Cambios

Lord Maccon comprobó el pasillo. Estaba vacío, puesto que la manada se encontraba en la sala de la momia o había partido a recoger los restos mortales de Angelique. Sin nadie en las inmediaciones que pudiera interrumpirles, el conde empujó a su esposa contra la pared y la aprisionó con su propio cuerpo.

—Por favor —se quejó su esposa—, ahora no.

Él hundió la cara en la curva de su cuello, besando y lamiendo delicadamente la piel que se encontraba por debajo de la oreja.

—Solo un momento —dijo—. Necesito un pequeño recordatorio de que estás aquí, que estás bien y que eres mía.

—El primer y el segundo punto son más que evidentes, y el tercero siempre está en entredicho —respondió su esposa, rodeando, a pesar de las protestas, el cuello del conde y apretándose contra él.

Lord Maccon siempre había preferido la acción por encima de las palabras, así que selló los labios de su esposa con los suyos, deteniendo su siempre hiperactiva lengua.

Alexia, que hasta el momento se las había arreglado para mostrar un aspecto compuesto e impoluto, a pesar de las continuas carreras por el castillo, se dejó llevar hasta un estado de desaliño extremo. Cuando Conall estaba de «ese» humor, ella no podía hacer otra cosa que disfrutarlo. El conde deslizó los dedos entre sus cabellos, inclinándole la cabeza en el ángulo correcto. Bueno, al menos se le daba bien.

Alexia se inmoló en el altar del deber conyugal, disfrutando cada minuto, cada segundo en el proceso, pero aun así decidida a quitarse a su esposo de encima y encaminarse directa hacia el eterógrafo.

Sin embargo, a pesar de la firmeza de su determinación, pasó un buen rato antes de que apartara la cara.

—Bien —dijo el conde, como quien acaba de beberse un refresco—, ¿podemos continuar?

—¿Qué? —preguntó Alexia, un tanto mareada, intentando recordar hacia dónde se dirigían antes de que su esposo la besara.

—El transmisor, ¿recuerdas?

—Oh, sí, claro. —Le dio un manotazo por pura costumbre—. ¿A qué viene distraerme de esta manera? Estaba en mi salsa, querido.

Conall rio.

—Alguien tiene que desequilibrarte, porque, si no, acabarás dominando los destinos del Imperio. O al menos exigiendo su sumisión.

—Ja, ja, muy divertido. —Retomó el camino pasillo abajo a paso ligero, con el polisón balanceándose sugerentemente de un lado a otro. A medio camino, se detuvo y miró a su esposo por encima del hombro, con aire coqueto—. Vamos, Conall, muévete.

Lord Maccon gruñó pero partió tras ella. Alexia se detuvo por segunda vez, con la cabeza inclinada a un lado.

—¿Qué es ese ruido absurdo?

—Ópera.

—¿De verdad? Nunca lo hubiera adivinado.

—Creo que Tunstell está intentando calmar los nervios de la señorita Hisselpenny.

—¡Dioses! Ah, pobre Ivy. —Y retomó el paso de nuevo.

Mientras ascendían por los distintos niveles del castillo hacia la torreta en la que descansaba el eterógrafo, Alexia le explicó a su esposo su teoría, según la cual la momia, ya destruida, pertenecía a un preternatural que, al morir, se había convertido en una especie de arma de destrucción masiva capaz de chupar las almas de aquellos sobrenaturales que tuviesen la mala suerte de cruzarse en su camino. Y que Angelique, que estaba convencida de lo mismo, había intentado robar la momia, probablemente para entregársela a la colmena de Westminster y a los científicos de la condesa Nadasdy.

—Si Angelique ha revelado esa información a la colmena, el panorama no es nada bueno. Si así fuera, tal vez deberíamos contárselo a madame Lefoux; al menos ella utilizaría la información para fabricar armas de nuestro bando.

Lord Maccon observó a su esposa con una extraña expresión en el rostro.

—¿Es que hay bandos?

—Eso parece.

Lord Maccon suspiró, con el rostro demacrado por la preocupación, o tal vez por el paso del tiempo. Alexia se dio cuenta de que había cogido la mano de su esposo, trayéndolo de vuelta a la mortalidad, y la soltó de inmediato. El conde necesitaba más que nunca sus habilidades de licántropo, aunque solo fuese por las reservas de fuerza.

—Lo último que necesitamos es una competición armamentística basada en el uso de cadáveres de preternaturales. Daré órdenes para que todos los sin alma sean incinerados tras su muerte. En secreto, por supuesto. —Miró a su esposa, que por una vez no parecía enojada, sino preocupada—. Irían a por ti y a por tus semejantes. No solo eso, serías más valiosa muerta si supieran que la momificación ayuda a la preservación de vuestros poderes.

