Lo último de lord Akeldama
Lord Akeldama se encontraba en su residencia, deseoso de recibir a Alexia. A pesar de que esta se había presentado sin cita previa, una falta de educación imperdonable, el vampiro parecía contento de verla. Se hacía difícil adivinarlo tras la gruesa capa de manierismos y frivolidades del vampiro, pero Alexia creyó detectar una calidez sincera bajo tanto halago y revoloteo.
El viejo vampiro se adelantó para recibirla con los brazos abiertos, ataviado con su particular versión del «caballero vestido para la intimidad del hogar». Para la mayoría de los hombres con los posibles y el gusto necesarios, dicha expresión era sinónimo de batín, pañuelo al cuello, pantalones largos y calzado de suela blanda. Para lord Akeldama, en cambio, significaba que la chaqueta era de seda de un blanco prístino con pájaros negros de estilo oriental bordados en la tela; el pañuelo, estampado con brillantes pavos reales; los pantalones, lo último en jacquard negro y ajustado, y los zapatos, unos mocasines blancos y negros que para muchos constituían el culmen de la vulgaridad.
—Mi querida Alexia, ¡qué oportuna! Acabo de recibir el juguetito más divino que existe. ¡Tienes que echarle un vistazo y darme tu opinión! —lord Akeldama se dirigía a lady Maccon por su nombre de pila y la trataba de tú, tal y como había hecho desde la noche en que se conocieron. Y sin embargo, y era la primera vez que Alexia caía en la cuenta, ella no conocía el nombre de pila de él.
Al entrar en contacto con Alexia, la belleza sobrenatural de lord Akeldama, cuya piel era blanca como el hielo y su cabello rubio como el oro, se convirtió en la belleza simple del joven que una vez fue antes de su metamorfosis.
Lady Maccon le besó suavemente en ambas mejillas, como si fuera un niño.
—¿Y cómo está usted esta noche, milord?
Él se inclinó sobre ella, calmado por un instante en su forma humana, antes de retomar tan animada conversación.
—Perfectamente espléndido, mi pequeña galletita de té, perfectamente espléndido. Un misterio se cierne sobre la ciudad de Londres y yo me encuentro inmerso en su resolución. Ya sabes cuánto me gustan los misterios. —Le devolvió el beso, uno sonoro y en la frente, y luego le soltó la mano para deslizar el brazo alrededor del de ella—. Y créeme cuando te digo que mi humilde morada se ha visto inmersa en la más absoluta locura después de lo que sucedió ayer. —La guio por la mencionada morada, que de humilde tenía más bien poco, con su extravagante pasillo abovedado y cubierto de frescos llenos de bustos de mármol de dioses paganos—. Imagino que ya lo sabes todo, mi pequeño e influyente narciso.
A Alexia le encantaba el salón de dibujo de lord Akeldama que, aunque intolerable en su propia casa, resultaba agradable de visitar de vez en cuando. Estaba decorado a la antigua, en blanco y oro, como algo sacado de un cuadro francés de tiempos prenapoleónicos.
El vampiro empujó a un lado al gato que descansaba en uno de los múltiples sofás de la estancia, sin demasiadas ceremonias, y acto seguido se dejó caer graciosamente en su lugar. Lady Maccon se acomodó en una butaca cercana que parecía un trono.
—Y bien, mi cremosa tacita de pudín, Biffy me ha contado que anoche le pasó la cosa más extraordinaria. —El rostro siempre etéreo de lord Akeldama parecía concentrado bajo la innecesaria capa de polvo blanco y colorete rosado—. Un romance de alcoba, prácticamente.
Lady Maccon no estaba muy segura de querer escuchar aquella historia.
—Oh, ¿sí? ¿Dónde está Biffy, por cierto? ¿Está por aquí?
Lord Akeldama no dejaba de jugar con su monóculo de oro, cuyo cristal, obviamente, carecía de graduación puesto que, como todos los vampiros, poseía una visión perfecta.
—La, el joven problemático está haciendo de las suyas no muy lejos de aquí, estoy seguro de ello. Anda un tanto perturbado por una corbata, pero no importa; permíteme que te cuente lo que vio ayer por la noche.
Lady Maccon prefirió cubrirse las espaldas.
—Antes de empezar, milord, ¿le parece bien que enviemos una tarjeta de invitación a una persona que acabo de conocer? No sabe cuánto me gustaría que se conocieran.
Aquello llamó la atención de lord Akeldama.
—De veras, mi pequeño naranjo de China, qué gran idea. ¿Tengo el placer de conocerlo?
—De conocerla, y no. Su nombre es madame Lefoux.
Lord Akeldama sonrió levemente al escuchar el nombre.
—He oído que has estado comprando sombreros recientemente.
Alexia contuvo una exclamación de sorpresa.
—¿Cómo lo sabe? Oh, ¡qué humillante! ¿Quiere decir que ya conoce a la dama en cuestión? Madame Lefoux no dijo nada al respecto.
—No esperes que revele mis fuentes, copito de nieve. Por lo demás, no, no tengo el placer de conocerla; eso sí, he oído hablar de ella, y me gustará poder compartir el placer de su compañía. ¡Tengo entendido que le gustan los atuendos masculinos! Le enviaré una tarjeta ahora mismo. —Se levantó para hacer sonar una campanilla—. Y ahora dime: ¿qué le has comprado a esa francesa tan escandalosa, mi pequeña clementina?
Alexia le mostró su nueva sombrilla. Lord Akeldama se mostró escandalizado por su apariencia.
—Oh, querida, es bastante —se aclaró la garganta—, chillona, ¿no crees?
A Alexia le pareció un halago viniendo de un hombre que calzaba mocasines blancos y negros y un pañuelo estampado al cuello.
—Sí, pero hace las cosas más increíbles que pueda imaginar. —Se disponía a enumerar sus múltiples funciones cuando alguien llamó a la puerta y Biffy entró en la estancia dando alegres saltitos.
—¿Llamaba? —Biffy era un agradable joven de inclinaciones estilosas y prodigiosos encantos físicos que siempre aparecía cuando menos lo esperaba uno y más necesitaba su presencia. Si no hubiese nacido en el seno de una familia adinerada, habría sido un excelente mayordomo. Era el zángano favorito de lord Akeldama, a pesar de que el vampiro preferiría repetir chaleco dos días seguidos antes que confesarlo. Alexia tenía que admitir que había algo especial en Biffy. Era un experto con las tenacillas de rizar el pelo, y sus peinados eran más elaborados que los de la sobresaliente Angelique.
—Biffy, mi palomita, parte hacia la nueva sombrerería, recoge a su propietaria y tráela para que podamos conversar con ella, ¿quieres, querido?
Biffy sonrió.
—Por supuesto, mi señor. Buenas noches, lady Maccon. ¿Este encuentro ha sido idea suya? Imagino que sabrá que mi señor se muere de ganas de conocer a madame Lefoux desde que abrió su tienda, sin excusa alguna que propiciara un posible encuentro.
—¡Biffy! —le regañó lord Akeldama.
—Pero si es verdad —respondió Biffy a la defensiva.
—Sal de aquí, granujilla, y mantén esa boca tan adorable que tienes bien cerrada.
Biffy se despidió con una breve reverencia y abandonó alegremente la estancia, no sin antes recoger el sombrero y los guantes que descansaban encima de una mesa, sin apenas detenerse.
—Algún día ese joven mequetrefe será mi perdición. Sin embargo, tiene un olfato admirable para estar en el lugar preciso en el momento adecuado. Ayer por la noche, por ejemplo, estaba frente al Prickled Crumpet, ese antro horrible que hay cerca de St. Bride, conocido por ser el local favorito de militares y prostitutas de sangre. Ni por asomo el local al que suele acudir mi joven Biffy. El caso es que nunca adivinarás a quién descubrió escondiéndose en el callejón de atrás, justo detrás del bar.
