Desenvolviendo momias

Se decidió desenvolver la momia, para deleite de las mujeres, justo después de la cena. Alexia no estaba muy segura de que aquello fuera una buena idea. Conociendo la constitución de la señorita Hisselpenny, si la momia resultaba ser lo suficientemente desagradable, bien podría repetirse la cena, pero en sentido contrario. Pero se creía que la oscuridad y la luz de las velas favorecían actos ilustres como aquel.

Era la primera vez que cualquiera de las damas presentes asistía a una fiesta tan peculiar como aquella. Lady Maccon se mostró contraria a que madame Lefoux y Tunstell se perdieran la diversión. Lord Maccon sugirió, puesto que a él la velada le despertaba poco interés, relevar a Tunstell en sus obligaciones y propiciar así que el guardián pudiera participar. Por todos era conocido que Tunstell disfrutaba con el drama.

Alexia miró fijamente a la señorita Hisselpenny, pero Ivy se mostró compuesta y despreocupada ante la posibilidad de compartir espacio con una momia desnuda y un actor pelirrojo al mismo tiempo. Felicity se pasó la lengua por los labios, emocionada ante la idea, y lady Maccon se preparó para lo que prometía ser un ataque de histeria en toda regla. Pero era ella, no Felicity ni Ivy, quien se sentía más incómoda en presencia de tan ancestral criatura.

Lo cierto era que la momia presentaba un aspecto un tanto triste. Estaba confinada en el interior de un sarcófago con forma de caja, decorado con apenas unos cuantos jeroglíficos. Una vez fuera del sarcófago, las vendas de la momia resultaron estar decoradas con un mismo motivo repetido una y otra vez: un ankh roto. A Alexia el cadáver no le resultaba desagradable ni tampoco le daba miedo. Había visto momias en varios museos sin que le inspiraran un entusiasmo especial, pero aquella tenía algo que, sencillamente, le resultaba repulsivo.

Lady Maccon no era muy dada al sentimentalismo, así que no creyó que su reacción tuviera nada que ver con las emociones. No, había algo que la repelía literalmente, en el sentido científico de la expresión. Era como si la momia y ella estuvieran rodeadas por sendos campos magnéticos con la misma carga y se repelieran violentamente.

Se necesitó una cantidad de tiempo considerable para retirar las vendas de la momia. ¿Quién iba a imaginar que llevaría tantas vendas? Además se rompían continuamente. Cada vez que descubrían un amuleto, toda la operación se detenía y los presentes exclamaban emocionados. A medida que la momia fue quedando al descubierto, Alexia se sorprendió a sí misma retrocediendo instintivamente hacia la puerta, hasta que estuvo detrás de la multitud, de puntillas, tratando de presenciar el proceso.

Al carecer de alma, Alexia nunca se había molestado en reflexionar sobre la muerte. No en vano, para los preternaturales como ella, suponía el punto final, no había nada más allá por lo que preocuparse. En los archivos especiales del ORA, un panfleto de la Inquisición se lamentaba de que los preternaturales, el arma más efectiva de la Iglesia contra la amenaza sobrenatural, eran al mismo tiempo los únicos seres humanos que no podían recibir la salvación. Lo que Alexia sentía la mayor parte del tiempo era indiferencia hacia su propia mortalidad, seguramente como resultado de un pragmatismo extremo inspirado por la propia ausencia de alma. Pero había algo en aquella momia que le preocupaba, a pesar de resultarle repulsiva: la tristeza que desprendían sus restos grises y arrugados.

Finalmente llegaron a la cabeza y dejaron al descubierto un cráneo perfectamente conservado, cubierto de una fina capa de piel marrón y con algunos mechones de pelo adheridos al cuero cabelludo. Retiraron los amuletos de ojos, nariz, garganta y orejas, revelando unas cuencas vacías y una boca ligeramente abierta. Varios escarabajos salieron de los orificios de la cabeza de la momia, cayeron al suelo y se dispersaron por la estancia. En aquel preciso instante, Felicity e Ivy, que hasta aquel momento habían conseguido controlar su histerismo, se desmayaron.

Tunstell sujetó a la señorita Hisselpenny entre sus brazos, atrayéndola hacia su pecho y susurrando su nombre en un tono de voz cuanto menos alterado. Lachlan se ocupó de la señorita Loontwill, con quien no se mostró tan afectuoso como Tunstell. Dos faldas caras desparramadas artísticamente en un caos organizado. Dos bustos palpitando al unísono.

La fiesta fue inmediatamente declarada un éxito rotundo.

Los caballeros, comandados por una implacable lady Kingair, llevaron a las jóvenes hasta uno de los salones al fondo del pasillo. Allí fueron convenientemente reanimadas con sales aromáticas y agua de rosas.

Alexia se quedó a solas con la pobre momia, protagonista involuntaria de tantas emociones. Incluso los escarabajos habían desaparecido. Inclinó la cabeza a un lado, tratando de resistirse por todos los medios a aquella fuerza que insistentemente la repelía y que, ahora que todos se habían marchado, parecía más intensa todavía.

