La convención Internacional de Señoritas en Dirigible

Alexia podía imaginar qué diría la sección de sociedad del periódico al respecto:

Lady Maccon montó a bordo de la Nave de Larga Distancia «Giffard», Modelo Estándar para el Transporte de Pasajeros, acompañada de un grupo inusualmente numeroso. Recorrió la pasarela seguida de su hermana, Felicity Loontwill, ataviada con un modelo de viaje en color rosa y mangas blancas, y la señorita Ivy Hisselpenny, vestida con un conjunto amarillo y sombrero a juego. Dicho sombrero poseía un velo un tanto excesivo, parecido al utilizado por los aventureros cuando se adentran en junglas infestadas de insectos. Las dos jóvenes, sin embargo, constituían una compañía perfectamente apropiada. El grupo estaba provisto de lo último en accesorios de viaje, tales como gafas u orejeras, y muchos otros accesorios mecánicos diseñados para facilitar la más agradable de las experiencias a bordo de un dirigible.

Acompañaban también a lady Maccon su joven doncella francesa y un caballero. La presencia de este último, un joven pelirrojo que bien podría haber pisado las tablas en más de una ocasión, despertó ciertos recelos acerca de lo apropiado de su presencia. Del mismo modo, también nos llamó la atención la ausencia de su secretario personal, antes mayordomo de la familia, explicada rápidamente por la presencia de su madre. Lady Maccon es una de las personas más excéntricas de Londres; hechos tales como los descritos son perfectamente normales en su vida.

La dama lucía un vestido de vuelo a la última moda, con cinchas en la falda, dobladillo con pesante incorporado, corpiño de volantes alternantes en negro y cian diseñado para agitarse convenientemente en las brisas de éter, y un ajustado canesú. Llevaba unas gafas forradas en terciopelo cian alrededor del cuello y un sombrero a juego con un velo apropiadamente modesto y unas orejeras retráctiles convenientemente sujetas a la cabeza. Más de una señorita de las que paseaban por Hyde Park esa tarde se detuvo a preguntarse por el diseñador del vestido, y cierta dama de escasos escrúpulos planeó abiertamente contratar los servicios de la excelente doncella de lady Maccon. Cierto es que lady Maccon también portaba una estridente sombrilla de aspecto extranjero en una mano y un maletín de piel rojo en la otra, ambos objetos en clara disonancia con su vestimenta, pero siempre se ha de excusar el equipaje cuando se viaja. Al fin y al cabo, aquellos que paseaban por Hyde Park esa tarde pudieron presenciar la elegante partida de una de las recién desposadas más comentadas de la temporada.

Lady Maccon pensó para sus adentros que debían de presentar el aspecto de un desfile de palomas hinchadas y creyó que era típico de la sociedad de Londres que lo que les agradaba a ellos la molestara a ella. Ivy y Felicity no dejaban de discutir, Tunstell se mostraba absurdamente entusiasta y Floote se había negado a acompañarlos a Escocia con la excusa de una posible asfixia por exceso de polisones. Alexia estaba pensando en lo largo y tedioso que se presentaba el viaje cuando un joven caballero de aspecto impecable hizo acto de presencia. El líder de la procesión, un asistente de vuelo que intentaba mostrarles sus respectivos camarotes, se detuvo en el estrecho pasillo para permitir que el caballero pudiera pasar.

Sin embargo, el joven hizo lo propio y saludó al desfile de recién llegados levantando ligeramente su sombrero. Un aroma de vainilla y aceite industrial acarició la nariz de lady Maccon.

—¡Vaya —exclamó Alexia, sorprendida—, madame Lefoux! Por todos los santos, ¿qué está haciendo usted aquí?

Justo entonces el enorme motor a vapor del dirigible, que lo propulsaba a través de éter, despertó con un rugido, y el aparato tiró con fuerza de sus ligaduras. Madame Lefoux se abalanzó sobre lady Maccon y acto seguido recuperó la compostura. Alexia pensó que la inventora se había tomado más tiempo para hacerlo del estrictamente necesario.

—Claramente estamos a punto de estar más cerca de esos santos de los que usted habla, lady Maccon —respondió la inventora con una sonrisa—. Después de la conversación que mantuvimos, pensé que a mí también me agradaría visitar Escocia.

Alexia frunció el ceño. Partir tan pronto, con una tienda recién inaugurada y dejando solos a su hijo y a su incorpórea tía resultaba un tanto injustificado. Parecía evidente que la inventora era en realidad una espía, por lo que debería mantener la guardia alta cuando estuviera cerca de ella, algo ciertamente triste, puesto que Alexia disfrutaba de la compañía de la inventora. Y es que raramente encontraba a una mujer más independiente y excéntrica que ella misma.

