De compras en la sombrerería y otras dificultades
—¿Qué has dicho que ha terminado?
Un leve ronquido fue la única respuesta de su señor esposo. A diferencia de los vampiros, los licántropos no parecían muertos durante el día. Simplemente dormían muy, muy profundamente.
Pero no este licántropo en cuestión, no si lady Maccon podía hacer algo para evitarlo. Y así lo hizo, clavándole un pulgar con saña entre las costillas.
Tal vez por la punzada o por el contacto con una preternatural, el caso es que el conde se despertó con un suave bufido.
—¿Qué ha terminado?
Con el rostro imperioso de su mujer observándole fijamente desde las alturas, lord Maccon se tomó unos segundos para preguntarse por qué había metido a semejante espécimen en su vida. Alexia se inclinó sobre él y le besó en el pecho. Ah, sí, iniciativa e ingenuidad a partes iguales.
De pronto los besos cesaron.
—¿Y bien?
Y manipulación.
Los hermosos ojos leonados del conde se contrajeron hasta no ser más que dos finas líneas.
—¿Es que ese cerebro tuyo no se detiene nunca?
Alexia arqueó una ceja, como queriendo decir «Sí, claro», y a continuación observó el ángulo de los rayos del sol que asomaban tras las pesadas cortinas de terciopelo.
—Pareces listo para descansar dos horas bien buenas.
—¿Eso ha sido todo? ¿Qué dices, lady Maccon? ¿Deberíamos ir a por la tercera?
Alexia ahuyentó las intenciones de su esposo con la mano, sin que el gesto denotara hastío alguno.
—¿No se supone que eres demasiado mayor para esta clase de ejercicio continuo?
—Qué cosas tienes, amor mío —se burló el conde, ofendido—. Apenas acabo de superar los doscientos años, un auténtico cachorro en los bosques.
Pero lady Maccon no estaba dispuesta a dejarse distraer tan fácilmente, y menos por segunda vez.
—Así que, ¿qué es lo que ha terminado?
Lord Maccon suspiró.
—Ese extraño efecto preternatural en masa. Ha desaparecido esta madrugada, alrededor de las tres. Todo el que debería haber recuperado su estado sobrenatural lo ha hecho, a excepción de los fantasmas. Todos los que vivían alrededor del Támesis han sido exorcizados con carácter permanente. Trajimos a un fantasma voluntario, con su cuerpo, aproximadamente una hora después de que todo volviera a la normalidad. No le ha ocurrido nada, de modo que cualquier fantasma que quiera instalarse en la zona puede hacerlo sin dificultades, pero los viejos han desaparecido para siempre.
—¿Y ya está? ¿Crisis superada? —Menuda decepción. Debía acordarse de anotarlo todo en su pequeño cuaderno, sin falta.
—Oh, yo no diría eso. No se trata de algo que pueda ocultarse bajo la siempre proverbial moqueta. Debemos determinar qué ha ocurrido exactamente. Todo el mundo conoce lo sucedido, incluso la gente normal, aunque, admitámoslo, a ellos les preocupa mucho menos que a cualquier ser sobrenatural. Todo el mundo quiere saber qué ha ocurrido.
—Incluida la reina Victoria —intervino Alexia.
—He perdido agentes excelentes, todos ellos fantasmas, por culpa de ese exorcismo masivo, y lo mismo puede decir la Corona. También he recibido visitas del Times, del Aerógrafo Nocturno y del Líder Vespertino, por no hablar de un más que furioso lord Ambrose.
—Pobrecito mío. —Lady Maccon acarició la cabeza de su esposo para demostrarle su simpatía. El conde odiaba tener que tratar con la prensa y apenas soportaba compartir estancia con lord Ambrose—. Imagino que la condesa Nadasdy estará nerviosa por todo este asunto.
—Por no hablar del resto de su colmena. Al fin y al cabo, han pasado miles de años desde la última vez que una condesa estuvo en semejante peligro.
Alexia disimuló una risita.
—Probablemente no les habrá ido tan mal. —No era ningún secreto que no profesaba afecto alguno y aún menos confianza en la reina de la colmena de Westminster. Lady Maccon y la condesa Nadasdy eran cuidadosamente cordiales la una con la otra: la condesa siempre invitaba a lord y a lady Maccon a sus escasas y codiciadas soirées, y lord y lady Maccon nunca faltaban a una.
—¿Te he contado que lord Ambrose tuvo la osadía de amenazarme? ¡A mí! —exclamó el conde, al borde del gruñido—. ¡Como si fuera culpa mía!
—Creía que me culpaba a mí —reflexionó su esposa.
Lord Maccon se enfurecía por momentos.
—Sí, bueno, toda su colmena, incluido él, son una pandilla de ignorantes y sus opiniones no tienen valor alguno.
—Cuida tu lenguaje, querido. Además, el potentado y el deán opinan lo mismo.
—¿Te han amenazado? —El conde se incorporó de un salto y masculló varias frases más, propias de los sucios callejones del puerto.
—Puedo comprender su razonamiento —le interrumpió su esposa.
—¿Qué?
—Sé razonable, Conall. Soy la única sin alma en esta zona y, por lo que sabemos, sólo los preternaturales provocamos esa clase de efecto en lo sobrenatural. Es la conclusión más lógica.
—Excepto que ambos sabemos que no has sido tú.
—¡Exacto! Así que ¿quién ha sido? ¿O qué? ¿Qué ha sucedido realmente? Estoy segura de que tienes alguna teoría al respecto.
El conde no pudo contener la risa, y es que se había unido de por vida a una mujer sin alma. Ya no se sorprendía ante la consistencia de su pragmatismo.
—Tú primero —dijo lord Maccon, admirado por la facilidad con la que su mujer podía alegrarle el día.