Lady Maccon suspiró resignada.
—¿A mi esposo?
Lord Akeldama esbozó su expresión más cariacontecida.
—Te lo ha contado él.
—No, es que, por cómo lo describe, parece el típico sitio en el que encontrar a mi esposo escondiéndose.
—¡Entonces permíteme que te lo cuente, mi capullo de petunia! Biffy dice que el conde se encontraba en unas condiciones un tanto delicadas, tratando de llegar por todos los medios a la calle Fleet.
—¿Ebrio? —lady Maccon lo dudaba. En términos generales, los licántropos no eran propensos a la intoxicación. Su constitución lo impedía. Además, no parecía algo propio de su marido.
—Oh, no. El pobre se había encontrado con esa plaga monstruosa que asola las calles del centro y había recuperado la forma humana, completamente desnudo, en pleno centro de Londres.
Lord Akeldama tenía los ojos brillantes de la emoción.
Lady Maccon no pudo contenerse y empezó a reírse a carcajadas.
—No me extraña que no me hablara de ese incidente. Pobrecito mío.
—Y no es que Biffy se quejara en ningún momento del espectáculo.
—Y ¿quién lo haría? —En esta cuestión Alexia tenía que reconocer lo que era justo, y es que su esposo poseía un físico espléndido—. Sin embargo, no deja de ser interesante. Significa que no es necesario estar presente cuando la plaga ataca, sino que se puede entrar en la zona afectada y sufrir las consecuencias.
—¿Crees que se trata de algún tipo de enfermedad, mi pequeño pan de centeno?
Lady Maccon inclinó la cabeza a un lado.
—No sé con certeza de qué puede tratarse. ¿Qué opina usted?
Lord Akeldama tiró de otra cuerda distinta para pedir el té.
—Creo que se trata de un arma —respondió, extrañamente escueto.
—¿Había oído hablar de algo así con anterioridad? —Lady Maccon se irguió en su silla, concentrada en la respuesta de su amigo. Lord Akeldama era un vampiro muy longevo, según los rumores, más que la propia condesa Nadasdy, y todo el mundo sabía que ella cargaba con no menos de cinco siglos sobre sus espaldas.
El vampiro se pasó la larga coleta rubia por encima del hombro.
—No, nunca, pero tengo el presentimiento de que no se trata de una enfermedad, y mis experiencias con el Club Hypocras me han enseñado a no subestimar a los científicos modernos y sus absurdos pasatiempos tecnológicos.
Lady Maccon asintió.
—Estoy de acuerdo, y lo mismo opinan los demás miembros del Consejo en la Sombra. El ORA mantiene que se trata de una enfermedad, pero yo me inclino por la posibilidad de que se trate de una nueva clase de arma. ¿Han encontrado sus chicos alguna pista significativa?
Lord Akeldama llenó los carrillos de aire. No le gustaba que se comentara en público que su colección de zánganos, a cuál más decorativo e inconsecuente —al menos en apariencia—, procedentes de las familias de más alta alcurnia y considerablemente faltos de sentido común, eran en realidad espías consumados. Con el tiempo, sin embargo, se había resignado a que Alexia, y, por mediación de Alexia, lord Maccon y el ORA, supieran de sus actividades, pero prefería que no las mencionaran abiertamente.
—No tantas como me gustaría, aunque se dice que uno de los barcos, el «Spanker», que transportaba a varios regimientos con sus correspondientes manadas, sufrió un cólico de humanidad durante todo el viaje de regreso a casa.
—Sí, el comandante Channing mencionó algo al respecto, aunque al parecer la manada de Woolsey ya había recuperado sus habilidades sobrenaturales para cuando llegó al castillo.
—¿Y qué opinión nos merece el comandante Channing?
—Intentamos no pensar lo más mínimo en ese individuo repulsivo y egocéntrico.
Lord Akeldama no pudo contener una carcajada, y un joven mayordomo apareció en la estancia con el servicio del té.
—Intenté reclutarlo para mi servicio hace ya unas cuantas décadas, ¿te lo había contado?
—¿De veras? —lady Maccon jamás lo hubiese imaginado, entre otras cosas porque el comandante Channing no parecía compartir los gustos de lord Akeldama, aunque siempre circulaban rumores sobre los militares.
—Era un escultor fabuloso antes de transformarse, ¿lo sabías? Todo el mundo daba por sentado que poseía un exceso de alma, así que vampiros y licántropos nos disputábamos ser sus patrones. Era un joven tan dulce y tan lleno de talento…
—¿Estamos hablando del mismo comandante Channing?
—Me rechazó y se alistó en las milicias. Le pareció más romántico. Al final, durante las guerras napoleónicas, se decantó por el lado más peludo de lo sobrenatural.
Alexia no sabía muy bien cómo interpretar aquella información, de modo que prefirió recuperar el tema original.
—Si se trata de un arma, he de descubrir adonde ha ido. Lyall dice que se dirige al norte, según creemos en carruaje. La pregunta es, ¿en qué dirección? ¿Y quién la lleva consigo?
—¿Y de qué se trata exactamente? —añadió el vampiro mientras servía el té. Lady Maccon lo prefería con leche y un poco de azúcar; él, con unas gotitas de sangre y el zumo de un limón.
—Si el profesor Lyall sostiene que se dirige hacia el norte, es que se dirige hacia el norte. El beta de tu esposo nunca se equivoca. —Había algo extraño en la voz de lord Akeldama. Alexia observó a su amigo detenidamente, a lo que él únicamente añadió—: ¿Cuándo?
—Justo antes de mi llegada.
—No, no, prímula querida. Quiero decir que cuándo empezó a avanzar hacia el norte —preguntó lord Akeldama, ofreciéndole un delicioso plato de galletitas que él mismo había preferido declinar.
Lady Maccon se apresuró a realizar los cálculos.
—Si no me equivoco, salió de Londres ayer por la noche o esta mañana temprano.
—¿Justo cuando la plaga de humanización se retiró de Londres?
—Exacto.
—Entonces necesitamos averiguar qué regimientos, o manadas, o individuos, llegaron a bordo del «Spanker» e inmediatamente partieron hacia el norte.
Lady Maccon tenía el presentimiento de que todos los dedos estaban a punto de señalar en una misma dirección.
—Tengo muchas esperanzas en que el profesor Lyall ya esté tratando de conseguir esa información.
—Pero ya tienes una idea más o menos precisa de quiénes pueden ser los responsables, ¿no es así, mi pequeña flor de príncipe? —lord Akeldama abandonó su cómoda postura y se inclinó hacia delante para observar a Alexia a través de su monóculo.
Lady Maccon suspiró.
—Llámelo instinto.
El vampiro sonrió, mostrando sus afilados colmillos, largos y extremadamente letales.
—Claro, mi adorable algodón de azúcar, por algo tus ancestros fueron cazadores durante generaciones. —Un estricto sentido del tacto no permitía a lord Akeldama recordarle que lo que cazaban eran vampiros.
—Oh, no, no me refiero a esa clase de instinto.
—¿Oh?
—Tal vez debería llamarlo «intuición de esposa».
—Ah. —La sonrisa de lord Akeldama creció perceptiblemente—. ¿Crees que tu enorme marido está relacionado de alguna manera con el arma que nos ocupa?
Lady Maccon frunció el ceño y mordisqueó un pedazo de galleta.
—No, no exactamente, pero allá donde se va mi querido esposo…
—¿Crees que todo esto tiene algo que ver con su visita a Escocia?
