El uso adecuado de una sombrilla
Un ruido ensordecedor hizo temblar la estructura del edificio. Todos los sombreros que colgaban del techo se balancearon violentamente en los extremos de sus largas cadenas doradas. Ivy emitió un grito capaz de helar la sangre de cualquiera. Alguien más gritó, aunque con más sobriedad que la pobre señorita Hisselpenny. Las luces se apagaron y la tienda se sumió en la más absoluta oscuridad.
Lady Maccon necesitó unos instantes para darse cuenta de que el objetivo de la explosión no había sido acabar con su vida, algo que, teniendo en cuenta las experiencias vividas en el último año, era toda una novedad. Pero al mismo tiempo se preguntó si el objetivo había sido matar a otra persona.
—¿Ivy? —preguntó Alexia, sumida en la más completa oscuridad.
Silencio.
—¿Madame Lefoux?
Más silencio.
Alexia se agachó tanto como le permitió el corsé y tanteó el suelo a su alrededor, deseando que sus ojos se aclimatasen a la oscuridad lo antes posible. De pronto creyó tocar algo de tafetán: los volantes adheridos a la figura postrada de Ivy.
Alexia sintió que el corazón le daba un vuelco.
Palpó el cuerpo de su amiga en busca de heridas, pero la señorita Hisselpenny parecía estar intacta. Leves bocanadas de aire acariciaron el dorso de la mano de lady Maccon cuando esta la pasó por debajo de la nariz de Ivy, y podía sentir su pulso —profundo pero sólido—. Aparentemente, la señorita Hisselpenny solo se había desmayado.
—¡Ivy! —susurró Alexia.
Nada.
—¡Ivy, por favor!
La señorita Hisselpenny se movió levemente y murmuró «¿Sí, señor Tunstell?», con apenas un hilo de voz.
Dioses, pensó Alexia. Qué pareja tan desafortunada, y encima Ivy ya estaba prometida a otro hombre. Lady Maccon no tenía ni la menor idea de que las cosas hubiesen progresado tanto entre la pareja como para provocar murmullos en los momentos de malestar como aquel. De pronto sintió pena por su amiga. Mejor dejar que disfrutara en sueños mientras pudiera.
De modo que lady Maccon dejó a su amiga tal y como la había encontrado y prefirió postergar el socorrido uso de las sales aromáticas.
Madame Lefoux, por su parte, había desaparecido, engullida por la oscuridad, quizás en busca del origen de la explosión. O tal vez precisamente por ser el origen de ella.
Alexia podía imaginar por dónde había desaparecido la sombrerera. Ahora que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, siguió una de las paredes hasta el fondo de la tienda, donde había visto los arañazos en el suelo.
Buscó por todo el papel pintado en busca de un interruptor o un botón de cualquier clase, hasta que dio con una palanca escondida bajo una caja de exposición de guantes. Tiró de ella con fuerza hasta que en la pared se abrió una puerta, y a punto estuvo de golpearle en la cara.
Lady Maccon descubrió que no se trataba de una estancia o un pasillo, sino que era un espacio vacío atravesado en su centro por un montón de cables y flanqueado por sendos carriles de metal. Introdujo la cabeza en el hueco y miró hacia arriba, sujetándose en el marco de la puerta. La parte superior estaba ocupada por una especie de torno accionado por un motor a vapor. Encontró una cuerda a un lado de la puerta que, al tirar de ella, ponía en funcionamiento el torno. Entre explosiones de vapor y algún que otro crujido, apareció una especie de caja que subía lentamente desde las profundidades del edificio. Alexia estaba familiarizada con el concepto: una cámara de ascensión. Había visto un modelo parecido a aquel, aunque algo menos sofisticado, en el Club Hypocras. Sabía que el viaje no le sentaría bien a su estómago, pero aun así se metió en la caja, cerró la reja tras ella y accionó una palanca en un lado de la cámara para que el invento descendiera.
La caja chocó contra el suelo antes de detenerse, y Alexia salió despedida contra una de las paredes laterales. Con la sombrilla sujeta en alto delante de ella como si fuese un bate de criquet, abrió la reja de seguridad y avanzó por un pasillo subterráneo débilmente iluminado.
El mecanismo de iluminación no se parecía a nada que Alexia hubiera visto. Debía de tratarse de alguna clase de gas, aunque con el aspecto de una neblina anaranjada dentro de un sistema de tubos de cristal que recorrían el techo. Dicha neblina flotaba de un lado para otro, creando un efecto desigual y mortecino. Luz con forma de nube, pensó Alexia.
Al final del pasadizo se abría una puerta por la que se derramaba una luz naranja mucho más intensa, acompañada por tres voces. A medida que fue avanzando, Alexia se dio cuenta de que el pasadizo corría paralelo a la calle Regent, aunque varios metros por debajo. También se dio cuenta de que las voces discutían y lo hacían en francés.
Alexia había estudiado algunas lenguas modernas, de modo que pudo seguir la conversación sin dificultades.
