En el que las cosas desaparecen, Alexia se pone testaruda con las tiendas y Ivy tiene algo que anunciar

—¿Que están qué?

Lord Conall Maccon, conde de Woolsey, estaba gritando. Y mucho. Tal eventualidad, sin embargo, no dejaba de ser normal viniendo de lord Maccon, que por norma general acostumbraba a ser un caballero de inclinaciones más bien ruidosas; una combinación entre capacidad pulmonar y dimensiones torácicas capaz de hacer sangrar los oídos.

Alexia Maccon, lady Woolsey, muhjah de Su Majestad la reina, el arma preternatural más extraordinaria de todo el Imperio británico, abrió los ojos desde las profundidades de un sueño delicioso.

—No he sido yo —se disculpó inmediatamente, sin tener la más remota idea de a qué podía estar refiriéndose su marido. Claro que normalmente sí había sido ella, pero de poco le serviría ahora confesar de inmediato, fuera lo que fuese lo que traía al conde de cabeza. Alexia cerró de nuevo los ojos y se acurrucó entre la calidez de las pesadas mantas. ¿Acaso no podían discutirlo más tarde?

—¿Qué quiere decir desaparecidos? —La cama se estremeció levemente con el volumen de las exclamaciones de lord Maccon. Lo más sorprendente, sin embargo, era que no estaba siendo todo lo escandaloso que podía llegar a ser cuando recurría al auténtico potencial de sus pulmones.

—Lo cierto es que yo no les he ordenado que desaparecieran —negó Alexia contra la mullida superficie de la almohada, sin dejar de preguntarse a quién se estaban refiriendo. De pronto cayó en la cuenta, pausada pero mullidamente, de que su marido no le gritaba a ella, sino a otra persona. En la intimidad de su dormitorio.

Oh, cielos.

A menos que se estuviese gritando a sí mismo.

Oh, cielo santo.

—¿Qué, todos ellos?

La vertiente más científica de Alexia se preguntó distraídamente por el poder de las ondas de sonido. ¿No había oído recientemente algo acerca de un panfleto de la Royal Society sobre el tema?

—¿Todos al mismo tiempo?

Lady Maccon suspiró, rodó hacia el lado del que procedía el griterío y abrió un ojo. La espalda de su marido, desnuda e imponente, ocupaba todo su campo visual. Si quería ver algo más, no le quedaba más remedio que incorporarse. Dicha maniobra no haría más que exponer su cálido y aún adormilado cuerpo a los rigores del frío, de modo que declinó la opción de la incorporación. Sin embargo, sí observó que el sol apenas acababa de ponerse. ¿Qué hacía Conall despierto tan temprano? Que su marido rugiera no era extraño, pero sí que lo hiciera a tan tempranas horas de la tarde. Las normas de decencia, incluso las inhumanas, exigían que incluso el licántropo alfa del castillo Woolsey permaneciera en silencio a aquellas horas del día.

—¿De qué radio de acción estamos hablando exactamente? No puede haberse extendido hasta aquí.

Oh, cielos, su acento escocés había vuelto a hacer acto de presencia, lo cual no podía indicar nada bueno. Para nadie.

—¿En todo Londres? ¿No? Vaya, así que solo el dique del Támesis y el centro de la ciudad. Sencillamente imposible.

Esta vez lady Maccon creyó discernir un leve murmullo de respuesta a las exclamaciones de su señor esposo. Al menos, se consoló Alexia, su marido no estaba del todo chiflado. Pero ¿quién había osado perturbar a lord Maccon en sus dependencias privadas a horas tan intempestivas? Alexia intentó, por segunda vez, asomar la nariz por encima del hombro de su marido. ¿Por qué tenía que ser siempre tan corpóreo?

Finalmente se incorporó.

Alexia Maccon era conocida por ser una dama de regio porte y poco más. A pesar de su posición social, la sociedad solía considerar su anatomía demasiado tostada como para darle excesivo crédito a su persona. La propia Alexia siempre había sido de la opinión de que una buena posición era su última y mayor esperanza, y se sentía orgullosa de haber adquirido el epíteto «de regio porte». Esa mañana, sin embargo, un montón de mantas y almohadas se ocuparían de frustrar sus pretensiones: solo fue capaz de incorporarse sobre los codos, sin gracia alguna, con la columna tan flácida como un fideo.

Lo único que reveló tan hercúleo esfuerzo fue un leve destello plateado y una forma vagamente humana: la Difunta Merriway.

—Murmullo, murmullo —dijo la Difunta Merriway, tratando de aparecerse en su forma completa a pesar de la ausencia de oscuridad. Y es que ante todo era un fantasma educado, relativamente joven y bien conservado, y aún enteramente cuerdo.

—Oh, por el amor de Dios. —El enfado de lord Maccon aumentaba por momentos. Lady Maccon conocía a la perfección ese tono de voz en concreto porque normalmente era a ella a quien iba dirigido—. Pero no existe nada en la Tierra capaz de provocar tal efecto.

La Difunta Merriway respondió algo que no pudo oír.

—Y bien, ¿han consultado a todos los agentes diurnos?

Alexia puso todos sus esfuerzos en tratar de oír la respuesta. El fantasma ya tenía una voz dulce y discreta de por sí, pero cuando además bajaba el tono intencionadamente, se hacía prácticamente imposible discernir una sola palabra.

—Sí —respondió, grosso modo, la Difunta Merriway—, y tampoco tienen la más remota idea.

El fantasma parecía asustado, lo cual despertó en Alexia más preocupación que la más que evidente irritación de su señor esposo (una reacción que, por otra parte, en él resultaba ser tristemente habitual). Pocas eran las cosas capaces de asustar a los que ya habían muerto, con la posible excepción de un preternatural. E incluso Alexia, carente de alma desde su nacimiento, solo era peligrosa bajo circunstancias muy específicas.

—¿Cómo? ¿Ni la más remota idea? Perfecto. —El conde apartó las mantas a un lado y salió de la cama.

La Difunta Merriway ahogó una exclamación de sorpresa y se dio la vuelta, presentando su transparente espalda a la figura completamente desnuda del conde.

Alexia agradeció la cortesía del fantasma, decisión no compartida por lord Maccon. Pobre Merriway, siempre cortés hasta las entrañas. O lo que quedara de ellas. Lady Maccon, por su parte, prefirió no mostrarse tan reticente, y es que su señor esposo, para qué negarlo, tenía una espalda decididamente portentosa. Así se lo había comunicado Alexia a la señorita Ivy Hisselpenny en más de una ocasión, provocando la reacción escandalizada de su amiga más querida. Quizá fuera demasiado pronto para estar despierta, pero no lo suficiente como para no admirar algo de semejante calibre.

De pronto, el conde se dirigió hacia su vestidor, privando a Alexia de tan artística y placentera visión.

—¿Dónde está Lyall? —ladró a lo lejos.

Lady Maccon trató de conciliar de nuevo el sueño.

—¡Cómo! ¿Lyall también ha desaparecido? ¿Es que acaso se han puesto todos de acuerdo? No, yo no le he enviado… —Una pausa—. Ah, sí, tiene usted toda la razón, lo he hecho. El grueso de la manada está —blub, blub, blub—, a punto de —blub, blub—, llegar. —Splash—. ¿No debería haber regresado ya?