Alexia tomó un sorbo de té y permaneció en silencio.
—¿Crees que está relacionado con la pérdida del alfa de la manada de Kingair?
Alexia se sobresaltó. No sabía que aquel pequeño detalle era público. ¿Cómo se las ingeniaba lord Akeldama para conseguir la información tan pronto? Era verdaderamente notable. Ni siquiera la Corona resultaba ser tan eficiente. O el ORA.
—El comportamiento de una manada sin alfa puede degenerar rápidamente, pero ¿a esta escala? ¿Crees que…?
Lady Maccon interrumpió a su amigo.
—Creo que lady Maccon se siente abrumada por el sucio aire de Londres. Creo que lady Maccon necesita unas vacaciones. ¿En el norte, tal vez? He oído que Escocia es preciosa en esta época del año.
—¿Estás loca? Escocia es peor que el averno en esta época del año.
—Por supuesto, ¿quién querría viajar allí, especialmente cuando no circulan trenes? —interrumpió una voz nueva, teñida por un leve acento francés.
Madame Lefoux no había abandonado su atuendo masculino, aunque sí le había otorgado una nota de formalidad cambiando el colorido pañuelo por uno de lino blanco, y el sombrero marrón de copa por otro negro.
—Al parecer lady Maccon necesita aire fresco —respondió lord Akeldama, levantándose para recibir a su nueva invitada—. Usted debe de ser madame Lefoux.
Alexia se sonrojó al darse cuenta de que no había hecho las presentaciones oportunas, a pesar de que tanto lord Akeldama como madame Lefoux parecían no haberse dado cuenta.
—¿Qué tal está, lord Akeldama? Un placer conocerle al fin. Me han hablado mucho de sus múltiples encantos. —La inventora detuvo la mirada en los zapatos blancos y negros y en el batín del vampiro.
—Y a mí de los suyos —respondió lord Akeldama, registrando con ojo igualmente crítico el estilo masculino de madame Lefoux.
Alexia creyó percibir una cierta tensión en el ambiente, como si fueran dos buitres describiendo círculos alrededor de la misma carroña.
—Vaya, parece que el gusto brilla por su ausencia —dijo la sombrerera en voz baja. Lord Akeldama hizo ademán de ofenderse, pero madame Lefoux añadió, volviéndose ligeramente a un lado—: Escocia, lady Maccon, ¿está usted segura?
Un destello de aprobación iluminó el rostro del vampiro.
—Siéntese —le dijo—. Por cierto, desprende usted un olor divino. ¿Vainilla? Un aroma adorable. Y tan femenino.
¿Le ha devuelto la pulla?, se preguntó Alexia.
Madame Lefoux aceptó una taza de té y se acomodó en un pequeño sofá junto al pobre gato, que pronto le exigió que le rascara la barbilla, algo a lo que la sombrerera cedió enseguida.
—Escocia —respondió lady Maccon con firmeza—. Supongo que en dirigible. Hoy mismo me ocuparé de los detalles para partir mañana.
—Te resultará complicado. Giffard no cultiva la clientela nocturna.
Lady Maccon asintió. Los dirigibles únicamente transportaban personas, no seres sobrenaturales. Los vampiros ni siquiera podían montarse en ellos, puesto que, al elevarse, se alejaban demasiado de su territorio. Los fantasmas sufrían el mismo problema. Y los licántropos no aguantaban la sensación de flotar —propenso a terribles mareos—, se había declarado su esposo la primera y única vez que lady Maccon había manifestado cierto interés por dicho modo de transporte.
—En ese caso mañana por la tarde —rectificó—, pero hablemos de cosas más agradables. Lord Akeldama, ¿está usted interesado en saber de alguno de los inventos de madame Lefoux?
—Por supuesto.
Madame Lefoux describió algunas de sus invenciones más recientes. A pesar del clasicismo de su residencia, lord Akeldama sentía auténtica fascinación por los últimos avances tecnológicos.
—Alexia me ha enseñado su nueva sombrilla y he de decir que su trabajo es impresionante. ¿No buscará mecenas, por un casual? —preguntó el vampiro pasado apenas un cuarto de hora, claramente impresionado por la inteligencia de aquella mujer, o por alguna otra cosa.
La inventora comprendió al instante el significado oculto en las palabras del vampiro y sacudió lentamente la cabeza. Teniendo en cuenta su aspecto y habilidades, Alexia estaba convencida de que no era la primera vez que recibía una oferta de naturaleza similar.
—Se lo agradezco, milord, y me honra. Sé que prefiere zánganos varones. Pero estoy felizmente situada y soy económicamente independiente, sin deseo alguno de alcanzar la inmortalidad.
Lady Maccon siguió el intercambio entre ambos con interés. De modo que lord Akeldama creía que madame Lefoux poseía un exceso de alma. Si su tía se había convertido en un fantasma, quizás fuera algo hereditario. Alexia se disponía a hacer una pregunta un tanto indiscreta cuando lord Akeldama se puso en pie, frotándose las pálidas manos.
—Bien, mis pequeños ranúnculos.
Uh-oh, pensó Alexia para sus adentros. Madame Lefoux se había hecho merecedora de los cariñosos apelativos del vampiro en un tiempo récord. A partir de entonces, podrían compartir el sufrimiento.
—¿Qué os parecería, mis encantadores capullos de rosa, ver mi nueva adquisición? ¡Es una belleza!
Alexia y madame Lefoux intercambiaron miradas, dejaron sus respectivas tazas sobre la mesa y se dispusieron a seguir al vampiro sin una sola protesta.
Lord Akeldama las guio a través de la galería abovedada, varios tramos de escalera arriba, a cuál más elaborado. Finalmente llegaron al último piso de la residencia y entraron en lo que debería de haber sido el desván, que había sido transformado en una estancia de elaborada decoración, con las paredes cubiertas por tapices medievales y en cuyo centro descansaba una enorme caja, lo suficientemente grande como para albergar dos caballos. Estaba suspendida sobre el suelo por medio de un complicado sistema de cuerdas, y forrada de gruesa tela para evitar que el ruido se colara en su interior. La caja comprendía dos pequeñas estancias llenas de maquinaria; la primera, según lord Akeldama, era la cámara transmisora, y la otra, la receptora.
Alexia nunca había visto nada semejante.
Madame Lefoux sí.
—¡Santo cielo, lord Akeldama, sí se ha comprado un transmisor eterográfico! —Observó el interior de la primera cámara con un interés entusiasta. Los hoyuelos de sus mejillas corrían el peligro de volver a aparecer—. Es hermoso. —La inventora acarició con auténtica reverencia los interruptores y diales que controlaban el complicado mecanismo de la cámara.
Lady Maccon frunció el ceño.
—Se dice que la reina posee uno. Imagino que se vio obligada a hacerse con uno para reemplazar el telégrafo, poco después de que este demostrase ser un método de comunicación totalmente inviable.
Lord Akeldama sacudió lentamente su hermosa cabellera rubia con aire triste.
—No os imagináis la decepción que experimenté al leer el informe de ese fallo. Tenía tantas esperanzas puestas en el telégrafo… —Desde entonces se había producido un vacío irremplazable en las comunicaciones a larga distancia, que la comunidad científica había tratado de solucionar trabajando con ahínco en la invención de un aparato compatible con los gases eteromagnéticos, altamente magnéticos.
—El eterógrafo es un aparato de comunicación sin cables, así que no sufre los efectos de las corrientes electromagnéticas, como sucedía con el telégrafo —explicó lord Akeldama.
Lady Maccon entornó los ojos.