—¿Qué demonios te pasa por la cabeza? —preguntó madame Lefoux con un hilo de voz a pesar de la irritación que sentía.
El pasillo se abría en una especie de laboratorio, a pesar de que este no tenía nada que ver con las instalaciones que Alexia había visto en el Club Hypocras o en la Royal Society. Se parecía más a una fábrica, con máquinas enormes y otros artefactos.
—Es que no conseguía hacer funcionar el hervidor de agua de ninguna de las maneras.
Alexia asomó la cabeza por la puerta de la sala. Era un lugar enorme y sumido en el más absoluto de los caos. Había contenedores volcados por todas partes, cristales rotos y miles de pequeñas piezas repartidas entre la suciedad del suelo. Un manojo de cables descansaba junto al perchero del que parecía haber colgado. Todo estaba cubierto por una fina capa de hollín, incluso los tubos, las palancas y las piezas que no habían acabado en el suelo. Más allá de los límites de la explosión, las cosas no estaban mucho más ordenadas. Un par de optifocales descansaba sobre una pila de manuales de investigación. Las paredes estaban cubiertas de grandes diagramas dibujados a lápiz sobre papel amarillo. Era evidente que la explosión había alterado el ritmo de trabajo del lugar, del mismo modo que era evidente que, antes del desafortunado accidente, el laboratorio no conocía el orden o la limpieza.
El ruido era ensordecedor, puesto que muchos de los mecanismos e inventos que no habían resultado afectados por la explosión seguían funcionando. Había vapor por todas partes, ruido de metal y de válvulas, una cacofonía de sonidos digna de las grandes factorías del norte que, a pesar de la espectacularidad, no resultaba desagradable, sino más bien una sinfonía a la ingeniería.
Madame Lefoux estaba en el centro de la estancia, tapada por una montaña de cajas, con las manos en la cintura de los pantalones y las piernas separadas, como un hombre, sin apartar la mirada de una especie de muchacho mugriento. El niño tenía la cara cubierta de grasa, las manos sucias y la gorra inclinada hacia un lado. Era evidente que se había metido en problemas, pero parecía más emocionado por el espectáculo pirotécnico que dispuesto a pedir disculpas.
—¿Qué has hecho, Quesnel?
—Solo he metido la punta de un trapo en un bote de éter y luego lo he tirado al fuego. El éter es inflamable, ¿verdad?
—Oh, por el amor de Dios, Quesnel, ¿es que nunca me escuchas? —intervino una tercera voz, la de un fantasma, mientras intentaba sentarse sobre uno de los barriles caídos. Era un espectro muy sólido, lo cual significaba que su cuerpo estaba cerca y bien conservado. La calle Regent estaba bastante al norte de la zona exorcizada, así que había escapado al incidente de la noche anterior intacto. A juzgar por su acento, el cuerpo de aquel fantasma había viajado a Inglaterra desde Francia, o quizás había muerto en Londres tras emigrar de su país. Era hermosa, a pesar de que la edad había empezado a hacer mella en ella, y se parecía extraordinariamente a madame Lefoux. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, visiblemente molesta.
—¡Éter! —exclamó madame Lefoux.
—Sí, bueno —respondió el muchacho.
—¡El éter es explosivo! —Tras lo cual se produjo una retahíla de palabrotas a cual más espantosa, que en la voz melosa de madame Lefoux incluso sonaban agradables.
—Ah —respondió el muchacho con una sonrisa socarrona en los labios—. Pero la explosión ha sido fantástica.
Alexia no pudo reprimirse; se cubrió la boca con la mano y dejó escapar una risita.
Los tres dieron un respingo y la miraron.
Lady Maccon se irguió, alisó las arrugas que se habían formado en la falda de su vestido de seda azul y se dispuso a entrar en la cavernosa estancia, balanceando la sombrilla adelante y atrás.
—Ah —exclamó madame Lefoux, retomando su impecable inglés—. Bienvenida a mi sala de máquinas, lady Maccon.
—Es usted una mujer de múltiples talentos, madame Lefoux, ¿inventora además de sombrerera?
Madame Lefoux inclinó levemente la cabeza.
—Como ve, ambas profesiones cruzan sus caminos más a menudo de lo que cabría esperar. Debería haberme imaginado que conseguiría deducir el mecanismo de funcionamiento del torno y la localización de mi laboratorio, lady Maccon.
—Oh —respondió Alexia—, ¿y por qué?
La sombrerera sonrió y luego se inclinó para recoger del suelo una probeta que había sobrevivido intacta a la explosión y que contenía un líquido plateado.
—Su marido me avisó de que usted es una mujer inteligente. Y acostumbrada a interferir en los asuntos ajenos.
