada. Los dos lo sabemos; solo existe eso, el protocolo, y no había nada en él que se pudiera aplicar a lo que hicisteis. No existían precedentes, así que sobre mí recayó el dudoso placer de tener que establecerlos. El abandono me pareció la mejor solución, puesto que no quería pasar ni una noche más en vuestra presencia.
Alexia buscó a Lachlan con la mirada. El gamma tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Además —prosiguió lord Maccon, esta vez en un tono de voz más contenido—, Niall era una alternativa perfectamente plausible. Supo guiaros con mano firme, por lo que he oído. Contrajo matrimonio con mi progenie. Estuvisteis bajo control durante décadas gracias a él.
Lady Kingair intervino por primera vez. El tono de su voz era extrañamente tranquilo.
—Niall era mi compañero y yo le amaba. Era un estratega brillante y un buen soldado, pero no un auténtico alfa.
—¿Me estás diciendo que no era lo suficientemente dominante? No escuché nada de posibles faltas de disciplina. Cada vez que llegaba algo a mis oídos sobre Kingair, todos parecíais estar perfectamente —dijo Conall con voz calmada.
—Así que te preocupaste por saber de nosotros, ¿eh, viejo lobo? —lady Kingair parecía más molesta que aliviada ante aquella noticia.
—Por supuesto que sí. Habéis sido mi manada. —El beta levantó la mirada desde el suelo.
—Nos abandonaste siendo débiles, Conall, y lo sabías. Niall no podía convocar la Forma de Anubis y, por tanto, la manada no podía procrear. Por ese motivo los guardianes nos fueron abandonando, los licántropos solitarios de la zona se fueron rebelando y nosotros no teníamos un alfa que luchara por la integridad de la manada.
Lady Maccon miró a su esposo. Su rostro parecía esculpido en piedra, cruel e implacable, o al menos así parecía por lo poco que podía ver bajo el pañuelo manchado de sangre.
—Me traicionasteis —repitió el conde, como si aquellas palabras zanjaran cualquier discusión posible, lo cual, en el mundo de Conall, probablemente era así. Al fin y al cabo, pocas cosas eran más valiosas para lord Maccon que la lealtad.
Alexia decidió llamar la atención sobre su presencia.
—¿Qué sentido tiene recriminarse ahora las cosas? Ya no hay nada que se pueda hacer al respecto, puesto que ninguno de los presentes puede transformarse, ni en Anubis ni en ninguna otra cosa. No se pueden crear lobos nuevos, ni encontrar un alfa, ni retar a nadie. ¿Por qué discutir sobre lo que fue cuando nos encontramos inmersos en lo que ya no es?
Lord Maccon miró a su esposa.
—Así habla mi querida Alexia, siempre tan práctica. ¿Entendéis ahora por qué me casé con ella?
—¿En un intento desesperado y poco efectivo por controlarla? —se burló lady Kingair.
—Uuuh, si tiene zarpas. ¿Estás seguro de no haberla mordido para transformarla, querido? Tiene el temperamento de un licántropo. —Alexia podía ser tan irónica como el que más.
El gamma dio un paso al frente con la vista fija en lady Maccon.
—Le pido disculpas en nombre de la manada, milady, como recién llegada que es. Debe de pensar que somos los bárbaros que los ingleses siempre creen ver en nosotros. Es solo que después de tantas lunas sin un alfa que guíe nuestros pasos empieza a afectarnos los nervios.
—Oh, y yo que pensaba que este comportamiento era debido a la incapacidad para cambiar de forma —bromeó Alexia.
—Bueno —dijo el gamma—, también eso.
—¿Los licántropos sin un líder tienden a meterse en problemas? —quiso saber lady Maccon.
Nadie respondió a la pregunta.
—Imagino que no querrán contarme en qué problemas se vieron inmersos mientras permanecieron lejos de nuestras fronteras. —Alexia se cogió al brazo de su esposo, tratando de disimular el verdadero interés que aquella cuestión despertaba en ella.
Silencio.
—Bueno, supongo que ya hemos tenido suficiente emoción por esta noche. Ya que llevan varios meses como humanos, imagino que habrán adoptado el horario diurno.
Lady Kingair asintió.
—En ese caso —lady Maccon se alisó la falda del vestido—, Conall y yo les deseamos que tengan una plácida noche.
—¿Estás segura? —preguntó lord Maccon, un tanto dubitativo.
—Buenas noches. —Su esposa se despidió de la manada y de los guardianes con aquellas palabras y, con su sombrilla en una mano y el brazo de su esposo en la otra, abandonó la estancia con el conde prácticamente a rastras.
Lord Maccon desfiló obedientemente tras ella, dejando tras de sí una sala llena de rostros entre jocosos y pensativos.
