Una plaga de humanización

Lord Conall Maccon era un hombre corpulento y, en consecuencia, un lobo de dimensiones considerables. Era mayor que cualquier otro animal de su misma especie y menos esbelto, todo músculos, sin lugar para la delgadez. Nadie que se cruzara con él dudaría ni un instante de que aquella criatura solo podía ser sobrenatural. Dicho esto, las pocas personas que recorrían aquella solitaria carretera invernal a tan tempranas horas de la tarde no podían verle. Lord Maccon se movía rápidamente, y su pelaje era tan oscuro que, a excepción del intenso amarillo de sus ojos, el resto de su persona se fundía por completo entre las sombras. En más de una ocasión, su esposa había elogiado su belleza como lobo, algo que jamás había repetido cuando era humano. Algún día tendría que interrogarla al respecto. Conall consideró la idea por un instante; no, sería mejor que no lo hiciera.

Tales eran los mundanos pensamientos que ocupaban la mente del lobo mientras atravesaba la campiña en dirección a Londres. El castillo de Woolsey estaba a cierta distancia de la metrópolis, al norte de Barking para ser exactos, a dos horas en carruaje o dirigible y algo menos a cuatro patas. El tiempo fue pasando hasta que finalmente los húmedos pastos, los setos impolutos y los conejos asustados dieron paso a las calles embarradas, los muros de piedra y los gatos callejeros.

El conde descubrió que el trayecto había perdido parte de su encanto cuando de pronto, poco después de atravesar los límites de la ciudad, en la calle Fairfoot, perdió su forma animal completa y abruptamente. Se trataba de un suceso de lo más asombroso; en un momento estaba corriendo sobre sus cuatro patas y un segundo más tarde sus huesos se partían, el pelaje desaparecía y las rodillas chocaban dolorosamente contra los adoquines, dejándole tembloroso, jadeante y desnudo en medio de la calle.

—¡Por todos los santos y por el mismísimo demonio! —exclamó el agraviado caballero.

Nunca antes había experimentado algo remotamente parecido. Ni siquiera cuando su frustrante esposa utilizaba sus poderes preternaturales para devolverlo a su estado primigenio de humanidad; el proceso no era tan repentino. Normalmente, el tránsito iba precedido de un aviso. Bueno, uno pequeño. Uno o dos gritos, para ser exactos.

El conde miró a su alrededor. Alexia no estaba por ninguna parte, y estaba bastante seguro de haberla dejado a salvo, aunque furiosa, en el castillo. No había ningún otro preternatural registrado en el área de Londres y sus alrededores. Entonces, ¿qué acababa de suceder?

Se miró las rodillas, que sangraban ligeramente y cuyas heridas se resistían a desaparecer. Los licántropos eran criaturas sobrenaturales: heridas tan superficiales como aquellas deberían cerrarse en cuestión de segundos. Sin embargo, de los rasguños brotaba sangre, vieja y espesa, que caía sobre los sucios adoquines de la calle.

Lord Maccon intentó transformarse de nuevo, acudiendo al lugar desde el que obligaba a todo su cuerpo a mutar su naturaleza biológica. Nada. Lo intentó con la Forma de Anubis, una habilidad reservada al macho alfa que consistía en transformarse únicamente de cuello para arriba, conservando el resto del cuerpo de un humano. Tampoco. Allí estaba el conde, sentado sobre los fríos adoquines de la calle Fairfoot, desnudo de la cabeza a los pies y profundamente confuso.

Estimulado por un espíritu curioso, retrocedió unos metros y volvió a intentar la Forma de Anubis, un truco que siempre resultaba más rápido que la transformación total. Esta vez sí funcionó, de modo que ahora el dilema era otro: ¿merodear por la zona en forma de lobo o continuar hasta la oficina desnudo? Recobró sus facciones humanas.

Por norma general, cuando existía la posibilidad de tener que transformarse en público, el conde tomaba la precaución de cargar con una capa entre sus fauces. Esta vez, sin embargo, había dado por sentado que podría refugiarse en las oficinas del ORA y en su vestidor antes de que la decencia fuese estrictamente necesaria. Ahora se arrepentía de semejante exceso de confianza. La Difunta Merriway estaba en lo cierto; algo no iba bien en Londres, aparte del hecho de que uno de sus condes se paseara por sus calles como Dios le trajo al mundo. Al parecer, no solo los fantasmas resultaban afectados; los licántropos también sufrían algunas alteraciones. Esbozó una tensa sonrisa y, acto seguido, se refugió a toda prisa tras un montón de cajas. Estaba convencido de que los vampiros también se habrían quedado sin colmillos, al menos los que residieran en las inmediaciones del Támesis. La condesa Nadasdy, reina de la colmena de Westminster, debía de estar fuera de sus casillas, lo cual solo podía desembocar en el placer incomparable que suponía recibir una visita de lord Ambrose aquella misma tarde. La noche prometía ser larga.

La Oficina del Registro Antinatural no estaba situada, a diferencia de lo que los confundidos turistas suponían, en las inmediaciones de Whitehall, calle en la que se concentraban casi todas las dependencias del estado. El ORA tenía su cuartel general en un discreto edificio georgiano junto a la calle Fleet, cerca de las oficinas del Times. Lord Maccon había ordenado el traslado diez años atrás al descubrir que era la prensa, y no el Gobierno, quien poseía el control sobre lo que sucedía realmente en la ciudad, ya fuese de índole política o no. Aquella noche en cuestión, el conde tenía motivos más que suficientes para arrepentirse de tal decisión, puesto que no le quedaba más remedio que atravesar el distrito comercial, además de algunas de las calles más concurridas de la zona, si quería llegar a sus oficinas.

Casi había logrado su objetivo sin ser visto, escondiéndose en las calles más mugrientas y tras las esquinas cubiertas de barro; los callejones traseros con más solera de todo Londres. Ciertamente podía tildarse de hazaña, puesto que las calles estaban atestadas de soldados. Afortunadamente, estaban demasiado entregados al propósito de celebrar su reciente regreso a Londres y no al portentoso y pálido cuerpo del conde. Sin embargo, sí fue descubierto por el individuo más inesperado, cerca de la calle Bride, con el hediondo olor de la calle Fleet flotando en el ambiente.

