XII. Roma vaticana. La Iglesia «Piana»

(1903-1958)

Al inicio del siglo XX los papas vivían recluidos permanentemente en el Vaticano, y daba la impresión de que la religión no salía de las sacristías. Europa, y el Occidente en general, habían organizado su convivencia sin que aparentemente la religión tuviera mucho que decir.

Los cristianos, a su vez, experimentaban la dificultad de relacionar su fe con la ciencia y el progreso, tan presentes y operantes en aquellos años, y se sentían rechazados por los movimientos sociales y políticos. El repudio visceral de la Iglesia tanto por parte del mundo obrero como por el ámbito de la cultura era general, y los políticos liberales, por su parte, actuaban como si la Iglesia fuera una pura rémora.

Sin embargo, los cristianos eran muchos, actuaban y colaboraban en todos los ámbitos, y a menudo representaban un factor de equilibrio en una sociedad cada vez más radicalizada y polarizada. En las dos guerras mundiales los católicos defendieron codo a codo con los demás ciudadanos los valores de libertad y patria, y reconquistaron así su consideración como personas con todos sus derechos.

El cristianismo, pues, había perdido su estatus privilegiado en casi todos los países, y en no pocos había sido marginado y maltratado. Esta situación favoreció una adhesión más meditada y consciente de muchos creyentes, una religión más interiorizada, menos rutinaria, más purificada de intereses bastardos. La religión del misterio daba hondura y horizonte a una fe que, sin embargo, demasiado a menudo era vivida en exceso a ras de tierra, como solución de problemas contingentes.

Por otra parte, los cambios acelerados y profundos de esos años han determinado la secularización de las masas, de la vida social, de las costumbres y de las actitudes. Es en este campo en el que se han desarrollado los choques más esenciales entre las tradiciones y las vivencias religiosas y las nuevas costumbres. Además, la ruptura entre cultura moderna y cristianismo ha empujado a los creyentes a sentirse, a menudo, en tierra extranjera.

Durante estos años la Iglesia se ha enfrentado con algunas de las ideologías más radicales de la historia: el marxismo, el nazismo, y el fascismo, con guerras cruentas como nunca antes se habían dado. No sólo las dos mundiales, sino también la de Vietnam, o las de descolonización en casi toda África.

Ninguno de los cuatro papas de este periodo estimó la democracia en cuanto tal, sino en función del ámbito en el que se desarrollaba el cristianismo. De hecho, Pío XI y Pío XII, por ejemplo, no tuvieron dificultades para entenderse con Mussolini, Salazar o Franco. Estaban convencidos de que sólo la civilización cristiana era capaz de generar un nuevo mundo más fraterno y más justo, y de que esa civilización debía ser protegida y alentada, sin tener demasiado en cuenta la calidad de los «protectores».

En el transcurso del siglo XX la Iglesia católica ha sido identificada, demasiado a menudo, con el pontificado romano, de forma que la historia y las imágenes de los papas parecían, sin más, la concreción de la historia y la vida del catolicismo. Roma y el papa de turno parecían ser lo más noticioso, lo más visible y lo más contable, con lo que se simplificaba de manera peligrosa la realidad eclesial. El papel preponderante como guía casi exclusiva asumido por el papado contemporáneo ha desembocado en esa situación.

En general estos papas han estado presentes con su palabra y su acción en los grandes problemas y en el desarrollo eclesiástico de todas las diócesis y de todos los países donde se encuentra establecido el catolicismo. La Iglesia ha resultado en este siglo más romana que nunca y su cuerpo ha aparecido más compacto e interrelacionado que en cualquier otro momento de la historia. La forma de gobernar la Iglesia por parte de los papas del siglo, dominante, centralizadora, fiscalizadora, ha obligado a los católicos a dirigir su mirada casi inconscientemente a Roma, porque resultaba evidente que era allí donde se encontraba el centro de comunión de las diversas Iglesias y, sobre todo, el lugar de donde partían o, al menos, se autorizaban casi todas las políticas eclesiales.

Esta centralización, que inevitablemente ha llevado a una exagerada uniformización, ha tenido sus lados positivos y negativos. El peligro de convertir la Iglesia en una única e inmensa diócesis ha estado presente durante todo el siglo, aunque también su eficacia y su catolicidad han resultado más manifiestas. Las diversas diócesis han perdido en autonomía y riqueza de tradiciones locales, pero el peligro de dispersión y desintegración ha disminuido.

En la nueva Roma conviven el vencedor, es decir, el rey con su gobierno, y el vencido, el papa con su Curia. Sólo un carácter como el italiano ha hecho posible esta coexistencia que, a veces, se desarrollaba al modo de un drama napolitano y otras manifestaba la lejanía de dos modos de enfrentarse con la modernidad.

Pío X (1903-1914). Giuseppe Sarto fue elegido casi de carambola, probablemente a causa del veto impuesto por Austria al cardenal Rampolla, acusado de haber favorecido la política francesa en su puesto anterior. Esta acusación demostraba que, a pesar de la marginación a que sometían a la Iglesia, los Estados seguían teniendo en cuenta las consecuencias políticas de su actuación. Los cardenales protestaron por el veto, pero lo tuvieron en cuenta y eligieron a Sarto, patriarca de Venecia, de sesenta y ocho años, que había llegado a Roma sin la menor duda de que su viaje sería de ida y vuelta.