Obviamente, su esposo se estaba lavando, puesto que el sonido atronador de su voz era interrumpido de vez en cuando por un discreto chapoteo de agua. Alexia trató de localizar la voz de Tunstell. Sin su ayuda de cámara, la mitad más ruidosa de la naranja solo sería capaz de componer la presencia más desastrosa. No era buena idea permitir que el conde se vistiera sin supervisión.

—De acuerdo, está bien, envíe a un guardián en su busca cuanto antes.

Al oír las palabras del conde, la forma espectral de la Difunta Merriway desapareció de la estancia.

Conall reapareció en el campo visual de Alexia para recoger su reloj de oro de la mesilla de noche.

—Claro que se lo tomarán como un insulto, pero no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

¡Ja! Alexia estaba en lo cierto. De hecho, el conde ni siquiera se había vestido y únicamente lucía una capa. Ni rastro de Tunstell, entonces.

De pronto, el conde pareció reparar en la presencia de su esposa por primera vez.

Alexia, por su parte, fingió estar dormida.

Conall sacudió suavemente el hombro de su esposa, admirando la abultada maraña formada por su oscuro cabello y su desinterés, ingeniosamente fingido. Cuando las sacudidas se tornaron insistentes, Alexia abrió los ojos, batiendo teatralmente las pestañas en dirección a su marido.

—Ah, buenas tardes, querido.

Alexia observó fijamente a su marido con los ojos ligeramente enrojecidos. Tanta canallada vespertina no sería tan horrible si el conde no la hubiera mantenido despierta la mitad del día. Y no es que el esfuerzo en particular hubiese sido desagradable, solo largo y exuberante.

—¿Qué te traes entre manos, esposo mío? —preguntó Alexia con una nota de sospecha entrelazada con su voz.

—Mis disculpas, querida.

Lady Maccon odiaba especialmente que su esposo la llamara «querida». Significaba que se traía algo entre manos pero no tenía intención de compartirlo con ella.

—Debo acudir inmediatamente a las oficinas del ORA. Un asunto importante. —Por la capa y los colmillos que asomaban entre los labios del conde, Alexia supuso que, por «inmediatamente», su esposo quería decir corriendo, en forma de lobo. Sin duda algo había sucedido y requería atención urgente. Lord Maccon prefería trasladarse a la Oficina del Registro de lo Antinatural (ORA) en carruaje, con confort y estilo, y sin pelaje.

—¿De veras? —murmuró Alexia.

El conde remetió las mantas alrededor del cuerpo de su esposa. Sus manos, aunque enormes, eran asombrosamente cuidadosas. Al entrar en contacto con su amada preternatural, los colmillos desaparecieron. Por un instante, lord Maccon fue mortal.

—¿Te vas a reunir esta noche con el Consejo en la Sombra? —preguntó.

Alexia medito su respuesta. ¿Ya era jueves?

—Sí.

—En ese caso te espera una conferencia ciertamente interesante —continuó el conde, provocando la curiosidad de lady Maccon.

Alexia se incorporó de un salto, deshaciendo el cuidadoso entramado de ropa de cama.

—¿Qué? ¿Por qué? —Las mantas dejaron al descubierto el torso de la joven, revelando que las dotes de lady Maccon eran sin duda considerables y de ningún modo fabricadas por medio de artificios propios de la moda, como un corsé con relleno u otra prenda de idéntico estilo pero excesivamente ajustada. A pesar de la familiaridad nocturna de lord Maccon con este hecho, el conde era propenso, en los bailes a los que asistían, a arrastrar a su esposa hasta la primera galería apartada del bullicio para comprobar y «asegurarse» de que ese seguía siendo el caso.

—Siento haberte despertado tan temprano, querida. —De nuevo la tan temida palabra—. Prometo que te lo compensaré por la mañana. —Arqueó las cejas con lascivia y se inclinó sobre Alexia para regalarle un beso largo y concienzudo.

Lady Maccon emitió un sonoro bufido e intentó apartar el amplio pecho del conde sin efecto alguno.

—Conall, ¿qué está sucediendo?

Pero el irritante licántropo que Alexia tenía por esposo ya se había incorporado y se dirigía, decidido, hacia la puerta del aposento.

—¡Manada! —El aullido resonó en todo el pasillo. Al menos esta vez había tratado de aparentar cierta preocupación por el bienestar de Alexia al cerrar primero la puerta.

El dormitorio de Alexia y Conall Maccon ocupaba una de las torres más altas que Woolsey podía ofrecer, la cual, por qué no admitirlo, era más bien un grano, discreto aunque no por ello menos digno, adherido a lo más alto de una de las paredes del castillo. A pesar de encontrarse relativamente aislado del resto de las dependencias, el grito del conde se oyó en casi todo el edificio, incluso en el salón más retirado, donde sus guardianes se encontraban tomando el té.

Los guardianes de Woolsey trabajaban duro en sus respectivas obligaciones durante el día, cuidando de sus somnolientos amos y ocupándose con diligencia de los asuntos diurnos de la manada. Para muchos, el té constituía un respiro breve aunque necesario antes de ser emplazados a sus rutinas más allá de las murallas del castillo. Las manadas solían preferir compañeros de tendencias creativas, y puesto que Woolsey se encontraba cerca de Londres, unos cuantos de sus guardianes participaban activamente en la actividad teatral del West End londinense. A pesar del encanto del pudín de Aldershot, el pastel de Madeira y el té negro, la llamada de su señor los hizo levantarse con tanta premura como cabía esperar en ellos.

De pronto la casa se transformó en un hervidero de actividad: carruajes y hombres a caballo de un lado a otro, haciendo chasquear las herraduras de sus monturas contra el suelo adoquinado del patio de entrada; puertas cerrándose, voces llamándose a pleno pulmón por todas partes. De pronto, el castillo se había transformado en lo más parecido a la zona de despegue y aterrizaje de dirigibles en el corazón de Hyde Park.

Con el más sonoro de los suspiros, para dejar bien clara la gravedad de la afrenta, Alexia Maccon se levantó de la cama y recogió su camisón, convertido en un montón de volantes y encajes sobre el frío suelo de piedra. Era uno de los regalos con que su esposo la había agasajado el día de su boda, o mejor dicho, se había agasajado a sí mismo, puesto que era de fina seda francesa y el número de pliegues era escandalosamente escueto. Se trataba, sin embargo, de una pieza bastante adelantada a los cánones estilísticos del momento, y atrevidamente francesa, así que a Alexia le gustaba. A Conall también, especialmente cuando se entregaba a la labor de arrancárselo del cuerpo, que, por cierto, era como había terminado en el suelo. La pareja había negociado una relación temporal con el camisón; la mayor parte del tiempo Alexia solo podía llevarlo fuera de la cama. El conde podía ser muy persuasivo cuando ponía todo su empeño, y otras partes de su anatomía, en ello. Lady Maccon había dado por supuesto que no le quedaba más remedio que acostumbrarse a dormir desnuda, aunque siempre la persiguiera la preocupación por si se declaraba un incendio en la casa y no le quedaba más remedio que salir corriendo en cueros delante de todos. Dicho temor, sin embargo, disminuía con el paso de los días, y es que Alexia vivía con una manada de hombres lobo y poco a poco se estaba aclimatando a su continua desnudez; algunas veces por necesidad, otras por simple preferencia. En un solo mes, convivía con más vello masculino del que cualquier otra mujer inglesa vería en toda su vida. Y eso sin tener en cuenta que la mitad de la manada estaba luchando en las tierras del norte de la India, por lo que pronto el número de machos iría en aumento. Alexia pensó en su esposo: con él tenía que lidiar todos los días.