Un individuo de la más alta alcurnia, vestido a la última moda con una hermosa chaqueta y un deslumbrante pañuelo verde limón atado alrededor del cuello al estilo Osbaldeston, emergió de las profundidades de un lóbrego bar y saludó en su dirección, llevándose la mano al sombrero.

—Vaya, vaya, si es lord Maccon. ¿Cómo está? ¿No le parece que va un poco ligero de ropa para un paseo nocturno? —La voz del extraño, quien parecía encantado con aquel encuentro, le resultaba vagamente familiar.

—Biffy —gruñó el conde.

—¿Y cómo está su adorable esposa? —Biffy era un reputado zángano, y lord Akeldama, su señor, vampiro para más señas, uno de los amigos más queridos de Alexia, para tormento de su señor esposo. Lo mismo podía decirse de Biffy. La última vez que el zángano había visitado el castillo de Woolsey con un mensaje de su señor, este y Alexia habían pasado horas discutiendo la última moda en peinados procedente del viejo París. La esposa del conde sentía una más que evidente debilidad por los caballeros de tendencias frívolas. Conall meditó qué decía aquello acerca de su propio carácter.

—Olvide a mi adorable esposa —respondió—. Métase en esa taberna de mala muerte y consígame un abrigo del tipo que sea, ¿quiere?

Biffy arqueó una ceja.

—Sabe que le ofrecería el mío pero, dado el corte de la prenda y las circunstancias que nos ocupan, difícilmente le serviría para nada, además de que tampoco conseguiría abarcar esa enorme figura suya. —Miró al conde de arriba abajo—. Vaya, vaya, mi señor se va a poner hecho una fiera cuando sepa lo que se ha perdido.

—Su absurdo lord Akeldama ya me ha visto desnudo.

Biffy se dio unos golpecitos en el labio con el dedo índice y una mirada de desconcierto asomó a sus ojos.

—Oh, por el amor de Dios, usted también estaba presente —añadió lord Maccon, molesto.

Biffy se limitó a sonreír.

—Una capa. —Guardó silencio un instante y luego añadió—: ¡Por lo que más quiera!

Biffy desapareció, para regresar unos segundos más tarde con un abrigo de corte burdo y olor a salitre, pero lo suficientemente grande como para cubrir las vergüenzas del conde.

El alfa se cubrió los hombros con la prenda y luego fulminó con la mirada al zángano, que aún sonreía.

—Huelo a algas a medio cocer.

—La marina está en la ciudad.

—¿Y usted qué sabe de toda esta locura? —Tal vez Biffy fuera un personaje histriónico al igual que su señor, pero lord Akeldama también era el entrometido más efectivo de todo Londres, y administraba con mano firme un impecable círculo de informadores tan eficientes que bien podrían sacar los colores a los mismísimos servicios secretos del Gobierno.

—Ayer arribaron a puerto ocho regimientos: los Escoceses Negros, los Northumbria, los Guardias Coldsteam… —Biffy se estaba haciendo el obtuso.

Lord Maccon le interrumpió.

—Eso no, el exorcismo masivo.

—Ah, eso. Por eso le estaba esperando.

—Como no podía ser de otro modo —suspiró lord Maccon.

De pronto, Biffy dejó de sonreír.

—¿Le apetece dar un paseo, milord? —Se detuvo junto al licántropo, que había dejado de serlo, y ambos empezaron a andar en dirección a la calle Fleet. Los pies descalzos del conde no resonaban sobre los sucios adoquines.

—¡Qué! —La exclamación de sorpresa procedía no de una, sino de dos fuentes al mismo tiempo: Alexia y un olvidado, hasta ahora, Tunstell. El guardián se había acomodado tras la esquina de la veranda para curarse las secuelas de la disciplina del comandante Channing.

Sin embargo, al oír las noticias de la señorita Hisselpenny, el desgarbado actor volvió a hacer acto de presencia. Lucía un círculo rojo alrededor del ojo derecho, que sin duda estaba destinado a oscurecerse de la forma más colorida posible, y se pinzaba la nariz para detener el flujo de sangre. Tanto el pañuelo de Alexia como el del guardián parecían muy perjudicados tras la experiencia.

—¿Prometida, señorita Hisselpenny? —Además de su aspecto desaliñado, Tunstell tenía un aspecto trágico al estilo de las comedias shakesperianas. Detrás del pañuelo, tenía los ojos abiertos de par en par, y es que Tunstell se había prendado de la señorita Hisselpenny el día en que ambos habían bailado en la boda de lord y lady Maccon, pero desde entonces no habían tenido ocasión de volver a verse. La señorita Hisselpenny era una mujer consecuente, y Tunstell no era más que un simple guardián, además de un actor en ciernes. Alexia no había atisbado el alcance del enamoramiento del guardián. O tal vez, ahora que era imposible, dicho enamoramiento significara más que antes.

—¿Con quién? —lady Maccon formuló la pregunta más obvia. Ivy la ignoró y corrió al lado de Tunstell.

—¡Está herido! —exclamó, mientras las uvas y fresas aterciopeladas brincaban alegremente con cada uno de sus movimientos. Sacó un diminuto pañuelo, bordado con pequeños manojos de cerezas, y trató de limpiarle el rostro sin demasiado éxito.

—No es más que un simple arañazo, señorita Hisselpenny, se lo aseguro —respondió Tunstell, satisfecho con sus atenciones, por poco efectivas que estas fueran.

—Pero si está sangrando profusamente —insistió Ivy.

—No se preocupe, no se preocupe, un puño puede provocar este efecto en una persona, ya sabe.

Ivy ahogó una exclamación de asombro.

—¡Una pelea! ¡Oh, es horrible! Pobre señor Tunstell. —Ivy acarició con una de sus enguantadas manos la única zona de la mejilla del guardián que no estaba ensangrentada.

El pobre señor Tunstell no parecía muy afectado por lo sucedido, siempre que aquel fuera el resultado de la pelea.

—Oh, por favor, no se preocupe por mí —insistió, inclinándose hacia las caricias de Ivy—. Pero qué sombrero tan encantador, señorita Hisselpenny, tan… —se detuvo un instante, en busca de la palabra adecuada—… frutal.

