Jefe del ORA
Esa misma tarde, lord y lady Maccon decidieron salir a dar un paseo. Había dejado de llover y el día prometía ser no exactamente agradable, pero al menos sí mínimamente pasable. Lady Maccon decidió que, puesto que estaban en el campo, podía relajar sus estándares, así que no se cambió de vestido para el paseo y, en lugar de ello, únicamente cambió el calzado que llevaba por uno más cómodo.
Por desgracia para lord y lady Maccon, las señoritas Loontwill y Hisselpenny decidieron unírseles, lo cual provocó una espera interminable mientras ambas mujeres se cambiaban. Afortunadamente, Tunstell estaba desaparecido, de modo que la competencia entre las dos no fue tan dura como en otras ocasiones. Alexia ya había empezado a pensar que no conseguirían salir del castillo antes de la hora de irse a dormir cuando ambas aparecieron ataviadas con sendos sombreros e idénticas sombrillas entre las manos. Alexia recordó entonces que no había cogido la suya, provocando un nuevo retraso. Movilizar a una flota al completo en una batalla naval habría sido más sencillo.
Consiguieron partir al fin, pero cuando llegaron a la altura del bosque que se extendía al sur de la finca, se encontraron con el gamma de Kingair, Lachlan, que mantenía una agria discusión con Dubh, el beta, entre susurros y maldiciones.
—Destrúyelo todo —dijo el gamma—. No podemos seguir viviendo así.
—No hasta que sepa cuál y por qué.
Los dos hombres divisaron al grupo y guardaron silencio.
Según las convenciones de la época, debían unirse al grupo más grande y, con la ayuda de Felicity y Ivy, Alexia se las ingenió para establecer una conversación mínimamente civilizada. Ambos preferían guardar silencio casi todo el tiempo, y era evidente que obedecían órdenes de la manada. Lo que dichas órdenes no tenían en cuenta era que la determinación y la frivolidad eran armas muy peligrosas, capaces de soltar cualquier lengua.
—Tengo entendido que estuvieron en primera línea de fuego en la India. Deben de ser muy valientes para enfrentarse a salvajes como esos. —La señorita Hisselpenny abrió los ojos de par en par y los miró fijamente, con la esperanza de que contaran algunas de sus batallitas más heroicas.
—Ya no quedan allí demasiadas batallas por librar. Solo la pacificación de los locales —objetó lord Maccon.
Dubh fulminó al conde con la mirada.
—Y usted, ¿cómo lo sabe?
—Oh, pero ¿cómo es aquello? —intervino Ivy—. En los periódicos se puede encontrar alguna historia de vez en cuando, pero ninguna transmite la realidad del lugar fielmente.
—Hace más calor que en el maldito…
La señorita Hisselpenny contuvo una exclamación de horror ante el lenguaje que estaba a punto de salir por la boca del beta.
—Es decir, que hace mucho calor —corrigió Dubh, civilizando sus maneras.
—Y la comida no está demasiado buena —añadió Lachlan.
—¿De veras? —Aquello despertó el interés de Alexia. La comida producía ese efecto en ella—. Es horrible.
—Incluso Egipto fue mejor que la India.
—Oh. —Los ojos de la señorita Hisselpenny se abrieron de par en par—. ¿También han estado en Egipto?
—Por supuesto que han estado en Egipto —se burló Felicity—. Todo el mundo sabe que en la actualidad es uno de los principales puertos del imperio. ¿Les he contado alguna vez lo interesante que me parece todo lo militar? He oído que casi todos los regimientos tienen que pasar por allí.
—Oh, ¿de veras? —Ivy parpadeó perpleja, tratando de comprender la razón geográfica que podía esconderse detrás de ello.
—Y ¿qué les pareció Egipto? —preguntó educadamente Alexia.
—Muy caluroso también —respondió Dubh.
—Casi todos los países deben de serlo, comparados con Escocia —le espetó lady Maccon.
—Fue usted quien decidió venir de visita —le recordó el licántropo.
—Y usted decidió ir a Egipto. —Alexia nunca se retiraba de una batalla dialéctica.
—No del todo. Las manadas estamos obligadas a servir a la reina Victoria. —La conversación era más y más tensa por momentos.
—Pero no tiene por qué ser como parte del ejército.
—No somos solitarios para ir de un lado a otro del país con el rabo entre las piernas. —Dubh buscó la complicidad de lord Maccon para que le ayudara a tratar con su irascible esposa, y el conde se limitó a guiñarle un ojo.
La ayuda llegó de la fuente menos probable.
—Según dicen, Egipto posee unos tesoros antiguos de valor incalculable —intervino Ivy tratando de mantener una conversación civilizada.
—Antigüedades —añadió Felicity, orgullosa de sí misma por conocer la palabra.
—Nos hicimos con una colección considerable mientras estábamos allí —intervino Lachlan, con la esperanza de evitar que lady Maccon y el beta se mataran el uno el al otro.