Alexia tiró del brazo de su esposo hasta que este se tumbó de nuevo junto a ella y luego descansó la cabeza sobre el hueco entre el pecho y el hombro.
—El Consejo en la Sombra cree que se trata de una nueva clase de arma y hemos informado a la reina de ello.
—¿Estás de acuerdo? —La voz del conde era un leve murmullo junto a su oído.
—Es una posibilidad en los tiempos modernos que nos ha tocado vivir, pero no es más que una hipótesis de trabajo. Quizás ese tal Darwin esté en lo cierto y nos encontramos en una nueva era de evolución preternatural. Tal vez los Templarios estén involucrados de alguna manera. O puede que estemos obviando algo de vital importancia. —Clavó la mirada en su silencioso marido—. Y bien, ¿qué ha descubierto el ORA?
Alexia sostenía la teoría, aunque siempre en privado, de que aquello era parte de su trabajo como muhjah. La reina Victoria había mostrado un interés inusitado en ver a Alexia Tarabotti casada con Conall Maccon, antes de que Alexia asumiera el cargo. Lady Maccon a menudo se preguntaba si la intención de la reina no era crear una vía de comunicación más fluida entre el ORA y el Consejo en la Sombra, aunque sin imaginar que dicha comunicación se produciría de forma tan carnal.
—¿Qué sabes acerca del Antiguo Egipto, querida? —Conall la apartó a un lado y se incorporó sobre un brazo, sin dejar de acariciar distraídamente con la mano que le quedaba libre la curva que dibujaba el cuerpo de su esposa.
Alexia puso una almohada bajo su cabeza y se encogió de hombros. La biblioteca de su padre incluía una considerable colección de pergaminos de papiro. El viejo Tarabotti sentía una innegable inclinación por lo egipcio, pero Alexia prefería el mundo clásico. Había algo demasiado fiero y apasionado en el Nilo y sus alrededores. Alexia era una mujer demasiado práctica para el árabe y su florida escritura, sobre todo cuando el latín, con su precisión matemática, suponía una alternativa infinitamente más atractiva.
Lord Maccon frunció los labios.
—Era nuestro, ¿lo sabías? De los licántropos. Hace mucho, unos cuatro mil años o más, calendario lunar incluido. Mucho antes de que los humanos levantaran Grecia y de que los vampiros se apropiaran de Roma, los licántropos dominábamos Egipto. Recordarás que puedo transformar mi cabeza en lobo y conservar el resto de mi apariencia humana.
—¿Eso que sólo los alfas podéis hacer? —Alexia lo recordaba perfectamente de la única vez que le había visto hacerlo. Resultaba desconcertante y muy desagradable.
Él asintió.
—Aún lo llamamos la Forma de Anubis. Durante un tiempo Egipto nos veneró como a dioses, y ese fue precisamente el momento de nuestra caída, puesto que las leyendas hablan de una enfermedad, una epidemia masiva que afectaba solo a los sobrenaturales: la Plaga de los Dioses. Dicen que limpió el Nilo de sangre y de dientes, de licántropos así como de vampiros, condenados a morir como mortales en el espacio de una única generación, y que no se produjo ni una sola metamorfosis más en el Nilo en los mil años siguientes.
—¿Y ahora?
—En todo Egipto solo existe una colmena, cerca de Alejandría, muy al norte, aunque igualmente en el delta. Representan los restos de la colmena ptolemaica. Solo una, y llegó a Egipto con los griegos, formada apenas por seis vampiros. Algunas manadas harapientas habitan en el desierto, al sur, cerca de las fuentes del Nilo, pero dicen que la plaga aún asola el Valle de los Reyes y que ni un sobrenatural ha practicado jamás la arqueología en ninguna de sus formas. Es una ciencia prohibida para mi especie, incluso hoy.
Alexia trató de procesar la información.
—Así que crees que nos enfrentamos a una epidemia, a una enfermedad como esa Plaga de los Dioses.
—Es posible.
—Entonces, ¿por qué se ha desvanecido de pronto?
Conall se frotó la cara con una de sus enormes manos cubiertas de callos.
—No lo sé. Las leyendas de mi gente se transmiten oralmente, de generación en generación. No conservamos documentos escritos, por lo que pueden variar con el paso de los años. Es posible que esa plaga del pasado no fuera tan terrible como nosotros la recordamos o que lo que está sucediendo ahora sea una enfermedad completamente nueva.
Alexia se encogió de hombros.
—Es una teoría tan plausible como la hipótesis del arma. Supongo que solo hay una manera de averiguar si una de las dos es la correcta.
—La reina te ha encargado el caso, ¿verdad? —Al conde nunca le había gustado la idea de que Alexia participara en operaciones sobre el terreno. Cuando la recomendó para el puesto de muhjah fue porque imaginaba que solo se trataba de otro cargo político más, seguro y agradable, colmado de debates y de papeleo. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que Inglaterra había tenido un muhjah que pocos recordaban lo que el consejero preternatural de Su Majestad hacía en realidad. Sus funciones incluían actuar como balanza legislativa entre las intenciones del potentado y las obsesiones militares del deán, pero también debía ocuparse de recoger información sobre el terreno, puesto que un preternatural no estaba atado a la tierra ni a su manada. Lord Maccon había enfurecido al descubrir la verdad. Los licántropos, del primero al último, rechazaban el espionaje por considerarlo poco honorable —un juego más propio de vampiros—. Incluso habían acusado a Alexia de ser un zángano al servicio de la reina Victoria. Alexia se había vengado de su esposo utilizando su camisón más voluminoso durante toda una semana.
—¿Se te ocurre alguien mejor?
—Pero, querida, si se trata de un arma, podría resultar muy peligroso. Si es que existe una intención maligna tras ella.
Lady Maccon profirió un bufido de desacuerdo.
—Para cualquiera menos para mí. Soy la única que no resultaría afectada y, por lo que sé, nada ha cambiado en mí. Lo cual me recuerda que el potentado ha dicho algo interesante esta noche.