Ivy se puso colorada como un tomate.

—Oh, ¿le gusta? Lo compré especialmente para la ocasión.

Aquello fue más que suficiente.

—Ivy —intervino Alexia bruscamente, tratando de recuperar a su amiga para el importante asunto que se traían entre manos—. ¿Con quién te has prometido exactamente?

La señorita Hisselpenny se vio arrastrada de nuevo a la realidad, lejos del influjo del joven Tunstell.

—Se llama capitán Featherstonehaugh y acaba de regresar con los Fusilli de Northumbria desde Inja.

—Querrás decir con los Fusileros de Northumbria.

—¿Y no es eso lo que acabo de decir? —Ivy era toda inocencia y emoción.

Los movimientos militares ordenados por el deán incluían a muchos más regimientos de los que Alexia había imaginado. Tendría que aprovechar la reunión del Consejo en la Sombra para averiguar qué se traían entre manos la reina y sus comandantes.

La misma reunión a la que ya llegaba inexcusablemente tarde.

—No es un mal partido —prosiguió la señorita Hisselpenny—, aunque mamá habría preferido un comandante como mínimo. Pero ya sabes —bajó la voz hasta que no fue más que un leve murmullo—, a mi edad ya no puedo permitirme el lujo de elegir.

Tunstell se mostró contrariado al escuchar las palabras de la señorita Hisselpenny, a quien él consideraba un gran partido; mejor que él, eso sí. La idea de que tuviera que contentarse con un capitán le resultaba inconcebible. Abrió la boca para decirlo, aunque acto seguido prefirió mostrarse inusualmente comedido al sentir la fría mirada de su señora fija en él.

—Tunstell —ordenó lady Maccon—, desaparezca de aquí e intente hacer algo útil. Ivy, te felicito por tan feliz noticia, pero de verdad que he de irme. Tengo una reunión importante y ya llego tarde.

Ivy no apartaba la mirada de la espalda de Tunstell.

—Claro que el capitán Featherstonehaugh no es exactamente lo que yo esperaba. Es tan marcial, ya sabes, tan estoico. Haríais buena pareja juntos, Alexia, pero yo deseaba un hombre con alma de bardo.

Alexia levantó las manos, exasperada.

—Es un guardián, Ivy. ¿Sabes qué significa eso? Que algún día, relativamente pronto, solicitará la metamorfosis y es bastante probable que pierda la vida en el intento. Aunque saliese airoso, se habría convertido en un hombre lobo. A ti ni siquiera te gustan los hombres lobo.

Ivy miró fijamente a su amiga con los ojos aún más abiertos, como si no diese crédito a lo que estaba escuchando. Las uvas rebotaron juguetonas desde su sombrero.

—Bien podría dejarlo antes de que ocurriera.

—¿Para ser qué? ¿Actor profesional? ¿Y vivir con un penique al día y la aprobación de un público caprichoso?

Ivy tomó aire ruidosamente.

—¿Quién ha dicho que estamos hablando del señor Tunstell?

Alexia aprovechó el repentino cambio de tema.

—Sube al carruaje, Ivy. Te llevaré de vuelta a la ciudad.

Durante las dos horas que duró el trayecto hasta Londres, la señorita Hisselpenny habló de su futuro matrimonio y de todo lo que lo rodeaba, de la lista de invitados y de las viandas que en el banquete se servirían. Poco se dijo, sin embargo, acerca del futuro esposo. Alexia dedujo durante el viaje que, al parecer, el afortunado en cuestión no tenía demasiada importancia entre tantos preparativos. Observó a su amiga con cierta preocupación mientras esta se apeaba del carruaje y entraba en la modesta vivienda de los Hisselpenny. ¿Qué estaba haciendo Ivy? Pero sin apenas tiempo para preocuparse por su amiga, lady Maccon le ordenó al cochero que se dirigiera al palacio de Buckingham.

La guardia ya esperaba su llegada. Lady Maccon solía permanecer en palacio un mínimo de dos horas, siempre después de la puesta de sol, los domingos y los jueves sin falta. Y era una de las visitas menos problemáticas de la reina, siendo la menos temible de todas, por muy francas que fueran sus palabras y agudas sus opiniones. Pasadas las dos primeras semanas, incluso se había tomado la molestia de aprenderse sus nombres. No en vano, eran los pequeños detalles los que definían la grandeza de alguien. La mayoría sospechaba de la elección de lord Maccon, pero la milicia parecía más que satisfecha, y agradecía que se les dirigiera la palabra, aunque fuese una mujer quien lo hiciera.

—Llega tarde, lady Maccon —dijo uno de ellos, comprobando su cuello en busca de marcas de dientes y su maletín de trabajo en busca de ingenios a vapor ilegales.

—No crea que no me he dado cuenta, teniente Funtington, no crea que no me he dado cuenta —respondió ella.

—Entonces será mejor que no la entretengamos. Adelante.

Lady Maccon le respondió con una breve sonrisa y siguió adelante.

El deán y el potentado hacía rato que esperaban. La reina Victoria no. Su Majestad solía llegar hacia la medianoche, después de presidir la cena con toda su familia, y se quedaba lo justo para conocer los resultados del debate y formular las decisiones finales que fueran necesarias.

—No saben cuánto siento haberles hecho esperar —se disculpó Alexia—. He tenido visitas inesperadas en el jardín delantero de mi residencia y un compromiso, igualmente inesperado, con el que lidiar esta tarde. De nada sirven las excusas, lo sé, pero esas son mis razones.

—Vaya, vaya, ahí lo tiene —gruñó el deán entre dientes—. Los asuntos del Imperio británico deben esperar a que usted tenga a bien atender a sus visitas y cualquier otra buena noticia. —El deán, conde de Upper Slaughter pero sin tierra alguna sobre la que mandar, era uno de los pocos licántropos en toda Inglaterra capaces de retar al conde de Woolsey, y había tenido ocasión de demostrarlo. Casi era tan grande como Conall Maccon, pero su aspecto denotaba más edad, con oscuro cabello, amplias facciones y ojos profundos. Podría haber sido un hombre atractivo si no fuera porque su boca era demasiado carnosa, el hoyuelo de su barbilla demasiado pronunciado y el mostacho y las patillas asombrosamente asertivos.