—Afortunadamente —respondió Alexia—, nadie conoce el proceso de momificación utilizado por los antiguos. Eso nos da algo de tiempo. Y tal vez la transmisión no se completó. Conseguí disparar el emisor/disruptor magnético contra el eterógrafo.

Sacó los rollos de metal de Angelique de su escondite, y no resultaron ser muy esperanzadores. El mensaje de la espía estaba completamente chamuscado, y las marcas de los lectores eran visibles en casi todo el rollo.

Lady Maccon profirió una retahíla de improperios a cuál más impresionante. El conde la miró, debatiéndose entre la censura y el respeto.

—Deduzco que el mensaje ha sido enviado.

Alexia le entregó el rollo de metal, en el que podía leerse «Cadáver momia es chupa almas». Pocas palabras, pero las suficientes para complicarle la vida en un futuro no muy lejano.

—¿Cómo podemos estar seguros de que ha llegado correctamente al otro lado?

Alexia cogió una válvula cristalina, completamente intacta, del soporte resonador de la máquina.

—Esto debe de pertenecer a la colmena de Westminster. —La guardó en uno de los bolsillos de la sombrilla, junto al que contenía la válvula de lord Akeldama.

A continuación, con el ceño fruncido por la concentración, sacó la válvula del vampiro de su escondite y la examinó, haciéndola girar entre sus enguantados dedos. ¿Qué decía el mensaje de lord Akeldama que habían recibido mientras madame Lefoux ponía a prueba el aparato? ¿Algo sobre unas ratas? Ah, no, sobre murciélagos, un término un tanto anticuado con el que referirse a la comunidad vampírica. Si lord Akeldama estaba monitorizando las comunicaciones de la colmena de Westminster, como Alexia suponía, ¿habría recibido también el mensaje sobre la momia? Y eso ¿era bueno o malo?

Solo había una forma de averiguarlo, y era enviando otro mensaje y esperando su respuesta.

Ya había pasado la hora pactada para tales comunicaciones, pero el eterógrafo de lord Akeldama, si se sintonizaba correctamente, podía recibir cualquier mensaje. Si había interceptado algo importante, estaría esperando a que Alexia se pusiera en contacto con él.

Le ordenó a su esposo que guardara silencio con una mirada que amenazaba con consecuencias si la orden no era obedecida, y se puso manos a la obra. Esta vez no le costó tanto colocar la válvula de lord Akeldama y la tabla para la respuesta. Es más, cada vez le gustaba más manipular aquel aparato tan alucinante. El mensaje era sencillo y constaba de dos partes: «?» y «Alexia».

En cuanto la transmisión hubo finalizado, Alexia corrió hacia la cámara de recepción. Su esposo seguía de pie, junto al eterógrafo, con los brazos cruzados sobre el pecho, observando detenidamente a su esposa. Alexia trasteó con todo lo que estaba a su alcance: hizo girar varios diales y accionó algún que otro botón de aspecto importante. Lord Maccon aprobaba las aficiones intelectuales de su esposa, pero sabía que nunca llegaría a comprenderlas. Desconocía el funcionamiento de aquel aparato, puesto que en las oficinas del ORA disponía de gente encargada de manipular el eterógrafo en su lugar.

Lady Maccon parecía tenerlo todo bajo control, y pronto un mensaje de respuesta empezó a materializarse en las partículas magnéticas del receptor. Sin hacer un solo ruido, Alexia tomó nota de las letras, una tras otra. Era más larga que cualquier transmisión que hubiese recibido hasta ahora, tanto que necesitó tiempo para determinar las pausas entre las palabras y cómo debían leerse. Cuando por fin lo consiguió, lady Maccon no pudo contener la risa. «Mi pétalo». La cursiva era visible incluso desde el otro extremo de Inglaterra. «El juguete de Westminster ha tenido problemas con una pobre tetera. Da las gracias a Biffy y a Lyall. Mi pequeña semillita. A».

—¡Fantástico! —exclamó lady Maccon, sonriendo.

—¿Qué? —La cabeza de su esposo asomó por la puerta de la cámara de recepción.

—Mi vampiro favorito, con la ayuda de tu ilustre beta, ha conseguido hincar el colmillo en el transmisor de Westminster. El último mensaje de Angelique nunca llegó a su destino.

Lord Maccon frunció el ceño.

—¿Randolph ha estado trabajando con lord Akeldama?

Lady Maccon le dio unas palmaditas en el brazo.

—Parece que está más abierto a aceptar esa clase de colaboraciones que tú.

El ceño del conde se hizo aún más pronunciado.

—Eso parece. —Una pausa—. Bueno, en ese caso, si me permites… —Con el rollo de Angelique todavía entre las manos, lord Maccon dobló el tubo en dos y lo aplastó hasta convertirlo en una bola de metal—. Será mejor que lo fundamos —continuó—, solo para estar más seguros. —Luego miró a su esposa—. ¿Lo sabe alguien más?

