(1958-?)
La celebración del concilio Vaticano II (1962-1965) conmocionó a la Roma católica y la Iglesia en general. Ésta, en su conjunto, manifestaba una situación saludable en apariencia, compacta en su actuación y en sus doctrinas, pero su realidad vital era bastante más compleja y desequilibrada. El núcleo más sólido del catolicismo, las viejas naciones europeas, experimentaban un proceso de secularización y descristianización progresiva preocupante. Los países de misión sufrían la inestabilidad de los sucesos políticos de la posguerra. La filosofía existencialista, el marxismo y muchos exponentes de la cultura del escaparate no tenían en cuenta el cristianismo y lo atacaban sin misericordia. Sin embargo, no faltaron nombres sonoros de cristianos en las primeras filas de los filósofos, los literatos, los cineastas, los políticos y sindicalistas, los científicos… En Estados Unidos, por primera vez en su historia, un católico, J. F. Kennedy, alcanzaba la presidencia.
La Curia Romana de los años cincuenta estaba esclerotizada, no tanto por la elevada edad de sus componentes cuanto por la rigidez de sus ideas, por la incapacidad de comprender los cambios culturales y por la intolerancia de su carácter. En una Iglesia tan jerarquizada como la católica, este modo de juzgar y actuar provocaba fricciones y rupturas, con frecuencia sólo asimiladas por la docilidad y el buen espíritu de las personas, pero que dejaban en los espíritus un poso de amargura. Las condenas del Santo Oficio y de tantos otros organismos y personas que, por el solo hecho de trabajar en las oficinas vaticanas, se consideraban guardianes y propietarios de las puras esencias, marcaban un ambiente que no llegaba al católico medio, pero que hería a no pocos exponentes del catolicismo más preparado y creativo. Los mismos obispos aguantaban, con más o menos fervor y estoicismo, un modo de dirigir impositivo, autocrático y soberbio.
Las primeras horas del concilio descubrieron de repente que la mayoría conciliar tenía otro espíritu, otro modo de concebir la Iglesia, la comunión de los creyentes y la dirección de la comunidad. Las ventanas se abrieron y la creatividad y las esperanzas se dispararon. Pocas veces se ha experimentado un movimiento de entusiasmo y esperanza como el que se vivió en la Iglesia durante esos años. Obviamente, no fue un periodo tranquilo y no faltaron la conflictividad, los desmanes, la insensatez y los enfrentamientos. Los de siempre quedaron anonadados ante lo que estaban viendo y juzgaron que todo, el soplo incontenible de libertad y madurez y el aparente descontrol, eran obra del Maligno. Las resistencias fueron brutales. Recordemos, como botón de muestra, el cisma del obispo Lefebvre.
Juan XXIII fue un milagro de vida, de sencillez y de fe para católicos, creyentes y descreídos. Pablo VI tuvo sobre sus hombros la inmensa tarea de aplicar el espíritu y las decisiones del concilio, llevada a cabo con un admirable respeto a las personas. La tarea de Juan Pablo II ha resultado igualmente complicada, pero la ha llevado adelante con otro espíritu. No con más decisión, pero sí con otro talante, de forma que muchos se preguntan si algunos aspectos de su pontificado no van directamente contra el espíritu conciliar. Sin embargo, una vez más, la realidad es compleja y rica en matices. Los católicos, al menos en Occidente, son menos y los problemas abundan, pero pocas veces encontramos en la historia tantos creyentes libres y bien formados, comprometidos con la vida de la Iglesia y capaces de dar razón de su fe.
La Roma de nuestros días es, en muchos aspectos, muy distinta, porque se quiera o no el concilio supone un antes y un después. La ciudad es, cada día más, algo demasiado parecido a lo que era antes del concilio Vaticano II. Ahora encontramos en las oficinas vaticanas a oficiales de todas las naciones del mundo, pero probablemente son tan clónicos como los de hace cuarenta años. El espíritu curial no tiene nacionalidad y predomina netamente sobre las características y las historias locales, y también sobre muchas determinaciones pontificias. ¿El túnel del tiempo? ¿La fuerza inmensa de la incansable rutina? ¿La capacidad camaleónica de cambiar en lo accesorio para permanecer inmutable en lo más esencial?
La Iglesia en su conjunto es, indudablemente, más plural. Los papas no son eternos y diferentes sensibilidades predominan en distintos grupos de creyentes. El catolicismo sufre una fuerte crisis en Occidente, pero no sin secuelas positivas y brotes de una renovación evangélica. Por otra parte, la fe arraiga con ilusión en los llamados «países del Sur». Aunque se resiste a la renovación, las vocaciones, el número, una sensibilidad más atractiva y, sobre todo, el futuro se encuentran en los creyentes latinoamericanos, africanos y asiáticos. Se vislumbra en la lejanía otra Roma y otro modo de ejercer el pontificado.
Juan XXIII (1958-1963). Angelo Roncalli nació en Sotto il Monte, en el norte de Italia, en una familia humilde campesina, que permaneció así toda su vida. Constituyó la más sonora antítesis del culto a la personalidad establecido durante el pontificado anterior.
En el cónclave participaron 51 cardenales, de los cuales 24 tenían más de setenta y siete años. Italianos eran 18, y no italianos 37. La media de edad era, pues, altísima, y por primera vez más de dos tercios del total no eran italianos. El nuevo papa contaba setenta y ocho años de edad.
Con Juan XXIII cambiamos de registro y de talante en la historia del pontificado. En su vida y en su actuación manifestó un nuevo concepto y un nuevo talante en la convivencia eclesial. Otros papas han sido estimados o admirados, pero éste fue querido, seguido, acompañado por toda clase de personas. A los tres meses el Vaticano dejó de ser una corte para convertirse en la «casa del padre». No cabe duda de que fue muy poco convencional: conocía el mundo moderno y no lo temía, no escondía su amor a la vida y se esforzaba por no perder el contacto con los seres humanos.
Había nacido el 25 de noviembre de 1881. Fue profesor de historia de la Iglesia en el seminario de su diócesis, secretario personal de su obispo, y entre 1921 y 1925 ejerció la dirección de la obra de la Propagación de la Fe en Italia. Su pontificado queda marcado por su sorprendente y decisiva convocación de un concilio. En el ámbito italiano intentó liberar a la Iglesia de los añejos condicionantes temporales y políticos que tanto la habían marcado.
A la comunidad eclesial universal ofreció una nueva, espléndida y luminosa imagen del pontificado.
En 1925 Pío XI le envió a Bulgaria, país de religión ortodoxa. De Bulgaria le trasladaron a Turquía (1934), lugar apartado pero no siempre marginado de los sucesos europeos, como delegado apostólico de Turquía y Grecia y, al mismo tiempo, administrador del vicariato apostólico de Estambul. Roncalli, sin embargo, acogió el cambio, que no era un ascenso, con su habitual serenidad: «Mucha gente de las dos costas de Europa y Asia me compadece y me llama desafortunado. Yo no comprendo por qué. Cumplo la obediencia que se quiere de mí. Nada más.» No en vano el lema que había escogido para su escudo episcopal era el del historiador Baronio, Obedientia et pax.
En 1942 Pío XII le nombró nuncio en París. El nuncio anterior tuvo que abandonar esta capital presionado por el gobierno del general De Gaulle, quien además pretendió la dimisión de un buen número de obispos, todos acusados de haber aceptado y reconocido el gobierno colaboracionista de Vichy. De Gaulle parecía inflexible al respecto. Roncalli, por oficio y convicción, tenía que defender a esos obispos. ¿Cómo? ¿Con diplomacia? Seguramente, pero también con fe sencilla y sin complicaciones.
Se puede comprobar que una constante de su vida fue la incomprensión de su trabajo por parte de la Curia Romana, tanto durante sus delegaciones como durante su pontificado. Maritain, embajador ante la Santa Sede, refiere a su gobierno que «Monseñor Tardini […] no ha escondido su poca estima por las cualidades diplomáticas de monseñor Roncalli». Probablemente una de las causas de esta incomprensión se debió a su manera de ser poco diplomática según los usos más tradicionales. «Con monseñor Roncalli el papel religioso del nuncio apostólico en Francia se transformó públicamente y eclipsó su carácter diplomático ante el gobierno», escribió François Mejan, jefe de la Oficina de Cultos del Ministerio del Interior francés.
Roncalli escribió en 1928, estando en Sofía: «Nada hay de heroico en cuanto me ha sucedido y en cuanto he creído que tenía que hacer. Una vez que se ha renunciado a todo, exactamente a todo, cualquier audacia resulta la cosa más simple y natural del mundo.» Aquí encontramos el secreto de su profunda espiritualidad y de su libertad interior. Su audacia no provenía de una ideología o de un carácter determinados, sino de la simplicidad de quien se ha entregado directa y totalmente a Dios. Por esta razón podía compaginar un talante conservador con una actuación inequívocamente revolucionaria. Es de 1932 esta anotación significativa: «Tiempos nuevos, nuevas necesidades, formas nuevas.» Y con motivo de la muerte de Pío XII, escribe en su diario: «Estamos en la Tierra no para custodiar un museo, sino para cultivar un jardín lleno de vida y destinado a un futuro glorioso.»
En 1953 fue creado cardenal y tres días más tarde arzobispo y patriarca de Venecia. En los cinco años de estancia en la ciudad de los canales visitó todas las parroquias de su diócesis, fundó cincuenta y nueve parroquias y un seminario menor, siguiendo siempre el ejemplo de san Carlos Borromeo, al que dedicó su tiempo de estudio.
