Pulpos problemáticos y montañismo a bordo de un dirigible
Randolph Lyall era mayor para un licántropo. Más o menos unos trescientos años, lustro arriba, lustro abajo. Hacía mucho que había dejado de contar. Y en todo ese tiempo, había jugado muchas veces con los vampiros locales a aquella especie de ajedrez: ellos movían sus peones y él hacía lo propio con los suyos. Su transformación había tenido lugar poco antes de que el rey Enrique absorbiera legalmente lo sobrenatural en el Gobierno británico, así que no había conocido la Edad Media, al menos no personalmente. Pero al igual que el resto de los seres sobrenaturales de las islas británicas, trabajaba duro para que esa oscura época no regresara jamás. Resultaba curioso que un objetivo tan simple pudiese ser fácilmente adulterado por la política y las novedades tecnológicas. Claro que siempre podía acudir a la colmena de Westminster y preguntarles qué se traían entre manos, aunque lo más probable era que no dijeran nada.
Lyall llegó a su destino en menos tiempo del que habría necesitado si viajara en carruaje. Recuperó su forma humana en un oscuro callejón y se cubrió los hombros con la capa que había llevado entre sus fauces. No era el atuendo más adecuado para una visita social, pero confiaba en que su anfitrión lo entendiera. Al fin y al cabo, estaba allí por negocios, aunque con los vampiros nunca se podía estar seguro. Llevaban décadas dominando el mundo de la moda como forma de campaña indirecta contra los licántropos y la incivilización que suponía su cambio de estado.
Estiró un brazo y tiró de la campana que había junto a la puerta.
Abrió un joven muy apuesto.
—Profesor Lyall —se anunció el licántropo—, vengo a ver a lord Akeldama.
El joven observó detenidamente al profesor Lyall.
—Vaya, vaya. No le importará, señor, que le pida que espere aquí mientras informo al señor de su presencia.
Los vampiros solían ser muy especiales con el tema de las invitaciones. El profesor Lyall sacudió levemente la cabeza.
El joven desapareció y, un instante más tarde, fue el propio lord Akeldama quien abrió la puerta.
Ya se conocían, por supuesto, pero Lyall nunca había tenido la oportunidad de visitar al vampiro en su casa. La decoración era —creyó vislumbrar mientras observaba el brillante interior de la residencia— muy chillona.
—Profesor Lyall. —Lord Akeldama contempló detenidamente al licántropo a través de un hermoso monóculo de oro. Se había vestido para el teatro, con el dedo meñique levantado mientras bajaba el pequeño artificio para ver.
—Y a solas. ¿A qué debo el honor?
—Tengo una proposición que hacerle.
Lord Akeldama miró al licántropo nuevamente de arriba abajo; sus cejas rubias, oscurecidas por medios artificiales, se arquearon por la sorpresa.
—Vaya, profesor Lyall, es usted encantador. Será mejor que pase.
—¿Hay algo en mi sombrilla que pueda neutralizar el veneno? —preguntó Alexia a madame Lefoux sin ni siquiera levantar la mirada.
La inventora negó con la cabeza.
—La sombrilla fue diseñada como un arma ofensiva. De haber sabido que necesitaríamos un kit de apotecario, habría añadido esa característica.
Lady Maccon se agachó junto a la forma supina de Tunstell.
—Busque al asistente de vuelo y pregúntele si hay un expectorante a bordo, un sirope de ipecac o vitriolo blanco.
—Enseguida —dijo la inventora, y partió de inmediato.
Lady Maccon envidió el atuendo masculino de madame Lefoux. Su propia falda se le enrollaba en las piernas mientras trataba de atender al afligido guardián. El pobre Tunstell tenía la tez blanca como el papel, las pecas más marcadas que nunca y un brillo de sudor en la frente, que mojaba su pelirroja cabellera.
—Oh, no, está sufriendo mucho. ¿Se recuperará? —La señorita Hisselpenny había desafiado las órdenes de Alexia y la había seguido hasta la cubierta de observación. También ella se había agachado junto a Tunstell, con la falda de su vestido desparramada a su alrededor como un enorme merengue, y pateaba inútilmente una de las manos de Tunstell, cruzadas sobre el estómago del pobre convaleciente.
Alexia ignoró sus palabras.
—Tunstell, debes intentar purgarte. —Intentó que su voz resultara autoritaria, disfrazando la preocupación y el miedo de brusquedad.
—¡Alexia! —La señorita Hisselpenny estaba consternada—. Cómo se te ocurre sugerirle algo así. ¡Qué indigno! Pobre señor Tunstell.
—Tiene que expulsar el contenido de su estómago antes de que las toxinas entren en su sistema.
—No seas absurda, Alexia —respondió Ivy con una risa forzada—. No es más que una intoxicación por ingerir comida en mal estado.
Tunstell gruñó, pero no se movió ni un ápice.
—Ivy, y créeme que lo digo con la mejor de las intenciones, piérdete.
La señorita Hisselpenny ahogó una exclamación de sorpresa y se levantó, escandalizada, pero al menos se había apartado del camino.
Alexia ayudó a Tunstell a darse la vuelta hasta que estuvo de rodillas sobre el suelo. Luego señaló con un dedo hacia el vacío, bajó la voz y la endureció tanto como pudo.
—Tunstell, te habla tu alfa. Haz lo que te digo. Debes regurgitar ahora. —Nunca en toda su vida había imaginado Alexia que algún día ordenaría a alguien que vomitara la cena.
Pero la orden pareció llegar claramente al guardián. Tunstell introdujo la cabeza bajo la barandilla y en el vacío e intentó vomitar.
—No puedo —dijo finalmente.
—Tienes que intentarlo con más fuerza.
—Regurgitar es una acción involuntaria. No puede ordenarme que lo haga —respondió Tunstell con un hilo de voz.
—Por supuesto que puedo. Además, Tunstell, tú eres actor.