—¿Lo de la momia? —Alexia se mordió el labio, pensativa—. Lachlan y Sidheag. Posiblemente lord Akeldama y el profesor Lyall. Y Ivy, pero de esa forma que ella suele saber las cosas.

—Es decir, sin coherencia alguna.

—Exacto.

Ambos sonrieron y, después de que Alexia se encargara de apagar la máquina, se dispusieron a regresar con los demás.

—La señorita Hisselpenny se ha fugado.

Tras el caos generalizado de la noche anterior, todo el mundo se retiró a sus respectivos aposentos. La manada se ocupó de aquellos que aún seguían bajo los efectos del somnífero. Luego, la mayoría de ellos, de nuevo a merced de sus instintos nocturnos unos y exhaustos tras todo lo vivido los otros, durmieron durante todo el día.

Cuando Alexia bajó para la primera comida del día, sobre la hora del té, el sol acababa de ponerse. Era como si los horarios con los que se había acostumbrado a vivir en Londres se hubiesen trasplantado por arte de magia a las Tierras Altas.

La manada al completo estaba sentada a la mesa, disfrutando de un festín de arenques fritos, más animados y rebosando energía hasta por la cola, ahora que podían volver a tenerla. Incluso lady Kingair parecía más alegre, a decir por la expresión de su rostro mientras comunicaba a los presentes la noticia de la huida de Tunstell y Ivy, mientras todos dormían, con destino a Gretna Green, un pueblo del sur de Escocia conocido por ser el destino favorito de aquellos que querían casarse en secreto.

—¿Qué? —exclamó lady Maccon, genuinamente sorprendida. Ivy era tonta, pero ¿tanto?

Felicity, a quien Alexia había olvidado por completo durante el caos de la noche anterior, levantó la vista de su plato.

—Sí, hermana. Me ha dejado una nota para ti.

—¿De veras? —Alexia arrancó el trozo de papel manuscrito de las manos enguantadas en rosa de su hermana.

Felicity sonrió, disfrutando con el malestar de Alexia.

—La señorita Hisselpenny parecía muy alterada cuando la escribió. He contado al menos diez signos de admiración.

—Y ¿por qué, si puede saberse, te la ha dejado a ti? —Alexia tomó asiento y se sirvió una ración de entrañas.

Felicity se encogió de hombros, mientras mordía un trozo de cebolla en conserva.

—Tal vez porque soy la única que se ha levantado a una hora decente.

Alexia sospechó de su hermana al instante.

—Felicity, no te habrás atrevido a sugerirles que huyeran…

—¿Quién, yo? —La joven abrió los ojos de par en par—. Jamás.

Lady Maccon estaba convencida de que si Felicity había intervenido en las decisiones de la pareja, había sido por pura malicia.

—La señora Hisselpenny está acabada —se lamentó Alexia, frotándose la cara con una mano.

Felicity sonrió.

—Sí, tienes toda la razón. Sabía que no podía salir nada bueno de esa unión. Nunca me ha gustado el señor Tunstell, ni siquiera me he molestado en mirarle a la cara ni una sola vez.

Lady Maccon apretó los dientes mientras abría el mensaje de Ivy.

Querida Alexia, —decía el mensaje—. ¡Oh, absuélveme de esta sensación de culpabilidad que ya me corroe por dentro! Lady Maccon resopló, tratando de contener la risa al mismo tiempo. ¡Mi pobre corazón no deja de llorar! Oh, no, por Dios, la vena poética de Ivy. Me duelen los huesos por culpa del pecado que estoy a punto de cometer. Oh, ¿por qué he de tener huesos? Me he sumergido en las letales corrientes de este amor. ¡Cómo explicarte lo que siento! Sin embargo, entiéndeme, querida Alexia, porque no soy más que el delicado capullo de una flor. El matrimonio sin amor está muy bien para gente como tú, pero yo estoy dispuesta a luchar. ¡Necesito un hombre poseído por el alma de un poeta! Sencillamente, no soy tan estoica como tú. ¡No puedo soportar estar separada de él ni un solo instante más! La locomotora de mi amor ha descarrilado y ¡debo sacrificarlo todo por el hombre al que adoro! Por favor, ¡no me juzgues con dureza! ¡Ha sido todo por amor! ~ Ivy.

Lady Maccon le entregó la misiva a su esposo, que a las pocas líneas ya no pudo aguantarse la risa y estalló en sonoras carcajadas.

—Querido, esto es muy serio —dijo lady Maccon con los ojos brillantes—. Debemos considerar la gravedad del descarrilamiento. Para empezar, tú acabas de perder a tu ayuda de cámara y uno de los guardianes más prometedores de la manada de Woolsey.

Lord Maccon se secó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano.

—Ah, Tunstell, pobre estúpido. Nunca fue un buen guardián. Hacía tiempo que dudaba de él.