—He leído acerca de esta nueva tecnología, aunque no esperaba verla tan pronto. —De hecho, Alexia llevaba más de dos semanas intentando conseguir una invitación para ver el eterógrafo de la reina sin éxito. Había cierta delicadeza en su diseño que no permitía interrumpir su funcionamiento. También había intentado, igualmente sin éxito, visitar el eterógrafo del ORA. Sabía que había uno en las oficinas de Londres porque había visto rollos de metal usados por todas partes, pero su esposo se había mostrado intratable al respecto. «Esposa», le había dicho él finalmente con abyecta frustración «no puedo interrumpir el trabajo de la oficina solo para satisfacer tu curiosidad». Desgraciadamente para Alexia, puesto que ambos pertenecían al Gobierno, ambos eterógrafos habían estado en constante funcionamiento.
Lord Akeldama cogió un rollo de metal grabado, lo alisó y luego lo introdujo en un marco especial.
—Se pone el mensaje que se quiere transmitir, así, y luego se activa el convector etérico.
Madame Lefoux, mirando hacia todas partes con ávido interés, interrumpió las explicaciones del vampiro.
—Claro que antes habría que introducir una válvula cristalina de salida, justo aquí. —Señaló el panel de control y algo la sorprendió—. ¿Dónde está el soporte resonador?
—¡Ajá! —exclamó el vampiro, aparentemente emocionado por la capacidad observadora de la sombrerera—. Este es el diseño más reciente y el mejor de todos, mi pequeño calabacín. ¡No funciona por protocolo de compatibilidad cristalina!
Madame Lefoux miró a lady Maccon.
—Pequeño calabacín —repitió en voz baja, medio ofendida, medio divertida.
Alexia se encogió de hombros.
—Normalmente —continuó lord Akeldama, malinterpretando el gesto de Alexia—, el componente transmisor del eterógrafo requiere la instalación de una válvula específica, dependiendo del destino del mensaje que se quiera enviar. En consecuencia, la cámara de recepción del otro lado debe tener instalada una válvula de la misma naturaleza. Solo se puede transferir un mensaje del punto A al punto B si ambos componentes se encuentran en su lugar. El problema es que, como es evidente, las dos partes interesadas en establecer comunicación deben acordar de antemano una hora concreta, además de tener en su poder la válvula adecuada. La reina tiene una auténtica biblioteca de válvulas conectadas a distintos eterógrafos repartidos por todo el imperio.
Madame Lefoux frunció el ceño.
—¿Y su transmisor no posee ninguna? No parece muy útil, lord Akeldama, transmitir un mensaje al éter si no hay nadie que pueda recibirlo.
—¡Ajá! —El vampiro recorrió la estancia sin dejar de brincar en sus ridículos zapatos, claramente encantado consigo mismo—. ¡Mi transpondedor etérico no necesita! Hice que me lo instalaran con lo último en transmisores de frecuencia para que pudiera sintonizar las coordenadas eteromagnéticas que deseara. Solo necesito conocer la orientación de la válvula cristalina en el extremo receptor. Y para recibir, únicamente he de saber la hora exacta, un buen escaneo y alguien que tenga mis códigos. A veces incluso consigo interceptar mensajes destinados a otros eterógrafos. —Frunció el ceño un instante—. La historia de mi vida, si me paro a pensar en ello.
—Santo Dios. —Madame Lefoux estaba claramente impresionada—. Ni siquiera sabía de la existencia de semejante tecnología. Sabía que se estaba trabajando en ello, por supuesto, pero no que se había conseguido construir. Impresionante. ¿Podríamos ver cómo funciona?
El vampiro sacudió la cabeza.
—En este momento no tengo ningún mensaje pendiente de enviar y tampoco espero ninguno.
Madame Lefoux parecía decepcionada.
—¿Qué pasa exactamente? —preguntó lady Maccon, que seguía observando detenidamente el equipo.
Lord Akeldama parecía deseoso por dar explicaciones.
—¿Os habíais dado cuenta de que el papel metálico tiene una retícula apenas visible grabada?
Alexia concentró toda su atención en el rollo de metal que lord Akeldama acababa de entregarle. Ciertamente, la superficie estaba dividida en una retícula estándar.
—¿Una letra por cuadrado? —sugirió.
Lord Akeldama asintió y retomó las explicaciones.
—Se expone el metal a una solución química que hace que las letras se graben en la superficie. Es entonces cuando dos agujas recorren cada uno de los cuadrados, una por encima y la otra por debajo, y emiten una chispa cada vez que entran en contacto. Eso provoca una onda de éter procedente de la eterosfera superior que, si no hay interferencias solares, emite a todo el mundo. —Los gestos del vampiro eran más y más salvajes por momentos, y en la última frase describió una pequeña pirueta.
—Increíble. —Lady Maccon estaba impresionada, tanto por la tecnología como por la efusividad de su amigo.
Lord Akeldama se detuvo un instante, recuperó su ecuanimidad y acto seguido prosiguió con sus explicaciones.
—Solo una cámara receptora sintonizada con la frecuencia apropiada puede recibir el mensaje. Venid conmigo.
Las guio hasta la sala de recepción del eterógrafo.
—Los receptores montados en el tejado justo encima de nosotros son los que se ocupan de recoger la señal. Se necesita un operador con ciertas habilidades para eliminar el sonido ambiente y amplificar la señal. El mensaje aparece aquí —prosiguió, moviendo las manos como si fueran aletas, y señalando dos piezas de cristal separadas por unas partículas negras y un imán montado en un pequeño brazo hidráulico que colgaba justo encima—, letra a letra.
—¿De modo que debe haber alguien presente para leer y tomar nota de cada letra?
—Y deben hacerlo en el más absoluto silencio —añadió madame Lefoux, examinando la delicadeza de las monturas.
—Y han de estar preparados al instante, puesto que el mensaje se destruye a medida que se genera —apuntilló lord Akeldama.
—Ahora comprendo por qué la sala está en la buhardilla e insonorizada. Es evidente que se trata de un equipo de lo más delicado. —Lady Maccon se preguntó si sería capaz de manipular un aparato como aquel—. Ha realizado usted una compra impresionante.
Lord Akeldama sonrió.
Alexia, por su parte, lo miró con astucia en los ojos.
—¿Y cuál es exactamente su protocolo de compatibilidad, lord Akeldama?
El vampiro fingió ofenderse y fijó la mirada en el techo de la caja.
—De veras, Alexia, qué cosas se te ocurre preguntar en tu primera vez.
Lady Maccon se limitó a sonreír.
Lord Akeldama se acercó a ella y le entregó un pequeño trozo de papel en el que había escritos una serie de números.
—He reservado la franja de las once especialmente para ti, y empezaremos a monitorizar todas las frecuencias a esta misma hora dentro de una semana. —Desapareció de la estancia y regresó, pasados unos minutos, con una válvula cristalina tallada en múltiples facetas—. Y aquí tienes, ajustada a mi frecuencia, por si acaso el aparato que utilices es más anticuado que el mío.
Alexia guardó el trozo de papel y la válvula cristalina en uno de los bolsillos ocultos de su nueva sombrilla.
—¿Alguna otra residencia privada posee una de estas? —preguntó.
—Difícil de saber —respondió lord Akeldama—. El receptor ha de estar montado sobre el tejado, de modo que alguien podría alquilar un dirigible para el reconocimiento aéreo y surcar el cielo en busca de ellos, aunque no me parece un planteamiento eficiente. Son muy costosos, y existen pocos individuos capaces de asumir semejante gasto. La Corona, por supuesto, tiene dos, pero ¿quién más? Solo tengo la lista oficial de protocolos de compatibilidad, que supone algo menos de cien eterógrafos esparcidos por todo el imperio.