Era como si el aire de la estancia intentara expulsarla de allí. Alexia entornó los ojos, concentrada en algo que le rondaba por la cabeza. Fuera lo que fuese, no conseguía recordarlo. Dio media vuelta, devanándose aún los sesos, y se dirigió hacia el otro salón.

Solo para descubrir a Tunstell besando a la señorita Hisselpenny que, al parecer, había recobrado la consciencia y participaba encantada del intercambio. Allí en medio, delante de todo el mundo.

—¡Vaya, vaya! —dijo Alexia. Nunca hubiera imaginado a su amiga Ivy capaz de mostrar tanta iniciativa. Por lo visto, los besos de Tunstell ya no se le antojaban tan húmedos como antes.

Felicity abrió los ojos, seguramente deseosa de saber qué había apartado la atención de los presentes de su forma postrada. Vio el abrazo de los dos amantes y contuvo una exclamación de sorpresa, sumándose al asombro de la propia Alexia.

—Pero, señor Tunstell, ¿qué está usted haciendo?

—Creo que es más que evidente, incluso para usted, señorita Loontwill —le espetó lady Kingair, apenas escandalizada por la escena.

—En fin —dijo Alexia—, supongo que ya os sentís mucho mejor.

Nadie respondió. Ivy seguía ocupada besando a Tunstell, mientras Felicity observaba la escena con el interés propio de una gallina enojada.

La escena fue interrumpida por la voz atronadora de lord Maccon procedente del salón junto a las escaleras. No era uno de los gritos de enfado del conde por los que lady Maccon ni siquiera se habría inmutado. No, aquel parecía ser un grito de dolor.

Alexia salió corriendo por la puerta y se lanzó escaleras abajo, sin importarle el peligro al que se estaba exponiendo y agitando la sombrilla a su alrededor como una loca.

Chocó contra la puerta del salón, que se negó a ceder. Algo pesado la estaba bloqueando por dentro. La empujó con todas sus fuerzas hasta que consiguió abrirla lo suficiente para descubrir con horror que era el cuerpo de su esposo el que bloqueaba la entrada.

Se inclinó sobre él en busca de heridas. No encontró ninguna en la espalda, de modo que, con un esfuerzo titánico, lo hizo rodar y comprobó la parte delantera del cuerpo. El conde respiraba lenta y trabajosamente, como si estuviera drogado.

Alexia se detuvo un instante, observando con el ceño fruncido la sombrilla, que descansaba a su lado lista para entrar en acción. La punta se abre y emite un dardo venenoso equipado con un agente aturdidor, repitió la voz de madame Lefoux dentro de su cabeza. ¿Con qué facilidad se podía fabricar un agente aturdidor? Echó una mirada a su alrededor y comprobó que madame Lefoux estaba a salvo pero seguía inconsciente.

Lady Kingair, Dubh y Lachlan aparecieron por la puerta de la estancia. Lady Maccon levantó una mano para indicarles que no la molestaran. Desnudó a su esposo de cintura para arriba y examinó su cuerpo detenidamente, no en busca de heridas, sino… ¡Ajá!

—Aquí está. —Una pequeña gota de sangre justo debajo del hombro izquierdo.

Se abrió paso entre la multitud que se agolpaba junto a la puerta del salón y se dirigió hacia las escaleras.

—¡Tunstell, maldito canalla! —En el castillo de Woolsey dicha terminología, tan afectuosa, significaba que el guardián debía presentarse cuanto antes frente a sus señores, y armado. Una de las ideas de lord Maccon.

Regresó al salón y se dirigió hacia la forma postrada que era madame Lefoux.

—Si esto es culpa suya —le susurró a la inventora, aún comatosa—, haré que la ahorquen por espía; tiempo al tiempo. —Sin importarle que los demás estuvieran mirando y escuchando con ávido interés, añadió—: Y sabe muy bien que tengo el poder para hacerlo.

Madame Lefoux seguía inmóvil como un cadáver.

Tunstell se abrió paso entre los presentes e inmediatamente se inclinó sobre su señor, cubriéndole la boca con una mano para comprobar si respiraba.

—Está vivo.

—Apenas —respondió Alexia—. ¿Dónde te has…?

—¿Qué ha sucedido? —intervino lady Kingair, impaciente.

—Está inconsciente por la acción de alguna clase de dardo envenenado. Tintura de valeriana, quizás —explicó lady Maccon sin levantar la mirada.

—Cielo santo, es increíble.

—El veneno es propio de mujeres —dijo Dubh con un gesto de desprecio.

—¡Discúlpeme usted! —respondió lady Maccon—. Nada de eso, o tal vez conozca el filo de mi arma favorita, y déjeme que le diga que no es el veneno, precisamente.

Dubh decidió muy inteligentemente retirarse para no seguir ofendiendo a la dama.

—De momento tendrás que dejar a un lado tus tiernas atenciones al delicado estado de salud de la señorita Hisselpenny, Tunstell. —Lady Maccon se puso en pie y se dirigió hacia la puerta—. Si me disculpan —dijo frente a la manada, que se había reunido frente a la puerta, y cerró los batientes, dejándolos fuera de su propio salón. Una falta de educación imperdonable, por supuesto, pero en ocasiones las circunstancias requerían medidas desesperadas, y no se podía hacer nada al respecto. Afortunadamente, bajo tales circunstancias, Alexia Maccon siempre sabía cómo estar a la altura.

