La última moda en París
Cuando Alexia entró en la estancia, Tunstell estaba inclinado sobre el cuerpo de la inventora y la ayudaba a incorporarse en el pequeño sofá. Madame Lefoux parecía aturdida, pero tenía los ojos abiertos y fijos en Alexia. Una discreta sonrisa iluminaba su rostro, hoyuelos incluidos.
—Mi esposo —quiso saber lady Maccon—, ¿ha experimentado también algún cambio? —Se dirigió hacia su esposo, una montaña de hombre en lo alto de un pequeño y frágil sofá. Las patas, con forma de extremidades de animal, parecían a punto de ceder bajo tanto peso. Alargó una mano para acariciarle el rostro: ligeramente áspero. Le había dicho que necesitaba un buen afeitado. Pero sus ojos permanecían cerrados, con sus pestañas, ridículamente largas, descansando en lo alto de sus mejillas. Qué absurdas eran aquellas pestañas. No había pasado ni un mes desde la última vez que Alexia, movida por la envidia, se había quejado amargamente por lo injusta que le parecía la naturaleza. Él se había reído y luego le había hecho cosquillas en el cuello con ellas.
Sus recuerdos fueron interrumpidos, no por la voz de Tunstell respondiendo a su pregunta, sino por la de madame Lefoux, con su cadencia siempre tan musical, aunque un poco ronca por la falta de agua.
—Me temo que no recuperará el sentido en un buen rato, no si ha sido neutralizado con uno de los nuevos dardos somníferos.
Lady Maccon se aproximó a la inventora.
—¿Qué ha sido, madame Lefoux? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué intentaba decirnos antes de recibir el disparo? ¿Quién es el responsable del ataque? —Su voz se tornó gélida como el hielo—. ¿Quién ha disparado a mi esposo? —Estaba convencida de saber la respuesta a aquella pregunta, pero quería oírla de labios de madame Lefoux. Había llegado el momento en el que la inventora debía escoger un bando.
—Por favor, no se enfade con ella, lady Maccon —empezó madame Lefoux, tragando saliva—. No lo ha hecho con mala intención, ¿comprende? Estoy convencida de ello. Lo que pasa es que es un tanto descerebrada, nada más. En el fondo, tiene buen corazón, sé que lo tiene.
»Encontré el eterógrafo con todas esas hermosas válvulas reducidas a añicos. ¿Cómo pudo hacer algo así? ¿Cómo puede alguien cometer semejante tropelía? —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Fue demasiado lejos, y cuando me dirigí a explicarle a usted lo sucedido, la descubrí registrando su habitación. Fue entonces cuando supe que aquello se nos había ido de las manos. Supongo que buscaba su válvula cristalina, la que le había visto guardar, la del transmisor de lord Akeldama. Para destruirla también. Cuánta destrucción. Nunca la hubiera creído capaz de algo así. Empujar a alguien desde un dirigible es una cosa, pero destruir un objeto de la belleza funcional de una válvula cristalina… ¿Qué clase de monstruo hace algo así?
Bueno, al menos ahora Alexia sabía cuáles eran las prioridades de madame Lefoux.
—¿Para quién trabaja Angelique? ¿Para los vampiros?
Madame Lefoux asintió. Lady Maccon blasfemó desde lo más profundo de su ser, utilizando palabras de las que su esposo estaría orgulloso.
Tunstell no podía creerlo, incluso se sonrojó.
—Sospechaba que se trataba de una espía, claro está, pero no esperaba que se convirtiera en una agente en activo tan pronto. Me hace unas cosas tan espectaculares en el pelo…
Madame Lefoux inclinó la cabeza a un lado, como si la comprendiera perfectamente.
—¿Cuál es su objetivo? ¿Por qué hace todo esto?
La inventora sacudió lentamente la cabeza. Sin el sombrero de copa ni el pañuelo anudado al cuello, estaba más femenina que nunca, más suave. Alexia no sabía si le gustaba aquel cambio.
—Solo se me ocurre que esté detrás de lo mismo que usted como muhjah. El arma humanizante.
Lady Maccon renegó de nuevo.
—Y, cómo no, Angelique estaba justo en el lugar indicado, en el pasillo detrás de mí, cuando he llegado a la conclusión de cuál era ese arma.
Madame Lefoux abrió los ojos de par en par, pero fue Tunstell quien intervino, con la voz desbordada por la admiración.
—¿Lo ha descubierto?
—Por supuesto que sí. —Lady Maccon se dirigió hacia la puerta—. Tunstell, mis órdenes no han cambiado.
—Pero, señora, necesita…
—¡No han cambiado!
—No creo que quiera acabar con la vida de nadie que no sea yo —intervino madame Lefoux—. De verdad lo creo. Por favor, milady, no haga nada… definitivo.
Lady Maccon se dio la vuelta al llegar a la puerta y enseñó los dientes como lo haría un auténtico licántropo.
—Ha disparado a mi esposo, madame —dijo.
Fuera, donde debería haber estado la manada de Kingair al completo, solo había silencio. Silencio y un montón de cuerpos dormidos y faldas plisadas a cuadros, lo que se conoce como un colapso a lo grande.
Lady Maccon cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de controlar su temperamento. ¿Es que acaso tenía que hacerlo todo ella misma?
Sujetando con fuerza la sombrilla, armó el punzón paralizante, situó el dedo índice junto al disparador y corrió escaleras arriba en dirección al salón de la momia. A menos que estuviera equivocada, Angelique intentaría sacar a la criatura del castillo y partir de inmediato, probablemente en carruaje, de vuelta al cuartel general de sus señores.
Se equivocaba. En cuanto abrió la puerta de la estancia, se hizo evidente que la momia estaba presente y Angelique no.
Lady Maccon frunció el ceño.
—¿Qué?
Golpeó el suelo con la punta de la sombrilla, furiosa. ¡Pues claro! La prioridad de un espía al servicio de los vampiros sería transmitir la información, puesto que era eso lo que más valoraban. Alexia sujetó bien la sombrilla y subió demasiadas escaleras para llevar corsé hasta llegar, entre jadeos, a la habitación del transmisor eterográfico.
Sin ni siquiera molestarse en comprobar si estaba siendo utilizado, apuntó con la sombrilla y presionó uno de los pétalos de la flor de loto que servía como mango, activando el emisor-disruptor magnético. Durante unos segundos, todo a su alrededor se detuvo.
A continuación corrió hacia la cámara transmisora del aparato y la abrió.
Angelique ya se estaba incorporando. Los pequeños brazos responsables de escanear el mensaje se habían detenido a medio mensaje. La doncella miró fijamente a lady Maccon y, sin pausa alguna, se abalanzó sobre ella.
Alexia esquivó la carga, pero la intención de la joven no había sido atacarla, puesto que se limitó a empujar a Alexia a un lado y abandonar la estancia a la carrera. Lady Maccon tropezó con un montón de maquinaria que descansaba junto a una de las paredes de la estancia, perdió el equilibrio y se golpeó contra el suelo con fuerza, desplomándose sobre un costado.