—Esas son palabras que mi esposo diría, sin duda. —Alexia avanzó entre los restos de la explosión, levantándose las faldas con delicadeza para evitar que resultaran dañadas por algún trozo de cristal. Ahora que podía verlos más de cerca, los aparatos que ocupaban la totalidad de la sala de máquinas eran ciertamente fascinantes. Había una colección de optifocales colocadas unas junto a las otras y a medio construir, y un aparato enorme que parecía estar compuesto por las tripas de varios motores a vapor soldados a un galvanómetro, una rueda de carruaje y una gallina de mimbre.
Alexia, que solo había tropezado una vez con una válvula, completó su recorrido a través de la estancia y saludó con una leve inclinación de cabeza al fantasma y al niño.
—¿Qué tal? Lady Maccon a su servicio.
El proyecto de niño le sonrió, produjo una elaborada reverencia y se presentó.
—Quesnel Lefoux.
Alexia le miró fijamente.
—Y dime, ¿has conseguido que el hervidor funcione?
Quesnel se sonrojó.
—No exactamente. Pero a cambio he provocado un buen fuego. Eso debería contar para algo, ¿no cree? —Su inglés era soberbio.
Madame Lefoux alzó las manos al aire.
—Sin duda —convino lady Maccon, sintiendo un afecto instantáneo por aquel chico.
El fantasma se presentó como la Difunta Beatrice Lefoux.
Alexia le agradeció su amabilidad inclinando levemente la cabeza, lo cual sorprendió al fantasma. A menudo los muertos eran sometidos a faltas de consideración por los que aún seguían vivos, pero lady Maccon siempre se mantenía fiel a las formalidades.
—Mi hijo imposible y mi tía incorpórea —explicó madame Lefoux, mirando fijamente a Alexia como si esperara algo de ella.
Lady Maccon anotó mentalmente el hecho de que los tres compartían el mismo apellido. ¿Es que acaso madame Lefoux no había contraído matrimonio con el padre de la criatura? Qué escándalo. Pero Quesnel no se parecía en nada a su madre. Tenía el cabello de un rubio casi blanco, la barbilla puntiaguda y los ojos grandes y de color violeta, sin hoyuelos por ninguna parte.
—Os presento a Alexia Maccon, lady Woolsey —dijo la inventora a su familia—. También es muhjah de la reina.
—Ah, mi esposo ha creído conveniente compartir con usted ese pequeño detalle, ¿eh? —Alexia estaba sorprendida. Pocos eran los que conocían su cargo político y, del mismo modo que ocurría con su condición de preternatural, ambos preferían mantenerlo en secreto: Conall, porque mantenía a su mujer alejada del peligro; Alexia, porque dicha información provocaba en los demás, fueran sobrenaturales o no, las reacciones más peculiares con respecto a su ausencia de alma.
El fantasma de Beatrice Lefoux interrumpió la conversación entre las dos mujeres.
—¿Es usted la muhjah? Sobguina, ¿cómo pegmites la pguesensia de un exogsista en las inmediasiones de mi cuegpo? ¡Qué falta de considegasión! Egues peog que tu hijo. —Su acento era mucho más pronunciado que el de su sobrina. Se apartó violentamente de Alexia, levantándose del barril en el que había simulado sentarse, como si Alexia pudiera hacerle daño a su espíritu. Una criatura estúpida, sin duda.
Lady Maccon frunció el ceño, consciente de que la presencia de su tía eliminaba a madame Lefoux de la lista de sospechosos del exorcismo en masa. No podía haber inventado un arma que actuara como lo haría un preternatural, no allí, en presencia del espíritu de su tía, que al parecer residía en aquella sala de máquinas.
—Tía, no se ponga nerviosa. Lady Maccon solo puede matarla si toca su cuerpo, y solo yo sé dónde está escondido.
Alexia arrugó la nariz.
—Por favor, no se altere usted, Difunta Lefoux —intervino Alexia—. Por norma general, prefiero no practicar exorcismos si puedo evitarlo: la carne en descomposición puede llegar a ser muy desagradable.
—Oh, no sabe cuánto se lo agradezco —se burló el fantasma.
—¡Puaj! —exclamó Quesnel, fascinado—. ¿Ha realizado alguno?
Alexia miró al muchacho entornando los ojos para parecer astuta y misteriosa al mismo tiempo, y luego se volvió de nuevo hacia su madre.
—Y bien, ¿con qué intención le ha informado mi marido de mi condición y mi posición política?
Madame Lefoux se inclinó ligeramente hacia atrás, con una leve sonrisa iluminando su hermoso rostro.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿La visitó en calidad de alfa, de conde o de máximo responsable de las investigaciones del ORA?
La sonrisa de madame Lefoux aumentó, provocando la aparición de sus deliciosos hoyuelos.
—Ah, sí, las múltiples caras de Conall Maccon.
Alexia se sorprendió al oír que la sombrerera utilizaba el nombre de pila de Conall.
—¿Y desde cuándo, si no es mucho preguntar, conoce usted a mi esposo? —La anormalidad en el vestir era una cosa, y la ausencia de moral otra bien distinta.