Alexia presentó a madame Lefoux al resto del grupo, y la sombrerera se mostró perfectamente educada con todos ellos, aunque esbozó una mueca disimulada al ver el conjunto de Ivy, capaz de derretir la retina de cualquiera.

No se puede decir lo mismo del séquito de Alexia. Tunstell e Ivy la saludaron con una reverencia, pero Felicity le hizo un desaire, claramente impresionada por su extraña vestimenta.

También Angelique parecía incómoda, a pesar de que hizo la reverencia que se esperaba de alguien en su posición. Y es que la joven Angelique tenía opiniones perfectamente formadas sobre las maneras más correctas en el vestir, y lo más probable era que no aprobara el estilo masculino de la inventora.

Madame Lefoux observó detenidamente a la doncella con la fría mirada de un depredador. Lady Maccon supuso que tenía que ver con el origen francés de ambas, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando madame Lefoux le susurró algo a Angelique en su lengua nativa, demasiado deprisa para que Alexia pudiera seguir sus palabras.

Angelique no respondió. Se limitó a levantar ligeramente su adorable naricilla y fingirse ocupada en dar volumen a los volantes del vestido de su señora.

Madame Lefoux se despidió de todos ellos.

—Angelique —lady Maccon se dirigió a su doncella—, ¿qué ha sido eso?

—Nada impogtante, mi señoga.

Lady Maccon decidió que aquel asunto bien podía esperar y siguió al asistente de vuelo hasta su camarote.

No permaneció allí durante mucho tiempo, puesto que deseaba explorar la nave y estar en cubierta para presenciar el despegue. Llevaba años esperando aquel momento, y había seguido el desarrollo de aquella tecnología de vuelo detallada en los artículos de la Royal Society desde muy temprana edad. Saberse al fin a bordo de un dirigible era una alegría que no merecía verse oscurecida por los manierismos de un par de francesas.

Cuando el último de los pasajeros subió a bordo, el personal soltó las amarras y el enorme globo los propulsó lentamente hacia el cielo.

Lady Maccon contuvo el aliento al ver cómo el mundo se encogía irremisiblemente a sus pies, las personas se confundían con el paisaje, el paisaje desaparecía en una enorme colcha hecha de pequeños retales multicolores y finalmente podía comprobar con sus propios ojos que la Tierra era redonda.

En cuanto el dirigible hubo conseguido suficiente altura y empezaron a flotar en éter, un joven, peligrosamente encaramado en la parte trasera de los motores, hizo girar el propulsor y, emitiendo grandes bocanadas de vapor blanco por los laterales y la parte trasera del tanque, el dirigible avanzó en línea recta en dirección norte. Se produjo una pequeña sacudida cuando la nave se acopló a la corriente eteromagnética y aumentó la velocidad, yendo más deprisa de lo que parecía capaz, con las cubiertas para pasajeros similares a las de una embarcación colgando bajo el enorme globo con forma de almendra.

La señorita Hisselpenny, que se había reunido con lady Maccon en la cubierta, se recuperó de su propio asombro y empezó a cantar. Ivy poseía una hermosa voz, dulce e inexperta.

—Tú tomarás el camino de arriba —cantó—, y yo tomaré el camino de abajo, y estaré en Escocia antes que tú[1].

Lady Maccon miró a su amiga y sonrió, pero no se unió a ella. Conocía la canción, ¿quién no? Giffard la había utilizado en su campaña de márquetin de los vuelos en dirigible. Pero la de Alexia era una voz más adecuada para comandar batallas, no para cantar, como todo aquel que la hubiera escuchado cantar en alguna ocasión se ocupaba de recordarle continuamente.

A lady Maccon aquella experiencia se le antojó vigorizante. El aire a tanta altura era más fresco que el de Londres o la campiña. Se sintió extrañamente reconfortada, como si aquel fuera su verdadero elemento. Debía de ser el éter, supuso, repleto de una mezcla gaseosa de partículas eteromagnéticas.

Sin embargo, cuando se levantó al día siguiente con el estómago revuelto y la sensación de estar flotando por dentro así como por fuera, decidió que ya no le gustaba tanto.

—Viajar por aire provoca ese efecto en algunos pasajeros, señora —dijo el asistente de vuelo, añadiendo a modo de explicación—: Trastorno de los componentes digestivos.