Alexia cayó de pronto en la cuenta de que el tiempo se le echaba encima, y si tenía intención de partir para Escocia, tenía muchas cosas que hacer en tan solo una noche. Por una parte, debía avisar a la reina de que la muhjah se ausentaría de las reuniones del Consejo en la sombra durante unas cuantas semanas.
Se excusó con lord Akeldama. Madame Lefoux hizo lo propio, de modo que ambas mujeres abandonaron la residencia al mismo tiempo. Guardaron silencio, a la espera de que una de ellas diera su brazo a torcer.
—¿Es cierta esa idea suya de volar a Escocia mañana? —preguntó la inventora mientras abotonaba sus hermosos guantes grises.
—Prefiero pensar que parto en busca de mi esposo.
—¿Viajará sola?
—Oh, me llevaré a Angelique conmigo.
Madame Lefoux se sorprendió al escuchar el nombre.
—¿Es francesa? ¿Quién es?
—Mi doncella, heredada de la colmena de Westminster. Se le da muy bien el manejo de las tenacillas.
—Estoy segura de ello, si ha estado al servicio de la condesa Nadasdy —respondió la inventora con una indiferencia un tanto estudiada.
A Alexia le pareció que las palabras de la sombrerera escondían un doble sentido. Sin embargo, madame Lefoux no le dio la oportunidad de hacer más preguntas. Se despidió de ella con una inclinación de cabeza, se subió al carruaje que la esperaba en la calle y se alejó sin que Alexia pudiera decir más que un educado «buenas noches».
El profesor Randolph Lyall estaba impaciente, aunque, viéndole, nadie lo hubiese dicho. En parte, claro está, porque en aquel preciso instante tenía el aspecto de un perro peludo y un tanto desgarbado, escondido entre los cubos de un callejón cercano a la residencia de lord Akeldama.
¿Cuánto tiempo, se preguntó, es necesario para tomar el té con un vampiro? Al parecer, bastante, si dicha reunión incluía a lord Akeldama y a lady Maccon. Entre los dos eran capaces de hablar hasta perder el aliento. Una vez había coincidido con ellos durante una de esas sesiones y desde entonces evitaba la experiencia con todo su empeño. Sorprendentemente, madame Lefoux se había unido a la fiesta, aunque probablemente no añadía mucho a la conversación. Era extraño verla lejos de su tienda y atendiendo a una reunión social. El profesor Lyall tomó nota: su alfa debía saberlo. No es que tuviera órdenes de vigilar a la inventora, pero madame Lefoux era, al fin y al cabo, una persona peligrosa a la que conocer.
Se dio la vuelta, con la nariz en dirección al viento. Había un nuevo olor en el aire.
Fue entonces cuando vio a los vampiros, dos para ser exactos, camuflados entre las sombras a una distancia prudencial de la residencia de lord Akeldama. Si se acercaran más, este detectaría su presencia, al no formar parte de su línea de descendencia y encontrarse en su territorio. ¿Qué hacían allí? ¿Qué se traían entre manos?
Lyall metió la cola entre sus patas traseras y describió un amplio círculo a su alrededor, para acercarse a ellos con el viento a favor. Por supuesto, los vampiros no tenían un sentido del olfato tan desarrollado como los licántropos, pero su oído era mejor.
Se acercó lentamente a ellos, tratando de no hacer ni un solo ruido.
Ninguno de los vampiros era agente del ORA, de eso estaba seguro. A menos que Lyall se equivocara en sus predicciones, se trataba de vampiros de Westminster.
No parecía que hicieran nada más que observar.
—¡Maldición! —exclamó uno de ellos—. ¿Cuánto tiempo se necesita para tomar el té? Sobre todo si uno de ellos no bebe.
El profesor Lyall deseó haber llevado consigo su arma, aunque le habría resultado un tanto difícil cargar con ella en la boca.
—Recuerda, él quiere que seamos discretos; solo tenemos que observar. No quieras ir a por ellos con los licántropos tan cerca. Ya sabes…
Lyall, que no sabía nada, deseó saberlo con todas sus fuerzas, pero el vampiro, que al parecer no tenía su día más colaborador, no continuó con sus explicaciones.
—Está paranoico.
—No es asunto nuestro, pero creo que la señora opina como tú. Lo cual no significa que deje de…
De pronto el otro vampiro levantó una mano y cortó a su compañero.
Lady Maccon y madame Lefoux emergieron de la residencia de lord Akeldama y se despidieron en las escaleras. Madame Lefoux se montó en un carruaje y lady Maccon se quedó a solas, con la mirada perdida en los escalones.
Los dos vampiros se dirigieron a ella. Lyall no sabía cuáles eran sus intenciones, pero supuso que no eran buenas. No valía la pena arriesgarse a sufrir la ira de su alfa solo para descubrirlo. Veloz como un rayo, se deslizó entre las piernas de uno de los vampiros, haciéndole caer al suelo, luego se abalanzó sobre el otro y cerró los dientes alrededor de su tobillo. El primero de los dos reaccionó rápidamente y saltó hacia un lado a tal velocidad que parecía imposible poder seguirle, no al menos con una vista normal. Lyall, sin embargo, de normal tenía más bien poco.
Dio un salto y golpeó el costado del vampiro con su cuerpo lupino, haciéndole caer. Su compañero se lanzó sobre él y le sujetó por la cola.
Todo el altercado tuvo lugar en el más absoluto silencio. El único sonido perceptible era el estallido seco de las fauces del licántropo al cerrarse.
Lady Maccon tuvo tiempo suficiente, a pesar de no saber siquiera que lo necesitaba, para subirse al carruaje de Woolsey y partir calle abajo.
Los dos vampiros se detuvieron en cuanto el vehículo desapareció de sus vistas.
—Vaya, parece que estamos en un aprieto —dijo uno.
—Licántropos —dijo el otro con desprecio, y escupió a Lyall, que no dejaba de pasear arriba y abajo entre ellos, con el vello erizado, frustrando cualquier oportunidad de huida. Lyall se detuvo a olisquear los restos de tan desagradable desaire: eau de la colmena de Westminster.
—De verdad —le dijo el primer vampiro a Lyall—, no teníamos intención de dañar ni un solo cabello de su cabecita italiana. Solo teníamos una pequeña prueba en mente. Nadie se habría dado cuenta.
Su compañero le dio un codazo en las costillas, con fuerza.
—Cierra la boca. Es el profesor Lyall, beta de lord Maccon. Cuanto menos sepa, mejor.
Y con estas palabras, se quitaron el sombrero a modo de despedida y, dándose la vuelta, partieron tranquilamente en dirección a la calle Bond.
El profesor Lyall los habría seguido con gusto, pero en su lugar se decantó por tomar medidas de precaución: arrancó a correr a un ritmo animado para asegurarse de que Alexia llegaba a casa sana y salva.
Lady Maccon sorprendió al profesor Lyall justo a la llegada de este, justo antes del amanecer. Parecía agotado, con el rostro, ya de por sí delgado, macilento y demacrado.
—Ah, lady Maccon, ¿me ha esperado despierta? Qué amable por su parte.
Alexia trató de detectar el sarcasmo de sus palabras, pero si lo había, estaba perfectamente camuflado. Sin duda, se le daba bien. Alexia se preguntaba a menudo si el profesor Lyall había sido actor antes de su transformación y de algún modo se las había ingeniado para conservar tanta creatividad a pesar de sacrificar gran parte de su alma a cambio de la inmortalidad. Era un experto en hacer, y ser, lo que se esperaba de él.