Alexia había dedicado muchas horas de reflexión a ese mostacho. Los hombres lobo no tenían vello en la cara, puesto que no envejecían. Entonces, ¿de dónde salía el del deán? ¿Siempre lo había tenido? ¿Cuántos siglos llevaba su pobre labio superior sepultado bajo semejante vegetación?

Aquella noche, sin embargo, Alexia prefirió ignorarlos a ambos, al deán y a sus protuberancias faciales.

—Y bien —dijo, tomando asiento y colocando el maletín a su lado, sobre la mesa—, ¿qué les parece si nos ponemos manos a la obra?

—Por supuesto —respondió el potentado con voz melosa y distante—. ¿Se siente bien esta noche, muhjah?

A Alexia le sorprendió la pregunta.

—Perfectamente.

El vampiro que formaba parte del Consejo en la Sombra era el más peligroso de los dos. Tenía siglos de experiencia a sus espaldas y mucho menos que demostrar que el deán. Mientras este guardaba las formas y convertía su desagrado por lady Maccon en un espectáculo público, Alexia sabía a ciencia cierta que el potentado la detestaba, y es que se había molestado en presentar por escrito una queja oficial con motivo de su enlace con el alfa de la manada de Woolsey, y otra cuando la reina Victoria le concedió el honor de ocupar una silla en el Consejo en la Sombra. Alexia nunca había conseguido discernir exactamente por qué, pero el potentado contaba con el apoyo de las colmenas en este asunto, como en tantos otros, lo cual le convertía en alguien mucho más poderoso que el deán, para quien la lealtad de la manada parecía ser un concepto un tanto irregular.

—¿Ningún malestar estomacal?

Alexia observó al vampiro no sin cierta suspicacia.

—No, ninguno. ¿Le importa si procedemos?

Por lo general, el Consejo en la Sombra se ocupaba de administrar las relaciones entre la corona y lo sobrenatural. Mientras el ORA velaba por la aplicación de las leyes, el Consejo en la Sombra se ceñía a la resolución de problemas legislativos y políticos, al asesoramiento militar y, ocasionalmente, a algún brote de desobediencia residual. En los pocos meses durante los que Alexia había ocupado su cargo, las discusiones habían tratado temas tan diversos como la autorización de asentamientos de colmenas en las provincias africanas, el código militar aplicable tras la muerte de un alfa de ultramar o la prohibición de mostrar el cuello en público en las dependencias de los museos del estado. Hasta la fecha, aún no habían tenido que ocuparse de una crisis en toda regla, así que la reunión de aquella noche, pensó Alexia, prometía ser interesante.

Abrió su maletín y extrajo el disruptor de armónicos de auditorio por resonancia, un pequeño aparato puntiagudo que parecía estar formado por un diapasón insertado en un cristal, cuya función no era sino evitar que la conversación que estaba a punto de producirse llegara a oídos ajenos. Alexia golpeó uno de los extremos metálicos con el dedo, esperó un instante y procedió a repetir el proceso con el otro. El ingenio produjo un sonido de baja intensidad, parecido a un zumbido, que, convenientemente amplificado por el cristal, evitaría que alguien pudiera escucharlos. Colocó el objeto cuidadosamente sobre la enorme mesa de reuniones. El sonido resultaba desagradable, pero todos habían aprendido a soportarlo. Incluso en la seguridad del palacio de Buckingham, nunca se era demasiado precavido.

—¿Qué ha sucedido exactamente en Londres esta noche? Fuese lo que fuese, ha arrancado a mi marido de la cama inusualmente pronto, antes de la puesta de sol, y provocado una crisis de ansiedad a nuestro informador, fantasma para más señas. —Lady Maccon sacó del maletín su cuaderno favorito y una pluma estilográfica importada de las Américas.

—¿No lo sabe, muhjah? —se burló el deán.

—Por supuesto que lo sé. Mi intención al preguntar no es otra que hacerles perder el tiempo, y todo por diversión —respondió Alexia, sarcástica como el que más.

—¿No observa nada distinto en nosotros, lady Maccon? —El potentado entrelazó sus largos dedos sobre la mesa, pálidos y sinuosos, contra la oscura madera de caoba, y la observó con sus hermosos ojos verde oscuro.

—¿Por qué la consiente de esa forma? Es evidente que tiene algo que ver en todo esto. —El deán se puso de pie y empezó a caminar por la estancia, su habitual estado de alteración durante la mayor parte de las reuniones.

Alexia extrajo sus optifocales favoritas del maletín y se las puso. Su nombre completo era lentes monoculares de magnificación cruzada con dispositivo modificador del espectro, pero todo el mundo se refería a ellas como optifocales, incluso el profesor Lyall. Las de Alexia estaban hechas de oro, con incrustaciones de ónix en los laterales que disimulaban las lentes múltiples y una suspensión líquida. Palancas y medidores también estaban hechos de ónix, pero esos pequeños detalles, por caros que resultaran, no lograban disimular el aspecto ridículo del conjunto. Todas las optifocales lo eran: triste progenie fruto de la unión ilícita entre un par de binoculares y unas lentes para la ópera.

El ojo derecho de lady Maccon adquirió medidas descomunales a medida que esta fue accionando una de las palancas, fijándolo sin compasión en el rostro del potentado. Rasgos compensados y agradables, cejas oscuras y ojos verdes; el rostro parecía completamente normal, incluso natural. La piel parecía sana, no tan pálida como de costumbre. El potentado sonrió apenas unos segundos, suficiente para comprobar que sus dientes, blancos y cuadrados, estaban en perfecto orden. Excelente.

Y es que ese era precisamente el problema. Ni rastro de colmillos por ninguna parte.

Lady Maccon se puso en pie y se detuvo frente al deán, obligándole a detener su continuo e impaciente deambular. Dirigió las optifocales hacia su cara, concentrándose en los ojos: marrones. Ningún destello amarillo alrededor del iris, ni rastro del instinto animal.

Alexia tomó asiento de nuevo, en silencio y sin dejar de reflexionar. Con sumo cuidado, se quitó las optifocales y las dejó a un lado.