De todas maneras, para algunos cardenales el pontificado anterior había sido demasiado político. «Es necesario —escribía Ferrari, arzobispo de Milán— un cambio que de hecho es esperado por todos; lo exigen las condiciones de nuestro tiempo.» Una vez más se comprobaba cómo un pontificado largo e intenso, por extraordinario que hubiera sido, era sustituido por otro de diverso signo.

Giuseppe Sarto respondía al modelo de sacerdote del siglo XIX, piadoso, clerical, con una formación teológica escolástica, tradicional, contrario a cualquier veleidad católico-aperturista, intransigente, rígido y poco dado a los matices en los principios. Por otra parte era un hombre cercano en las relaciones personales, con una concepción eclesial completamente centrada e identificada con Roma. Había nacido en una familia humilde, campesina —el primer papa campesino en tres siglos—, y a ella se sintió vinculado a lo largo de su vida. Recorrió todos los peldaños de la carrera clerical desde coadjutor de una parroquia rural al sumo pontificado, y vivió de cerca los problemas pastorales y las dificultades ambientales que experimentaba el clero, sobre todo en su contacto con la masa de cristianos que, sin estar preparados adecuadamente, tenían que enfrentarse a todos los retos de la cultura moderna.

Probablemente no mostró la misma sensibilidad para los problemas y las angustias experimentadas por los creyentes de buena formación intelectual, incómodos con una Iglesia demasiado anclada en el pasado y con un talante intransigente, incapaz de dialogar con una sociedad cada día más plural y secularizada, y con una ciencia que lanzaba de continuo nuevos métodos y nuevas hipótesis. En este pontificado encontramos con meridiana claridad el drama personal de tantos cristianos que habían sido formados en las ciencias modernas y que difícilmente soportaban el corsé de una escolástica o de unas tradiciones anacrónicas que se defendían a ultranza.

Pío X, dispuesto a mantener esas tradiciones y la unidad doctrinal, rechazó decididamente la eventualidad de que los intelectuales escandalizasen o desconcertasen a los más sencillos de entre los fieles con sus dudas y sus propuestas, y cortó con decisión cualquier intento de búsqueda y experimentación que causase escándalo a los débiles. Prefirió la paz del camposanto a una Iglesia inquieta por la búsqueda, la confrontación, el diálogo y la renovación.

La elección le cogió, ciertamente, de sorpresa. Tomó el nombre de Pío en recuerdo de los pontífices de tal nombre «que en el último siglo se opusieron con coraje al multiplicarse de las sectas y de los errores». El filósofo francés Blondel señaló que la elección del nombre ya era una indicación de la dirección del pontificado y de hecho da la impresión de que Pío X se sintió más identificado con el talante de Pío IX que con el de su inmediato predecesor, a quien consideraba demasiado condescendiente.

En el mismo cónclave el nuevo papa pidió a Rafael Merry del Val (18651930), arzobispo secretario del cónclave, hijo de un diplomático español, que se quedase con él como prosecretario de Estado. Poco después le confirmó definitivamente en el cargo.

Pío X era de carácter firme, seguro de sí mismo, y estaba dotado de un talante autoritario que le llevó a enfrentarse sin temor a cardenales, clero y políticos. Sin embargo, fue enormemente popular, no sólo por su origen humilde, sino por una innata sencillez y cercanía a los más pequeños y a los más necesitados, y también por las medidas que adoptó.

El lema del pontificado, «Restaurar en Cristo todas las cosas», respondía a la negativa consideración de la sociedad moderna, tal como dejó escrito en su primera carta pastoral como patriarca de Venecia: «Dios ha sido alejado de la vida pública por culpa de la separación entre la Iglesia y el Estado; ha sido expulsado de la ciencia ahora que la duda se ha erigido en sistema […] y ha sido rechazado incluso de la familia, que ya no es considerada sagrada en sus orígenes.» No cabe duda de que respondió a este programa desde sus primeros actos, decidido a renovar la vida cristiana y, en primer lugar, la de la diócesis y el clero de Roma, que no se encontraban en su mejor momento. Los cardenales que le votaron buscaron un pontífice pastor y ciertamente lo consiguieron. Sus actuaciones y sus escritos se centraron en la renovación religiosa del pueblo cristiano. Su primera encíclica señalaba las líneas maestras: «Es preciso que desaparezca la impiedad que representa la sustitución de Dios por el hombre, que se restablezcan las leyes y los consejos del Evangelio y que se reafirmen las verdades de la Iglesia: la santidad del matrimonio, la educación católica de la juventud, propiedad y uso de los bienes, deberes de los ciudadanos y equilibrio entre las clases sociales.»

Reforzó con determinación la centralización de la Iglesia. Su formación y su carácter favorecían este planteamiento vertical: los laicos debían obedecer al clero, éstos a los obispos y los obispos al papa. Estaba convencido de que no era posible defender la verdad de Cristo sin un reforzamiento de la disciplina interna eclesial entendida en un sentido muy dirigista y uniforme. Recordó a los obispos la obligación de las visitas ad limina y les prescribió la exigencia de una relación minuciosa del estado de sus diócesis, con el deseo de conseguir mayor rigor y dedicación en la pastoral diocesana y de que Roma ganase un mayor control.

