Castillo Kingair
Aterrizaron justo antes de la puesta de sol en un prado cerca de la estación de tren de Glasgow. El dirigible se posó con la suavidad con que se posaría una mariposa sobre un huevo, si esa misma mariposa pudiera tropezar e inclinarse fuertemente a un lado y el huevo poseyera las peculiares características de Escocia en invierno: más gris y más triste de lo que parece humanamente posible.
Alexia desembarcó con la pompa y en circunstancias parecidas a las del embarque. Lideraba una auténtica procesión de damas de polisón prominente, como caracoles de tela, hacia tierra firme (bueno, en realidad, más bien considerablemente blandengue). Los polisones eran particularmente pronunciados debido al alivio generalizado por poder llevarlos de nuevo y guardar las faldas de vuelo. Seguía de cerca a los caracoles un atareado Tunstell, cargado con numerosas sombrereras y otros paquetes; cuatro asistentes con varios baúles; y, por último, la doncella francesa de lady Maccon.
Nadie, pensó Alexia con suficiencia, podía acusarla de viajar sin la dignidad propia de la esposa del conde de Woolsey. De acuerdo, solía pasear por la ciudad a solas o en compañía de una única mujer, soltera para más señas, pero nadie podía atreverse a decir que no viajaba convenientemente acompañada. Por desgracia, el efecto de su llegada se vio afectado por el hecho de que el suelo no dejara de girar a su alrededor, provocando que lady Maccon se inclinara hacia un lado y tuviera que sentarse bruscamente sobre uno de sus baúles.
Sin demasiados miramientos, se deshizo de las atenciones de Tunstell y le envió en busca de un transporte adecuado para llevarlos a todos hasta el campo. Mientras, Ivy paseaba por el prado en busca de flores silvestres y aprovechaba para estirar las piernas. Felicity, por su parte, se acercó a Alexia de inmediato y empezó a quejarse de las inclemencias del tiempo.
—¿Por qué tiene que estar el cielo tan encapotado? Este gris verdoso no resulta nada favorecedor para mi complexión. Y es tan fastidioso viajar en carruaje con semejante tiempo. ¿Debemos ir en carruaje?
—Bueno —dijo lady Maccon, un tanto molesta por las quejas de su hermana—, estamos en el norte, ¿no? Deja de quejarte por todo.
Felicity, sin embargo, retomó sus lamentaciones, y Alexia vio por el rabillo del ojo que Tunstell se desviaba de su camino para acercarse a Ivy y susurrarle algo al oído. Ivy le respondió con un exceso de emoción, a decir por los vigorosos movimientos de su cabeza. Tunstell se irguió cuanto pudo, dio media vuelta y siguió su camino.
Ivy se acercó y se sentó junto a Alexia, temblando ligeramente.
—No sé qué pude ver en ese hombre. —La señorita Hisselpenny estaba visiblemente molesta.
—Oh, querida, ¿ha sucedido algo entre los dos tortolitos? ¿Algún problema? —intervino Felicity.
Nadie respondió, y Felicity decidió salir corriendo tras el guardián.
—Oh, señor Tunstell. ¿Le apetece un poco de compañía?
Lady Maccon miró a Ivy.
—¿He de suponer que Tunstell no se ha tomado bien tu negativa? —preguntó, tratando de no mostrar la debilidad que en realidad sentía. El mareo persistía y el suelo parecía empeñado en moverse con la energía de un calamar histérico.
—En realidad no, no mucho. Cuando le he… —Ivy guardó silencio, con toda su atención concentrada en un perro de considerables dimensiones que corría hacia ellas—. Santo Dios, ¿qué es eso?
El enorme perro resultó ser en realidad un lobo de grandes proporciones con algo de tela enrollado alrededor del cuello. Su pelaje era de un color castaño oscuro con manchas doradas y color crema, y sus ojos eran de un amarillo pálido.
Cuando llegó junto a ellas, el lobo saludó a la señorita Hisselpenny con una pequeña reverencia y luego apoyó la cabeza sobre el regazo de lady Maccon.
—Ah, esposo —dijo Alexia, rascándole detrás de las orejas—, suponía que me encontrarías, pero no que lo harías tan pronto.
El conde de Woolsey dio un lametón al aire con su enorme lengua rosada y luego volvió la cabeza en dirección a la señorita Hisselpenny.
—Sí, por supuesto —respondió Alexia a la sugerencia muda que acababa de hacerle su esposo. Luego se volvió hacia su amiga—. Ivy, querida, te sugiero que mires hacia otro lado.
—¿Por qué? —preguntó la señorita Hisselpenny.
—Muchos consideran la transformación de un lobo en hombre algo desagradable y…
—Oh, estoy segura de que no me impresionará verlo —interrumpió la señorita Hisselpenny.
Lady Maccon no estaba tan convencida al respecto. Al fin y al cabo, y las circunstancias así lo habían demostrado, Ivy era propensa al desvanecimiento.
—Y Conall —continuó con sus explicaciones—, no estará vestido cuando el evento transformador se haya completado.
—¡Oh! —La señorita Hisselpenny se cubrió la boca con una mano en señal de alarma—. Por supuesto. —Y se dio la vuelta de inmediato.
Sin embargo, aunque no se mirara, resultaba imposible no escuchar: esa especie de sonido viscoso de los huesos al romperse y volverse a unir. Era parecido al sonido reverberante que se produce en una cocina al desmembrar un pollo muerto para preparar caldo. Alexia percibió un ligero temblor en su amiga Ivy.
La transformación de un licántropo nunca era agradable. Esa era una de las razones por las que los miembros de la manada seguían refiriéndose a ella como la maldición, a pesar de que en la era de la ilustración y el libre albedrío los guardianes escogieran voluntariamente esa misma transformación. El cambio suponía una cantidad considerable de reajustes biológicos que, al igual que cuando uno movía los muebles de un salón para una fiesta, implicaba una transición del orden a lo caótico y vuelta a empezar. Y, como en cualquier redecoración, siempre había un momento, más o menos a medio proceso, en el que parecía imposible que todo pudiera volver a su sitio de forma armoniosa. En el caso de los licántropos, ese momento se producía cuando el pelaje se retiraba para dar paso al vello, los huesos se rompían y volvían a soldarse formando nuevas configuraciones y la carne y los músculos se deslizaban por encima o por debajo del conjunto. Alexia había presenciado muchas de las transformaciones de su marido y siempre se le antojaba vulgar y científicamente fascinante al mismo tiempo.
Conall Maccon era considerado un experto en el proceso. Nadie podía superar la elegancia del profesor Lyall, claro está, pero al menos el conde era rápido, eficiente y no emitía ni uno solo de los gruñidos pugilísticos que tanto gustaban a los cachorros más jóvenes de la manada.