—¿Y bien?

—¿He de suponer que ambos se encuentran en un estado… esto… aquejados de, mmm —buscó desesperadamente la forma más correcta de expresarlo con palabras—, ya me entienden, infectados de… normalidad?

El deán la miró con desagrado. Lady Maccon tomó nota en su cuaderno.

—Asombroso. ¿Y cuántos miembros de la comunidad sobrenatural se hallan igualmente contaminados por este brote de mortalidad? —preguntó, estilográfica en ristre.

—Hasta el último vampiro y licántropo del centro de Londres. —El potentado se mostraba sosegado, como de costumbre.

Alexia estaba realmente sorprendida. Si ninguno de ellos era ya sobrenatural, eso solo podía significar que podían ser asesinados. Lady Maccon se preguntó si ella misma, en su condición de preternatural, también habría resultado afectada. Consideró la cuestión por un instante. Se sentía como siempre; difícil de averiguar, como mínimo.

—¿Cuál es la extensión geográfica del problema? —preguntó.

—Parece que se concentra alrededor de la rivera del Támesis y se extiende desde el puerto.

—Y si el individuo abandona la zona afectada, ¿recupera su estado sobrenatural? —quiso saber de inmediato la vertiente científica de Alexia.

—Excelente pregunta. —El deán desapareció por la puerta de la estancia, presumiblemente para enviar a un mensajero a encontrar la respuesta a aquella pregunta. Por lo general, habrían confiado un trabajo como aquel a un fantasma, pero no parecían estar por ninguna parte.

—¿Y los fantasmas? —preguntó lady Maccon con el ceño fruncido.

—Así es precisamente como conocemos la extensión del área afectada. Ni uno solo de los fantasmas que habita dicha zona ha aparecido desde la puesta de sol. Ha desaparecido, hasta el último de ellos. Exorcizados. —El potentado la observaba con detenimiento, dando por sentado que Alexia tenía algo que ver en todo aquel embrollo. Solo una criatura tenía el poder necesario para exorcizar fantasmas, por muy desagradable que fuera el trabajo, y esa criatura era un preternatural. Alexia era la única preternatural en todo Londres.

—Dioses —murmuró lady Maccon—, ¿cuántos de esos fantasmas estaban al servicio de la Corona?

—Seis trabajaban para nosotros; cuatro para el ORA. De los espectros restantes, ocho estaban en la fase poltergeist, de modo que nadie los echará en falta, y dieciocho más se encontraban en las últimas fases del desánimo. —El potentado lanzó un fajo de papeles en dirección a Alexia, que rebuscó entre las hojas en busca de los detalles.

El deán entró de nuevo en la estancia.

—Conoceremos la respuesta a su pregunta en menos de una hora. —Y retomó sus paseos de un lado al otro de la habitación.

—En caso de que sientan curiosidad, caballeros, les diré que he pasado todo el día de hoy durmiendo en el castillo de Woolsey. Mi marido puede dar fe de ello, puesto que no mantenemos habitaciones separadas. —Alexia se ruborizó levemente, pero sintió que su honor requería quien lo defendiera.

—Por supuesto que puede —dijo el vampiro, que en aquel preciso instante poco tenía de vampiro y mucho de ser humano natural. Y por primera vez en cientos de años. Debía de estar temblando dentro de sus botas Hessian, indecentemente caras. Enfrentarse a la mortalidad después de tanto tiempo… por no mencionar el hecho de que una de las colmenas se encontraba dentro de la zona afectada, lo cual significaba que una de sus reinas estaba en peligro. Los vampiros, incluso los errantes como el potentado, estaban dispuestos a lo que fuera por proteger a una reina.

—Se refiere, claro está, a su marido, licántropo para más señas, el mismo capaz de pasar las horas diurnas durmiendo con la entrega de un bebé. Y a quien dudo mucho que usted toque mientras duermen, ¿me equivoco?

—Por supuesto que no le toco. —Alexia se sorprendió de que semejante pregunta fuera necesaria. Estar en contacto con Conall toda la noche, un día tras otro, provocaría en él un envejecimiento prematuro y, aunque aborrecía la idea de hacerse vieja sin él, tampoco estaba dispuesta a condenarle a la mortalidad. También le crecería el vello facial y más de un día amanecería más áspero que de costumbre.

—¿Así que admite que bien podría haber salido del castillo sin que nadie la viera? —preguntó el deán, deteniéndose en seco para mirarla fijamente.

Lady Maccon chasqueó la lengua en señal de desacuerdo.

—¿Conoce a mi servicio? Si Rumpet no me hubiese detenido, Floote se habría encargado de hacerlo, por no mencionar que Angelique no se habría apartado de mí, revoloteando alrededor de mi peinado. Siento decir que escapar a hurtadillas es algo del pasado. Pero adelante, cúlpenme si son demasiado perezosos para tratar de descubrir lo que de verdad está sucediendo.

Extrañamente, el potentado parecía ser el más convencido de los dos. Tal vez se negara a creer que Alexia tenía acceso a una habilidad tan poderosa como aquella.

—Es decir —continuó lady Maccon—, de verdad, ¿cómo podría un preternatural, por muy poderoso que fuera, influir en una zona tan vasta de la ciudad? He de tocarlos para forzar la humanidad en ustedes. He de tocar un cadáver para exorcizar al fantasma que habita en él. ¿Cómo iba a arreglármelas para estar en tantos sitios al mismo tiempo? Y eso por no mencionar que ahora mismo no los estoy tocando, ¿no es cierto? Y ambos son mortales.

—Entonces ¿a qué nos enfrentamos? ¿A un montón de preternaturales? —Ese era el deán, siempre propenso a pensar en números como consecuencia de un exceso de horas dedicadas al entrenamiento militar.

El potentado sacudió la cabeza.

—He visto los informes del ORA. No hay suficientes preternaturales en toda Inglaterra para exorcizar a tantos fantasmas y al mismo tiempo. Seguramente no los hay ni siquiera en el conjunto del mundo civilizado.

Alexia se preguntó en qué circunstancias había visto dichos informes. Tendría que comentarlo con su esposo. Acto seguido se concentró de nuevo en el tema que tenían entre manos.

—¿Hay algo más poderoso que un preternatural?