Tunstell hizo una mueca.
—Nunca he tenido que vomitar en el escenario.
—Bueno, si lo haces, sabrás cómo hacerlo en el futuro.
Tunstell lo intentó de nuevo. Nada.
Madame Lefoux regresó con una botella de ipecac en la mano.
Alexia obligó a Tunstell a tomar un trago generoso.
—Ivy, corre a buscar un vaso de agua —le ordenó a su amiga, básicamente para apartarla del medio.
En apenas unos instantes, el emético causó su efecto. Del mismo modo que había sido difícil ingerir la cena, expulsarla en la dirección contraria resultó todavía más desagradable. Lady Maccon intentó no mirar ni escuchar.
Para cuando Ivy hubo regresado con una copa de agua, lo peor ya había pasado.
Alexia obligó a Tunstell a beberse la copa entera. Esperaron un cuarto de hora a que el color regresara a sus mejillas y finalmente fuera capaz de mantenerse erguido.
Ivy no dejaba de revolotear de un lado para otro, girando alrededor del convaleciente con tanto vigor que madame Lefoux se vio obligada a tomar medidas desesperadas. Extrajo un pequeño frasco de un bolsillo de su chaleco.
—Tome un sorbo de esto, querida. Calmará sus nervios —le dijo, ofreciéndole el frasco.
Ivy tomó un sorbo, parpadeó un par de veces, bebió una segunda vez y luego pasó del nerviosismo a la sorpresa.
—Vaya, ¡esto quema!
—Llevemos a Tunstell a su camarote —dijo Alexia, ayudando al pelirrojo a ponerse en pie.
Con Ivy caminando hacia atrás frente a ellos y dando bandazos de un lado a otro como un pastelillo confitado con ínfulas de pastor, lady Maccon y madame Lefoux se las arreglaron para llevar a Tunstell hasta su camarote y le ayudaron a entrar en su cama.
Para cuando toda la emoción hubo terminado, lady Maccon descubrió que había perdido el apetito por completo. Sin embargo, había que guardar las apariencias, de modo que regresó a la cabina-comedor con Ivy y madame Lefoux. Un dilema la atormentaba: ¿qué razones tendría alguien para acabar con la vida del pobre Tunstell?
Ivy chocó con una o dos paredes durante el trayecto de vuelta al comedor.
—¿Qué le ha dado? —le preguntó Alexia a la inventora en voz baja.
—Un poco de coñac —respondió esta mostrando sus adorables hoyuelos.
—Un producto de lo más efectivo.
El resto de la cena transcurrió sin más sobresaltos, dejando a un lado, claro está, el evidente estado de embriaguez de Ivy, que ocasionó la caída de dos copas y un ataque de risa histérica. Alexia se disponía a excusarse y abandonar la mesa cuando madame Lefoux, que había permanecido en silencio durante la sobremesa, se dirigió a ella.
—¿Le parece bien si damos una vuelta por el dirigible antes de retirarnos a nuestros austeros aposentos, lady Maccon? Me gustaría hablar con usted en privado —preguntó la inventora educadamente, con los hoyuelos a buen recaudo por esta vez.
A Alexia no le sorprendió la proposición. Aceptó encantada y ambas mujeres dejaron que Felicity se hiciera cargo de las actividades posteriores a la cena.
Tan pronto como estuvieron a solas, la inventora fue directa al grano.
—No creo que el veneno fuera para Tunstell.
—¿No?
—No. Creo que era para usted, oculto en el primer plato, que prefirió no probar y que Tunstell consumió en su lugar.
—Ah, sí, lo recuerdo. Tal vez esté usted en lo cierto.
—Tiene usted un temperamento ciertamente peculiar, lady Maccon, al aceptar con tanta naturalidad un intento de asesinato como este —se sorprendió madame Lefoux, inclinando la cabeza a un lado.
—Bueno, todo el episodio parece tener más sentido de esa manera.
—¿Usted cree?
—Por supuesto. No creo que Tunstell tenga demasiados enemigos. A mí, en cambio, siempre hay alguien dispuesto a exterminarme. —Lady Maccon se sintió aliviada y extrañamente cómoda con semejante revelación, como si las cosas no fuesen bien en el universo a menos que alguien estuviera dispuesto a invertir todos sus esfuerzos en matarla.
—¿Sospecha de alguien? —quiso saber la inventora.
—¿Además de usted? —respondió lady Maccon.
—Ah.
La sombrerera se dio la vuelta, pero no sin que antes Alexia pudiera percibir un destello de dolor en sus ojos. O se trataba de una gran actriz o no era culpable.
—Siento haberla ofendido —se disculpó lady Maccon sin sentirlo ni un ápice. Siguió a la inventora hasta la barandilla de cubierta, se apoyó junto a ella y ambas observaron el éter del atardecer.
—No me molesta que me crea capaz de envenenarla, lady Maccon. Me ofende que me crea tan patosa al hacerlo. Si la quisiera ver muerta, he tenido un amplio abanico de oportunidades y acceso a numerosas técnicas mucho más discretas que la que hemos visto esta noche. —Sacó un reloj de oro de uno de los bolsillos de su chaleco y presionó un botón en su parte trasera. Una pequeña aguja apareció de debajo del reloj.
Alexia no preguntó qué llevaba la aguja.
Madame Lefoux guardó la aguja y deslizó el reloj de vuelta a su bolsillo.
Alexia observó detenidamente los distintos tipos de joyas que lucía la inventora. Las dos agujas para el pañuelo estaban en su sitio, una de madera, la otra de plata. También había una cadena que desaparecía en otro bolsillo del chaleco. ¿Otro reloj o quizás un artilugio distinto? Los botones se le antojaron de pronto sospechosos, así como la pitillera metálica sujeta a la banda del sombrero de copa. Si se paraba a pensar en ello, Alexia nunca había visto a una mujer fumando un cigarro.