Creo que se puede afirmar que para él los laicos no representaban gran cosa en la Iglesia: tenían que obedecer, seguir las consignas y trabajar tanto en el campo apostólico como en los sindicatos o en la acción política, siempre de acuerdo con las directrices eclesiales, porque creía que era inseparable lo que pertenecía a la fe y las costumbres de lo que era propio de la política y la vida social. Esto le llevaba a preferir en todo caso las asociaciones de tipo confesional, rechazando las tendencias más autónomas o los proyectos interconfesionales.

En Alemania, como en todos los países, existían las dos tendencias. Pío X aprobó calurosamente los sindicatos confesionales de Berlín y estuvo a punto de condenar los de Colonia, bastante más numerosos, potentes y eficaces, pero que englobaban a católicos y protestantes y defendían un carácter más reivindicativo y autónomo. En Italia miró con sospecha las tendencias democristianas y condenó a Romulo Murri, no tanto por sus doctrinas y exageraciones cuanto por su aspiración a defender la autonomía de los obreros en el campo social y sindical. Tanto su encíclica Il fermo proposito (1905) como la Vehementer nos (1907) reafirmaron el papel directivo de la jerarquía eclesiástica en todas las actividades de los laicos en la sociedad, aunque señalaban que el clero no debía intervenir en política.

La condena del atrayente grupo juvenil francés Le Sillon tuvo unas causas semejantes. Sus miembros fueron conscientes de que si querían influir en la sociedad francesa con una cultura acorde con el cristianismo, si querían reconciliar a la Iglesia con el mundo obrero y a la Iglesia con la república, si querían transformar la sociedad, tenían que convertirse en un grupo más abierto e integrador, que aceptara la democracia sin reticencias. No renunciaban a sus ideales primarios, pero modificaban los modos de presencia y de actuación. Esta determinación les llevó a ser más independientes de la tutela episcopal, algo intolerable para no pocos, sobre todo si se tenía en cuenta su adhesión a la democracia y el republicanismo. Pío X los condenó con determinación y rechazó el cristianismo democrático que ellos defendían. Sangnier y sus seguidores aceptaron inmediatamente la condena y se disolvieron sin acritud, aunque no dejó de sorprender la distinta medida utilizada por el pontífice con el movimiento monárquico L’Action Française, de tendencia integrista, que utilizó sectariamente la condena pontificia, debida en parte a que los obispos franceses se encontraban más identificados con el conservadurismo político y nacionalista de Maurras que con el espíritu democrático de Sangnier. En Italia, la Acción Católica mantuvo un espíritu cerrado, agresivo y conflictivo.

Las dificultades eclesiásticas se multiplicaron en los diversos países. En España, poco después de la Semana Trágica de Barcelona (1911), Canalejas aprobó la «Ley del Candado», que dificultó la vida de las congregaciones religiosas y enfrentó al gobierno de la nación con la jerarquía episcopal. En Portugal, en 1908, fueron asesinados el rey Carlos y su heredero. Dos años más tarde la revolución instauró una república de marcado carácter anticlerical. En Alemania se agravó la agitación de los movimientos sociales, al tiempo que aumentaba la fuerza del Partido Socialista y la importancia del partido católico Zentrum, convertido en un elemento equilibrador dentro de una situación inestable.

En 1904 el presidente francés Loubet visitó oficialmente al rey de Italia en Roma, en contra de la advertencia que desde 1870 realizaban los papas a los gobernantes católicos de que no visitasen a los reyes italianos, pues consideraban que esto podría perjudicar los derechos del romano pontífice. El papa, que seguía considerándose soberano de la Ciudad Eterna, protestó inmediatamente y el 30 de julio de 1905 se rompieron las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede, tras una serie de leyes galas abiertamente anticlericales, como la expulsión del territorio nacional de unos veinte mil religiosos (1903), impulsadas por Combes y Rouvier. Poco después el Parlamento francés declaró unilateralmente la separación Iglesia-Estado y la no vigencia del concordato.

El enfrentamiento adquirió una dureza sorprendente. La administración francesa ignoró a la Iglesia y la combatió con todos sus medios. Todos los bienes eclesiásticos fueron requisados y los mismos templos quedaron en manos de unas asociaciones cultuales, elegidas por los fieles, que había previsto y regulado el gobierno, pero que no fueron reconocidas ni aceptadas por Pío X. El papa consideraba que esta política privaba a Cristo de sus derechos sobre la sociedad, «un grave insulto a Dios, creador del hombre y fundador de la sociedad humana», y se cerró en banda. En realidad el papa había desconcertado a las autoridades con su rotundo rechazo a aceptar la decisión unilateral del gobierno francés, lo que dejaba a éste en una difícil situación, ya que no deseaba radicalizar su postura hasta el punto de romper con todos los ciudadanos católicos. Para Pío X la unidad jerárquica de la Iglesia y su independencia espiritual resultaban más importantes que todos los bienes temporales. El Estado francés se encontró desbordado, con una situación que no había previsto, con poblaciones católicas sublevadas por lo que consideraban un ataque a la libertad de su conciencia, de forma que tuvo que suavizar la interpretación de la disposición aprobada.