El no vampiro sacudió la cabeza de nuevo.

—Al menos no en este mismo sentido. Según los edictos de mi pueblo, los chupa-almas son la segunda criatura más temida del planeta, pero también dicen que la más mortífera no es una sanguijuela, sino una clase distinta de parásito. Esto no puede ser obra de uno de ellos.

Lady Maccon tomó nota de las palabras del vampiro en su cuaderno. Sentía curiosidad y un cierto malestar.

—¿Peor que nosotros los chupa-almas? ¿Es eso posible? Y yo que me creía miembro de una de las comunidades más odiadas. Y ¿cómo los llaman?

El potentado ignoró la pregunta.

—Eso le enseñará a no estar tan pagada de sí misma.

Alexia habría insistido gustosa, pero sospechaba que el vampiro la ignoraría.

—Entonces esto debe de ser el resultado de un arma, un aparato científico. Es la única explicación posible.

—O también podríamos creer las teorías de ese absurdo hombrecillo llamado Darwin y postular una nueva especie de preternaturales evolucionados.

Alexia asintió. Tenía sus reservas sobre Darwin y su cháchara sobre los orígenes del hombre, pero quizás sus ideas eran merecedoras de cierto crédito.

El potentado, sin embargo, rechazó la idea. Los hombres lobo eran seres menos propensos al debate científico que los vampiros, excepto cuando dicho debate incluía las armas como tema.

—En este punto, estoy más de acuerdo con la muhjah. Si ella misma no es la responsable, entonces solo puede tratarse de una nueva clase de artilugio de origen técnico.

—Vivimos en la Era de los Inventos —afirmó el potentado.

El deán parecía absorto en sus pensamientos.

—Los Templarios finalmente han conseguido unificar Italia y declararse a sí mismos Infalibles; tal vez han vuelto a centrar su atención más allá de sus fronteras…

—¿Cree que esto pueda significar una segunda Inquisición? —preguntó el potentado, pálido de repente, ahora que podía hacerlo.

El deán se encogió de hombros.

—No tiene sentido que especulemos por especular —intervino lady Maccon, siempre tan realista—. Nada sugiere que los Templarios estén involucrados en esto.

—Usted es italiana —murmuró el deán.

—Oh, por todos los santos, ¿es que acaso todo en esta reunión ha de girar alrededor de mí solo por ser hija de mi padre? También tengo el cabello rizado, ¿tendrá también algo que ver? Soy producto de mi nacimiento y no hay nada que pueda hacer para cambiarlo o, créanme, habría elegido una nariz más pequeña. Creo que estamos de acuerdo en que la explicación más razonable ante un efecto preternatural a gran escala como este es un arma de alguna clase. —Se volvió hacia el potentado—. ¿Está seguro de que no ha oído que algo así haya sucedido antes?

El interpelado frunció el ceño y se frotó el puente de la nariz, entre sus hermosos ojos verdes, con la punta de uno de sus pálidos dedos. Era un gesto extrañamente humano.

—Consultaré con los guardianes de los edictos, pero no, no lo creo.

Alexia miró al deán. Él sacudió la cabeza.

—De modo que la pregunta es la siguiente: ¿qué esperaría ganar alguien con todo esto?

Sus colegas sobrenaturales la miraron sin saber qué responder.

Alguien llamó a la puerta y el deán se levantó para responder. Habló con alguien en voz baja a través de la rendija y luego regresó con una expresión en su rostro que había pasado del miedo al divertimento.

—Al parecer, los efectos desaparecen justo más allá de los límites de la zona de la que ya hemos hablado. Los licántropos, al menos, recuperan su estado sobrenatural. Los fantasmas, claro está, no pueden beneficiarse de este hecho. Y no puedo decir nada en nombre de los vampiros.

Lo que no había dicho era que lo que afectaba a los licántropos seguramente también afectaba a los vampiros —al fin y al cabo se parecían más de lo que cualquiera de las dos razas prefería admitir.

—Lo comprobaré personalmente en cuanto concluya esta reunión —dijo el potentado, que parecía claramente aliviado. Aquello tenía que ser producto de su recién readquirida humanidad; normalmente sus emociones no eran tan evidentes.

El deán esbozó una sonrisa burlona.

—Podrán trasladar a su reina, la misma que ahora mismo está en peligro, si así lo creen necesario.

—¿Algún otro asunto que debamos tratar? —preguntó el potentado, ignorando el comentario de su colega.

Alexia se inclinó sobre la mesa para golpear el disruptor de resonancias armónicas de auditorio con un extremo de su pluma estilográfica, haciéndolo vibrar de nuevo. Luego se volvió hacia el deán.

—¿Por qué han regresado tantos regimientos últimamente?

—Por supuesto, esta misma tarde, al salir de casa, me ha parecido advertir una sobreabundancia de militares paseando por las calles. —El potentado parecía intrigado.

El deán se encogió de hombros, tratando de mostrar indiferencia pero sin conseguirlo.

—La culpa es de Cardwell y sus malditas reformas.

Alexia resopló para mostrar su desacuerdo. Aprobaba dichas reformas, que incluían la abolición del castigo por flagelación y algunos cambios imprescindibles en los métodos de alistamiento. Sin embargo, el deán, que era un hombre anclado a los viejos tiempos a quien le gustaba que sus soldados fueran disciplinados, pobres y moderadamente sanguinarios, continuó como si no hubiera escuchado nada.

—Hace ya algunos meses uno de los vapores que recorren la costa oeste del continente africano regresó a puerto quejándose de que los Ashantis estaban intratables. El Secretario de Guerra sacó a todo aquel que no fuese imprescindible del este y trajo a las tropas de vuelta para una nueva rotación.

—¿Aún tenemos tantos efectivos en la India? Creía que la zona había sido pacificada.