Peleó con faldas, polisones y enaguas para poder ponerse en pie. En cuanto lo hubo conseguido, corrió hacia el soporte transmisor y cogió el rollo de metal que en él había. Solo tres cuartas partes del mensaje habían sido leídas. ¿Sería suficiente? ¿Habría detenido la transmisión a tiempo, o tal vez los vampiros habían logrado conseguir la más peligrosa de las informaciones para los preternaturales y acerca de ellos?
Sin tiempo para comprobarlo, lady Maccon lanzó el rollo a un lado, se dio la vuelta y salió corriendo detrás de Angelique, convencida de que el objetivo de la doncella era la momia.
Esta vez estaba en lo cierto.
—¡Angelique, detente!
Alexia la divisó un piso por debajo de donde se encontraba ella, peleándose con el cuerpo de aquel pobre preternatural, fallecido hacía tanto tiempo, arrastrándolo y cargando con él escalera abajo hacia la puerta principal del castillo.
—¿Alexia? ¿Qué está sucediendo? —La señorita Hisselpenny emergió de una de las habitaciones, con las mejillas sonrojadas e inundadas de lágrimas.
Lady Maccon apuntó con la sombrilla entre los barrotes de caoba de la barandilla de la escalera y disparó un dardo aturdidor hacia su doncella.
La joven se dio la vuelta, utilizando el cuerpo de la momia a modo de escudo. El dardo impactó en el pobre cadáver y atravesó la fina capa de piel marrón de varios siglos de antigüedad. Alexia corrió por el siguiente tramo de escaleras abajo.
Angelique se cargó el peso de la momia a la espalda para poder cubrirse con ella mientras corría, pero sus esfuerzos por avanzar se vieron ampliamente afectados por el propio peso de la criatura.
Lady Maccon se detuvo y apuntó de nuevo.
La señorita Hisselpenny se interpuso en el campo de visión de Alexia, de pie en el rellano inmediatamente anterior al último tramo de escaleras, sin poder apartar la mirada de Angelique y abortando cualquier posibilidad de realizar un segundo disparo.
—¡Ivy, apártate!
—Santo Dios, Alexia, ¿qué se trae tu doncella entre manos? ¿Lleva una momia a la espalda?
—Sí, es la última moda en París, ¿no lo sabías? —respondió lady Maccon antes de empujar a su amiga a un lado sin demasiados miramientos.
La señorita Hisselpenny gritó indignada.
Alexia apuntó y disparó de nuevo, pero esta vez el dardo ni siquiera alcanzó su objetivo. Tendría que asistir a clases de tiro si tenía intención de conservar el trabajo. La sombrilla disponía únicamente de dos tiros, de modo que, maldiciendo su suerte a voz en grito, corrió con todas sus fuerzas, decidida a poner fin a aquella situación a la vieja usanza.
—Te lo digo en serio, Alexia, controla tu vocabulario. ¡Pareces la esposa de un pescadero! —exclamó la señorita Hisselpenny—. ¿Qué está sucediendo? ¿Acaba de salir algo de la punta de tu sombrilla? Qué cosa tan extraña. Debo de estar viendo visiones. Tanto amor por el señor Tunstell empieza a nublarme la vista.
Lady Maccon ignoró a su amiga por completo. A pesar del poder de la momia para repelerla, corrió escaleras abajo con la sombrilla en alto.
—Apártate de mi camino, Ivy —ordenó.
Angelique tropezó con el cuerpo inconsciente de uno de los miembros de la manada.
—Detente ahora mismo —gritó lady Maccon con su mejor voz de muhjah.
Doncella y momia habían alcanzado la puerta cuando lady Maccon saltó sobre ellas, pinchando con saña a Angelique con la punta de la sombrilla.
La joven se detuvo y giró la cabeza para mirar a su, hasta ahora, señora. Tenía los ojos, hermosos y de color violeta, abiertos de par en par.
Lady Maccon le dedicó una sonrisa tensa.
—Dime, querida, qué prefieres: ¿un chichón o dos? —Y sin mediar más palabras, levantó el brazo tan arriba como pudo y golpeó a Angelique en lo alto de la cabeza.
Momia y doncella se desplomaron sobre el suelo.
—Al parecer, con uno es más que suficiente.
En lo alto de las escaleras, la señorita Hisselpenny emitió un grito de sorpresa y se llevó una mano a la boca.
—Alexia —susurró—, ¿cómo puedes comportarte así? ¡Y con una sombrilla, ni más ni menos! A tu propia doncella. ¡No está bien repartir disciplina entre el servicio con semejantes maneras! Es decir, siempre he pensado que vas perfectamente peinada.
Lady Maccon ignoró las palabras de su amiga y apartó la momia a un lado de un puntapié.
Ivy gritó de nuevo.
—¿Qué estás haciendo? Es un objeto muy antiguo. ¡Si a ti te encantan esa clase de cosas!
Lady Maccon no necesitaba que se lo recordasen, pero no había tiempo para los escrúpulos, y menos históricos. La maldita momia ya había causado demasiados problemas y, si no hacía nada al respecto, acabaría siendo una pesadilla logística. No podía permitir que siguiera existiendo.
Comprobó la respiración de Angelique, la espía seguía con vida.
Lo mejor que podía hacer, decidió lady Maccon, era destruir la momia. Una vez hecho, podría ocuparse de todo lo demás.
Resistiéndose a la horrible sensación que le exigía que se apartara de aquella cosa tanto como pudiera, Alexia arrastró el cuerpo hasta los enormes bloques de piedra que formaban los escalones de acceso al castillo. No tenía sentido poner más vidas en peligro.
Madame Lefoux no había diseñado la sombrilla para que emitiera nada especialmente tóxico para los preternaturales, si es que existía dicha substancia, pero Alexia confiaba en que con la aplicación de una cantidad suficiente de ácido la destruiría casi por completo.
Abrió la sombrilla y le dio la vuelta hasta sostenerla por la punta. Para mantenerse a salvo, hizo girar el dial que había encima del disruptor de campo magnético hasta la tercera posición. Las seis varillas de la sombrilla se abrieron al unísono y una fina lluvia cayó sobre la momia, empapando piel y huesos por igual. Agitó la sombrilla adelante y atrás para asegurarse de que el líquido cubriera el cuerpo por completo; luego la colocó sobre el torso de la momia y retrocedió unos pasos. Pronto sintió el intenso olor del ácido, seguido por un hedor que nunca antes había percibido: la muerte última de los huesos, una mezcla entre el olor de un desván cerrado y el sabor metálico de la sangre.
La fuerza que repelía a Alexia empezó a desvanecerse. La criatura se desintegraba gradualmente, convirtiéndose en una masa marrón e indeterminada, salpicada de trozos de piel y hueso. Ya no recordaba en nada a un humano.