Le respaldó a lo largo del pontificado el consenso de la Iglesia, que iba mucho más allá de la mera simpatía por sus actos: era el apoyo a su manera de ejercer el cargo y a su visión de la Iglesia. Resulta simplificadora la idea de que este papa concitó fundamentalmente simpatía y ternura. El pueblo creyente se identificó sobre todo con un modo de actuar que era, también, una forma de concebir la Iglesia y una espiritualidad.
Juan XXIII significó el inicio de una nueva era y no sólo en formas y fórmulas, sino sobre todo en talante y concepción global. Comenzó restableciendo el ritmo de la Curia, recibiendo regularmente a los cardenales prefectos de las congregaciones romanas, todos ellos de mucha edad y que, al ser pocos, habían acumulado puestos y presidencias. Anunció que pensaba crear veintitrés nuevos cardenales, entre los cuales el primero sería Montini. Se sobrepasaba así el número de setenta marcado por Sixto V en 1586. El mismo día de su elección, Juan XXIII nombró a Tardini su secretario de Estado, a pesar de que era consciente de que éste, que había sido superior suyo, nunca había tenido buena opinión de sus capacidades. Una vez más demostró que sólo buscaba el bien de la Iglesia y no la satisfacción de su vanidad.
Este papa dio con la fórmula para escapar de una reclusión católica secular. Abrió las puertas por las que se precipitó un torrente de vida que estaba allí, pero detenido por muchos miedos, por tentativas erradas y circunstancias adversas. Al final de su pontificado, dos semanas antes de morir, insistió en que había que servir al hombre en cuanto tal y no sólo a los católicos, en que había que defender en todas partes los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia católica. Era consciente de que la Iglesia debía preferir la utilización de la medicina de la misericordia antes que la de la severidad.
En 1911 algunos ya sospecharon en Roma sobre su posible modernismo. Esta dolorosa experiencia le ayudó a reflexionar sobre el método de funcionamiento de los servicios centrales eclesiásticos. A través de su trato y de sus actos, de sus palabras y de su talante, pretendió transformar en servicio pastoral y en obra de caridad la dignidad papal. La Iglesia se convertía en un espacio abierto a todos, y él era el padre común. En Italia, con sus palabras y actos, buscó la autonomía de una Iglesia demasiado enfeudada a un partido y a una política concretos, insistiendo en la neta distinción existente entre fe y política. Esta decisión de colocar el Evangelio por encima de partidos y opiniones explica el respeto con que fue acogida su actuación durante la crisis de Cuba (octubre de 1962).
Al mes de ser elegido escribió que tenía un programa de trabajo bien decidido, y en su diario apunta con satisfacción cómo al principio «se difundió la convicción de que sería un papa provisional, de transición. Por el contrario, heme aquí a la vigilia del cuarto año de pontificado, y con la visión de un robusto programa que hay que desarrollar ante el mundo entero que mira y espera». El concepto «signo de los tiempos» representó un nuevo planteamiento: se acababa la Iglesia inmóvil, conservadora por instinto, anclada en el pasado y desconfiada de la historia, para convertirse en una Iglesia dispuesta a repensar los temas y cuestiones antiguas, centrada en el servicio al ser humano en su conjunto y en la difusión del Evangelio.
Juan XXIII puso el acento en su función de obispo de Roma. Obviamente, todos eran conscientes de que el papa tenía ese rango, pero esta función episcopal había quedado tradicionalmente relegada, transferida a subalternos. Al tomar posesión de su catedral, San Juan de Letrán, explicó que «no es ya al príncipe que se adorna con signos de poder exterior al que ahora se mira, sino al sacerdote, al padre, al pastor […], que funde en la misma persona dos dignidades y dos misiones incomparables: la de obispo de la diócesis de Roma y la de pontífice de la Iglesia universal». Esta actitud subrayaba la importancia de la función episcopal y de las Iglesias locales, dos temas esenciales en la vida eclesial, que se convertirán en protagonistas teológicos con motivo del concilio y que serán causa de la posterior multiplicación de sínodos diocesanos.
El sínodo de Roma puso de manifiesto que esta ciudad era una diócesis y que el papa era su obispo. Es verdad que el desarrollo del sínodo constituyó objetivamente un fracaso. Los sacerdotes presentes se mantuvieron pasivos y aceptaron unas constituciones sinodales en cuya elaboración no participaron y que manifestaban un talante rancio y poco acorde con lo que sentían y vivían los romanos del momento. A pesar de esto, el mero hecho de celebrarlo recordó que Roma era una diócesis normal y que había que dirigirla y evangelizarla como a las demás. Más aun, por el hecho de ser la diócesis del papa, Juan XXIII pensaba que debía dar ejemplo y convertirse en guía y espejo del mundo cristiano.
Juan XXIII comenzó a visitar las parroquias de su diócesis, los hospitales, las cárceles, el seminario. Para los romanos, sobre todo los de las grandes y un poco abandonadas periferias, resultaba un acontecimiento gozoso acoger al papa, que al mismo tiempo era su pastor inmediato y el centro de comunión eclesial.
Ante un grupo de cardenales que le consideraban un pontífice anciano, el papa anunció, apenas tres meses después de su elección, la celebración de un sínodo romano, la revisión del Código de derecho canónico y la convocatoria de un concilio ecuménico. El día elegido para el anuncio no fue casual: el 25 de enero, festividad de san Pablo, apóstol que el papa quiso relacionar permanentemente con san Pedro, según una antiquísima tradición.
Parece que se puede afirmar que gran parte de la Curia era contraria a la celebración de este concilio, y hoy sabemos que Roncalli era consciente de esta reacción negativa. Años más tarde el papa recordaba la situación:
«Humanamente se podía suponer que los cardenales, apenas escuchada la alocución, se congregarían alrededor nuestro para expresar su aprobación y buenos deseos. Sin embargo, se produjo un impresionante, devoto silencio».
La preparación del concilio por parte de la Curia fue rechazada en gran parte ya desde las primeras sesiones. No hubo sintonía ni podía haberla entre una Curia esclerotizada y un episcopado que, en gran parte, necesitaba responder a las inquietudes contemporáneas. Para muchos miembros de la Curia, tras la definición de la infalibilidad pontificia se creía que no eran necesarios los concilios. Sin embargo, para Juan XXIII la amplitud y la novedad de los problemas presentes en el mundo contemporáneo exigían la colaboración y corresponsabilidad de todos los obispos de la Iglesia reunidos en concilio, una de las formas más antiguas de ejercer la autoridad en la tradición eclesial.
Otro objetivo del concilio era el de poner a la luz la sustancia del cristianismo, a veces opaca a causa de tantos revestimientos y añadiduras accidentales. El papa era consciente de esta necesidad no sólo por sus conocimientos históricos, sino también por su trato frecuente con las Iglesias orientales. Para el papa debía tratarse de un nuevo Pentecostés, de una efusión del Espíritu Santo capaz de reanimar la riqueza interior de la Iglesia. Esto explica el perfil de un concilio que se presentó como un acontecimiento pastoral, centrado en el anuncio de la buena nueva de Jesucristo.
El periodo de preparación dio a entender que las Iglesias cristianas, de manera especial las ortodoxas, iban a responder positivamente a la invitación de enviar observadores a los trabajos conciliares. Ni el Vaticano I ni Trento lo habían conseguido, pero en este caso era el fruto del nuevo clima instaurado por el papa y conseguido también gracias al talante conciliador demostrado por el cardenal Bea. El ecumenismo dejaba de ser una palabra vacía para convertirse en un espíritu y en un deseo compartido. Durante los trabajos conciliares más de cien observadores de Iglesias no cristianas tomaron parte activa. Las relaciones personales con el patriarca Atenágoras y el encuentro con el arzobispo anglicano de Canterbury, Geoffrey Francis Fisher, inauguraron una época de diálogo y convergencia entre las Iglesias cristianas.
El concilio constituye el eje vertebral de este pontificado, tanto en su preparación como en su desarrollo, tanto en la elaboración de su fisonomía como en la fijación de sus objetivos. Tres mil obispos se reunieron para dialogar sobre los problemas más urgentes del cristianismo y de la humanidad.
Probablemente Juan XXIII pensó que el concilio duraría sólo una sesión. Con un optimismo envidiable, pero que se revelaría infundado, creía que «el consentimiento de los obispos no sería difícil y su aprobación será unánime». No era el cuerpo eclesial tan homogéneo ni concordaba en tantos temas importantes. Por el contrario, tras una fachada de calma y conformismo, existía una fuerte crisis interior y, sobre todo, el convencimiento de que tenían que cambiar muchas cosas en el seno de la institución. Como sucederá clamorosamente en la Iglesia española algunos años más tarde, el concilio fue la ocasión y no tanto la causa de la aparición de corrientes de malestar, renovación, enfrentamiento y reestructuración. Por primera vez en siglos la Iglesia se reunía no para condenar o atajar una herejía, sino para examinarse y renovarse, y la realidad demostró que el tiempo era propicio. El papa animó a elegir una actitud de misericordia y no de condenación.
Al inicio de las sesiones aparecieron con cierta claridad cuáles iban a ser las finalidades del concilio: la participación de la Iglesia en la búsqueda de una humanidad mejor, la puesta al día de las estructuras y de la presentación del mensaje de la Iglesia, y la preparación de los caminos para la unidad entre los cristianos. Es verdad que estos fines no eran privativos de este concilio, sino más bien de la Iglesia de todos los tiempos, pero no cabe duda de que en ese momento fueron afrontados con un nuevo talante e ilusión. Algo parecido sucedió con el papa: obviamente no podía saber cómo iba a desarrollarse el concilio, pero no cabe duda de que trazó sus líneas maestras a través de una oscura intuición que no pocos han definido como profética.