Dubh gruñó a su compañero de manada.
—¿Eso no es ilegal? —se preguntó lord Maccon en voz baja con su voz oficial del ORA. Nadie le hizo el menor caso, excepto su mujer, que le propinó un pellizco en el brazo.
—¿De veras? —preguntó Alexia—. ¿Qué clase de artefactos?
—Algunas piezas de joyería, unas estatuas y, por supuesto, un par de momias.
Ivy ahogó una exclamación de sorpresa.
—¿Momias reales?
Felicity no pudo contener la risa.
—Espero que no fueran momias plebeyas. —Pero incluso ella parecía emocionada ante la idea. Alexia supuso que, en el mundo de su hermana, algo así podía considerarse glamuroso.
—Deberíamos dar una de esas fiestas en las que se desenvuelve a la momia. Son la sensación de la temporada en Londres —propuso lady Maccon, aprovechando la ocasión.
—Por supuesto. No queremos que nadie nos considere anticuados —intervino la abrasiva voz de lady Kingair. Se había acercado al grupo sin que nadie reparara en su presencia, con el rostro serio y gesto severo. Lord Maccon, Lachlan y Dubh se sobresaltaron al oír su voz. Estaban acostumbrados a que su sentido sobrenatural del olfato los avisara cuando alguien se acercaba, por muy en silencio que fuera.
Sidheag se volvió hacia su gamma.
—Lachlan, ordena a los guardianes que lo preparen todo.
—¿Está segura, milady? —preguntó el interpelado.
—No nos irá mal un poco de diversión, y no queremos decepcionar a nuestras invitadas, ¿verdad? Tenemos momias en nuestro poder, bien podemos quitarles las vendas. Al fin y al cabo lo que nos interesaba eran los amuletos.
—Oh, qué emocionante —dijo la señorita Hisselpenny, a punto de saltar de la alegría.
—¿Qué momia, milady? —preguntó Lachlan.
—La más pequeña, con la envoltura más anodina.
—Como usted ordene. —El gamma partió de inmediato a preparar el evento.
—Oh, me parece tan divertido —exclamó Felicity—. Sin ir más lejos, la semana pasada Elsie Flinders-Pooke se pavoneaba de haber estado en una de esas fiestas. Imaginen qué dirá cuando le diga que yo he asistido a una en un castillo encantado en las Tierras Altas escocesas.
—¿Cómo sabe que Kingair está encantado?
—Lo sé porque obviamente así tiene que ser. Nadie podría convencerme de lo contrario. No ha aparecido ni un solo fantasma desde nuestra llegada, pero tampoco existe ninguna prueba que demuestre lo contrario —respondió Felicity, defendiendo la historieta que en un futuro correría a contar a todas sus amigas.
—No sabe cuánto nos enorgullece poder proporcionarle un éxito social de tanta significancia —se burló lady Kingair.
—Un placer para usted, no me cabe la menor duda —respondió Felicity.
—Mi hermana es una mujer con una capacidad de entendimiento más bien limitada —explicó lady Maccon, disculpándose por el comportamiento de Felicity.
—Y ¿qué es usted? —preguntó Sidheag.
—Yo soy limitada en todo lo demás.
—Vaya, y yo que pensaba que era usted la hermana con más sentido común.
—Todavía no, pero deme tiempo.
Dieron media vuelta y regresaron al castillo. Lord Maccon ralentizó el paso para poder hablar con su esposa en privado.
—¿Crees que uno de esos artefactos es el arma que ha provocado todo esto?
Alexia asintió.
—Pero ¿cómo sabremos cuál de ellos?
—Tal vez no nos quede más remedio que utilizar tu autoridad como jefe del ORA y confiscar las antigüedades como importaciones ilegales.
—Y luego ¿qué? ¿Incinerarlas todas?
Lady Maccon frunció el ceño. Le gustaba pensar en sí misma como una estudiosa, por lo que, en general, no solía estar a favor de la destrucción de reliquias.
—No había pensado llevar las cosas tan lejos.
—Sería una destrucción terrible, y yo mismo me opongo a ello, pero no podemos permitir que esas cosas anden sueltas por el imperio. Imagina qué pasaría si cayesen en las manos equivocadas.
—¿Como el Club Hypocras? —preguntó lady Maccon, estremeciéndose al pensar en ello.
—O los vampiros. —No importaba lo integrados que estuvieran en la sociedad civilizada; licántropos y vampiros nunca confiarían los unos en los otros.
De pronto lady Maccon se detuvo en seco. Su esposo dio cuatro largas zancadas antes de darse cuenta de que Alexia no estaba a su lado, sino que observaba, pensativa, el éter, haciendo girar su mortífera sombrilla sobre su cabeza.
—Acabo de recordar algo —dijo Alexia cuando su marido regresó a su lado.