—Cierto —dijo Alexia—, pero la naturaleza primitiva de intento podría ser intencionada, para alejarme del rastro.
—Es usted muy desconfiada, ¿verdad, lady Maccon? —La inventora seguía sin mirarla a la cara, puesto que el frío aire de la noche parecía tenerla infinitamente fascinada.
Lady Maccon decidió ponerse filosófica.
—Seguramente tenga algo que ver con el hecho de no tener alma, aunque yo prefiero considerarlo simple pragmatismo en lugar de paranoia.
Madame Lefoux dejó escapar una carcajada y se volvió hacia Alexia con los hoyuelos nuevamente en su lugar.
Y justo en aquel preciso instante algo sólido golpeó a Alexia en la espalda, en el ángulo exacto para empujarla hacia delante y por encima de la barandilla. Alexia trató de mantener el equilibrio, con los pies en el aire y por encima del límite de cubierta. Sintió que se precipitaba al vacío y gritó, tratando al mismo tiempo de asirse a cualquier protuberancia que sobresaliera de la pared del dirigible. ¿Por qué tenía que ser tan condenadamente lisa? La cesta del dirigible tenía la forma de un pato enorme, y la cubierta de observación era el punto más ancho de toda la nave. Al caer hacia abajo, también se alejaba del dirigible.
Se produjo un instante, terriblemente largo, en el que Alexia supo con certeza que estaba perdida. Supo que el futuro únicamente le deparaba la gélida caricia del éter, culminada por un impacto triste y seco. Y de pronto algo detuvo la caída de un tirón y sintió que su cuerpo daba la vuelta hasta golpearse con la cabeza en uno de los laterales de la nave. El armazón metálico de su vestido, diseñado para evitar que la generosa falda flotara a causa de las brisas de éter, se había enganchado a un espolón, parte del mecanismo de anclaje de la nave, que sobresalía de la pared del dirigible dos cubiertas más abajo.
Y allí permaneció suspendida, con la espalda contra el lateral del dirigible. Poco a poco, con sumo cuidado, se dio la vuelta y escaló su propio cuerpo, ayudándose únicamente de las manos, hasta poder rodear el espolón con los brazos. Supo que aquella era la primera vez, y probablemente la única, en que tendría motivos para alabar las absurdas imposiciones en el vestir que la sociedad imponía a los miembros de su mismo sexo. Se dio cuenta de que aún seguía gritando y decidió guardar silencio, ligeramente avergonzada de sí misma. Su mente se inundó de preocupaciones. ¿Podía confiar en la seguridad que le ofrecía el pequeño espolón de metal al que estaba sujeta? ¿Estaba madame Lefoux a salvo? ¿Se había precipitado su sombrilla por encima de la barandilla con ella?
Respiró profundamente para recuperar la calma y sopesó las implicaciones de la situación en la que se encontraba: viva, pero no precisamente a salvo.
—Holaaa —gritó—. ¿Hay alguien ahí? Ayuda, si alguien es tan amable.
El éter soplaba a su alrededor, acariciándole las piernas, protegidas únicamente por unas finas enaguas y poco acostumbradas a semejante nivel de exposición. Nadie respondió a la llamada.
Justo entonces se dio cuenta de que, a pesar de que había dejado de gritar, los gritos no habían cesado. Más arriba creyó distinguir la silueta de madame Lefoux, recortada contra el fondo blanco del dirigible, forcejeando con un oponente desconocido que ocultaba su identidad bajo una capa. Quienquiera que hubiese empujado a Alexia por encima de la barandilla, pretendía hacer lo mismo con madame Lefoux, aunque la inventora se resistía con todas sus fuerzas. Se defendía con valentía, agitando los brazos frenéticamente, con el sombrero de copa balanceándose de un lado al otro.
—¡Ayuda! —gritó Alexia con la esperanza de que alguien la escuchara por encima del ruido ensordecedor.
La lucha no se detenía. Ambos contendientes se inclinaban sobre la barandilla, primero madame Lefoux, después el desconocido, solo para apartarse en el último momento y continuar peleando. De pronto madame Lefoux se echó a un lado con algo entre las manos. Se oyó un sonoro estallido de aire comprimido y el dirigible se inclinó inesperadamente hacia un lado.
Alexia sintió que se le agarrotaban las manos. Apartó la mirada de la batalla que se estaba librando por encima de ella para concentrarse en su propia situación, más peligrosa por momentos, y trató de sujetarse firmemente al pequeño y providencial espolón.
Se escuchó de nuevo un estallido de aire comprimido, y el villano enmascarado desapareció de pronto, dejando a madame Lefoux inclinada sobre la barandilla. El dirigible se inclinó de nuevo a un lado y Alexia no pudo reprimir un pequeño ¡ups! de la impresión.
—¡Holaaa! ¡Madame Lefoux, no me vendría mal un poco de ayuda! —gritó tan alto como fue capaz. Estaba orgullosa de la capacidad torácica y la práctica vocal que había logrado al convivir con un esposo malhumorado y una manada de licántropos descontrolados.
Madame Lefoux se dio la vuelta y miró hacia abajo.
—¡Santo Dios, lady Maccon! ¡Estaba segura de que había muerto! No sabe cuánto me alegra saber que sigue usted entre nosotros.
Alexia apenas entendió las palabras de la inventora. Su voz melódica se había transformado en un silbido agudo, apenas audible, por acción del helio. Lo más probable era que el dirigible hubiera sufrido una fuga de gases importante, lo suficiente como para extenderse hasta la cubierta de observación.
—Bueno, en realidad no creo que aguante mucho —respondió Alexia.
El sombrero de copa asintió educadamente.
—Resista, lady Maccon, iré en busca de la tripulación para que me ayuden a subirla.
—¿Qué? —preguntó Alexia—. No he entendido nada de lo que ha dicho. Su voz está demasiado deformada.