Alguien llamó tímidamente a la puerta y luego guardó silencio. Finalmente, la puerta del dormitorio se abrió lentamente y por ella asomó un rostro con forma de corazón, enmarcado por una hermosa cabellera rubia y dos enormes ojos color violeta de mirada aprehensiva. La doncella a la que pertenecían había aprendido, para su más abyecta mortificación, a dar tiempo extra a su señor y a su señora antes de perturbarlos con su presencia. Aunque las inclinaciones amorosas de lord Maccon resultaban impredecibles, lo que sí podía predecirse fácilmente era su temperamento en caso de que alguien osara interrumpir a la pareja.

Después de comprobar la ausencia de su amo con evidente alivio, la doncella entró en los aposentos cargando con una palangana de agua caliente y una toalla blanca y humeante sobre un brazo. Saludó cortésmente a Alexia. Lucía un vestido gris, elegante a la par que sobrio, con un delantal blanco por encima. Alexia sabía, aunque otros no, que la tela que rodeaba su esbelto cuello escondía múltiples marcas de colmillos. Como si ser un zángano de vampiro en una propiedad licántropa no fuera suficientemente sorprendente, la doncella abrió entonces la boca y demostró ser también censurablemente francesa.

—Buenas tardes, madame.

Alexia sonrió.

—Buenas tardes, Angelique.

La nueva lady Maccon, que apenas había estrenado su título tres meses atrás, ya había tenido tiempo de perfilar un gusto ciertamente atrevido, una magnificencia en el yantar incomparable y un estilo capaz de crear tendencia. Y aunque pocos sabían que formaba parte del Consejo en la Sombra, su buena relación con la reina Victoria era ampliamente conocida. Eso, unido a un marido licántropo y temperamental con multitud de propiedades y una posición social aventajada, era más que suficiente para que las excentricidades de la joven Alexia —como llevar sombrilla por la noche y mantener en su servicio a una doncella francesa de belleza innegable— fueran convenientemente soslayadas por la más alta sociedad.

Angelique dejó la palangana y la toalla sobre el tocador de su señora y volvió a desaparecer, para regresar pasados diez minutos con una taza de té, recoger la toalla usada y el agua y regresar con una mirada de determinación y un aire de calmada autoridad. Por norma general, vestir a lady Maccon se convertía en una pequeña batalla de voluntades, pero una reciente alabanza en la columna de sociedad del lady’s Pictorial había reforzado la confianza de Alexia en las decisiones de Angelique à la toilettes.

—Y bien, mi joven bruja —le dijo lady Maccon a la silenciosa muchacha—, ¿qué voy a llevar esta noche?

Angelique hizo su selección entre la amplia variedad del armario de su señora: un vestido confeccionado con suave terciopelo color chocolate, de líneas militares y grandes botones color bronce, muy apropiado para una reunión de trabajo del Consejo en la Sombra.

—Tendrás que prescindir del pañuelo de seda —dijo Alexia a modo de protesta—. Quizás necesite enseñar cuello esta noche. —Lo que no explicó a su doncella fue que los guardias de palacio comprobaban rigurosamente los cuellos de los visitantes en busca de marcas de colmillos. Angelique no formaba parte del reducido grupo informado de la participación de Alexia Maccon en dichas reuniones en calidad de muhjah. Puede que fuera la doncella personal de Alexia, pero seguía siendo francesa y, a pesar de la opinión de Floote al respecto, el personal doméstico no tenía que saberlo todo.

Angelique asintió sin atisbo de protesta y recogió el cabello de su señora con sencillez, a juego con la sobriedad del vestido, con tan solo unos pocos mechones asomando bajo un pequeño bonete de encaje. Acto seguido, Alexia se dispuso a abandonar el castillo, incapaz de ocultar la curiosidad por conocer qué había llevado a su esposo a tan pronta partida.

No encontró a nadie a quien preguntar. Nadie esperaba alrededor de la mesa; guardianes y manada se habían desvanecido con el conde. La casa estaba vacía, a excepción de algunos sirvientes, en los que Alexia decidió concentrar su interés. Ellos, sin embargo, se dispersaron rápidamente, ocupándose de sus respectivas tareas con la desenvoltura del que lleva tres meses desempeñando el mismo cometido.

El mayordomo de Woolsey, Rumpet, se negó a responder a las preguntas de Alexia con un aire de ofendida dignidad. Incluso Floote afirmó haber pasado toda la tarde en la biblioteca y no haberse percatado de nada.

—Floote, de verdad, algo tiene que saber de lo que ha sucedido. ¡Dependo de usted para averiguar qué está pasando!

Floote le dedicó esa mirada que la hacía sentirse como una niña de siete años. A pesar de haber ascendido de mayordomo a secretario personal, Floote nunca había llegado a perder la severa aura que le otorgaba su antiguo cargo.

Floote le entregó a Alexia su cartera de piel.

—He revisado los documentos de la reunión del pasado domingo.

—Y bien, ¿cuál es su opinión? —Antes de ella, Floote había estado al servicio del padre de Alexia, y, a pesar de la terrible reputación de Alessandro Tarabotti (o quizás gracias a ella), Floote sabía cosas. Alexia había descubierto, como muhjah, que con el paso de los días confiaba más y más en la opinión de su secretario, aunque solo fuera para confirmar la suya propia.

Floote consideró su respuesta.

—Me preocupa la cláusula de desregulación, señora. Sospecho que es demasiado pronto para dejar a los científicos a su libre albedrío.

—Mmm, coincidimos plenamente. Recomendaré la anulación de esa cláusula en particular. Gracias, Floote.

El viejo secretario dio media vuelta, dispuesto a irse.

—Oh, una cosa más, Floote.

Resignado, el hombre volvió a darse la vuelta.

—Ha tenido que suceder algo sustancial para alterar a mi esposo de semejante manera. Sospecho que esta noche, cuando regrese, me retiraré a investigar a la biblioteca. Le ruego que esté disponible.

—A sus órdenes, señora —respondió Floote con una pequeña reverencia, y acto seguido abandonó la estancia para pedir un carruaje para su señora.

Alexia dio buena cuenta de su tentempié, recogió el maletín, su sombrilla más reciente y un abrigo largo de lana, y se dirigió hacia la puerta principal.