Apenas necesitó unos segundos para plantarse delante de su esposa: un hombre grande, sin ser grueso. Alexia le había dicho una vez que, de haber seguido sumando años como el común de los mortales, seguramente se habría convertido en un hombre corpulento. Afortunadamente para él, se había sometido a la metamorfosis con treinta y pocos años, así que el proceso se había detenido. En su lugar, seguía siendo una montaña de hombre, bien musculado, que siempre necesitaba retoques en el ancho de sus abrigos, botas hechas a medida y un recordatorio casi perpetuo para agacharse al pasar por las puertas.
El conde fijó la mirada, apenas unos tonos más oscura que en su forma de lobo, en su esposa.
Lady Maccon se puso en pie para ayudarle a ponerse la capa pero se dejó caer de nuevo sobre el baúl antes de poder hacerlo. Todavía no se sentía segura.
Lord Maccon dejó inmediatamente de sacudir la prenda en cuestión y se arrodilló, desnudo, frente a ella.
—¿Qué te sucede? —preguntó con voz atronadora.
—¿Qué? —Ivy se dio la vuelta para ver qué estaba sucediendo, vislumbró un destello del trasero desnudo del conde, chilló y volvió a darse la vuelta, abanicándose la cara con una de sus enguantadas manos.
—No te pongas nervioso, Conall. Has asustado a Ivy —musitó lady Maccon.
—La señorita Hisselpenny siempre está asustada por algo. Tú, en cambio, eres harina de otro costal. Nunca haces este tipo de cosas, esposa. No eres tan femenina.
—¡Vaya, gracias! —exclamó lady Maccon, ofendida.
—Sabes perfectamente a qué me refiero. Deja de intentar distraer mi atención. ¿Qué te ocurre? —El conde extrajo enseguida la conclusión equivocada—. ¡Estás enferma! ¿Por eso has venido, para decirme que has enfermado? —Parecía dispuesto a zarandear a su esposa por los hombros, pero sin llegar a atreverse.
—Estoy perfectamente bien —respondió serena Alexia, mirándole fijamente a los ojos—, solo que me está costando un poco más recuperar el control de las piernas. Ya sabes lo que sucede tras un largo viaje por mar o por aire.
El conde se mostró visiblemente aliviado.
—No se te da demasiado bien flotar en dirigible, ¿verdad, mi amor?
Lady Maccon le dedicó una mirada de reproche a su marido.
—Pues no —respondió con petulancia—, no se me da bien flotar. No. —De pronto cambió de tema—. Sinceramente, Conall, ya sabes que yo agradezco el espectáculo, pero ¡pobre Ivy! Ponte la capa, por favor.
El conde sonrió, se irguió bajo la atenta mirada de su esposa y se cubrió con la larga capa.
—¿Cómo has sabido de mi llegada? —pregunto Alexia en cuanto el conde estuvo visible.
—El espectáculo lascivo ha terminado, señorita Hisselpenny. Está usted a salvo —le dijo lord Maccon a Ivy, descansando su imponente presencia junto a su esposa y arrancando un crujido de queja del pobre baúl.
Lady Maccon se acurrucó, feliz, contra el cuerpo de su esposo.
—Simplemente lo sabía —murmuró, rodeándola con un brazo y atrayéndola hacia él—. Esta pista de aterrizaje está cerca de la ruta hacia Kingair. Capté tu olor hace cosa de una hora y justo después divisé el dirigible mientras se preparaba para tomar tierra, así que me dije que lo mejor sería acercarme a ver qué estaba pasando. Ahora tú, esposa. ¿Qué estás haciendo en Escocia? Y ni más ni menos que con la señorita Hisselpenny.
—Bueno, tenía que traerme alguna clase de acompañante. Sabes bien que la sociedad no me perdonaría fácilmente el atrevimiento de recorrer en dirigible el equivalente a Inglaterra yo sola.
—Mmm. —Lord Maccon volvió la mirada hacia Ivy, aún nerviosa, que no se había reconciliado con la idea de dirigirse a un conde ataviado únicamente con una capa y a tan poca distancia, de espaldas a ella.
—Dale tiempo para recuperarse —le aconsejó Alexia—. Ivy es muy sensible, y tú eres una conmoción para cualquiera, incluso vestido.
El conde sonrió.
—¿Un cumplido, esposa? Qué extraño viniendo de ti. Me agrada saber que conservo la capacidad de impresionar, a mi edad. Pero deja de evitar mi pregunta. ¿Por qué has venido?
—Pero, querido —lady Maccon hizo aletear sus pestañas en dirección a su esposo—, he venido a Escocia a verte, claro está. Te echaba de menos.
—Ah, mujer, muy romántico por tu parte —respondió él, sin creerse ni una sola palabra. La observó desde lo alto, aunque no desde tan arriba como solía sucederle con la mayoría de las féminas. Su Alexia era considerablemente fornida, y él lo prefería. Las mujeres minúsculas le hacían pensar en perros falderos.
—Harpía mentirosa —murmuró el conde en voz baja.
Ella se inclinó hacia él.
—Tendrás que esperar hasta más tarde, cuando nadie pueda oírnos —le susurró al oído.
—Mmm. —Se volvió hacia ella y la besó en los labios, cálido e inflexible.
—Ejem —interrumpió la escena Ivy, aclarándose la garganta.
Lord Maccon se tomó su tiempo para dar por finalizado el beso.
—Esposo —dijo lady Maccon, los ojos vidriosos—, ¿te acuerdas de la señorita Hisselpenny?
Conall le dedicó una mirada a su mujer, intensa y cargada de intenciones. A continuación se puso en pie y saludó con una reverencia, como si él y la, en ocasiones, absurda señorita Hisselpenny no hubieran establecido las bases de una relación en los tres meses que habían pasado desde su matrimonio.
—Buenas tardes, señorita Hisselpenny. ¿Qué tal está?
Ivy respondió con otra reverencia.
—Lord Maccon, qué sorpresa. ¿Conocía la hora de nuestra llegada?
—No.
—¿Entonces?
—Cosas de licántropos, Ivy —explicó Alexia—. No te molestes.
Ivy obedeció.
—También me acompañan mi hermana y Tunstell —informó lady Maccon—. Y Angelique, claro está.
—Ya veo, una esposa inesperada con refuerzos. ¿Es que acaso anticipas una batalla, querida?
—Si así fuese, solo tendría que arrojar al enemigo contra la afilada lengua de Felicity para provocar una estampida. Lo creas o no, el tamaño del grupo ha sido completamente involuntario.
La señorita Hisselpenny demostró sentirse culpable ante tal afirmación.
Lord Maccon miró a su esposa con una expresión de incredulidad en el rostro.
—Felicity y Tunstell han partido en busca de un medio de transporte para el grupo —continuó Alexia.
—Qué detallista por tu parte, traer a mi ayuda de cámara.
—Tu ayuda de cámara ha resultado ser un incordio insoportable.
La señorita Hisselpenny ahogó una exclamación de sorpresa.
—Suele serlo —respondió lord Maccon encogiéndose de hombros—. Existe un arte de la irritación que solo unos cuantos son capaces de alcanzar.