—Oh, eso lo explica todo. Qué estúpido he sido al creer que podías caminar y recordar al mismo tiempo.
Lady Maccon le sacó la lengua a su esposo pero retomó la caminata de regreso al castillo. El conde aminoró la marcha para adaptarse al paso de ella.
—Ese insecto, el que mataste en el desayuno. No era una cucaracha, era un escarabajo. De Egipto. Estoy convencida de que tiene algo que ver con los artefactos que trajo el regimiento consigo.
La boca de lord Maccon se contrajo en una mueca de asco.
—Puaj.
Se habían descolgado a una cierta distancia del grupo. Los demás acababan de llegar a las puertas del castillo cuando alguien emergió de él. Se produjo una pausa mientras se saludaban los unos a los otros, y luego el desconocido avanzó en dirección a lord y lady Maccon.
El desconocido resultó ser madame Lefoux.
Alexia saludó a la inventora con la mano. Vestía su hermoso abrigo gris de día, pantalones a rayas, chaleco de satén negro y pañuelo azul intenso al cuello. Era una imagen hermosa, el castillo de Kingair —recortado sobre un fondo oscuro y rodeado por la niebla— y aquella mujer tan atractiva, por muy inapropiada que fuera su vestimenta, acercándose rápidamente a ellos. Hasta que madame Lefoux estuvo suficientemente cerca como para descubrir algo más: la expresión de preocupación que atenazaba su rostro.
—No saben cuánto me aleggo de habeglos encontgado. —Hablaba con un acento inusualmente fuerte en ella. Sonaba casi tan mal como Angelique—. Ha susedido algo extgaogdinagio, lady Maccon. La estaba buscando paga explicágselo. Fuimos a compgobag el etegógafo y vi…
De pronto un estallido tremendo resonó alrededor del castillo. Alexia estaba segura de haber visto cómo la niebla temblaba por efecto del sonido. Madame Lefoux, con el rostro entre la preocupación y la sorpresa, se detuvo a media frase y se desplomó sobre el suelo, inerte como un espagueti demasiado cocido y con una mancha roja creciendo por momentos en la solapa gris de su hermoso abrigo.
Lord Maccon cogió a la inventora en el aire antes de que se golpeara contra el suelo y la dejó en él con sumo cuidado. Luego puso una mano sobre su boca para ver si respiraba.
—Está viva.
Alexia se quitó el chal de los hombros y se lo entregó a su marido, que lo utilizó a modo de vendaje. No tenía sentido que echara a perder el único pañuelo bueno que le quedaba.
Alexia levantó la mirada hacia el castillo, recorriendo cada una de las arpilleras en busca del reflejo del sol sobre el metal de un rifle, pero había demasiadas arpilleras y muy poca luz. El francotirador, fuera quien fuese, no era visible.
—Agáchate ahora mismo, mujer —le ordenó su esposo, sujetándola por un volante de la falda y tirando de ella hasta que Alexia se agachó junto al cuerpo de la inventora. El volante se rasgó de lado a lado—. No sabemos si el tirador apuntaba hacia ella o hacia nosotros —gruñó.
—¿Dónde está tu maravillosa manada? ¿No deberían haber aparecido a toda prisa para rescatarnos?
—¿Quién dice que no son ellos los que están disparando? —preguntó el conde.
—Bien visto. —Lady Maccon dirigió la sombrilla hacia el castillo de modo que ocultara su posición cuanto fuera posible.
Un segundo disparo impactó en el suelo, a pocos metros de donde se encontraban, levantando tierra y pequeñas piedras.
—La próxima vez —murmuró el conde entre dientes—, pagaré lo que haga falta para que te hagan uno de esos pero recubierto de metal, que pueda servirnos de escudo.
—Oh, eso sí que sería práctico para las calurosas tardes de verano. Vamos, tenemos que encontrar un lugar en el que cobijarnos —susurró su esposa—. Dejaré la sombrilla aquí a modo de señuelo.
—¿Corremos hacia ese seto? —sugirió Conall mirando a la su derecha, donde un pequeño muro cubierto de rosas salvajes se había convertido en la versión Kingair de un jardín en condiciones.
Alexia asintió.
Lord Maccon cargó el cuerpo inerte de la inventora sobre uno de sus hombros sin demasiadas dificultades. Tal vez había perdido su fuerza sobrenatural, pero seguía siendo un hombre fornido.
Corrieron con todas sus fuerzas hacia el muro.
Un tercer disparo rompió el silencio de la tarde.
Solo entonces escucharon gritos. Alexia asomó la cabeza por encima del rosal. Varios miembros de la manada habían aparecido por las puertas del castillo y miraban a su alrededor en busca del origen de aquellos disparos. Algunos gritaron y señalaron hacia arriba. Guardianes y manada regresaron al interior del castillo a toda prisa.