—¿En serio? Una ocurrencia inusual a la par que asombrosa.
—Ha dicho que, según los documentos, existe una criatura peor que un chupa-almas, o al menos existía. No sabrás nada al respecto, ¿verdad, querido? —preguntó Alexia, observando detenidamente el rostro de su esposo.
Los ojos castaños del conde desprendieron un destello de genuina sorpresa. Al menos en esto no parecía tener una respuesta perfectamente preparada.
—Nunca había oído algo así. Claro que vampiros y licántropos somos muy distintos en nuestras percepciones. Para nosotros eres alguien capaz de acabar con la maldición, no una chupa-almas, de modo que existen cosas mucho peores que tú. ¿Para los vampiros? Existen mitos desde tiempos inmemoriales que hablan de un horror igualmente terrible tanto para el día como para la noche. Los licántropos lo llamamos el ladrón de pieles, pero no es más que eso, un mito.
Alexia asintió.
Una mano empezó a acariciar lentamente la curva que describía su cuerpo.
—¿Ya hemos terminado de hablar? —preguntó el conde.
Alexia cedió a las caricias de su esposo, pero sólo porque se le antojaba un tanto patético. En cualquier caso, no tenía nada que ver con el ritmo acelerado de su propio corazón.
Se olvidó por completo de preguntar a Conall por el alfa de su antigua manada, ahora tristemente fallecido.
Alexia se despertó más tarde de lo habitual solo para descubrir que su esposo ya se había ido. Esperaba coincidir con él durante la cena, de modo que su ausencia no le preocupó. Estaba tan ocupada planeando posibles vías de investigación que ni siquiera se molestó en rechazar el atuendo que su doncella había escogido para ella, respondiendo con un simple «Está bien, querida» a la sugerencia de un conjunto de paseo en seda azul cielo y rematado con encaje blanco.
Angelique no daba crédito, pero tanta sorpresa no era motivo suficiente para descuidar su eficiencia. En apenas media hora, tuvo a su señora vestida a la última, aunque quizás un tanto demodé para las preferencias de Alexia, y lista para la cena —un logro destacable para los estándares de cualquiera.
Todos ocupaban sus sitios alrededor de la mesa de la cena. En este caso en particular, «todos» incluía a la manada, tanto residentes como recién llegados, la mitad de los guardianes y al insufrible comandante Channing —unas treinta personas en total—. «Todos», sin embargo, no parecía incluir al señor de la casa. Lord Maccon siempre resultaba ser una ausencia perfectamente tangible, incluso entre tanta gente.
Sin marido, lady Maccon se dejó caer en una silla junto al profesor Lyall, a quien dedicó media sonrisa a modo de saludo parcial. El beta aún no había tocado su plato, sustituido por una taza caliente de té y el periódico de la tarde.
Sorprendidos por la repentina aparición de Alexia, el resto de los asistentes se pusieron de pie a toda prisa. Alexia les indicó con un gesto que recuperasen sus asientos, lo cual hicieron no sin cierto alboroto. Solo el profesor Lyall consiguió levantarse en silencio, hacer una discreta reverencia y volver a sentarse con la gracia consumada de un bailarín. Y todo ello sin perderse entre las compactas líneas del periódico.
Lady Maccon se sirvió rápidamente un plato de ternera con judías blancas y unos cuantos buñuelos y empezó a comer para que los presentes dejaran de comentar y se concentraran en sus platos. De verdad, en ocasiones vivir con dos docenas de caballeros podía llegar a ser más que vejatorio, por no mencionar a los centenares que ahora acampaban en los alrededores del castillo.
Alexia concedió al beta de su esposo unos instantes para aclimatarse a su presencia y acto seguido atacó.
—Y bien, profesor Lyall, iré directa al grano: ¿adónde ha ido mi marido esta vez?
—¿Coles de Bruselas? —se limitó a preguntar el licántropo en cuestión.
Lady Maccon, horrorizada, rechazó el ofrecimiento. Le gustaban muchas clases de comida, pero las coles de Bruselas no eran más que coles subdesarrolladas.
—Shersky y Droop ha puesto a la venta un nuevo artefacto de lo más interesante, justo aquí. Es una nueva clase de tetera, diseñada para los viajes por aire, que se puede montar en los costados de los dirigibles. El aire entra por este pequeño artilugio giratorio, capaz de generar la energía necesaria para hervir agua. —Mostró el anuncio a Alexia, que no pudo evitar interesarse por el invento.
—¿De verdad? Fascinante. Y muy útil para aquellos que viajan a menudo en dirigible. Me pregunto si… —Guardó silencio y observó al profesor, con cierta desconfianza en la mirada—. Profesor Lyall, está usted intentando cambiar de tema. ¿Adónde ha ido mi marido?
El beta dejó el ya inservible periódico sobre la mesa y se sirvió un trozo generoso de lenguado de una bandeja de plata.
—Lord Maccon partió esta tarde cuando el sol empezaba a ponerse.
—Eso no es lo que le he preguntado.
El comandante Channing, sentado frente a Lyall, contuvo la risa sobre su plato de sopa.
Alexia clavó la mirada en el comandante y luego hizo lo propio con un indefenso Tunstell, sentado al otro lado de la mesa entre el resto de guardianes. Si Lyall se negaba a hablar, tal vez Tunstell sí estaría dispuesto a hacerlo. El pelirrojo le devolvió la mirada con los ojos abiertos de par en par para, acto seguido, meterse un buen pedazo de ternera en la boca, tratando de aparentar no saber nada acerca del paradero de su amo.
—Al menos dígame si vestía adecuadamente.
Tunstell masticaba lentamente. Muy lentamente.
Lady Maccon centró de nuevo su atención en el profesor Lyall, que seguía entregado a su plato de lenguado.