Lady Maccon recuperó la nota de Ivy.

—Pero debemos apiadarnos del pobre capitán Featherstonehaugh.

Lord Maccon se encogió de hombros.

—¿Ah, sí? En mi opinión, se ha librado de una buena. Imagínate tener que convivir con todos esos sombreros para el resto de tus días.

—Conall —le riñó su esposa, dándole un manotazo en el brazo.

—¿Qué? —se quejó el conde.

—¿Eres consciente, esposo querido, de que esto nos deja en una posición excepcionalmente embarazosa? Ivy estaba a mi cargo. Tendremos que ocuparnos de informar a sus padres de tan desgraciado acontecimiento.

Lord Maccon se encogió de hombros.

—Seguramente la parejita llegue a Londres antes que nosotros.

—¿Crees que regresarán después de pasar por Gretna Green?

—Bueno, no creo que Tunstell esté dispuesto a abandonar los escenarios. Además, todas sus posesiones están en Woolsey.

Lady Maccon suspiró.

—Pobre Ivy.

—¿Por qué pobre Ivy?

—Querido, tienes que admitir que ha caído bastante bajo.

Lord Maccon arqueó las cejas.

—Siempre he pensado que tu amiga tiene facilidad para el drama, mi amor.

Alexia no pudo reprimir una mueca de disgusto.

—¿Quieres decir que se unirá a la profesión con él?

Lord Maccon se encogió de hombros.

Felicity, que había estado escuchando la conversación con avidez, dejó caer el tenedor sobre su plato vacío.

—¡No puede ser! ¿Queréis decir que no se hundirá de por vida?

Lord Maccon se limitó a sonreír.

—¿Sabes, querido? —Lady Maccon se volvió hacia su hermana—. Creo que tienes razón. Podría llegar a ser una buena actriz. Al menos tiene el atractivo necesario.

Felicity se levantó de la mesa y abandonó el comedor como una exhalación. Lord y lady Maccon intercambiaron sonrisas de complicidad.

Alexia se dijo que aquel era tan buen momento como cualquier otro.

—Querido —le dijo a su esposo, mientras se servía otra ración de entrañas y evitaba los arenques a toda costa. Tenía el estómago un poco revuelto, y es que aún no se había recuperado de la horrible experiencia a bordo del dirigible, pero aun así tenía que comer.

—¿Sí? —Conall llenó su plato con un montón de criaturas muertas.

—Regresaremos pronto a casa, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces creo que ha llegado la hora de que muerdas a lady Kingair.

La manada, que hasta el momento había permanecido en silencio, concentradas en sus platos, se convirtió en un hervidero de comentarios.

—No puede transformar a una mujer —se opuso Dubh.

—Es el único alfa que nos queda —añadió Lachlan, como si un alfa fuera un trozo de carne que pudiera comprarse en el carnicero.

Lady Kingair guardó silencio, pero parecía decidida.

Alexia, olvidándose de cualquier clase de decoro, sujetó la barbilla del conde con una de sus enguantadas manos, devolviéndole la mortalidad, y le obligó a mirarla a los ojos.

—Tienes que olvidarte de las normas de la manada y de ese maldito orgullo tuyo y hacerlo. Por una vez, haz caso de lo que te digo; recuerda, te casaste conmigo por mi sentido común.

Lord Maccon musitó algo entre dientes pero no apartó la cara.

—Me casé contigo por tu cuerpo y para sellarte los labios, y mira cómo he acabado.

—Oh, Conall, qué cosas tan bonitas me dices. —Lady Maccon puso los ojos en blanco y luego lo besó ligeramente, en los labios, delante de todos los presentes.

Era la mejor forma de silenciar las voces de la manada: escandalizarlos. Incluso Conall se quedó sin habla, con la boca ligeramente abierta.

—Buenas noticias, lady Kingair —anunció Alexia—. Mi marido está de acuerdo en convertirla.

El beta de Kingair soltó una carcajada, rompiendo el tenso silencio.

—Veo que es una buena alfa, a pesar de haber nacido preternatural. Nunca pensé que te vería entre las enaguas de una mujer, viejo lobo.

Lord Maccon se puso en pie lentamente y se inclinó sobre la mesa, con los ojos fijos en Dubh.

—¿Quieres ponerme a prueba, cachorrillo? Puedo vencerte con la misma facilidad siendo hombre lobo o humano.

Dubh se puso rápidamente de lado, enseñando el cuello. Al parecer, por una vez estaba de acuerdo con el conde.

Lord Maccon se levantó de su silla y se dirigió hacia el lugar que ocupaba lady Kingair, inmóvil y erguida a la cabeza de la mesa.

—¿Estás segura de esto? ¿Eres consciente de que probablemente te espere la muerte?

—Necesitamos un alfa, abuelo. —Le miró a los ojos—. Kingair no sobrevivirá mucho más tiempo sin uno. Soy la única opción que nos queda, y al menos soy una Maccon. Se lo debes a la manada.