—Puede usted estar tranquila. Mi interés por su esposo es puramente profesional. Nos conocimos a través del ORA, pero hace un mes me visitó en calidad de conde y de esposo suyo. Quería que fabricara para usted un regalo muy especial.
—¿Un regalo?
—Eso mismo.
—Y ¿dónde está?
Madame Lefoux miró a su hijo.
—Tú, ve a buscar los aparatos de limpieza, agua caliente y jabón. Escucha a tu difunta tía abuela; ella te dirá qué puedes limpiar con agua y qué deberá ser reparado por otros medios. Te espera una noche muy larga.
—Pero, maman, ¡solo quería ver qué pasaba!
—Pues ya lo has visto. Pasa que has conseguido enfadar a tu maman y pasarte unas cuantas noches castigado limpiando.
—¡Jo, maman!
—En este preciso instante, Quesnel.
Quesnel suspiró ruidosamente y abandonó la estancia con un «encantado de conocerla» dirigido a lady Maccon por encima del hombro.
—Así aprenderá a no hacer experimentos sin una hipótesis válida. Vaya con él, por favor, Beatrice, y manténgalo ocupado durante al menos quince minutos mientras yo hablo de negocios con lady Maccon.
—¡Fraternizando con una preternatural! Te gustan los juegos peligrosos, sobrina, más que a mí en mis tiempos —masculló el fantasma para, acto seguido, dispersarse rápidamente, al parecer detrás del chico.
—Encantada de conocerla, Difunta Lefoux —se despidió Alexia, desafiante, al espacio que había quedado vacío.
—Por favor, no se ofenda por sus modales. Incluso cuando estaba viva, mi tía era una mujer difícil. Brillante, pero difícil. Inventora como yo, ¿sabe?, pero me temo que carente de aptitudes sociales.
Lady Maccon sonrió.
—He conocido a no pocos científicos, y muchos de ellos no podrían acogerse a la brillantez como excusa. No es que lo intentaran, claro está, es solo que… —De pronto, Alexia guardó silencio. Estaba parloteando y ni siquiera sabía por qué. Algo en aquella bella mujer de extraña indumentaria la ponía nerviosa.
—Bien —dijo la inventora, acercándose a ella. Madame Lefoux olía a vainilla y aceite industrial—, por fin estamos a solas. Es un placer conocerla, lady Maccon. La última vez que disfruté de la compañía de un preternatural, apenas era una niña. Y, por supuesto, no era tan impresionante como lo es usted.
—Vaya, mmm, gracias. —Alexia se sintió un tanto incómoda ante semejante cumplido.
La sombrerera le sujetó suavemente la mano.
—No hay de qué.
La piel de la palma de la mano de madame Lefoux estaba cubierta de callosidades. Lady Maccon podía sentir su dureza incluso a través de los guantes. Al contacto, Alexia experimentó unas leves palpitaciones que, hasta la fecha, siempre había asociado al sexo opuesto y, más específicamente, a su esposo. No había muchas cosas capaces de sorprenderla. Aquello, sin embargo, sí lo hizo.
Tan pronto como lo consideró oportuno, retiró la mano, sonrojándose con furia bajo el tono siempre moreno de su piel. Consciente de que su propio cuerpo la había traicionado burdamente, Alexia decidió ignorar el fenómeno y revertir sus efectos, sin demasiado éxito, tratando de recordar al mismo tiempo la dirección de sus preguntas y la razón por la que se encontraban a solas. ¿Cuál era? Ah, sí, la insistencia de su esposo.
—Creo que tiene algo para mí —dijo finalmente.
Madame Lefoux se llevó la mano al ala de su sombrero de copa a modo de afirmación.
—Así es. Un momento, por favor. —Con una sonrisa picara, se dirigió a un lado del laboratorio y rebuscó durante unos segundos en un gran baúl. Finalmente, emergió de él con una caja de madera, larga y estrecha.
Lady Maccon contuvo la respiración, emocionada.
Madame Lefoux regresó junto a Alexia y abrió la tapa de la caja.
En su interior descansaba una sombrilla de estilo indiferente y forma estrafalaria, no demasiado agradable a la vista. La tela era de color gris pizarra, rematada en los extremos con encaje de la misma tonalidad y un volante color crema. La punta era particularmente larga, decorada con dos globos de metal del tamaño de un huevo, como vainas, uno junto a la tela y el otro cerca de la punta. Las varillas eran muy grandes y otorgaban al conjunto un aspecto más cercano al de un paraguas, y el mango era extremadamente largo y acabado en un asa decorada con profusión de detalles, parecida a los capiteles de las columnas del antiguo Egipto, esculpida con flores de loto —o, en su defecto, una piña un tanto entusiasta—. Los componentes de la sombrilla eran de latón en distintas aleaciones, lo que proporcionaba al conjunto una coloración muy variada.
—Vaya, el gusto de Conall ataca de nuevo —comentó Alexia, cuyo sentido del gusto, a pesar de no ser especialmente imaginativo o sofisticado, al menos no tendía a lo bizarro.