A continuación, se dispuso a cometer un nuevo exceso imperdonable. Dejando a Tunstell al cuidado de su esposo —el guardián se ocupó de proporcionarle al conde un lugar cómodo en el que descansar arrastrando su enorme cuerpo hasta un sofá cercano, colocándole encima de él y luego tapándole con una manta—, se dirigió decidida hacia madame Lefoux y empezó a quitarle la ropa.

Tunstell prefirió no preguntar y se limitó a girar la cabeza e intentar no mirar.

Alexia acometió aquella nueva tarea con sumo cuidado, palpando primero y comprobando cada capa de ropa en busca de dispositivos secretos y posibles armas. La inventora no se movió ni un ápice, aunque Alexia estaba casi segura de que su respiración se había acelerado. Al final, Alexia tenía un montón de objetos considerable, algunos de ellos de aspecto familiar: un par de optifocales, un cable transpondedor de éter, una válvula encefálica y una serie de artilugios desconocidos. Sabía que madame Lefoux normalmente llevaba consigo un emisor de dardos porque había confesado haberlo utilizado durante la pelea a bordo del dirigible. Pero ninguno de los objetos del montón parecía ser el emisor de dardos, ni siquiera aunque estuviera disfrazado de otra cosa. ¿Lo habría robado alguien? ¿O madame Lefoux lo había utilizado contra Conall y luego lo había escondido en alguna parte?

Lady Maccon deslizó las manos bajo el cuerpo dormido de la inventora. Nada. Luego las introdujo entre el costado de la francesa y el respaldo del sofá. Tampoco. A continuación miró debajo y detrás del sofá. Si había escondido el arma, sin duda lo había hecho a conciencia.

Con un suspiro de resignación, lady Maccon se dispuso a vestir de nuevo el cuerpo inerte de madame Lefoux. Le resultó curioso pensar que era la primera vez que veía a otra mujer desnuda. Tenía que admitir que la francesa tenía un físico agradable, no tan generoso como el de la propia Alexia, pero sí esbelto y proporcionado, con unos pechos pequeños y bien formados. No era mala idea que la inventora se decantara por la ropa masculina, puesto que resultaba mucho más natural, dadas sus proporciones. Cuando hubo terminado, las manos de lady Maccon temblaban levemente —de vergüenza, claro está.

—Vigílala de cerca, Tunstell. Vuelvo enseguida. —Con aquellas palabras, lady Maccon se levantó y abandonó la estancia, cerrando la puerta tras de sí e ignorando a la manada al completo, que seguía esperando absurdamente en el vestíbulo del salón. Corrió escaleras arriba, hacia su dormitorio. Angelique ya estaba allí, yendo de un lado a otro.

—Sal —le espetó a la doncella.

Angelique hizo una reverencia y desapareció.

Lady Maccon fue directa hacia la ventana y, de puntillas, tanteó la parte exterior de la ventana en busca del valioso paquetito del conde. Estaba demasiado lejos para ella, guardado en un espacio entre dos ladrillos. Impaciente, se subió al alféizar como pudo, lamentándose por lo excesivo de su falda y la forma en que el polisón golpeaba el lateral de la ventana. A pesar de lo peligroso de la postura, consiguió alcanzar el paquete sin sufrir ningún contratiempo importante.

Abrió el paquete y escondió el pequeño revólver bajo el ridículo gorrito de encaje que llevaba, aposentado entre sus abundantes rizos oscuros, y partió en dirección al dormitorio de la señorita Hisselpenny para recuperar su maletín.

Ivy estaba tumbada en la cama, entre inconsciente y emocionada.

—Oh, Alexia, gracias a Dios. ¿Qué voy a hacer ahora? Esta es una crisis de proporciones inimaginables. No te imaginas cómo me late el corazón. ¿Lo has visto? Oh, por supuesto que lo has visto. Me ha besado, delante de todo el mundo. ¡Estoy perdida! —Se incorporó—. Y sin embargo le quiero. —Se desplomó de nuevo sobre el colchón—. Pero estoy perdida. Ay de mí.

—¿Acabas de pronunciar la frase «ay de mí»? Solo voy a, mmm, comprobar cómo están los calcetines.

La señorita Hisselpenny no estaba dispuesta a que nadie la distrajera de sus problemas. La recuperación del maletín por parte de su amiga así como la expresión militante del rostro de esta pasaron totalmente inadvertidos.

—Me ha dicho que me querrá para siempre.

Lady Maccon buscó entre los papeles que había en el interior del maletín en busca de la carta que la nombraba muhjah de la reina. ¿Dónde había metido el maldito papel?

—Que esto es de verdad, único, que solo pasa una vez en la vida.

Lady Maccon respondió con un murmullo. ¿Qué se podía decir ante semejante sinsentido?

La señorita Hisselpenny, ajena al silencio de su amiga, continuó lamentándose por su destino.

—Y yo le amo. De verdad. Nunca podrás comprender esta clase de amor, Alexia. No un amor tan real como el nuestro. Casarse por las posibles ganancias está bien y es bueno, pero esto… esto es real.

