Transmisiones por el éter

Utilizando la información que lord Akeldama le había suministrado, y con la ayuda de un joven personaje al que el vampiro se había referido únicamente como Biffy, el profesor Lyall puso en marcha la operación.

—Ambrose se ha estado reuniendo con varios miembros de los regimientos que acaban de llegar a la ciudad —le había dicho lord Akeldama con una copa de whisky añejo en la mano, el fuego crepitando en la chimenea y un gato rechoncho sobre las rodillas—. Al principio pensé que se trataba de opiáceos o cualquier otra forma de tráfico ilegal, pero ahora estoy convencido de que se trata de algo mucho más siniestro. La colmena no solo está sirviéndose de todos sus contactos, sino que está entrando en contacto con todo soldado común que encuentra. Incluso con los peor vestidos. Es horrible. —El vampiro se estremeció delicadamente—. No consigo descubrir qué es lo que compran con tanta avaricia. ¿Quiere descubrir qué se trae entre manos la colmena de Westminster? Llame a la puerta de esos contactos licántropos tan estupendos que tiene usted en el ejército, querido, y haga una oferta. Biffy puede llevarle donde quiera.

Y así fue como, gracias a la información proporcionada por un vampiro errante, el profesor Lyall acabó sentado en un pub de mala muerte, el Prickled Crumpet, acompañado por el comandante Channing y un zángano espectacularmente bien vestido. Unas mesas más allá se encontraba uno de los soldados en los que el comandante más confiaba, nervioso y sujetando varios paquetes de aspecto sospechoso.

El profesor Lyall se acomodó en su silla y sostuvo una jarra de cerveza entre las manos. Odiaba la cerveza, un brebaje vil y ampliamente extendido.

El comandante Channing parecía inquieto. No dejaba de cruzar y descruzar las piernas, golpeando la mesa cada vez y derramando las bebidas.

—Estese quieto —le ordenó su beta—. Aún no ha llegado nadie. Tenga paciencia.

El comandante Channing se limitó a fulminarlo con la mirada.

Biffy les ofreció polvo de rapé. Los dos licántropos rechazaron la invitación con horror apenas disimulado. ¿Podía haber algo más horrible que echar a perder el propio sentido del olfato? Sin duda era algo muy típico de un vampiro.

Un poco más tarde, con la cerveza del profesor Lyall prácticamente intacta mientras el comandante Channing ya iba por la tercera pinta, el vampiro entró en el local.

Era un individuo alto y excesivamente atractivo, con el aspecto que un novelista le daría a uno de sus personajes vampiro, siniestro y pensativo, con la nariz aguileña y una mirada insondable. El profesor tomó un sorbo de su cerveza a modo de saludo. Tenía que reconocer lo que era evidente: lord Ambrose se había esmerado para crear el ambiente necesario. Una nota inmejorable en el apartado «toque dramático».

Lord Ambrose se dirigió directamente a la mesa de los soldados y tomó asiento sin ni siquiera presentarse. La taberna era lo suficientemente ruidosa para que no hiciese falta un disruptor de auditorio, e incluso Lyall y Channing, con su oído sobrenatural, apenas comprendían una de cada diez palabras.

El intercambio apenas duró unos segundos y terminó con el soldado mostrándole a lord Ambrose su colección de objetos. El vampiro los revisó uno a uno, sacudió la cabeza enérgicamente y se levantó de la mesa, dispuesto a irse.

El soldado también se puso en pie y se inclinó hacia el vampiro para hacerle una pregunta.

Lord Ambrose se ofendió, puesto que salió disparado a una velocidad sobrenatural, golpeando al hombre en la cara con tanta rapidez que los reflejos del soldado de poco le sirvieron.

El comandante Channing se puso en pie de un salto, haciendo caer la silla al suelo con gran estrépito. El profesor Lyall lo sujetó por la muñeca, deteniendo sus instintos protectores más primitivos. Channing solía considerar a sus soldados parte de su propia manada.

El vampiro se volvió hacia el pequeño grupo reunido alrededor de la mesa. Murmuró algo entre dientes, con las puntas de sus colmillos claramente visibles contra el rojo de los labios. Acto seguido, haciendo ondear su abrigo color borgoña en el aire, abandonó el local con aire majestuoso.

El profesor Lyall, que jamás había hecho nada majestuoso en su vida, sintió una punzada de envidia por aquel hombre.

El joven soldado se acercó a ellos. Tenía una marca rojiza a un lado de la boca.

—Mataré a ese bastardo —juró el comandante Channing, haciendo el intento de perseguir a lord Ambrose hasta la calle.

—Ya basta. —La mano del profesor Lyall se cerró con fuerza alrededor del brazo del gamma—. Burt está perfectamente bien. ¿Verdad, Burt?

Burt escupió un poco de sangre, pero asintió.

—Me he enfrentado a cosas peores en alta mar.

Biffy cogió su cajita de rapé de encima de la mesa y se la guardó en el bolsillo del abrigo.

—Y bien —el joven caballero le hizo un gesto al soldado para que cogiera una silla y se uniera al grupo—, ¿qué le ha dicho? ¿Qué están buscando?

—Algo de lo más extraño. Artefactos.

—¿Qué?

El soldado se mordió el labio inferior.

—Sí, artefactos egipcios. Pero nada como lo que imaginábamos. No se trata de armas. Por eso se ha puesto tan furioso con mi oferta. Buscan pergaminos. Pergaminos con una determinada imagen grabada.