Lord y lady Maccon permanecieron escondidos hasta estar seguros de que los disparos habían terminado. Solo entonces salieron de detrás de los matorrales. Lord Maccon llevaba a madame Lefoux en brazos, y Alexia aprovechó para recuperar su sombrilla.
De nuevo en el castillo, determinaron que la vida de la inventora no corría peligro. La bala le había dañado seriamente el hombro y se había desmayado a causa del disparo.
Ivy reapareció en escena.
—Oh, santo Dios, ¿ha ocurrido algo malo? La gente no deja de gesticular. —Al descubrir el cuerpo comatoso de madame Lefoux, añadió—: ¿Ha perdido el sentido? —Pronto descubrió la mancha de sangre en el abrigo de la inventora, y a punto estuvo de desmayarse también ella. Sin embargo, se recuperó y siguió a la pareja hasta un salón en la parte trasera del castillo, donde, sin dejar de interrumpir y ofrecer inútilmente su ayuda, presenció cómo colocaban el cuerpo de madame Lefoux sobre un sofá con un sonoro—: Ha sido víctima de una terrible fatalidad, ¿no es así?
—¿Qué ha sucedido? —preguntó lady Kingair, ignorando a Felicity y a Ivy, que también había aparecido en la estancia.
—Al parecer alguien ha decidido deshacerse de madame Lefoux —respondió lady Maccon, yendo de aquí para allá y pidiendo que le trajeran vendas y vinagre. Alexia era de la opinión de que la aplicación de una cantidad generosa de vinagre de manzana podía curar casi cualquier enfermedad, excepto, claro está, los desórdenes bacterianos, para los que lo mejor era un poco de bicarbonato sódico.
Felicity decidió alejarse de cualquier posible peligro derivado de la proximidad con madame Lefoux, algo ciertamente positivo, puesto que libraba a todos los presentes de su particular compañía.
Solo lady Kingair tuvo los arrestos necesarios para responder.
—¡Santo Dios! ¿Por qué? Si no es más que una inventora de tres al cuarto.
Alexia creyó detectar un leve movimiento en el cuerpo de la francesa. ¿Podría ser que madame Lefoux estuviera fingiendo? Alexia se inclinó sobre ella con el pretexto de revisar el vendaje. Percibió una nota de vainilla, esta vez mezclada con el olor metálico de la sangre en lugar del aceite industrial. La inventora permaneció completamente inmóvil bajo los atentos cuidados de Alexia. Ni siquiera sus párpados se movieron lo más mínimo. Si estaba fingiendo, era muy, muy buena.
Lady Maccon miró hacia la puerta y creyó ver un destello del negro que utilizaban los miembros del servicio.
El rostro pálido y horrorizado de Angelique asomó por una esquina. Antes de que Alexia tuviera tiempo de requerir su presencia, la doncella desapareció.
—Una pregunta excelente. Tal vez sea tan amable como para contárnoslo cuando despierte —dijo lady Maccon, observando detenidamente el rostro de madame Lefoux. Nada, ninguna reacción visible.
Desgraciadamente para la curiosidad de todos los presentes, madame Lefoux no despertó de su profundo sueño en todo el resto de la tarde, o al menos no permitió que nadie la despertara. A pesar de las continuas atenciones por parte de lord y lady Maccon, de la mitad de la manada de Kingair e incluso de algunos guardianes, los ojos de la inventora permanecieron tercamente cerrados.
Lady Maccon tomó el té en aquel mismo salón, con la esperanza de que el olor de las pastas recién horneadas despertara a madame Lefoux. Lo único que consiguió con ello fue que lady Kingair se uniera a ella. Alexia había decidido que no le gustaba aquella descendiente de su esposo, pero no poseía la constitución necesaria para permitir que algo así interrumpiera la hora del té.
—¿Ha despertado ya la paciente? —preguntó lady Kingair.
—Continúa dramáticamente dormida. —Alexia observó el fondo de su taza con el ceño fruncido—. Espero que no le pase nada malo. ¿Cree que deberíamos llamar a un médico?
—He visto y atendido heridas mucho peores en el campo de batalla.
—¿Viaja usted con el regimiento?
—No soy un licántropo, pero eso no significa que no sea el alfa de esta manada. Mi sitio está a su lado, aunque no pueda luchar con ellos.
Alexia escogió un bollo de la bandeja del té y lo cubrió con un poco de nata y mermelada.
—¿Estaba del lado de la manada cuando traicionaron a mi marido? —preguntó fingiendo una normalidad que no sentía.
—Se lo ha contado.
Lady Maccon asintió y mordió un pedazo del bollo.
—Cuando se marchó, yo apenas tenía dieciséis años y estaba lejos del castillo, estudiando. Por aquel entonces mi opinión no contaba para nada dentro de la manada.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? Ahora opino que se comportaron como una pandilla de estúpidos. Uno no debe orinar contra el viento.
Alexia hizo una mueca ante la vulgaridad de aquella expresión.