En el discurso inaugural subrayó que seguía siendo Cristo el gran problema situado frente al mundo y ante el cual los seres humanos tenían que tomar postura. Rechazó la actitud pesimista y las nostalgias del pasado de los profetas de desventura. Indicó que nuestro deber no se reduce únicamente a custodiar este tesoro precioso, como si sólo nos preocupásemos de la antigüedad, sino que debemos dedicarnos con voluntad y sin temor a la obra que exige nuestro tiempo, prosiguiendo así el camino que la Iglesia cumple desde hace veinte siglos. El papa señaló que el objetivo del concilio no era realizar una obra intelectual o de técnica teológica, sino que tenía que centrar su atención en cómo anunciar el Evangelio y estructurar la vida cristiana. De hecho, el concilio se convirtió en el suceso cristiano más revolucionario desde la época de la Reforma.
Con Juan XXIII se inició un auténtico y real diálogo entre las llamadas «religiones del Libro», que se ha sucedido con altibajos durante los pontificados siguientes. La declaración católica de 1998 sobre la responsabilidad de los católicos en el talante histórico antijudío va en esta misma dirección. En 1960 el movimiento hacia la independencia de buena parte del continente africano obtuvo el apoyo y simpatía de la Santa Sede, que favoreció el paso de la Iglesia misionera a las Iglesias indígenas.
Juan XXIII escribió ocho encíclicas dirigidas a todos los hombres de buena voluntad, y que afrontaron temas acuciantes del momento, no sólo de temática religiosa, sino también social. El 11 de abril de 1963, festividad del Jueves Santo, apareció la Pacem in Terris, una encíclica que fue acogida en la Iglesia como una bocanada de aire fresco y que en España se convirtió en un auténtico mojón en el camino de renovación eclesial. Abandonando la retórica anticomunista de la Guerra Fría, constituye esta encíclica un giro revolucionario en la cosmovisión cristiana de los problemas temporales. Hace de la dignidad humana el centro de todo derecho, de toda política, de toda dinámica social o económica. Utilizando la categoría evangélica del signo de los tiempos, señala cómo la promoción económica y social de los obreros, el ingreso de la mujer en la vida pública, la organización jurídica de las comunidades políticas, los organismos de proyección internacional en los campos político y social, y el fenómeno de la socialización son signos que indican modos posibles de la presencia del reino de Dios en la historia. En Pacem in Terris el papa llega a afirmar que en la era atómica no puede darse la guerra justa.
La muerte de Juan XXIII produjo una conmoción generalizada. La plaza de san Pedro se convirtió en una capilla, en un inmenso espacio religioso en el que toda clase de gente se reunía para rezar, mirando con angustia la ventana del tercer piso, en el que se encontraba el papa. Esta muerte produjo un asombroso y extenso sentimiento de aflicción personal.
Tal vez el siguiente párrafo de sus escritos explique mejor que muchas disquisiciones la actitud y el talante de este papa: «Ahora más que nunca, ciertamente más que en los últimos siglos, debemos dedicarnos a servir al hombre en cuanto tal y no sólo a los católicos; a defender sobre todo y en todas partes los derechos de la persona humana y no solamente los de la Iglesia católica. Las circunstancias actuales, las exigencias de los últimos cincuenta años, la profundización doctrinal nos han conducido a nuevas realidades, tal como afirmé en el discurso de apertura del concilio. No es el Evangelio el que cambia: somos nosotros que comenzamos a comprender mejor. Quien ha vivido más tiempo se ha encontrado a principios de siglo con tareas nuevas de una actividad social que se relaciona con todo el hombre; quien ha vivido, como fue mi caso, veinte años en Oriente, ocho en Francia y ha podido confrontar culturas y tradiciones diversas, sabe que ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de acoger la oportunidad y mirar hacia lo lejos.»
Pablo VI (1963-1978). Giovanni Battista Montini permaneció treinta años en la Curia Romana. Así pues, la conocía por dentro, era consciente de las debilidades y los méritos de cuantos en ella trabajaban o, simplemente, vivían. De hecho fue alejado de Roma a instigación de sus miembros más integristas, quienes le acusaron de no servir al papa como éste quería ser servido. En realidad, su cultura, su espiritualidad y sus ideas políticas fueron apreciadas o detestadas por quienes habían coincidido —que no convivido— con él.
A la muerte de Pío XII no pocos católicos habían deseado la elección de Montini, arzobispo de Milán, aunque no fuera todavía cardenal. Se sabe que en aquel cónclave recibió algunos votos testimoniales, pero evidentemente la mayoría de los cardenales no estaba dispuesta a elegir a nadie de fuera del colegio cardenalicio, y menos a uno de quien desconfiaban. Cinco años más tarde, tres meses antes de cumplir los sesenta y siete años, fue elegido y tomó el nombre del apóstol Pablo, que tan bien expresaba sus aspiraciones y preocupaciones.
El historiador francés Poulat considera que «el hombre menos apropiado para afrontar la tormenta es el que ha hecho posible una difícil transición». Le tocó dirigir una de las épocas más complicadas de la historia del cristianismo. Vio cómo se concentraban en él las iras de los potentes extremos eclesiales, pero supo mantener la serenidad capaz de llevar a buen término un concilio que a otros se les habría escapado de las manos. Para conseguirlo contó con su larga experiencia romana, su finura intelectual, su preparación en el campo de la cultura, su experiencia pastoral en la diócesis más grande de la cristiandad y, sobre todo, con su talante de diálogo y comprensión.
En efecto, tenemos que buscar en el diálogo con el mundo moderno uno de los propósitos más característicos del programa de Pablo VI. Este hombre, el papa menos clerical del siglo XX, escuchó las voces profundas del mundo actual, conoció las aspiraciones de sus pensadores, vibró con el arte contemporáneo y sintonizó con los deseos y las ideas de los jóvenes, a quienes durante tantos años había acompañado y dirigido. El 6 de agosto de 1964, fiesta de la Transfiguración del Señor, publicó la encíclica Ecclesiam suam. Según el cardenal Casaroli, «Para él el diálogo no sólo servía a la expansión del reino de Dios; en su opinión era también indispensable para el crecimiento del reino de los hombres, para el progreso humano íntimamente ligado a la verdadera evangelización, como requisito y consecuencia a la vez». Con el fin de concretar este diálogo, creó en la Curia instituciones nuevas capaces de buscar vías de contacto y encuentro con los no cristianos y los no creyentes.
Este diálogo tuvo una aplicación no siempre bien comprendida, sobre todo por los obispos del Este, la llamada «Ostpolitik», es decir, las relaciones con los países comunistas, con el fin de conseguir espacios de libertad para la vida eclesial. Las visitas privadas de estadistas de países socialistas al papa fueron cada vez más frecuentes. Entre Polonia y el Vaticano se establecieron cauces permanentes de trabajo, y Yugoslavia fue el primer país socialista en establecer plenas relaciones diplomáticas con la Santa Sede. En el transcurso de estos contactos, el mundo comunista, que había negado dogmáticamente la importancia del fenómeno religioso en la vida de las sociedades, se mostró más sensible, aceptando su realidad.
Desde el primer momento del pontificado se comprometió con la continuación del concilio: «Hago mía la herencia de Juan XXIII, de feliz memoria, convirtiéndola en programa para toda la Iglesia.» Pablo VI, que como cardenal había señalado algunas líneas fundamentales en la primera sesión, centró el concilio en unos objetivos esenciales y urgentes, modificó las reglas de actuación, lo guio con mano firme y demostró conocimiento seguro de los hombres de la Curia Romana y del episcopado mundial.
En el discurso inaugural de la segunda sesión fijó cuatro objetivos principales: una definición más clara de la Iglesia, su renovación interior, tender un puente hacia el mundo contemporáneo y realizar un esfuerzo de unidad con los hermanos separados. El papa instituyó un consejo de moderadores, compuesto por cuatro cardenales, con el fin de agilizar las sesiones y los trabajos. Su actuación en el concilio fue permanente, aunque no siempre bien recibida. A menudo el concilio se sintió intranquilo y perplejo por algunas intromisiones del papa en los textos. Parece que trataba de tranquilizar al sector más conservador, la minoría, aclarando, matizando, introduciendo correcciones y, a veces, aguando algunas expresiones y afirmaciones aprobadas por la mayoría. Es verdad que consiguió la elaboración de textos que fueron aprobados por unanimidad, pero no fue el procedimiento empleado por la intolerante mayoría del Vaticano I aunque, probablemente, tiene más sentido eclesial el que unos documentos conciliares representen el parecer de la más amplia mayoría de la Iglesia. De todas maneras, no pocos observadores afirman que estas fórmulas de compromiso, demasiado aguadas y desteñidas, han sido la causa de un envejecimiento prematuro de su doctrina.
Pablo VI invitó al concilio a observadores laicos que, aunque no podían votar, señalaban con su presencia la obvia importancia de los laicos en la vida de la Iglesia. De hecho, su actuación en el desarrollo conciliar no fue del todo irrelevante. El concilio supuso la ocasión de renovar, restaurar y purificar una institución milenaria que, a menudo, ha quedado prisionera de la historia, de las pequeñas tradiciones y de una incapacidad congénita de adaptarse al paso del tiempo. Según la doctrina católica, la tradición constituye el fundamento, el punto de referencia, el canal nutricio de la Iglesia, pero demasiado a menudo se confunde con la tradición lo que la historia, la rutina y las ambiciones personales o institucionales han ido añadiendo al devenir de la Iglesia. Todo este conjunto puede resultar venerable, aunque no sea más que por su antigüedad, pero puede acabar asfixiando la vida religiosa.