Lady Maccon inclinó la cabeza a un lado, fingiéndose sorprendida.

—¿Eso es lo que hice yo?

Ivy prosiguió sin inmutarse.

—Pero no podemos casarnos.

Alexia continuó murmurando.

—Mmm, no, ahora lo veo claro.

Aquello hizo que la señorita Hisselpenny se incorporara sobre la cama y fulminara a su amiga con la mirada.

—De veras, Alexia, no estás siendo precisamente de ayuda.

Lady Maccon recordó entonces que había traspasado los papeles más importantes a la sombrilla tras la primera intrusión. Cerró el maletín, introdujo la clave y lo escondió de nuevo detrás del montón de sombrereras de Ivy.

—Ivy, querida, no sabes cuánto comprendo tu sufrimiento. Te lo digo sinceramente, de verdad. Pero tendrás que disculparme. La situación me obliga a hacerme cargo de lo sucedido cuanto antes.

La señorita Hisselpenny se dejó caer de nuevo sobre la cama, cubriéndose la cara con una mano.

—Oh, ¿qué clase de amiga eres, Alexia Maccon? Aquí estoy yo, sumida en una crisis y sufriendo de forma abyecta. Es la peor noche de toda mi vida, ¿te das cuenta? ¡Y tú solo te preocupas por los calcetines de la suerte de tu esposo! —Se dio la vuelta y enterró la cara entre los cojines.

Alexia abandonó la estancia antes de que Ivy tuviera tiempo de seguir con sus histerismos.

Gran parte de la manada seguía apostada junto a la puerta del salón, con aire confuso. Alexia le dedicó la mejor de sus miradas de lady Maccon, abrió la puerta y volvió a cerrarla en sus narices.

Le entregó la pistola a Tunstell, que la aceptó no sin cierto nerviosismo.

—¿Sabes qué es?

Él asintió.

—Una Tue Tue. Pero ¿para qué la necesito yo? Aquí no hay vampiros, ni licántropos para el caso, no tal y como están las cosas.

—No van a estar así mucho más tiempo, no si yo puedo hacer algo al respecto. El veneno no hace efecto en un licántropo, y tengo la intención de ver a mi esposo despierto mucho antes de que el efecto se diluya en su sistema de humano. Además, esa pistola también resultará efectiva en alguien que no sea sobrenatural. ¿Estás autorizado para utilizarla?

Tunstell sacudió la cabeza lentamente. Las pecas destacaron más que nunca sobre su pálida piel.

—Bien, pues ya lo estás.

Tunstell parecía dispuesto a discutir las palabras de su señora. El uso de aquella pistola estaba reservado a un miembro del ORA y ella, como muhjah, no podía decidir sobre aquellas cuestiones. Pero su señora se mostraba, cuanto menos, beligerante, y él no tenía la menor intención de poner a prueba su paciencia.

Alexia apuntó al guardián con un dedo.

—Nadie debe entrar en esta habitación. Nadie, Tunstell. Ni el servicio, ni la manada, ni los guardianes, ni siquiera la señorita Hisselpenny. Por cierto, debo insistir en que te resistas a abrazarla en público. Es un espectáculo incómodo de presenciar —dijo lady Maccon arrugando la nariz.

Tunstell se sonrojó al oír las palabras de su señora hasta el punto de que las pecas de su rostro se camuflaron bajo un intenso color rojo, pero aun así se concentró en la cuestión más importante.

—¿Qué va a hacer ahora, milady?

Lady Maccon miró hacia el reloj de pared que descansaba en una esquina de la estancia.

—Enviar un eterograma, y pronto. Esto se nos está yendo de las manos.

—¿A quién?

Ella sacudió la cabeza y varios mechones se precipitaron sobre su cara, ahora que no llevaba sombrero.

—Limítate a hacer tu trabajo, Tunstell, y déjame hacer el mío. Quiero que me informes enseguida si cualquiera de los dos despierta o empeora. ¿Entendido?

El guardián asintió.

Alexia recogió el montón de artefactos de madame Lefoux del suelo y los guardó en su sombrero, utilizándolo como si fuera una bolsa. El cabello le caía a ambos lados de la cara, pero en ocasiones uno debía sacrificar la apariencia para enfrentarse a circunstancias especiales. Con el sombrero en una mano y la sombrilla en la otra, abandonó el salón, cerrando la puerta tras de sí de una patada.

—Me temo que debo informarle, lady Kingair, de que nadie puede entrar ni salir de esta estancia, usted incluida, en las próximas horas. He dejado a Tunstell armado y con instrucciones de disparar a cualquiera que intente entrar. No querrá poner a prueba hasta qué punto es capaz de seguir mis instrucciones al pie de la letra, ¿verdad?

—¿Bajo qué autoridad ha tomado esa decisión? ¿La del conde? —lady Kingair no podía ocultar su sorpresa.