La sombrilla seguía despidiendo su lluvia mortal de ácido, y las piedras del suelo empezaban a picarse.
Detrás de Alexia, dentro del castillo de Kingair y en lo alto de las escaleras, Ivy Hisselpenny gritó.
En el otro extremo de las islas británicas, dentro de un carruaje alquilado aparcado frente a una residencia de aspecto inocente, en un barrio medianamente popular cerca del parque Regent, el profesor Randolph Lyall y el comandante Channing Channing, de los Channing de Chesterfield, aguardaban en silencio. Era un lugar peligroso para dos licántropos como ellos, puesto que aquel edificio era, ni más ni menos, que la residencia oficial de la colmena de Westminster. Doblemente peligrosa, y es que no estaban allí en misión oficial. Si aquello llegaba a oídos de algún miembro del ORA, Lyall estaba convencido de que se quedaría sin trabajo ipso facto y el comandante sería licenciado del ejército sin honores.
Ambos estuvieron a punto de saltar fuera de sus pellejos, una habilidad ciertamente interesante para un licántropo, cuando la puerta del carruaje se abrió y un cuerpo se abalanzó sobre ellos.
—¡Rápido!
El comandante Channing golpeó el techo del habitáculo con la culata de su pistola y el carruaje partió de inmediato. Los cascos de los caballos resonaban con una fuerza inusitada sobre los adoquines de las calles de Londres.
—¿Y bien? —preguntó Channing, impaciente.
Lyall le ofreció la mano al joven y le ayudó a levantarse y recuperar la poca dignidad que le quedaba en aquel momento.
Biffy se quitó la capa de terciopelo negro que se le había enrollado por todo el cuerpo durante la huida. Lyall no acababa de comprender de qué servía llevar una capa como aquella durante un allanamiento de morada, pero el zángano había insistido. «Vestir adecuadamente» había dicho, «nunca es opcional».
El profesor Lyall sonrió al joven. Eran un caballero apuesto, de eso no cabía la menor duda. Podían criticarse muchas de las costumbres de lord Akeldama, pero nadie podía negar que tenía un gusto excelente para los zánganos.
—¿Cómo ha ido?
—Oh, tienen uno, como era de esperar. En lo más alto, justo bajo el tejado. Un modelo ligeramente más anticuado que el de mi señor, pero parece funcionar perfectamente.
Un caballero apuesto y efectivo.
—¿Y? —El profesor Lyall arqueó una ceja.
—Digamos que, por el momento, no está tan operativo como cabría esperar.
El comandante Channing miró fijamente a Biffy con un destello de desconfianza en la mirada.
—¿Qué has hecho?
—Bueno, verá, había una tetera, justo al lado…
—Siempre he pensado que el té es una bebida muy útil —comentó Lyall pensativo.
Biffy no pudo reprimir una sonrisa.
No era uno de los gritos típicos de Ivy, de esos que profería cada vez que perdía el sentido. Era un grito de terror tan intenso que lady Maccon abandonó su sombrilla y corrió hacia el interior del castillo, sola.
La intensidad del grito había atraído la atención de más personas. Tunstell y una madame Lefoux de frágil aspecto habían abandonado el salón de la planta principal, a pesar de las órdenes de Alexia que lo prohibían.
—¿Qué estáis haciendo? —les gritó—. ¡Volved adentro ahora mismo!
Pero los ojos de ambos no se apartaban del rellano de la planta superior, donde Angelique sujetaba a la pobre señorita Hisselpenny por la espalda, con un cuchillo de aspecto mortal en el cuello de la joven.
—¡Señorita Hisselpenny! —exclamó Tunstell, con su rostro desolado por el miedo, para luego añadir, ajeno a cualquier forma de decoro o decencia—: ¡Ivy!
—¡Angelique, no! —gritó madame Lefoux al mismo tiempo.
Todos corrieron hacia las escaleras. Angelique arrastró a Ivy consigo hacia la estancia en la que, hasta hacía poco, había descansado el cuerpo ancestral de la momia.
—No se acerquen o morirá —amenazó la doncella en su lengua nativa, con pulso firme y la mirada fría.
Tunstell, que no sabía hablar francés, sacó la Tue Tue y apuntó a la doncella. Madame Lefoux tiró del brazo del guardián con una fuerza inusitada para alguien que acababa de recibir un disparo.
—Herirás al rehén.
—Angelique, esto es una locura —dijo lady Maccon, tratando de razonar con la doncella—. He destruido las pruebas. La manada despertará pronto, completamente recuperada. Cuando recuperen su estado sobrenatural, no importará qué droga les hayas administrado. No puede faltar mucho. No podrás escapar.
Angelique siguió retrocediendo, arrastrando consigo a la pobre señorita Hisselpenny.
—Entonses no tengo nada que pegdeg, ¿non? —Y continuó hacia el interior de la estancia.
En cuanto hubo desaparecido, lady Maccon y Tunstell corrieron tras ella escaleras arriba. Madame Lefoux intentó seguirles el paso, pero avanzaba con cierta dificultad. Se había cubierto la herida con la mano y respiraba trabajosamente.
—La necesito con vida —le dijo Alexia a Tunstell entre jadeos—. Tengo preguntas.
Tunstell se guardó la Tue Tue en los pantalones y asintió.
Alcanzaron la puerta de la estancia casi al mismo tiempo. Allí estaba Angelique, armada, ordenándole a Ivy que abriese una de las ventanas en el extremo opuesto de la habitación. Alexia se arrepintió de no haber llevado consigo la sombrilla. La próxima vez se encadenaría a ella. Cada vez que no la tenía consigo, era cuando más la necesitaba. Antes de que Angelique advirtiese su presencia, Tunstell se agachó a un lado de la estancia, utilizando el abundante mobiliario para permanecer fuera del campo de visión de la doncella.
Mientras él se acercaba en secreto, avanzando con cautela por la habitación, lady Maccon se encargó de distraer a la espía. No era tarea fácil; Tunstell no era la personificación de la sutileza, precisamente. Su cabellera pelirroja asomaba entre los muebles con cada paso que daba, como si se tratara del villano de una representación gótica cruzando el escenario de lado a lado. Menos mal que la estancia estaba en penumbra, iluminada por una única lámpara de gas en la esquina más alejada de la estancia.
—Angelique —la llamó lady Maccon.
Angelique se dio la vuelta y tiró con fuerza del cuerpo de la señorita Hisselpenny con la mano que le quedaba libre, puesto que con la otra seguía sosteniendo el cuchillo en el cuello de la joven.
—Date pgisa —le espetó a una asustada Ivy—. Tú —continuó, señalando a Alexia con la barbilla—, no te acerques y enséñame las manos.
Lady Maccon levantó las manos en alto y Angelique asintió, visiblemente satisfecha por la ausencia de armas. Alexia rezó para que Ivy se desmayara lo antes posible, facilitando ostensiblemente las cosas, pero la interesada permaneció consciente y aterrorizada. Nunca se desvanecía uno a gusto de todos.