De todos los licántropos que Alexia conocía, Lyall era uno de los pocos que preferían el pescado a la carne.
—¿Está en Glaret? —preguntó, sopesando la posibilidad de que el conde tuviera asuntos que tratar en el club antes del trabajo.
El profesor Lyall sacudió lentamente la cabeza.
—Ya veo. ¿Estamos jugando a las adivinanzas, tal vez?
El beta suspiró por la nariz y terminó el trozo de lenguado que tenía en la boca. Dejó tenedor y cuchillo sobre la mesa con gran precisión, a ambos lados del plato, y luego se limpió con una esquina de la servilleta.
Lady Maccon esperó pacientemente, dedicándose mientras tanto a su propio plato. Solo cuando el profesor Lyall hubo dejado la servilleta sobre sus rodillas y empujado los anteojos nariz arriba, Alexia se atrevió a hablar.
—¿Y bien?
—Tenía un mensaje esta mañana. No conozco los detalles. Soltó una ristra de improperios y acto seguido partió en dirección norte.
—¿En dirección norte hacia dónde, exactamente?
El profesor Lyall suspiró.
—Creo que ha partido hacia Escocia.
—¿Que ha hecho qué?
—Y no se ha llevado a Tunstell consigo. —El profesor Lyall constató lo evidente no sin cierto fastidio, señalando al pelirrojo que parecía más y más culpable por momentos, y más interesado por seguir masticando que por participar en la conversación.
Lady Maccon se preocupó al conocer las noticias. ¿Por qué debería Conall llevarse a Tunstell?
—¿Está en peligro? ¿No debería haber ido usted con él?
Al profesor Lyall se le escapó una carcajada.
—Sí. Imagine el estado de su pañuelo sin un ayuda de cámara que le ayude a atarlo. —El beta, siempre el colmo de la elegancia, hizo una mueca de disgusto al imaginar la estampa.
Alexia estaba completamente de acuerdo, aunque prefirió guardarse sus opiniones.
—No podía llevarme con él —murmuró Tunstell—. Tenía que partir en forma de lobo. Los trenes no funcionan por culpa de la huelga de ingenieros. Y no es que me hubiese importado ir; la obra en la que actúo ya ha terminado su temporada y nunca he estado en Escocia. —Su voz desprendía una cierta petulancia.
Hemming, uno de los miembros de la manada, le propinó una palmada en el hombro.
—Ten un poco de respeto —masculló entre dientes sin levantar la vista del plato.
—¿Y exactamente a qué parte de Escocia se dirige mi esposo, si es que se puede saber? —insistió lady Maccon, tratando de obtener los detalles de tan repentino viaje.
—Al sur de las Highlands, las Tierras Altas, por lo que tengo entendido —respondió el beta.
Alexia recuperó la compostura, la poca que le quedaba, que, por norma general, era más bien escasa. En algún punto del sur de las Highlands residía la antigua manada de Conall. Al fin creyó comprender lo sucedido.
—¿He de suponer que alguien le ha comunicado la muerte del alfa de su anterior manada?
Ahora el sorprendido era el comandante Channing, que a punto estuvo de atragantarse con un buñuelo.
—¿Cómo sabe usted eso?
Alexia levantó la mirada de su taza de té.
—Sé muchas cosas.
Los hermosos labios del comandante esbozaron una mueca al escucharlo.
—Mi señor dijo algo sobre ocuparse de una emergencia familiar un tanto embarazosa —intervino el profesor Lyall.
—¿Es que acaso yo no soy de su familia? —se preguntó lady Maccon en voz alta, a lo que Lyall murmuró un «Y a menudo embarazosa» en voz baja.
—Tenga usted cuidado, profesor. Solo permito que una persona diga cosas insultantes acerca de mi persona y en mi propia cara, y usted no es lo suficientemente corpulento como para ser esa persona.
Lyall se sonrojó.
—Le pido disculpas, señora. Por un momento he olvidado mis modales —se disculpó el profesor, enfatizando la palabra «señora» y tirando del pañuelo para mostrar apenas un ápice de su cuello.
—¡Todos somos su familia! Y nos ha dejado aquí, solos. —El comandante Channing parecía más molesto por la marcha del esposo de Alexia que ella misma—. Lástima que no consultara su decisión conmigo. Le habría dado unas cuantas razones para quedarse.
Alexia clavó sus fríos ojos castaños en el gamma del castillo de Woolsey.
—¿De veras?
Pero el comandante Channing estaba ocupado mostrando públicamente su desconcierto.
—Claro que debería de haberlo sabido, o al menos haberlo imaginado. ¿Qué penurias habrán padecido después de tantos meses sin un alfa que los guiara?
—Lo desconozco —insistió Alexia, aunque las palabras del comandante no iban dirigidas a ella—. ¿Por qué no me cuenta eso tan interesante que pensaba compartir con mi esposo?
El comandante Channing levantó la mirada, furioso y apesadumbrado al mismo tiempo. La atención de todos los presentes se concentraba en él.
—Sí —intervino la suave voz de Lyall—, ¿por qué no nos lo cuenta? —Bajo la estudiada indiferencia, las palabras del profesor eran afiladas como puñales.
—Oh, nada importante. Solo que durante el trayecto de vuelta a casa por aguas del Mediterráneo y a través de sus estrechos, ninguno de nosotros pudo transformarse en lobo. Seis regimientos y cuatro manadas distintas, y a todos nos creció la barba. Básicamente fuimos mortales durante todo el trayecto. Tan pronto como desembarcamos y recorrimos algunas millas en dirección a Woolsey, volvimos a ser nosotros mismos.
—Teniendo en cuenta ciertos sucesos ocurridos recientemente, eso que cuenta es muy interesante. ¿Por qué no se lo ha contado a mi esposo?