Envió a una azafata con una tintura de menta y jengibre. Poco caso le había hecho Alexia a su comida y, con la ayuda de la tintura, consiguió recuperar el apetito hacia mediodía. Parte del malestar, suponía ella, se debía a que estaba reajustando su rutina a la de aquellos que vivían el día, después de pasarse meses atendiendo sus asuntos básicamente durante la noche.

Felicity tan solo se percató de que Alexia empezaba a recuperar el color de sus mejillas.

—Es evidente que a todo el mundo no le queda bien un sombrero para el sol, pero considero, Alexia, que deberías hacer el sacrificio. Si eres inteligente, seguirás mi consejo a este respecto. Sé que ya no se ven tanto como antes, pero opino que a alguien con tus desafortunadas propensiones se le excusaría la naturaleza anticuada de dicho accesorio. ¿Y por qué vas cargando con esa sombrilla a todas horas del día y sin embargo nunca la utilizas?

—Por momentos, me recuerdas a mamá —respondió lady Maccon.

Ivy, que no dejaba de correr de una barandilla a la siguiente exclamando ante la espectacularidad de las vistas, se cubrió la boca con la mano ante la crudeza de un comentario como aquel.

Felicity se disponía a responder algo similar cuando Tunstell hizo acto de presencia, distrayendo su atención por completo. Había tenido tiempo de deducir el aprecio que Ivy y Tunstell se profesaban y, por tanto, su nuevo objetivo era atraer el afecto del guardián hacia ella, sin otra motivación que demostrar a Ivy que era capaz de conseguirlo.

—Oh, señor Tunstell, cómo me alegra que se nos una —dijo Felicity, haciendo aletear sus largas pestañas.

Tunstell se sonrojó y saludó a las damas con una leve inclinación de la cabeza.

—Señorita Loontwill. Lady Maccon. —Pausa—. ¿Y cómo se siente hoy, lady Maccon?

—El malestar ha desaparecido a la hora del almuerzo.

—Qué circunstancia tan oportuna —remarcó Felicity—. No habría estado de más que te hubiera durado algo más de tiempo, teniendo en cuenta tu inclinación hacia la robustez y una más que evidente afección por la comida.

Lady Maccon prefirió no caer en la provocación.

—Preferiría que los almuerzos no fueran tan modestos. —Toda la comida a bordo del dirigible parecía de escasa consistencia o cocinada al vapor. Incluso el tan laureado té que se servía a bordo había resultado ser un tanto decepcionante.

Felicity tiró cuidadosamente al suelo sus guantes, que descansaban en una pequeña mesa cercana a la silla en la que descansaba.

—Oh, qué torpe soy. Señor Tunstell, ¿le importa?

El guardián dio un paso al frente y se agachó para recoger los guantes del suelo.

Felicity se movió con rapidez, de modo que Tunstell se inclinaba ahora sobre sus piernas, prácticamente cara a cara con la falda de su vestido verde. Se trataba de una postura un tanto comprometida y, como no podía ser de otra manera, Ivy apareció dando saltitos por una esquina de la cubierta justo en aquel preciso instante.

—¡Oh! —exclamó la joven, que parecía haber perdido las ganas de saltar.

Tunstell se incorporó y le entregó los guantes a Felicity, que los cogió lentamente, dejando que sus dedos acariciaran la mano del guardián.

El semblante de Ivy recordaba al de un caniche bilioso. Lady Maccon se preguntó cómo podía ser que su hermana, con semejante comportamiento, no se hubiera metido nunca antes en problemas. ¿Cuándo se había convertido Felicity en semejante coqueta sin escrúpulos? Tunstell se inclinó ante Ivy.

—Señorita Hisselpenny. ¿Cómo se encuentra?

—Señor Tunstell, no permita que mi presencia le moleste.

Lady Maccon se levantó, colocando ostentosamente las orejeras extensibles de su sombrero de vuelo. Todo aquello le resultaba demasiado vejatorio: Felicity convertida en una descarada, Ivy comprometida con otro hombre y el pobre Tunstell observando a ambas mujeres con cara de corderito.

Tunstell se acercó a la señorita Hisselpenny para inclinarse sobre su mano, pero justo entonces el dirigible encontró ciertas turbulencias en el éter y dio un bandazo, haciendo tambalearse a Ivy y Tunstell. Él la sujetó por el brazo, ayudándola a mantenerse en pie mientras ella se sonrojaba como una fresa madura, sin apartar la mirada del suelo.

Alexia decidió que necesitaba dar un paseo por la cubierta delantera.