—Ese debe de ser el método utilizado por los licántropos para seleccionar posibles candidatos a la metamorfosis —dijo Alexia—. Sea como fuere, su presencia era necesaria. El profesor Lyall insistió en que nos acompañara un hombre y, puesto que el viaje era en dirigible, no podía ser ningún miembro de la manada.
—Mejor así. Estamos en territorio ajeno.
En aquel preciso instante alguien carraspeó educadamente, y los Maccon se dieron la vuelta al unísono para encontrarse cara a cara con madame Lefoux.
—Ah, sí —dijo lady Maccon—. Madame Lefoux también viajaba a bordo del dirigible con el resto del grupo. Algo ciertamente inesperado. —Alexia enfatizó la última palabra para que su esposo pudiera comprender la preocupación que la presencia de la inventora le infundía—. Si no me equivoco, mi esposo y usted ya se conocen, ¿verdad, madame Lefoux?
Madame Lefoux asintió.
—¿Qué tal está, lord Maccon?
El conde inclinó la cabeza a modo de saludo y luego le dio la mano a la inventora, como habría hecho si se tratara de un hombre. La opinión de lord Maccon parecía ser que, si madame Lefoux vestía como un hombre, debía ser tratada como tal. Interesante, sin duda. O tal vez sabía algo que Alexia desconocía.
—Por cierto, gracias por la sombrilla —le dijo lady Maccon a su esposo—. Le daré buen uso.
—Nunca lo he dudado. Me sorprende que aún no lo hayas hecho.
—¿Y quién dice que no?
—Esa es mi mujer, siempre tan dulce y sumisa.
—Oh —intervino Ivy, sorprendida—, pero si Alexia no es dulce.
Lady Maccon se limitó a sonreír.
El conde parecía genuinamente complacido por la presencia de la inventora.
—Encantado, madame Lefoux. ¿Tiene usted negocios en Glasgow?
La sombrerera inclinó la cabeza.
—Supongo que no podré convencerla para que visite Kingair con nosotros, ¿verdad? Dicen en el pueblo que la manada está experimentando ciertas dificultades técnicas con su transmisor eterográfico recién comprado de segunda mano.
—Dioses, esposo. ¿Es que todo el mundo tiene uno menos nosotros? —quiso saber su esposa.
El conde posó una intensa mirada en ella.
—¿Por qué? ¿Quién más se ha hecho con uno de esos aparatos recientemente?
—Lord Akeldama, ni más ni menos, y el suyo es el último modelo. ¿Te molestaría saber que yo misma codicio tener uno?
Lord Maccon reflexionó sobre el estado de su vida en la que, de algún modo, había ganado una esposa a la que no le importaba lo más mínimo la última moda procedente de París pero que, en cambio, se lamentaba por no poseer un transmisor eterográfico. Bueno, al menos ambas obsesiones eran comparables en lo referente a la inversión necesaria.
—Mi querida esposa marisabidilla, alguien está a punto de cumplir años.
Los ojos de Alexia brillaron.
—¡Oh, espléndido!
Lord Maccon la besó suavemente en la frente y luego se volvió de nuevo hacia madame Lefoux.
—Entonces, ¿puedo persuadirla para que se detenga en Kingair unos días y averigüe si puede hacer algo al respecto?
Alexia pellizcó a su marido en el brazo. ¿Cuándo aprendería a consultar primero con ella esa clase de decisiones?
Lord Maccon capturó la mano de su esposa con una de sus enormes zarpas y sacudió la cabeza casi de forma imperceptible.
La inventora frunció el ceño, dibujando una pequeña arruga en su frente impoluta. A continuación, como si la arruga nunca hubiera existido, dos hoyuelos asomaron en sus mejillas, momentos antes de que aceptara la invitación.
Alexia solo pudo intercambiar unas palabras a solas con su marido mientras cargaban el equipaje en los dos carruajes que habían alquilado para el trayecto.
—Channing dice que los licántropos no pudieron transformarse en todo el viaje de vuelta en barco.
Su esposo la miró fijamente, sorprendido.
—¿De veras?
—Ah, y Lyall dice que la plaga se mueve hacia el norte. Cree que ha llegado a Escocia antes que nosotros.
Lord Maccon frunció el ceño.
—Opina que tiene algo que ver con la manada de Kingair, ¿cierto?
Alexia asintió. Su esposo, sin embargo, sonrió.
—Perfecto, así tengo una excusa.
—¿Una excusa para qué?
—Para presentarme en su territorio. De lo contrario, nunca me hubiesen permitido la entrada.
—¿Qué? —susurró Alexia—. ¿Por qué? —Pero les interrumpió el retorno de Tunstell y su emoción al ver a lord Maccon.
Los carruajes traqueteaban sobre las piedras de camino a Kingair en una oscuridad cada vez más intensa. Alexia se debatía entre el silencio o las conversaciones más banales, puesto que Ivy y madame Lefoux viajaban en su mismo carruaje. Estaba demasiado oscuro y lluvioso para ver más allá de la ventana, algo que molestó profundamente a Ivy.
—Me apetecía tanto ver las Tierras Altas —se lamentó la señorita Hisselpenny. Como si hubiera una línea dibujada en el suelo que indicara la transición de una parte de Escocia a la siguiente. La señorita Hisselpenny ya había comentado varias veces cuánto se parecían Escocia e Inglaterra en un tono de voz que parecía indicar un grave error por parte del paisaje.
Inexplicablemente cansada, Alexia dormitó gran parte del camino, con la mejilla apoyada en el generoso hombro de su esposo.
Felicity, Tunstell y Angelique viajaban en el otro carruaje, entregados a un estado de alegría que confundía a Alexia y atormentaba a Ivy. Felicity flirteaba descaradamente y Tunstell no hacía nada para disuadirla de sus intenciones. Pero pronto la visión del castillo de Kingair enrareció los ánimos del grupo. Para acabar de arreglarlo, en cuanto se descargó el equipaje y los carruajes partieron de regreso, la lluvia empezó a caer con fuerza.
El castillo de Kingair parecía sacado de una novela gótica. Se sustentaba en una enorme roca que emergía de entre las aguas de un oscuro lago. A su lado, el castillo de Woolsey no era nada. El lugar irradiaba siglos de vivencias, tantos que Alexia estaba convencida de que por dentro era una criatura antigua, miserable y pasada de moda.
Primero, sin embargo, tendrían que superar a la criatura antigua, miserable y pasada de moda que los esperaba fuera.
—Ah —dijo lord Maccon al ver el comité de recepción formado por una única persona, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, frente a las puertas del castillo—. Prepárate para lo peor, querida.
Alexia buscó los ojos de su esposo, con los mechones de pelo mojado desprendiéndose de su peinado.
—No creo que sea un buen momento para meterme miedo, querido —respondió con energía.
La señorita Hisselpenny, Felicity y madame Lefoux se unieron a la pareja, temblando bajo la lluvia, mientras Tunstell y Angelique empezaban a organizar el equipaje.