—Nunca tiene tiempo para mí. —Channing parecía aún más furioso que Alexia.
—¿Y usted se lo toma como un desaire y no le obliga a escuchar lo que tiene que contarle? Su actitud no solo es estúpida, sino que podría llegar a ser peligrosa. —Ahora era Alexia la que se estaba enfureciendo por momentos—. ¿Intuyo que alguien está celoso?
El comandante Channing golpeó la mesa con la palma de la mano, haciendo temblar la vajilla.
—¡Acabamos de llegar al país después de pasar seis años en el extranjero y nuestro ilustre alfa justo decide ausentarse, dejando sola a su manada para resolver los asuntos de otra! —respondió el comandante, escupiendo las palabras.
—Pues sí —intervino Hemming—, alguien está celoso.
El comandante Channing lo señaló con un dedo amenazante. Sus manos eran grandes y elegantes, pero también duras y cubiertas de callos, tanto que Alexia se preguntó en qué luchas se había visto envuelto en los años anteriores a convertirse en hombre lobo.
—Tenga cuidado con lo que dice, estúpido. Le supero en rango.
Hemming inclinó la cabeza a un lado, exponiendo el cuello como señal de reconocimiento ante la amenaza recibida, y luego procedió a dar buena cuenta del resto de su plato, guardándose sus opiniones.
Tunstell y el resto de los guardianes presenciaron la conversación con sumo interés. Tener a la manada al completo en casa era una novedad para todos ellos. Los guardias Goldsteam habían pasado tanto tiempo en la India que casi ningún guardián conocía a toda la manada.
Lady Maccon decidió que ya había tenido suficiente comandante Channing por una noche. La información que acababa de conocer hacía aún más urgente su partida hacia la ciudad, de modo que se levantó de su silla y pidió un carruaje.
—¿Otra vez a Londres, milady? —preguntó Floote, que acababa de hacer acto de presencia en el recibidor con el manto y el sombrero de su señora.
—Desgraciadamente sí —respondió ella, un tanto perturbada.
—¿Necesitará el maletín de trabajo?
—Esta noche no, Floote. No voy en calidad de muhjah. Será mejor parecer tan inocua como me sea posible.
El silencio de Floote fue más que elocuente, como sucedía con tantos silencios del antiguo mayordomo. Lo que a su querida señora le sobraba en cerebro le faltaba en sutileza; era tan inocua como cualquiera de los sombreros de Ivy Hisselpenny.
Alexia puso los ojos en blanco.
—Sí, está bien, comprendo su preocupación, pero hay algo que se me escapa referente al incidente de anoche. Y ahora sabemos que, fuera lo que fuese, llegó a la ciudad con los regimientos. Debo hablar con lord Akeldama. Lo que el ORA no haya podido descubrir, sus chicos lo conseguirán con toda seguridad.
Floote parecía ligeramente perturbado por las palabras de su señora, puesto que uno de sus párpados temblaba de forma casi imperceptible. Alexia jamás se habría dado cuenta de no haber sufrido veintiséis años de convivencia con él. Aquella reacción significaba que no aprobaba del todo la fraternización de lady Maccon con el más extravagante de los vampiros errantes que habitaban en Londres.
—No se alarme, Floote. Tendré mucho cuidado. Lástima que esta noche no tenga una excusa legítima para ir a la ciudad. La gente se dará cuenta del cambio en mi rutina habitual.
—Mi señora —intervino una tímida voz femenina—, quizás yo pueda ayudarla.
Alexia levantó la mirada con una sonrisa en los labios. Las voces femeninas eran algo escaso en el Castillo de Woolsey, pero aquella en concreto era una de las más habituales. En lo referente a fantasmas, la Difunta Merriway era un espécimen agradable, tanto que en los últimos meses Alexia había llegado a apreciar su compañía. A pesar de su timidez.
—Buenas tardes, Difunta Merriway. ¿Cómo se encuentra esta noche?
—Aquí seguimos, señora —respondió el fantasma, cuya apariencia apenas era una neblina gris bajo las luces de gas de la entrada del castillo. Aquella zona estaba en el límite de sus dominios, por lo que le resultaba difícil solidificarse. También significaba que su cuerpo descansaba en la parte alta del castillo de Woolsey, probablemente emparedada en alguna estancia, un hecho que Alexia prefería no comprobar y mucho menos olfatear.
—Tengo un mensaje personal para usted, milady.
—¿De mi absurdo marido? —Una suposición poco arriesgada, puesto que su esposo era el único capaz de utilizar un fantasma en lugar de otra forma más sensata de comunicación, como por ejemplo despertar a su mujer y hablar con ella antes de irse.
La forma fantasmagórica se balanceó arriba y abajo, movimiento con el que la Difunta Merriway expresaba su versión de un sí.
—De mi señor, sí.
—¿Y bien? —graznó Alexia.
La Difunta Merriway retrocedió unos centímetros. A pesar de la promesa de Alexia de no recorrer el castillo en busca del cadáver de Merriway para imponerle las manos, el fantasma era incapaz de superar su miedo a los preternaturales y persistía en ver exorcismos inminentes tras cada reacción de Alexia que se le antojara amenazante, lo que, teniendo en cuenta el carácter de la misma, desembocaba en un estado de nerviosismo perpetuo.
Alexia suspiró y trató de contener el tono de su voz.
—¿Qué dice ese mensaje que tiene para mí, Difunta Merriway? Por favor. —Utilizó el espejo de la entrada para colocarse el sombrero, que colgaba de la parte trasera de la cabeza de una forma absolutamente inservible, aunque como el sol aún no se había puesto, Alexia supuso que poco importaba que no le proporcionase sombra alguna, y todo ello lo hizo con cuidado para no estropear el peinado de Angelique.
—Debe ir a comprarse sombreros —dijo la Difunta Merriway de forma ciertamente inesperada.
Alexia arrugó la frente y se puso los guantes.