—A duras penas, pero tenemos los soldados suficientes para sacar a varios regimientos de allí y dejar que la Compañía de las Indias Orientales y sus mercenarios se hagan cargo de todo. El imperio debería estar a salvo. El duque quiere varios regimientos como Dios manda con licántropos entre sus filas en el oeste de África, y lo cierto es que no le culpo. Las cosas están feas por allí abajo. Los regimientos que ve por las calles de Londres se dividirán en breve para formar dos nuevos batallones que embarcarán de nuevo en menos de un mes. Tanto movimiento está provocando muchos problemas. Muchos han regresado por la ruta que atraviesa Egipto para llegar a tiempo, y todavía no sé cómo nos las vamos a arreglar para cumplir las órdenes. Por el momento los soldados están aquí, abarrotando las tabernas de la ciudad. Mejor será ponerlos a luchar lo antes posible.

Se volvió hacia lady Maccon.

—Lo cual me recuerda que debo pedirle que haga el favor de decirle a su señor esposo que mantenga sus manadas bajo control, ¿quiere?

—¿Manadas? Que yo sepa solo tiene una, y déjeme que le diga que no es precisamente mi marido quien se ocupa de disciplinarlos constantemente.

El deán sonrió, y su enorme mostacho se balanceó peligrosamente.

—¿He de suponer por sus palabras que ya conoce al comandante Channing? —Alexia había podido constatar que eran tan escasos los licántropos en Inglaterra que todos parecían conocerse. Y cómo disfrutaban de un buen cotilleo.

—Supone usted correctamente —respondió lady Maccon con una mueca de disgusto en el rostro.

—En realidad me refería a la otra manada del conde, la de las Highlands, Kingair —explicó el deán—. Viajaban con el regimiento Black Watch y por lo visto han sufrido varios contratiempos. Había pensado que a su marido no le importaría meter un poco el hocico.

Lady Maccon frunció el ceño.

—Lo dudo.

—La manada de Kingair ha perdido a su alfa, ¿sabe? Niall no-sé-qué, todo un coronel, un asunto muy turbio. La manada sufrió una emboscada a plena luz del día, cuando se encontraban más débiles y ni siquiera podían transformarse. El regimiento al completo perdió el norte durante un tiempo. Perder a un oficial de tan alta graduación, sea alfa o no, siempre es traumático.

El ceño de Alexia se frunció aún más.

—Pues no, no lo sabía. —Se preguntó si su marido conocía lo sucedido. Se golpeó el labio repetidamente con el extremo de la pluma. No solo resultaba altamente inusual que un alfa sobreviviera a la pérdida de su manada, sino que en el tiempo que llevaban juntos Alexia nunca había extraído de Conall los porqués y las circunstancias de su huida de las Highlands. De lo que sí estaba bastante segura era de que semejante vacío de poder comportaba una cierta obligación del conde para con su antigua manada, aunque hubieran pasado décadas.

La discusión derivó hacia especulaciones acerca de quién podía ser el responsable del arma: varias sociedades no-tan-secretas-como-a-ellas-les-gustaría, algunas naciones extranjeras o incluso facciones dentro del Gobierno del Imperio. Lady Maccon, convencida de que lo sucedido coincidía con las maneras de los científicos del Club Hypocras, se mantuvo firme en su postura sobre la desregulación, lo cual no hizo más que frustrar al potentado, quien quería que los miembros supervivientes del club fueran liberados para disponer de ellos a su antojo. El deán, por su parte, prefirió mostrarse partidario de las teorías de la muhjah. No sentía un interés especial por esa clase de investigación científica, pero tampoco estaba dispuesto a dejar que cayera en manos de los vampiros. Ello provocó que la conversación derivara hacia la distribución de los bienes del Hypocras. Alexia sugirió que deberían ser para el ORA y, a pesar de la actuación de su esposo en las dependencias de la institución, el potentado se mostró conforme siempre que un agente vampiro tomase parte.

Para cuando la reina Victoria se presentó en la sala para debatir con su consejo, este había tomado ya varias decisiones. Su Majestad fue informada de la plaga de humanización que asolaba la ciudad y de la teoría según la cual se trataba de alguna clase de arma secreta. La reina se mostró preocupada, como era de esperar, puesto que sabía perfectamente que la fuerza de su imperio descansaba sobre los hombros de sus consejeros vampiros y sus luchadores licántropos. Si ellos estaban en riesgo, toda Gran Bretaña lo estaba. Insistió especialmente en que Alexia investigase la causa de tanto misterio. Al fin y al cabo, el exorcismo estaba bajo la jurisdicción de la muhjah.

Consciente de que habría hecho lo posible para desentrañar el entuerto con o sin permiso real, lady Maccon celebró contar con el apoyo de la reina para hacerlo, y por ello dejó la reunión del Consejo en la Sombra con una inesperada sensación de realización. Se moría de ganas de acorralar a su marido en su guarida del ORA, pero, consciente de que aquello solo podía acabar en discusión, prefirió dirigirse a casa, con Floote y su extensa biblioteca.

La colección de libros del padre de lady Alexia Maccon, que por norma general siempre había sido un motivo perfecto para pasar el rato, cuando no una fuente excelente de información, supuso esta vez una desilusión en cuanto a la negación a gran escala de lo sobrenatural. Tampoco contenía una sola palabra referente al misterioso comentario del potentado acerca de una amenaza para los vampiros peor que un chupa-almas. Después de horas y horas de búsqueda entre viejas y gastadas tapas de piel, antiguos pergaminos y diarios personales, lady Maccon y Floote no habían descubierto absolutamente nada. No quedaban más anotaciones en el pequeño cuaderno de piel de Alexia ni tampoco ninguna pista que ayudase a resolver el misterio.

El silencio de Floote era, cuanto menos, elocuente.

Alexia, sin apenas probar un almuerzo ligero compuesto de tostadas con jamón y salmón ahumado, decidió irse a la cama justo antes de la puesta de sol, frustrada y derrotada.

Su esposo, que al parecer sufría un estado de frustración diametralmente opuesto al de lady Maccon, se ocupó de despertarla a la mañana siguiente. Sus manos, grandes y ásperas, se mostraron insistentes, y ella tampoco se opuso a ser despertada de semejante manera, en especial porque tenía unas cuantas preguntas, a cuál más urgente, necesitadas de respuestas. Aun así, todavía era de día, por lo que la mayoría de los sobrenaturales, al menos los más respetables, seguían durmiendo. Afortunadamente, Conall Maccon era un alfa lo suficientemente fuerte como para permanecer despierto varios días seguidos sin los efectos negativos que los miembros más jóvenes de la manada padecían ante tanta contaminación solar.