—¿Quién es? —quiso saber Ivy.
El personaje permanecía inmóvil; su cuerpo, indefinido por el efecto de una capa a cuadros; el rostro, en penumbra bajo un raído sombrero de cochero de piel gastada que sin duda había visto mejores días y apenas había sobrevivido a ellos.
—Tal vez la pregunta correcta sea qué es eso —la corrigió Felicity, con la nariz arrugada en un mohín de disgusto y la sombrilla en el aire tratando absurdamente de retener el diluvio.
La mujer —puesto que tras una inspección más de cerca, el personaje parecía ser, al menos hasta cierto grado, del género femenino— no dio ni un solo paso al frente para recibirlos. Tampoco les ofreció cobijo. Simplemente permaneció en su sitio, en silencio y fulminándolos con la mirada, en especial a lord Maccon.
El grupo se acercó lentamente, no sin cierta cautela.
—¡No eres bienvenido aquí, Conall Maccon! —gritó la mujer mucho antes de que estuvieran a una distancia razonable para mantener una conversación—. Vuelve por dónde has venido antes de que tengas que enfrentarte a lo que queda de esta manada.
Bajo el ala del sombrero, la mujer parecía de mediana edad, atractiva pero no hermosa, de rasgos marcados y cabello recio, cercano al gris. Poseía la presencia severa de una institutriz particularmente estricta. Era la clase de mujer que tomaba el té negro, fumaba puros después de la medianoche, jugaba al cribbage sin compasión y mantenía a una manada repulsiva de perros falderos.
A Alexia le gustó de inmediato.
La mujer preparó el rifle que sujetaba entre las manos con la habilidad de un tirador consumado y apuntó a lord Maccon.
Quizás a Alexia ya no le gustaba tanto.
—Y no creas que puedes hacerme cambiar de opinión. La manada lleva meses sin sufrir los rigores de la maldición de los licántropos, desde que partimos por mar rumbo al este.
—Esa es precisamente la razón que me ha traído aquí, Sidheag. —Lord Maccon siguió avanzando. Se le daba bien mentir, se dijo lady Maccon con orgullo.
—Supongo que no dudarás que estas balas son de plata.
—¿Qué más da, si soy tan mortal como tú?
—Siempre tuviste la lengua muy afilada.
—Hemos venido a ayudaros, Sidheag.
—¿Quién dice que necesitamos ayuda? No te queremos aquí. Abandonad los dominios de Kingair de inmediato, todos vosotros.
Lord Maccon suspiró visiblemente.
—Se trata de un asunto del ORA, y el comportamiento de tu manada me ha traído hasta aquí, te guste o no. No estoy aquí en calidad de alfa de Woolsey. Ni siquiera he venido como mediador para ayudaros a encontrar un nuevo alfa. ¿Qué esperabas?
La mujer dio un paso atrás y apartó el rifle.
—Claro, ahora lo entiendo. No es que te preocupe lo que le pase a esta manada, tu antigua manada. Has venido a cumplir la voluntad de la reina. Un cobarde, eso es lo que eres, Conall Maccon, y nada más.
Lord Maccon prácticamente había llegado junto a ella, con lady Maccon siguiéndole de cerca. El resto del grupo, al ver el arma, había permanecido inmóvil. Alexia miró por encima del hombro y vio a Ivy y Felicity cobijadas tras el cuerpo de Tunstell, que apuntaba a la mujer con una pequeña pistola. Junto a él estaba madame Lefoux, con la muñeca en un ángulo tal que sugería la presencia camuflada de un arma de fuego más exótica pero oculta dentro de la manga del abrigo.
Lady Maccon, con la sombrilla preparada, avanzó en dirección a su esposo y la extraña mujer. El conde hablaba en voz baja para que el resto del grupo no pudiera escuchar sus palabras entre el rumor de la lluvia.
—¿Qué hicieron, Sidheag? ¿En qué problemas te metiste estando fuera del país tras la muerte de Niall?
—¿Acaso te importa? Tú nos abandonaste.
—No tenía elección. —La voz de Conall parecía agotada por el peso de tantas discusiones de pronto recordadas.
—Mentira, Conall Maccon. Ambos sabemos que huiste de aquí, abandonando todas tus responsabilidades. ¿Piensas arreglar lo que destruiste hace veinte años ahora que has vuelto?
Alexia miró a su esposo, incapaz de disimular la curiosidad. Tal vez conocería la respuesta a algo que siempre había querido saber. ¿Qué podía llevar a un alfa a abdicar de una manada solo para luchar por el control de otra?
El conde permaneció en silencio.
La mujer se quitó el viejo sombrero de la cabeza para mirar a lord Maccon. Era alta, casi tanto como él, de modo que no tuvo que levantar demasiado la mirada. Tampoco poseía un cuerpo delicado. Podía intuirse la fortaleza de sus músculos bajo el peso de la enorme capa. Alexia no podía evitar estar impresionada.
Los ojos de la mujer eran de un color castaño extrañamente familiar.
—Deja que nos resguardemos de esta lluvia y me lo pensaré —dijo lord Maccon.
—¡Puh! —La mujer escupió al suelo y, dando media vuelta, se dirigió hacia la entrada del castillo por el desgastado camino de piedra.
Lady Maccon miró a su esposo.
—Una mujer interesante.
—No empieces —gruñó él, y luego se dirigió al resto del grupo—. Es toda la hospitalidad que vamos a recibir en estos parajes. Vayamos dentro. Dejad el equipaje aquí. Sidheag enviará a un hombre para que lo recoja.
—¿Y está usted convencido de que no lo tirará al lago, lord Maccon? —preguntó Felicity, sujetando su bolso de mano con aire protector.
—No les garantizo nada —respondió lord Maccon, incapaz de contener una sonrisa.
Lady Maccon se alejó de inmediato de su esposo y corrió a recoger su maletín de trabajo de la pila del equipaje.
—¿Esta cosa funciona también como sombrilla? —le preguntó a madame Lefoux en el camino de vuelta, agitando la sombrilla en el aire.
La inventora se mostró un tanto avergonzada.
—Olvidé esa parte.
—Perfecto —suspiró Alexia—. Aquí estoy, a punto de conocer a la temida familia de mi esposo con el aspecto, nada más y nada menos, que de una rata mojada.
—No seas tan dura contigo misma, hermana —intervino Felicity—. Más bien pareces un tucán ahogado.
Y con esas palabras, el reducido grupo de viajeros se adentró en las profundidades del castillo de Kingair.
Todo era tan sombrío y pasado de moda como parecía desde el exterior. Abandonado era un término demasiado vago para definirlo. Las alfombras, auténticas reliquias de los tiempos del rey Jorge, estaban descoloridas, entre grises y verdes; de entre todas las formas posibles de iluminación, los candelabros de la entrada estaban cargados de velas; y de las paredes colgaban auténticos tapices medievales. Alexia, que era una mujer escrupulosa por naturaleza, pasó un dedo por la barandilla y observó la cantidad de polvo que había en ella.