El sombrero de copa de madame Lefoux y la cabeza que solía ir asociada a él desaparecieron de su vista.
Alexia decidió entonces concentrarse en sujetarse con todas sus fuerzas y prolongar los gritos un poco más, aunque solo fuera por mantener las apariencias. Se sentía en deuda con las espesas nubes que flotaban por debajo del dirigible, puesto que ocultaban la visión del suelo, unos cuantos metros, y se negaba a saber la cifra exacta, más abajo.
Finalmente, se abrió un pequeño ventanuco circular junto a uno de sus pies y por él asomó un horrible sombrero que se limitó a observar detenidamente la indecorosa postura de Alexia.
—Por todos los santos, Alexia Maccon, ¿qué estás haciendo? Parece que estés colgando en el vacío. —La voz parecía un tanto dispersa, aún bajo los efectos del coñac de madame Lefoux—. Qué poco digno viniendo de ti. ¡Detén este comportamiento de inmediato!
—Ivy, ayúdame, ¿quieres?
—No sé qué podría hacer yo al respecto —respondió la señorita Hisselpenny—. De verdad, Alexia, ¿qué te habrá poseído para que acabes de esta guisa, colgando del lateral de la nave en semejante postura? Pareces un percebe.
—Oh, por el amor de Dios, Ivy, no era mi intención acabar así. —Cierto era que Ivy solía tender hacia la densidad, pero la ingesta de alcohol no había hecho más que auparla a nuevas cuotas de estupidez.
—¿Oh? En ese caso, de acuerdo, aunque, y que conste que no pretendo ser grosera, ¿eres consciente de que tu ropa interior está expuesta a la brisa nocturna, por no decir a la vista de cualquiera?
—Ivy, estoy luchando por mi vida colgada del lateral de un dirigible a cientos de metros del suelo. Incluso alguien como tú convendrá conmigo en que en algunas ocasiones el protocolo debe relajarse.
—Pero ¿por qué?
—Ivy, me he caído, obviamente.
La señorita Hisselpenny observó fijamente a su amiga.
—Oh, Alexia, querida. ¿Estás en peligro? ¡Oh, no! —exclamó, y acto seguido su cabeza desapareció por donde había aparecido.
Alexia se preguntó qué decía de su propio carácter que Ivy la creyera capaz de escalar por el armazón de un dirigible intencionadamente.
De pronto alguien lanzó un material parecido a la seda en dirección a Alexia.
—¿Qué es esto?
—¿Tú qué crees? Mi segunda mejor capa.
Lady Maccon apretó los dientes con fuerza.
—Ivy, ¿acaso has olvidado que estoy colgando en el vacío, a punto de perder la vida? Ve a buscar ayuda.
La capa desapareció, sustituida por la cabeza de la señorita Hisselpenny.
—¿Tan mal están las cosas?
El dirigible dio un bandazo y Alexia se balanceó a un lado con una exclamación de alarma.
Ivy se desmayó, más por el alcohol que por la impresión de ver a su amiga en peligro.
Como era de esperar, al final madame Lefoux fue la encargada del rescate. Escasos segundos tras la desaparición de Ivy, una larga escalera de cuerda descendió hasta el punto en el que se encontraba Alexia, que, no sin ciertas dificultades, fue capaz de soltar el espolón, sujetarse a la escalera y ascender por ella. El asistente de vuelo, varios miembros de la tripulación, todos ellos visiblemente preocupados, y madame Lefoux esperaron ansiosos hasta que Alexia hubo ascendido hasta la cubierta.
Extrañamente, una vez que estuvo a salvo sus piernas dejaron de funcionar tal y como la naturaleza las había diseñado, de modo que se dejó caer graciosamente sobre la cubierta de madera.
—Creo que me quedaré aquí un momento —dijo a los presentes después de que el tercer intento por ponerse en pie resultara en un fiasco de rodillas temblorosas y huesos de la firmeza de los tentáculos de una medusa.
El asistente, un hombre grueso pero de aspecto inmaculado, ataviado con un uniforme de tela amarilla y pelo animal, no dejaba de revolotear a su alrededor frotándose las manos, visiblemente preocupado. Al parecer, le preocupaba que una dama de alta alcurnia como lady Maccon se hubiese precipitado al vacío desde su nave. ¿Qué diría la compañía al respecto si el desgraciado suceso se hacía público?
—¿Hay algo que necesite, lady Maccon? ¿Una taza de té o tal vez algo más fuerte?
—Creo que el té me resultará de ayuda para recuperarme —respondió Alexia, más que nada para que dejara de revolotear a su alrededor como un canario preocupado.
Madame Lefoux se acuclilló a su lado. Un motivo más por el que envidiarle la forma de vestir.
—¿Está segura de que se encuentra bien, milady? —El timbre agudo había desaparecido de su voz. Al parecer, la fuga de helio había sido reparada durante su rescate.
—Creo que ahora mismo valoro menos la altura y la noción de flotar que al inicio de nuestro viaje —respondió Alexia—. Pero eso ahora no importa. Deprisa, antes de que regrese el asistente, ¿qué ha pasado después de mi caída? ¿Ha podido ver el rostro del atacante, dilucidado su objetivo o tal vez sus intenciones? —preguntó, dejando el «¿Está usted compinchada con el asaltante?» fuera del interrogatorio.
Madame Lefoux sacudió lentamente la cabeza con gesto serio.
—El bellaco llevaba una máscara y una capa larga; ni siquiera sé si era un hombre o una mujer. Le pido disculpas. Luchamos durante unos instantes hasta que conseguí sacármelo de encima y dispararle con el emisor de dardos. El primero no alcanzó su objetivo e hizo un agujero en uno de los puertos de helio del dirigible, pero el segundo alcanzó a nuestro enemigo en un costado, suficiente para inspirarle cierto temor, puesto que huyó a la carrera y consiguió escapar sin apenas haber resultado herido.