Normalmente deshabitada, la cubierta delantera era la que más sufría el impacto del viento en todo el dirigible. Tanto las damas como los caballeros solían evitarla, puesto que arruinaba sus peinados, pero Alexia no era una mujer escrupulosa, aunque sabía perfectamente que se ganaría una reprimenda de Angelique en cuanto regresara. Bajó las orejeras del sombrero, se colocó las gafas, cogió su sombrilla y avanzó decidida.

Sin embargo, la cubierta delantera ya estaba ocupada.

Madame Lefoux, vestida con el gusto impecable a la par que inapropiado que la caracterizaba, se encontraba de pie junto a Angelique, al lado de la barandilla, observando desde lo alto el paisaje británico en forma de mosaico, extendido a sus pies como una especie de alfombra asimétrica de peculiar diseño. Las dos mujeres conversaban entre susurros con una pasión ciertamente evidente.

Lady Maccon maldijo al viento por llevarse sus palabras antes de que llegaran a ella, puesto que le hubiera encantado saber lo que estaban diciendo. De pronto pensó en su maletín de trabajo. ¿Habría incluido Floote algún dispositivo de escucha?

Tras decidir que lo mejor era un ataque frontal, Alexia avanzó sigilosamente por la cubierta con la esperanza de captar parte de la conversación antes de ser descubierta. Y tuvo suerte.

—… asumir tus responsabilidades —estaba diciendo madame Lefoux en francés.

—No puedo, aún no. —Angelique se acercó a la otra mujer, colocando sus pequeñas y suplicantes manos sobre el brazo de la inventora—. Por favor, no me lo pidas más.

—Será mejor que sea pronto o te descubriré. Sabes que lo haré. —Madame Lefoux sacudió la cabeza, agitando peligrosamente el sombrero, que aun así permaneció en su sitio, puesto que había sido convenientemente atado para el viaje, y apartó las manos de la doncella de su brazo.

—Pronto, lo prometo. —Angelique apretó su cuerpo contra el costado de la inventora y hundió la cara en su hombro.

Madame Lefoux se la quitó de encima por segunda vez.

—Solo sabes jugar, Angelique, jugar y arreglar el cabello de la señora. Es todo lo que tienes ahora mismo, ¿no es cierto?

—Es mejor que vender sombreros.

Madame Lefoux se encaró con la doncella, sujetándola de la barbilla con la mano.

—¿De veras te ha echado? —El tono de su voz era cruel y desconfiado al mismo tiempo.

Para aquel entonces, lady Maccon ya estaba lo suficientemente cerca como para encontrarse con los ojos violeta de su doncella bajo las gafas de latón al apartar esta la vista de la inventora. Angelique se sorprendió ante la presencia de su señora y sus ojos se llenaron de lágrimas. Con un pequeño sollozo, se abalanzó sobre lady Maccon de modo que Alexia no tuvo más remedio que recibirla entre sus brazos.

Alexia se sentía incómoda. A pesar de su origen francés, Angelique no solía prodigarse en muestras de afecto. La joven doncella trató de recomponerse como pudo, se apartó apresuradamente de los brazos de su señora, esbozó una pequeña reverencia y huyó a la carrera.

A Alexia le agradaba madame Lefoux, pero no podía perdonarle que molestase al servicio de aquella manera.

—Como bien sabe, los vampiros la rechazaron. Es un tema un tanto delicado para ella. No le gusta hablar de la colmena ni de por qué fue apartada de ella.

—Estoy segura de que no.

Lady Maccon estaba furiosa.

—Al igual que usted tampoco compartirá conmigo la auténtica razón de su presencia en este dirigible. —La inventora tenía que aprender la lección: una manada siempre protegía a los suyos. Quizás Alexia solo formara parte de ella por proximidad, pero Angelique estaba a su servicio.

Los ojos verdes de madame Lefoux se encontraron con la oscura mirada de Alexia. Dos pares de gafas no suponían impedimento suficiente, pero aun así lady Maccon no consiguió interpretar aquella expresión. De pronto, la inventora alargó un brazo y acarició el rostro de Alexia con el dorso de la mano. Alexia se preguntó por qué razón los franceses se mostraban mucho más afectuosos físicamente que los ingleses.

—¿Usted y mi doncella han mantenido algún tipo de asociación en el pasado, madame Lefoux? —preguntó Alexia sin responder a la caricia de la otra mujer, a pesar de que sentía un intenso calor en el rostro que el frío viento del éter no conseguía calmar.

La inventora sonrió.

—Hace mucho tiempo, pero le aseguro que actualmente me encuentro libre de tales enredos.