Sidheag tomó un sorbo de su taza de té, mientras disfrutaba con el efecto que sus palabras habían provocado en su invitada.
—Está claro que la reina Victoria no mueve la cola al son de los intereses de los licántropos, pero tampoco sangra por el futuro de los vampiros. No es el rey Enrique ni la reina Isabel, de modo que no puede permitirse apoyar la causa sobrenatural sin reservas, lo cual no quiere decir que no se haya portado con nosotros mejor de lo que esperábamos. Tal vez no vigila a los científicos como debiera, y está claro que le gusta jugar fuerte, pero no creo que sea la peor monarca que hemos tenido.
Lady Maccon se preguntó si Sidheag trataba de garantizar la seguridad de la manada o si la mujer decía la verdad.
—Entonces, ¿se considera progresista, como mi esposo?
—Lo que quiero decir es que todo el mundo manejó el incidente con suma torpeza. Que un alfa abandone a su manada es algo muy extremo. Conall debería haber acabado con el círculo de líderes, no solo con el beta, y creado una estructura nueva. Amo a esta manada, y dejarla sin líder para irse con otra manada de Londres es peor que la muerte. Lo que hizo su marido fue motivo de vergüenza nacional. —Lady Kingair se inclinó hacia delante, con la mirada intensa. Estaba lo suficientemente cerca como para que Alexia pudiera comprobar que su cabello, cano y sujeto en una trenza, empezaba a rizarse por efecto de la humedad.
—Creía que les había dejado a Niall.
—No. Fui yo quien trajo a Niall a la manada. No era más que un solitario que conocí mientras estaba en el extranjero. Apuesto y atractivo, justo el tipo de hombre que toda jovencita querría tener por marido. Mi intención era traerlo a casa para que conociera a la manada, pedir permiso y colgar los bandos oficiales. Lo que encontré fue al viejo lobo desaparecido y la manada desquiciada.
—¿Asumió la responsabilidad de dirigir a la manada?
Sidheag tomó un sorbo de té.
—Niall era un soldado excelente y un buen marido, pero no tenía madera de alfa. Asumió el puesto por mí. —Se frotó los ojos con la punta de los dedos—. Era un buen hombre, y un buen lobo, y lo hizo lo mejor que pudo. No diré nada en su contra.
Alexia se conocía lo suficiente como para saber que ella misma no habría asumido el liderazgo de la manada siendo tan joven, y eso que se consideraba una persona muy capaz. No era de extrañar que Sidheag estuviese resentida.
—¿Y ahora?
—Estamos todavía peor. Cuando Niall cayó en combate, no había nadie dispuesto a asumir el papel de alfa, y no digamos ya a serlo indefinidamente. Sé que mi abuelo no volverá con nosotros. Le hemos perdido para siempre.
Lady Maccon suspiró.
—De todas formas, debes confiar en él. Explícale tus preocupaciones y aclara este tema de una vez por todas. Lo entenderá, estoy segura de ello. Y te ayudará a encontrar una solución.
Lady Kingair dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco.
—Solo hay una solución posible, y no estará de acuerdo con ella. Le he escrito, se lo he pedido todos los años desde hace una década, y ya se me está acabando el tiempo.
—¿De qué se trata?
—Tiene que transformarme.
Lady Maccon se recostó en su asiento e hinchó los carrillos de aire.
—Pero es tan peligroso… No tengo las estadísticas a mano, pero ¿las mujeres no tienen muchas más probabilidades de no sobrevivir al mordisco?
Lady Kingair se encogió de hombros.
—Nadie lo ha intentado desde hace más de un siglo. Es uno de los aspectos en los que superamos a las colmenas. Al menos nosotros no necesitamos hembras para mantenernos.
—Sí, pero los vampiros todavía viven más tiempo… Luchan menos. Incluso aunque sobreviviera al mordisco, tendría que dedicar el resto de sus días a ser alfa.
—¡Santo Dios, menuda condena! —exclamó Sidheag Maccon. Alexia se dijo que nunca antes le había recordado tanto a Conall. Sus ojos también se volvían amarillos cuando una fuerte emoción alteraba su estado de ánimo.
—¿Y quiere que Conall haga eso por usted? ¿Que se arriesgue a acabar con su última descendiente con vida?
—Por mí, por la manada. A mi edad ya no podré tener hijos. No podrá perpetuar el apellido a través de mí. Tiene que superarlo. Le debe a Kingair una posibilidad de salvación.
—Lo más probable es que muera en el proceso. —Lady Maccon se sirvió otra taza de té—. Ha conseguido mantener unida la manada siendo humana.
—¿Y qué pasará cuando me muera? Prefiero arriesgarme ahora.
Alexia guardó silencio. Finalmente respondió:
—Aunque le parezca extraño, estoy de acuerdo con usted.
Lady Kingair apartó la taza de té a un lado y se limitó a sostener el plato por un instante, con los dedos blancos a causa de la tensión.