La tal Sidheag la descubrió in fraganti.
—¿No se ajusta a los estándares de la gran Londres, jovencita?
—Oh-oh —dijo Ivy.
—No a los estándares de la decencia más básica —respondió Alexia—. Había oído que los escoceses son unos bárbaros, pero esto, —juntó las puntas de los dedos y las frotó, levantando una pequeña nube de polvo gris—, es ridículo.
—Nadie le impide volver afuera, bajo la lluvia.
Lady Maccon inclinó la cabeza a un lado.
—Sí, pero ¿me impediría limpiar el polvo? ¿O es que acaso siente un apego especial por la suciedad?
La mujer no pudo reprimir una carcajada.
—Sidheag —intervino lord Maccon—, esta es mi esposa, Alexia Maccon. Esposa, ella es Sidheag Maccon, lady Kingair. Mi tatara-tatara-tataranieta.
Alexia no podía disimular su sorpresa. Había supuesto que se trataba de una sobrina-nieta, no una descendiente directa. ¿Su esposo había estado casado antes de su transformación? Y ¿por qué no le había contado nada?
—Pero —objetó la señorita Hisselpenny—, parece mayor que Alexia. —Una pausa—. Parece mayor que usted, lord Maccon.
—Yo, si fuera usted, no me esforzaría en intentar entenderlo, querida —intervino madame Lefoux con una sonrisa, tratando de consolar a la pobre Ivy.
—Tengo poco más de cuarenta años —respondió lady Kingair, confesando su edad abiertamente ante un grupo de extraños sin apenas inmutarse. Lo cierto era que aquella parte del país era tan primitiva como había dicho Floote. Lady Maccon sintió que un escalofrío le recorría la espalda y sujetó el asa de su sombrilla con fuerza, preparada para cualquier cosa.
Sidheag Maccon clavó la mirada en el conde.
—Aún no soy demasiado vieja.
Felicity arrugó la nariz.
—Argh, esto es demasiado desagradable. ¿Por qué tuviste que relacionarte con sobrenaturales, Alexia?
Alexia miró a su hermana con una ceja arqueada.
Felicity se ocupó de responder a su propia pregunta.
—Oh, sí, ya lo recuerdo. No te quería nadie más.
Lady Maccon prefirió ignorar las palabras de su hermana. En su lugar, observó fijamente a su marido.
—Nunca me has contado que tuvieras familia antes de la transformación.
Lord Maccon se encogió de hombros.
—Nunca me lo has preguntado. —Se dio la vuelta para presentar al resto del grupo—. La señorita Hisselpenny, amiga de mi esposa. La señorita Loontwill, hermana de mi esposa. Tunstell, mi guardián personal. Y madame Lefoux, a quien le encantaría poder revisar vuestro eterógrafo.
Lady Kingair parecía sorprendida.
—¿Cómo has sabido que…? No importa. Siempre fuiste un sabelotodo y veo que trabajar para el ORA no te ha ayudado a mejorar. En fin, una invitada más que bien recibida. Encantada de conocerla, madame Lefoux. He oído hablar de su trabajo, por supuesto. Tenemos un guardián que está familiarizado con sus teorías, una especie de inventor amateur.
A continuación se dirigió de nuevo a su ancestro.
—Imagino que querrás ver al resto de la manada.
Lord Maccon inclinó la cabeza.
Lady Kingair se acercó a la escalera e hizo sonar una campana que se escondía allí. Produjo un sonido a medio camino entre el mugido de un animal y un motor a vapor deteniéndose súbitamente, y de pronto la entrada del castillo se llenó de hombres corpulentos, la mayoría ataviados con faldas.
—Santo Dios —exclamó Felicity—, ¿qué llevan puesto?
—Kilts —explicó Alexia, a quien la incomodidad de su hermana se le antojaba divertida.
—Faldas —respondió Felicity, ofendida—, y muy cortas, como si se tratara de bailarines de la ópera.
Alexia trató de contener la risa. Esa sí que era una imagen divertida.
La señorita Hisselpenny no sabía muy bien adónde mirar. Finalmente se decantó por observar con detenimiento los candelabros del castillo, dominada por el horror más abyecto.
—Alexia —le susurró a su amiga—, está todo lleno de rodillas. ¿Qué hago?
La atención de Alexia estaba fija en los rostros de los hombres que la rodeaban, no en sus piernas. Al parecer se debatían entre el disgusto y la alegría de volver a ver a lord Maccon.
El conde presentó a su esposa a aquellos miembros de la manada a los que conocía. El beta de la manada de Kingair, nominalmente al cargo, era uno de los que no parecían demasiado contentos, mientras que el gamma estaba encantado de volver a ver a Conall. Los otros cuatro miembros se dividían en dos a favor y dos en contra y se habían colocado de acuerdo con sus opiniones, como si en cualquier momento pudiera estallar una batalla campal. La de Kingair era una manada más reducida que la de Woolsey, y menos unida. Alexia se preguntó qué clase de hombre debía de haber sido el alfa que se había hecho cargo de la manada tras la partida de Conall para liderar a un grupo tan enfrentado.
De pronto, y con una rapidez inusitada, lord Maccon se acercó al beta, que respondía al nombre de Dubh, y se lo llevó a una sala para poder hablar con él a solas, dejando que Alexia se ocupara de mitigar la tensión que flotaba en el ambiente.
Lady Maccon se entregó a la tarea. Sin embargo, su carácter, forjado tras años supervisando primero a la señora Loontwill y luego a sus dos hermanas, no la había preparado para las circunstancias a las que estaba a punto de enfrentarse, rodeada de licántropos con faldas.
—Hemos oído hablar de usted —dijo el gamma, cuyo nombre sonaba como algo escurridizo salido de una ciénaga—. Sabíamos que el viejo terrateniente se había juntado con una chupa-almas. —Rodeó lentamente a Alexia como si buscara en ella cualquier posible defecto, con las maneras más propias de un perro, hasta el punto de que Alexia se preparó para apartarse de un salto si el escocés levantaba la pata.
Afortunadamente, las palabras del gamma fueron mal interpretadas tanto por Ivy como por Felicity. Ninguna de las dos sabía de su verdadera naturaleza y prefería que siguiera siendo así. Ambas jóvenes debieron de asumir que chupa-almas era un término propio de Escocia para referirse a una esposa.
—De verdad, ¿es que no sabe hablar en inglés? —dijo Felicity, mirando fijamente al hombre de proporciones descomunales que tenía delante.
—Entonces está en ventaja —intervino rápidamente lady Maccon, ignorando las palabras de su hermana—. Yo no sé nada de usted. —Todos eran tan altos, y ella no estaba acostumbrada a sentirse diminuta.
El gesto del gamma cambió de repente.
—¿Ha sido el señor de esta manada durante más de un siglo y nunca le ha hablado de nosotros?