—¿Un jeroglífico?

Burt asintió.

—Y ¿de qué imagen se trata?

—Al parecer están bastante desesperados, porque no deja de ser un tanto indiscreto contárselo a un extraño como yo, pero sí, me lo ha dicho. Algo conocido como ankh, solo que el que buscan está roto. Ya saben, en el dibujo, como si estuviera partido por la mitad.

El profesor Lyall y Biffy intercambiaron miradas.

—Interesante —dijeron ambos al mismo tiempo.

—Estoy convencido de que en el registro de edictos guardan alguna imagen de ese símbolo. —Biffy, como no podía ser de otra manera, disponía de las fuentes de información propias de un vampiro.

—Lo que significa —añadió Lyall pensativo—, que esto ha sucedido antes.

Alexia dejó a su esposo profundamente dormido. Tras siglos como inmortal, había olvidado la forma en que un cuerpo reclamaba descanso cuando tenía heridas de las que ocuparse. A pesar de la emoción, la noche era joven y buena parte del castillo seguía despierto.

A punto estuvo de chocar con una apresurada Ivy en pleno pasillo. La señorita Hisselpenny lucía un hermoso ceño fruncido en su rostro, por norma amigable.

—Dioses, Ivy, menuda cara llevas. —Lady Maccon se apoyó despreocupadamente en su sombrilla. Tal y como se estaban sucediendo los acontecimientos aquella noche, no le apetecía especialmente separarse de tan útil accesorio.

—Oh, Alexia. No quisiera parecer demasiado directa, pero no puedo aguantar sin decirlo: odio al señor Tunstell.

—¡Ivy!

—Bueno, quiero decir que, no, ¡de veras! Es imposible tratar con él. Tenía la sensación de que su afecto por mí era duradero. Un simple rechazo y cambia sus alianzas sin apenas inmutarse. ¡Incluso me atrevo a decir que es un tanto frívolo! Cortejar a otra mujer tan pronto con lo mal que lo he pasado yo por no querer romperle el corazón. Posee la capacidad de contención de, bueno, ¡de una mariposa indecisa!

Lady Maccon no pudo evitar concentrarse en la imagen de una mariposa con tales características.

—De veras, creía que seguías enamorada de él, a pesar de rechazarle abiertamente.

—¿Cómo has podido pensar algo así? Le detesto. No puedo estar más decidida. ¡No es más que un indeciso y un inmaduro! Y no pienso tener nada que ver con una persona tan débil de carácter.

Lady Maccon no tenía muy claro cómo conversar con la señorita Hisselpenny cuando estaba de tan mal humor. Estaba acostumbrada a la Ivy desconcertada, a la Ivy habladora, pero esta nueva Ivy llena de ira era una criatura completamente distinta. Por todo ello, optó por asumir una táctica defensiva.

—Es evidente que te convendría una buena taza de té, querida. ¿Quieres que vayamos a ver si encontramos algo? Incluso los escoceses deben guardar alguna clase de brebaje para estas ocasiones.

La señorita Hisselpenny respiró profundamente.

—Sí, tal vez tengas razón. Una idea excelente.

Lady Maccon guio a su amiga escaleras abajo hasta uno de los pequeños salones de dibujo, donde encontraron a dos guardianes. Los jóvenes se mostraron más que encantados de poder ayudarlas a encontrar té, atender hasta el más pequeño deseo de la señorita Hisselpenny y, en general, demostrar a aquellas damiselas que los buenos modales no habían abandonado las Tierras Altas por completo de la mano de aquel complemento conocido como pantalones. Por todo ello, Ivy decidió perdonarles la osadía de vestir kilts. Lady Maccon dejó a su amiga acompañada por el estimulante acento de sus nuevos amigos y fue en busca de madame Lefoux y el eterógrafo averiado, con la esperanza que poder conocer a fondo cada uno de sus componentes.

Necesitó algún tiempo para dar con la enorme máquina. El castillo de Kingair era un castillo de verdad, y en él no se había respetado ninguna de las nociones más básicas en cuanto a conservación del espacio y repartición en forma de cuadrícula que en Woolsey sí habían sido aplicadas. Era un lugar enorme, con una curiosa tendencia a la confusión del visitante gracias a toda una serie de estancias adicionales, torres y escaleras gratuitas. Lady Maccon abordó la tarea que se traía entre manos con espíritu lógico (lo cual quizás fuera un error). Supuso que el eterógrafo estaría en una de las muchas torretas del castillo, aunque la auténtica dificultad residía en descubrir en cuál de todas ellas. Los escoceses, siempre tan preocupados por su capacidad para defenderse del enemigo. Alexia necesitó su tiempo para trepar por todas las escaleras que llevaban a alguna de las numerosas torres. Sin embargo, solo cuando escuchó un juramento supo que estaba en la zona correcta. Un juramento en francés, claro está, y no uno con el que estuviera familiarizada, naturalmente, pero no le cabía la menor duda del origen profano de aquellas palabras. Al parecer, madame Lefoux estaba experimentando algún tipo de inconveniente.

Cuando finalmente entró en la estancia, Alexia se encontró cara a cara o, mejor dicho, cara a trasero, con otra de las razones por las que la inventora solía vestir pantalones de caballero. Madame Lefoux estaba tumbada boca arriba en el suelo, con la mitad del cuerpo bajo la máquina, de la que únicamente sobresalían las piernas y sus posaderas. Si hubiese llevado falda, aquella sería una posición cuanto menos poco delicada para una señorita.