—¿Estaría dispuesta a interceder por mí?
—¿Quiere que me involucre en los problemas de Kingair? ¿No podría pedirle al alfa de otra manada que se ocupara de su mordisco?
—¡Nunca! —Allí estaba el famoso orgullo de los licántropos, ¿o se trataba quizás del orgullo escocés? A veces resultaba difícil diferenciarlos.
—Lo hablaré con él —respondió Alexia con un suspiro—, pero no servirá para nada: Conall no puede transformarla ni a usted ni a nadie más mientras no pueda invocar la Forma de Anubis. Hasta que no descubramos por qué esta manada es incapaz de transformarse, no pasará nada, ni duelo por el puesto de alfa, ni metamorfosis.
Lady Kingair asintió, relajando la presión de sus manos lo suficiente como para poder tomar otro sorbo de su taza de té.
Alexia se dio cuenta de que la mujer no doblaba el dedo meñique correctamente. ¿A qué clase de escuela la habían enviado que ni siquiera sabía lo más básico?
—¿La plaga es una especie de absurdo acto de autoflagelación? —preguntó Alexia, inclinando la cabeza a un lado—. ¿Quiere llevarse al resto de la manada con usted solo porque mi marido se niega a darle el mordisco necesario para la metamorfosis?
Los ojos castaños de lady Kingair, tan parecidos a los de Conall, se convirtieron en dos minúsculas líneas.
—No es culpa mía —estuvo a punto de gritar—. ¿Es que no lo entiende? No podemos decirle nada porque no sabemos por qué nos está pasando esto. Yo no lo sé. Ninguno de nosotros. ¡No sabemos qué está pasando!
—Así que ¿puedo contar con su ayuda para resolver el misterio? —preguntó Alexia.
—¿Qué tiene que ver usted en todo esto, lady Maccon?
Alexia trató de disimular como pudo.
—Es una de las preocupaciones como jefe del ORA de mi esposo. Le mantiene alejado de su casa. Y me interesan este tipo de cosas, ahora que soy alfa de mi propia manada. Si tiene alguna clase de enfermedad, me gustaría entender de qué se trata para poder evitar su propagación.
—Si el conde accede a transformarme, la ayudaré en todo lo que esté en mi mano.
—¡Hecho! —exclamó lady Maccon, a pesar de ser consciente de que no podía hacer semejante promesa en nombre de su esposo—. ¿Qué le parece si ahora terminamos nuestras tazas de té?
Terminaron sus brebajes discutiendo amigablemente sobre la Unión Social y Política de las Mujeres, con la que ambas mujeres estaban de acuerdo, pero cuyas tácticas y planes de trabajo impedían que esa misma afiliación se reprodujera en público. Lady Maccon prefirió no añadir que, gracias a un conocimiento más exhaustivo del carácter de la reina Victoria, prácticamente podía garantizar su opinión respecto a dicho movimiento, siempre muy positiva. Ni siquiera la esposa de un conde tenía tan buen trato con la reina, y no quería que lady Kingair supiera de su posición como muhjah de Su Majestad. Todavía no.
Tan agradable conversación fue interrumpida por unos golpes en la puerta.
Tas recibir el permiso de lady Kingair, las numerosas pecas del señor Tunstell hicieron su entrada en el salón, seguidas de cerca por un Tunstell de aspecto sombrío.
—Lord Maccon me ha enviado a vigilar a la paciente, lady Maccon.
Alexia asintió. Preocupado y sin saber muy bien en quién confiar, lord Maccon enviaba a Tunstell por si se producían nuevos ataques contra la pobre madame Lefoux, aprovechándose de la formación de Tunstell como guardián. Cierto que el joven tenía el aspecto de un novato, pero sabía cómo contener la brutalidad de un licántropo en las noches de luna llena. Claro que la llegada de Tunstell implicaba que pronto aparecerían Ivy y Felicity. Pobre Tunstell. La señorita Hisselpenny seguía convencida de no querer tener nada con él, del mismo modo que también estaba convencida de que debía apartarlo de las garras de Felicity. Lady Maccon pensó que la presencia de ambas mujeres sería, por sí misma, una defensa más que competente. Y es que resultaba difícil crear cualquier tipo de problema bajo la atenta mirada de dos jóvenes solteras y perennemente aburridas.
Sin embargo, al final se hizo necesario para todos, excepto para Tunstell, abandonar a la inventora, aún inconsciente, y prepararse para la cena.
Al llegar a su dormitorio, lady Maccon recibió el segundo susto del día. Menos mal que era una mujer de fuerte carácter. Alguien había irrumpido en su habitación, de nuevo, probablemente en busca de su maletín. Había zapatos y zapatillas tirados por todas partes, y la cama estaba deshecha; incluso el colchón había sido rasgado. Había plumas por todas partes, formaban una gruesa capa, como si fuera nieve. Las sombrereras estaban rotas; los sombreros, por el suelo, y el contenido del armario de Alexia, repartido por toda la estancia (una situación que, hasta la fecha, solo conocían los camisones).