¿Se estaba mostrando obtusa a propósito?

Alexia, siempre tan directa, inclinó la cabeza a un lado y preguntó:

—¿Para quién trabaja, madame Lefoux? ¿Para el Gobierno francés? ¿Los Templarios?

La inventora dio un paso atrás, extrañamente molesta por la pregunta.

—Malinterpreta usted mi presencia en este dirigible, lady Maccon. Le puedo asegurar que solo trabajo para mí misma.

—Yo que usted no confiaría en ella, señora —dijo Angelique mientras arreglaba el cabello de Alexia antes de la cena. La doncella lo estaba alisando con una plancha de vapor especial para esa función, para el disgusto de ambas mujeres. Liso y suelto, esa había sido la idea de Ivy. La señorita Hisselpenny había insistido en que fuera Alexia quien probara el invento, porque ya estaba casada y podía permitirse el lujo de arriesgar su hermosa cabellera.

—¿Hay algo que debería saber, Angelique? —preguntó lady Maccon. La doncella raramente expresaba su opinión si no estaba directamente relacionada con la moda.

Angelique detuvo sus atenciones por un instante, con las manos revoloteando alrededor de la cara como solo los franceses son capaces de revolotear.

—Solo que la conosí antes de convegtigme en sángano, en Paguís.

—¿Y?

—Y no nos sepagamos en tégminos amistosos. Un asunto, cómo disen ustedes, pegsonal.

—En ese caso no insistiré más —replicó Alexia, que deseaba seguir insistiendo.

—Señoga, ¿no le habgá dicho nada de mí? —preguntó la doncella, y se llevó la mano al cuello para acariciar la prenda alta que lo cubría.

—Nada importante —respondió lady Maccon.

Angelique no parecía muy convencida.

—No confía en mí, ¿vegdad, señoga?

Alexia levantó la mirada, sorprendida, y se encontró con los ojos de Angelique en el espejo.

—Has sido zángano con un vampiro errante, pero también has servido a la colmena de Westminster. Confianza es una palabra muy fuerte, Angelique. Confío en que me peinarás a la última moda y en que tu gusto gobierne mi propio desinterés en el tema, pero no puedes pedirme más que eso.

Angelique asintió.

—Compguendo. Así que no se tgata de algo que haya dicho Genevieve.

—¿Genevieve?

—Madame Lefoux.

—No. ¿Debería ser así?

Angelique fijó la mirada en el suelo y sacudió lentamente la cabeza.

—¿No me contarás nada más acerca de vuestra relación?

Angelique permaneció en silencio, pero por su rostro era evidente que consideraba aquella pregunta demasiado personal.

Lady Maccon excusó a su doncella y fue a buscar su pequeño diario de piel, la mejor forma, sin duda, de repasar sus pensamientos y tomar algunas notas. Si sospechaba que madame Lefoux era una espía, debía anotarlo de inmediato, junto con las razones que la habían llevado a pensarlo. Parte del objetivo de aquel cuaderno era dejar testimonio escrito de sus vivencias por si algo le sucedía.

Había empezado con aquella práctica al asumir su cargo como muhjah, aunque utilizaba el diario para anotar asuntos personales, no secretos de estado. El diario de su padre había resultado ser de gran ayuda en más de una ocasión, y esperaba que el suyo también lo fuera para futuras generaciones, aunque probablemente no del mismo modo que el de Alessandro Tarabotti. Al menos no era su intención dejar constancia de esa clase de información.

La pluma estilográfica estaba donde la había dejado, sobre la mesilla de noche, pero el cuaderno se había desvanecido. Revisó todo el camarote —debajo de la cama, detrás de los muebles— pero no consiguió encontrarlo por ninguna parte. Con un presentimiento atenazándole el pecho, se dispuso a buscar su maletín.

Alguien llamó a la puerta, y antes de que pudiera inventarse alguna excusa para mantener alejado al visitante, Ivy entró en el camarote al trote. Parecía alterada, nerviosa, con su sombrero del día, un montón de encaje negro cubriendo tirabuzón tras tirabuzón de negro cabello, y las orejeras apenas visibles porque Ivy tiraba insistentemente de ellas.

Alexia detuvo la búsqueda.

—Ivy, ¿qué sucede? Pareces un terrier enajenado con un problema de ácaros en las orejas.

La señorita Hisselpenny se dejó caer boca abajo sobre la pequeña cama de Alexia, claramente angustiada por un desorden emocional de alguna clase. Musitó algo contra la almohada con una voz sospechosamente aguda.