El transmisor eterográfico de Kingair se apoyaba en el suelo de piedra del castillo gracias a unas pequeñas patas. Se asemejaba a dos casetas unidas la una a la otra y asentadas sobre las patas de un escabel. Todo estaba intensamente iluminado con lámparas de gas, y es que la manada no había reparado en gastos. La limpieza del lugar también era evidente.

Lady Maccon estiró el cuello para ver el oscuro interior de la cámara en la que madame Lefoux estaba trabajando. Al parecer, el mecanismo transmisor era el que estaba dando problemas. La inventora tenía a su lado una sombrerera que en realidad no era tal cosa, sino una caja de herramientas astutamente camuflada. Lady Maccon quiso una para sí misma de inmediato, mucho menos evidente que un maletín de trabajo como el suyo.

El guardián de las lentes, con su sempiterna expresión de pánico en la cara, se encontraba agachado junto a la inventora, y le pasaba, una tras otra, las herramientas, a cual más impresionante.

—El ajustador modulante del magnetomotor, si es tan amable —le dijo madame Lefoux, y enseguida recibió un objeto largo y con forma de vara, con un sacacorchos de cobre en un extremo y un tubo de cristal lleno de un líquido brillante en el otro. Pronto soltó un nuevo improperio, devolvió la herramienta al guardián y le pidió otra a cambio.

—Santo cielo —exclamó Alexia—, ¿qué está haciendo?

De pronto se oyó un golpe, seguido de más improperios. Las piernas de madame Lefoux se contrajeron y, segundos más tarde, la inventora salió de debajo de la máquina y se puso en pie, frotándose la cabeza y añadiendo una mancha de grasa más a la vasta colección que la francesa lucía en su hermoso rostro.

—Ah, lady Maccon, me alegro de verla. Me preguntaba cuánto tardaría en dar con nosotros.

—Me han entretenido esposos e Ivys varias —explicó Alexia.

—Desgraciadamente, ese tipo de cosas suelen pasar cuando uno está casado y tiene amigos —continuó madame Lefoux, mostrando su simpatía.

Lady Maccon se inclinó hacia delante y, utilizando la sombrilla como punto de apoyo, intentó mirar debajo de la máquina. Sin embargo, el corsé imposibilitó el intento, de modo que Alexia se volvió de nuevo hacia la inventora.

—¿Ha determinado ya la naturaleza del problema?

—Es la cámara de transmisión la que funciona mal. La de recepción parece funcionar perfectamente. Es difícil determinarlo sin una transmisión real.

Alexia miró al guardián en busca de confirmación y el joven asintió. No parecía tener mucho que decir por sí mismo, pero se mostraba dispuesto a ayudar en lo que fuera necesario. La mejor clase de persona, pensó Alexia.

—Bien —dijo lady Maccon—, ¿qué hora es?

El joven caballero sacó un pequeño reloj de bolsillo de su chaleco y abrió la tapa.

—Las diez y media.

Lady Maccon se volvió hacia madame Lefoux.

—Si consigue tenerlo listo para las once, podemos intentar contactar con lord Akeldama desde este eterógrafo. Recuerde que él me dio los códigos, una válvula de frecuencia y un arco de tiempo, alrededor de las once.

—Pero sin nuestra resonancia, ¿de qué sirve eso? No podrá recibir nada. —El guardián cerró el reloj y volvió a guardarlo en el bolsillo del chaleco.

—Ah —intervino madame Lefoux—, el de lord Akeldama es un modelo adaptativo que no funciona según el protocolo de compatibilidad cristalino. Lo único que tiene que hacer es escanear en busca de una transmisión dirigida a su frecuencia durante el tiempo establecido para ello. Y nosotros podemos recibir sus transmisiones porque lady Maccon tiene en su poder la válvula apropiada para ello.

El guardián parecía más sorprendido que de costumbre.

—Tengo entendido que son grandes amigos —añadió madame Lefoux, como si con aquello no fuesen necesarias más explicaciones.

Alexia sonrió.

—En la tarde de mi boda, nos cogimos de la mano para que él pudiera ver la puesta de sol.

El guardián parecía confuso, nuevamente más confuso de lo normal (y es que el suyo era un rostro difícil para expresar el amplio abanico de emociones humanas).

—Lord Akeldama es un vampiro —explicó madame Lefoux.

El joven contuvo una expresión de sorpresa.

—¿Y le confió su vida?

Lady Maccon asintió.

—Por eso, en comparación, entregarme una válvula cristalina no es nada del otro mundo, por muy vital que sea esta, tecnológicamente hablando.

Madame Lefoux se encogió de hombros.

—No sabía nada al respecto, milady. Es decir, confiarle la vida a alguien es una cosa; hacer lo propio con un elemento tecnológico, otra bien distinta.

—Sea como fuere, puedo ofrecerles los medios para probar la efectividad de este eterógrafo, una vez que haya sido reparado.

El guardián la observó con una expresión de admiración en los ojos.

—Es usted una mujer muy eficiente, ¿no es así, lady Maccon?

Alexia no sabía si ofenderse o sentirse honrada por aquel comentario, de modo que decidió ignorarlo.

—Será mejor que me ponga manos a la obra. —Madame Lefoux se deslizó de nuevo bajo el transmisor, retomando su particular serenata de sonidos metálicos. Segundos más tarde, su voz, camuflada entre el ruido, emergió de las profundidades de la máquina.