Y fue entonces cuando descubrió dónde estaba todo el mundo: afuera, en el jardín delantero que llevaba al patio adoquinado del castillo. De algún modo se las habían ingeniado para multiplicarse y, ataviados con atuendo de tipo militar, y por alguna razón solo comprensible para sus diminutos cerebros licántropos, habían procedido a la instalación de un número considerable de grandes tiendas de campaña, utilizando para ello lo último en varillas autoextensibles a vapor, cocidas en grandes perolas de cobre como tallarines de metal. Cada una de ellas tenía el tamaño de un catalejo, hasta que el calor provocaba su repentina extensión, acompañada de un seco chasquido. Siguiendo el protocolo militar acostumbrado, el proceso reunía a más soldados observando el proceso alrededor de las ollas de los estrictamente necesarios, y cuando una de las varillas se expandía, los asistentes irrumpían en vítores y celebraciones. Entonces alguien cogía la vara metálica con unos guantes de piel y la llevaba hasta la tienda más cercana.

Lady Maccon perdió los nervios.

—¿Qué están haciendo aquí?

Nadie se volvió hacia Alexia ni pareció percatarse de su presencia.

Alexia inclinó la cabeza hacia atrás y gritó «¡Tunstell!» con todas sus fuerzas. Aunque no tenía la capacidad pulmonar de su esposo, tampoco había desarrollado la complexión floral del espectro femenino más delicado. No en vano, los ancestros de su padre habían conquistado un imperio, y cuando lady Maccon gritaba era precisamente cuando la gente comprendía cómo habían logrado semejante hazaña.

Tunstell apareció dando saltitos, un joven pelirrojo y hermoso, aunque un poco desgarbado, con una sonrisa perpetua en los labios y unas maneras un tanto ausentes que algunos encontraban adorables y otros totalmente exasperantes.

—Tunstell —espetó Alexia, a su parecer calmada y razonablemente—, ¿por qué está mi patio lleno de tiendas de campaña?

Tunstell, ayuda de cámara de lord Maccon y jefe entre los guardianes, miró a su alrededor con su buen humor habitual, como si no hubiese notado nada extraño hasta entonces y de pronto hubiese descubierto que tenían compañía. Tunstell siempre estaba de buen humor. Era el mayor de sus defectos. También era uno de los pocos residentes del castillo Woolsey que se las arreglaba para permanecer imperturbable, o posiblemente ajeno, ante la ira de lord o lady Maccon, su segundo mayor defecto.

—¿No le ha dicho nada? —El rostro pecoso del guardián estaba encendido después de ayudar a levantar una de las tiendas.

—Pues no, no lo ha hecho. —Alexia golpeó el escalón de la entrada con la punta metálica de su sombrilla.

El guardián sonrió.

—Mi señora, el resto de la manada ha regresado. —Tunstell señaló con ambas manos el caos de lona que se extendía frente a ellos, agitando los dedos dramáticamente. Tunstell era actor, y de cierta categoría: todo lo que hacía era dramático.

—Tunstell —respondió Alexia lentamente, como quien conversa con un niño pequeño—, esto significaría que mi esposo posee una manada muy, muy grande. No hay un solo hombre lobo alfa en toda Inglaterra que pueda presumir de una manada de semejantes proporciones.

—Oh, cierto. La manada ha traído consigo al resto del regimiento —explicó Tunstell entre susurros, como si Alexia y él fueran dos amigos que compartieran la más deliciosa chanza.

—Tengo entendido que es costumbre que la manada y los oficiales del regimiento que la acompañan se separen a su regreso a casa. Para que, bueno, una no se encuentre con cientos de soldados acampando frente a su casa.

—Lo cierto es que en Woolsey siempre se han hecho las cosas de forma un tanto distinta. Al ser la mayor manada de toda Inglaterra, somos los únicos que nos dividimos para cumplir con el servicio militar, de modo que, cuando llega la hora de regresar, mantenemos a la Guardia Goldsteam reunida durante unas semanas. Ayuda a crear una sensación de solidaridad entre sus miembros. —Tunstell insistió en la elocuencia de sus gestos describiendo líneas en el aire con sus finas y pálidas manos, y luego asintió con entusiasmo.

—Y toda esta solidaridad, ¿tiene que perpetrarse en el jardín delantero de Woolsey? —Tap, tap, tap, añadió la sombrilla de Alexia. La ORA había empezado recientemente a experimentar con nuevas clases de armamento. Con la desbandada del Club Hypocras pocos meses antes, las autoridades habían descubierto una pequeña unidad de vapor comprimido. Al parecer, el artilugio se calentaba sin cesar hasta explotar. Lord Maccon se lo había mostrado a su esposa. Antes de explosionar, el invento emitía un sonido metálico, parecido al que la sombrilla de Alexia arrancaba de la fría piedra de las escaleras en ese preciso instante. Tunstell, por su parte, permanecía totalmente ajeno a dicha correlación de hechos, porque en caso contrario habría procedido con mayor cautela. Aunque, por otro lado, tratándose de Tunstell, lo más probable era que no lo hubiese hecho.

—Sí, ¿no es estupendo? —gorjeo el joven.

—Pero ¿por qué? —Tap, tap, tap.

—Es donde siempre hemos acampado —intervino una nueva voz, al parecer igualmente ajena al mecanismo de vapor que, tras su particular cuenta atrás, acababa explotando.

Lady Maccon dio media vuelta para mirar fijamente al hombre que se atrevía a interrumpirla. El caballero en cuestión era alto y de amplias espaldas, aunque no de la escala de su señor esposo. Lord Maccon era grande a la escocesa; este caballero, sin embargo, solo era grande al modo inglés, por lo que la diferencia era notable. Además, al contrario que el conde, quien a menudo topaba con objetos de muy distintos tamaños, como si su cuerpo fuese mayor que su propia percepción de él, este hombre parecía sentirse perfectamente a gusto con su fisonomía. Vestía uniforme de oficial y era consciente de hasta qué punto le favorecía. Calzaba botas relucientes, llevaba el rubio cabello ahuecado bien arriba y hablaba con un acento que en realidad no era acento alguno. Alexia conocía a los de su clase: educación, dinero y sangre azul.

—Oh, de modo que siempre han acampado aquí, ¿verdad? —preguntó Alexia mostrando los dientes—. Bien, pues eso se ha acabado. —Y volviéndose hacia Tunstell, añadió—: Hemos organizado una cena para pasado mañana. Haga que recojan esas tiendas inmediatamente.

—Inaceptable —intervino el militar de rubios cabellos dando un paso al frente. Alexia se preguntó si tal vez no se trataría de un caballero, a pesar del acento y la apariencia inmaculada; también tuvo oportunidad de observar los ojos del extraño, de un profundo azul, gélido e intenso.

Tunstell, con un ápice de preocupación tras su sempiterna sonrisa, parecía incapaz de decidir a quién de los dos obedecer.

Alexia ignoró al recién llegado.

—Si han de acampar aquí, que lo hagan en la parte de atrás del castillo.

Tunstell dio media vuelta, dispuesto a cumplir las órdenes de su señora, pero fue detenido por el extraño, quien puso una de sus enormes manos enfundadas en guantes blancos sobre su hombro.