—Ivy, ¿qué le ocurre a tu voz? ¿Has estado en ingeniería, en la Cubierta Chirriante? —Puesto que la capacidad para flotar del dirigible dependía de la aplicación constante de helio, era una suposición legítima para cualquier anormalidad vocal.

—No —chirrió Ivy—. Bueno, quizás durante un rato.

Lady Maccon contuvo la risa. La voz de su amiga resultaba demasiado absurda.

—¿Con quién has estado allí? —preguntó arteramente, aunque podía imaginar la respuesta.

—Con nadie —cacareó Ivy—. Bueno, en realidad, quiero decir, puede que haya subido allí con… mmm… el señor Tunstell.

Lady Maccon disimuló una risita.

—Imagino que él también sonará un tanto extraño.

—Se ha producido una pequeña fuga mientras estábamos allí, pero necesitábamos urgentemente un poco de privacidad.

—Qué romántico.

—De verdad, Alexia, ¡no es momento para frivolidades! Estoy temblando, abocada a una crisis emocional sin parangón, y a ti solo se te ocurren invenciones y jocosidades.

Lady Maccon recompuso la expresión de su rostro y trató de no parecer estar divirtiéndose a expensas de su amiga, molesta por su presencia y sin poder revisar la estancia en busca del maletín desaparecido.

—Permíteme que lo adivine. ¿Tunstell te ha declarado amor eterno?

—Sí —exclamó Ivy—, ¡y yo estoy prometida a otro hombre! —En la palabra «prometida» su voz dejó por fin de chirriar.

—Ah, sí, el misterioso capitán Featherstonehaugh. Y no olvidemos que, si no estuvieras comprometida, Tunstell no sería una buena elección para ti. Ivy, se gana la vida como actor.

—¡Lo sé! —gruñó Ivy—. ¡Y encima es el asistente de tu esposo! Oh, todo es tan desagradablemente plebeyo… —Ivy rodó sobre la cama, con la muñeca pegada a la frente y los ojos cerrados. Lady Maccon se preguntó si la propia señorita Hisselpenny no tendría una prometedora carrera sobre el escenario si se lo propusiera.

—Lo cual le convierte también en guardián. Vaya, vaya, vaya, te has metido en un buen lío. —Lady Maccon trató de parecer comprensiva.

—Oh, pero, Alexia, me temo que tal vez sea posible, solo un poquitín, que yo también le quiera.

—¿No deberías estar segura de algo así?

—No lo sé. ¿Debería? ¿Cómo determina uno su propio estado de enamoramiento?

Lady Maccon no pudo reprimir una risita.

—No soy la persona más adecuada para ayudarte. Necesité siglos para darme cuenta de que sentía algo por Conall más allá del odio más absoluto, y, francamente, sigo sin estar segura de que ese sentimiento no haya persistido hasta el día de hoy.

Ivy parecía sorprendida.

—Estás de broma.

Alexia trató de recordar la última vez que había mantenido un encuentro más o menos prolongado con su esposo. Si la memoria no le fallaba, en aquella ocasión la cantidad de gemidos había sido considerable.

—Bueno, tiene sus cosas.

—Pero, Alexia, ¿qué hago?

Justo entonces Alexia divisó su maletín desaparecido. Alguien lo había metido en la esquina entre el armario y la puerta del servicio. Alexia estaba bastante segura de no haberlo dejado allí.

—Ajá, ¿cómo has llegado ahí? —le dijo al accesorio desaparecido, y se dispuso a recuperarlo.

Ivy, con los ojos aún cerrados, consideró la pregunta.

—No tengo ni la más remota idea de cómo me he metido en una situación tan insostenible. Tienes que ayudarme, Alexia. ¡Esto es un cataplasma de proporciones épicas!

—Muy cierto —convino lady Maccon, considerando el estado de su adorado maletín. Alguien había intentado forzar el cierre, y quienquiera que fuese había sido sorprendido en el acto, o habría robado el maletín del mismo modo que se había llevado el cuaderno. El pequeño diario de piel cabía perfectamente bajo un chaleco y entre las enaguas de una falda, pero el maletín no. El villano no había tenido más remedio que dejarlo tras de sí. Lady Maccon consideró posibles sospechosos. Obviamente, el personal de la nave tenía acceso a los camarotes, y Angelique también, aunque teniendo en cuenta el estado de las cerraduras, podría tratarse de cualquiera.

—Me ha besado —se lamentó la señorita Hisselpenny.