—¿Qué ha dicho?

La cabeza de madame Lefoux reapareció de nuevo.

—He dicho que si quiere escribir un mensaje para lord Akeldama mientras espera.

—Una idea inmejorable. —Lady Maccon se volvió hacia el guardián—. ¿Le importaría conseguirme un rollo en blanco, una aguja y un poco de ácido?

El joven se dispuso raudo a cumplir con el encargo. Mientras esperaba el material, Alexia echó un vistazo por la estancia en busca de la biblioteca de válvulas de frecuencia de la manada. ¿Con quién se comunicaba Kingair? ¿Por qué se habían molestado en invertir en un aparato tan caro como aquel? Finalmente encontró las válvulas cristalinas en un cajón en un extremo de la sala. Solo había tres, todas ellas sin etiqueta o identificación alguna.

—¿Qué está haciendo, lady Maccon? —El guardián apareció tras ella con una expresión de sospecha en la mirada (expresión, por otra parte, muy apropiada para su rostro).

—Me preguntaba para qué necesitaría una manada escocesa un eterógrafo como este —respondió Alexia. Nunca solía perder el tiempo disimulando cuando con una respuesta directa podía sorprender a su adversario con la guardia baja.

—Mmm —respondió el joven, sin mojarse, y acto seguido le entregó un rollo metálico, una pequeña probeta con ácido y una aguja.

Lady Maccon se instaló en una esquina de la estancia, con la lengua asomando ligeramente entre los labios mientras intentaba inscribir cada letra en su sección de la cuadrícula con la máxima pulcritud posible. Su caligrafía nunca había sido digna de premio, ni siquiera en los años de escuela, y ahora quería que quedara tan clara como fuera posible.

El mensaje decía: «Probando escoceses. Por favor, respondan».

Extrajo la válvula cristalina de lord Akeldama del bolsillo secreto de su sombrilla, sirviéndose de la abultada falda del vestido para disimular los movimientos de modo que el guardián no pudiera ver dónde estaba escondida.

Madame Lefoux seguía con lo suyo, de modo que lady Maccon se entretuvo explorando la cámara de recepción, la parte del eterógrafo en la que madame Lefoux no estaba trabajando. Puso a prueba su memoria repasando una a una las distintas partes. En general, eran más grandes y menos aerodinámicas que las del transmisor de lord Akeldama, pero ocupaban el mismo lugar: el filtro para eliminar el sonido ambiente, un dial para controlar la amplificación de la señal recibida y dos piezas de cristal separadas por partículas negras.

Madame Lefoux sorprendió a Alexia rozándole ligeramente el brazo.

—Ya casi he terminado. Faltan cinco minutos para las once. ¿Le parece que preparemos la máquina para la transmisión?

—¿Puedo mirar?

—Por supuesto.

Los tres se amontonaron en la minúscula cámara de transmisión que, al igual que la otra, estaba llena de piezas parecidas a las de lord Akeldama —excepto que todo parecía más enredado—, algo que Alexia había creído imposible, y las palancas y los diales eran menos numerosos.

Madame Lefoux introdujo el rollo metálico de Alexia en un soporte especial. Alexia introdujo la válvula de lord Akeldama en la horquilla de resonancia. Tras comprobar la hora, madame Lefoux pulsó un interruptor con forma de pomo y conectó el convector etérico, activando así el proceso químico. Las letras grabadas en el metal empezaron a brillar. Los dos pequeños motores de hidrodina cobraron vida, generando impulsos eteroléctricos opuestos, y las dos agujas recorrieron el metal, brillando intensamente cada vez que entraban en contacto a través de una de las letras. La transmisión había comenzado. A Alexia le preocupaba que la lluvia provocara un retraso en el proceso, pero confiaba en que la tecnología superior de lord Akeldama era capaz de generar una sensibilidad mucho mayor, superando sin dificultades las interferencias climatológicas.

El mensaje «Probando… escoceses… por favor… respondan» partió raudo por las ondas en busca de alguien que lo descifrara.

Muchos kilómetros hacia el sur, en lo más alto de una elegante residencia de ciudad, un zángano de vampiro convenientemente entrenado, vestido como la piel caramelizada de una naranja y cuyo aspecto parecía implicar que su máxima preocupación en la vida era si un pañuelo de invierno podía ser o no de cachemira, se incorporó de pronto y empezó a grabar la transmisión recibida. La fuente era desconocida, pero había recibido instrucciones de peinar las ondas a las once durante varias noches seguidas. Tomó nota del mensaje y luego de las coordenadas de la frecuencia de transmisión y de la hora, antes de salir corriendo en busca de su señor.

—No podemos saberlo con seguridad, pero creo que todo ha funcionado a la perfección. —Madame Lefoux apagó el transmisor, deteniendo el movimiento de los motores de hidrodina—. Claro que no sabremos si hemos establecido comunicación hasta que recibamos una respuesta.

—Su contacto tendrá que determinar la frecuencia correcta del mensaje recibido —explicó el guardián—, para luego poder sintonizarla desde su localización, sin una válvula de frecuencia igual a la nuestra. ¿Cuánto tiempo cree que necesitarán para hacerlo?

—No podemos saberlo —respondió la inventora—. Podría ser un proceso bastante rápido. Será mejor que encendamos la cámara de recepción.

Así pues, entraron los tres en la otra cámara y conectaron el pequeño motor silencioso a vapor situado bajo la consola de los instrumentos. Allí pasaron los siguientes quince minutos, sentados, en silencio, esperando.