—¿Por qué, Angelique? —preguntó lady Maccon, intrigada y con la esperanza de mantener la atención de la doncella lejos de Tunstell.
La joven sonrió, y su rostro no podía ser más bello. La luz de la lámpara se reflejaba en sus hermosos ojos violetas.
—Pogque ella me lo pidió. Pogque me pgometió que lo intentagía.
—Ella. ¿Quién es ella?
—¿Quién cgee usted?
Lady Maccon percibió un leve aroma a vainilla, seguido de una suave voz que procedía de la misma estancia. Madame Lefoux se había apoyado en el marco de la puerta, exhausta, a junto a ella.
—La condesa Nadasdy.
Lady Maccon frunció el ceño y se mordió el labio, confusa. Volvió a dirigirse a Angelique, apenas consciente de la presencia de la inventora.
—Creía que tu antiguo señor era un errante y que estabas en Westminster a disgusto.
Angelique amenazó de nuevo a Ivy, esta vez con la punta del cuchillo. Ivy gritó y forcejeó con el cierre de las contraventanas hasta que consiguió abrirlas. El castillo era antiguo y las ventanas no tenían cristales, de modo que la estancia se inundó con la gélida brisa de la noche escocesa.
—Piensa usted demasiado —le espetó la espía.
Tunstell, que finalmente había conseguido recorrer la distancia que le separaba de la doncella, se abalanzó sobre ella. Por primera vez desde que se conocían, Alexia pensó que por fin estaba mostrando la gracia y la habilidad que cabía esperar de alguien que pronto se convertiría en licántropo. Claro que podía ser únicamente de cara a la galería, pero al menos resultaba impresionante.
La señorita Hisselpenny, al ver de quién se trataba y que había acudido en su rescate, gritó con todas sus fuerzas y se desmayó, desplomándose junto a la ventana abierta.
Por fin, pensó Alexia.
Angelique se dio la vuelta, sujetando el cuchillo en alto.
Tunstell y la doncella se enzarzaron en una pelea salvaje. Angelique atacó al guardián con un rápido movimiento, perfeccionado tras horas de práctica. Él lo esquivó, apartando la hoja del cuchillo con el hombro y recibiendo un profundo corte en la parte superior del brazo.
Lady Maccon se dispuso a correr al rescate de Tunstell, pero madame Lefoux la sujetó. Algo crujió bajo su zapato, y cuando Alexia apartó la mirada de la pelea para ver de qué se trataba, descubrió que el suelo estaba lleno de escarabajos muertos. ¡Ah!
El guardián, como no podía ser de otra manera, era mucho más fuerte que Angelique. Ella era menuda y delicada, y él más bien corpulento, la constitución favorita de licántropos y directores de escena. Lo que le faltaba en técnica, su fuerza lo suplía con creces. Tunstell se levantó de un salto, girando en el aire para empujar a la doncella con el hombro que le quedaba sano. Con un grito de desesperación, la mujer se precipitó de espaldas por la ventana, lo cual seguramente no había sido su intención al abrirla, según parecía indicar la escalera de cuerda. Profirió un grito largo y terminó con un sonido sordo.
Madame Lefoux se cubrió la cara con las manos, soltando a lady Maccon. Ambas mujeres corrieron hacia la ventana para asomarse por ella.
Allí abajo, sobre el suelo, descansaba el cuerpo magullado y sin vida de Angelique. Seguramente aquel tampoco era el aterrizaje que ella había planeado.
—¿Qué parte de «la necesito con vida» no has entendido?
Tunstell estaba pálido.
—¿Está muerta? ¿La he matado?
—No, ha salido volando. Pues claro que la has matado, estúpido.
Tunstell evitó la ira de su señora fundiéndose en un montón de pecas indefinido.
Alexia decidió entonces concentrar su ira en madame Lefoux. La inventora, pálida como nunca antes la había visto, no podía apartar la mirada del cuerpo sin vida de la doncella.
—¿Por qué me ha sujetado?
Madame Lefoux abrió la boca, pero un sonido parecido a una estampida de elefantes interrumpió lo que había estado a punto de decir.
Los miembros de la manada de Kingair asomaron las cabezas por la puerta abierta de la estancia. No los acompañaban sus compañeros humanos, puesto que los guardianes y lady Kingair seguían dormidos bajo el efecto de la droga de Angelique. Que estuvieran despiertos y en movimiento solo podía indicar que el proceso de destrucción de la momia había concluido.
—Moveos, patanes —rugió una voz detrás de ellos. Desaparecieron con la misma rapidez con la que habían aparecido, dejando el camino libre a lord Conall Maccon.
—Oh, muy bien —dijo su esposa—, estás despierto. ¿Por qué has tardado tanto?
—Hola, mi amor. ¿Qué has hecho esta vez?
—Si eres tan amable, deja de insultarme y ve a atender a Ivy y a Tunstell, ¿quieres? Seguramente a ambos les vaya bien un poco de vinagre. Ah, y no apartes los ojos de madame Lefoux. Tengo que comprobar el estado de un cadáver.
Al percibir la expresión y el tono en la voz de su esposa, el conde prefirió no cuestionar sus órdenes.
—Supongo que el cuerpo es el de tu doncella.
—¿Cómo lo has sabido? —Alexia estaba comprensiblemente molesta. No en vano, ella acababa de descubrir el pastel. ¿Cómo se atrevía su esposo a ir siempre un paso por delante de ella?
—Me disparó, ¿recuerdas? —respondió él.
—Sí, bueno, será mejor que haga las comprobaciones de rigor.
—¿La queremos viva o muerta?
Lady Maccon se mordió el labio.
—Mmm, muerta supone menos papeleo y viva menos preguntas sin respuesta.
El conde le hizo un gesto con la mano.
—Prosigue con las comprobaciones, querida.
—Oh, Conall, te odio cuando haces que todo parezca idea tuya —se quejó su esposa, molesta con él pero alejándose ya por la puerta.
—Y yo que escogí casarme con ella —se lamentó lord Maccon ante los licántropos allí reunidos fingiendo resignación.
—Eso había oído —añadió lady Maccon sin detenerse.
Bajó rápidamente las escaleras y se dirigió, sorteando los cuerpos inmóviles de los guardianes, hacia la puerta principal. Una vez fuera, comprobó el estado de la momia, de la que apenas quedaba un montón de lodo marrón. La sombrilla había dejado de emitir su mortífera lluvia, agotadas todas las reservas de ácido con las que contaba. Tendría que solicitar una puesta a punto, ya que había utilizado prácticamente todo el armamento disponible. La cerró de golpe y, sujetándola entre las manos, se dirigió al lateral del castillo en el que descansaba el cuerpo de Angelique, inmóvil sobre la verde hierba que rodeaba el castillo.