Madame Lefoux sonrió, haciendo aflorar los hoyuelos de sus mejillas.
—Lo he hecho lo mejor que he podido, teniendo en cuenta la capacidad de carga del conjunto.
Alexia estaba intrigada.
—¿Me permite?
La inventora le ofreció la caja y lady Maccon extrajo la monstruosidad de ella.
—Es más pesada de lo que aparenta.
—Esa es una de las razones por las que es tan larga. Pensé que también podría servirle como bastón para caminar. Así no tendrá que cargar con ella a todas partes.
Alexia probó la sombrilla. El peso era ideal para apoyarse en ella.
—¿Deberé llevarla conmigo a todas partes?
—Estoy segura de que su esposo así lo preferiría.
Alexia no parecía estar de acuerdo, y es que la sombrilla tendía hacia el extremo más horrendo del espectro. Muchos de sus vestidos favoritos de día chocarían terriblemente con tanto latón y tanto gris, por no mencionar los elementos decorativos.
—También, claro está, tenía que ser lo suficientemente dura para hacer las veces de arma defensiva.
—Una precaución muy necesaria, teniendo en cuenta mis inclinaciones. —Lady Maccon había destruido más de una sombrilla al probar su resistencia contra algún que otro cráneo.
—¿Quiere que le explique cómo funciona la antroscopia? —propuso madame Lefoux con una sonrisa emocionada en el rostro.
—¿Es antroscópica? ¿Es eso seguro para la salud?
—Por supuesto. ¿Acaso me cree capaz de diseñar un objeto tan horrible sin una causa justificada?
Alexia le entregó el pesado accesorio.
—Adelante.
Madame Lefoux sujetó la sombrilla por el mango permitiendo que Alexia la sostuviera por el otro extremo. Al observarla más de cerca, Alexia descubrió que la punta metálica tenía una pequeña bisagra hidráulica en un lado.
—Si presiona aquí —explicó madame Lefoux apretando uno de los pétalos de la flor de loto justo por debajo del mango—, la punta se abre y dispara un dardo venenoso equipado con un agente aturdidor. Y si gira el mango así…
Alexia ahogó un grito de sorpresa al ver cómo, justo por encima de donde ella estaba sujetando el extremo de la sombrilla, aparecían dos afiladas picas, una de plata y la otra de madera.
—Ya había reparado en los alfileres de su pañuelo —dijo lady Maccon.
Madame Lefoux se rio, acariciándolos distraídamente con la mano que le quedaba libre.
—Oh, son mucho más que simples alfileres.
—No me cabe la menor duda. ¿La sombrilla hace algo más?
Madame Lefoux guiñó un ojo.
—Ah, esto no es más que el principio. En esto, como usted comprenderá, lady Maccon, soy una artista.
Alexia se pasó la lengua por el labio inferior.
—Creo que empiezo a comprenderlo. Y yo que creía que solo sus sombreros eran excepcionales.
Madame Lefoux se sonrojó levemente, el color era visible incluso bajo la tenue luz naranja de la estancia.
—Presione este pétalo de aquí, así.
De pronto un silencio absoluto cayó sobre el laboratorio. Todos los sonidos metálicos, los chirridos y las bocanadas de vapor que conformaban el ruido ambiente se hicieron aún más notables, pero por su ausencia.
—¿Qué? —preguntó Alexia, mirando a su alrededor. Todo estaba en silencio.
Y entonces, apenas unos segundos después, hasta el último de los mecanismos volvió a la vida.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alexia, sin apartar los ojos de su sombrilla.
—Este nódulo de aquí, —la inventora señaló la decoración con forma de huevo que se encontraba más cerca de la tela—, emite un campo magnético de disrupción. Afecta a todos los metales de las familias del hierro, níquel o cobalto, incluido el acero. Si necesita detener un motor a vapor por la razón que sea, esto le será de ayuda, aunque solo sea por unos segundos.
—¡Increíble!
Madame Lefoux se sonrojó de nuevo.
—El campo de disrupción no es un invento mío, pero yo he conseguido reducir sustancialmente el diseño original de Babbage. Los volantes —prosiguió—, contienen varios bolsillos secretos y son lo suficientemente amplios para disimular pequeños objetos. —Metió la mano entre los pliegues del volante y sacó una pequeña probeta.
—¿Veneno? —preguntó lady Maccon, inclinando la cabeza a un lado.
—En realidad no. Algo mucho más importante: perfume. No podemos permitirnos que combata el crimen sin el perfume adecuado, ¿no cree?
—Oh. —Alexia asintió con gravedad. Al fin y acabo, madame Lefoux era francesa—. Por supuesto que no.
Madame Lefoux desplegó la sombrilla, revelando su forma de pagoda un tanto pasada de moda.