Sin embargo, la Iglesia francesa quedó reducida a la absoluta pobreza. El número de sus sacerdotes disminuyó de manera alarmante, las manifestaciones de un anticlericalismo a menudo tosco se multiplicaron. No todos comprendieron la cerrazón de Pío X, aunque en cualquier caso no habría sido fácil lograr una solución razonable.

A pesar de que las consecuencias para la Iglesia francesa fueron dramáticas, no faltaron signos de recuperación. Muchos laicos se sintieron obligados a participar e implicarse más activamente en los problemas eclesiales, y los sacerdotes se acercaron más a sus fieles, aunque no fuese más que para pedirles ayuda económica. Era una Iglesia más pobre, pero también más libre y, seguramente, más cercana, en la que no faltaron pensadores e intelectuales de prestigio que demostraron con mayor claridad la inconveniencia y la injusticia de medidas políticas tan radicales. El papa ordenó en San Pedro a catorce obispos franceses elegidos sin ninguna cortapisa oficial, como signo de esta libertad tan duramente adquirida y de la unión de los obispos franceses con Roma.

El 1 de febrero de 1908 el rey Carlos de Portugal y su heredero fueron asesinados. El 5 de octubre de 1910 fue proclamada la república, de neta tendencia anticlerical. En mayo de 1911, con la encíclica Iamdudum in Lusitania, denunció la introducción del divorcio, la disolución de congregaciones religiosas, la confiscación de los bienes de la Compañía de Jesús y la ley de separación de la Iglesia y el Estado, aprobadas por las nuevas autoridades.

Durante este pontificado la situación de la Iglesia española resultó contradictoria: a pesar de los cincuenta mil religiosos presentes en el ministerio activo, los frutos fueron escasos. Bien por su talante y su incapacidad para comprender la psicología moderna, bien por su lejanía de las necesidades reales de la población, su presencia en el mundo cultural resultó ineficaz, al tiempo que no fueron capaces de responder a un anticlericalismo social e intelectual creciente y violento.

No faltaron iniciativas en favor de una presencia de los laicos más acorde a las exigencias del tiempo. En 1908 el nuncio Vico, el jesuita Francisco Ayala y el joven Ángel Herrera Oria dieron origen a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, una organización que ayudó a revitalizar y modernizar el catolicismo español. Pedro Poveda, con la Institución Teresiana, y J. M. Escrivá, con el Opus Dei, dieron también nuevo protagonismo a los laicos.

En México, por otra parte, la política de los diversos gobiernos resultó nefasta para la Iglesia de aquel país. En 1913 el general Huerta derrocó a Madero, quien pocos días después fue asesinado. En marzo Venustiano Carranza encabezó la revolución constitucionalista contra Huerta, y empezaron las represalias contra la Iglesia: sacerdotes asesinados, obispos y clérigos deportados, religiosas violadas y exclaustradas, templos profanados, quema de conventos… Para la Iglesia la revolución significaba la persecución, mientras que para los revolucionarios la Iglesia era aliada de la reacción. Esta política y el consiguiente desencuentro desembocó en 1917 en una de las constituciones más anticlericales de la historia.

En 1905 el gobierno ruso aprobó un edicto de tolerancia, pero ni las autoridades ni la Iglesia ortodoxa estaban dispuestos a que los católicos ejerciesen el proselitismo. Ni siquiera facilitaron la actuación pastoral del clero católico con sus fieles, que no eran pocos. Pío X creó secretamente en 1907 un exarcado de rito ruso, que cubría todo el imperio zarista, cuya jurisdicción fue confiada al arzobispo uniata de Lwov, monseñor Szeptycki. Su capacidad de acción fue prácticamente nula.

En cuanto a Italia, cambiando algo la política de los últimos papas, Pío X permitió a los católicos participar en las elecciones locales votando a candidatos favorables a los intereses católicos. Es verdad que este planteamiento impedía formar un partido católico o de católicos, pero abría el camino a una evolución que iba a resultar imparable. A partir de 1904 el voto católico resultó decisivo para la elección de candidatos moderados. Esta alianza de católicos y liberales alcanzó su momento cumbre en las elecciones de 1913, a través del llamado «Pacto Gentiloni», que permitió la elección, con el voto católico, de 228 diputados de los 508 del Parlamento. Claro que este éxito tuvo el coste de identificar aún más al catolicismo con la burguesía liberal.

Los límites culturales y las carencias de este pontificado sobresalen en la llamada represión antimodernista. Convencido de que teólogos y sacerdotes estaban cayendo en un nefasto compromiso con los métodos y preocupaciones de la cultura moderna, lo que suponía un grave peligro para la Iglesia, hostil a cualquier tipo de intelectualismo, exigió absoluta aceptación y obediencia a cuanto decía el papa, y censuró, aplastó y condenó sin piedad e indiscriminadamente escritos, personas e instituciones, abatiendo a algunas de las mentes más brillantes y más fieles del catolicismo contemporáneo. «El papa —comentaba monseñor Birot— es como un coronel de artillería que desde la cima de una colina cañonea en la llanura dos ejércitos antagonistas en el punto álgido del enfrentamiento y desbarata con el mismo golpe sus tropas mejores.»