Lady Maccon la empujó con la punta de la sombrilla desde una distancia prudencial. Al no producirse reacción alguna, decidió agacharse junto al cuerpo para examinarlo más de cerca. Al parecer, sería necesario algo más que unas gotas de vinagre para curar las heridas de la doncella, cuya cabeza descansaba inclinada hacia un lado, con el cuello roto por la caída.
Lady Maccon suspiró, se puso en pie y ya se disponía a marcharse cuando a su alrededor el aire se estremeció como el calor que flota alrededor de una hoguera.
Alexia nunca había presenciado un nacimiento sobrenatural. Al igual que sucedía con los nacimientos normales, eran considerados un tanto groseros y por ello nunca se hablaba de ellos en público, pero Alexia no tenía la menor duda sobre lo que le estaba pasando a Angelique, puesto que allí, frente a ella, se materializó la silueta ondulante de la doncella muerta.
—Vaya, así que habrías sobrevivido al mordisco de la condesa Nadasdy.
El fantasma la miró fijamente durante unos segundos, como si intentara adaptarse a su nueva existencia —o no existencia, para ser más precisos—. Se limitó a flotar, inmóvil, los restos del alma de la joven Angelique.
—Siempge supe que podía llegag a seg algo más —dijo finalmente la Difunta Angelique—, pego usted tenía que detenegme. Me avisagon de que ega usted una mujeg peligosa. Pensé que ega pogque le tenían miedo, a usted y a lo que podía haseg. Pego ahoga compgendo que en gealidad les asusta quién es usted. La falta de alma ha acabado afectando a su cagácteg. No es usted solo pgetegnatugal, también piensa difegente pgesisamente pog seglo.
—Tal vez sea así —respondió Alexia—, aunque se me hace difícil saberlo puesto que nunca he experimentado más que mis propios pensamientos.
El fantasma se elevó, flotando sobre su propio cadáver. Durante algún tiempo tendría que permanecer allí, incapaz de alejarse hasta que la carne empezara a descomponerse. Solo entonces, condenada al deterioro a medida que la conexión con su cuerpo se hiciera más y más débil, podría alejarse de sus restos, convirtiéndose al mismo tiempo en un poltergeist abocado a la locura. No era una forma agradable de acceder al más allá.
La doncella miró a su antigua señora.
—¿Consegvagá usted mi cuerpo, pegmitiendo que piegda la cabesa, o me pgacticagá un exorcismo aquí mismo?
—Decisiones, siempre decisiones —dijo lady Maccon con dureza—. ¿Qué prefieres tú?
El fantasma no dudó ni un instante.
—Pgefiego ígme ahoga. El OGA tgatagá de pegsuadigme paga que espíe paga ellos y yo no quiego tgabajag en contga de mi colmena o de mi país. Y no sé si podgía sopogtag volvegme loca.
—Vaya, así que al final resulta que tienes escrúpulos.
Era difícil determinarlo con seguridad, pero pareció como si el espectro sonriera. Los fantasmas nunca llegaban a ser completamente sólidos; según una de las numerosas teorías científicas, esto se debía a que eran la representación física de su propio recuerdo de sí mismos.
—Más de los que usted imagina —respondió la Difunta Angelique.
—Y si te exorcizo, ¿qué me darás tú a cambio? —quiso saber Alexia, la preternatural.
La Difunta Angelique suspiró, a pesar de que ya no poseía pulmones con los que respirar o aire con el que emitir tan característico sonido. Lady Maccon se preguntó qué hacían los fantasmas para poder hablar.
—Tendgá curiosidad, imagino. Hagamos un tgato. Yo contestagé a dies pgeguntas y segé totalmente sinsega. Luego, usted me ayudará a mogig.
—¿Por qué has hecho todo esto? —preguntó lady Maccon inmediatamente y sin dudarlo: la pregunta más sencilla, y a la vez importante, primero.
La Difunta Angelique levantó las manos en alto con los dedos extendidos y dobló uno.
—Pogque la condesa se ofgesió a mogdegme. ¿Quién no quiege vivir paga siempre? —una pausa—. Exsepto Genevieve.
—¿Por qué has intentado matarme?
—Nunca he intentado matagla. Mi vegdadego objetivo ega Genevieve, pego al pageseg no se me da muy bien. La caída, en el dirigible, y los dispagos, egan paga ella. Usted no ega más que una estorbo; ella es el vegdadego peligo.
—¿Y el veneno?
La Difunta Angelique ya había doblado tres dedos.
—No fui yo. Supongo, milady, que alguien más la quiege veg muerta. ¿Y la cuagta pgegunta?
—¿Crees que es madame Lefoux quien intenta acabar con mi vida?
—Cgeo que no, pego nunca se sabe con Genevieve. Ella es, ¿cómo disen ustedes?, la más lista de las dos. Pego si ella la quisiese veg muegta, ese segía su cuegpo, no el mío.
—Y bien, ¿por qué quieres ver a nuestra querida inventora muerta?
—¿La quinta pgegunta ya y la degocha con Genevieve? Tiene algo que me pegtenese. Me dijo que si no me lo quedaba, se lo contagia a todo el mundo.
—¿Qué podría ser tan horrible?
—Habgía agüinado mi vida. La condesa insiste mucho en ello: nada de familia. Nunca muegde si hay niños de pog medio, pagte del edicto vampigo. Una nogma menog, pero a la condesa le gusta seg muy estgicta. Y viendo cómo lady Kingaig complica la vida de su esposo, empieso a entendeg el sentido de dicha nogma.
De pronto lady Maccon lo comprendió. Sabía que había visto aquellos ojos violetas en alguna parte.
—El hijo de madame Lefoux, Quesnel. No es suyo, ¿verdad? Es tu hijo.
—Un egog que ya no tiene impogtansia. —Otro dedo más. Solo quedaban tres preguntas.
—¡Madame Lefoux subió a bordo del dirigible para seguirte a ti, no a mí! ¿Te estaba chantajeando?
—Sí, si no me hasía caggo de mis debeges maternales, se lo contagia todo a la condesa. No podía pegmitiglo, ¿compgende? Después de lo mucho que había tgabajado paga conseguig la inmogtalidad.
Alexia se sonrojó y agradeció la fría brisa de la noche.
—Ustedes dos eran…
El fantasma se encogió de hombros, un gesto muy natural, incluso para un fantasma.
—Pog supuesto, dugante muchos años.
Lady Maccon sintió un sofoco aún mayor a medida que las imágenes se iban sucediendo en su cabeza: la oscura cabellera de madame Lefoux junto a la rubia de Angelique, una bonita imagen sacada de una postal erótica.
—Vaya, muy francés.
El fantasma no pudo contener la risa.
—No lo cgea. ¿Cómo cgee que capté la atensión de la condesa Nadasdy? No con mis habilidades con el peine, pgesisamente.