—¿De veras?
La Difunta Merriway repitió su fluctuación afirmativa de nuevo.
—Mi señor le recomienda un establecimiento en la calle Regent que ha abierto sus puertas hace poco. Se llama Chapeau de Poupe. Insistió en que visitara la tienda sin falta.
Lord Maccon raramente se interesaba por su propio atuendo, por lo que lady Maccon apenas daba crédito a tan repentino interés en el de ella.
—Ah, vaya, justamente estaba pensando lo poco que me gusta este sombrero. Aunque tampoco es que necesite uno nuevo.
—Sé de alguien que sí lo necesita —intervino Floote con una vehemencia poco común en él.
—Sí, Floote, siento que ayer tuviera que ver todas esas uvas —se disculpó Alexia. El pobre Floote poseía una sensibilidad muy delicada. Este entregó a su señora una sombrilla de encaje azul y blanco y la acompañó a los pies de la escalera, donde el carruaje ya esperaba.
—A la residencia Hisselpenny, rápido —le dijo al conductor—, rápido.
—Oh, Floote. —Lady Maccon sacó la cabeza por la ventanilla mientras el carruaje empezaba a alejarse de la casa—. Cancele la cena de mañana, ¿quiere? Puesto que mi esposo ha preferido ausentarse, la reunión ya no tiene mucho sentido.
Floote asintió con la cabeza mientras el carruaje se alejaba, y se dispuso a ocuparse de los detalles.
A Alexia le pareció totalmente justificado presentarse en casa de Ivy sin avisar, puesto que la misma Ivy había hecho lo propio el día de antes.
La señorita Ivy Hisselpenny estaba sentada en la sala de estar principal de la modesta residencia de los Hisselpenny, recibiendo a las visitas. Se alegró al ver a su amiga, aunque su llegada fuese tan inesperada. En general todos los habitantes de la casa se mostraban encantados de recibir a lady Maccon; jamás habrían imaginado que la relación de Ivy con una solterona empedernida como Alexia Tarabotti podría resultar en un coup de grace tan importante.
Lady Maccon encontró a la señora Hisselpenny con sus agujas de tejer en ristre, soportando estoicamente el parloteo interminable de su hoja.
—¡Oh, Alexia! Tremendo.
—Buenas tardes tengas tú también, Ivy. ¿Cómo estás?
Aquella era una pregunta un tanto imprudente para la señorita Hisselpenny, puesto que era propensa a contar toda la verdad, hasta el detalle más vergonzante.
—¿Te lo puedes creer? La noticia de mi boda con el capitán Featherstonehaugh ha salido esta mañana en el Times, ¡y casi no me ha llamado nadie en todo el día! Solo he recibido veinticuatro visitas, y cuando Bernice se comprometió el mes pasado, ¡recibió veintisiete! No es justo, simplemente no lo es. Aunque supongo que tú eres la veinticinco, querida Alexia.
—Ivy —dijo Alexia sin más vacilaciones—, ¿por qué quedarse aquí esperando a recibir más afrentas? Es evidente que necesitas diversión, y yo estoy del humor perfecto para proporcionártela: diría que necesitas un sombrero nuevo. Tú y yo deberíamos ir de compras.
—¿En este preciso instante?
—Sí, cuanto antes mejor. He oído que hay una tienda nueva en la calle Regent. ¿Te apetece que veamos qué tal está?
—Oh. —Las mejillas de Ivy se sonrojan de la emoción—. ¿El Chapeau de Poupe? Dicen que es un tanto atrevido. Algunos conocidos míos se refieren a esa tienda con el adjetivo rápida. —La madre de Ivy, perennemente silenciosa, emitió una pequeña exclamación al oír la palabra «rápida», pero no la acompañó de ningún comentario, de modo que Ivy decidió continuar—. Ya sabes, solo las señoras más adelantadas a su tiempo frecuentan esa tienda. Mabel Dair, la actriz, compra allí de forma regular. Y la propietaria promete ser un escándalo en sí misma.
Algo en el tono de voz de su amiga le dijo que se moría de ganas de visitar el Chapeau de Poupe.
—Bueno, el sitio parece perfecto para encontrar algo especial para este invierno, y como señorita recién comprometida que eres, es evidente que necesitas un sombrero nuevo.
—¿Lo necesito?
—Confía en mí, querida Ivy, lo necesitas.
—Ivy, querida —intervino la señora Hisselpenny con un hilo de voz, dejando la labor a un lado y levantando la mirada—, deberías ir a cambiarte. No tiene sentido que la hagas esperar después de la generosa oferta que te ha hecho.
Ivy corrió de inmediato escaleras arriba sin apenas más protestas.
—Hará lo posible por ayudarla, ¿verdad, lady Maccon? —Los ojos de la señora Hisselpenny parecían desesperados por encima del insistente tintineo de las agujas de tejer.
Alexia creyó entender la pregunta.
—¿Usted también está preocupada por tan repentino compromiso?
—Oh, no, el capitán Featherstonehaugh es un pretendiente estupendo. No, me refería a las preferencias de Ivy en cuanto a sombreros.
Alexia se tragó una sonrisa y mantuvo la expresión de su cara perfectamente seria.
—Por supuesto. Lo haré lo mejor que pueda, por la reina y por mi país.
El mayordomo de los Hisselpenny entró en la estancia con una bandeja de té. Lady Maccon tomó un trago con una profunda sensación de alivio. No en vano la tarde se había presentado un tanto complicada. Con Ivy y sus sombreros en el futuro, lo más probable es que la situación empeorara. El té era una necesidad médica que, gracias a Dios, la señora Hisselpenny había tenido a bien proporcionarle.