—Mi esposo está… —Alexia guardó silencio un instante—… indispuesto, así que no, ya no se trata de un asunto propio del ORA. Ahora está bajo mi propia jurisdicción. Creo que he tolerado demasiadas indecisiones y evasivas. He tratado de comprender los problemas de su manada y me he adaptado a sus formas, pero esto ya se pasa de la raya. Quiero que desaparezca la plaga humanizante, y que desaparezca ahora. No permitiré que nadie más reciba un disparo, o resulte herido, o espiado, o que ninguna habitación más sea saqueada. Las cosas están yendo demasiado lejos y no pienso permitirlo más.

—Tranquilícese, lady Maccon, tranquilícese —le aconsejó lady Kingair.

Alexia entornó los ojos.

—¿Por qué deberíamos hacer lo que nos ordena? —intervino Dubh.

Alexia puso la carta de su nombramiento delante de la cara del beta, que dejó de murmurar al instante. La expresión más extraña apareció en su rostro, mezclada con una ira más que evidente.

Lady Kingair cogió el papel y lo sostuvo bajo la luz indiferente de una lámpara cercana. Cuando estuvo satisfecha, se la entregó a Lachlan, que se mostró menos sorprendido por el contenido de la carta que sus compañeros.

—¿He de suponer que nadie le informó de mi nombramiento?

Sidheag la observó con gesto adusto.

—¿He de suponer que no se casó con lord Maccon por amor?

—Oh, el cargo político fue una sorpresa, se lo aseguro.

—Sí, y una concesión a la que una mujer soltera jamás habría tenido acceso.

—Vaya, debe de conocer muy bien a la reina para sostener esa afirmación con tanta seguridad. —Alexia recuperó la carta y la guardó con cuidado bajo la pechera del vestido. No le convenía que la manada supiera de los compartimentos secretos que ocultaba su sombrilla.

—El puesto de muhjah hace generaciones que está vacante. ¿Por qué usted? ¿Por qué ahora? —Dubh parecía menos enojado y más pensativo que nunca. Tal vez detrás de tanto músculo se escondía un cerebro.

—Se lo ofreció a su padre —intervino Lachlan.

—Algo de eso había oído. Tengo entendido que lo rechazó.

—Oh, no. —Una media sonrisa asomó en los labios de Lachlan—. Nos opusimos.

—¿Los licántropos?

—Licántropos y vampiros, e incluso un par o tres de fantasmas.

—¿Qué les pasa a todos con mi padre?

Dubh no pudo contener una carcajada.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

El reloj de pared, encerrado en el salón con Tunstell y sus dos pacientes comatosos, tocó los cuartos.

—Al parecer, no del suficiente. Entonces, ¿aceptan la carta como auténtica?

Lady Kingair no apartaba los ojos de Alexia, como si la confesión de lady Maccon respondiera a muchas de las preguntas que la intrigaban.

—La aceptamos y le transfiero toda la responsabilidad en este asunto. —Señaló hacia la puerta del salón—. De momento —añadió para no perder autoridad frente a la manada.

Lady Maccon sabía que aquello era lo máximo que conseguiría de ella, de modo que, como no podía ser de otra manera, lo aceptó y siguió pidiendo.

—Muy bien. Ahora necesito componer y enviar un mensaje desde su eterógrafo. Mientras me ocupo de eso, le ruego que reúnan todos los objetos que hayan traído de Egipto en una sola habitación. Los revisaré uno a uno en cuanto haya enviado el mensaje. Si no consigo determinar cuál de ellos es el responsable de la plaga, me llevaré a mi esposo a Glasgow, donde recobrará su condición de sobrenatural y podrá recuperarse sin sufrir efectos secundarios. —Sin más que decir, se dirigió hacia lo alto del castillo, donde se encontraba el eterógrafo.

Allí la esperaba una desagradable sorpresa, puesto que en el suelo de la sala descansaba el cuerpo comatoso del guardián que se ocupaba del cuidado de la máquina, rodeado por los restos de las válvulas transmisoras, reducidas a añicos. Había trozos de cristal por todas partes.

—Oh, santo Dios, sabía que tenía que guardarlas bajo llave. —Lady Maccon comprobó el estado del guardián, que aún respiraba y parecía sumido en el mismo sueño profundo que su esposo, y luego se abrió paso entre el caos.

El aparato no parecía haber sufrido daño alguno, por lo que Alexia se preguntó por qué, si el objetivo del maleante era impedir el envío de mensajes, no había destruido el eterógrafo al completo. Al fin y al cabo, se trataba de un aparato muy delicado y fácil de desmontar. ¿Por qué entonces destruir las válvulas? A menos, claro está, que el culpable quisiera utilizar la máquina.

Alexia corrió hacia la cámara de transmisión, con la esperanza de que el guardián hubiera descubierto al vándalo in fraganti. Al parecer, eso era lo que había sucedido, puesto que allí, en el soporte emisor, había un rollo de metal con un mensaje grabado y perfectamente legible. Y no se trataba del que ella misma había enviado a lord Akeldama la noche anterior. Oh, no, ¡aquel mensaje estaba en francés!

A lady Maccon no se le daba tan bien leer en aquella lengua como debiera, así que necesitó unos segundos preciosos para poder traducir las palabras grabadas en el metal.

«Arma aquí pero desconocida», decía.