—Pero esto es ridículo —protestó el caballero, haciendo restallar sus dientes perfectos en dirección a lady Maccon—. El regimiento siempre se ha instalado en el patio del castillo. Es mucho más cómodo que los jardines.

—Ahora —le dijo Alexia a Tunstell, ignorando al intruso. Hablarle en ese tono de voz a ella, cuando ni siquiera habían sido debidamente presentados…

Tunstell, menos alegre de lo que Alexia jamás le había visto, no dejaba de mirar a los dos contendientes con insistencia, como si en cualquier momento fuese a llevarse una mano a la cabeza y fingir un desvanecimiento por pura confusión.

—Quédese donde está, Tunstell —ordenó el extraño.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Alexia, molesta por la interferencia de aquel hombre hasta el punto de concurrir en un caso flagrante de blasfemia.

—Comandante Channing Channing, de los Channing de Chesterfield.

Alexia abrió la boca de par en par. Ahora comprendía por qué aquel hombre se mostraba tan pagado de sí mismo. Qué más podía hacer, después de toda una vida bajo el peso de un nombre como ese.

—Comandante Channing, he de pedirle que no interfiera en el correcto funcionamiento de esta casa. Se encuentra usted en mis dominios.

—Ah, ¿es usted la nueva ama de llaves? No he sido informado de que lady Maccon haya llevado a cabo cambios tan drásticos.

Alexia no se sorprendió al oír las suposiciones del comandante, y es que sabía perfectamente que su apariencia no se correspondía con las expectativas de un título como lady Maccon: demasiado mayor, demasiado italiana y francamente, demasiado corpulenta. Se dispuso a subsanar el error antes de que el malentendido fuese a mayores, pero él no le dio la oportunidad de hacerlo. Claramente, a Channing Channing, de los Channing de Chesterfield, le gustaba el sonido de su propia voz.

—No perturbe la paz de su linda cabecita con los pormenores de nuestra acampada. Puedo asegurarle que ni su señor ni su señora esperan tanto de usted. —La señora en cuestión no pudo evitar sonrojarse ante semejante presunción—. Limítese a dejarnos a cargo de nuestros asuntos y ocúpese de sus obligaciones.

—Le puedo asegurar —dijo Alexia—, que absolutamente todo lo que ocurre en el castillo de Woolsey o a su alrededor me concierne.

Channing Channing, de los Channing de Chesterfield, sonrió y guiñó uno de sus ojos azules con la seguridad de quien se cree encantador.

—Mire, ninguno de los dos tenemos tiempo que perder, ¿no cree? Haga el favor de desaparecer de aquí y retomar sus obligaciones diarias y veré si más tarde tengo tiempo para recompensarla por su obediencia.

¿Era esa una mirada lasciva? Alexia estaba prácticamente segura de que sí.

—¿Está usted flirteando conmigo, señor? —preguntó lady Maccon.

—¿Le gustaría que así fuera? —respondió él, con la sonrisa cada vez más amplia.

Vaya, al parecer no había más que decir al respecto: aquel hombre no tenía nada de caballero.

—Oh, oh —musitó Tunstell con un hilo de voz, retrocediendo casi imperceptiblemente.

—La sola idea me resulta repugnante —dijo lady Maccon.

—Oh, no esté tan segura —insistió el comandante Channing, acercándose a Alexia—, a una fierecilla italiana como usted, con un físico agradable y no demasiado mayor, seguro que aún le quedan unas cuantas noches en vela. Siempre me han atraído las rarezas de otros países.

Alexia, que solo era medio italiana, y únicamente de nacimiento, puesto que había sido criada según los preceptos de la más estricta educación británica, no era capaz de decidir qué parte de la frase que acababa de escuchar la ofendía más.

El comandante Channing, por su parte, parecía dispuesto a poner sus repulsivas manos en ella.

Alexia se apartó y le golpeó con la sombrilla en la cabeza.

Hasta el último de los presentes en el patio del castillo dejó de hacer aquello en lo que hasta entonces había estado ocupado para observar a la dama de proporciones esculturales que en aquel preciso instante se entregaba sin cuartel al noble propósito de aporrear con una sombrilla a su tercero al mando, gamma de la manada de Woolsey, comandante de la Guardia Goldsteam en el extranjero.

Los ojos del comandante en cuestión adquirieron una tonalidad azul aún más gélida, y alrededor del iris se formó una línea oscura, mientras dos de sus inmaculados dientes se convertían en colmillos.

Así que licántropo, ¿eh? Bueno, por algo la punta de la sombrilla de Alexia Maccon estaba rematada en plata. Cargó de nuevo, asegurándose esta vez de que la punta tocase la piel del comandante, y redescubriendo, casi por milagro, el poder de su verborrea.

—¡Cómo se atreve! ¡No es usted más que un chucho impúdico —golpe—, arrogante —golpe—, despótico —golpe—, y poco observador! —Golpe, golpe. Por norma general, Alexia no era dada a excesos, ni verbales ni violentos, pero las circunstancias así lo exigían. Él era un hombre lobo y, si no le tocaba para cancelar sus habilidades sobrenaturales, resultaba prácticamente imposible provocarle algún daño. Por eso mismo Alexia consideró más que justificado propinarle un par de sombrillazos extra para enseñarle un poco de disciplina.

El comandante Channing, sorprendido ante el ataque físico de un ama de llaves aparentemente indefensa, se protegió la cabeza con los brazos y sujetó la sombrilla, que luego utilizó para tirar con fuerza de lady Maccon. Ella perdió el control sobre su socorrido accesorio, momento que el comandante aprovechó para arrebatárselo. A pesar de que, por la expresión de su rostro, el militar parecía dispuesto a devolverle los golpes (pudiendo provocar daños importantes en Alexia, puesto que esta carecía de la habilidad sobrenatural para curarse), en vez de ello lanzó la sombrilla a un lado e hizo ademán de propinar un tortazo a la condesa.

En ese preciso instante, Tunstell se abalanzó sobre la espalda de su superior. El fiel pelirrojo rodeó el cuerpo del comandante con brazos y piernas, inmovilizando sus brazos.

Los recién llegados allí reunidos ahogaron una exclamación de horror. Que un guardián atacara a un miembro de la manada era algo inaudito y motivo suficiente para provocar la expulsión inmediata del agresor. Sin embargo, los guardianes y miembros de la manada que sabían quién era Alexia abandonaron lo que estaban haciendo y acudieron en su ayuda.

El comandante Channing se deshizo de Tunstell y le propinó un bofetón en la cara con el dorso de la mano, enviándolo al suelo sin demasiado esfuerzo. El joven guardián emitió un grito de dolor y se desplomó.

Alexia dedicó una mirada de odio al gamma y se agachó junto a Tunstell para comprobar cómo estaba. Tenía los ojos cerrados, pero respiraba sin problemas.

—Yo que usted, señor Channing, detendría este sinsentido en el acto —dijo Alexia, poniéndose de pie y obviando intencionadamente al «comandante».

—No estoy de acuerdo —respondió el hombre, desabrochándose la casaca de su uniforme y quitándose los guantes—. Ambos necesitan disciplina.