La voz de lord Maccon apenas era un leve murmullo.

—No le debo nada a esta manada, pero tú, tú eres la última de mis descendientes. Ya es hora de que tenga en cuenta tus deseos.

—Al fin —respondió lady Kingair con un suspiro.

Conall asintió con gravedad y luego se transformó, aunque no del todo. No hubo huesos rotos, ni cabello convertido en pelaje, ni la visión de una de sus formas, la humana, derritiéndose rápidamente para dar paso a la siguiente, solo la cabeza. Aquella fue la única parte del cuerpo de lord Maccon que cambió: la nariz se alargó, las orejas crecieron hacia arriba y los ojos pasaron del castaño a un intenso amarillo lobuno. El resto de su anatomía permaneció intacta.

—¡Dioses! —exclamó lady Maccon—. ¿Es que piensas hacerlo ahora mismo, aquí, delante de todo el mundo? —Tragó saliva—. ¿En la mesa de la cena?

Nadie respondió. Todos dejaron de comer, un asunto más que serio, puesto que apartar a un escocés de su comida no era tarea fácil. Tanto la manada como los guardianes permanecieron inmóviles, concentrados, sin apartar la mirada de lord Maccon. Era como si únicamente con su fuerza de voluntad fuesen capaces de conseguir que la metamorfosis que estaban a punto de presenciar resultara ser un éxito. Eso, o era que estaban a punto de regurgitar la cena.

Fue entonces cuando lord Maccon procedió a devorar a su tatara-tatara-tatara-nieta.

No podía expresarse de otra manera.

Alexia observó la escena horrorizada, con los ojos como platos, mientras su marido, con aquella cabeza de lobo sobre los hombros, hundía las fauces en el cuello de lady Kingair una y otra vez. Nunca había imaginado que presenciaría un espectáculo semejante.

Y se estaba produciendo allí, sobre los platos aún a medio comer de la cena. La sangre que manaba del cuello de lady Kingair empezaba a empaparle el vestido, y la mancha no dejaba de extenderse.

El conde de Woolsey se mostró despiadado con Sidheag Maccon. Ni uno solo de los miembros de la manada acudió en su ayuda. Sidheag intentó defenderse; el instinto de supervivencia era demasiado poderoso. Golpeó y arañó a Conall, pero la fuerza del licántropo superaba con creces los patéticos intentos de la humana. No recibió un solo rasguño. Implacable, se limitó a sujetarla con sus enormes manos por los hombros —y sólo eran eso, manos, no zarpas— y siguió mordiéndola hasta que tuvo el morro cubierto de sangre. Sus dientes, blancos y afilados, implacables, atravesaron la piel y el músculo hasta chocar con los huesos.

Lady Maccon no podía apartar los ojos de aquella horrible escena. Había sangre por todas partes, y el olor metálico del rojo líquido se mezclaba con el de las entrañas y los arenques fritos. Había empezado a comprender el funcionamiento interno del cuello de la mujer, como si aquello fuese una especie de lección cruel y bárbara de anatomía. Sidheag dejó de luchar y sus ojos salieron disparados hacia arriba, dejando al descubierto casi toda la parte blanca. La cabeza, apenas unida al tronco por unos pocos tendones, se balanceaba peligrosamente a un lado.

Entonces, como si se tratase de una burla a la muerte, la lengua rosa de Conall apareció entre sus fauces y, como un perro demasiado cariñoso, empezó a lamer la carne que acababa de destrozar. Y siguió lamiendo, cubriendo el rostro de Sidheag y su boca, parcialmente abierta, extendiendo la saliva del lobo por cada una de las heridas de lady Kingair.

No creo que pueda volver a cumplir mis deberes maritales con Conall nunca más, pensó Alexia, con los ojos abiertos de par en par y fijos en la repulsiva escena. Y justo entonces, sin esperárselo y sin saber siquiera que estaba a punto de sucederle, Alexia se desmayó. Un desmayo real y sincero, sobre la mesa de la cena, con la cara hundida en las entrañas de su plato a medio comer.

Lady Maccon abrió los ojos y se encontró con el rostro preocupado de su esposo.

—Conall —dijo—, no me malinterpretes, pero ha sido lo más desagradable que he visto en toda mi vida.

—¿No has presenciado el nacimiento de un niño humano?

—No, por supuesto que no. No seas vulgar.

—Bien, entonces quizás deberías esperar antes de emitir tu juicio.

—¿Y bien? —Alexia se incorporó y miró a su alrededor. Al parecer, la habían trasladado a uno de los salones de dibujo del castillo y ahora descansaba sobre un sofá de brocado con unos cuantos años encima.

—Y bien, ¿qué?

—¿Ha funcionado la metamorfosis? ¿Sobrevivirá?