—¿Qué te traes entre manos, querida? —preguntó Conall en cuanto estuvieron a salvo de oídos indiscretos.
Su esposa se lanzó sobre él y le besó con vehemencia.
—¡Au! —se quejó el conde cuando se separaron, a pesar de que había participado en el intercambio con gusto—. Tengo el labio roto.
—¡Oh, mira lo que le has hecho a mi vestido! —se lamentó lady Maccon, señalando la sangre que ahora decoraba el satén blanco.
Lord Maccon prefirió no excusarse diciéndole a su querida esposa que había sido ella quien había provocado el beso.
—Eres imposible —continuó ella, propinándole un tortazo en una de las pocas partes de su cuerpo que habían resultado indemnes tras la pelea—. ¿Eres consciente de que podrías haber muerto en ese enfrentamiento?
—Bah, tonterías. —Lord Maccon sacudió la mano en el aire, como restándole importancia al asunto—. Para ser beta, Dubh no es muy buen luchador que digamos, ni siquiera en su forma de lobo. No es mucho más fuerte que cualquier humano.
—Aun así es un soldado entrenado. —Alexia no tenía intención de permitir que se saliera con la suya tan fácilmente.
—¿Acaso has olvidado, querida esposa, que yo también lo soy?
—Has perdido práctica. Hace años que el alfa de la manada de Woolsey no participa en ninguna campaña.
—¿Estás diciendo que me hago viejo? Ya te enseñaré yo lo viejo que estoy. —La cogió en brazos como si fuese un amante latino y la llevó hasta el dormitorio.
Angelique, que se encontraba realizando labores de limpieza en el armario, abandonó la estancia rápidamente.
—Deja ya de intentar distraerme —se quejó Alexia unos segundos más tarde, tiempo suficiente para que su marido pudiera deshacerse de buena parte de su vestuario del día.
—¿Que yo te distraigo? Tú eres la que me ha arrastrado escaleras arriba justo cuando las cosas se ponían interesantes.
—No tienen intención de contarnos qué es lo que está pasando, por mucho que insistamos —respondió Alexia, desabrochando la camisa del conde y conteniendo una exclamación de horror al ver las marcas rojizas que cubrían el pecho de su esposo y que, a buen seguro, a la mañana siguiente se convertirían en cardenales—. No importa, lo descubriremos nosotros solos.
Lord Maccon dejó de besar el cuerpo de su mujer, en el que estaba dibujando un pequeño caminito de besos, y la miró con un destello de sospecha en la mirada.
—Tienes un plan.
—Sí, así es, y la primera parte implica que me cuentes exactamente qué pasó hace veinte años cuando te marchaste. No. —Detuvo la mano de esposo, que no dejaba de moverse—. Déjalo. Y para la segunda parte será necesario que te vayas a dormir. Te van a doler partes de tu cuerpo que tu alma sobrenatural ni siquiera sabía que existían.
Lord Maccon se dejó caer sobre los cojines. Resultaba imposible razonar con ella cuando se ponía de aquella manera.
—¿Y la tercera parte del plan?
—Esa es la parte que conozco y tú no necesitas conocer.
—Odio cuando haces eso —se quejó el conde con un suspiro de resignación.
Alexia levantó un dedo en alto como quien riñe a un niño pequeño.
—Ah-ah, has calculado mal, querido. Ahora mismo tengo todas las cartas en mi poder.
Él sonrió.
—¿Es así como funciona?
—Has estado casado antes, ¿recuerdas? Deberías saberlo.
Lord Maccon se tumbó de lado mirando a su esposa, sin poder reprimir una mueca de dolor al hacerlo. Ella se acomodó sobre los cojines y él le acarició la barriga y el pecho con una de sus enormes manos.
—Tienes toda la razón, como siempre; así es precisamente cómo funcionan las cosas. —A continuación abrió los ojos de par en par e hizo batir las pestañas con gesto suplicante. Alexia había aprendido aquella estratagema de su amiga Ivy y la había utilizado con su marido durante su, a falta de una palabra mejor, cortejo. Poco sabía ella por aquel entonces lo persuasiva que podía llegar a ser aplicada en sentido contrario.
—¿Tienes intención, al menos, de mostrarte un poco colaboradora? —murmuró el conde con voz grave, sin dejar de besar el cuello de su esposa.
—Podrías convencerme. Claro que tendrías que ser muy, muy amable conmigo.
Conall estuvo de acuerdo con ser amable, en la manera más apropiada y menos verbal posible.