Un segundo más tarde ya se estaba transformando. En la compañía adecuada, semejante osadía habría resultado chocante, pero casi todos los presentes habían presenciado el espectáculo con anterioridad. Con el paso de las décadas, desde la integración de las manadas, los militares habían aprendido a sentirse casi tan cómodos con las mutaciones licantrópicas como lo estaban con el noble arte de la blasfemia. Pero ¿transformarse en presencia de una dama, aunque solo fuera una simple ama de llaves? Un murmullo de alarma recorrió la multitud.

Alexia también estaba sorprendida. Apenas había anochecido, y quedaban muchas jornadas hasta la próxima luna llena, lo cual no hacía sino evidenciar que aquel hombre tenía más experiencia y más edad de la que cabía esperar por su comportamiento. Además, era un experto en el proceso, pulido en su ejecución a pesar de lo que su esposo había descrito una vez como el peor dolor que un hombre pueda padecer y seguir viviendo. Alexia había visto a algunos de los miembros más jóvenes de la manada gritar y retorcerse, pero el comandante Channing pasó de humano a lobo sin apenas inmutarse. Piel, huesos y pelaje se recolocaron limpiamente, dando como resultado uno de los lobos más hermosos que Alexia hubiese visto jamás: grande, de un blanco casi puro y con ojos azul cielo. El animal se sacudió el resto de la ropa de encima y empezó a describir lentos círculos a su alrededor.

Alexia se preparó para lo peor. Un simple roce de su mano y el comandante volvería a ser humano, aunque aquello no fuera garantía de nada. Aun siendo mortal, seguiría siendo más grande y más fuerte que ella, y Alexia había perdido la protección de su sombrilla.

Justo cuando el lobo blanco se disponía a cargar, otro lobo se interpuso en su camino, con los colmillos preparados. El recién llegado era considerablemente más pequeño que el comandante Channing, tenía el pelaje de un rubio ceniciento y negro alrededor del cuello y en la cabeza, los ojos amarillo pálido y facciones más propias de un zorro.

Al chocar, sus cuerpos emitieron un sonido seco, y ambos se enzarzaron en una batalla sin cuartel con uñas y dientes. El lobo blanco era más grande, pero pronto se hizo evidente que el más pequeño de los dos poseía mayor astucia y velocidad, y no tardó en descubrir cómo utilizar el tamaño de su contrincante a su favor. En apenas unos segundos, el menor de los dos se había deshecho de la presa de su enemigo y sujetaba al comandante Channing firmemente por el gaznate.

La pelea terminó tan rápido como había empezado. El lobo blanco se echó al suelo y rodó sobre sí mismo para ofrecer su estómago en señal de sumisión a su diminuto oponente.

Alexia creyó oír un gemido y apartó la mirada de la pelea para descubrir que Tunstell se había incorporado y parpadeaba de forma ausente. Sangraba copiosamente por la nariz, pero, por lo demás, parecía ileso, aunque algo mareado. Alexia le entregó un pañuelo y se agachó en busca de su sombrilla, la excusa perfecta para no presenciar de nuevo la transformación, esta vez de lobo a humano.

No obstante, hubo algo que sí observó por el rabillo del ojo. ¿Qué mujer de sangre caliente no lo hubiera hecho? El comandante Channing era todo músculo, más alto y delicado que su marido, pero, y no le quedaba más remedio que admitirlo, ciertamente hermoso. Le sorprendió el hombrecillo de cabello plomizo y edad indeterminada que esperaba pacientemente de pie junto a él. Nunca habría acusado al profesor Lyall de poseer una musculatura gratuita, pero allí estaba, inequívocamente en forma. ¿Qué profesión había desempeñado Lyall antes de convertirse en licántropo?, se preguntó Alexia, y no por primera vez. De pronto, aparecieron dos guardianes con sendas capas y cubrieron el objeto de las especulaciones de lady Maccon.

—¿Qué demonios está ocurriendo aquí? —ladró el comandante Channing en cuanto su mandíbula hubo recuperado parte de su humanidad. Se dio la vuelta y clavó la mirada en el hombre que tenía a su lado—. No le he retado. Sabe que nunca lo haría. Ese tema quedó zanjado hace años. Esto no ha sido más que una cuestión de disciplina dentro de la manada, perfectamente aceptable. El comportamiento inapropiado de los guardianes debe recibir su justo castigo.

—A menos, claro está, que uno de ellos no sea un guardián —respondió el profesor Randolph Lyall, sufrido beta de la manada de Woolsey.

El comandante parecía nervioso. La arrogancia había desaparecido de sus facciones, confiriéndole un aspecto, para el gusto de Alexia, mucho más atractivo.

—Comandante Channing, gamma de la manada de Woolsey —continuó el profesor Lyall con un suspiro—, permítame que le presente a lady Alexia Maccon, rompe-maldiciones y su nueva hembra alfa.

A Alexia no le gustaba la expresión rompe-maldiciones; sonaba terriblemente deportivo, como si estuviera a punto de enzarzarse en un prolongado e incansable torneo de criquet. Puesto que algunos licántropos aún consideraban su inmortalidad una maldición, Alexia suponía que aquel apelativo era una especie de extraño elogio destinado a zafarse de la bestialidad de la luna llena. Siempre era preferible rompe-maldiciones a chupa-almas, y es que solo los vampiros eran capaces de inventarse un término que implicara un deporte más grosero aún que el criquet, si es que tal cosa era posible.

Alexia finalmente encontró su sombrilla y se puso de pie.

—Podría decir que ha sido un placer conocerle, comandante Channing, pero prefiero no perjurar a tan tempranas horas de la tarde.

—Demonios —respondió el comandante Channing, fulminando con la mirada primero a Lyall y luego al resto de los presentes—, ¿por qué nadie me ha avisado?

Alexia no pudo evitar sentirse un tanto culpable. Había permitido que su temperamento sacara lo peor de ella, aunque en realidad él tampoco le había concedido el tiempo necesario para presentarse.

—¿He de suponer entonces que no había sido informado de mi presencia? —preguntó Alexia, dispuesta a tomar nota del enésimo error de su marido en una sola noche. Cuando regresara a casa, nadie le iba a salvar de un buen tirón de orejas.

—Bueno, no, en realidad no —respondió el comandante Channing—. Es decir, sí, recibimos una escueta misiva hará un par de meses, pero la descripción no era… ya sabe… suponía que usted sería…

Alexia levantó su sombrilla en alto con decisión y Channing dio marcha atrás de inmediato.

—… menos italiana —concluyó.

—¿Y mi querido esposo no le contó la verdad a su llegada? —Alexia parecía más concentrada que molesta. Tal vez el comandante Channing no fuera tan despreciable. Al fin y al cabo, ella también se había sorprendido al conocer las intenciones maritales de lord Maccon para con ella.

El comandante Channing se mostró irritado.

—Aún no le hemos visto, mi señora, o este paso en falso habría sido convenientemente evitado.

—No sé nada al respecto —respondió lady Maccon encogiéndose de hombros—. El conde es propenso a exagerar mis virtudes. Las descripciones que hace de mí suelen ser un tanto irreales.

El comandante Channing dio rienda suelta a sus encantos; lady Maccon casi podía oír el crujido de las tuercas y el vapor saliendo en espirales del cuerpo del licántropo.