Alexia había visto algo al respecto en la colección de su padre, pero había dado por supuesto que aquella clase de relaciones estaban supeditadas al capricho de un hombre o representadas para despertar el apetito de un caballero. ¿Era posible que dos mujeres lo hicieran voluntariamente y con cierto grado de implicación sentimental?
No se dio cuenta de que había enunciado esta última pregunta en voz alta.
El fantasma soltó una carcajada.
—Solo le digé que estoy seguga de que alguna vez me quiso, hase ya mucho tiempo.
Lady Maccon empezó a ver más cosas en las acciones o los comentarios de la inventora durante la última semana de las que en un principio había intuido.
—Eres una mujer dura, ¿verdad, Angelique?
—Menuda fogma de malgastag su última pgegunta. Todos acabamos actuando según hemos sido educados. Usted no es tan duga como le gustagía. ¿Qué digá su esposo cuando lo descubga?
—¿Descubrir qué?
—Oh, ¿de vegas que no lo sabe? Pensé que estaba disimulando. —Al fantasma se le escapó la risa, una auténtica carcajada, cortante y fría, pensada para confundir y sembrar la duda en su oponente.
—¿Qué? ¿Qué es lo que no sé?
—Oh, no, ya he cumplido con mi pagte del tgato. Dies pgeguntas, todas contestadas con sinsegidad.
Alexia suspiró. Era cierto. Dio un paso al frente, en contra de su voluntad, dispuesta a practicar su primer exorcismo. No dejaba de ser extraño que el Gobierno supiera de su condición de preternatural desde que era un bebé, que el ORA la hubiese incluido en sus Archivos de Alto Secreto e Importación como la única preternatural en toda la región de Londres y que nunca hubiesen solicitado su ayuda con la más básica de sus habilidades: el exorcismo. Tan extraño como que su bautizo en la materia fuese a petición de un fantasma, en las Tierras Altas de Escocia. Y extraño, por último, que le pareciera tan sencillo.
Sencillamente, colocó una mano sobre el cuerpo roto de Angelique y el espectro, liberado de las ataduras que lo unían a este, desapareció. Sin un cuerpo con vida que reclamara dicha unión, el espíritu desapareció para siempre: un desánimo total y completo. El alma jamás podría regresar, como sí sucedía con licántropos y vampiros. Con el cuerpo sin vida, un regreso como aquel podría resultar fatal. Pobre Angelique, podría haber sido inmortal si hubiera tomado las decisiones correctas.
Lady Maccon se encontró con una escena un tanto peculiar al regresar al interior del castillo y subir las escaleras hasta la sala de la momia. Tunstell estaba despierto, con el hombro y la parte superior del brazo vendados con un pañuelo de Ivy a cuadros rojos, y parecía muy ocupado introduciéndose una cantidad más que generosa de brandy en la boca con intenciones terapéuticas. La señorita Hisselpenny, que había recuperado el conocimiento, estaba a su lado, arrodillada en el suelo.
—Oh, señor Tunstell, qué valiente ha sido al tratar de rescatarme de esa manera. Es usted un héroe —le estaba diciendo en aquel preciso instante—. Imagine si se supiera que he sufrido un ataque con cuchillo a manos de una doncella, y francesa para más inri. ¡Si hubiera llegado a morir, jamás lo habría superado! ¿Cómo puedo agradecérselo lo suficiente?
Madame Lefoux se encontraba junto a lord Maccon, ya recompuesta, aunque un poco demacrada alrededor de los ojos y de la boca, con sus hermosos hoyuelos guardados a buen recaudo, al menos por una temporada. Alexia no estaba segura de cómo interpretar la expresión de su rostro. Todavía no confiaba en ella. Madame Lefoux se había visto involucrada en todo lo sucedido desde un buen principio, por no mencionar el pulpo que llevaba tatuado al cuello. Las experiencias de Alexia con los científicos malvados del Club Hypocras le habían enseñado, cuanto menos, a no confiar en dichos cefalópodos.
—Angelique ha hablado —le dijo a la inventora, acercándose hasta donde estaba ella—. Ya es hora, madame Lefoux, de que usted haga lo mismo. ¿Qué quería? ¿Solo a Angelique o algo más? ¿Quién intentó envenenarme a bordo del dirigible? —Sin detenerse, se volvió hacia Tunstell y valoró el alcance de la herida del guardián con ojo crítico—. ¿Alguien le ha puesto un poco de vinagre?
—¿Ha? —preguntó madame Lefoux, incapaz de procesar más de una palabra del discurso de lady Maccon—. ¿Ha dicho «ha»? Entonces, ¿está muerta?
—¿Angelique?
La inventora asintió, incapaz de parar de morderse el labio.
—Bastante.
Madame Lefoux reaccionó de forma, cuanto menos, peculiar. Abrió sus hermosos ojos verdes de par en par, sorprendida, y luego, cuando se dio cuenta de que aquello no servía para nada, giró la cara a un lado y rompió a llorar.
Lady Maccon envidió su capacidad para llorar con aplomo. Ella misma se ponía roja como un tomate, pero madame Lefoux parecía capaz de ejecutar la emoción con una perfección absoluta: nada de sollozar, ni sorber por la nariz, solo lágrimas silenciosas descendiendo por sus mejillas hasta llegar a la barbilla. Parecía inmersa en una tristeza dolorosa, en un silencio antinatural.
Lady Maccon, que no solía dejarse llevar por los sentimientos, alzó las manos al cielo.
—Oh, por lo más sagrado, ¿y ahora qué?
—Opino, querida esposa, que ha llegado el momento de que todos seamos sinceros los unos con los otros —dijo Conall. Guio a Alexia y a madame Lefoux lejos del campo de batalla (y a Ivy y Tunstell, que ahora no dejaban de darse sonoros besos) hacia una zona más retirada de la estancia.
—Oh, Dios. —Alexia fulminó a lord Maccon con la mirada—. Has dicho «todos». ¿También tú estabas involucrado en esto, querido esposo? ¿Has sido, tal vez, menos sincero con tu amante esposa de lo que deberías haberlo sido?
Lord Maccon suspiró.
—¿Por qué tienes que ser siempre tan complicada?
Lady Maccon no dijo nada, sencillamente se limitó a cruzar los brazos sobre su generoso pecho y observar detenidamente a su esposo.
—Madame Lefoux trabajaba para mí —admitió con un hilo de voz apenas audible—. Le pedí que te vigilara mientras yo estaba fuera.
—¿Y no me dijiste nada?
—Bueno, ya sabes cómo te pones.
—Y con razón. De verdad, Conall, cómo se te ocurre asignarme un agente del ORA para que me siga, como si yo fuese un zorro huyendo de los cazadores. ¡Esto es increíble! ¿Cómo te has atrevido?
—Oh, no, no trabaja para el ORA. Nos conocemos desde hace tiempo. Se lo pedí como amiga, no como subordinada.