—Esperaremos unos minutos más —susurró madame Lefoux, provocando con su voz una leve vibración en las bobinas del resonador magnético.

El guardián frunció el ceño y se dispuso a sintonizar correctamente los componentes que se ocupaban de filtrar el sonido ambiente.

De pronto, y sin previo aviso, el mensaje de lord Akeldama empezó a aparecer lentamente entre las dos piezas de cristal del receptor. El pequeño brazo hidráulico con un imán montado en un extremo se movió adelante y atrás, redistribuyendo las partículas magnéticas letra a letra.

El guardián, cuyo nombre Alexia aún desconocía, tomó nota de las letras, con sumo cuidado y en silencio, sobre un trozo de lienzo blanco y ayudándose de una pluma estilográfica. Lady Maccon y madame Lefoux, por su parte, contuvieron la respiración e intentaron no moverse ni un ápice. El silencio era vital para el proceso. Después de finalizar cada una de las letras, el brazo hidráulico volvía a la posición inicial y el cristal vibraba levemente, borrando la letra anterior y preparándose para la siguiente.

Finalmente, el brazo se detuvo. Esperaron unos minutos, y cuando Alexia se disponía a hablar, el guardián la detuvo levantando la mano con gesto autocrático. Solo cuando hubo desconectado hasta el último de los interruptores, hizo un gesto con la cabeza con el que les daba permiso para hablar. Lady Maccon supo entonces por qué estaba al cargo del eterógrafo. Los escoceses en general tenían fama de ser gente adusta y silenciosa, y aquel joven parecía ser el peor de todos ellos.

—¿Y bien? ¿Qué dice el mensaje? —preguntó Alexia.

El guardián se aclaró la garganta y, sonrojándose levemente, leyó lo siguiente: «Te tengo. ¿Saben bien los escoceses?».

Lady Maccon no pudo evitar reírse. Lord Akeldama había malinterpretado su mensaje, entendiéndolo literalmente.

—No importa la respuesta, sabemos que el transmisor funciona. Por fin podré compartir cotilleos con lord Akeldama.

El guardián se mostró indignado.

—¡La función de un eterotransmisor no es cotillear, lady Maccon!

—Dígaselo a lord Akeldama.

Madame Lefoux sonrió, mostrando sus adorables hoyuelos.

—¿Podemos enviarle otro mensaje para estar seguros de la eficacia de la cámara de transmisión? —preguntó lady Maccon.

El guardián suspiró. No parecía dispuesto a colaborar, pero al mismo tiempo no quería denegar la petición de un invitado. Salió de la cámara y regresó con otro rollo de metal.

Alexia escribió «¿Espía aquí?».

Creía recordar que el modelo de lord Akeldama, si sabía dónde buscar, podía interceptar otras transmisiones.

Unos minutos más tarde llegó la respuesta. «Mío no. Murciélagos con ganas de hablar».

A pesar de la confusión de los otros dos, Alexia se limitó a asentir. Lord Akeldama creía que todo espía trabajaba para los vampiros. Conociéndole, lo más probable es que empezara de inmediato a monitorizar la colmena de Westminster y a cualquier vampiro errante que rondara por sus inmediaciones. Podía imaginarse a su amigo frotándose las manos enguantadas en rosa, encantado ante semejante reto. Con una sonrisa, extrajo la válvula de lord Akeldama y, mientras el guardián miraba hacia otro lado, la guardó de nuevo en su fiel sombrilla.

Cuando finalmente pudo volver a la cama, lady Maccon se sentía agotada. No era una cama pequeña precisamente, y sin embargo su esposo parecía ocuparla por completo. Roncaba suavemente, tenía los brazos y las piernas extendidos en forma de cruz y estaba envuelto en una colcha gastada y raída por el paso de los años y con una vida no demasiado agradecida.

Alexia se subió a la cama y aplicó una técnica que había aprendido en los últimos meses según el método del ensayo y el error. Se sujetó con fuerza al cabecero y utilizó las piernas para empujar a su esposo a un lado, liberando suficiente espacio para poder ocuparlo ella antes de que el conde decidiera estirarse de nuevo. Al fin y al cabo, lord Maccon había pasado décadas, incluso siglos, durmiendo solo; necesitaba un tiempo prudencial para acostumbrarse a lo contrario. Mientras tanto, Alexia había desarrollado los músculos de sus muslos a base de repetir el mismo ritual todas las noches, y es que el conde no era precisamente un peso pluma.

Conall se quejó levemente con un gruñido pero pronto se mostró encantado de tenerla acurrucada contra su cuerpo. Se volvió hacia ella, le acarició la nuca y rodeó su cintura con uno de sus pesados brazos.

Tiró con fuerza de la colcha, que se negaba a ceder, y colocó el brazo del conde sobre su cuerpo en lugar de sobre la manta. Al igual que sucedía con el resto de los sobrenaturales, el cuerpo de Conall tendía a estar frío, pero Alexia nunca lo había sentido. Cuando tocaba a su esposo, este recobraba su cuerpo mortal, que, al parecer, había funcionado a temperaturas cercanas al punto de ebullición del agua. Era agradable poder dormir sintiendo su piel, sin tener que preocuparse por hacerle envejecer.

Y justo en aquel preciso instante lady Maccon cayó rendida en los brazos de Morfeo.