—Oh, no lo creo, mi señora. —Desgraciadamente para el gamma, que no era inmune a los encantos de Alexia, esta prefirió hacerse la ofendida.

Se quedó inmóvil, con una mirada implacable en los ojos y los labios comprimidos en una delgada línea.

El comandante cambió rápidamente de tema, centrándose esta vez en el profesor Lyall.

—¿Por qué no está nuestro venerado líder presente para recibirnos? Hay algunos temas bastante urgentes que querría discutir con él.

Lyall se encogió de hombros y el comandante creyó percibir algo en su actitud y decidió no seguir preguntando. Criticar estaba en la naturaleza de un gamma, tanto como apoyar a su señor en la de un beta, independientemente de la dureza de las acciones del alfa.

—Asuntos urgentes del ORA —fue todo lo que Lyall dijo al respecto.

—Sí, bueno, tal vez mis asuntos también sean urgentes —le espetó el comandante Channing—. Es difícil saberlo, especialmente cuando el conde no está disponible para atender las necesidades de la manada.

—¿Qué ha ocurrido exactamente? —El tono de voz del profesor Lyall parecía dejar bien claro que, cualesquiera que fuesen esos asuntos, solo Channing podía ser el responsable.

—La manada ha experimentado algo poco usual durante el trayecto de vuelta en barco. —El comandante Channing parecía ser de la opinión de que si el beta insistía en mostrarse cauteloso, él también podía hacerlo. Se volvió decidido hacia Alexia—. Encantado de conocerla, lady Maccon. Le pido mil disculpas por lo sucedido. La ignorancia no es excusa; le aseguro que soy consciente de ello. Sea como fuere, se lo compensaré como buenamente pueda.

—Pídale disculpas a Tunstell —respondió lady Maccon.

Aquello fue un golpe en toda regla: el gamma de la manada, tercero en la línea de mando, disculpándose ante un simple guardián. El comandante Channing respiró hondo, pero hizo lo que se esperaba de él. Elaboró un discurso ante la atónita mirada del pelirrojo, que parecía más y más incómodo por momentos, consciente de la humillación a la que se estaba viendo sometido su gamma. Para cuando el comandante Channing hubo terminado, Tunstell estaba tan colorado que las pecas que salpicaban su rostro habían desaparecido bajo una uniforme capa carmesí. El comandante dio media vuelta y desapareció como una exhalación.

—¿Adónde va? —preguntó lady Maccon.

—Probablemente a trasladar el campamento del regimiento al jardín posterior del castillo. Tendremos que esperar un rato hasta que las varillas de las tiendas se hayan enfriado, mi señora.

—Ah —sonrió Alexia—, he ganado.

El profesor Lyall suspiró, levantó la mirada brevemente hacia la luna y dijo, como si conversara con una divinidad superior:

—Alfas.

—Y bien —continuó Alexia—, ¿le importaría explicarme quién es el tal Channing Channing, de los Channing de Chesterfield? No parece la clase de hombre que mi esposo elegiría como parte de su manada.

El profesor Lyall ladeó la cabeza.

—No estoy al corriente de los sentimientos de mi señor al respecto, pero más allá de las preferencias de lord Maccon, Channing fue parte de la herencia que recibió con el castillo de Woolsey. Lo mismo podría decirse de mí. Conall no tenía elección. Si le soy franco, el comandante no es tan malo como aparenta. Un buen soldado para cubrirte la espalda en el fragor de la batalla, y créame, porque es la verdad. Trate de no darles demasiada importancia a sus modales. Siempre se ha comportado correctamente como gamma, a pesar de que ni lord Maccon ni yo mismo hemos sido nunca de su agrado.

—¿Por qué? Es decir, ¿por qué usted? Puedo comprender perfectamente que no le guste mi esposo. Incluso a mí me desagrada la mayor parte del tiempo.

El profesor Lyall contuvo una carcajada.

—Tengo entendido que no aprueba el uso de la elle en los nombres. Demasiado galés para su gusto. Sospecho, sin embargo, que usted le ha causado una impresión inmejorable.

Alexia hizo girar su sombrilla, avergonzada.

—Por todos los santos, ¿acaso estaba siendo sincero bajo esa gruesa capa de cordialidad azucarada? —Se preguntó qué tenían de especial su físico o su personalidad para que solo la encontraran interesante licántropos de grandes dimensiones. ¿Sería posible ponerle remedio?

El profesor Lyall se encogió de hombros.

—Yo que usted me mantendría al margen de esas cuestiones.

—¿Por qué?

Lyall trató de encontrar el modo más cortés de exponer su teoría y finalmente se decantó por la verdad, por poco delicada que esta fuera.

—Al comandante Channing le gustan las mujeres alegres, de eso no me cabe la menor duda, pero solo porque le gusta… —una pausa delicada—… refinarlas.

Alexia arrugó la nariz. Comprendía el mensaje que se escondía tras el comentario del profesor Lyall. Tendría que investigar sobre el tema más adelante, con la esperanza de poder encontrar respuestas en la biblioteca de su padre. Alessandro Tarabotti, preternatural, había llevado una vida intensa; fruto y testimonio de dicha intensidad era la colección de libros, algunos de ellos ilustrados con escandalosas imágenes, que su hija había recibido en herencia tras su muerte. Alexia podía dar las gracias a esos libros de que algunos de los deseos más innovadores de su marido no provocaran en ella una continua sucesión de desmayos.

El profesor Lyall se limitó a encogerse de hombros.

—A algunas mujeres les gustan esa clase de cosas.

—Y a algunos hombres les gusta hacer punto de cruz —respondió Alexia, decidida a no pensar más en el problemático gamma de su esposo—. Y a algunas mujeres les gustan los sombreros extraordinariamente horrendos. —Este último comentario vino motivado porque acababa de ver a su querida amiga, la señorita Ivy Hisselpenny, apeándose de un carruaje al principio del largo sendero que serpenteaba hasta la entrada del castillo.

La señorita Hisselpenny se encontraba aún muy lejos, pero no había duda de que se trataba de ella; nadie más se atrevería a llevar un sombrero como el suyo. Era de un color púrpura capaz de nublar el sentido, adornado en verde claro, con tres grandes plumas brotando de lo que a todas luces parecía una cesta de fruta aposentada en lo más alto. Un racimo de uvas falsas se desplomaba por un lado del sombrero, colgando casi hasta la discreta barbilla de Ivy.

—Maldición —le dijo lady Maccon al profesor Lyall—, ¿conseguiré llegar a mi reunión algún día?

Lyall se tomó las palabras de su alfa como una indirecta y se dio la vuelta con la intención de marcharse. A menos que, en realidad, estuviese huyendo del sombrero. Sea como fuere, su señora lo detuvo antes de que tuviera tiempo de alejarse.

—No sabe cuánto le agradezco su inesperada intervención hace apenas un momento. No pensé que llegaría a atacarme.

El profesor Lyall observó detenidamente a la esposa de su alfa. Era una mirada extraña, sin reservas, con el rostro libre de las sempiternas optifocales, los ojos castaños sorprendidos y un tanto confusos.