—Maldición —exclamó lady Maccon sucintamente. Era una de las palabras favoritas de su esposo y, aunque ella jamás la usaba, las circunstancias presentes exigían su aplicación—. Y hay demasiados pasajeros y miembros de la tripulación a bordo para llevar a cabo un interrogatorio, incluso aunque no quisiera mantener mi estado preternatural y mis funciones como muhjah en secreto.
La inventora asintió.
—Bien, creo que ya soy capaz de ponerme en pie.
Madame Lefoux se inclinó para ayudarle a hacerlo.
—¿He perdido mi sombrilla en la caída?
Madame Lefoux sonrió, mostrando sus hermosos hoyuelos.
—No, cayó sobre la cubierta de observación. Imagino que seguirá allí. ¿Quiere que se lo lleven hasta su camarote?
—Por favor.
Madame Lefoux le hizo una señal a un tripulante de cubierta y le mandó en busca del accesorio desaparecido.
Lady Maccon se sentía un tanto mareada y al mismo tiempo molesta por ello. Había vivido situaciones mucho peores durante el verano anterior y no acababa de entender por qué un mero coqueteo con la gravedad era suficiente para provocarle aquella sensación de debilidad. Dejó que la inventora la acompañara hasta su camarote, pero prefirió no hacer llamar a Angelique.
—Unas horas de sueño y mañana estaré fresca como una rosa —le dijo a madame Lefoux mientras se sentaba en la cama.
La inventora asintió y se inclinó sobre ella, solícita.
—¿Está segura de que no necesita ayuda para desvestirse? Me haría feliz ayudarla en lugar de su doncella.
Alexia se sonrojó ante semejante oferta. ¿Se había equivocado al dudar de la inventora? Al fin y al cabo, madame Lefoux parecía pertenecer a la mejor clase de aliados que uno podía tener. Y, a pesar de su vestimenta masculina, desprendía un aroma delicioso, como a galleta de vainilla. ¿Sería tan horrible que aquella mujer acabase siendo su amiga?
Entonces se dio cuenta de que el pañuelo que madame Lefoux lucía al cuello estaba manchado por un lado con una pequeña cantidad de sangre.
—¡Ha recibido una herida mientras luchaba contra el enmascarado y no ha dicho nada! —la acusó, visiblemente preocupada—. Venga, déjeme echarle un vistazo.
Antes de que la inventora tuviera tiempo de detenerla, lady Maccon la obligó a sentarse a su lado y empezó a retirar el largo pañuelo de algodón egipcio con el que madame Lefoux decoraba su elegante cuello.
—No tiene importancia —dijo la inventora, poniéndose colorada.
Lady Maccon ignoró las protestas y dejó caer el pañuelo, que de todas formas había quedado inservible, al suelo. A continuación, se acercó con sumo cuidado para observar el cuello de la inventora con mayor detenimiento. La herida apenas era un rasguño ya curado.
—Parece poco profundo —dijo, visiblemente aliviada.
—¿Lo ve? —respondió madame Lefoux apartándose de ella, consciente de la cercanía entre ambas.
De pronto Alexia creyó ver algo más en el cuello de la mujer, algo que el pañuelo había mantenido oculto, cerca de la nuca y cubierto parcialmente por unos mechones de pelo rizado. Lady Maccon estiró el cuello para ver de qué se trataba.
Una especie de marca, oscura sobre la piel delicada y pálida de la inventora, impresa con delgadas y cuidadosas líneas negras. Alexia apartó el pelo a un lado con una suave caricia, sorprendiendo a madame Lefoux, y se acercó aún más, incapaz de disimular la curiosidad que sentía.
Era un tatuaje en forma de pulpo.
Lady Maccon frunció el ceño, ajena al hecho que su mano seguía sobre la piel de la otra mujer. ¿Dónde había visto aquella imagen antes? De pronto lo recordó. Su mano se tensó y solo gracias a la fortaleza de su carácter fue capaz de contenerse y no apartarse presa del horror. Había visto aquella misma imagen una y otra vez, forjada en latón, por todo el Club Hypocras justo después de que el doctor Siemons la raptara.
Se produjo un silencio incómodo.
—¿Está segura de que se encuentra bien, madame Lefoux? —preguntó finalmente, a falta de algo mejor que decir.
Malinterpretando el contacto físico entre ambas, la inventora volvió el rostro para mirarla a los ojos, con las narices a punto de tocarse, y deslizó la mano lentamente por el brazo de Alexia.
Lady Maccon había leído que las mujeres francesas eran mucho más cariñosas con sus amistades que las británicas, pero había algo tan personal en aquella caricia que le resultó insoportable. Y daba igual lo bien que oliera o cuánto la hubiera ayudado; tenía un pulpo dibujado en el cuello, no lo podía olvidar. Madame Lefoux no merecía su confianza. La pelea en cubierta podía no ser más que un montaje. Tal vez tenía un socio a bordo del dirigible. Quizás era una espía, al fin y al cabo, cuyo objetivo bien podía ser hacerse con el maletín de trabajo de la muhjah a cualquier precio.
Alexia se apartó de la mano de la inventora, y esta, al percibir el gesto, se puso en pie.
—Le ruego que me disculpe. Creo que a las dos nos vendría bien descansar.
Durante el desayuno de la mañana siguiente todos recuperaron sus rutinas acostumbradas, cardenales y sombreros incluidos. La señorita Hisselpenny obvió mencionar el torpe intento por parte de Alexia de escalar la montaña Dirigible, y todo por la incomodidad que le suponía recordar los bajos de su querida amiga al descubierto. Madame Lefoux estaba impecablemente vestida, aunque, como siempre, de forma incorrecta, y extremadamente cordial, sin nada que comentar acerca de la escapada aérea de la noche anterior. Preguntó educadamente por la salud de Tunstell, a lo que Alexia respondió favorablemente. Felicity, en cambio, se mostró grosera y sarcástica, pero es que Felicity se había comportado como un insecto repulsivo desde que tuvo uso de razón. Era como si nada hubiera ocurrido.