Más tarde, tumbado boca arriba y con la mirada fija en el techo, lord Maccon le contó a su esposa por qué había abandonado la manada de Kingair. Le contó hasta el último detalle, desde cómo era la vida de la manada, tanto por ser licántropos como por ser escoceses, desde los primeros años del reinado de la reina Victoria, hasta el intento de asesinato contra la reina urdido por el beta de Kingair, un viejo amigo suyo, sin que él supiera nada al respecto.
No la miró ni una sola vez mientras hablaba. En su lugar, mantuvo la mirada fija en las sucias molduras del techo bajo el que se encontraban.
—Estaban todos involucrados, hasta el último de ellos, manada y guardianes por igual. Y ni uno solo confió lo suficiente en mí como para contármelo. Oh, no porque yo fuera leal a la reina; a estas alturas, ya sabes cómo funcionan las manadas y también las colmenas. Nuestra lealtad al poder del hombre nunca es incondicional. No, me mintieron porque yo era leal a la causa, siempre lo había sido.
—¿Qué causa? —preguntó su esposa, con su enorme mano entre las suyas, acurrucada contra su cuerpo pero sin atreverse a tocarle.
—La aceptación. ¿Puedes imaginar qué habría pasado si se hubiesen salido con la suya? Una manada escocesa, asociada a uno de los mejores regimientos de las Tierras Altas, múltiples campañas a sus espaldas al servicio del Ejército Británico, acabando con la vida de la reina Victoria. Habría acabado con todo el Gobierno, pero no solo eso, nos habría devuelto a la Edad Media. Esos conservadores que siempre se muestran contrarios a la integración habrían lanzado proclamas sobre una supuesta conspiración sobrenatural; la Iglesia habría recuperado su peso en suelo británico; en definitiva, habríamos vuelto a los peores años de la Inquisición sin apenas tiempo de menear la cola.
—Querido, —Alexia estaba muy sorprendida, pero únicamente porque nunca había tomado en consideración las posturas políticas de su esposo—, ¡eres progresista!
—¡Hasta la médula! No podía creer que mi propia manada hubiera dejado a todos los licántropos en semejante situación. ¿Y por qué? ¿Viejos resentimientos y orgullo escocés? ¿Una débil alianza con los disidentes irlandeses? Y lo peor de todo fue que nadie me habló de la conspiración. Ni siquiera Lachlan.
—Entonces, ¿cómo lo descubriste?
Lord Maccon resopló disgustado.
—Los pillé preparando el veneno. ¡Veneno, ni más ni menos! Una forma de matar que no tiene sitio ni en las bases de una manada ni en los asuntos que la afectan. No es una forma honesta de acabar con la vida de alguien, y mucho menos de un monarca.
Alexia reprimió una sonrisa. Al parecer, aquel era el aspecto de la conspiración que más le molestaba.
—Los licántropos no somos conocidos por nuestra sutileza. Hacía semanas que me había dado cuenta de que se traían algo entre manos. Cuando encontré el veneno, conseguí que Lachlan me lo confesara todo.
—Y al final tuviste que enfrentarte a tu propio beta y acabar con su vida por ello. Y luego ¿qué? ¿Simplemente te fuiste a Londres, dejándolos solos sin un líder?
Conall se dio la vuelta y la miró, apoyándose sobre el codo. Al no descubrir ningún signo de juicio o acusación en sus ojos, se permitió el lujo de relajarse.
—No existe un protocolo definido de actuación para este tipo de situaciones. La traición a gran escala a un alfa sin motivo justificado o sustituto posible. Y orquestada por mi propio beta. —Sus ojos estaban marcados por la agonía—. ¡Mi beta! Merecían quedarse sin metamorfosis. Podría haberlos matado a todos y nadie habría objetado al respecto, ni siquiera el deán, puesto que no solo conspiraban contra mí; conspiraban contra una reina humana.
Buscó los ojos de su esposa y su mirada desprendía tristeza.
Alexia intentó resumir la historia en una sola frase.
—De modo que el motivo de tu abandono fue el orgullo, el honor y la política, ¿cierto?
—Básicamente.
—Supongo que podría haber sido peor —dijo ella, acariciando la arruga que se había formado en la frente de su esposo.
—Podrían haberse salido con la suya.
—Supongo que eres consciente de que, como muhjah, estoy obligada a preguntártelo: ¿crees que lo volverán a intentar? ¿Dos décadas más tarde? ¿Podría explicarse así la aparición de tan misteriosa arma?
—Los licántropos tienen mucha memoria.
—Por la seguridad de la reina Victoria, ¿existe alguna forma de saberlo con certeza?
El conde suspiró suavemente.
—Lo desconozco.
—Y ¿ese es el motivo por el que regresaste? Si vuelve a suceder, tendrás que matarlos a todos, ¿cierto?
Le dio la espalda a aquellas palabras, con el cuerpo rígido, pero no las negó en ningún momento.