—¿Por qué inesperada? ¿Acaso no me creía capaz de defenderla como lo hubiera hecho Conall?

Lady Maccon sacudió lentamente la cabeza. Era cierto que, dada su complexión ligera y sus maneras de profesor, nunca había confiado demasiado en las habilidades físicas del beta de su esposo. Lord Maccon era robusto como un roble; el profesor Lyall, por su parte, recordaba más a un arbusto. Pero eso no era lo que Alexia había querido decir.

—Oh, no, inesperada porque había dado por sentado que estaría usted con mi esposo, si ese asunto del que se está ocupando el ORA es tan grave como parece.

El profesor Lyall asintió.

Lady Maccon lo intentó por última vez.

—Imagino que no habrá sido la llegada del regimiento lo que ha puesto tan nervioso a mi marido, ¿verdad?

—No. Está al corriente de la llegada del regimiento; de hecho, me ha enviado a recibirlo.

—Oh, eso ha hecho, ¿eh? ¿Y no le ha parecido oportuno informarme?

Lyall, consciente de que posiblemente acababa de meter a su alfa en un grave problema, intentó disimular.

—El conde creía que usted ya lo sabía. Fue el deán quien ordenó el regreso de las tropas. Los papeles de la retirada salieron del Consejo en la Sombra hace ya unos cuantos meses.

Alexia frunció el ceño. Recordaba vagamente al potentado discutiendo a gritos con el deán sobre el tema al poco de ocupar ella el cargo de muhjah. El deán había ganado la batalla, puesto que la fuerza de los regimientos de la reina Victoria y la construcción de su imperio dependían de su alianza con las manadas. Los vampiros conservaban intereses en la Compañía de las Indias Orientales y sus tropas mercenarias, claro está, pero esta vez se trataba de un asunto para los regulares y, por tanto, para los licántropos. Sin embargo, lady Maccon no había imaginado que la consecuencia directa de esa decisión fuera a ser la instalación de un campamento completo frente a las puertas de su casa.

—¿No tienen unos barracones como Dios manda donde resguardarse?

—Sí, pero es tradición que se instalen aquí unas semanas mientras la manada se recompone, antes de que los soldados regulares regresen a sus casas.

Lady Maccon observó cómo su amiga Ivy se abría paso entre el caos de tiendas e impedimenta militar. Avanzaba con tanta decisión que era como si caminara entre signos de exclamación. Los motores de hidrodina expulsaban pequeñas nubes de humo amarillo en su dirección, y las varillas de expansión comprimida de las tiendas siseaban ruidosamente al ser arrancadas prematuramente del suelo. El campamento al completo estaba siendo desmantelado para trasladarlo hasta los extensos jardines de Woolsey.

—¿Le he dicho alguna vez cuánto detesto las tradiciones? —preguntó Alexia. De pronto el pánico se apoderó de ella—. ¿Se supone que debemos alimentarlos a todos?

El racimo de uvas se balanceó al ritmo de los rápidos pasos de Ivy. Ni siquiera se detuvo a observar el desorden generalizado. Obviamente tenía prisa, y eso solo podía significar que traía noticias frescas.

—Rumpet está al tanto, usted no se preocupe —aconsejó sabiamente el profesor Lyall.

—¿De verdad no puede decirme qué está sucediendo? Se ha levantado tan temprano, y la Difunta Merriway está involucrada en todo esto.

—¿Quién, Rumpet?

El beta acababa de ganarse una mirada de profundo disgusto.

—Lord Maccon no me ha informado de los detalles —admitió finalmente el profesor Lyall.

Lady Maccon frunció el ceño.

—Y la Difunta Merriway se negará a hacerlo. Ya sabe cómo se pone, nerviosa y un tanto difuminada.

Ivy alcanzó los escalones de la puerta de entrada.

—Si me disculpa —dijo el profesor Lyall entre dientes al advertir la proximidad de la señorita Hisselpenny—, debería ponerme en marcha. —Saludó a la recién llegada con una reverencia y desapareció tras los muros del castillo en pos del comandante Channing.

Ivy le devolvió el saludo, y una fresa se precipito desde su sombrero y acabó balanceándose junto a su oreja izquierda. En ningún momento se ofendió ante la repentina marcha del profesor, sino que trotó alegremente hasta donde se encontraba su amiga, ignorando por completo la cartera que colgaba de la mano de Alexia y el carruaje que la esperaba, convencida de que las noticias que traía eran mucho más importantes que cualquier asunto que requiriese la presencia de su querida compañera.

—Alexia, ¿sabías que hay un regimiento al completo en tu jardín y que está desmontando un campamento?

Lady Maccon suspiró.

—Ivy, querida, no sé cómo no he podido reparar en ello.

La señorita Hisselpenny ignoró el sarcasmo.

—Traigo las noticias más espléndidas que puedas imaginar. ¿Deberíamos entrar a tomar un té?

—Ivy, tengo asuntos de los que ocuparme en la ciudad y ya llego tarde. —Lady Maccon evitó mencionar que dichos asuntos tenían que ver con la reina Victoria. Ivy no sabía nada de su condición preternatural ni de su posición política, y Alexia prefería mantener a su querida amiga en la más absoluta ignorancia, estado del que Ivy se declaraba particularmente adepta a pesar de su capacidad para provocar estragos a partir de la noticia más insignificante.

—Pero, Alexia, ¡lo que vengo a contarte es de extrema importancia! —Las uvas temblaron de emoción.

—¿Ya han llegado a las tiendas los chales parisinos de invierno?

Ivy sacudió la cabeza, presa de la frustración.

—Alexia, ¿por qué tienes que ser siempre tan cansina?

Lady Maccon apenas conseguía apartar los ojos del sombrero.

—Adelante, pues, no te lo guardes para ti ni un solo segundo más. Dime de qué se trata. —Lo que fuera necesario para conseguir que su más querida amiga partiera cuanto antes. Y es que Ivy a veces podía ser un auténtico incordio.

—¿Qué hace un regimiento en tu patio? —insistió la señorita Hisselpenny.

—Cosas de licántropos. —Lady Maccon calculó sus palabras con precisión, convencida de que aquella era la única forma de hacerle cambiar de tema. La señorita Hisselpenny aún no se había acostumbrado a la existencia de los hombres lobo, ni siquiera después de que su mejor amiga cometiera la temeridad de casarse con uno. No eran especímenes muy comunes, por lo que Ivy se había librado hasta la fecha de su rudeza y de la tan extendida costumbre de que aparecieran desnudos bajo cualquier circunstancia. Parecía incapaz de aclimatarse tal y como Alexia lo había hecho, de modo que prefería, siempre fiel a su estilo, obviar educadamente su existencia.

—Ivy —dijo lady Maccon—, ¿qué estás haciendo aquí exactamente?

—Oh, Alexia, ¡no sabes cuánto siento presentarme aquí de esta manera! No tenía tiempo de hacerte llegar una misiva, y en cuanto se ha tomado la decisión no podía esperar para contártelo. —Abrió los ojos de par en par y se llevo ambas manos a la cabeza—. Estoy prometida.