Lady Maccon apenas probó el desayuno, no porque temiera otro intento de envenenamiento, sino porque aún se sentía un tanto mareada. No veía el momento de volver a pisar tierra, por sólida y poco pretenciosa que esta fuera.
—¿Qué planes tiene para hoy, lady Maccon? —preguntó madame Lefoux cuando todas las formalidades se hubieron agotado.
—Preveo una jornada agotadora descansando en una de las sillas de cubierta, interrumpida por cortos pero emocionantes paseos por la nave.
—Un plan inmejorable —intervino Felicity.
—Sí, hermana, pero pensaba sentarme en esa silla con un libro y no una expresión de hastío infinito y un espejo de mano —respondió Alexia.
Felicity se limitó a sonreír.
—Al menos yo tengo un rostro que merece ser observado durante largos periodos de tiempo.
Madame Lefoux se volvió hacia Ivy.
—¿Siempre están así?
—¿Qué? —preguntó la señorita Hisselpenny, que hasta entonces se había mostrado ausente, con la mirada perdida en el vacío—. Oh, eso, sí, desde que las conozco, y de eso hace al menos la edad de un perro. Quiero decir que Alexia y yo somos amigas desde hace cuatro años. Imagine.
La inventora mordió un pedazo de huevo pasado por agua y no respondió.
Lady Maccon se dio cuenta de que se estaba exponiendo absurdamente al ridículo al responder a las provocaciones de su hermana.
—Madame Lefoux, ¿a qué se dedicaba antes de trasladarse a Londres? Imagino que residía en París, ¿no es así? ¿Regentaba también allí una tienda de sombreros?
—No, pero mi tía sí. Trabajaba con ella. Ella fue quien me enseñó todo lo que sé.
—¿Todo?
—Oh, sí, todo.
—Una mujer muy singular, su tía.
—No se imagina cuánto.
—Debe de ser el exceso de alma.
—Oh. —Ivy parecía intrigada—. ¿Se convirtió su tía en fantasma al morir?
Madame Lefoux asintió.
—Qué conveniente para usted —convino Ivy, felicitando a la sombrerera con una sonrisa en los labios.
—Sospecho que también yo acabaré siendo un fantasma —intervino Felicity, jactándose de ello—. Soy del tipo de persona que posee un exceso de alma. ¿No les parece? Mamá dice que soy muy creativa para alguien que no toca ningún instrumento ni canta ni dibuja.
Alexia se mordió la lengua. Felicity tenía menos alma que un cojín. Decidió redirigir la conversación hacia la inventora.
—¿Y qué la llevó a abandonar su país?
—Mi tía murió y yo vine a Inglaterra en busca de algo de gran valor que me había sido robado.
—Oh, ¿de veras? ¿Y lo encontró?
—Sí, pero solo para darme cuenta de que nunca fue realmente mío.
—Qué trágico —convino Ivy—. Una vez me sucedió lo mismo con un sombrero.
—No tiene mayor importancia. Para cuando di con ello, había cambiado tanto que apenas era reconocible.
—Qué misteriosa y críptica es usted, madame Lefoux. —Lady Maccon estaba intrigada por la historia de la inventora.
—Es una historia que no solo me pertenece a mí. Otros podrían resultar heridos si no tengo cuidado.
Felicity bostezó visiblemente. No le interesaba nada que no estuviera relacionado consigo misma.
—Fascinante, pero debo ir a cambiarme.
La señorita Hisselpenny también se puso en pie.
—Creo que iré a comprobar el estado del señor Tunstell, para asegurarme de que se le ha servido el desayuno adecuado.
—Lo dudo mucho, al igual que el resto de los presentes —dijo Alexia, cuya impaciencia por dar por finalizado aquel viaje no hacía más que incrementarse ante la perspectiva de comer algo que no estuviera blando y hervido al vapor.
Partieron cada uno a atender sus menesteres. Alexia se disponía a hacer lo propio cuando cayó en la cuenta de que Ivy había ido a visitar a Tunstell y que, por tanto, ambos tortolitos acabarían a solas, lo cual no era una buena idea, de modo que se dispuso a seguir a su amiga hasta el camarote del guardián.
Descubrió a la señorita Hisselpenny y a Tunstell entregados a lo que ambos probablemente consideraban un abrazo apasionado. De hecho, sus labios estaban en contacto, pero ninguna otra parte de sus cuerpos, y la mayor preocupación de Ivy parecía ser mantener su sombrero en el sitio. Dicho sombrero era de corte masculino pero decorado con un enorme lazo a cuadros verdes y púrpuras.
—Vaya —dijo lady Maccon en voz alta, interrumpiendo a la pareja—, veo que te has recuperado de tu enfermedad a una velocidad prodigiosa, Tunstell.
La señorita Hisselpenny y Tunstell se separaron de golpe. Ambos se sonrojaron de pura mortificación, aunque había que admitir que Tunstell, al ser pelirrojo, se mostraba mucho más eficiente en tales menesteres.
—Oh, santo Dios, Alexia —exclamó Ivy, dando un salto hacia atrás y corriendo hacia la puerta tan deprisa como la falda de su vestido le permitió hacerlo.
—¡Oh, no, señorita Hisselpenny, por favor, vuelva! —gritó Tunstell compungido, para acto seguido añadir un sorprendente—: ¡Ivy!
Pero la dama en cuestión había desaparecido.
Alexia le dedicó una dura mirada al joven pelirrojo.
—¿Qué te traes entre manos, Tunstell?
—Oh, lady Maccon, estoy enamorado de ella sin reserva alguna. Ese cabello negro, esa disposición tan dulce y tan suya, esos sombreros tan impresionantes…
Por todos los santos, pensó Alexia, realmente debe de estar enamorado si le gustan sus sombreros.