Alexia dejó su sombrilla a un lado y sopesó la gravedad de la situación. El caos era más grave ahora que a bordo del dirigible, y la crisis no hizo más que empeorar cuando lord Maccon descubrió el ataque.
—¡Esto es inadmisible! Primero nos disparan y ahora destrozan nuestro dormitorio —exclamó.
—¿Suelen darse este tipo de situaciones cuando una manada se queda sin alfa? —se preguntó su esposa mientras revisaba la estancia, tratando de determinar si faltaba algo importante.
—Las manadas sin líder siempre son problemáticas —respondió él con un gruñido.
—Y desordenadas. —Lady Maccon se movió con delicadeza por toda la habitación—. Me pregunto si esto era lo que madame Lefoux quería contarnos antes de recibir el disparo. Dijo algo acerca del eterógrafo. Tal vez vino a hablar conmigo y descubrió a los culpables in fraganti. —Alexia empezó a organizar aquel desastre en tres montones diferenciados: uno para aquello que ya no tenía remedio, otro para las cosas que Angelique podría reparar y un tercer montón para todo lo que había resultado indemne.
—Pero ¿por qué dispararle?
—Quizás pudo ver sus rostros.
El conde apretó sus hermosos labios.
—Es posible. Ven, querida; deja de preocuparte. Está a punto de sonar la campana de la cena y estoy hambriento. Ya limpiaremos más tarde.
—Siempre mandando —se quejó su esposa, pero hizo lo que él le pedía. No tenía sentido provocar una discusión con el estómago vacío.
El conde la ayudó a desabrochar los botones del vestido, tan distraído por los acontecimientos del día que se limitó a repartir algunos besos por la espalda de su esposa y no le mordisqueó el cuello ni una sola vez.
—¿Qué crees que estaban buscando? ¿Tu maletín de trabajo otra vez?
—Es difícil saberlo. Podría tratarse de otra persona. Es decir, un agresor distinto al del dirigible. —Alexia se sentía confusa. Al principio, de camino a Escocia a bordo del dirigible, había sospechado de madame Lefoux, pero la inventora llevaba todo el día inconsciente y estuvo acompañada en todo momento. A menos que hubiera cometido la fechoría antes de recibir el disparo, el responsable de aquel nuevo atropello tenía que ser otra persona. ¿Un espía diferente con motivaciones distintas? Sin duda las cosas se estaban complicando.
—¿Qué otra cosa podrían estar buscando? ¿Has traído contigo algo que yo deba saber, esposo?
Lord Maccon no respondió, pero cuando Alexia se dio la vuelta y le dedicó su mejor mirada de esposa desconfiada, el rostro del conde desprendía culpabilidad por los cuatro costados. Dejó de desabrochar botones y se acercó a la ventana. Abrió los batientes, sacó la cabeza y cogió algo. Luego regresó junto a su esposa, con una expresión de alivio en el rostro y un pequeño paquete envuelto con un trozo de piel en las manos.
—Conall —dijo su esposa—, ¿qué es eso?
Él desenvolvió el objeto y se lo mostró: un pequeño revólver con la empuñadura cuadrada. Abrió el tambor del arma para mostrar lo que escondía dentro: balas de madera recubiertas con una malla de plata y reforzadas para soportar la explosión del disparo. Alexia no era una entendida en pistolas, pero sabía lo suficiente acerca de su funcionamiento como para comprender que aquella era una pieza cara de fabricar, diseñada a partir de la tecnología más moderna y capaz de neutralizar tanto a vampiros como a licántropos.
—Una Galand Tue Tue. Es el modelo Sundowner —explicó el conde.
Lady Maccon sujetó el rostro de su esposo entre las manos. Tenía la piel áspera después de un día sin afeitarse; tendría que recordarle que lo hiciera más a menudo, ahora que era humano todo el tiempo.
—Querido, no habrás venido a matar a alguien, ¿verdad? No me gustaría descubrir que nuestros objetivos son tan opuestos.
—No es más que una medida de precaución, amor mío, te lo aseguro.
Alexia no estaba tan convencida. Sus dedos se tensaron sobre la mandíbula del conde.
—¿Desde cuándo llevas contigo el arma sobrenatural más mortífera del Imperio británico únicamente por precaución?
—El profesor Lyall se la dio a Tunstell para que él me la entregara. Supuso que sería mortal mientras estuviera aquí y creyó que necesitaría medidas de seguridad añadidas.
Alexia apartó las manos del rostro de su esposo y lo observó mientras envolvía de nuevo el arma y volvía a esconderla en el exterior de la ventana.
—¿Es fácil de utilizar? —preguntó Alexia, toda inocencia.
—Ni te lo plantees, querida. Tú ya tienes tu sombrilla.