Lady Maccon dedicó el siguiente cuarto de hora a discutir las particularidades del tiempo, un tema de conversación siempre doloroso a la par que agradable, hasta que Ivy reapareció en la estancia con un vestido de paseo de tafetán naranja, una chaqueta de brocado color champán y un sombrero a conjunto particularmente notable. Se trataba de una pieza decorada con numerosos crisantemos y aquí y allá una diminuta abejita colgando del extremo de un alambre.
Alexia apartó la mirada del sombrero, le dio las gracias a la señora Hisselpenny por el té y acompañó a Ivy hasta el carruaje de Woolsey. A su alrededor, la sociedad nocturna de Londres despertaba lentamente: las farolas de gas se iban encendiendo, parejas elegantemente ataviadas solicitaban los servicios de un carruaje de alquiler y de vez en cuando un grupo de jóvenes rompía el silencio de la noche con sus estridentes carcajadas. Alexia dio la orden al conductor para que las llevara hasta la calle Regent y en apenas unos minutos se detuvieron frente al Chapeau de Poupe.
Al principio Alexia no supo dilucidar los motivos por los que su esposo le había recomendado acudir al Chapeau de Poupe, de modo que hizo lo que cualquier otra joven de alcurnia como ella habría hecho: compró.
—¿Estás segura de querer comprar sombreros conmigo, Alexia? —preguntó Ivy mientras atravesaban la pesada puerta de hierro del establecimiento—. Tus gustos al respecto no coinciden con los míos.
—Confío ciegamente en que no sea así —respondió lady Maccon con sinceridad, sin apartar la mirada de la monstruosidad cubierta de flores que coronaba el dulce rostro ovalado de su amiga y su hermosa cabellera de negros tirabuzones.
La tienda era tal y como la habían imaginado: excepcionalmente moderna en su apariencia, con cortinas de vaporosa muselina y las paredes pintadas a rayas verdes y melocotón, los muebles lacados en bronce, de líneas limpias, y cojines a juego.
—¡Vaya! —exclamó Ivy, mirando a su alrededor con los ojos abiertos de par en par—. ¿No crees que es demasiado francés?
Había unos cuantos sombreros sobre las mesas o colgando de las paredes, pero la mayoría colgaban del techo suspendidos por pequeñas cuerdas doradas a distintas alturas, de modo que el visitante tenía que ir apartándolos a medida que avanzaba por la tienda como si se tratara de una extraña vegetación. Y dichos sombreros —bonetes de batista bordada con encaje de Mechlin, pamelas italianas de paja, tocados color púrpura que dejaban el conjunto de Ivy a la altura del betún y horrendas papalinas— colgaban por todas partes.
Ivy se fijó inmediatamente en el más feo de todos: uno de fieltro amarillo canario decorado con grosellas negras, cinta de terciopelo negro y un par de plumas verdes que parecían antenas colgando de un lado.
—¡Oh, ese no! —dijeron al unísono Alexia y una voz desconocida mientras Ivy estiraba un brazo para descolgarlo de la pared.
Ivy bajó inmediatamente la mano, y tanto ella como lady Maccon se dieron la vuelta para ver por primera vez a la mujer de aspecto más remarcable emergiendo de entre las cortinas que cubrían la entrada a la trastienda.
Alexia se dijo, sin atisbo de envidia alguno, que aquella era probablemente la mujer más bella que había visto en toda su vida. Tenía la boca pequeña y adorable, los ojos grandes y verdes, los pómulos prominentes y dos hoyuelos cuando sonreía, lo cual hacía en aquel preciso instante. Por norma general, Alexia era contraria a los hoyuelos, pero en aquella desconocida no desentonaban, quizás porque se diluían en los marcados ángulos de su rostro y en el cabello castaño cortado particularmente corto, como el de un hombre.
Ivy ahogó una exclamación de sorpresa al verla. Y no por su pelo, o al menos no únicamente por él, sino porque la desconocida vestía de la cabeza a las lustrosas botas con las que cubría sus pies con el estilo más impecable, para un hombre: chaqueta, pantalones y chaleco a la última moda; sombrero de copa cubriéndole los cabellos, escandalosamente cortos, y pañuelo al cuello, precipitándose sobre el pecho como una cascada de seda color Burdeos. Sin embargo, nada en ella parecía querer ocultar su feminidad. Su voz era suave y melódica, pero sin lugar a dudas la de una mujer.
Alexia cogió un par de guantes color ocre oscuro para niño de una cesta que descansaba sobre una de las mesas. Eran suaves al tacto como la mantequilla, y Alexia los observó fijamente para apartar la mirada de la desconocida.
—Soy madame Lefoux. Bienvenidas al Chapeau de Poupe. ¿En qué puedo ayudarles, señoritas? —Tenía un leve acento francés, apenas perceptible, no como Angelique, que parecía incapaz de aprender a pronunciar la erre.
Ivy y Alexia le devolvieron el saludo inclinando levemente la cabeza a un lado, lo último en muestras de cortesía, un formalismo cuyo objetivo era demostrar que el cuello del interesado estaba libre de mordeduras, y es que nadie quería ser tomado por un zángano sin obtener a cambio los beneficios derivados de la protección de un vampiro. Madame Lefoux hizo lo propio, aunque era imposible determinar si su cuello presentaba mordeduras bajo el pañuelo. Alexia observó con interés que llevaba dos alfileres: uno de plata y el otro de madera. Madame Lefoux prefería la noche al día, pero se mostraba cautelosa al respecto.
—Mi amiga, la señorita Ivy Hisselpenny, se ha prometido recientemente y necesita un sombrero nuevo con urgencia —dijo lady Maccon. No se presentó a sí misma, no de momento. Siempre era mejor reservar un nombre como el suyo.
Madame Lefoux observó detenidamente las flores y las abejas que copaban el tocado de Ivy.
—Sí, es evidente que así es. Pase por aquí, señorita Hisselpenny. Creo que tengo algo que le quedaría perfecto con el vestido que lleva.