Cuando despertó, aún sentía aquella calidez tan agradable, a pesar de que el afecto de su esposo, o más bien sus tendencias asesinas, la habían empujado al borde de la cama y su cuerpo colgaba suspendido en el aire. Sin su brazo alrededor de la cintura, lo más probable sería que se hubiera precipitado al suelo. El camisón, cómo no, había desaparecido. ¿Cómo se las ingeniaba para hacerlo? Las caricias en la nuca se habían convertido en besos.

Abrió un párpado: ya había amanecido, un amanecer gris y depresivo, típico del invierno en las Tierras Altas. Kingair recibió el nuevo día con una luz triste y apagada, que difícilmente invitaba a levantarse de la cama de un salto para enfrentarse a la rutina de la mañana con la mejor de las caras. Claro que Alexia nunca había sido de esa clase de personas.

Los besos de Conall dieron paso a pequeños mordiscos cada vez más insistentes. Le gustaba dejar su marca de vez en cuando. A veces Alexia se preguntaba si, de no ser ella preternatural, le habría arrancado un bocado de carne de vez en cuando. Había algo especial en la forma en que sus ojos se tornaban amarillos y hambrientos cada vez que se ponía cariñoso. Hacía tiempo que Alexia había dejado de luchar contra la certeza de su amor hacia Conall, pero eso no quería decir que no se mostrara firme y práctica en cuanto a sus requerimientos. Los instintos básicos eran eso, básicos, y, si no mediaba contacto alguno entre ellos, el conde no dejaba de ser un licántropo. En ocasiones como aquella, Alexia se alegraba de que sus poderes mantuvieran los dientes de su querido esposo a raya. Claro que, teniendo en cuenta cómo estaban las cosas en Kingair, aunque lady Maccon hubiera sido la orgullosa propietaria de un alma completa, tampoco habría tenido motivos para preocuparse.

El conde concentró toda su atención en la oreja de su esposa.

—Déjalo ya. Angelique aparecerá en cualquier momento para ayudarme con la indumentaria de hoy.

—Que no nos moleste.

—Por lo que más quieras, Conall. Piensa en lo sensible que es.

—Tu doncella es una mojigata —respondió su esposo con un gruñido, sin detener sus románticas atenciones y moviendo el brazo para facilitar lo que para él no dejaban de ser actividades matutinas perfectamente aceptables. Desgraciadamente, no cayó en la cuenta de que su brazo era lo único que mantenía a su querida esposa sobre la cama.

Con un grito absolutamente indigno para alguien de su alcurnia, Alexia se desplomó sobre el suelo.

—Santo Dios, mujer, ¿por qué haces eso? —le preguntó su marido visiblemente confundido.

Lady Maccon comprobó que no se hubiera roto algo y luego se levantó del suelo, furiosa como una avispa, justo cuando se disponía a picar a su esposo con la parte más afilada de su lengua, ya de por sí letal, recordó que estaba desnuda. Fue en aquel preciso instante cuando cayó en la cuenta, no sin cierta sorpresa, de lo fría que podía llegar a estar la piedra durante el invierno en las Tierras Altas. Maldiciendo a su esposo, le arrancó las mantas de encima y se tiró encima de él, acurrucándose contra el calor de su cuerpo.

Lord Maccon no tuvo nada que objetar al respecto. Claro que su esposa aún estaba molesta, además de completamente despierta e inquieta, y a él le dolía todo el cuerpo tras la pelea del día anterior.

—Hoy pienso descubrir qué está pasando con esta manada aunque sea lo último que haga —dijo Alexia, apartando las manos del conde cuando estas trataron de acometer una incursión ciertamente interesante—. Cuanto más tiempo pase holgazaneando en la cama, menos tendré para investigar.

—Yo no pensaba holgazanear precisamente —respondió él con un gruñido.

Lady Maccon decidió que, por el bien de la economía horaria, tendría que enfrentarse al frío o su esposo alargaría aquella situación durante horas. Cuando se le metía algo en la cabeza, le gustaba llevarlo hasta las últimas consecuencias.

—Tendrá que esperar hasta esta noche —dijo ella, deshaciéndose del abrazo del conde. Con un rápido movimiento, rodó hasta el borde de la cama, envolviéndose al mismo tiempo con la colcha. Una vez allí, saltó al suelo y corrió en busca de la bata de piel, dejando a su pobre esposo desnudo encima de la cama. El frío no parecía ser un problema para el conde, puesto que se limitó a apoyarse en un cojín, juntar las manos detrás de la cabeza y observarla con los ojos medio cerrados.

Aquella fue la escena que se encontró la pobre Angelique —su señora envuelta con una manta como una salchicha y su señor tumbado en la cama y completamente desnudo a la vista de cualquiera—. La doncella había vivido el tiempo suficiente entre licántropos, y en presencia de lord y lady Maccon, como para no alterarse más de lo necesario. Ahogó una exclamación de horror con una mueca en la cara, apartó la mirada y llevó la palangana con agua para las abluciones de su señora hasta el pequeño pedestal que descansaba en una esquina de la estancia.

Lady Maccon disimuló una sonrisa. Pobre Angelique. Pasar del mundo de las colmenas al caos de la vida de una manada tenía que resultar desconcertante. Al fin y al cabo, nadie era más civilizado que los vampiros, del mismo modo que nadie lo era menos que los licántropos. Alexia se preguntó si los vampiros practicaban alguna vez deportes de cama; siempre estaban tan ocupados siendo correctos los unos con los otros. Al menos los licántropos vivían a lo grande, por muy ruidosos y desordenados que fueran.