Tal situación resulta anacrónica e intolerable cuando la cultura se ha desarrollado de tal manera que la capacidad comunicadora de la Iglesia queda en entredicho. Los medievales decían que la Iglesia estaba en permanente estado de reforma, pero se referían fundamentalmente al aspecto moral. En un mundo en acelerado cambio tendríamos que añadir que la Iglesia necesita una inteligente y ágil capacidad de inculturación que posibilite que su anuncio de la buena nueva sea escuchado y entendido.
La grandeza y la dificultad del concilio estuvo en abordar este problema, que había sido aparcado desde los albores de la Ilustración. Dos siglos de posturas y actitudes rígidas habían dejado a la institución eclesiástica poco preparada para cambios tan radicales. No todos se mostraban dispuestos a afrontar una realidad tan compleja, cuyos resultados no eran previsibles. Las resistencias fueron durísimas, más influyentes de lo que podía imaginarse dado su número, porque contaban con buena parte del poder burocrático de los organismos vaticanos. Las armas utilizadas no fueron siempre edificantes. Pablo VI tuvo que emplear su innegable capacidad dialogante y toda su autoridad para conseguir un resultado que, en otras circunstancias, difícilmente se habría conseguido. A menudo, sin embargo, esta dirección pontificia descontentó a todos, bien porque los conservadores no estaban dispuestos a cambiar nada, bien porque la voluntad del papa de no descontentar a los conservadores le impidió sacar las consecuencias de sus premisas, atender suficientemente los deseos de la comunidad eclesial y de la mayoría de los obispos, y respaldar plenamente un anhelo unánime de renovación, adaptación y cambio.
Pablo VI buscó aunar voluntades, acercar puntos de vista y disipar temores, y sus intervenciones más discutidas tuvieron seguramente esta pretensión. La unanimidad de los votos finales pareció darle la razón, pero en el camino su prestigio fue quedando en entredicho por la incomprensión y la radicalidad de unos y otros. Los cambios, de hecho, quedaron minimizados.
Para la Iglesia, dialogar con la modernidad era encontrarse con la cultura contemporánea, pero para el Tercer Mundo la modernidad significaba miseria y dominación. Las encíclicas Populorum progressio, que trataba de la justicia social en el mundo, y Octogesima adveniens, que conmemoraba los ochenta años de la Rerum novarum, constituyeron los otros documentos sociales más importantes de este papa, en los cuales invitaba a poner las «riquezas superfluas» de las naciones desarrolladas a disposición de las poblaciones más pobres.
Pablo VI modernizó la organización eclesial, aunque se puede dudar hasta qué punto han respondido estas reformas a las necesidades reales y a las esperanzas de no pocos padres conciliares. Fijó en ciento veinte el número de cardenales; introdujo los setenta y cinco años como edad de jubilación, y a los ochenta los cardenales perdían el derecho a entrar en los cónclaves; a la muerte del papa todos los puestos importantes de la Curia quedaban automáticamente en suspenso. Multiplicó los nombramientos de obispos no italianos para puestos relevantes en Roma, y se multiplicó la presencia de no italianos entre los diplomáticos pontificios. Suprimió algunas congregaciones o ministerios curiales que habían quedado sin razón de ser, e introdujo en el organigrama los secretariados para la unidad de los cristianos, para los no cristianos y para los no creyentes, el Consejo de los Laicos y la Comisión Justicia y Paz, es decir, temas que superaban los límites estrictamente eclesiales para abordar preocupaciones más generales. Todo el complejo organismo curial quedaba bajo la supervisión del secretario de Estado.
Esta reforma eclesial acabó con muchas de las reliquias medievales: abolió la corte pontificia, disolvió los cuerpos armados, y depositó, en el altar de la basílica de San Pedro, el trirregno, es decir, la triple corona que se utilizaba en la ceremonia de la coronación, dando a entender que el pontificado romano abandonaba no sólo las pretensiones de poder político y social, sino también sus manifestaciones externas. Y con la misma intención desaparecieron personajes, títulos, uniformes, funciones y denominaciones que acompañaban al papa en las ceremonias y en la misma vida diaria, y que hacían relación a una época y a una concepción que felizmente había desaparecido. Buscó convertir a la Curia en una administración central moderna, funcional e internacional, abierta al mundo y con más espíritu religioso que administrativo.
Elaboró el reglamento de los sínodos episcopales, una institución querida por el concilio, con el fin de que un grupo de obispos de todo el mundo se reuniera periódicamente para analizar la situación de la Iglesia. No obstante, fue estructurada por el papa de tal manera que su misión quedaba reducida a reuniones de consejo y no de deliberación. Esto supuso la muerte antes de nacer de un órgano pensado para colaborar eficazmente en el gobierno de la Iglesia y que ha quedado limitado a un foro poco operativo de discusión de ideas. Así, aunque Pablo VI concibió el papado como servicio y no como poder, siguió siendo un papado solitario, no entendido en términos de colaboración con los demás. Esto se debió en parte al temor de sacrificar prerrogativas esenciales del pontífice, al temor, en el fondo, de una Iglesia gobernada más colegialmente, más democráticamente.
No cabe duda de que Pablo VI era consciente de la necesidad de renovar la Iglesia y de que esto no era posible sin un adecuado cambio de la estructura organizativa eclesial, pero ciertamente no se sacaron todas las consecuencias de este convencimiento. Tal vez la furibunda contestación interior, de un signo y otro, debilitó sus decisiones. El papa renovó el Santo Oficio, ligado históricamente con episodios no siempre edificantes y, sobre todo, con una concepción de la defensa de la fe propia del Medioevo. Pablo VI no se veía a sí mismo como un «centinela de la ortodoxia», sino como un «promotor de la verdad», pero la nueva sociedad pluralista y condicionada por el fenómeno de los medios de comunicación social y, sobre todo, la espectacular contestación eclesial que le tocó vivir y sufrir dificultó y no pocas veces anuló esta promoción de la verdad. En 1978 afirmó con fuerza:
«¡Dejad de confundir a la Iglesia! Ha llegado el momento de la verdad. Cada uno debe reconocer ahora cuál es su responsabilidad frente a las decisiones que deberían asegurar la fe.» Sin embargo, en lugar de anatemas, leyó ante el mundo una confesión de fe, el llamado «Credo de Pablo VI», las señas de identidad del catolicismo, conforme a la doctrina siempre enseñada, completamente conciliar, porque el Vaticano II no había innovado nada en esta materia, a pesar de que no pocos parecían olvidar o marginar esta realidad.
El año santo de 1975 pretendió responder a los graves problemas del momento: buscaba, como era tradicional, la renovación interior de la persona, pero también facilitar la recepción del concilio, dando por finalizados los años de reflexión, de reforma y de desconcierto. En un texto bellísimo de introducción al jubileo de 1975, el papa señaló tres objetivos: la alegría, la renovación interior y la reconciliación.
Con este papa el pontificado adquirió una nueva dimensión que resultará decisiva en el tercer milenio: su carácter itinerante. Pablo VI anunció a un concilio emocionado su deseo de peregrinar a Palestina, las raíces y el punto de referencia permanente del cristianismo. Desde Pedro ningún papa había vuelto a Tierra Santa. Después visitó Bombay (1964), en la India, donde se enfrentó directamente con la miseria de este mundo; luego Bogotá y Medellín (1968), en un encuentro lleno de implicaciones durante el cual habló de las consecuencias siempre nefastas de la violencia y de su preferencia por los pobres; más tarde Kampala (1969), donde habló de la necesidad de promocionar el catolicismo africano; y por último recorrió Asia oriental, Filipinas y Australia (1970).
Prácticamente todos sus viajes fueron misioneros en el estricto sentido del término. En general se trataba de países del Tercer Mundo, lugares a los que acudió el papa porque lo contrario, la visita de sus poblaciones a Roma, habría resultado imposible. Pablo VI se encontró con la realidad a menudo dolorosa de estas poblaciones, presidió a los obispos en sus Iglesias y confirmó en la fe a los creyentes. Probablemente la experiencia de estos viajes influyó también en dos importantes documentos de este pontificado, la mencionada Populorum progressio y Evangelium nuntiandi, sobre la justicia y las condiciones de la evangelización. En Bombay, ante mil periodistas, dijo que cada nación debía poner al menos una parte de las sumas destinadas a armamento a disposición de un fondo mundial con el que hacer frente a los numerosísimos problemas de alimentación, vestido, alojamiento y atención médica que pesan sobre tantos pueblos.
Conviene recordar dos viajes con una fuerte carga simbólica: el primero a la sede de la ONU en Nueva York, para encontrarse con los representantes de todas las naciones de la Tierra. Allí presentó a la Iglesia como «experta en humanidad» y ofreció esa experiencia para conseguir entre todos una paz universal; el segundo a la sede del Consejo Mundial de las Iglesias, en Ginebra. La preocupación ecuménica se mantuvo siempre presente en este pontificado. Pablo VI no era teatral ni le gustaba el espectáculo, pero daba importancia a los signos en su sentido más religioso. En Jerusalén se encontró con el patriarca ortodoxo Atenágoras y, años más tarde, no dudó en visitarle en Estambul, cuando el patriarca atravesaba dificultades con el gobierno turco. Ambos suprimieron las históricas excomuniones mutuas. Al primado anglicano de Canterbury le ofreció su anillo, a pesar de que la Iglesia católica no reconoce las ordenaciones anglicanas, y besó los pies del metropolita representante del patriarca ortodoxo ante el desconcierto de cuantos le rodeaban. Fue muy consciente del puesto que ocupaba —se presentó con un «Yo soy Pedro» en Ginebra—, pero estaba convencido de que esta realidad era compatible con manifestaciones antes impensables.