Alexia frunció el ceño. No estaba muy segura de cómo reaccionar ante aquella revelación.
—¿Desde cuándo os conocéis y hasta qué punto sois amigos?
Madame Lefoux no pudo evitar sonreír, mientras lord Maccon se mostraba genuinamente sorprendido.
—De verdad, esposa, nunca te había visto tan densa. No concuerdo con las preferencias de madame Lefoux.
—Ah, seguro que no mucho más que yo con las de lord Akeldama.
A lord Maccon, que era propenso a sentir celos del vampiro y censuraba la relación de amistad que le unía a Alexia, no le quedó más remedio que asentir.
—Está bien, entiendo lo que quieres decir, querida.
—He de admitir —intervino madame Lefoux con la voz alterada por las lágrimas—, que también me interesaba contactar con Angelique, que es la doncella de lady Maccon.
—Usted tenía sus propios intereses —la acusó lord Maccon con un destello de desconfianza en la mirada.
—¿Y quién no? —se preguntó lady Maccon—. Angelique me ha contado que tenía una relación íntima con usted y que Quesnel es hijo de ella, no suyo.
—¿Cuándo le ha contado todo eso, antes de morir? —quiso saber madame Lefoux.
Alexia le acarició cariñosamente el brazo.
—No, querida, después.
El rostro de madame Lefoux se iluminó al oír aquellas palabras.
—¿Es un fantasma?
Lady Maccon agitó los dedos en el aire.
—Ya no.
La inventora ahogó una exclamación de sorpresa, y lo que le había dado una cierta esperanza acabó sumiéndola de nuevo en la más absoluta de las tristezas.
—¿La ha exorcizado? Qué cruel.
—Ella me lo ha pedido y hemos hecho un trato. Lo siento. No pensé en tener sus sentimientos en cuenta.
—Últimamente nadie lo hace —respondió la inventora con una nota de amargura en la voz.
—No es necesario regodearse en la tristeza —dijo lady Maccon, que no solía aprobar las personalidades sensibleras.
—De verdad, Alexia, ¿por qué te muestras tan dura con esta mujer? Está muy afectada.
Lady Maccon se acercó unos centímetros al rostro de madame Lefoux.
—Estoy segura de que tiene motivos para ello. No siente la pérdida de un amor perdido, sino de un pasado perdido. ¿No es así, madame?
El rostro de madame Lefoux perdió un ápice de la tristeza que lo compungía, y sus ojos se entornaron hasta convertirse en dos finas líneas fijas en los de Alexia.
—Estuvimos juntas durante mucho tiempo, pero tiene usted razón. Quería que volviera, no por mí, sino por Quesnel. Creí que tal vez un hijo le haría sentar la cabeza. Cambió tan deprisa después de convertirse en zángano… Se aprovecharon de la dureza que Quesnel y yo habíamos aprendido a atenuar.
Alexia asintió.
—Lo suponía.
—Santo Dios, mujer —intervino lord Maccon—, ¿cómo has podido descubrirlo?
—Bueno —respondió lady Maccon con una sonrisa—, de camino a Escocia, madame Lefoux intentó coquetear conmigo. No creo que estuviera fingiendo del todo.
Una sonrisa iluminó el rostro de madame Lefoux.
—No sabía que se hubiera dado cuenta.
Alexia arqueó las cejas.
—Y no lo hice hasta hace poco; repasar los acontecimientos del pasado puede resultar muy provechoso.
Lord Maccon clavó los ojos en la inventora.
—¡Ha estado flirteando con mi esposa! —exclamó.
Madame Lefoux se irguió todo cuanto pudo y le devolvió la mirada al conde.
—No hace falta que se ponga territorial conmigo, viejo lobo. Usted la encuentra atractiva, ¿por qué no debería pensar yo lo mismo?
Lord Maccon a punto estuvo de atragantarse.
—No pasó nada —corroboró Alexia, sonriendo abiertamente.
—Y no porque no me hubiera gustado… —añadió madame Lefoux.
Lord Maccon emitió un leve gruñido, y su mirada se volvió aún más amenazante, a lo que madame Lefoux reaccionó poniendo los ojos en blanco.
La sonrisa de Alexia se ensanchó todavía más. Era extraño estar cerca de alguien con la valentía suficiente para bromear de aquella manera con el conde. Echó una rápida mirada en dirección a la inventora. Al menos a ella le parecía que estaban bromeando. Solo para estar segura, decidió hacer lo posible por cambiar de tema.
—Todo esto me halaga, y no sabéis cuanto, pero ¿podemos volver al tema que nos ocupa? Si madame Lefoux viajaba a bordo del dirigible para vigilarme y al mismo tiempo chantajear a Angelique en relación con sus obligaciones maternales, entonces no fue ella quien intentó envenenarme y acabó postrando en la cama al pobre Tunstell. Y sé que tampoco fue Angelique.
—¡Veneno! ¡No dijiste nada sobre un envenenamiento, esposa! Solo mencionaste la caída. —Lord Maccon empezó a temblar de tanta ira como estaba acumulando. Sus ojos se volvieron fieros, de un color amarillo intenso en lugar del castaño habitual. Ojos de lobo.
—Sí, bueno, la caída sí fue culpa de Angelique.
—¡No cambies de tema!
Lady Maccon intentó defenderse.
—Supuse que Tunstell te lo habría contado. Al fin y al cabo, fue él quien recibió la peor parte. Y es tu guardián. Normalmente es él quien se ocupa de contarte las cosas. Además —se volvió de nuevo hacia madame Lefoux—, usted también va detrás del arma causante de la plaga de humanización, ¿verdad?
Madame Lefoux volvió a sonreír.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Alguien no ha dejado en todo este tiempo de intentar robarme mi maletín de trabajo. Puesto que usted lo sabía todo acerca de mi sombrilla y sus compartimentos secretos, supuse que se trataba de usted y no de Angelique. ¿Y qué podía querer más que mis archivos como muhjah sobre la plaga y los descubrimientos del deán y el potentado? —Guardó silencio un instante, con la cabeza inclinada a un lado—. ¿Le importaría dejar de hacerlo? Es de lo más desagradable. Además, no hay nada importante dentro del maletín, ¿comprende?
—Aun así me gustaría saber dónde lo tiene escondido.
—Mmm, pregúntele a Ivy sobre unos calcetines de la suerte.
Lord Maccon miró a su esposa con gesto confuso. Madame Lefoux, por su parte, prefirió ignorar las palabras de Alexia y continuó.
—Al final ha conseguido descubrir qué provocaba la plaga, ¿verdad? La fuente de la humanización. Debe de ser así porque —señaló los ojos de lobo de lord Maccon—, sus efectos han desaparecido.
Lady Maccon asintió.
—Por supuesto que sí.
—Sí, lo suponía. Ese es el verdadero motivo que me movió a seguirla.
Lord Maccon suspiró.
—De verdad, madame Lefoux, ¿por qué no esperar a que el ORA lo solucionara para después simplemente poder preguntar sobre lo sucedido?