—Ah, vaya, eso sí que es algo. —Alexia decidió que no podía determinar nada más acerca del destino de su maletín, no mientras Ivy siguiera en la estancia. Se sentó en la cama al lado de la forma postrada de su amiga—. ¿Has disfrutado besándole?

Ivy no dijo nada.

—¿Has disfrutado besando al capitán Featherstonehaugh?

—Alexia, cómo se te ocurre. ¡Solo estamos prometidos, no casados!

—¿Entonces no has besado al bueno del capitán?

Ivy sacudió la cabeza en un exceso de vergüenza.

—Y bien, ¿qué me dices de Tunstell?

La señorita Hisselpenny se puso aún más colorada. Ahora parecía un spaniel con la piel quemada por el sol.

—Bueno, puede que un poco.

—¿Y?

La señorita Hisselpenny abrió los ojos, más acalorada que antes, y miró a su amiga.

—¿Se supone que tengo que disfrutar besando? —susurró con un hilo de voz.

—Tengo entendido que está considerado como un pasatiempo ciertamente placentero. Lees novelas, ¿verdad? —preguntó lady Maccon, tratando por todos los medios de permanecer seria.

—¿Tú disfrutas haciendo… eso con lord Maccon?

Lady Maccon no dudó un solo instante.

—Sin reservas.

—Oh, bueno, me ha parecido un tanto… —Ivy guardó silencio—… húmedo.

Lady Maccon inclinó la cabeza a un lado.

—Bueno, has de entender que mi esposo posee una experiencia considerable en estos menesteres. Es cientos de años mayor que yo.

—¿Y eso no te preocupa?

—Querida mía, también vivirá cientos de años más que yo. Una ha de acostumbrarse a esas cosas cuando fraterniza con lo sobrenatural. Admito que es duro saber que no envejeceremos juntos, pero si eliges a Tunstell, tal vez acabes enfrentándote al mismo dilema. Del mismo modo, el tiempo que paséis juntos podría verse drásticamente reducido si no sobreviviera a la metamorfosis.

—¿Crees que sucederá pronto?

Lady Maccon sabía muy poco acerca de ese aspecto de la dinámica de la manada, de modo que se limitó a encogerse de hombros.

Ivy suspiró, una exhalación larga y sostenida que parecía contener todos los problemas del imperio.

—Son demasiadas cosas en las que pensar. Tengo la cabeza hecha un lío. Simplemente no sé qué hacer. ¿No lo ves? ¿No comprendes mi cacofonía?

—Querrás decir catástrofe.

Ivy ignoró la corrección de su amiga.

—¿Rechazo al capitán Featherstonehaugh, y sus quinientos al año, por el señor Tunstell y su inestable —un escalofrío le recorrió el cuerpo—, condición de simple trabajador? ¿O continúo con mi compromiso?

—Siempre puedes casarte con tu capitán y mantener un romance con Tunstell al mismo tiempo.

La señorita Hisselpenny contuvo una exclamación de sorpresa y se incorporó de golpe, ultrajada por semejante proposición.

—Alexia, ¡cómo puedes pensar algo así, y no digamos ya sugerirlo en voz alta!

—Sí, bueno, claro que esos besos húmedos tendrían que mejorar.

Ivy le tiró una almohada a su amiga.

—¡Alexia!

Lady Maccon pronto olvidó el dilema de su amiga. Trasladó los documentos más delicados y los instrumentos e ingenios de tamaño más reducido del maletín a los bolsillos de la sombrilla. Puesto que ya era conocida por la excentricidad de llevar siempre consigo dicho complemento, nadie se percató de su presencia continuada junto a ella, incluso tras la puesta de sol.

La cena fue un tanto incómoda, colmada de tensiones y sospechas. Además, la comida resultó ser horrible. Cierto que los estándares de Alexia eran muy elevados, pero aun así las viandas eran terribles. Todo —carne, verduras, incluso el pudín— parecía haber sido sometido a los rigores del vapor hasta rendirse a un estado flácido e incoloro, sin salsa, ni siquiera sal, que pudiera disimular el sabor. Era como comerse un pañuelo mojado.

Felicity, que poseía el paladar de una cabra y probaba sin pausa de todo lo que tenía delante, se dio cuenta de que Alexia se limitaba a marear su plato.

—Me agrada ver que finalmente has decidido tomar medidas, hermana.

Lady Maccon, inmersa en sus pensamientos, respondió con un imprudente «¿Medidas?».

—Bueno, lo cierto es que estoy terriblemente preocupada por tu salud. Nadie debería pesar tanto a tu edad.