En sus viajes intentó tender puentes entre culturas, entre la uniformidad romana y la pluralidad católica, entre la riqueza de las naciones desarrolladas y la miseria del Tercer Mundo.
Pocas veces en la historia ha existido un caso parecido al de este papa. Fue acogido con un entusiasmo generalizado, pero al poco tiempo se inició un proceso de crítica y rechazo furibundo. La prensa se cebó en su encíclica sobre la planificación familiar, que se convirtió en una sorprendente y generalizada excusa de rechazo y escándalo. La Humanae vitae fue causa de una separación drástica entre este papa y el mundo, en un enfrentamiento entre ética cristiana, magisterio pontificio y prácticas individualistas. La verdad es que, paradójicamente, fue poco leída. Su planteamiento se reducía a la prohibición de la píldora, aunque esta palabra no aparecía en el documento. Esta crisis afectó al pontificado hasta su final. Otros motivos de enfrentamiento fueron su decisión sobre el mantenimiento del celibato eclesiástico, su negativa a aceptar la violencia como medio de conseguir la justicia en América, y su oposición a algunas decisiones de la jerarquía holandesa. Fue objeto de burla cuando habló de que el «humo de Satán» había penetrado en la sociedad y hasta en la Iglesia. Se le achacó el ser débil, dubitativo e inconsecuente.
Había un denominador común entre los extremistas de un lado y otro: la censura contra la actitud de Pablo VI, el rechazo de su autoridad. Unos la consideraban peligrosa y hasta heterodoxa, otros la juzgaban excesivamente tímida. Usaba el freno con demasiada frecuencia, según decían, cuando su misión después del concilio debería ser de apertura audaz. Lefebvre y sus secuaces le juzgaron un antipapa y le negaron la obediencia. No pocos, incluso en la Curia Romana, pensaron lo mismo de él y el concilio, aunque no se atrevieron a dar el mismo paso.
En una ocasión dijo el papa a Daniel Perezil, obispo auxiliar de París: «En ocasiones leo que me encuentran indeciso, inquieto, angustiado e inseguro entre influencias contrarias. […] Tal vez soy lento, pero sé lo que quiero. En definitiva, se trata de mi derecho a pensar.» Naturalmente, habría resultado más sencillo mantener actitudes antiguas, condenar, rechazar, marginar y castigar, pero buscó comprender, dialogar y acompañar, aunque sin ocultar lo que pensaba y sin dejar de manifestar lo que había decidido. En cualquier caso, dio la impresión de una cierta paralización personal: no escribió nuevas encíclicas y pareció angustiado por las divisiones eclesiales y por su impopularidad.
Con el paso del tiempo vemos más claro el perfil de este pontificado extraordinario. Por una parte, no cabe duda de que el motor del cambio y de la aplicación del concilio fue Pablo VI. Resulta llamativa la batería de disposiciones con las que aplicó a la vida pastoral y a la práctica de la Iglesia las decisiones conciliares. En todos los ámbitos de la vida eclesial se produjo un antes y después, hubo un auténtico terremoto que reestructuró la imagen externa y las grandes líneas eclesiales de inspiración y actuación. Pablo VI estaba siempre detrás de estas decisiones. No creo que se le pueda achacar el lógico desconcierto existente, la inseguridad producida por tantos cambios simultáneos, ni fue responsable de cuantos pretendieron ir más allá de lo permitido o de quienes se escandalizaron, a menudo de manera farisea, de la profunda renovación. Un mes antes de morir, declaró como objetivo primordial de su ministerio la defensa de la fe y de la vida humana, y se manifestó fortalecido y sostenido por la conciencia de haber confesado a Cristo de manera constante e incansable ante la Iglesia y el mundo.
Siempre queda, sin embargo, la pregunta de si la Iglesia fue valiente y coherente con tantos logros conciliares o si, una vez más, la rutina, el temor y una no bien entendida idea de tradición impidieron aceptar las consecuencias de cuanto en el concilio se había defendido y aprobado.
Este pontificado, que nunca fue popular, que se desarrolló ante la indiferencia y la incomprensión de muchos, ha sido seguramente uno de los más complejos e importantes de la historia, y sin duda gracias a él la Iglesia se mantuvo unida durante un tiempo de cambios sin precedentes. Poco después de su elección, Bevilacqua, tal vez quien mejor conocía a Montini, comentó: «… no será un papa fácil, está destinado a reinar en medio de grandes contrastes, tal vez a suscitar la incomprensión de los contemporáneos. Pero cuando se realice una valoración del pontificado, se constatará que fue uno de los papas más sensibles para con las exigencias del propio tiempo, porque vivió intensamente la condición crítica de su época y se esforzó de manera ejemplar en interpretar lo que el papa Juan llamaba “los signos de los tiempos”».
Para la historia española contemporánea, Pablo VI ha sido un papa excepcional, probablemente el más influyente, sin duda el que sufrió con más intensidad las profundas mutaciones y contradicciones del catolicismo hispano. Sin su actuación, la transición española habría tenido otras características. Su pontificado coincidió con el cambio en profundidad de la Iglesia de España y con la modernización y democratización de la sociedad hispana en general. Ambos fenómenos tuvieron concomitancias e interferencias mutuas. El papa optó decididamente por una Iglesia no enfeudada al régimen político y actuó decididamente en consecuencia.
Como resumen de lo mucho que se podría decir sobre este tema, recordaré algunos juicios aparecidos en periódicos españoles con motivo de su muerte: «Fue un hombre con suma caridad. Precisamente por ello fue un pontífice polémico» (El Imparcial); «Sería injusto silenciar el papel conciliador que desempeñó en la vida española» (Diario 16); «El Antiguo Régimen buscaba en el Vaticano un apoyo que ya no tenía en sí mismo, ni en el pueblo al que decían representar. Al no encontrarlo, como era natural, no trataban de reformar su modelo, sino de criticar al “traidor”, personificando en Pablo VI la sima que los separaba de la realidad. Nunca llegaron a comprenderlo» (Luis Apostua en Ya); «Pablo VI no ha sido un papa positivo para España. El pontífice ha estado condicionado por el concilio Vaticano y por el avance del comunismo. Frenó parcialmente el progresismo del primero e intentó la coexistencia pacífica con el segundo. En ambos casos prefirió el prudente compromiso a la arriesgada decisión» (Gonzalo Fernández de la Mora en Ecclesia); «Tuvo una gran lucidez e inteligencia puestos al servicio de una sola idea, que era la necesidad de una gran tolerancia en comprender las vicisitudes de este mundo, trabajando siempre por la reconciliación» (Josep Tarradellas en Ecclesia).
Juan Pablo I (1978).Albino Luciani ejerció uno de los pontificados más cortos de la historia, pero es universalmente conocido a causa del impacto producido en millones de personas por su sonrisa y sus primeras palabras, propagadas por la televisión y la radio. Resulta difícil hablar de un papa al que prácticamente la Iglesia no conoció, dada la brevedad de su pontificado, pero a quien, sin embargo, acogió con entusiasmo tras el final de un pontificado espléndido pero ya muy marcado en sus últimos días por la manifiesta necesidad de un cambio.
Nació en Canale d’Agordo, bajo la sombra de los Dolomitas, en la provincia de Belluno, el 17 de octubre de 1912. Su padre era un socialista que tuvo que emigrar a Francia y Alemania para mantener a su familia, y su madre se caracterizaba por su intensa práctica religiosa. A los once años ingresó en el seminario menor de Feltre. Allí recibió una carta de su padre, que conservaría consigo toda su vida, en la que le recomendaba: «Espero que cuando seas cura te pondrás de parte de los pobres y de los trabajadores, porque Cristo estuvo de su parte.»
Como culminación de sus estudios teológicos defendió en la Universidad Gregoriana la tesis «El origen del alma humana según Antonio Rosmini». Ya en su diócesis recorrió a lo largo de los años los diversos escalafones de la carrera eclesiástica, tanto en su vertiente administrativa como pastoral. Nombrado obispo de Vittorio Veneto, el 15 de diciembre de 1958 fue consagrado obispo en San Pedro de Roma por Juan XXIII. Pablo VI le nombró patriarca de Venecia en 1969 y lo hizo cardenal el 5 de marzo de 1973. Fue el tercer patriarca de Venecia elegido papa durante el siglo XX, pero los tres fueron diferentes.
De carácter sencillo y directo, daba una imagen de pastor dedicado de manera especial a quienes más sufrían la marginación y la pobreza, tanto en la emigración como en su propia tierra. En sus artículos periodísticos, verdadero púlpito de catequesis actualizada, demostraba una cultura vasta y una capacidad llamativa de diálogo y de comprensión de los problemas más urgentes en su momento.