—Como mortal, no eres nada divertido —se quejó ella haciendo pucheros.
—Entonces —continuó él, cambiando deliberadamente de tema—, ¿dónde has escondido el maletín?
Alexia sonrió, orgullosa de que su esposo no la considerara tan estúpida como para guardar el maletín donde cualquiera pudiera robarlo.
—En el lugar más inesperado, por supuesto.
—No lo dudaba. ¿Y piensas decirme dónde?
Lady Maccon miró a su esposo con los ojos bien abiertos y batiendo sus largas pestañas, en un intento por aparentar inocencia.
—¿Qué puede haber dentro que despierte tanto interés?
—Eso es lo extraño. No tengo la menor idea. Saqué lo más pequeño y lo guardé en la sombrilla. No queda nada de valor en él, al menos que yo sepa: el sello real; mis notas y algo de papeleo sobre la plaga humanizante, menos mi diario personal, que desapareció a bordo del dirigible; los códigos para varios eterógrafos, reservas de té en caso de emergencia y una bolsita de galletas de jengibre.
Su esposo le dedicó su particular versión de «la mirada».
—No puedes imaginarte lo largas que pueden llegar a ser las reuniones del Consejo en la Sombra —se defendió lady Maccon—, y puesto que tanto el deán como el potentado son sobrenaturales, nunca se dan cuenta de cuándo es la hora del té.
—Bueno, no creo que nadie haya irrumpido en nuestro dormitorio con la intención maligna de robarte unas galletitas de jengibre.
—Pues que sepas que están muy buenas.
—Supongo que podría tratarse de otra cosa distinta al maletín.
Lady Maccon se encogió de hombros.
—De momento lo único que tenemos son especulaciones inútiles. Ven, ayúdame con esto. ¿Dónde está Angelique?
A falta de la doncella, lord Maccon se ocupó de ayudar a su esposa a abrochar el vestido para la cena. Era un conjunto de color gris y crema, plisado por la parte de delante y con un volante fruncido y bastante recatado recorriendo los bajos de la falda. A Alexia le gustaba aquel vestido, a excepción del lazo, parecido a un pañuelo de hombre, que lucía en el cuello, puesto que nunca se había mostrado muy partidaria de incorporar elementos masculinos a la vestimenta de una mujer. Claro que, a este respecto, madame Lefoux era un caso aparte.
Lo cual le recordó que, puesto que Tunstell se encontraba montando guardia junto a la inventora francesa, tendría que ser ella quien ayudara a su esposo a vestirse para la cena. Fue un completo desastre: el pañuelo acabó torcido, y el cuello de la camisa, caído. Alexia no tuvo más remedio que resignarse. Al fin y al cabo, había pasado gran parte de su vida siendo una solterona, y anudar pañuelos al cuello de un hombre no era una de las habilidades más características en una solterona.
—Querido —le dijo a su esposo mientras daban por terminados los preparativos y se dirigían al comedor—, ¿has considerado la posibilidad de morder a tu varias veces nieta?
—¿Qué demonios se supone que ha hecho esa mujer para ganarte para su causa? —exclamó lord Maccon, deteniéndose en seco en lo alto de las escaleras.
Alexia suspiró.
—Tiene sentido, y sería una solución más que elegante, teniendo en cuenta los problemas actuales de Kingair. En realidad ya se comporta como si fuera su alfa; ¿por qué no hacerlo oficial?
—No es tan sencillo como eso, esposa, y lo sabes. Las posibilidades de que sobreviva…
—Son escasas. Sí, soy consciente de ello.
—No solo escasas; son casi inexistentes. Me estás sugiriendo que mate al último miembro del clan Maccon que queda con vida.
—Pero si sobrevive…
—Tú lo has dicho, si sobrevive.
Lady Maccon inclinó la cabeza a un lado.
—¿No es ella quien debe asumir el riesgo?
El conde guardó silencio y avanzó escaleras abajo.
—Deberías considerarlo, Conall, aunque solo sea como miembro del ORA. Es la opción más sensata de todas.
Lord Maccon no se detuvo, y había algo extraño en la caída de sus hombros.
—Espera un momento. —De pronto Alexia tuvo una sospecha—. Esa es la razón que te ha traído aquí, ¿verdad? Los problemas familiares. Quieres arreglar los problemas de la manada de Kingair. A pesar de la traición que sufriste.
Él se encogió de hombros.
—Querías saber qué tal le iban las cosas a Sidheag, ¿verdad?
—Está el problema de la humanización.
Alexia sonrió.
—Sí, bueno, aparte de eso. Debes reconocer que tengo razón.
Lord Maccon observo a su esposa con el ceño fruncido.
—Odio cuando tienes razón en todo.
Alexia bajo los escalones que la separaban de su esposo hasta que estuvieron cara a cara y le beso dulcemente.
—Lo sé. Pero es que se me da tan bien.