Le dio las gracias a la doncella y se apiadó de ella enviándola en busca del té. Acto seguido, dejó caer la manta y se dispuso a lavarse.

Conall se levantó de la cama y se acercó para ver si podía «ayudarla» con sus abluciones. Su asistencia provocó algunas risas, muchas salpicaduras y cierta sensación líquida que no tenía por qué estar necesariamente relacionada con el agua. Aun así, Alexia se las ingenió para cubrirse con su bata de piel y empujar a su esposo hasta el vestidor antes de que Angelique regresara.

Tomó el té mientras su doncella escogía el vestido para el día y sus complementos. Se lo puso en silencio, sin quejarse ni una sola vez, consciente de que ya habían puesto suficientemente a prueba los sentimientos de la joven para toda la mañana.

Resolló lo justo mientras la doncella le ponía el corsé. Angelique era implacable. Poco después estaba sentada, dócil y vestida, mientras la joven le arreglaba el pelo.

—Entonses, ¿ya han agueglado la máquina?

Alexia la miró a través del espejo con un destello de sospecha en los ojos.

—Sí, eso creo. Pero yo no me emocionaría demasiado; madame Lefoux no parece tener intención de marcharse de momento.

Angelique no respondió.

Alexia se moría de ganas de saber la historia que unía a aquellas dos mujeres, pero se había resignado a la certeza de que la cautela propia de los franceses superaba con creces a la testarudez de los británicos, de modo que permaneció en silencio mientras la doncella terminaba su trabajo.

—Dile que así es más que suficiente —exclamó la voz de su esposo.

Lady Maccon se incorporó y buscó a su esposo con la mirada.

Conall emergió del vestidor, seguido de cerca por el siempre sufrido Tunstell.

Lady Maccon observó a su esposo con ojo crítico.

—Llevas la camisa por fuera de los pantalones, el nudo del pañuelo suelto y el cuello doblado a un lado. —Se acercó a él y empezó a pelearse con su ropa.

—No sé por qué me molesto; siempre te pones de su parte. —Conall se sometió a las atenciones de su esposa con evidente desgana.

—¿Eres consciente de que tu acento es cada vez más marcado desde que llegamos a Escocia?

Aquello le supuso ganarse una mirada de hastío. Lady Maccon miró a Tunstell por encima del hombro de Conall, puso los ojos en blanco y le indicó con la cabeza que ya podía irse.

—No hemos venido a Escocia; yo he venido y tú me has seguido —respondió el conde, deslizando un dedo por debajo del cuello de la camisa.

—Quieto, ensuciarás el blanco.

—¿Te he comentado alguna vez lo despreciables que me parecen las últimas modas?

—Cuéntaselo a los vampiros; son ellos quien marcan tendencia.

—De ahí los cuellos almidonados —se lamentó el conde—. Yo y los míos no necesitamos ocultar nuestros cuellos.

—No —bromeó su esposa—, solo vuestras personalidades. —Retrocedió un paso, alisando con las manos las solapas del chaleco—. Listo. Estás muy guapo.

Su esposo, aunque corpulento y sobrenatural, se mostró tímido ante las palabras de su esposa.

—¿Tú crees?

—Deja de intentar cosechar cumplidos y ve a buscar la chaqueta. Me muero de hambre.

Lord Maccon la atrajo hacia su cuerpo y le propinó un beso largo y profundo.

—Siempre estás hambrienta.

—Mmm. —No se podía rebatir una verdad como aquella—. Igual que tú, solo que de cosas diferentes.

Apenas llegaban tarde al desayuno.

La mayor parte de la casa seguía durmiendo. Sentados a la mesa esperaban lady Kingair. —Alexia se preguntó si alguna vez dormía— y dos guardianes, pero ni un solo miembro de la manada. Ivy y Felicity seguían en la cama, como no podía ser de otra manera. Vivían según los horarios de Londres, incluso en el campo, de modo que no aparecerían hasta bien entrada la mañana. Tunstell, sospechaba lady Maccon, encontraría cosas con las que sentirse ocupado hasta que las mujeres bajaran.

Para estar en medio de la nada, el desayuno que se servía en el castillo no estaba del todo mal. Había lonchas de cerdo frías, carne de venado y perdiz; camarones, setas fritas, peras en rodajas, huevos duros y tostadas, así como una buena colección de frutas en conserva. Lady Maccon se sirvió un poco de todo y luego tomó asiento, dispuesta a dar cuenta del desayuno.

Lady Kingair, que estaba comiendo un tazón de gachas de avena sin sazonar y una simple tostada, observó con curiosidad el plato cargado de comida de lady Maccon. Alexia, que nunca había permitido que las opiniones de otros le afectaran lo más mínimo, sobre todo en lo referente a la comida, se limitó a masticar de forma ostensible y con un gusto más que evidente.

Su esposo miró a lady Kingair y sacudió lentamente la cabeza. Claro que poco podía decir, puesto que su plato superaba al de su esposa con creces.

—Ahora que vuelves a ser humano —dijo lady Maccon tras una pausa—, si sigues comiendo así engordarás rápidamente.

—En ese caso no me quedará más remedio que practicar más deporte, cuanto más duro mejor.

—Podrías apuntarte a la cacería —sugirió Alexia.