A Alexia le contrariaba que aquel maldito mensaje no fuera como una carta de papel de las de toda la vida, con su «querido tal y cual» al principio y un «Atentamente, firmado» al final, descubriendo así todo el embrollo. ¿A quién le había enviado el mensaje madame Lefoux? ¿Cuándo había ocurrido, antes del disparo o después? ¿Realmente había sido la inventora la culpable de la destrucción de las válvulas? Lady Maccon no podía creer que aquella destrucción masiva de tecnología fuese el estilo de madame Lefoux, y es que la inventora adoraba cualquier clase de artefacto. Y, aparte de todo lo demás, ¿qué había intentado decirles antes de recibir el disparo?

De pronto Alexia recordó que casi eran las once. Sería mejor que preparase el mensaje cuanto antes y lo enviara enseguida. Ahora mismo, la única acción concreta que se le ocurría era consultar lo sucedido con lord Akeldama. No tenía las válvulas necesarias para contactar con la Corona o el ORA, así que de momento tendría que bastarle con el vampiro.

El mensaje era sencillo. «Floote compruebe biblioteca: Egipto, ¿arma humanizante? Enviar agentes ORA Kingair».

Era un mensaje demasiado largo para un eterógrafo, pero no podía expresarlo con menos palabras. Lady Maccon esperaba recordar el patrón de movimientos que el joven guardián había utilizado la noche anterior. Normalmente se le daban bien aquel tipo de cosas, pero quizás no hubiese caído en la cuenta de que había que pulsar un botón o dos. Aun así, solo podía hacer una cosa: intentarlo.

La minúscula cámara de transmisión parecía mucho menos concurrida con una única persona en su interior.

Extrajo la válvula de lord Akeldama de la sombrilla y la colocó con cuidado en el soporte resonador. Luego introdujo el rollo de metal con la inscripción en su lugar y pulsó el botón que activaba el convector etérico y el lavado químico. Las letras grabadas en el metal ardieron, y los motores de hidrodina cobraron vida. Era más fácil de lo que pensaba. El director del transmisor de la Corona le había dicho una vez que era necesario cursar unos estudios específicos y obtener un certificado para manejar un aparato tan complicado como aquel. Menuda mentira.

Las dos agujas recorrieron la superficie lisa, despidiendo destellos dorados cada vez que se encontraban. Alexia permaneció sentada y en silencio mientras duró la transmisión, y cuando finalmente hubo terminado, retiró el texto resultante de su soporte. No quería ser tan torpe como el espía.

Lady Maccon corrió a la otra cámara, que resultó ser mucho más difícil de utilizar. No importaba cuántas palancas accionara o cuántos diales tratara de sintonizar; no conseguía eliminar el sonido ambiente lo suficiente como para recibir. Afortunadamente, lord Akeldama se tomó su tiempo para contestar. Alexia dispuso casi de media hora para conseguir reducir el ruido en la cámara receptora. No consiguió bajarlo a los niveles que el guardián lo había hecho la noche antes, pero al final el silencio fue suficiente.

La respuesta de lord Akeldama empezó a aparecer en las partículas magnéticas de color negro, entre los dos cristales, una letra detrás de la otra. Tratando de contener la excitación, Alexia tomó nota del mensaje. Era corto, críptico y no le servía de ayuda.

«Preternaturales siempre incinerados», era todo lo que decía. Luego había una especie de imagen, un círculo encima de una cruz. ¿Un código? ¡Maldición! ¿Por qué se ponía misterioso cuando más le necesitaba?

Alexia esperó otra media hora más, pasada la medianoche, con la esperanza de recibir una segunda comunicación. No se materializó ni una sola palabra más, así que apagó el eterógrafo y partió escaleras abajo.

El castillo era un hervidero de actividad. En la sala de dibujo principal, frente al salón en el que aún permanecían Tunstell y sus dos pacientes, el fuego ardía en la chimenea, mientras doncellas y criados corrían de un lado a otro cargados con artefactos de todas las clases.

—Por todos los santos, ¿no cree que se pasaron un poco con las compras en Alejandría?

Lady Kingair levantó la mirada de la pequeña momia que estaba colocando con sumo cuidado sobre una mesa auxiliar. Al parecer, se trataba de un animal, ¿un felino, tal vez?

—Hacemos lo que creemos correcto. La paga del regimiento no es suficiente para mantener el castillo. ¿Por qué no traernos todas estas cosas?

Lady Maccon empezó a revisar los artefactos uno a uno, sin saber muy bien qué estaba buscando. Había pequeñas estatuas de madera que representaban a personas, collares de turquesa y lapislázuli, extrañas vasijas de piedra cuyas tapas representaban cabezas de animales y numerosos amuletos. Todos eran relativamente pequeños excepto las dos momias, las dos todavía convenientemente vestidas. Aquellas resultaban mucho más impresionantes que la que habían desenvuelto no hacía mucho. Descansaban en el interior de sendos sarcófagos, de formas onduladas y profusamente decorados, cuyas superficies estaban cubiertas con coloridas imágenes y jeroglíficos. Alexia se acercó a ellas con cuidado, pero no sintió sensación alguna de rechazo, como le había sucedido con la primera momia. Ninguno de los objetos, momias incluidas, parecía muy diferente de los que había visto expuestos en las vitrinas de la Royal Society o en el Museo de Antigüedades.