El profesor confirmó sus sospechas. Fuera lo que fuese lo que estaba provocando la anomalía a gran escala en las capacidades de la comunidad sobrenatural, se dirigía hacia el norte. El ORA había determinado que la hora en la que Londres había recuperado la normalidad coincidía con la salida de la manada de Kingair en dirección a Escocia. A Lyall no le sorprendió que lady Maccon hubiese llegado a la misma conclusión por su cuenta.
Sí se opuso, sin embargo, a que su señora partiese de inmediato para seguir los pasos de la plaga.
—Y bien, ¿quién debería ir, según usted? Yo al menos no resultaré afectada por esa extraña aflicción.
El profesor Lyall la miró fijamente.
—Nadie debería ir tras ella. El conde es perfectamente capaz de manejar la situación, incluso sin saber que ya tiene dos problemas de los que ocuparse. Al parecer todavía no se ha dado cuenta de que hemos sobrevivido siglo tras siglo sin resultar heridos, mucho antes de que usted apareciese en nuestras vidas.
—Sí, pero mire el desastre que tenían montado antes de mi llegada. —Cuando lady Maccon tomaba una decisión, no estaba dispuesta a que nadie la disuadiera de sus intenciones—. Alguien debe comunicarle a Conall que Kingair tiene la culpa de lo que está sucediendo.
—Si ninguno de ellos es capaz de transformarse, se dará cuenta por sí mismo en cuanto llegue. Al señor no le gustará saber que le ha seguido.
—El señor puede irse a tomar… —Se detuvo un instante, pensó mejor lo que estaba a punto de decir y añadió—: No tiene por qué gustarle. Y a usted tampoco. La cuestión es que esta misma mañana Floote me conseguirá un billete para el dirigible de la tarde a Glasgow. Su señoría puede tomarla conmigo si quiere en cuanto llegue.
El profesor Lyall no tenía la menor duda de que su pobre alfa haría precisamente eso, pero se negaba a dar el brazo a torcer tan fácilmente.
—Debería llevarse a Tunstell con usted, como mínimo. Desde que mi señor se fue, el chico está deseando visitar el norte, y además podría echarle un ojo.
Lady Maccon se estaba poniendo de mal humor por momentos.
—No le necesito. ¿Ha visto mi nueva sombrilla?
Lyall había visto la orden de compra y le había impresionado, pero no era tan estúpido.
—Una mujer, incluso una mujer casada, no puede volar sin la compañía adecuada. No funciona así, y usted y yo lo sabemos.
Lady Maccon frunció el ceño. Lyall tenía razón, como siempre. Suspiró y se dijo que al menos no le resultaría difícil manejar a Tunstell a su antojo.
—Oh, de acuerdo, si insiste —concedió finalmente a su pesar.
El intrépido beta, más longevo que la mayoría de los lobos que habitaban en Londres y sus alrededores —incluidos lord Maccon y el deán—, hizo lo único que podía hacer en tales circunstancias: tiró del pañuelo que llevaba para mostrar el cuello, inclinó levemente la cabeza a modo de despedida y se fue directo a la cama sin mediar ni una sola palabra, dejando el terreno libre a lady Maccon.
Alexia ordenó a Floote que despertara al pobre Tunstell y le comunicara la inesperada noticia de su inminente viaje a Escocia. El guardián, que acababa de acomodarse en su lecho, puesto que había pasado gran parte de la noche mirando sombreros de mujer, se preguntó si su señora había perdido la cabeza.
Con la salida del sol, y tras pocas horas de sueño, lady Maccon se dispuso a hacer las maletas o, mejor dicho, comenzó a discutir con Angelique sobre qué debían incluir en el equipaje, hasta que fue interrumpida por la única persona en el planeta capaz de superarla en una escaramuza verbal.
Floote apareció con el mensaje.
—Por todos los santos, ¿qué está haciendo ella aquí? ¡Y tan temprano! —Alexia dejó la tarjeta de visita sobre su pequeña bandeja de plata, comprobó su aspecto ante el espejo —apenas pasable para recibir visitas—, y se preguntó si tal vez debería tomarse el tiempo necesario para cambiarse. ¿Qué era mejor, arriesgarse a hacer esperar a una visita o enfrentarse a las posibles críticas por no llevar la indumentaria adecuada para una dama de su rango? Finalmente se decantó por lo segundo, decidida a deshacerse de su visitante tan pronto como le fuera posible.
La mujer que la estaba esperando en el salón principal era rubia y diminuta, de complexión rosácea más gracias al artificio que a la naturaleza e iba enfundada en un vestido de rayas blancas y rosas que jamás podría sentarle bien a una mujer de su edad.
—Mamá —dijo lady Maccon, presentando la mejilla para recibir el beso desganado de su madre.
—Oh, Alexia —exclamó la señora Loontwill, como si no hubiera visto a su hija en años—, me encuentro asolada por la más terrible miseria; hay tantas cosas por hacer… Necesito tu asistencia de inmediato.
Lady Maccon estaba aturdida —un estado que no solía padecer muy a menudo—. Primero, su madre no había insultado su apariencia. Segundo, su madre, al parecer, necesitaba su ayuda con algún asunto. Su ayuda, ni más ni menos.
—Mamá, siéntate. Te veo descompuesta. Permíteme que pida té. —Señaló una silla, y la señora Loontwill se dejó caer en ella, agradecida—. Rumpet —le dijo Alexia al mayordomo—, té, por favor. ¿O prefieres una copita de jerez, mamá?
—Oh, tampoco estoy tan alterada.
—Té, Rumpet.
—En cualquier caso, la situación es nefasta. Tengo unas pulpitaciones en el pecho que ni te lo imaginas.
—Palpitaciones —la corrigió su hija en voz baja.
La señora Loontwill se relajó en la silla para, acto seguido, erguirse y mirar con nerviosismo a su alrededor.
—Alexia, los asociados de tu marido no están presentes, ¿verdad?
Aquella era la curiosa manera con la que su madre se refería a la manada.
—Mamá, es de día. Están todos en el castillo, pero en sus camas. Yo misma he pasado casi toda la noche en vela. —Dijo esto último a modo de indirecta, pero su madre estaba por encima de cualquier clase de sutileza.
—En fin, te has casado con lo sobrenatural. Y no es que me queje de tu captura, querida, nada más lejos de mis intenciones. —La señora Loontwill hinchó el pecho como una codorniz de rayas rosas—. Mi hija, lady Maccon.
Para Alexia, que la única cosa que había hecho bien en toda su vida a ojos de su madre fuera casarse con un licántropo suponía una fuente constante de sorpresas.
—Mamá, tengo un montón de cosas que hacer esta mañana. Y, según tú misma has dicho, esta visita responde a un asunto urgente. ¿Qué ha sucedido?
—Verás, se trata de tus hermanas.
—¿Finalmente has comprendido lo simples que pueden llegar a ser?
—¡Alexia!
—¿Qué les pasa, mamá? —Lady Maccon desconfiaba de las palabras de su madre. No es que no quisiera a sus hermanas; simplemente no le gustaban demasiado. De hecho, solo eran medio hermanas: ellas señoritas Loontwill, mientras que Alexia, antes de casarse, había sido señorita Tarabotti. Ambas eran tan rubias, tan estúpidas y tan poco preternaturales como su madre.
—Mantienen la más terrible de las disputas.
—¿Evylin y Felicity peleándose? Menuda sorpresa —respondió Alexia con sarcasmo, a pesar de que la señora Loontwill fuera incapaz de detectarlo.