—Tal vez no se trate de que no quiera hablar de ustedes, sino de que prefiere que yo no sepa nada al respecto —sugirió Alexia.
El licántropo la observó detenidamente.
—Algo me dice que ni siquiera nos ha mencionado, ¿verdad?
Sidheag interrumpió el intercambio entre ambos.
—Ya basta de chismes. Les mostraremos sus habitaciones. Chicos, id a buscar el resto. Estos malditos ingleses no saben viajar ligeros de equipaje.
Los dormitorios de la primera planta y las estancias para invitados no parecían mucho mejores que el resto del castillo, sin apenas una nota de color e inundadas de un intenso olor a humedad. La habitación de lord y lady Maccon estaba limpia pero olía a cerrado. Estaba decorada con elementos de un marrón rojizo, pasados de moda hacía más de un siglo. Había una cama grande, dos pequeños armarios, un tocador para Alexia y un vestidor para su esposo. A Alexia aquellos colores y la apariencia en general de la estancia le recordaban a una ardilla sucia y malhumorada.
Buscó un lugar seguro en el que poder ocultar su maletín de trabajo, sin demasiado éxito. No había ni un solo punto lo suficientemente discreto, de modo que se dirigió tres puertas más allá, a la habitación de la señorita Hisselpenny.
Cuando pasaba junto a la puerta de una de las estancias, oyó a Felicity hablando con voz susurrante.
—Oh, señor Tunstell, ¿cree que estaré a salvo en la habitación contigua a la suya?
Unos segundos más tarde, Tunstell emergió del dormitorio de Felicity, con el pánico reflejado en cada una de sus pecas, y se refugió en las pequeñas dependencias que le habían sido asignadas como ayudante de cámara de Conall, junto al vestidor de este.
Cuando Alexia llamó a la puerta y entró, Ivy estaba entregada a la tarea de deshacer su equipaje.
—Oh, gracias al cielo, Alexia. Justamente me estaba preguntando, ¿crees que habrá fantasmas en este sitio? O peor, ¿poltergeists? Por favor, no pienses que tengo prejuicios contra lo sobrenatural. Sencillamente no me siento capaz de soportar la presencia de fantasmas, en especial de aquellos que se encuentran en la última etapa de desánimo. Tengo entendido que se comportan de forma extraña y van por ahí perdiendo trozos de sus incorpóreas personas. Por nada del mundo querría encontrarme con una ceja extirpada flotando entre el suelo y el techo. —Un escalofrío recorrió el cuerpo de la señorita Hisselpenny mientras esta apilaba sus doce sombrereras cerca del armario.
Alexia pensó en lo que le había dicho su esposo. Si allí los licántropos eran incapaces de transformarse, ello solo podía significar que la plaga de humanización había descendido sobre el castillo Kingair. Todas las dependencias del complejo habían sufrido un exorcismo masivo.
—Tengo la sensación, querida Ivy —le dijo a su amiga—, de que ningún fantasma frecuenta este lugar.
Ivy no parecía muy convencida.
—Pero, Alexia, debes admitir que este castillo parece la clase de edificio en el que siempre hay fantasmas.
Lady Maccon chasqueó la lengua, exasperada.
—Oh, Ivy, no seas ridícula. Las apariencias no tienen nada que ver en todo esto, y lo sabes. Únicamente en las novelas góticas se cumple esa norma, y ambas sabemos lo fantasiosas que se han vuelto recientemente. Sus autores nunca consiguen captar la esencia de lo sobrenatural. Sin ir más lejos, la última que leí relacionaba la metamorfosis con la magia, cuando todo el mundo sabe que existen argumentos científicos y médicos sobre el exceso de alma, todos ellos perfectamente válidos. Precisamente el otro día, leí que…
La señorita Hisselpenny interrumpió a su amiga antes de que fuera demasiado tarde.
—Sí, bueno, no es necesario que me abrumes con explicaciones científicas y artículos de la Royal Society. Te creo. ¿A qué hora ha dicho lady Kingair que empezaba la cena?
—A las nueve, si no me equivoco.
Un destello de pánico cruzó el rostro de la señorita Hisselpenny.
—¿Crees que servirá —tragó saliva—, entrañas?
Lady Maccon esbozó una mueca de hastío.
—Seguro que no, al menos no en nuestra primera comida. Pero será mejor que estés preparada. Nunca se sabe. —Conall le había hablado de la desastrosa comida, no sin cierto deleite, durante el trayecto en carruaje. Como consecuencia, desde entonces las mujeres vivían sumidas en un estado de terror continuo.
Ivy suspiró.
—Muy bien. Entonces será mejor que nos vistamos para la cena. ¿Mi vestido de tafetán blanco te parece apropiado para la ocasión?
—¿Para las entrañas?
—No, tonta, para la cena.
—¿Existe un sombrero a juego?
La señorita Hisselpenny levantó la mirada de su montón de sombrereras con una expresión de disgusto en la cara.
—Alexia, no digas tonterías. Es un vestido de cena.
—Entonces creo que te irá perfecto. ¿Te puedo pedir un favor? Tengo un regalo para mi esposo guardado en este maletín. ¿Crees que podría guardarlo en tu dormitorio para que no lo descubra por accidente? Quiero que sea una sorpresa.
Los ojos de la señorita Hisselpenny se iluminaron al instante.
—¡Oh, por supuesto! Qué adorable por tu parte. Nunca hubiese adivinado que eras una romántica.
Lady Maccon fingió una sonrisa.
—¿Qué es?
Alexia se devanó los sesos en busca de una respuesta adecuada. ¿Qué se le podía comprar a un hombre que pudiera guardarse cómodamente en un maletín?
—Mmm. Calcetines.
—¿Solo calcetines? No creo que sea necesario tanto secretismo para unos simples calcetines.
—Son calcetines especiales, de la suerte.
La señorita Hisselpenny no pareció detectar ninguna incongruencia en ello y guardó cuidadosamente el maletín de lady Maccon tras la montaña de sombrereras.
—Puede que necesite el maletín de vez en cuando —dijo Alexia.
La señorita Hisselpenny parecía intrigada.
—¿Por qué?
—Para, mmm, comprobar el estado de los, esto, calcetines.
—Alexia, ¿te encuentras bien?
—¿Te he contado que acabo de cruzarme con Tunstell, que salía del dormitorio de Felicity? —dijo lady Maccon, tratando desesperadamente de cambiar de tema.
—¡No! —exclamó Ivy. Acto seguido se entregó con gesto furioso a la elección de los accesorios que llevaría para la cena, y tiró guantes, joyas y un pequeño sombrero de encaje sobre el vestido que ya descansaba encima de la cama—. Alexia, no es mi intención ser maleducada, pero opino que tu hermana es una estúpida.
—Oh, tienes toda la razón, querida Ivy. Ni siquiera yo soy capaz de soportarla —respondió lady Maccon y, como se sentía culpable por haberle dicho lo de Tunstell, añadió—: ¿Quieres que te deje a Angelique esta noche para que te arregle el pelo? La lluvia ha destrozado mi peinado hasta tal punto que no creo que tenga remedio, así que sería un trabajo inútil.