En este pontificado, al hablar de modernismo tenemos que fijarnos en el integrismo, que tanto ha influido en la Iglesia de este siglo, y que ha resurgido con fuerza en todos los pontificados hasta nuestros días. El movimiento de resistencia a la sociedad moderna ha ido convirtiéndose poco a poco en una forma de resistencia contra la transformación interna de la Iglesia. El programa de restauración de una sociedad cristiana desembocó en la defensa de los valores religiosos amenazados de descomposición por la nueva cultura, sin tener en cuenta que muchos de esos valores estaban ya caducos y necesitaban cambios profundos. Una vez más se enfrentaban dos tipos de catolicismo: el nacido en la Contrarreforma del siglo XVI y el que proponía una nueva reforma; el que se replegaba sobre la herencia recibida y el que se abría a lo desconocido. Ambos conviven en la Iglesia, aunque con dificultad y desde luego con diversa aceptación en los centros eclesiásticos de decisión. Pío X era un pastor de almas, un sacerdote preocupado por la orientación religiosa de los fieles. Había vivido en sus distintos puestos la dificultad de mantener una inquietud espiritual en medio de un mundo ajeno a muchos de los valores cristianos, y estaba dispuesto a renovar actitudes y costumbres a menudo esterilizadas por la rutina y el desinterés, pero fue incapaz de aceptar una sociedad que abandonaba las formas tradicionales de sacralidad mientras daba pasos hacia el laicismo.

Se preocupó por la formación en los seminarios, pero su prototipo de sacerdote fue el cura de Ars, hombre sin duda santo, pero no el modelo más adecuado para las urgencias del siglo XX. Reformó la liturgia y, de manera especial, la música sacra, que había caído en una insustancialidad profana preocupante; reformó el Breviario Romano, redujo el número de fiestas de precepto y ordenó las normas sobre las indulgencias, tema aparentemente menor en la vida eclesial, pero que no había dejado de provocar dificultades a lo largo de los siglos.

Desde la óptica pastoral, fundada en su experiencia de párroco y de obispo diocesano, se preocupó por la formación doctrinal de los creyentes. Fomentó la catequesis de los niños, consciente de las huellas que producía en el carácter de los jóvenes. Para impulsar este objetivo aprobó un Catecismo que no era nuevo, sino uno italiano del siglo XVII adaptado en su exposición y en su lenguaje al siglo XX. El papa pensaba que la enseñanza y el estudio del Catecismo constituían remedios eficaces para los males que dominaban la sociedad moderna. Para conseguirlo insistió en la necesidad de formar buenos catequistas y prescribió la obligación de enseñar el Catecismo en las parroquias durante todos los domingos del año. En el mismo sentido favoreció la comunión frecuente. Pensaba que la cercanía a Cristo era imprescindible desde la más tierna edad, por lo que animó a los niños a que hiciesen su primera comunión desde el momento en que fueran capaces de distinguir el pan ordinario del pan eucarístico, medida que cambió radicalmente la experiencia religiosa de millones de cristianos. Se rompía así una tradición bien antigua, que no dependía sólo de los jansenistas ni de la mentalidad rigorista, de comulgar sólo de vez en cuando.

A medida que aumentaba su experiencia llegó a la conclusión de que el gobierno de la Santa Sede resultaba «desordenado, variopinto y arbitrario», por lo que lo reorganizó. Redujo las congregaciones de veinte a once, fijó sus facultades y distinguió con claridad las atribuciones administrativas de las judiciales. Nombró a religiosos para cargos curiales, hombres de piedad y sensibilidad religiosa, pero no siempre capaces intelectualmente o conocedores del pensamiento contemporáneo. Pío X, que no sentía nostalgia por los antiguos Estados de la Iglesia, organizó la Curia como engranaje capaz de ayudarle en su gobierno de la Iglesia universal. Nunca antes se había alcanzado tal grado de control y, al mismo tiempo, fue desapareciendo poco a poco cuanto recordaba una corte en sentido clásico. En la misma línea preparó un nuevo Código de derecho canónico más inspirado en el napoleónico que en la Escritura o en la tradición patrística, que abandonó prescripciones caídas en desuso, reformó estructuras caducas y determinó nuevas disposiciones acordes con la realidad.

Murió el 20 de agosto de 1914, muy afectado por el drama de la guerra que acababa de comenzar. Era el día de la primera gran batalla de la guerra, en Morhange, Lorena. Fue canonizado en 1950, más de tres siglos después de Pío V, el anterior papa santo.

Benedicto XV (1914-1922). Giacomo della Chiesa, nacido en Génova el 21 de noviembre de 1854, de familia aristocrática, era doctor en leyes, de aspecto físico poco agraciado y débil, pero de carácter decidido y resuelto.

El cónclave de 1914, en el que participaron 60 de los 65 cardenales existentes, estuvo dominado por la guerra que comenzaba a extenderse por tierras y países en gran parte católicos. Todos comprendían que la Santa Sede quedaba en una situación muy comprometida y que el nuevo papa necesitaría unas condiciones diplomáticas poco comunes y un talante menos intransigente para afrontar intereses tan contrapuestos. Por otra parte, algunos cardenales y no pocos católicos juzgaban que el predominio de la mentalidad integrista había comprometido gravemente a la Santa Sede y había dividido dolorosa e injustamente a los creyentes, por lo que urgía cambiar el rumbo mantenido durante el último pontificado.