Lady Maccon siguió acosando a una pobre zanahoria mientras se preguntaba si alguien echaría de menos a su querida hermana si un alma caritativa tuviera a bien empujarla cariñosamente por encima de la barandilla de la cubierta superior.

Madame Lefoux levantó la mirada y observó a Alexia con detenimiento.

—Creo que lady Maccon parece perfectamente sana.

—Diría que se deja engañar por su robustez, tan pasada de moda —dijo Felicity.

Madame Lefoux prosiguió como si Felicity no hubiera hablado.

—Usted, sin embargo, señorita Loontwill, se me antoja un tanto insípida.

Felicity ahogó una exclamación de sorpresa.

Alexia deseó una vez más que madame Lefoux no fuese tan claramente una espía. ¿Había sido ella la culpable de intentar forzar el maletín?

Tunstell se presentó en la mesa, con toda clase de excusas por la tardanza, y tomó asiento entre Felicity y Ivy.

—Qué bien que se una a nosotras —comentó Felicity.

Tunstell parecía incómodo.

—¿Me he perdido el primer plato?

Alexia examinó los flácidos manjares que tenía delante.

—Puede quedarse con el mío si quiere. Últimamente apenas tengo apetito.

Pasó la masa gris de uno de los platos a Tunstell, que la observó dubitativo, aunque pronto empezó a comer.

Madame Lefoux, por su parte, continuó hablando con Felicity.

—Tengo un pequeño invento en mi camarote, de lo más interesante, señorita Loontwill, excelente para animar los músculos de la cara y conseguir un tono rosado en las mejillas. Está usted invitada a probarlo cuando desee. —Acompañó sus palabras con una discreta sonrisa que sugería un proceso desagradable o incluso doloroso.

—Nunca hubiese dicho, teniendo en cuenta sus inclinaciones, que le preocupara el aspecto femenino —se revolvió Felicity, con la mirada clavada en el chaleco y la chaqueta de la inventora.

—Oh, le aseguro que me preocupa, y mucho —respondió esta mirando a Alexia.

Lady Maccon decidió que madame Lefoux le recordaba un poco al profesor Lyall, solo que más atractiva y menos lupina.

—Felicity —intervino, mirando a su hermana—, al parecer he perdido mi diario de viaje de piel. No lo habrás visto, ¿no?

Llegó el segundo plato, que parecía un poco más apetitoso que el primero, aunque no mucho: un pedazo de carne gris y no identificable en una salsa blanca, patatas hervidas y panecillos pasados. Con un gesto, Alexia ordenó al servicio que se lo llevara todo.

—Madre mía, hermana, no habrás retomado la escritura, ¿verdad? —Felicity fingió sorpresa—. Si te soy sincera, tanta lectura es más que suficiente. Creía que el matrimonio te curaría esa inclinación tan poco adecuada. Yo misma nunca leo si puedo evitarlo. Es terriblemente pernicioso para los ojos. Y además provoca arrugas en la frente, justo aquí. —Se señaló entre las cejas y luego añadió, compadeciéndose de lady Maccon—: Oh, veo que tú ya no tienes que preocuparte por eso, Alexia.

Lady Maccon suspiró.

—Oh, déjalo ya, Felicity, haz el favor.

Madame Lefoux disimuló una sonrisa.

—¿Señor Tunstell? —exclamó de pronto la señorita Hisselpenny, claramente alterada—. ¡Oh! Señor Tunstell, ¿se encuentra bien?

Tunstell se había inclinado sobre su plato, y tenía el rostro pálido y demacrado.

—¿Es la comida? —preguntó lady Maccon—. Porque si es eso, comprendo perfectamente sus sentimientos al respecto. Tendré que hablar con el cocinero.

Tunstell levantó la mirada del plato. Las pecas de su piel destacaban más que nunca y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No me siento bien —consiguió decir entre dientes, antes de levantarse de la mesa y tambalearse hasta la puerta.

Alexia siguió los movimientos de guardián con la boca abierta, y a continuación observó con suspicacia la comida que tenía frente a ella.

—Si me excusan —dijo, levantándose de la mesa—, creo que iré a ver cómo se encuentra Tunstell. No, Ivy, tú quédate aquí. —Cogió su sombrilla y siguió al guardián.

Le encontró en la cubierta de observación más cercana, apoyado en la barandilla, sujetándose el estómago.

Alexia se acercó a él.

—¿Te has sentido mal de repente?

Tunstell asintió, claramente incapaz de decir una sola palabra.

Un ligero aroma a vainilla flotó en el aire, y la voz de madame Lefoux afirmó detrás de ellos.

—Veneno.