—Oh, ¿de veras? Gracias, sería perfecto. —Ivy se animó al instante.
Y sin más que decir, lady Maccon se retiró a su dormitorio para vestirse.
—¿Angelique? —Al entrar en el dormitorio, lady Maccon encontró a la doncella ocupada deshaciendo el equipaje—. Le he dicho a Ivy que la ayudarías a peinarse para la cena de esta noche. Llegados a este punto, no hay nada que se pueda hacer por mi pelo. —La oscura melena de Alexia era una masa indefinida de rizos a causa del húmedo clima de Escocia—. Llevaré uno de esos horribles sombreros de matrona que siempre insistes en que lleve.
—Sí, mi señoga. —La doncella hizo una reverencia y se dispuso a abandonar la estancia para hacer lo que su señora le había ordenado. Al llegar a la puerta, se detuvo y miró a lady Maccon—. Pog favog, mi señoga, ¿pog qué sigue madame Lefoux entge nosotgos?
—No te gusta esa mujer, ¿verdad, Angelique?
La afirmación fue recibida con un encogimiento de hombros de lo más francés.
—Me temo que ha sido idea de mi esposo. Si quieres saber mi opinión, yo tampoco me fío de ella. Pero ya sabes cómo se pone Conall. Al parecer, en Kingair hay un transmisor eterográfico averiado. Lo sé, comprendo tu sorpresa. ¿Quién hubiera dicho que tendrían algo tan moderno en un lugar tan anticuado como este castillo? Pues al parecer así es, y parece que ha estado dando problemas. Tengo entendido que fue adquirido de segunda mano. ¿Qué esperabas? En fin, que Conall decidió invitar a madame Lefoux para que le echara un vistazo al aparato. No pude hacer nada para detenerle.
Angelique, sin mostrar reacción alguna a las explicaciones de su señora, hizo una rápida reverencia y partió a atender a la señorita Hisselpenny.
Alexia revisó el atuendo que la doncella había escogido para ella, y, consciente de que no podía confiar en su propio sentido de la moda, se lo puso.
Su esposo entró en el dormitorio justo cuando Alexia trataba, sin demasiado éxito, de abrocharse los botones superiores del corsé.
—Oh, perfecto, por fin has llegado. Ayúdame a abrochar esto, ¿quieres?
Ignorando por completo sus órdenes, lord Maccon se plantó junto a ella con tres rápidas zancadas y hundió la cara en la curva de su cuello.
Lady Maccon dejó escapar un suspiro de pura exasperación, pero al mismo tiempo se dio la vuelta para rodear el cuello de su esposo con los brazos.
—Vaya, estás siendo de gran ayuda, querido. ¿Eres consciente de que nos esperan para…?
Lord Maccon besó a su esposa.
—Querida, llevo deseando hacer esto desde el trayecto en carruaje —dijo finalmente el conde cuando respirar se convirtió en una necesidad de vida o muerte. Deslizó sus enormes manos por la espalda de Alexia hasta detenerse en sus posaderas y luego la apretó contra su cuerpo.
—Y yo que pensaba que no hacías otra cosa que pensar en política durante todo el trayecto; parecías tan concentrado, con el ceño fruncido —respondió Alexia con una sonrisa.
—Bueno, eso también. Soy capaz de hacer dos cosas al mismo tiempo. Por ejemplo, ahora mismo estoy hablando contigo y al mismo tiempo diseño un plan maestro con el que sacarte de este vestido.
—Esposo, no puedes quitármelo. Me lo acabo de poner.
Lord Maccon, que no se mostraba especialmente dispuesto a colaborar, concentró todos sus esfuerzos en deshacer el trabajo de Alexia hasta el momento y poder apartar a un lado el vestido.
—¿De verdad que te ha gustado la sombrilla? —preguntó el conde, un tanto dubitativo, sin dejar de acariciar los hombros ahora desnudos de su esposa con las puntas de los dedos.
—Oh, Conall, es un regalo maravilloso, con su generador de campo disruptor por ondas magnéticas, sus dardos envenenados y un montón de cosas más. Muy bien pensado. No sabes cuánto me alegré al saber que no lo había perdido durante la caída.
Los dedos del conde se detuvieron en seco.
—¿Caída? ¿Qué caída?
Lady Maccon conocía a la perfección aquel leve rugido inicial, de modo que se apretó contra el cuerpo de su marido con la esperanza de distraer su atención.
—Mmm —ronroneó.
Lord Maccon la apartó ligeramente, sujetándola por los hombros, y ella le dio unas palmaditas en el pecho como buenamente pudo.
—Oh, no fue nada, querido. Solo un pequeño traspiés.
—¡Un pequeño traspiés! Un pequeño traspiés ¿desde dónde, exactamente?
Alexia bajó la mirada y trató de murmurar una respuesta, pero, puesto que su voz era por naturaleza más bien potente, la estrategia no funcionó lo más mínimo.
—Desde un dirigible.
—Desde un dirigible. —El tono de voz de lord Maccon era duro e inexpresivo—. E imagino que, por un casual, ese dirigible no resultaría estar flotando en el aire, ¿verdad?
—Mmm, bueno, puede ser, aunque no en el aire… más bien en la región del, esto, éter…
Una mirada intensa.
Alexia levantó tímidamente la cabeza y miró a su marido a través de las pestañas.
Lord Maccon guio a su mujer hacia la cama, como si se tratara de una pequeña barca de remo desbocada, y la obligó a tomar asiento. Acto seguido, se dejó caer a su lado.
—Empieza por el principio.
—¿Te refieres a la mañana en que descubrí que habías partido hacia Escocia sin molestarte en decirme nada al respecto?
Lord Maccon suspiró.
—Se trataba de un asunto familiar muy serio.
—Y qué soy yo, ¿una conocida?
Conall tuvo el detalle de mostrarse ligeramente avergonzado.
—Debes darme tiempo para que me acostumbre a tener una esposa.
—¿Quieres decir que llegaste a acostumbrarte a ello la última vez que estuviste casado?
Lord Maccon frunció el ceño.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Eso espero.
—Antes de la transformación. Y estaba cumpliendo con mi deber. Por aquel entonces, nadie se convertía en licántropo sin dejar antes un heredero. Mi destino era ser terrateniente; no podía convertirme en sobrenatural sin antes procurar la prosperidad de mi clan.
Alexia no tenía intención de permitir que se librara tan fácilmente después de haberla mantenido al margen de algo tan importante, a pesar de que comprendiera los motivos que le habían llevado a hacerlo.
—Lo suponía por el hecho de que pareces haber traído un hijo al mundo. Lo que pongo en duda es que, por alguna razón, decidieras no decirme que todavía tienes descendencia.
A lord Maccon se le escapó una carcajada. Cogió la mano de su esposa y le acarició la muñeca con los pulgares.