Observó a lady Kingair con aire desconfiado.

—¿Esto es todo?

—Solo falta la momia que desenvolvimos hace un par de horas, que sigue arriba.

Lady Maccon frunció el ceño.

—¿Todo procede del mismo vendedor? ¿Fueron rescatados de la misma tumba? ¿Lo preguntó?

—Todo es legal —respondió lady Kingair ofendida—. Tengo los papeles que lo demuestran.

Alexia se mordió el labio.

—Estoy segura de que es así, pero también sé cómo funciona el mercado de antigüedades en Egipto.

Sidheag parecía a punto de ofenderse por las palabras de Alexia, pero esta continuó.

—Sea como fuere, ¿de dónde proceden?

—De lugares distintos —respondió lady Kingair frunciendo el ceño.

Lady Maccon suspiró.

—En breve querré volver a ver la otra momia, pero primero… —La idea fue suficiente para que se le removiera el estómago. Se sentía tan incómoda en la misma estancia que aquella criatura… Se volvió para mirar al resto de la manada, que paseaba de aquí para allá sin saber muy bien qué hacer, hombres corpulentos vestidos con faldas y la mirada perdida. Por un momento su determinación pareció ablandarse. Luego pensó en su esposo, inconsciente en otra estancia.

—¿Ninguno de ustedes compró algo en privado y no me lo ha contado? Las cosas no les irán nada bien si lo hicieron, —miró directamente a Dubh—, y lo descubro más adelante.

Nadie dio un solo paso al frente.

Lady Maccon se volvió de nuevo hacia Sidheag.

—Muy bien, entonces, le echaré otro vistazo a la momia. Si es tan amable…

Lady Kingair la guio escaleras arriba, pero, una vez allí, Alexia no la siguió al interior de la estancia. En su lugar se detuvo frente a la puerta, sin apartar los ojos de aquella cosa. Era como si algo la empujara y ella tuviera que luchar con todas sus fuerzas para no dar media vuelta y salir corriendo. Pero consiguió resistir, con la mirada fija en la piel gastada y marrón, casi negra, de la momia, reducida hasta adaptarse como un guante a los huesos de la criatura. Tenía la boca ligeramente abierta y los dientes inferiores al aire, grises y gastados; podía ver incluso los párpados medio cerrados, sobre las cuencas vacías, y los brazos cruzados sobre el pecho, como si tratara de escudarse ante la muerte, protegiendo el alma que se escondía en lo más profundo de su pecho.

El alma.

—Por supuesto —exclamó Alexia—. ¿Cómo he podido estar tan ciega?

Lady Kingair clavó la mirada en ella.

—Llevo todo este tiempo dando por sentado que se trataba de un arma, y Conall, que era una plaga contraída en Egipto por su manada y traída de vuelta a su regreso. Pero no, no es más que esta momia.

—¿Qué? ¿Cómo podría una momia provocar algo así?

Resistiendo aquella horrible sensación de presión, lady Maccon entró en la estancia, recogió un trozo del vendaje de la momia y señaló la imagen que lo decoraba. Un ankh, partido por la mitad. Como el círculo encima de una cruz del mensaje de lord Akeldama, solo que roto en dos.

—Esto no es un símbolo de muerte, ni de la vida en el más allá. Esto es el nombre —guardó silencio—, o tal vez el título, de la persona que esta momia fue en vida. ¿No lo ve? El ankh es el símbolo de la vida eterna, y aquí está partido. Solo una criatura puede acabar con la vida eterna.

Sidheag reprimió una exclamación de sorpresa, se llevó una mano a la boca y luego la bajó lentamente hasta señalar en dirección a lady Maccon.

—Un rompe-maldiciones. Usted.

Alexia sonrió, un poco tensa, y se volvió hacia la pobre criatura.

—Uno de mis ancestros, tal vez. —Sin apenas darse cuenta, empezó a retroceder, repelida por el aire que flotaba alrededor de la momia—. ¿Siente eso? —preguntó, sabiendo la respuesta de antemano.

—Que si siento ¿qué, lady Maccon?

—Lo suponía. Solo yo lo percibo. —Frunció el ceño, pensando a toda prisa—. Lady Kingair, ¿sabe algo acerca de los preternaturales?

—Solo lo básico. Si fuera un licántropo, sabría más, puesto que habría tenido la oportunidad de escuchar las historias que, como humana, no me está permitido conocer.

Alexia ignoró la acritud en la voz de la alfa.

—En ese caso, ¿quién es el miembro más longevo de la manada de Kingair? —Nunca había echado tanto de menos al profesor Lyall. Él lo sabría sin dudarlo un solo instante, claro que sí. Probablemente él mismo se lo había contado a lord Akeldama.

—Lachlan —respondió lady Kingair.

—Debo hablar con él de inmediato. —Dio media vuelta y a punto estuvo de chocar con su doncella, que estaba en el pasillo, de pie detrás de ella.

—Madame. —Angelique tenía los ojos abiertos de par en par y las mejillas sonrosadas—. Su habitasión, ¿qué ha susedido?

—¡Otra vez no!