El cónclave de agosto de 1978, el primero tras el concilio, compuesto por 111 electores, estuvo dominado por dos cardenales con fuerte y antagónica personalidad, exponentes de las dos sensibilidades dominantes en la Iglesia: Benelli, arzobispo de Florencia, y Siri, de Génova. Fue elegido Luciani, sin embargo, en un tiempo récord. Una de sus características es que adoptó un nombre compuesto por primera vez en la historia eclesiástica, para homenajear a quien le nombró obispo y a quien le creó cardenal. De este modo quería significar su determinación a seguir aplicando el concilio Vaticano II. Todos comprendieron que deseaba también integrar en su acción la bondad del papa Juan y la capacidad de gobierno de Pablo VI. Parece que quienes le eligieron buscaban un papa que favoreciese la colegialidad episcopal, ejercida sobre todo por medio de los sínodos romanos. La toma de posesión del oficio pontifical careció de la pompa de ceremonias anteriores. Pablo VI había ofrecido la tradicional tiara pontificia a los pobres, de forma que Juan Pablo I inició sus días romanos como un obispo dispuesto a actuar en plenitud como tal, sin otros condicionamientos ni añadiduras.
En los treinta y tres días que duró su pontificado consiguió ganarse la simpatía de la gente por su carácter amable y por su estilo espontáneo y sabiamente catequético, manifestado sobre todo en las cuatro audiencias públicas que presidió, durante las cuales explicó a sus oyentes las verdades de la fe de manera atrayente, cercana y didáctica. Era el catequista parroquial que describía ante sus feligreses, de toda raza y nación, las imágenes y las enseñanzas evangélicas siempre válidas.
Este trato amable y paterno, que suprimió de un plumazo el plural mayestático empleado durante siglos, no estaba exento de claridad y energía en sus manifestaciones. Tanto en Vittorio Veneto como en Venecia y Roma fue señalando con nitidez sus prioridades: poner en práctica las decisiones conciliares, reforzar la disciplina eclesiástica, contribuir al espíritu ecuménico y fomentar la paz del mundo. En un discurso ya preparado, que debía pronunciar ante los procuradores de la Compañía de Jesús dos días después de su muerte, señalaba que la misión de la Iglesia consistía en anunciar el mensaje cristiano, cuyo intérprete auténtico era el magisterio de la Iglesia.
A la muerte de Pablo VI la situación eclesial se encontraba en momentos difíciles, entre la desesperanza de quienes creían que el Vaticano II no estaba siendo aplicado y el desconcierto de quienes temían una protestantización eclesial. El nuevo papa apenas conocía los engranajes de la organización curial ni parecía contar con cardenales de su confianza. Su deliciosa sonrisa pudo ocultar la carga de un oficio cada día más complejo y oneroso, así como el desconcierto de quien pasó de gobernar una diócesis abarcable a una Iglesia compleja, aparentemente descontrolada e inmensa.
De lo poco que se sabe, parece claro que no pensaba revolucionar nada, aunque se mostró dispuesto a proponer «las verdades ciertas e inmutables de manera adaptada a los nuevos tiempos». Conocía la teología contemporánea, había leído a buena parte de los pensadores de su siglo, a los que aludía atinadamente en sus audiencias, y no tuvo empacho en llamar la atención y corregir cuando lo consideró necesario. Si Pablo VI encarnaba la angustia de la sociedad contemporánea, Juan Pablo I, que suponía un cierto retorno a Juan XXIII, significó la necesidad de volver a la normalidad y a la serenidad.
En realidad no hubo tiempo para nada. Su estado de salud, mucho más dañado de lo que creían sus allegados, el calor del verano romano, el esfuerzo de ponerse al día en tantas cuestiones desconocidas que le obligaban a horarios muy cargados… Todo facilitó el infarto del que murió. Los rumores causados por la sorpresa de una muerte inesperada y, sobre todo, algún libro empeñado en componer una trama de asesinato en los pasillos vaticanos, ocuparon demasiado espacio en los medios de comunicación social.
Murió sin tiempo para plantear un programa ni para solucionar problemas, pero los cardenales que se reunieron tras su muerte para elegir un nuevo papa habían adquirido el convencimiento de que no bastaba un pontífice con tal o cual talante, sino que resultaba necesario decidir antes de la elección qué objetivos fundamentales debían caracterizar a la Iglesia en los últimos años del segundo milenio de su historia. Resulta difícil saber si alcanzaron su objetivo.
Juan Pablo II (1978-2005). Carol Wojtyla, el primer papa polaco de la historia tras una tradición de cuatro siglos de papas italianos, nació el 18 de mayo de 1920 en Wadowice. El suyo es un pontificado complejo, desbordante, contradictorio, de un protagonista que ha influido en la marcha de la Iglesia como pocos antes, y que ha ocupado con frecuencia los espacios informativos. Ha sido el papa más universal y más conocido de todos los tiempos. Por sus viajes, encuentros, discursos y documentos ha estado presente tanto en el campo eclesial como en el moral, cultural, social o político. De carácter inconformista, pródigo en gestos poco convencionales, ha desmitificado el pontificado, como antes lo hizo Juan XXIII, convencido de que el carisma pontificio no depende de gestos y ritos teatrales ni de apariencias suprahumanas y poco convincentes.
La Iglesia actual es más abierta y más libre que antes, pero esta actitud ha complicado y ampliado sus propios problemas. Ha salido de la reclusión en la que se encontraba, del estado de autosatisfacción provocado por el convencimiento de que sólo ella poseía toda la verdad, y se ha puesto a caminar codo a codo con los demás mortales. Este cambio resulta meritorio, pero lo que ha ganado en universalidad lo ha perdido en tranquilidad interior. En un mundo tan interrelacionado, los problemas ajenos terminan siendo también los propios.
En 1978, tras la muerte inesperada de Juan Pablo I, los cardenales decidieron un viraje histórico, un poco por necesidad y, sobre todo, porque consideraron que los tiempos estaban maduros para elegir un cardenal no latino. Estaban convencidos de que la universalidad de la Iglesia exigía una inculturación mayor en las diversas regiones, historias y culturas. Pero el hecho de elegir un polaco significó también una opción por un modelo y talante muy concretos. En Polonia la secularización y la descristianización habían sido impuestas por decreto, pero apenas habían llegado a las masas católicas, a diferencia de lo ocurrido en los países occidentales. La Iglesia mantenía la solidez y la credibilidad de su mensaje, y su liderazgo era reconocido incluso entre el proletariado. No olvidemos el grito lanzado por Juan Pablo II en su primer viaje como papa a su propio país: «Nadie tiene el derecho de expulsar a Cristo de la historia.» Los cardenales consideraron que los católicos polacos habían vencido el trauma de la secularización y quisieron beneficiarse de su experiencia. Naturalmente, se trató de un espejismo.
Frente a una Iglesia que parecía desmoronarse se optó por un pontificado fuerte, muy seguro de sí mismo, muy convencido de que el mantenimiento de las propias raíces cristianas fortalece la personalidad de los pueblos y la solidez del cristianismo. El papa polaco ha venido marcado no sólo por su carácter y su lengua, sino sobre todo por su decisión de integrar el entorno eslavo en la historia y en la dinámica del mundo occidental. Su actuación en Polonia, tan personal, directa y eficaz, no puede ser considerada únicamente como el intento de un polaco de liberar a su patria, sino también como el deseo de un eslavo de liberar una parte importante de Europa de su opresión histórica, tanto ideológica como geopolítica. En su pontificado se han conjugado los intereses universales con los regionales del este europeo. Pocos días después de su elección, recibiendo a unos obispos polacos, les dijo: «Me considero un obispo de Polonia. Soy polaco: amo a Polonia.» Pocas veces en la historia estas iglesias eslavas, y en general las del este de Europa, se habrán encontrado más integradas en el tronco común cristiano.
No sabemos si Juan Pablo II recibió un mandato concreto del cónclave a propósito de las necesidades más urgentes y de una «modernización responsable» de la Iglesia, pero tras más de veinticinco años de pontificado parece que podemos afirmar que Wojtyla se ha considerado un nuevo Gregorio VII, con la misión de reformar resueltamente la Iglesia, considerada en situación de grave decadencia. Esto ha llevado a ejercer el poder con voluntad inflexible, actuando a menudo con dureza, cuando lo consideraba necesario, sin gran respeto por las personas o por sus itinerarios eclesiales, exigiendo a los teólogos una estrecha colaboración con el magisterio que, de hecho, ha significado mayor control de la libertad teológica en la Iglesia.
Restringió la posibilidad de secularización de los sacerdotes, impuso un delegado personal a los jesuitas, y ha interpretado la evolución del atentado que sufrió como una intervención especial de la Virgen de Fátima. Ha confiado en los movimientos y en algunas instituciones, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, sin tener en cuenta el parecer de los obispos ni, por supuesto, de los fieles, convencido de que ellos son los llamados a regenerar el tejido eclesial, devolviendo a la Iglesia seguridad en sí misma y una conciencia clara de su función religiosa. No cabe duda de que es profundamente autoritario pero, al mismo tiempo, el más popular de la historia.
Juan Pablo II ha sido fundamentalmente un papa viajero, ha escrito mucho, ama el contacto directo con la gente y recibe permanentemente en audiencia a grupos y a personas individuales. Ha visitado sin tregua las parroquias romanas, una a una, y con frecuencia ha viajado a las diócesis italianas, donde habla sin pelos en la lengua sobre los puntos débiles de la complicada situación nacional. Tras el Vaticano II las diócesis han adquirido más conciencia de su autonomía, y las conferencias episcopales nacionales tienen, al menos en apariencia, capacidad y medios suficientes para orientar la marcha de sus respectivas iglesias. Por otra parte, durante su pontificado, Roma ha pasado a dirigir más que nunca la vida inmediata de las diócesis, limitando sin consideración las capacidades de las conferencias episcopales.