Lord Maccon se acuclilló junto a ella.

—Es increíble, una hembra alfa de pleno derecho. Algo único, incluso en la historia oral de los licántropos. Boudica era una alfa, ¿lo sabías?

—¡Conall!

De pronto, la cabeza de un lobo se interpuso en el campo de visión de Alexia, un ejemplar que no le resultaba familiar: hosco y delgado, con el morro canoso pero musculado, a pesar de los primeros signos de envejecimiento. Lady Maccon intentó incorporarse para observar al animal más de cerca.

Tenía el cuello cubierto de sangre y el pelo salpicado de costras, pero por lo demás no parecía estar herido, como si la sangre no fuera suya. Lo cual, técnicamente, no dejaba de ser cierto, puesto que al transformarse en sobrenatural se había convertido en alguien diferente.

Sidheag Maccon se lamió el hocico. Alexia se preguntó cómo respondería la loba si le rascaba detrás de las orejas, pero, recordando el aire de dignidad que continuamente rodeaba a lady Kingair, prefirió no arriesgarse.

Miró a su esposo. Al menos él sí se había cambiado la camisa y lavado la cara durante el breve periodo de tiempo en el que había estado ausente.

—Entonces, ¿ha funcionado?

Conall sonrió.

—Mi primera transformación con éxito en años, y una alfa, ni más ni menos. La noticia correrá como la pólvora.

—Parece que alguien está orgulloso de sí mismo.

—Debería haber recordado lo desagradable que puede llegar a ser la metamorfosis para los no iniciados. Lo siento, querida. No era mi intención hacértelo pasar mal.

—¡Oh, por todos los santos, no ha sido por eso! Sabes que raramente me afecta ver sangre. Es solo que estaba un poco mareada.

Lord Maccon se inclinó hacia ella y le acarició el rostro con una de sus enormes manos.

—Alexia, has estado inconsciente durante más de una hora. He tenido que pedir que me trajeran sales aromáticas.

Madame Lefoux apareció por detrás del sofá y se acuclilló también junto a Alexia.

—Nos tenía muy preocupados, milady.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Te has desmayado —la acusó lord Maccon, como si hubiera cometido un crimen imperdonable contra su persona.

—No, con la metamorfosis. ¿Qué me he perdido?

—Bueno —intervino madame Lefoux—, ha sido muy emocionante. De pronto se oyó un trueno y una luz azul muy brillante iluminó la estancia, y luego…

—No sea ridícula —la interrumpió lord Maccon—. Parece el argumento de una novela.

Madame Lefoux suspiró.

—Está bien, Sidheag empezó a temblar y cayó desplomada, muerta. Todos los presentes nos reunimos a su alrededor, hasta que de pronto su cuerpo se transformó espontáneamente en el de una loba. Gritó mucho. Tengo entendido que la primera metamorfosis es la peor. Luego nos dimos cuenta de que usted se había desmayado. Lord Maccon se puso como loco, y acabamos todos aquí.

Lady Maccon fulminó a su esposo con la mirada.

—No te habrás atrevido, ¡y en el día de la metamorfosis de tu nieta, ni más ni menos!

—¡Te desmayaste! —se excusó él de nuevo.

—Tonterías —respondió ella—. Yo nunca me desmayo. —El color brillaba de nuevo en sus mejillas. ¿Quién hubiera dicho que alguien con su color de piel podría llegar a ponerse tan pálida?

—Una vez sí lo hiciste, en aquella biblioteca, cuando mataste al vampiro.

—Estaba fingiendo, lo sabes.

—Y ¿qué me dices de aquella vez que fuimos al museo después de que cerraran y te arrinconé detrás de los frisos del Partenón?

Lady Maccon puso los ojos en blanco.

—Esa fue una clase de desmayo totalmente diferente.

—¡Ajá! A eso mismo me refería. Hace un rato te has desmayado, y esta vez ha sido de verdad. Tú nunca haces esa clase de cosas; no eres tan femenina. ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? Te prohíbo que te pongas enferma.

—Oh, de verdad, déjalo ya. No me pasa absolutamente nada. Solo estoy un poco mareada desde que monté a bordo del dirigible. —Alexia se irguió cuanto pudo, alisándose la falda del vestido e ignorado las caricias de su esposo.

—Tal vez la hayan vuelto a envenenar.

Alexia sacudió la cabeza con firmeza.

—Puesto que la otra vez Angelique no fue la responsable, y madame Lefoux tampoco me ha robado mi diario, y ambos acontecimientos sucedieron a bordo del dirigible, creo que el culpable no nos siguió hasta Kingair. Llamadlo presentimiento preternatural, si queréis. No, no me han envenenado, esposo. Me siento un poco débil, eso es todo.

A madame Lefoux se le escapó la risa mientras los miraba a uno y a otro como si estuvieran chiflados.

—Está un poco embarazada, eso es lo que le pasa —le dijo al conde.