La inventora clavó una dura mirada en el conde.
—¿Es que acaso el ORA, o la Corona, si me apura, tienen la sana costumbre de compartir esa clase de información con el populacho? Y mucho menos con una científica francesa. Nunca me hubiese contado la verdad, ni siquiera como amigos que somos.
Lord Maccon prefirió no comentar nada al respecto.
—¿Le ha pagado la colmena de Westminster, al igual que a Angelique, para descubrir esa información? —preguntó con aire resignado.
Madame Lefoux no respondió.
Por un momento, Alexia sintió que sabía más que su esposo, algo que no sucedía a menudo.
—Conall, ¿de verdad que no lo sabes? Madame Lefoux en realidad no trabaja para ti, ni siquiera para las colmenas. Madame Lefoux trabaja para el Club Hypocras.
—¿Qué? No puede ser posible.
—Oh, claro que sí. He visto su tatuaje.
—No, no es así —insistieron lord Maccon y la inventora como una sola voz.
—Créeme, querida, nos ocupamos de que aquel lugar fuese desmantelado por completo —añadió el conde.
—Eso explica por qué de pronto se volvió tan fría conmigo —dijo madame Lefoux—. Vio el tatuaje y sacó conclusiones.
Lady Maccon asintió.
—¿Tatuaje? ¿Qué tatuaje? —exclamó lord Maccon, más molesto por momentos.
Madame Lefoux tiró del cuello de su camisa, lo cual le resultó sencillo, puesto que no llevaba pañuelo, dejando la marca al descubierto.
—Ah, querida, ahora comprendo la confusión. —El conde se mostró de pronto más calmado, en lugar de aumentar su enfado al ver el pulpo, que era lo que Alexia había esperado. Cogió la mano de su esposa y la sujetó entre las suyas—. El Hypocras no era más que una especie de brazo armado de la OPL. Madame Lefoux forma parte de la organización, ¿no es cierto?
La inventora asintió con una sonrisa en los labios.
—¿Y qué se supone que es la OPL? —quiso saber lady Maccon, retirando la mano de entre las de su esposo.
—La Orden del Pulpo de Latón, una sociedad secreta de científicos e inventores.
Lady Maccon fulminó al conde con la mirada.
—¿Y en ningún momento se te ocurrió hablarme de ello?
Lord Maccon se encogió de hombros.
—Se supone que es una organización secreta.
—Es evidente que tenemos que trabajar más la comunicación. Tal vez si no estuvieras continuamente interesado por otras formas de intimidad, ¡podría tener acceso a la información que necesito para sobrevivir con los nervios intactos! —Alexia le clavó el dedo índice—. Más hablar y menos deportes de cama.
Lord Maccon parecía alarmado.
—Está bien, encontraré el tiempo necesario para discutir contigo este tipo de cosas.
Ella entornó los ojos.
—Lo prometo.
Alexia se volvió para mirar a madame Lefoux, que intentaba disimular cuánto le divertía presenciar la incomodad del conde, aunque sin demasiado éxito.
—Y esta Orden del Pulpo de Latón, ¿qué políticas sigue?
—Son secretas.
La respuesta fue recibida con una mirada gélida.
—Si les soy sincera, estamos de acuerdo con los postulados del Club Hypocras hasta cierto punto: creemos que los sobrenaturales deben ser monitorizados. Lo siento, milord, pero es la verdad. Algunos insisten en el intento por manipular el mundo, especialmente los vampiros. Se vuelven avariciosos. Mire, si no, lo que pasó con el Imperio romano.
El conde se sorprendió ante aquella afirmación, aunque no parecía particularmente ofendido.
—Como si los humanos lo hubieran hecho mejor: recuerde que los suyos fueron responsables de la Inquisición.
Madame Lefoux se volvió hacia Alexia, tratando de explicarse. Sus hermosos ojos verdes transmitían una extraña desesperación, como si aquello fuera terriblemente importante.
—Tiene que entenderlo, lady Maccon, como preternatural que es. Usted misma es la representación en carne y hueso del teorema del equilibrio. Debería estar de nuestra parte.
Y Alexia lo entendía. Después de meses trabajando junto al deán y al potentado, comprendía que la comunidad científica sintiera la necesidad imperiosa de monitorizar de forma constante a los miembros de ambas razas de sobrenaturales.
—¿Comprende que Conall tiene toda mi lealtad? —preguntó, sin estar todavía muy segura de cuál de los dos era su bando—. Él y la reina, por supuesto.
La inventora asintió.
—Y ahora que usted sabe de mis alianzas, ¿puede decirme qué provocó tal negación en masa de lo sobrenatural?
—Quiere utilizarlo para uno de sus inventos, ¿no es así?
—Estoy convencida de que existe un mercado para un invento como ese —respondió madame Lefoux con una sonrisa maliciosa—. ¿Qué le parece, lord Maccon? Imagine lo que podría hacer por alguien con sus responsabilidades, con la habilidad de convertir a vampiros y a licántropos en humanos. O, lady Maccon, ¿qué nuevo artilugio añadiría a su sombrilla? Imaginen el poder que tendríamos sobre los sobrenaturales.
Lord Maccon miró fijamente a la inventora.
—No me había percatado de que es usted una radical, madame Lefoux. ¿Desde cuándo?
Lady Maccon decidió en aquel preciso instante que no le contaría a la inventora nada acerca de la momia.
—Tendrá que disculparme, madame, pero creo que será mejor que me lo guarde para mí misma. He eliminado la causa, como es evidente, —señaló hacia la manada, que seguía apostada frente a la puerta—, con la ayuda de su increíble sombrilla, pero creo que es mejor que esta información nunca sea de dominio público.
—Es usted una mujer muy dura, lady Maccon —respondió la inventora, frunciendo el ceño—. Pero supongo que es consciente de que, al final, lo descubriremos.
—No si yo puedo evitarlo. Aunque tal vez sea demasiado tarde. Es posible que, a pesar de todas las precauciones, nuestra pequeña espía haya conseguido hacer llegar la información a la colmena de Westminster —dijo lady Maccon, recordando de pronto el transmisor eterográfico y el mensaje de Angelique.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, seguida de cerca por lord Maccon y por madame Lefoux.
—No —le dijo a la inventora—. Lo siento, madame Lefoux. No es que no me caiga bien, es que no confío en usted. Por favor, espere aquí. Ah, y devuélvame mi diario.
—Yo no lo tengo —dijo la inventora, confusa.
—Pero creí que había dicho…
—Me interesaba el maletín, pero no fui yo quien irrumpió en su camarote a bordo del dirigible.
—Entonces ¿quién fue?
—La misma persona que intentó envenenarla, supongo.
Alexia levantó las manos al cielo.
—No tengo tiempo para esto. —Y sin decir nada más, guio a su marido hacia el exterior del salón a toda prisa.