El Papa, ocupado en sus viajes y preocupado por los grandes temas de carácter global, ha dejado en manos de la Curia buena parte del control habitual que, por ejemplo, Pablo VI ejercía en persona. Esto significa que la Curia del papa Wojtyla se ha fortalecido en su burocracia y en los mecanismos de control sin que, por su parte, haya sido fiscalizada ni limitada. En los últimos años, de enfermedad y ancianidad, esta realidad se ha agravado considerablemente.
Un papa llegado de un país comunista ha sido uno de los artífices de la crisis y del declive del comunismo, con su apoyo decidido a la creación del sindicato polaco Solidaridad y con su respaldo a los derechos de los ciudadanos sistemáticamente conculcados por las democracias populares. Según el intelectual italiano Carlo Bo, no ha sido el comunismo el que ha sido derrotado, sino la idea de que el hombre pueda vivir sin religión, sin una participación de orden espiritual. El apoyo decidido del papa al sindicato Solidaridad desencadenó un movimiento imparable que fue infiltrándose en algunos de los países vecinos. En Lituania, donde la identidad religiosa se funde con la étnico-nacional, la independencia del yugo soviético adquirió claramente tintes eclesiales. Otro tanto fue sucediendo en otras regiones europeas. La religión, que parecía encontrarse en estado terminal, volvió a configurar la personalidad y los anhelos de unos pueblos que fueron descubriendo el significado de la libertad. Los discursos del papa durante sus diversos viajes a estos países pusieron el acento en esa palabra que durante decenios había sido pronunciada en voz baja. El concepto de libertad, enraizado tanto en el derecho natural como en la concepción cristiana del hombre, ha sido repetido por el papa mil veces como profesión de fe en el hombre y en su dignidad.
Tanto sus viajes como sus discursos, o sus relaciones personales con los políticos europeos, han buscado favorecer la integración del viejo continente con el fin de colmar el enorme surco existente entre la Europa capitalista y la anterior Europa marxista. Al nombrar a san Cirilo y san Metodio, creadores de la identidad nacional de algunos países orientales, copatronos de Europa junto a san Benito, quiso recordar que estas naciones forman parte de la historia y de la tradición europeas.
En 1596 una parte del clero y del pueblo ortodoxo oriental eligió unirse a Roma, aunque manteniendo el rito litúrgico bizantino. Los uniatas —del latín «uno» y del ruso «uniat»— vivieron sometidos a rusos y polacos, en situación frecuentemente difícil. En 1946 Stalin suprimió sin más la Iglesia uniata y la incorporó de oficio a la Iglesia ortodoxa. Tras la caída del régimen soviético, este suceso siguió enfrentando a la Iglesia ortodoxa rusa y a la católica. Aquélla no quería perder los fieles adquiridos indebidamente y ésta exigía la devolución de los bienes confiscados y el reconocimiento pleno de una realidad existente a pesar de la persecución y las intolerancias: el hecho de que millones de ciudadanos se han seguido considerando católicos a pesar de la persecución. Además, para los católicos, el hecho de que los uniatas mantengan liturgia, lengua, tradición y ordenación canónica propias, constituye la demostración de la posibilidad de que distintas tradiciones convivan en comunión en una misma Iglesia.
Para Juan Pablo II la Iglesia uniata debería constituir el puente entre católicos y ortodoxos, pero en realidad, dada la intransigente postura de los ortodoxos rusos, se ha convertido en un muro que ha enconado aún más las relaciones mutuas. Además, los uniatas ucranios, que son la mayoría y cuentan con dos millones de miembros en Estados Unidos, defienden la independencia de Ucrania de toda injerencia rusa, de forma que, una vez más, el nacionalismo influye y conforma una Iglesia oriental. Al decidir Juan Pablo II la creación del patriarcado de Kiev ha dado origen a un rechazo de consecuencias imprevisibles en el patriarcado de Moscú. Ésta es la razón de que el papa no haya podido visitar Rusia, como era su deseo más vivo, y de que las relaciones entre ambas Iglesias se encuentren bajo mínimos.
No cabe duda de que el tema ecuménico ha estado muy presente en este pontificado, de manera muchas veces conflictiva. A lo largo de los viajes pontificios ha podido observarse el diferente grado de comprensión mutua y de diálogo existentes: bastante frío en los países nórdicos luteranos; mejor acogido en la Inglaterra anglicana; inexistente en la mayoría de los países ortodoxos. Siglos de incomprensión y el temor de los rusos a que los católicos estén más capacitados para orientar el despertar religioso del pueblo, la decisión anglicana de ordenar mujeres u otros sucesos igualmente importantes han favorecido el alejamiento y los recelos aunque, tras el Vaticano II, la franqueza de las palabras no siempre ha entorpecido el diálogo.
En una de sus propuestas más llamativas, Juan Pablo II invitó a todos los líderes religiosos del mundo a reunirse en Asís (1986) para rezar juntos en un momento en el que las religiones parecían vivir uno de sus momentos más bajos. La reunión constituyó un auténtico aldabonazo en las conciencias religiosas, aunque en los ambientes más conservadores produjo el temor de un irenismo incontrolado, capaz de relativizar e igualar todas las doctrinas.
Un pontificado eminentemente viajero
Durante siglos, los viajes de los papas se limitaron casi exclusivamente a los Estados de la Iglesia. Desde 1870 los papas no salieron del Vaticano. Nunca habían controlado y dirigido tanto la Iglesia, pero nunca se habían movido menos. El pontífice era identificado con un palacio y un templo. Los modernos medios de comunicación acercaron su imagen a los hogares, pero se trataba de una imagen situada permanentemente en el mismo marco. Juan XXIII pareció romper el maleficio y se movió por Roma sin cortapisas.
Pablo VI visitó Tierra Santa y los distintos continentes, iniciando un nuevo modelo de ejercicio del ministerio pontificio: la visita a las diversas iglesias, la confirmación de la fe de las comunidades, el tejer lazos de comunión entre culturas y tradiciones.
Juan Pablo II ha hecho de los viajes un instrumento permanente de evangelización. Se ha dedicado a visitar sistemáticamente las diversas Iglesias de los cinco continentes, en más de ciento cuarenta viajes a Italia y más de cien a los demás países. Ha podido conocer de cerca cuanto sucede en África y América, ha recibido directamente las quejas y las protestas, ha profundizado en las dificultades. Naturalmente, estos viajes no constituyen la panacea universal de los males existentes: existe el riesgo de que las masas se entusiasmen con su persona, pero continúen sin ser atraídos por el mensaje cristiano; que todo se convierta en un inmenso montaje en el que la sustancia religiosa sea lo accidental.
De todas maneras, una institución tan compleja y plural manifiesta diversas necesidades. El centro de comunión eclesial es el obispo de Roma, pero su permanente movilidad constituye un factor dinamizador, y para muchas Iglesias, sobre todo del Tercer Mundo, la ocasión de una real integración en la Iglesia universal. Resulta fácil sentirse miembros de una Iglesia con una tradición de dos mil años cuando se vive en Europa o América, pero el engarce con esa tradición resulta mucho más problemático cuando uno está en África o Asia oriental. Las visitas y la presencia de Juan Pablo II en esas naciones periféricas con respecto a Roma han facilitado su entronque en la Iglesia universal, haciéndolas más conscientes de sus proyectos e ideas generales.
Sin embargo, estos encuentros frecuentes no han tenido como consecuencia una mayor corresponsabilidad de los obispos en la marcha de la Iglesia. Juan Pablo II ha mantenido el control del episcopado propio de la época moderna, siguiendo un estilo más rígido y uniforme. Ha cambiado jerarquías enteras sin tener en cuenta el parecer del pueblo creyente ni de los obispos del país, y ha nombrado obispos de una línea, siempre la misma, para cambiar mayorías en las conferencias episcopales. En cierto sentido, el papa itinerante se ha convertido en una especie de superobispo, capaz de ejercer de forma nueva un primado más agobiante. Las conferencias episcopales nacionales no han logrado actuar autónomamente y a los sínodos episcopales no se les ha permitido convertirse en un órgano participativo de consejo y gobierno.
Iglesia y ciencia
Tras los dos últimos siglos, en los que dominó la impresión de que ciencia y fe cristiana resultaban incompatibles, Juan Pablo II ha dialogado con frecuencia con los hombres de ciencia y ha organizado importantes reuniones en las que han participado científicos y católicos. «Debemos unir —recordaba a la Academia Pontificia de Ciencias— las fuerzas vitales de la ciencia y de la religión con el fin de preparar a los hombres de nuestro tiempo para que sean capaces de afrontar el reto del desarrollo integral, que exige competencias y cualidades al mismo tiempo intelectuales y técnicas, morales y espirituales […] frente a las exigencias de paz, desarrollo de todos los pueblos, tutela de la vida humana y de la naturaleza.»
En 1981 el papa nombró una comisión para que estudiase con toda libertad el caso Galileo. Esta actitud de mayor humildad tanto por parte de la ciencia como de la Iglesia, esta mayor capacidad de diálogo y de respeto mutuo, se han traducido en una mayor colaboración en favor de las necesidades humanas. Hoy en día las universidades católicas trabajan e investigan codo a codo con otras instituciones de prestigio en temas que interesan a la humanidad. El papa, en su encíclica Redemptor hominis, llamó a teólogos, hombres de ciencia y especialistas en ciencias humanas a unir sus esfuerzos en favor de una síntesis. El discurso de la Iglesia permanece abierto a las investigaciones en el campo de la física y de la astrofísica, y desea incorporar sus resultados a la reflexión teológica.