En el décimo escrutinio, el 3 de septiembre, fue elegido Giacomo della Chiesa. Su preocupación se centró en la guerra. Dedicó su tiempo y el de sus colaboradores a organizar la presencia de capellanes militares en los ejércitos, adoptó ingeniosas disposiciones para mejorar la situación de los prisioneros, de los refugiados y deportados de uno y otro bando, para organizar el intercambio de heridos graves y para facilitar la transmisión de noticias de los familiares a los soldados situados en ambos frentes. El papa puso su autoridad moral al servicio del restablecimiento de la normalidad, insistiendo en la necesidad de conseguir una paz justa, sin vencedores ni vencidos. No encontró eco alguno entre los responsables políticos. Ésta fue su gloria y también su fracaso.

Había iniciado muy joven la carrera diplomática de la mano del cardenal Rampolla, a quien acompañó en su nunciatura madrileña. Llegó a ser sustituto de la Secretaría de Estado, aunque durante el pontificado de Pío X fue marginado, aparentemente por sus divergencias con Merry del Val. En 1907 fue nombrado arzobispo de Bolonia, sede cardenalicia, pero, en contra de la costumbre, durante varios años no fue creado cardenal. Sorprendentemente, a los tres meses de recibir el capelo cardenalicio murió Pío X y fue elegido papa, seguramente por aquellos cardenales que añoraban el estilo y la capacidad dialogante de León XIII. «Un cónclave es siempre un enigma», había afirmado poco antes de entrar en la reunión y, efectivamente, puede considerarse chocante la elección de un cardenal que no había gozado de la confianza de su antecesor. Se trata, una vez más, de los suaves cambios de dirección y sobre todo de estilo que con frecuencia se dan tras la muerte de un papa, por admirado que haya sido.

Era, pues, diplomático, pero no le faltaron el sentido y la práctica pastorales. Conocía bien los instrumentos diplomáticos y la burocracia vaticana, se preocupó por estar presente en los medios de comunicación social y animó a los periodistas católicos a expresar las razones y argumentos de la Iglesia. Fue injustamente acusado de modernismo y se mostró capaz de embridar el integrismo, mientras manifestaba una actitud más comprensiva por quienes dialogaban con las ideas y tendencias presentes en el mundo contemporáneo. El nombramiento del cardenal Gasparri, de la escuela de Rampolla, buen diplomático y gran canonista, como secretario de Estado, señalaba la misma dirección.

En su primera encíclica, Ad Beatissimi (1 de noviembre de 1914), dirigida a todos los seres humanos porque el papa es padre de todos, señaló cuatro causas del desorden existente en la sociedad y que estaban en el origen del conflicto bélico: «Ausencia de buena voluntad mutua en las relaciones humanas, desprecio de la autoridad, luchas injustas entre las diversas clases de ciudadanos y apetitos desordenados de los bienes perecederos.» Insistió en su tesis de que la autoridad humana pierde consistencia si se descuida la religión. Benedicto XV describía a la Iglesia como madre y guía que acompaña al hombre a lo largo de su vida tanto individual como colectiva, vida en la que la disciplina y el convencimiento religioso se convierten en la única garantía de un mundo moral y fraterno, fraternidad entorpecida y desviada por el nacionalismo exacerbado y por el racismo, que son netamente condenados.

A lo largo de la guerra se apreció con claridad que las pretensiones de universalidad, superación de las contingencias nacionales y defensa de un ideal de fraternidad y armonía, propias de la Iglesia católica, podían convertirse en pura ficción. Era la única sociedad verdaderamente universal, implantada sólidamente en casi todos los países en guerra, dirigida por hombres que, aparentemente, estaban por encima de las partes. La Iglesia se gobernaba desde una sede independiente y neutral, y aunque estas circunstancias podían proporcionarle unas condiciones inmejorables para la mediación, al mismo tiempo suscitaban suspicacias y rechazos en ambos bandos, porque rechazaban la neutralidad pontificia y, de hecho, todos creían encontrar motivos para considerar que la Iglesia favorecía al otro bando. No cabe duda de que una guerra de la amplitud y crueldad de aquélla constituyó un reto sin precedentes para los principios y las prácticas de la Santa Sede.

Benedicto XV intentó por todos los medios poner su autoridad moral al servicio del restablecimiento de una paz justa, pero no sólo no se le escuchó, sino que se le malinterpretó y fue rechazado, pues los dos bandos se indignaron al constatar que el papa se limitaba a censuras generales y abstractas en lugar de condenar formalmente al adversario. Se le atacaba desde cada frente por no condenar las atrocidades de los otros y, también, porque sus palabras en favor de la paz enfriaban el ardor bélico de los pueblos.

Los esfuerzos pontificios se fundaban en razones humanitarias y cristianas, pero se debían también a consideraciones de política eclesiástica. La guerra alejaba de su ministerio a numerosos sacerdotes movilizados, dificultaba la dirección centralizada de la Iglesia y comprometía la unidad del mundo católico, suscitando entre los fieles de ambos bandos sentimientos de antagonismo y odio. El papa anhelaba sobre todo que Italia no entrase en la guerra, porque deseaba evitar los horrores del conflicto a un país que era el suyo, pero sobre todo porque temía que en caso de derrota estallara en Roma una revolución socialista. También era consciente de que la Santa Sede se encontraría en una situación sumamente delicada al formar parte, de hecho, de uno de los países en conflicto, ya que casi todos sus componentes eran de nacionalidad italiana.