—En serio, Tunstell —continuó con un suspiro—, piénsalo bien. La señorita Hisselpenny no puede permitirse un futuro contigo. Aunque no fueras candidato a la metamorfosis, eres actor, sin aspiraciones para el futuro de ninguna clase.
Tunstell compuso su mejor expresión de héroe trágico, una que Alexia le había visto más de una vez en su representación de Porccigliano en una producción del West End de nombre Muerte en una bañera.
—El amor verdadero superará todos los obstáculos.
—Oh, maldita sea. Sé razonable, Tunstell. Esto no es un melodrama shakesperiano; estamos en la década de 1870. El matrimonio es una cuestión práctica y como tal debe ser tratado.
—Pero usted y lord Maccon se casaron por amor.
Lady Maccon suspiró.
—¿Y por qué crees que fue así?
—Porque ninguna mujer estaba dispuesta a casarse con él.
Alexia sonrió.
—Lo que en realidad quieres decir es que ningún hombre estaba dispuesto a casarse conmigo.
Tunstell, muy acertadamente, decidió ignorar tal afirmación.
—Conall es el conde de Woolsey —explicó lady Maccon—, y como tal se le permite la excentricidad de una esposa altamente inadecuada. A ti no. Y esa es una situación que difícilmente cambiará en el futuro.
A Tunstell aún le brillaban los ojos y se mostraba implacable.
Lady Maccon suspiró.
—Muy bien, veo que no tienes intención de ceder. Iré a ver cómo se encuentra Ivy.
La señorita Hisselpenny se encontraba en una esquina de la cubierta de observación, entregada por completo a un prolongado ataque de histeria.
—Oh, Alexia, ¿qué voy a hacer? Siento que tanta injusticia me supera.
Lady Maccon respondió con una sugerencia.
—¿Buscar la ayuda de un especialista en adicciones asociadas a horribles sombreros, por ejemplo?
—Eres horrible, Alexia. Ponte seria. ¡Debes reconocer que todo esto es puro travestismo de la injusticia!
—¿Y cómo es eso? —lady Maccon no comprendía las explicaciones de su amiga.
—Lo amo tanto… Como Romeo a Jugurtha, como…
—Oh, por favor, no hace falta que sigas —la interrumpió Alexia con una mueca en la cara.
—Pero ¿qué diría mi familia de semejante unión?
—Dirían que tus sombreros finalmente te han derretido el cerebro —murmuró Alexia con un hilo de voz.
Ivy seguía lamentándose.
—¿Qué harían? Me vería obligada a romper mi compromiso con el capitán Featherstonehaugh. Se mostraría tan molesto… —Se detuvo un instante y luego ahogó una exclamación de horror—. ¡Tendríamos que publicar una nota pública!
—Ivy, no creo que abandonar al capitán Featherstonehaugh sea la mejor opción, y eso que no conozco al caballero en cuestión. Pero ¿pasar de un militar solvente y sensato a un actor? Me temo, querida Ivy, que sería visto como algo censurable e incluso indicativo de… —guardó silencio un instante para dotar el momento de dramatismo—… moral distraída.
La señorita Hisselpenny dejó escapar una exclamación de sorpresa y paró de llorar.
—¿De veras lo crees?
Lady Maccon decidió entrar a matar.
—Si me apuras, hasta de facilona.
Ivy contuvo la respiración.
—Oh, no, Alexia, no digas eso. ¿En serio? Que alguien piense eso de mí, qué cosa tan horripilante. Oh, estoy en apuros. Supongo que tendré que rechazar al señor Tunstell.
—Si te soy sincera —admitió lady Maccon—, Tunstell ha confesado abiertamente su admiración por tus sombreros. Es bastante probable que, al dejarle, estés renunciando al amor verdadero.
—Lo sé. ¿Acaso no es lo peor que has escuchado en toda, toda tu vida?
Lady Maccon asintió, toda seriedad.
—Sí.
Ivy suspiró con expresión melancólica.
—Por casualidad, ¿no oíste nada inusual ayer por la noche después de la cena? —preguntó Alexia para distraer la atención de su amiga.
—No, no oí nada.
Alexia se sintió aliviada. Prefería no tener que explicarle a Ivy la pelea que había tenido lugar en la cubierta de observación.
—Espera, ahora que lo dices, sí —se corrigió Ivy, jugueteando con un mechón de su oscuro cabello entre los dedos.
Oh-oh.
—¿Y de qué se trataba?
—Algo ciertamente muy peculiar. Justo antes de dormirme, escuché a alguien gritando en francés.
Eso sí que era interesante.
—¿Y qué decía?
—No seas absurda, Alexia. Sabes perfectamente que no sé hablar francés. Es una lengua tan escurridiza…
Lady Maccon consideró las posibilidades.
—Tal vez se trataba de madame Lefoux hablando en sueños —sugirió Ivy—. ¿Sabías que ocupa la cabina contigua a la mía?
—Supongo que es posible —respondió Alexia, no demasiado convencida.
Ivy respiró hondo.
—Bueno, será mejor que me ponga manos a la obra.
—¿Manos a la obra?
—Debo rechazar al pobre señor Tunstell, posiblemente el amor de mi vida. —Ivy parecía casi tan trágica como el joven actor.
Alexia asintió.
—Sí, será mejor que lo hagas.
Tunstell, como el actor dramático que era, no se tomó el rechazo de la señorita Hisselpenny especialmente bien. Se sumió en un estado de depresión absoluta hasta el punto de que pasó el resto del día sumido en su desgracia. Superada por la situación, Ivy acudió a Alexia en busca de ayuda.
—Pero ha sido tan arisco conmigo. Y durante tres horas. ¿No podría cambiar de opinión, aunque solo fuera un poquito? Tal vez nunca llegue a recuperarse de semejante desengaño.
—Dale más tiempo —respondió Alexia—, mi querida Ivy. Creo que al final verás cómo se recupera.