Mayores dificultades existen en todo lo que concierne a las técnicas genéticas y a los problemas de la procreación. Actitud diferente, pues, según se trate del conocimiento o de la acción: ninguna reticencia para aceptar las implicaciones teológicas del saber científico, pero rechazo de toda evolución doctrinal en el campo del pensamiento moral. Sí a la profundización del saber científico, sí a su utilización técnica en servicio de la humanidad, pero no a su utilización para modificar el proceso de la procreación humana. Éste es uno de los temas más conflictivos hoy en día en la comunidad católica, donde, por otra parte, parece querer imponerse el pensamiento único.
Matrimonio y familia
Estos dos valores, fundamentales para el cristianismo, parecen encontrarse en profunda crisis en su concepción tradicional dentro de la sociedad occidental. El tema está provocando una polémica generalizada y agria en numerosos países a causa de las propuestas que equiparan las uniones de hecho a las familias institucionales. El papa, que ha dedicado a este tema más tiempo que a ningún otro, ha llegado a definir la unión de hecho como un desorden, aunque haya insistido en la protección jurídica de los más débiles, es decir, de los hijos fruto de estas uniones. La experimentación de la ingeniería genética aplicada al ser humano constituye en estos años un tema extraordinariamente arduo, en el que el compromiso resulta más difícil.
En el mismo ámbito de la moral, una de las principales preocupaciones de Juan Pablo II ha sido la batalla contra la legalización del aborto en las sociedades avanzadas. En su encíclica Evangelium vitae, en la que invitaba a una nueva cultura de amor y respeto a la vida, atacaba la cultura de la muerte, que consideraba característica de las sociedades materialistas, y de las que el aborto y la eutanasia constituyen las principales expresiones. La instrucción «Sobre el respeto de la vida humana naciente» (1987) anunciaba que la Iglesia romana se proponía como objetivo inmediato obtener de los Estados la reforma de leyes civiles moralmente inaceptables, utilizando la opinión pública mundial y cualquier otro medio de presión legal. En las conferencias y en las instituciones internacionales, los representantes de la Santa Sede han mantenido una actitud beligerante en este tema, a menudo en colaboración con algunos países islámicos.
Beatificaciones y canonizaciones
Juan Pablo II casi ha canonizado y beatificado a más personas que el resto de los papas en su conjunto, con el consiguiente peligro de devaluación y de una cierta desestima del tema. El papa, sin embargo, está convencido de que las jóvenes generaciones y las sociedades en general necesitan más que nunca modelos de vida cristiana. En sus viajes a diferentes países ha beatificado a hijos de esas comunidades, consiguiendo que los pueblos consideren como algo propio a personas que, de otra manera, habrían quedado en el anonimato. En otras ocasiones estas ceremonias han provocado reacciones negativas que han convulsionado algunas Iglesias, como la española, con motivo de las causas de los mártires de la Guerra Civil o con ocasión de la causa de José María Escrivá.
El sistema utilizado hasta el momento exige invertir mucho tiempo y dinero en los procesos de beatificación, y esto explica que, en su mayor parte, santos y beatos sean religiosos, con notable desproporción para los laicos y sacerdotes diocesanos, quienes no tienen quien dedique tiempo y dinero a su exaltación. Pablo VI y Juan Pablo II han demostrado mayor sensibilidad, y han pedido que se dedique más atención a figuras significativas estimadas y reverenciadas en sus comunidades locales, pero desconocidas en la Iglesia universal. De hecho, gracias a esta proliferación de nuevos beatos, muchas comunidades del Tercer Mundo cuentan ahora con santos propios de sus comunidades.
Probablemente la página más sugestiva e incisiva del jubileo del año 2000 fue la petición de perdón por parte del papa en nombre de la Iglesia por «los errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes» y por las formas de «antitestimonio» y de «escándalo» de las que se han hecho protagonistas «sus hijos» en el transcurso de los últimos mil años: «Confesamos nuestra responsabilidad de cristianos en los males actuales. Ante el ateísmo, la indiferencia religiosa, el secularismo, el relativismo ético, la violación del derecho a la vida, el desinterés por la pobreza de muchos países, no podemos no preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades.» El papa exhortó a pastores y fieles a hacer un examen de conciencia para determinar los «pecados» y los «fracasos» pasados y presentes como condición necesaria para la celebración del jubileo y para afrontar el tercer milenio del cristianismo. En una sociedad en la que nadie pide perdón, llamó la atención la actuación pontificia, aunque no pocos cristianos hayan expresado que sería más eficaz si se hiciera más hincapié en los pecados actuales.
El programa cristológico y mariano, además del antropológico, íntimamente relacionados, han inspirado el pontificado de Juan Pablo II. Desde la primera encíclica, Redemptor hominis, el papa ha señalado cómo la divinidad y la humanidad, el dogma y la cultura, indican que la encarnación salvífica de Dios en Jesucristo le constituye en único redentor del hombre y de la historia del mundo. De esto deduce una de las convicciones más fuertes de su pontificado: que la Iglesia es la mejor garantía en la promoción de la defensa de los derechos, la dignidad y la libertad del hombre.
Pensamiento social
En este mismo sentido, una de las facetas más renovadoras de este papa ha sido, sin duda, la social. En la argumentación de sus documentos el bien común resulta prioritario: el trabajador es más importante que el trabajo, y éste, más que el capital. En Laborem exercens condena tanto el sistema socialista como el capitalista, por el que demuestra una profunda desconfianza. También insiste en la exigencia de justicia social y alaba la presencia de los nuevos movimientos de solidaridad de los trabajadores. El papa subraya la contradicción de nuestro tiempo entre el progreso en permanente avance, la tecnología, la economía, el consumismo agresivo y las crecientes bolsas de pobreza, marginación y desesperación.
Juan Pablo II ha sido seguramente el papa que más ha desmitificado la imagen del papado, haciéndola más cercana. No ha sido el primero, pero su contribución a la desaparición de un estilo trasnochado ha resultado definitiva. Esto no significa, como se ha visto, menor autoridad ni una disminución del control del cuerpo eclesial, sino más bien la aparición de un nuevo concepto de ejercer la autoridad. La Iglesia no ha dejado de ser un cuerpo muy clerical, y algunos documentos romanos recientes han subrayado este carácter, en abierto contraste con el espíritu del Vaticano II.
Juan Pablo II es moderno, ha protegido los «movimientos», nuevos grupos de laicos presentes en la Iglesia con un barniz exterior más progresista de lo que su interior oculta, pero no cabe duda de que su teología en este campo es profundamente tradicional. El papa ha ensalzado con palabras el papel de la mujer en la Iglesia, pero le ha cerrado el paso al sacerdocio, argumentando que hay otras muchas funciones importantes en la Iglesia. Aunque el documento Christifideles laici dispone que las mujeres deben participar sin ninguna discriminación en la vida de la Iglesia en lo que se refiere a consultas y a la elaboración de decisiones, al negar el sacerdocio a las mujeres resulta evidente que se les cierra el paso a la mayoría de puestos de gobierno que, en realidad, están unidos a ese sacerdocio. Paridad de derechos, pues, pero no en el altar; religiosas en los monasterios y en las sacristías, pero no en las órdenes sagradas; cargos y dignidades en medio del pueblo de Dios, pero no en la jerarquía.
En Estados Unidos y otros países se ha tomado mal esta decisión pontificia. No cabe duda de que se falsea el problema si se reduce todo a un problema de feminismo o machismo, pero el debate existe. Cada día hay más mujeres estudiando teología, dirigiendo instituciones eclesiales, supliendo a los sacerdotes y ejerciendo el apostolado, pero a la postre su marginación resulta evidente en un tiempo en el que las vocaciones sacerdotales escasean y la media de edad de los sacerdotes es muy alta.
El ministerio petrino va a resultar distinto a partir de Juan Pablo II. Desde ahora los frecuentes viajes a las diferentes Iglesias constituyen una parte esencial. Han perdido el cariz exótico y extraordinario que tenían en un principio y se van convirtiendo en algo habitual y normal. Perderán, seguramente, el aspecto formal y político y quedarán en lo que realmente son: un encuentro pastoral del sucesor de Pedro con las diversas iglesias. Pero al mantenerse la inflexible centralización y verticalización del gobierno de la Iglesia, ese contacto entre papas y obispos sigue sin ser fraterno y establece un control y una dependencia desconsiderada que marca negativamente la organización y el desarrollo eclesial.
Para la vida de la Iglesia española, este pontificado ha resultado ambivalente. Sus visitas han provocado admiración y adhesión, pero su idea de que la Iglesia española de la transición no fue capaz de defender debidamente sus derechos ha resultado problemática. El deseado cambio del talante del episcopado, y su actitud ante diversos problemas de la Iglesia española, han provocado desazón, división eclesial y, en buena medida, la pérdida del prestigio que tan trabajosa y meritoriamente había conseguido durante los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia.
Juan Pablo II ha muerto el 2 de abril de 2005. Los últimos años han manifestado no sólo la debilidad del cuerpo del papa sino también su fuerza de voluntad y su carácter patéticamente coherente. De hecho, el interés de los ciudadanos del mundo por los últimos días de este papa ha resultado sorprendente. Sus funerales han constituido la prueba más fehaciente del prestigio moral de la sede apostólica romana. Sobre la tumba de Pedro se volvió a celebrar un funeral y una entronización. Un nuevo papa iniciaba su pontificado.