Además Benedicto XV estaba convencido de que el Imperio Austro-Húngaro afrontaba una situación de vida o muerte, y quiso evitar la caída de este importante baluarte del catolicismo en las fronteras de los países ortodoxos. La prensa y los políticos anglosajones le acusaron de simpatías ideológicas por la causa de los imperios centrales, mientras que los diplomáticos austriacos se quejaban de que «los ortodoxos, los anglicanos y los ateos francmasones que se dan el tono en los países latinos» eran mejor tratados que ellos.

Los reproches de parcialidad en favor de los imperios centrales aumentaron cuando el 1 de agosto de 1917 Benedicto XV ofreció su mediación a todos los beligerantes. El papa estaba convencido de que sólo un cese de los combates, que no implicara el aniquilamiento de ninguno de los países en lucha, ofrecería a Europa la posibilidad de recobrar su unidad moral. Por otra parte no estaba dispuesto a dejar al socialismo internacional, que se había reunido en Estocolmo para exigir acuerdos de paz, el monopolio de una acción en favor de la paz. También estaba seguro de que la guerra acarrearía graves consecuencias sociales, por lo que se esforzó para que no estallase la revolución temida por unos y auspiciada por otros: «Si la guerra dura aún mucho tiempo, tendremos una revolución social como el mundo no vio jamás», indicó al diputado del centro alemán, Erzberger. Creyó llegado el momento de intervenir y de proponer una solución de compromiso.

Durante el invierno los contactos oficiosos con las diversas partes implicadas dieron la impresión de que Alemania vería con agrado una gestión oficial de la Santa Sede. De ahí que en mayo se enviara a Múnich como nuncio a Eugenio Pacelli, uno de los mejores agentes diplomáticos pontificios, en tanto que el nuncio en Viena actuaba paralelamente ante el nuevo emperador Carlos, quien se mostraba deseoso de desbloquear la situación. A primeros de agosto la Santa Sede hizo llegar a los gobiernos de los países beligerantes un mensaje que contenía siete puntos proponiendo unas bases de negociación muy concretas: evacuación del norte de Francia y Bélgica y restitución a Alemania de sus colonias; negociaciones que desde sus inicios debían llevarse «con disposiciones conciliadoras que tuviesen en cuenta en la medida de lo posible las aspiraciones del pueblo»; examen de las cuestiones territoriales pendientes entre Francia y Alemania, Austria e Italia, y de los problemas relativos a Armenia, los países balcánicos y Polonia; renuncia recíproca a las indemnizaciones de guerra, con excepción del caso de Bélgica, a la que había que respetar su independencia; aceptación de un principio que asegurase la libertad y la utilización conjunta de los mares; desarme simultáneo e institución del arbitraje internacional obligatorio que sustituiría a las fuerzas armadas, restableciendo la fuerza suprema del derecho.

Faltó un gesto de buena voluntad de Alemania y, por tanto, la iniciativa pontificia se vio abocada al fracaso. Por otra parte, los Aliados occidentales, tras la entrada de Estados Unidos en la guerra, estaban seguros de la victoria final y se inclinaban a ver en esta invitación pontificia a una paz de compromiso un nuevo intento del Vaticano para salvar a los imperios centrales de un desastre seguro. La reacción de la opinión pública fue aún más hostil que la de las cancillerías. En el púlpito de Notre Dame de París, con aprobación del arzobispo, afirmó el conocido dominico Sertillanges: «Santísimo padre, nuestros enemigos siguen siendo poderosos, así es que no podemos confiar en una paz conciliadora. […] Somos unos hijos que dicen “no”, como el aparente rebelde del Evangelio.» La reacción católica se dividió entre el rechazo, los oídos sordos, la deferencia reticente y la interpretación libre del pensamiento pontificio. Pocos pensaron, como Bernard Shaw, que sería mejor cerrar las iglesias que acudir a ellas a rezar por la victoria sobre el enemigo.

El hecho es que tanto Estados Unidos como el Reino Unido estaban dispuestos a mantener la guerra hasta el final, hasta la liquidación de la clase militar germana que había provocado la guerra e impedía la consolidación del nuevo orden internacional querido por el presidente Wilson. Esta voluntad de llegar hasta las últimas consecuencias explica el fracaso de la nota elaborada por Benedicto XV, quien pensaba que los Estados Unidos se mantendrían en el mismo espíritu de pacificación de unos meses antes. Sin embargo, el presidente estadounidense miraba con sospecha y desconfianza todos los movimientos del papa y puso todo su interés en neutralizarlos. Esto explica el compromiso de diciembre de 1917 entre Wilson y Sonino, presidente de gobierno italiano, por el que se excluía a la Santa Sede de la futura conferencia de paz, compromiso firmado en Londres en 1915 entre Italia, Francia y el Reino Unido.

Es verdad que dado el talante dominante en el periodo posterior a la guerra, no resultaba negativo el que la Santa Sede hubiera sido marginada de aquel proceso de paz, que se convirtió en una mera rendición de cuentas entre vencedores y vencidos, pero no cabe duda de que el deseo de instaurar un nuevo orden internacional según criterios democráticos resultaba bastante inoperante si comenzaba marginando a la Santa Sede y cuanto ella significaba.