—Ya conoces a Sidheag. ¿Quieres que forme parte de tu familia?
Alexia suspiró y se apoyó en el hombro de su esposo.
—A mí me parece una mujer honrada y decente.
—Lo que es, es una cascarrabias insoportable.
Lady Maccon sonrió contra el hombro de su esposo.
—Al menos no me cabe la menor duda de qué lado de la familia lo ha heredado. —Decidió cambiar de táctica—. ¿Piensas contarme algo acerca de tu primera familia? ¿Quién era tu mujer? ¿Cuántos hijos tuvisteis? ¿Encontraré algún otro Maccon desperdigado por ahí?
Se levantó de la cama y continuó con los preparativos para la cena, tratando de disimular cuánto le importaban aquellas respuestas. Aquel era un aspecto de casarse con un inmortal que hasta la fecha no había formado parte de la ecuación. Sabía que el conde había tenido otras amantes antes que ella, no era tan ingenua; con doscientos años sobre sus amplias espaldas, le preocuparía más que no hubiera sido así, y casi cada noche tenía razones para estar agradecida por tanta experiencia. Pero ¿otras esposas? Ni siquiera se lo había planteado.
Lord Maccon se estiró en la cama, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, observándola atentamente con la mirada de un depredador. No tenía sentido negarlo: en ocasiones podía resultar imposible, pero también era una bestia terriblemente sensual.
—¿Piensas contarme cómo te caíste del dirigible? —contraatacó el conde.
—¿Piensas contarme tú por qué partiste a toda prisa hacia Escocia sin tu ayuda de cámara, dejándome sola para cenar con el comandante Channing e ir de compras con Ivy, y con la mitad de Londres apenas recuperándose tras un severo brote de humanización? —preguntó Alexia mientras se ponía unos pendientes—. Por no decir que he tenido que cruzar toda Inglaterra yo sola.
De pronto escucharon la voz aguda de la señorita Hisselpenny en el pasillo seguida de un murmullo de voces, Felicity tal vez, y Tunstell.
Lord Maccon, aún tumbado poéticamente sobre la cama, olfateó el aire.
—De acuerdo, he cruzado Inglaterra acompañada por Ivy y mi hermana, lo cual seguramente es mucho peor… y sigue siendo culpa tuya.
El conde se levantó de la cama, se detuvo junto a su esposa y la ayudó a abrochar el cierre del vestido. Alexia se sintió un tanto decepcionada. Llegaban tarde a la cena y, para colmo, se moría de hambre.
—¿Por qué has venido, esposa? —quiso saber de pronto el conde.
Lady Maccon apoyó la espalda contra su pecho, exasperada. No iban a llegar a ninguna parte con aquella conversación.
—Conall, contéstame a esto: ¿has podido transformarte desde que llegamos a Kingair?
Lord Maccon frunció el ceño.
—No tenía intención de hacerlo.
Alexia lo miró con gesto ofendido a través del espejo. Él la soltó y dio un paso atrás. Le observó fijamente, las manos, antes ocupadas, ahora inmóviles. No sucedió nada.
—No es posible —dijo lord Maccon, sacudiendo la cabeza y acercándose de nuevo a su esposa—. Es como si me estuvieras tocando y yo intentara convertirme en lobo. No es difícil, ni siquiera me parece extraño; simplemente es imposible. Esa parte de mí, el lobo, ha desaparecido.
Alexia de dio la vuelta para mirarle a los ojos.
—He venido porque soy muhjah y esta plaga está relacionada con la manada de Kingair. He visto cómo te apartabas del grupo para hablar con el beta. Ninguno de ellos ha sido capaz de transformarse en meses, ¿verdad? ¿Desde cuándo viene sucediendo? ¿Desde que subieron a bordo del «Spanker» para regresar a casa? ¿O antes? ¿Dónde encontraron el arma? ¿En la India? ¿En Egipto, tal vez? ¿O es una plaga que han traído con ellos? ¿Qué les sucedió en tierras extranjeras?
Lord Maccon observó a su esposa detenidamente, como si lo hiciera a través de la lente de una lupa, con las manos todavía sobre sus hombros.
—No me lo contarán. Ya no soy su alfa. No me deben ninguna explicación.
—Pero eres el máximo representante del ORA.
—Esto es Escocia; aquí la autoridad del ORA es más bien débil. Además, esta gente ha formado parte de mi manada durante generaciones. Quizás ya no quiera ser su líder, pero tampoco quiero matar a ninguno de ellos, y lo saben. Sencillamente quiero saber qué está pasando aquí.
—También yo, mi amor —respondió su esposa—. ¿Te importa si interrogo a tus hermanos sobre este tema?
—No sé cómo piensas ingeniártelas para hacerlo mejor que yo —dijo Conall, no muy convencido de las intenciones de su esposa—. No saben que eres muhjah, y te recomiendo que siga siendo así. La reina Victoria no es una mujer muy querida en esta parte del mundo.
—Seré discreta. —Al oírlo, las cejas de su esposo salieron disparadas frente arriba—. Está bien, todo lo discreta que pueda.
—Supongo que no hará daño a nadie —dijo el conde, y acto seguido se lo pensó mejor. Al fin y al cabo, se trataba de su esposa, Alexia—. Siempre que no utilices esa sombrilla tuya.
Lady Maccon sonrió maliciosamente.
—Seré directa, pero no tanto.
—¿Por qué me cuesta tanto creerte? En fin, ten cuidado con Dubh: puede llegar a ser un problema.
—Deduzco que no está al nivel del profesor Lyall como beta.
—Mmm, no soy yo quien debe valorarlo. Dubh nunca fue mi beta, ni siquiera mi gamma.
Aquella era una noticia interesante.
—Pero ese tal Niall, el que murió en acto de servicio en el extranjero, ¿tampoco era tu beta?
—No. El mío murió —respondió el conde, en un tono de voz que evidenciaba lo poco que le apetecía hablar del tema—. Te toca a ti. La caída del dirigible.
Alexia se puso en pie, finalizadas ya todas las abluciones necesarias para la cena.
—Hay alguien más tras todo este asunto, un espía o alguna clase de agente, tal vez un miembro del Club Hypocras. Mientras madame Lefoux y yo paseábamos por la cubierta de observación, alguien intentó empujarnos al vacío. Yo caí y madame Lefoux luchó con quienquiera que fuese el enmascarado. Conseguí detener la caída y escalar hasta un lugar seguro. En realidad no fue nada, aunque estuve a punto de perder la sombrilla. A partir de ahora ya no soy partidaria de viajar en dirigible.
—Yo tampoco. En fin, querida, ¿crees que podrás permanecer con vida al menos durante unos días más?
—¿Me vas a contar la verdadera razón por la que has vuelto a Escocia? No creas que me vas a hacer desistir tan fácilmente.
—Nunca lo he puesto en duda, mi pequeña y adorable Alexia.
Lady Maccon le dedicó su mirada más fiera, la más combativa, y a continuación ambos bajaron a cenar.