—También le puede dar la vuelta así —hizo girar la sombrilla de modo que la cubierta apuntara en la dirección equivocada—, girarla y presionar aquí. —Señaló un pequeño nódulo con un dial que se encontraba justo encima del emisor-disruptor magnético—. Lo he diseñado para que sea difícil de manipular y así prevenir un posible accidente. Las cápsulas ocultas en las varillas se abren y emiten una fina lluvia. Con un clic, estas tres emiten una mezcla de lapis lunearis y agua. Con dos clics, las otras tres emiten lapis solaris diluido con ácido sulfúrico. Asegúrese de que usted y los suyos permanezcan fuera del campo de acción de la sombrilla y con el viento a favor. El lunearis apenas provoca una leve irritación en la piel, pero el solaris es tóxico y puede provocar la muerte de humanos así como la incapacitación de vampiros. —Con una sonrisa, la científica añadió—: Solo los licántropos son resistentes a sus efectos. El lunearis es para ellos. Un simple rociado es suficiente para reducirlos y provocar un intenso malestar que puede durar días. Tres clics y la sombrilla emite ambas sustancias al mismo tiempo.
—Impresionante, madame. —Alexia estaba ciertamente impresionada—. Desconocía la existencia de estos venenos capaces de afectar a ambas especies.
—Una vez tuve acceso a una copia parcial de las Normas Mejoradas de los Templarios —explicó madame Lefoux con un hilo de voz.
Lady Maccon abrió la boca de par en par.
—¿Que usted qué?
La sombrerera prefirió no dar más explicaciones.
Alexia cogió la sombrilla y la hizo girar entre sus manos con reverencia.
—Tendré que cambiar la mitad de mi vestuario para que vaya a juego, claro está, pero sospecho que valdrá la pena.
Madame Lefoux mostró sus hoyuelos, orgullosa.
—También la protegerá del sol.
Lady Maccon no pudo contener la risa.
—En cuanto a su coste, ¿se ha ocupado mi esposo de cubrir sus necesidades?
Madame Lefoux alzó una de sus diminutas manos.
—Oh, sé perfectamente que Woolsey puede permitirse un gasto así. Además, no es la primera vez que trato con su manada.
Alexia sonrió.
—¿El profesor Lyall, tal vez?
—Básicamente. Es un hombre curioso. A veces no puedo evitar preguntarme por sus motivaciones.
—No es un hombre.
—Cierto.
—¿Y usted?
—Yo tampoco soy un hombre. Sencillamente me divierte vestir como si lo fuera —respondió madame Lefoux, malinterpretando intencionadamente la pregunta de Alexia.
—Si usted lo dice —replicó lady Maccon. Luego recordó algo que Ivy había dicho acerca de la nueva sombrerería y frunció el ceño: que actrices como Mabel Dair frecuentaban asiduamente el local.
—Hace tratos con colmenas y manadas al mismo tiempo.
—¿Por qué lo dice?
—La señorita Hisselpenny dice que la señorita Dair visita a menudo su establecimiento, y se trata de una de los zánganos de la colmena de Westminster.
Madame Lefoux se dio la vuelta y empezó a ordenar el laboratorio.
—Yo trabajo para cualquiera que pueda costearse mis servicios.
—¿Eso incluye a solitarios y errantes? ¿Ha trabajado al servicio de los gustos de, por ejemplo, lord Akeldama?
—Todavía no he tenido el placer —respondió la inventora.
Alexia se dio cuenta de que no negaba haber oído hablar de él, pero prefirió no entrometerse.
—¡Ah, ese es un error que habría que enmendar de inmediato! ¿Está libre esta noche para tomar el té, digamos sobre medianoche? Consultaré con el caballero en cuestión si está libre.
Madame Lefoux parecía intrigada y recelosa al mismo tiempo.
—Creo que podré asistir. Es usted muy amable, lady Maccon.
Alexia inclinó la cabeza a la manera de las grandes damas, sintiéndose un tanto estúpida.
—Le enviaré una tarjeta con la dirección, si es que lord Akeldama está libre. —Primero quería reunirse con él a solas.
Justo en aquel preciso instante un nuevo sonido se abrió paso entre la amalgama de sonidos metálicos, un «¿Alexia?» agudo y quejumbroso. Alexia se dio la vuelta.
—Dioses, ¡Ivy! No habrá encontrado el camino hasta aquí abajo, ¿no? Creo que cerré la puerta de la cámara de ascensión detrás de mí.
Madame Lefoux parecía imperturbable.
—Oh, no se preocupe. Es solo su voz. Tengo un capturador de auditorio y un amplificador por dispersión que se ocupan de canalizar los ruidos de la tienda hasta aquí. —Señaló hacia un objeto con forma de trompeta conectado por medio de varios conductos con el techo, y que Alexia había confundido con un gramófono. Pero la voz de Ivy provenía de allí, tan clara como si su propietaria estuviera en el laboratorio con ellas. Asombroso.
—Tal vez deberíamos regresar a la tienda y atenderla —sugirió la inventora.
Alexia, sujetando su nueva sombrilla contra el pecho como si fuera un recién nacido, asintió.