—¡Qué! —exclamaron lord y lady Maccon al unísono. Alexia dejó de alisar las arrugas de su falda, y el conde dejó de acariciar el rostro de su esposa.

La inventora los miró a los dos, incrédula.

—¿No lo sabían? ¿Ninguno de los dos?

Lord Maccon se puso en pie de golpe y retrocedió un paso, con los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo.

Alexia miró fijamente a madame Lefoux.

—No diga tonterías, madame. No puedo estar embarazada. No es científicamente factible.

Madame Lefoux sonrió, mostrando de nuevo sus hermosos hoyuelos.

—Estuve al lado de Angelique durante todo su embarazo. Sé distinguir los síntomas típicos: náuseas, debilidad, aumento de peso…

—¿Qué? —lady Maccon no daba crédito a lo que estaba oyendo. Cierto que últimamente se encontraba mal muy a menudo y que no conseguía tolerar ciertos alimentos, pero ¿era eso posible? Al fin y al cabo, los científicos también podían equivocarse; no existían muchas mujeres preternaturales, y ninguna de ellas estaba casada con un licántropo.

Se volvió hacia su esposo con una sonrisa en los labios.

—¿Sabes lo que significa eso? ¡Que puedo volar en dirigible sin marearme! Es el embarazo lo que hizo que me sintiera mal. Fantástico.

Pero su esposo no había reaccionado de la forma esperada. Parecía furioso, y no de la furia que le hacía gritar, o cambiar de forma, o cualquiera de esas cosas que eran tan propias en él. Estaba pálido, tembloroso y no decía ni una sola palabra, lo cual resultaba un tanto terrorífico.

—¿Cómo? —le espetó a su esposa, apartándose de ella como si pudiese contagiarle una enfermedad terrible.

—¿Qué quieres decir con «cómo»? ¡El cómo debería estar más que claro, incluso para ti, maldito zoquete! —respondió Alexia, enfadándose también ella por momentos. ¿Es que acaso no debería mostrarse encantado? Aquello era poco menos que un milagro científico.

—Cuando te toco, lo llamamos «ser humano» a falta de un término mejor, pero yo sigo estando muerto, o casi. Desde hace siglos. Ninguna criatura sobrenatural ha tenido descendencia. Jamás. Sencillamente no es posible.

—¿Crees que este hijo puede no ser tuyo?

—Espere, milord, no se apresure —intentó intervenir madame Lefoux, colocando una de sus minúsculas manos sobre el brazo de lord Maccon.

El conde se la quitó de encima con un gruñido.

—¡Pues claro que es hijo tuyo, estúpido! —Ahora era Alexia la que estaba lívida. Si no se hubiera sentido tan débil, se habría levantado para poder pasear por la habitación. De momento, se conformó con sujetar la sombrilla entre las manos. Tal vez si le golpeara con ella en lo alto de la cabeza, recuperaría algo del sentido que parecía haber perdido por el camino.

—Miles de años de historia y experiencia parecen sugerir que mientes, esposa.

Lady Maccon se atragantó al escuchar aquellas palabras. Estaba tan alterada que ni siquiera se sentía capaz de encontrar las palabras, una experiencia ciertamente novedosa para ella.

—¿Quién es él? —quiso saber Conall—. ¿Con qué humano repugnante has fornicado? ¿Con uno de mis guardianes? ¿Tal vez con uno de los zánganos de Akeldama? ¿Es esa la razón por la que siempre estás en su casa?

A continuación empezó a llamarle cosas, palabras y nombres crueles y muy duros que Alexia jamás había oído en boca de su esposo, y mucho menos dirigidos a ella, aunque comprendía el significado de la mayoría, a pesar de no estar familiarizada con la terminología.

Conall había cometido muchos actos violentos cerca de Alexia desde que estaban juntos, empezando por devorar a una mujer para transformarla durante la cena, pero ella nunca le había tenido miedo.

Ahora, en cambio, sí se lo tenía. El conde no dio un solo paso hacia ella —de hecho, había retrocedido hasta la puerta—, pero tenía los puños cerrados a ambos lados del cuerpo, los ojos amarillos del lobo y los caninos largos y afilados. Alexia se sintió inmensamente agradecida cuando madame Lefoux se interpuso físicamente entre la ira verbal del conde y ella, como si de, alguna forma, pudiese levantar una barrera ante tan terribles palabras.

Lord Maccon permaneció en el sitio, al otro lado de la estancia, gritando a Alexia sin descanso. Era como si se hubiera apartado de ella no porque temiera hacerle daño, sino porque realmente sentía que tenía que hacerlo. El amarillo de sus ojos era tan pálido que casi parecía blanco. Alexia nunca los había visto de aquel color. Y, a pesar de la vileza de las palabras que salían por su boca, la del conde era una mirada vacía y agonizante.