Madame Lefoux apareció en aquel preciso instante.
—¿Ha ocurrido algo malo? —preguntó al ver el rostro de la señorita Hisselpenny.
Ivy dejó escapar un pequeño sollozo y enterró la cara en un pañuelo de seda rosa.
—La señorita Hisselpenny se ha visto obligada a rechazar al señor Tunstell —intervino Alexia en voz baja—. Está muy afectada.
El rostro de madame Lefoux adoptó el aire sombrío que requería una situación como aquella.
—Oh, señorita Hisselpenny, no sabe cuánto lo siento. Debe de sentirse apenada. —Ivy agitó el pañuelo, ya empapado, como queriendo decir las palabras no son suficiente para expresar la tristeza que siento. A continuación, y puesto que para Ivy un gesto cargado de significado nunca era suficiente si con una floritura verbal podía remarcarse el efecto, añadió—: Las palabras no son suficiente para expresar la tristeza que siento.
Alexia le dio una palmadita en el hombro a su amiga y luego se volvió hacia la inventora.
—Madame Lefoux, ¿podemos hablar en privado?
—Sabe que siempre estoy a su disposición, lady Maccon. Para lo que sea.
Alexia prefirió no reparar en el posible significado de ese «para lo que sea».
Las dos mujeres se retiraron a una apartada esquina de la cubierta de relajación, desde donde la señorita Hisselpenny no pudiera oír sus palabras y donde estuvieran resguardadas de las sempiternas brisas de éter, que a Alexia le provocaban un cierto cosquilleo, casi como partículas eléctricas, pero más agradables. Se imaginaba los gases del éter como nubes de luciérnagas revoloteando cerca de su piel, que de pronto se alejaban cuando el dirigible tomaba una fuerte corriente y atravesaba veloz otras. No resultaba desagradable, pero podía llegar a distraer la atención de cualquiera.
—Tengo entendido que ayer por la noche se vio usted envuelta en una discusión, después de nuestra pequeña escapada. —Lady Maccon no se molestó en endulzar sus palabras.
Madame Lefoux hizo un mohín con los labios.
—Puede que le gritara al asistente por su negligencia. Se tomó un tiempo inadmisible en conseguir una escalera.
—La discusión fue en francés.
Madame Lefoux no tenía respuesta para aquello.
Lady Maccon decidió entonces cambiar de táctica.
—¿Por qué me sigue hasta Escocia?
—¿Está usted segura, mi querida lady Maccon, de que es a usted a quien estoy siguiendo?
—No creo que haya desarrollado una pasión repentina por el asistente de mi esposo.
—No, en eso tiene razón.
—¿Entonces?
—Entonces, no soy ningún peligro para usted o los suyos, lady Maccon. Espero que me crea, pero no puedo decirle nada más.
—No es suficiente. Me está pidiendo que confíe en usted sin darme ningún motivo para hacerlo.
La inventora suspiró.
—Ustedes los sin alma son tan lógicos y tan prácticos como para volver a uno loco.
—De eso mismo suele quejarse mi esposo. Deduzco de sus palabras que no soy la primera preternatural que conoce, ¿cierto? —Si no podía convencer a la inventora para que le explicara los motivos de su presencia, tal vez sí pudiera saber más acerca del pasado de tan misteriosa mujer.
—Una vez conocí a uno, hace ya mucho tiempo. Supongo que puedo hablarle de ello.
—¿Y bien?
—Le conocí con mi tía. Yo tenía unos ocho años por aquel entonces. Era un amigo de mi padre, un muy buen amigo, según tengo entendido. La Difunta Beatrice es el fantasma de la hermana de mi padre, que era un poco granuja. No soy exactamente su hija legítima. Cuando me dejaron frente a la puerta de su casa, me entregó a tía Beatrice y murió poco después. Recuerdo que una vez vino un hombre a visitarle y descubrió que yo era lo único que quedaba. Me regaló caramelos de miel y se entristeció al conocer la noticia de la muerte de mi padre.
—¿Ese era el preternatural? —lady Maccon no podía evitar cierta curiosidad, en contra de su propia voluntad.
—Sí, y creo que una vez fueron muy amigos.
—¿Y?
—¿Comprende lo que quiero decir? Muy amigos.
Lady Maccon asintió.
—Lo comprendo perfectamente. Al fin y al cabo, yo misma soy amiga de lord Akeldama.
Madame Lefoux asintió.
—El hombre que vino a visitarme era su padre.
Alexia abrió la boca de par en par, y no por aquella referencia a las preferencias de su padre. Sabía que sus gustos iban de lo exótico a lo ecléctico. Leyendo su diario, sabía que era, cuanto menos, un oportunista en los temas relacionados con la carne. No, contuvo una exclamación de sorpresa porque la certeza de que aquella mujer, no mucho mayor que ella misma, había conocido a su padre era poco menos que una coincidencia ciertamente extraña. Madame Lefoux sabía cómo era su padre —en vida.
—No llegué a conocerle. Se marchó antes de que yo naciera —dijo lady Maccon sin apenas darse cuenta.
—Era un hombre guapo pero muy rígido. Recuerdo haber pensado que todos los italianos eran como él, fríos No podía estar más equivocada, claro está, pero es evidente que su presencia me marcó.
Lady Maccon asintió.
—Eso me han dicho otros. Gracias por contármelo.
Madame Lefoux cambio de tema abruptamente.
—Deberíamos seguir manteniendo los detalles del incidente de anoche lejos de los oídos de sus compañeros.
—No tiene sentido preocupar a nadie, pero cuando aterricemos tendré que contárselo a mi esposo.
—Por supuesto.
Tras aquel breve intercambio, ambas mujeres tomaron caminos separados, lady Maccon se quedo a solas, pensando. Sabía por qué quería ella mantener el ataque en secreto, pero ¿cuáles eran las razones de madame Lefoux para hacerlo?