—¡Lo sé! Pero estoy diciendo la verdad. Comprenderás entonces mi desasosiego. Verás, Evylin se ha comprometido, no a tu mismo nivel, claro está —no podemos esperar que un rayo caiga dos veces en el mismo sitio—, pero el caballero no es un mal partido. Tampoco es sobrenatural, gracias al cielo; un hijo político anormal es más que suficiente para una sola familia. Sea como fuere, Felicity no puede soportar el hecho de que su hermana menor se case antes que ella. Está siendo de lo más cruel con todo este asunto. El caso es que Evylin sugirió, y yo estuve de acuerdo, que tal vez necesite salir de Londres para airearse; y luego yo sugerí, y el señor Loontwill estuvo de acuerdo, que un viaje al campo sería perfecto para subirle el ánimo. De modo que la he traído aquí, contigo.
Lady Maccon no acababa de comprender las palabras de su madre.
—¿Has traído a Evylin?
—No, querida, no. ¡Haz el favor de prestar atención! He traído a Felicity. —La señora Loontwill extrajo un abanico y empezó a agitarlo violentamente.
—¿Adónde, aquí?
—Ahora te estás haciendo la tonta a propósito —la acusó su madre, golpeándola con el abanico.
—¿De veras? —¿Dónde se había metido Rumpet con el té? Lady Maccon necesitaba una taza con urgencia. Su madre provocaba ese efecto a menudo.
—La he traído para que se quede contigo, claro está.
—¡Qué! ¿Cuánto tiempo?
—El que sea necesario.
—Pero ¿qué?
—Estoy segura de que no te vendrá mal la compañía de tu familia —insistió su madre. Se tomó unos segundos para mirar a su alrededor y registrar hasta el último detalle de la estancia, caótica pero agradable, llena de libros y numerosos asientos de piel—. Y a este lugar tampoco le vendrá mal una influencia femenina más. No hay ni un solo tapete.
—Espera…
—Ha preparado el equipaje para dos semanas, pero, como comprenderás, tengo una boda que preparar, por lo que tal vez tenga que quedarse más tiempo, en cuyo caso tendrás que llevarla de compras.
—Espera un momento… —Alexia apenas podía contener el tono de su voz.
—Tema zanjado, entonces.
Alexia permaneció en silencio, con la boca abierta como un pez.
La señora Loontwill se puso en pie, milagrosamente recuperada de sus palpitaciones.
—¿Te parece que vaya a buscarla al carruaje?
Lady Maccon siguió a su madre fuera de la estancia, hasta la entrada del castillo, donde Felicity esperaba rodeada por una cantidad prodigiosa de maletas.
Sin más que decir, la señora Loontwill besó a sus hijas en la mejilla, se montó de nuevo en su carruaje y partió rauda hacia su residencia, dejando tras de sí una nube de perfume de lavanda y rayas rosas.
Lady Maccon miró a su hermana de arriba abajo, incapaz de salir de su asombro. Felicity llevaba un abrigo largo de terciopelo a la última moda, blanco con el frontal rojo y lleno de cientos de minúsculos botones negros, y una falda larga e igualmente blanca, con lazos rojos y negros. Se había recogido el cabello, y el sombrero que lo cubría colgaba de la parte de atrás de su cabeza con la precariedad que Angelique tanto adoraba.
—Bien —dijo lady Maccon con brusquedad—, supongo que será mejor que entres.
Felicity miró el equipaje que tenía a su alrededor y avanzó delicadamente entre maletas y baúles hasta la entrada del castillo y su interior.
—Rumpet, ¿le importa? —lady Maccon, a solas con el equipaje, señaló la enorme pila con la barbilla.
Rumpet asintió.
Lady Maccon detuvo al mayordomo cuando pasaba a su lado.
—No se moleste en hacer que las deshagan, Rumpet. Todavía no. Veremos si podemos solucionarlo de otra manera.
El mayordomo asintió.
—Como usted diga, señora.
Felicity había encontrado el camino hasta el salón y se estaba sirviendo una taza de té. Sin preguntar. Cuando lady Maccon entró en la estancia, levantó la mirada del oscuro brebaje.
—He de decir que tienes la cara hinchada, hermana. ¿Has ganado peso desde la última vez que nos vimos? Sabes que me preocupo por tu salud.
Alexia se mordió la lengua para no responder que lo único que podía preocupar a Felicity eran los guantes de la próxima temporada. Se sentó frente a su hermana, cruzó los brazos sobre su generoso pecho y la miró fijamente.
—Acabemos con esto. ¿Por qué has permitido que te enviaran a mi casa?
Felicity inclinó la cabeza a un lado y tomó un sorbo de té.
—Bueno, al menos tu complexión parece haber mejorado. Incluso podrían confundirte con una auténtica mujer inglesa. Eso está bien. Jamás lo hubiera imaginado.
La tez pálida se había hecho popular en Inglaterra desde que los vampiros salieron a la luz y se apropiaron de muchos de los puestos más reputados. Pero Alexia había heredado el color de piel de su padre italiano y no tenía intención de luchar contra ello únicamente para parecerse a uno de los no muertos.
—Felicity —dijo cortante.
Felicity apartó la mirada y murmuró algo entre dientes.
—Si no hay más remedio… Digamos que me apetece ausentarme de Londres durante una corta temporada. Evylin se ha vuelto una creída. Ya sabes cómo se pone si tiene algo y sabe que los demás también lo quieren.
—La verdad, Felicity.
Felicity miró a su alrededor como si buscara una ayuda, una pista.
—Creía que el regimiento estaba aquí en Woolsey —dijo finalmente.
Ah, pensó Alexia, de modo que eso es lo que pasa.
—Eso creías, ¿eh?
—Bueno, sí. ¿Están aquí?
Lady Maccon entornó los ojos.
—Han acampado detrás del castillo.
Felicity se puso en pie inmediatamente, se alisó la falda y se atusó los rizos.
—Oh, no, ni se te ocurra. Vuelve a sentarte ahora mismo, señorita. —Alexia disfrutaba tratando a su hermana como si fuera una niña—. No tiene sentido; no te puedes quedar aquí conmigo.
—¿Y por qué no?
—Porque no me voy a quedar aquí. Tengo asuntos que tratar en Escocia y parto hacia allí esta misma tarde. No puedo dejarte en Woolsey a solas y sin una carabina, sobre todo con un regimiento acampado en los jardines. Imagina qué diría la gente.
—Pero ¿por qué Escocia? Odiaría tener que ir a Escocia. Es un lugar propio de bárbaros. ¡Si es prácticamente Irlanda! —Felicity estaba claramente molesta por el cambio de planes.
A Alexia se le ocurrió una razón que convencería a Felicity definitivamente.
—Mi esposo está en Escocia ocupándose de unos asuntos de la manada. Me reuniré allí con él.
—¡Paparruchas! —exclamó Felicity, dejándose caer en su asiento con un sonoro plof—. Qué incordio. ¿Por qué siempre tienes que ser tan inoportuna, Alexia? ¿No puedes pensar en mí y en mis necesidades por una vez en tu vida?
Lady Maccon interrumpió lo que parecía ser una larga diatriba.
—Estoy convencida de que tu sufrimiento no se puede describir con palabras. ¿Quieres que llame al carruaje de la casa para que, como mínimo, puedas regresar a Londres con estilo?
Felicity parecía triste.
—No puedo permitirlo, Alexia. Mamá querrá tu cabeza en bandeja si me envías de vuelta. Ya sabes lo imposible que se pone con estas cosas.
Y lady Maccon lo sabía, pero ¿qué podía hacer al respecto?
Felicity se mordió el labio inferior.
—Supongo que no me queda más remedio que acompañarte a Escocia. Será un completo aburrimiento, seguro, y ya sabes cómo odio viajar, pero lo soportaré con paciencia. —Felicity parecía extrañamente animada ante la posibilidad de emprender un viaje junto a su hermana.
Lady Maccon palideció.
—Oh, no, de ninguna manera. —Una semana o más en compañía de su hermana y perdería por completo la cabeza.