Ivy trotó obediente tras la mujer de extraña indumentaria, no sin antes mirar a su amiga por encima del hombro con una expresión en el rostro que claramente quería decir ¿qué demonios lleva puesto?
Alexia paseó distraídamente por la tienda hasta detenerse junto al horrible sombrero amarillo del que madame Lefoux y ella misma habían hecho apartarse a la pobre señorita Hisselpenny. Contrastaba por completo con la sofisticación de la que hacían gala el resto de los sombreros, casi como si hubiese sido fabricado con la intención de que no fuera comprado.
Mientras la peculiar dueña de la tienda parecía totalmente concentrada en Ivy (¿quién no lo estaría?), Alexia utilizó la empuñadura de su sombrilla para levantar ligeramente el sombrero que colgaba de la pared y mirar debajo. Justo en aquel preciso instante dedujo por qué su esposo la había enviado al Chapeau de Poupe.
Había allí una palanca escondida, disfrazada de colgador y oculta bajo el horrible tocado. Alexia devolvió la pieza a su sitio, se dio la vuelta y empezó a deambular inocentemente por la tienda, fingiendo interés en varios accesorios. Pronto se dio cuenta de que existían pequeñas pruebas de la segunda naturaleza del Chapeau de Poupe: arañazos en el suelo cerca de una pared en la que no parecía haber puerta alguna, y varias lámparas de gas que no habían sido encendidas. Alexia estaba dispuesta a jugarse una cantidad generosa de dinero a que ni siquiera se trataba de lámparas.
Lady Maccon no se hubiese mostrado tan observadora, claro está, si su querido esposo no hubiera insistido tanto en que visitara el establecimiento. El resto del local no se le antojó tan sospechoso, aunque sí a la última moda, con sombreros lo suficientemente atractivos como para llamar su poco estilosa atención. Pero con los arañazos y la palanca escondida, Alexia no pudo evitar sentir cierta curiosidad, tanto acerca de la tienda como de su propietaria. Tal vez lady Maccon no tenía alma, pero la vivacidad de su mente era algo que no podía ponerse en duda.
Se acercó hasta donde madame Lefoux acababa de persuadir a la señorita Hisselpenny de la adquisición de un pequeño sombrero de paja con el ala levantada por la parte delantera, decorado alrededor de la corona con unas flores color crema y un graciosa pluma azul.
—Ivy, te queda especialmente bien —alabó Alexia a su amiga.
—Gracias, Alexia, pero ¿no te parece un tanto recatado? No estoy segura de que se avenga con mi estilo.
Lady Maccon y madame Lefoux intercambiaron miradas.
—No, no lo creo. No se parece en nada a esa cosa horrible y amarilla en la que te has fijado nada más entrar. Me he acercado a observarlo y en verdad es bastante espantoso.
Madame Lefoux miró fijamente a Alexia con gesto serio y sin rastro de sus hermosos hoyuelos.
Alexia sonrió, todo dientes, pero sin rastro de humor, y es que uno no podía vivir rodeado de licántropos y no adoptar algunos de sus manierismos.
—No puede ser diseño suyo —le espetó a la propietaria.
—La obra de un aprendiz, créame —respondió madame Lefoux, encogiendo levemente los hombros, para acto seguido colocar otro sombrero sobre la cabeza de Ivy, esta vez uno con más flores.
La señorita Hisselpenny se atusó el cabello.
—¿Tiene más… como ese? —preguntó Alexia, refiriéndose todavía al horrible sombrero amarillo.
—Bueno, tengo un sombrero para montar —respondió madame Lefoux con un hilo de voz.
Lady Maccon asintió. Madame Lefoux se refería al sombrero que se encontraba más cerca de las marcas que Alexia había observado en el suelo. Las dos mujeres se entendieron a la primera.
Se produjo una pausa en la conversación mientras Ivy expresaba su interés por una creación de color rosa con numerosas plumas. Alexia hizo girar la sombrilla entre sus enguantadas manos.
—Parece que también tiene problemas con la iluminación de gas —continuó Alexia, todo dulzura e inocencia.
—Así es. —Un destello de complicidad iluminó el rostro de madame Lefoux—. Y también está lo del pomo de la puerta. Pero ya sabe cómo son estas cosas, siempre hay flecos que cortar tras la apertura de un nuevo establecimiento.
Lady Maccon se maldijo a sí misma. El pomo de la puerta —¿cómo se le había podido pasar?—. Deambuló distraídamente por la tienda, inclinándose sobre su sombrilla para examinarlo más de cerca.
Ivy, insensible a las sutilezas de la conversación, se dispuso a probarse otro sombrero.
El pomo de la puerta principal era mucho más grande de lo que debería ser y parecía hecho a partir de una complicada serie de piezas y cerrojos, demasiado segura para una tienda de sombreros.
Alexia se preguntó si madame Lefoux era una espía francesa.
—Bueno —le estaba diciendo Ivy a madame Lefoux cuando Alexia se reunió con las dos mujeres—, Alexia siempre dice que mi gusto para la ropa es abismal, pero ella tampoco es que tenga demasiado criterio. Sus elecciones suelen ser de lo más banal.
—Carezco de imaginación —admitió Alexia—, razón por la cual cuento con una doncella francesa y muy creativa entre el servicio.
Aquellas palabras despertaron el interés de madame Lefoux, que recuperó sus hoyuelos en una media sonrisa.
—¿Y la excentricidad de llevar sombrilla incluso de noche? ¿He de suponer que lady Maccon me ha honrado con el honor de su presencia?
—Alexia —preguntó la señorita Hisselpenny escandalizada—, ¿no te has presentado convenientemente?
—Lo cierto es que…
Alexia se disponía a inventar una excusa creíble cuando…
¡Bum!
Y el mundo explotó a su alrededor hasta que lo único que quedó fue oscuridad.