Y así lo hicieron. La iluminación de gas volvía a funcionar, y la señorita Hisselpenny aún reposaba en el suelo bajo las brillantes luces de la tienda, aunque se había incorporado y estaba pálida y confundida.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó mientras lady Maccon y madame Lefoux se acercaban.
—Ha habido una gran explosión y te has desmayado —respondió Alexia—. De verdad, Ivy, si no llevaras el corsé tan apretado, no serías tan propensa al desmayo. Y sabes que es malo para tu salud.
La señorita Hisselpenny reprimió una exclamación de sorpresa al escuchar la mención de su ropa interior en un establecimiento público como la sombrerería en la que se encontraban.
—Por favor, Alexia, no digas tonterías. ¿Qué será lo siguiente? ¿Qué me enrole en la revolución del vestir?
Lady Maccon puso los ojos en blanco. Menuda idea: ¡Ivy en bombachos!
—¿Qué tienes ahí? —preguntó la señorita Hisselpenny, refiriéndose a la sombrilla que lady Maccon sujetaba contra el pecho.
Alexia se puso de cuclillas para mostrarle la sombrilla a su amiga.
—Vaya, Alexia, es muy bonita. No concuerda con tus gustos habituales —observó la señorita Hisselpenny llena de júbilo por su amiga.
Y es que Ivy había nacido para adorar las cosas más horribles precisamente por su aspecto externo.
La señorita Hisselpenny volvió la mirada hacia la sombrerera.
—Me gustaría tener uno igual, quizás en amarillo limón con franjas blancas y negras. ¿No tendrá uno así para mí?
Alexia contuvo la risa al ver la expresión de horror de madame Lefoux.
—Creo que no —consiguió responder la sombrerera, no sin antes aclararse la garganta dos veces—. ¿Le parece si —prosiguió con una mueca en el rostro—, le encargo uno?
—Por favor.
Alexia se puso en pie.
—Tal vez sin los accesorios adicionales —le susurró en francés a madame Lefoux.
—Mmm —asintió esta.
Una pequeña campanilla repicó alegremente con la entrada de un nuevo cliente. La señorita Hisselpenny se irguió como pudo de su indigna postura en el suelo.
El recién llegado se acercó a ellas, apartando a un lado el bosque de sombreros colgantes y, al ver los esfuerzos de Ivy, corrió en su ayuda.
—Señorita Hisselpenny, ¿se encuentra usted bien? Permítame que le ofrezca mis humildes servicios.
—Tunstell —intervino Alexia, fulminando al joven con la mirada—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
El guardián ignoró la pregunta de su alfa y se entregó, solícito, a la ayuda de la señorita Hisselpenny.
Ivy consiguió ponerse en pie sujetándose del brazo del joven, apoyándose débilmente en él y mirándole con sus hermosos ojos negros abiertos de par en par.
Tunstell parecía inmerso en un largo y placentero baño en los ojos de la señorita Hisselpenny, como si de un estúpido pez se tratara.
Actores, menudo gremio. Alexia clavó la punta de su nueva sombrilla en el trasero perfectamente envuelto en unos pantalones demasiado estrechos para su talla de Tunstell.
—Tunstell, explícame tu presencia de inmediato.
Tunstell se sobresaltó y miró a su señora como si se sintiera maltratado.
—Tengo un mensaje del profesor Lyall para usted —dijo, como si ella tuviera la culpa.
Lady Maccon no preguntó cómo sabía Lyall que la encontraría en el Chapeau de Poupe. Los métodos del beta de su esposo eran a menudo misteriosos y de poco valía cuestionarlos.
—¿Y bien?
Tunstell se había perdido de nuevo en la mirada de la señorita Hisselpenny.
Alexia golpeó el suelo con la sombrilla, disfrutando del sonido metálico.
—El mensaje.
—Requiere su presencia en las oficinas del ORA con cierta urgencia —continuó Tunstell, sin molestarse en mirarla.
Con cierta urgencia era el código que la manada utilizaba para requerir la presencia de lady Maccon en calidad de muhjah del reino. Lyall tenía información útil para la Corona. Alexia asintió.
—En ese caso, Ivy, no te importará que te deje en manos de Tunstell mientras acabas tus compras, ¿verdad? Él se ocupará de ti. ¿No es así, Tunstell?
—Será un placer —respondió el interesado con una sonrisa.
—Oh, creo que sería lo más adecuado —añadió Ivy, devolviéndole la sonrisa.
Lady Maccon se preguntó si alguna vez se había comportado de aquella manera con lord Maccon. Entonces recordó que su afecto solía materializarse en forma de amenazas y encontronazos verbales, motivo más que suficiente para congratularse por evitar sistemáticamente cualquier forma de sentimentalismo.
La inventora-barra-sombrerera la acompañó hasta la puerta.