—Creo que la idea tiene su gracia —continuó Felicity con una sonrisa—. Podría instruirte en el arte de la apariencia. —Repasó a Alexia de la cabeza a los pies—. Es evidente que te hacen falta los consejos de un experto. Si yo fuera lady Maccon, no escogería un atuendo tan sobrio.
Lady Maccon se pasó la mano por la cara. Sería una buena coartada llevarse a su hermana desquiciada de Londres para unas más que necesarias vacaciones. Felicity era lo suficientemente egocéntrica para no darse cuenta de ninguna de las actividades de Alexia como muhjah de Su Majestad la reina. Además, así Angelique tendría alguien más con quien discutir, para variar.
Estaba decidido.
—Muy bien. Espero que estés preparada para viajar por aire. Esta misma tarde tomamos un dirigible destino Escocia.
Felicity parecía extrañamente insegura de sí misma.
—Bueno, si no hay más remedio, pero estoy segura de no haber traído el sombrero correcto para viajar por aire.
—¡Holaaa! —llamó una voz desde el pasillo, al otro lado de las puestas abiertas del salón—. ¿Hay alguien en casa?
—¿Ahora qué? —se preguntó lady Maccon, deseando fervientemente no llegar tarde al vuelo. No quería retrasar el viaje, sobre todo ahora que debía mantener separados al regimiento y a Felicity.
Una cabeza apareció por el quicio de la puerta. Dicha cabeza lucía un sombrero compuesto enteramente de plumas rojas, todas tiesas, y unas cuantas blancas, más pequeñas, todo con la apariencia de un plumero un tanto excitado, con un caso severo de varicela.
—Ivy —saludó Alexia a su querida amiga, preguntándose si tal vez era la líder secreta de la Estúpida Sociedad por la Liberación de los Sombreros.
—¡Oh, Alexia! Me he permitido entrar sin ser anunciada. No sé dónde se ha metido Rumpet, pero he visto la puerta del salón abierta y he supuesto que estabas levantada, y pensé que debería decirte que… —De pronto, se dio cuenta de que Alexia no estaba a solas y permaneció en silencio.
—Vaya, señorita Hisselpenny —exclamó Felicity visiblemente encantada—, ¿qué hace usted aquí?
—¡Señorita Loontwill! ¿Cómo está? —Ivy miró a la hermana de Alexia con una expresión de sorpresa en la mirada—. Lo mismo podría preguntarle yo.
—Alexia y yo nos vamos de viaje a Escocia esta misma tarde.
La pluma tembló confusa.
—¿De veras?
Ivy pareció ofenderse al saber que Alexia no la había informado de dicho viaje. Y que además había escogido a Felicity como compañía, cuando sabía cuánto odiaba a su hermana.
—En dirigible.
La señorita Hisselpenny asintió.
—Muy buena elección. El tren es un medio de transporte tan indigno, con todas esas carreras de un lado para otro. Volar posee una gravedad superior.
—Ha sido una decisión de última hora —intervino lady Maccon—, tanto el viaje como la compañía de Felicity. Al parecer se han producido ciertas tensiones domésticas en el hogar de los Loontwill. Lo cierto es que Felicity está celosa de que Evy contraiga matrimonio. —Lady Maccon no estaba dispuesta a permitir que su hermana tomara las riendas de la conversación a costa de los sentimientos de su querida amiga. Una cosa era sufrir las burlas de Felicity en sus propias carnes y otra bien distinta verlas dirigidas contra una indefensa señorita Hisselpenny.
—Un sombrero adorable —le dijo Felicity a Ivy con tono burlón.
Lady Maccon ignoró a su hermana.
—Lo siento, Ivy. Te hubiera invitado, sabes que es así, pero mi madre insistió y ya sabes lo imposible que puede llegar a ser.
La señorita Hisselpenny asintió, un tanto alicaída. Entró en la estancia y se sentó. Llevaba un vestido un tanto discreto para Ivy: un sencillo diseño de paseo a topos rojos, rematado con una sola línea de volantes rojos y menos de seis lazos —aunque los volantes eran muy voluminosos, y los lazos, muy grandes.
—De todas formas, he oído que volar es terriblemente peligroso —añadió Felicity—. Y dos mujeres viajando solas. ¿No crees que deberías pedir a algunos miembros del regimiento que os acompañaran?
—No, ¡de ninguna manera! —respondió lady Maccon—. Pero imagino que el profesor Lyall insistirá en que Tunstell nos escolte.
—¿Ese horrible actor pelirrojo? —dijo Felicity con un mohín—. Siempre haciéndose el gracioso… ¿De veras ha de venir? ¿No podría venir en su lugar un buen soldado?
La señorita Hisselpenny enfureció al escuchar cómo se deshonraba a su querido Tunstell.
—Señorita Loontwill, es usted un tanto vehemente con sus opiniones sobre jóvenes de los que apenas sabe nada. Le agradecería que no hiciera correr impropicios y rumores tan a la ligera.
—Al menos yo poseo el intelecto necesario para tener una opinión propia —respondió Felicity.
Dioses, pensó Alexia, demasiado tarde, sin dejar de preguntarse qué era un «impropicio».
—Oh —exclamó la señorita Hisselpenny—, por supuesto que tengo una opinión acerca del señor Tunstell. Es un caballero valiente y amable en todas las formas posibles.
Felicity observó detenidamente a Ivy.
—Vaya, vaya, señorita Hisselpenny, y yo qué diría que es usted quien tiene una relación demasiado familiar con el caballero en cuestión.
Ivy se puso tan colorada como su sombrero.
Alexia se aclaró la garganta. Ivy no debería haber revelado sus sentimientos a alguien como Felicity, aunque esta se estuviera comportando como una auténtica harpía. Si aquello era muestra de su comportamiento más reciente, no era de extrañar que la señora Loontwill la quisiera lejos de su casa.
—Ya basta, las dos.
La señorita Hisselpenny miró a su amiga con gesto suplicante.
—Alexia, ¿estás segura de que no existe la posibilidad de que yo también te acompañe? Nunca he viajado en dirigible, y me encantaría conocer Escocia.
Lo cierto era que Ivy tenía pánico a volar y nunca antes había mostrado interés alguno por la geografía más allá de Londres. Incluso dentro de esta, su preocupación geográfica se concentraba básicamente en la calle Bond y en Oxford Circus, por razones pecuniarias evidentes. Alexia Maccon no era tan inocente como para no darse cuenta de que el interés de su amiga procedía de la presencia de Tunstell.
—Solo si estás segura de que tu madre y tu prometido pueden pasar unos días sin ti —dijo lady Maccon, enfatizando al segundo con la esperanza de recordarle su compromiso y así hacerle entrar en razón.
Los ojos de la señorita Hisselpenny brillaron.
—¡Oh, gracias, Alexia!
Y se acabaron los razonamientos. Por la expresión de su cara, Felicity bien podría haberse tragado una anguila viva.
Lady Maccon suspiró. Si tenía que llevarse a Felicity consigo, hacer lo propio con la señorita Hisselpenny tampoco suponía una gran diferencia.
—Por todos los santos —exclamó—, ¿es que de pronto soy la encargada de organizar la Convención Internacional de Señoritas en Dirigible?
Felicity le dedicó una mirada inescrutable e Ivy sonrió satisfecha.
—Debería regresar a la ciudad para obtener el permiso de mamá y preparar el equipaje. ¿A qué hora salimos?
Lady Maccon le dijo la hora y Ivy salió corriendo por la puerta principal, sin ni siquiera haber informado a su amiga del verdadero motivo de su visita.
—Me muero por ver qué sombrero escoge esa mujer para volar —dijo Felicity.