—Pero no es verdad —intentó explicarse Alexia—. Yo nunca haría algo así. No soy una adúltera. ¿Cómo puedes pensar eso? Nunca lo haría. —Pero su alegato de inocencia no hizo más que herir todavía más al conde. Al final, su cara, siempre tan limpia y transparente, se contrajo alrededor de la boca y la nariz como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Salió corriendo de la estancia, cerrando la puerta tras de sí de un portazo.

La estancia quedó sumida en un silencio denso y palpable.

Durante el caos, lady Kingair había conseguido recuperar su forma humana. Dio la vuelta al sofá y se detuvo delante de Alexia, completamente desnuda, cubierta solo con su hermosa cabellera gris, que caía sobre sus hombros y pecho.

—Comprenderá, lady Maccon —le dijo con una fría mirada en los ojos—, que le pida que abandone el castillo cuanto antes. Tal vez lord Maccon nos abandonara en su día, pero sigue siendo parte de esta manada. Y la manada siempre protege a los suyos.

—Pero —susurró Alexia—, es hijo de Conall. Lo juro. No he estado con nadie más.

Sidheag la miró fijamente.

—Venga, lady Maccon. ¿No debería inventarse una historia mejor que esa? Es imposible. Los licántropos no pueden engendrar hijos. Nunca ha sucedido y nunca sucederá. —Acto seguido, dio media vuelta y abandonó la estancia.

Alexia se volvió hacia madame Lefoux, con el rostro deformado por el miedo.

—De verdad cree que le he sido infiel. —Ella misma había descubierto hacía bien poco cuánto valoraba Conall la lealtad.

Madame Lefoux asintió.

—Me temo que muchos pensarán lo mismo. —Con una media sonrisa en los labios, puso una mano sobre el hombro de Alexia y le dio un apretón.

—No le he sido infiel, lo juro.

—La creo, lady Maccon, pero sepa que soy de la minoría.

—¿Por qué confía en mí si ni siquiera mi propio esposo me cree? —Alexia bajó la mirada hasta su propio vientre y lo cubrió con las manos con gesto tembloroso.

—Porque sé lo poco que conocemos la naturaleza de los preternaturales.

—Le gustaría poder estudiarme, ¿verdad, madame Lefoux?

—Es usted una criatura remarcable, Alexia.

Alexia abrió los ojos de par en par para no llorar, con las palabras de Conall todavía resonando en el interior de su cabeza.

—Entonces, ¿cómo es posible? —Se apretó el estómago con ambas manos, como si esperara que la pequeña criatura que crecía dentro pudiese explicárselo.

—Supongo que tendremos que averiguarlo. Venga, salgamos de aquí.

La inventora la ayudó a ponerse en pie y la acompañó hasta el pasillo. Era sorprendentemente fuerte para ser una criatura de complexión tan delicada, tal vez gracias a haber levantado tanta maquinaria pesada.

Se encontraron con Felicity, que parecía un tanto alterada.

—Hermana, acabo de ver algo horrible —dijo en cuanto vio a las dos mujeres—. Creo que tu esposo acaba de reducir a añicos una de las mesas del pasillo de un solo puñetazo. —Inclinó la cabeza a un lado—. Era una mesa horrible, pero aun así se la podrían haber dado a los pobres, ¿no crees?

—Tenemos que hacer las maletas y partir de inmediato —dijo madame Lefoux, con un brazo alrededor de la cintura de Alexia.

—Santo Dios, ¿por qué?

—Su hermana está embarazada y lord Maccon la ha rechazado.

Felicity frunció el ceño.

—Vaya, no me parece justo.

Madame Lefoux ya había tenido suficiente.

—Rápido, muchacha, corra a preparar su equipaje. Demos abandonar Kingair de inmediato.

Tres cuartos de hora más tarde, uno de los carruajes de Kingair abandonaba el castillo a toda prisa en dirección a la estación de tren más cercana. Los caballos estaban descansados y cubrieron el recorrido en menos tiempo del esperado, a pesar del barro y la lluvia.

Alexia, todavía aturdida, abrió una pequeña ventana sobre la puerta del carruaje y asomó la cabeza en la fría brisa de la noche.

—Hermana, apártate de la ventana o te arruinarás el peinado. Y créeme, no es lo que necesita precisamente tu pelo ahora mismo —la advirtió Felicity. Alexia ignoró las palabras de su hermana, de modo que la señorita Loontwill se volvió hacia la inventora—. ¿Qué está haciendo?

Los labios de madame Lefoux esbozaron una media sonrisa triste, esta vez sin hoyuelos.

—Escuchando. —Puso una mano sobre la espalda de Alexia y la acarició afectuosamente sin que esta apenas se diera cuenta.

—¿El qué?

—El aullido de los lobos.

Y Alexia estaba escuchando, pero solo percibía el húmedo silencio de la noche escocesa.