Los licántropos, por norma general, no eran grandes jinetes. Pocos caballos se mostraban dispuestos a llevar un lobo sobre su grupa, por mucho que tuviera el aspecto de un humano. Y no se trataba de un tema que preocupara especialmente a las manadas, puesto que, cuando se transformaban, eran capaces de correr más deprisa que cualquier caballo. A excepción, claro está, de aquellos que disfrutaban montando antes de la metamorfosis.

Lord Maccon no era uno de aquellos hombres.

—¿De zorros? Creo que no —respondió, mordiendo un trozo de cerdo—. Los zorros son como primos para nosotros; no sentaría muy bien dentro de la familia, no sé si me explico.

—Oh, pero estarías tan guapo con botas altas y una de esas chaquetas rojas.

—Yo me refería a boxeo o tal vez tenis.

Lady Maccon trató de disimular una carcajada metiéndose el tenedor cargado de setas en la boca. Menuda una idea, su esposo corriendo de aquí para allá, vestido de blanco y con una pequeña raqueta en la mano. Tragó saliva.

—Me parece una idea estupenda, querido —dijo Alexia, con el rostro inmutable y los ojos brillantes—. ¿Has considerado el golf? Muy adecuado para ti, teniendo en cuenta tus orígenes y tu sentido del estilo.

Conall fulminó a su esposa con la mirada, aunque en sus labios jugueteaba una sonrisa huidiza.

—Ya basta, esposa, no creo que los insultos sean necesarios.

Alexia no estaba muy segura de si estaba insultándolo a él al sugerirle la posibilidad del golf, o bien estaba insultando al golf al dar por sentado que lord Maccon era el jugador ideal.

Lady Kingair observó el intercambio mientras se debatía entre la admiración y el asco.

—Por todos los santos, había oído que el vuestro era un matrimonio por amor, pero nunca llegué a creérmelo.

Lady Maccon suspiró.

—¿Por qué querría una mujer casarse con este hombre si no?

—O con ella —añadió lord Maccon.

Alexia creyó ver algo por el rabillo del ojo que le llamó la atención. Algo pequeño moviéndose junto a la puerta de la estancia. Movida por la curiosidad, se levantó de la mesa, dando por finalizada la conversación, y se acercó a investigar.

Al examinar la escena de cerca, gritó con una efusividad poco común en ella y se apartó de un salto. Lord Maccon se acercó presto a rescatarla.

Lady Maccon miró a su tátara-tatara-tataranieta política o lo que fuera.

—¡Cucarachas! —exclamó, horrorizada hasta el punto de haber obviado las normas de cortesía más básicas en lo referente a no mencionar la suciedad de las casas ajenas—. ¿Por qué hay cucarachas en este castillo?

Lord Maccon, mostrando una entereza encomiable, se quitó el zapato, dispuesto a aplastar al insecto. Se detuvo un instante, examinó el ejemplar en cuestión durante unos segundos y luego lo chafó con la suela de su zapato.

Lady Kingair se dirigió a uno de los guardianes.

—¿Cómo ha entrado eso aquí?

—No podemos mantenerlos confinados, milady. Al parecer, están criando.

—En ese caso llamad a un exterminador.

El joven lanzó una mirada furtiva en dirección a lord y lady Maccon.

—¿Cree que un exterminador sabrá cómo acabar… —pausa—… con esta especie?

—Solo hay una forma de averiguarlo. Parte inmediatamente hacia el pueblo.

—Muy bien, señora.

Alexia regresó a la mesa, pero había perdido el apetito por completo, de modo que poco después se levantó dispuesta a irse.

Lord Maccon se llevó un último bocado a la boca y salió detrás de su esposa, alcanzándola en el pasillo.

—Eso no era una cucaracha, ¿verdad?

—No, no lo era.

—¿Y bien?

Lord Maccon se encogió de hombros, con las manos abiertas en señal de confusión.

—Unos colores muy extraños, y muy brillante.

—Oh, vaya, gracias por los detalles.

—¿Por qué te sigue preocupando? Está muerto.

—Tienes razón, esposo querido. Y bien, ¿qué planes tenemos para hoy?

El conde se llevó el pulgar a los labios, pensativo.

—Había pensado que podríamos tratar de discernir la razón exacta por la que las habilidades sobrenaturales aquí no funcionan.

—Oh, querido, una idea única y muy original.

Lord Maccon se detuvo un instante. El problema que afectaba al castillo de Kingair no parecía ser la primera de sus prioridades.

—Chaqueta roja y botas brillantes, ¿eh?

Lady Maccon miró a su esposo, confusa. ¿A dónde quería ir a parar con aquello?

—¿Crees que son las botas las que provocan la enfermedad?

—No —respondió el conde con un gruñido, visiblemente avergonzado—, en mí.

—¡Ah! —Una sonrisa iluminó el rostro de Alexia—. Creo haber mencionado algo al respecto.

—¿Algo más?

La sonrisa cada vez era más amplia.

—Ahora que lo dices, mi visión incluía botas, chaqueta y nada más. Mmm, tal vez solo las botas.

Lord Maccon tragó saliva y ella le miró fijamente, dispuesta a elevar la apuesta.

—Si en algún momento tuvieras a bien convertir esa imagen en real, tal vez podríamos negociar cuál de los dos se ocupa de las riendas.

Lord Maccon, licántropo con más de doscientos años a sus espaldas, se puso rojo como un tomate.

—No sabes cuánto te agradezco que no te hayas dedicado a las apuestas, amor mío.

Ella se acurrucó entre sus brazos y levantó los labios para que la besara.

—Dame tiempo.