Sin embargo, esta vez el acercamiento del conde era único, puesto que se estaba deslizando por debajo de las sábanas, desde los pies de la cama hasta donde ella descansaba. Los ojos de Alexia, recién abiertos, se encontraron con la visión de una enorme montaña formada de ropa de cama, balanceándose adelante y atrás como si fuera una especie de medusa sobredimensionada, abriéndose paso lentamente en dirección a ella. Alexia descansaba de lado, y el vello del pecho del conde le hacía cosquillas por detrás de las piernas. A medida que el conde avanzaba, iba levantando el camisón de su esposa. De pronto le dio un pequeño beso justo detrás de la rodilla, más que suficiente para que Alexia estirara la pierna de golpe, rozando algo al hacerlo.

Apartó las mantas a un lado y fulminó al conde con una sola mirada.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, hombre ridículo y absurdo? Te comportas como si fueras un topo perturbado.

—Estoy siendo sigiloso, mi pequeño terror. ¿No te parezco sigiloso? —respondió él, fingiéndose ofendido.

—¿Por qué?

El conde parecía un tanto avergonzado, una expresión categóricamente absurda aplicada a un escocés de sus dimensiones.

—Buscaba el romanticismo de un acercamiento encubierto, esposa mía. La mística propia de un agente del ORA, a pesar de que dicho agente llegue tan tarde a su casa.

Su mujer se incorporó sobre un codo y arqueó ambas cejas, tratando por todos los medios de contener la risa y resultar intimidante al mismo tiempo.

—¿No?

Las cejas ascendieron aún más, si es que tal cosa era posible.

—Sé indulgente conmigo.

Alexia se tragó un acceso de carcajadas y simuló la gravedad apropiada para una lady Maccon.

—Si insistes, esposo. —Se llevó una mano al pecho y acto seguido se desplomó sobre las almohadas con un suspiro más propio, a su parecer, de la heroína de una novela de Rosa Carey.

Los ojos de lord Maccon estaban a medio camino entre el amarillo y el color caramelo, y olía a campo abierto. Alexia se preguntó si había viajado de regreso a casa en forma de lobo.

—Querido, tenemos que hablar.

—Sí, pero más tarde —murmuró él, tirando del camisón aún más arriba y centrándose en zonas menos propensas a las cosquillas de su cuerpo, aunque no por ello menos sensibles—. Odio esta indumentaria. —Acabó de quitar lo que quedaba de prenda y la lanzó a su reposo acostumbrado, en el suelo.

Lady Maccon a punto estuvo de cruzar los ojos en el intento de observar los avances predatorios de su marido por el resto de su cuerpo.

—Lo compraste tú. —Se escurrió como pudo hacia los pies de la cama para que sus cuerpos estuviesen más en contacto, con la excusa de que hacía frío y el conde aún no había devuelto las mantas a su sitio.

—Así que fui yo. Recuérdame que a partir de ahora me limite a comprarte sombrillas.

Sus ojos, normalmente aleonados, eran casi amarillos por completo, algo que solía suceder llegados a cierto punto del proceso. A Alexia le encantaban. Antes de que tuviera tiempo de protestar, si es que se le había ocurrido hacerlo, el conde le propinó un beso del tipo de los que, estando de pie, le hacía temblar las rodillas.

Pero no estaban de pie, y Alexia estaba completamente despierta y poco dispuesta a rendirse ante la insistencia de sus rodillas, la boca de su señor esposo o cualquier otra parte de su cuerpo.

—Esposo, estoy muy enojada contigo. —Jadeó al proferir la acusación, y trató de recordar por qué.

Lord Maccon hundió los dientes suavemente en la parte más tierna entre el cuello y el hombro de su esposa, arrancando un gemido de ella.

—¿Qué he hecho esta vez? —Se detuvo un instante para preguntar antes de continuar con la expedición oral de su cuerpo: su esposo, el conde, el intrépido explorador.

Alexia se retorció, tratando de escapar del abrazo de su esposo, pero sus movimientos solo provocaron una insistencia aún mayor.

—Me has dejado sola con un regimiento entero acampando frente al castillo —respondió ella, recordando finalmente la acusación.

—Mmm —dijo él, cubriéndole el torso de besos.

—Y había un tal comandante Channing Channing, de los Channing de Chesterfield.

—Por cómo te refieres a él, parece que estés hablando de una enfermedad —añadió el conde, deteniendo el torrente de amor por un instante.

—¿He de suponer que lo conoces?

El conde reprimió una carcajada y luego empezó a besarla de nuevo, avanzando poco a poco hacia la barriga de su esposa.

—Sabías que estaban de camino y no te molestaste en informarme.

Lord Maccon suspiró, una bocanada de cálido aliento se esparció sobre la piel desnuda de lady Maccon.

—Lyall.

Alexia le pellizcó en el hombro y él se limitó a retomar sus amorosas atenciones a la parte inferior de su cuerpo.

—¡Sí! Lyall tuvo que presentarme ante mi propia manada. Nunca antes había tratado con soldados, ¿recuerdas?

—Tengo entendido, según la versión de mi beta, que te enfrentaste a una situación especialmente dura de la forma más adecuada —respondió él entre más besos y algún que otro lametón—. ¿Te importa ocuparte de otra cosa igualmente dura?

Alexia se dijo que quizás sí que le importaba. Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que ser ella la única que jadeara? Tiró de él para darle un beso en condiciones y luego deslizó la mano entre sus cuerpos.

—¿Y qué me dices del exorcismo masivo en Londres? ¿Tampoco te molestaste lo más mínimo en contarme eso? —murmuro Alexia, apretando ligeramente.

—Mmm, eso, sí. —El conde murmuro algo contra el cabello de su esposa. Su boca siempre resultaba ser tan persuasiva—. Ha terminado. —Y le beso el cuello, sus atenciones eran más insistentes por momentos.

—Espera —exclamo Alexia—. ¿No estábamos teniendo una conversación?

—Creo que eras tú la que la estaba teniendo —respondió Conall antes de recordar que solo había una forma de acallar las quejas de su esposa. Se inclino sobre ella y selló su boca con la suya.