—Le enviaré una tarjeta cuando sepa si lord Akeldama está disponible. Debería estar en casa, pero con los errantes nunca se sabe. La visita al profesor Lyall no debería llevarme demasiado. —Alexia volvió la mirada hacia Tunstell e Ivy, entregados a un tête-à-tête con un exceso de familiaridad—. Por favor, trate de evitar que la señorita Hisselpenny invierta su dinero en algo particularmente horrible, y asegúrese de que Tunstell le consigue un carruaje pero no se monta en él.
—Lo haré lo mejor que pueda, lady Maccon —respondió madame Lefoux con una reverencia abreviada, tanto que era casi grosera. Acto seguido, con un rápido movimiento, sujetó una de las manos de Alexia entre las suyas—. Ha sido un placer conocerla al fin, milady. —La presión de sus manos era firme y segura, nada excepcional, puesto que construir y levantar toda esa maquinaria que se escondía bajo el local conferiría a cualquiera cierto grado de musculatura, incluso a la mujer pequeña y delgada que tenía delante. Los dedos de la inventora acariciaron la muñeca de Alexia justo en el punto donde terminaban sus guantes, tan rápido que Alexia ni siquiera estaba segura de la certeza de lo que acababa de suceder. Allí estaba de nuevo aquel suave aroma a vainilla mezclado con aceite industrial. Luego madame Lefoux sonrió, soltó la mano de Alexia y regresó al interior de la tienda, desapareciendo entre la jungla de sombreros suspendida del techo.
El profesor Lyall y lord Maccon compartían despacho en las oficinas del ORA, en la calle Fleet, un espacio que solía estar mucho más limpio siempre que el conde no estaba presente. Lady Alexia Maccon entró como una exhalación, balanceando orgullosa su nueva sombrilla y deseando que Lyall le preguntara por ella. Pero el profesor Lyall se hallaba irremediablemente distraído tras una montaña de papeles y un montón de cilindros de metal cubiertos de notas grabadas con ácido. Se puso en pie, saludó con una reverencia y tomó asiento de nuevo, todo ello como si fuera lo más normal en lugar de un acto de cortesía. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, en aquel momento era evidente que acaparaba toda su atención. Sus optifocales descansaban sobre su cabeza, acabando con su peinado. ¿Era posible que el pañuelo que colgaba de su cuello estuviese torcido apenas unos milímetros?
—¿Se encuentra bien, profesor Lyall? —preguntó Alexia, considerablemente preocupada por el estado del pañuelo.
—Tengo una salud perfecta, gracias por preguntar, lady Maccon. Es su marido quien me preocupa, y no tengo forma de ponerme en contacto con él.
—Sí —dijo la esposa del conde con el rostro inexpresivo—, el mismo dilema al que yo me enfrento cada día, incluso cuando conversamos. ¿Adónde ha ido y qué ha hecho ahora?
El profesor Lyall sonrió levemente.
—Oh, no, no se trata de eso. Es solo que la plaga humanizadora ha golpeado de nuevo, desplazándose hacia el norte, hasta Farthinghoe.
Alexia frunció el ceño.
—Curioso. Está en movimiento, ¿verdad?
—Y avanza en la misma dirección que lord Maccon, aunque le saca cierta delantera.
—Y él no lo sabe, ¿no es así?
Lyall sacudió la cabeza.
—Ese asunto familiar, es el alfa muerto, ¿verdad?
—No sé cómo puede moverse tan deprisa —continuó Lyall, ignorando la pregunta—. Los trenes dejaron de funcionar ayer, huelga. Cuando se trata de mostrarse ineficaz en momentos de necesidad como estos, los humanos son sin duda los mejores.
—¿En carruaje, tal vez?
—Podría ser. Parece que se mueve deprisa. Me gustaría hacer llegar esta información al conde, pero no tengo forma de ponerme en contacto con él hasta que llegue a las oficinas de Glasgow. Por no mencionar la historia de Channing sobre el viaje de regreso en barco. Esta cosa se mueve y Conall no lo sabe.
—¿Cree que podrá alcanzarla?
El beta sacudió de nuevo la cabeza.
—No a la velocidad a la que avanza. Lord Maccon es rápido, pero, según me dijo, no tiene intención de forzar la marcha. Si sigue viajando hacia el norte a la velocidad a la que yo creo que va, golpeará Escocia varios días antes de la llegada del conde. He enviado una nota a nuestros agentes del norte, pero pensé que usted también debería saberlo, como muhjah.
Alexia asintió.
—¿Informará a los otros miembros del Consejo en la Sombra?
Lady Maccon frunció el ceño.
—No creo que sea lo más inteligente, no por el momento. Creo que esperaré a la próxima reunión. Usted haga su informe, por supuesto, que yo de momento no informaré al potentado ni al deán.
El beta asintió sin preguntar las razones de dicho silencio.
—Muy bien, profesor Lyall. Si eso es todo, debo marcharme. Necesito el consejo de lord Akeldama.
El profesor Lyall le dedicó una de sus miradas indescifrables.
—Supongo que así es como debe ser. Buenas noches, lady Maccon.
Y Alexia se marchó sin enseñarle su nueva sombrilla al profesor Lyall.