Lady Maccon corrió hacia su habitación, pero la encontró igual que la última vez que la había visto.

—Oh, no es nada, Angelique. He olvidado contártelo. Por favor, ocúpate de ordenarlo todo.

Angelique permaneció de pie entre el caos, viendo cómo su señora se alejaba escaleras abajo, seguida de cerca por lady Kingair.

—Señor Lachlan —llamó Alexia, y el caballero apareció de inmediato en el vestíbulo con una mirada de preocupación en su agradable rostro—. Me gustaría hablar con usted a solas, si es tan amable.

Llevó al gamma y a lady Kingair al otro lado del vestíbulo, donde los tres formaron un corrillo, lejos del resto de la manada.

—Tal vez le parezca una pregunta extraña, pero, por favor, conteste lo mejor que sepa.

—Por supuesto, lady Maccon. Como ordene.

—Soy muhjah —dijo Alexia con una sonrisa—. Mis órdenes son sus órdenes.

—Así es —respondió él inclinando la cabeza.

—¿Qué pasa con nosotros cuando fallecemos?

—¿Una conversación filosófica, lady Maccon? ¿Cree que es un buen momento?

Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

—No, no me refiero a los que estamos aquí, sino a los preternaturales. ¿Qué pasa con los preternaturales cuando mueren?

Lachlan frunció el ceño.

—No he conocido a muchos de su especie. Suelen ser muy escasos, afortunadamente.

Alexia se mordió el labio. El mensaje de lord Akeldama decía que los preternaturales eran incinerados. ¿Qué sucedía si no se seguía el procedimiento? ¿Qué pasaría si el cuerpo nunca llegara a descomponerse? Los fantasmas eran la prueba más evidente de que el exceso de alma quedaba unido al cuerpo. Mientras este se conservara, el fantasma permanecía entre los vivos, no-muerto y progresivamente desquiciado, pero presente. ¿Podía ser que los egipcios hubieran descubierto este hecho gracias al proceso de momificación? Tal vez incluso fuera la razón por la que se momificaban los cadáveres. ¿Había algo en la ausencia de alma que también estuviera conectado al cuerpo? Quizás las habilidades de un chupa-almas estaban unidas a la piel del preternatural. Al fin y al cabo, era el contacto lo que negaba el poder sobrenatural.

Alexia contuvo una exclamación de horror y, por primera vez en su vida, a punto estuvo de desmayarse. Las implicaciones eran terribles e inacabables. Los cuerpos sin vida de los preternaturales podían ser utilizados como armas contra lo sobrenatural. Momias preternaturales como aquella podían ser divididas en varias partes y repartidas por todo el imperio, ¡o incluso reducidas a polvo y transformadas en veneno! Un veneno humanizante. Alexia frunció el ceño. Una droga como aquella sería expulsada por el cuerpo del envenenado gracias al proceso digestivo, pero mientras eso sucedía el licántropo o vampiro en cuestión sería mortal.

Lachlan y lady Kingair permanecieron en silencio, mirando fijamente a Alexia. Era como si pudiesen ver el mecanismo de ruedas dentadas y palancas que se movían dentro de su cabeza. Solo quedaba una pregunta por responder: ¿por qué sentía aquella extraña repulsión hacia la momia?

—¿Qué ocurre cuando dos preternaturales se encuentran? —le pregunto a Lachlan.

—Oh, no se encuentran. Ni siquiera con su propia descendencia. No conoció a su padre, ¿verdad? —Se detuvo un instante, pensativo—. Por supuesto, no era de esa clase de personas. Pero, sea como fuere, eso nunca sucede. Los preternaturales no soportan compartir el mismo aire con otro de su especie. No se trata de algo personal, simplemente no pueden soportarlo, así que no suelen frecuentar los mismos círculos sociales. —Guardó silencio—. ¿Me está diciendo que la momia está provocando ese mismo efecto en usted?

—Tal vez la muerte intensifica nuestras habilidades hasta el punto de que ya no es necesario el contacto físico, del mismo modo que el exceso de alma de un fantasma que emana de su cadáver le permite expandir sus dominios. —Alexia los miró a ambos—. Explicaría el exorcismo en masa dentro de un radio específico.

—Y que esta manada haya perdido la habilidad para transformarse —añadió lady Kingair, asintiendo.

—Una anulación de la maldición en masa. —Lachlan frunció el ceño.

De pronto escucharon un murmullo de voces tras las puertas cerradas del salón. Uno de los batientes se abrió y tras él apareció la melena pelirroja de Tunstell, que se sobresaltó al verlos a los tres tan cerca.

—Señora —dijo—, madame Lefoux ha despertado.

Alexia lo siguió al interior de la estancia, no sin antes dirigir unas últimas palabras a lady Kingair y a Lachlan.

—No hace falta que les diga lo peligrosa que es la información que acabamos de discutir.

Ambos asintieron con gesto serio. Detrás de ellos, el resto de la manada apareció por la puerta de la sala de los artefactos, deseosos de saber las noticias de Tunstell.

—Por favor, no comenten nada con el resto de la manada —suplicó Alexia, aunque más bien parecía una orden.

Los dos asintieron al unísono antes de que se cerrara la puerta.