El papa no volvió a hablar sobre los problemas concretos de la paz entre los pueblos ni pudo participar en las negociaciones que desembocaron en la Paz de Versalles. Sólo le quedaba seguir exponiendo las exigencias que imponía la justicia en las relaciones entre los pueblos. No le dejaron actuar como mediador, pero no pudieron acallar sus palabras. De hecho, la Santa Sede consideró que los tratados de Versalles y Saint-Germain se inspiraban en sentimientos de venganza y compensación más que de justicia, consideración manifestada en varias ocasiones durante los dos años siguientes, sobre todo en la encíclica Pacem Dei munus, del 23 de mayo de 1920.

Resultó muy eficaz la ayuda de los organismos vaticanos en favor de los prisioneros y de sus familiares a través de una sorprendente organización internacional que agrupaba a obispos, al servicio diplomático vaticano y a numerosas organizaciones de laicos. Se encargaron de recoger noticias y de ofrecer informaciones sobre prisioneros, combatientes desaparecidos y dispersos, y sobre los muertos y los heridos, lo que facilitó el intercambio de prisioneros inválidos y la recuperación en Suiza de los enfermos. Se distribuyeron medicinas y alimentos en las regiones más necesitadas, sin tener en cuenta la identidad religiosa o étnica. Aunque los resultados prácticos fueron escasos, Benedicto XV intercedió ante el sultán turco en favor del pueblo armenio, que estaba siendo sistemáticamente aniquilado en uno de los genocidios más escandalosos de la historia.

El final de la guerra supuso la desaparición o modificación sustancial de tres imperios que conformaban buena parte de Europa: Rusia, Austria, Hungría y Alemania. En ellos la ortodoxia, el catolicismo y el luteranismo constituían respectivamente Iglesias de Estado. La descomposición de estos imperios dejaba a las Iglesias en situación precaria y, en general, el centro y este europeo quedaban a merced de movimientos, ideologías y doctrinas muy fluidas en aquellos momentos. Benedicto XV estableció relaciones con Polonia y los nuevos países bálticos, con quienes firmó concordatos. También con Irlanda, que acababa de conseguir su independencia y a la que, en momentos de sangriento enfrentamiento con el Reino Unido, envió una carta de apoyo que fue acogida con reconocimiento.

Tuvo mayor trascendencia la normalización de relaciones con Francia en 1922. El 16 de mayo de 1920 el papa canonizó a Juana de Arco, ceremonia en la que participaron ochenta diputados franceses y una delegación oficial del gobierno. Ese día se convirtió en fiesta nacional francesa. ¿Se trató de un intento de ganarse la simpatía de los nacionalistas franceses que tan duramente le habían juzgado? No cabe duda de que en este país la guerra aunó voluntades entre sus ciudadanos, y los cinco mil sacerdotes y religiosos muertos por su país demostraron la injusticia del trato discriminatorio al que habían estado sometidos. Algunos de los más furibundos laicistas del pasado, como Aristides Briand, señalaron la conveniencia de entablar relaciones con el Vaticano. En el parlamento francés, dieciocho años después de la ruptura, se dio como razón del restablecimiento de relaciones diplomáticas el hecho de que el papado representaba una potencia moral considerable, idea, por otra parte, compartida por buena parte de la sociedad gala. Las asociaciones cultuales fueron convertidas en asociaciones diocesanas con estatuto legal, dirigidas por el obispo. Estas restablecidas relaciones no sólo pacificaron la situación de la Iglesia francesa, sino que constituyeron un elemento positivo para las misiones africanas y del Extremo Oriente, donde Francia había ejercido tradicionalmente un oficio protector.

En el campo cultural y, de manera especial, en el misional, Benedicto XV superó el tradicional eurocentrismo, abrió caminos e impuso un nuevo talante al preconizar con nitidez la separación entre la acción misionera y la política colonial. Para conseguirlo tuvo que superar no pocas actitudes nacionalistas de los misioneros y, en general, de los cristianos residentes en África. Con este fin fomentó la creación de seminarios regionales capaces de formar adecuadamente al clero indígena, medio sin el cual era imposible implantar Iglesias locales. La encíclica Maximun illud (30 de noviembre de 1919) señaló con claridad que el anuncio del Evangelio no se identificaba con circunstancias culturales, raciales o políticas determinadas, por lo que el misionero no debía considerarse portador de una cultura superior: «La Iglesia es católica. En ninguna nación y en ningún pueblo es extranjera.»

Fundó las universidades católicas de Lublin y Milán, promulgó el Código de derecho canónico (1917), aunque su elaboración pertenece fundamentalmente al pontificado anterior, sustituyendo así una legislación basada en mil normas y tradiciones complejas por una codificación más clara.

A partir de los años veinte los esfuerzos reformistas de algunos sectores se manifestaron sobre todo en la pastoral juvenil, en la agrupación del laicado en organizaciones de presencia social y en el incipiente movimiento litúrgico.

Pío X no había demostrado en sus relaciones con otros cristianos gran sensibilidad ecuménica, hasta el punto de que estaba convencido de que el rito latino era connatural con el catolicismo. Benedicto XV mostró, por su parte, interés y respeto por los católicos de rito oriental. Para ellos creó la Congregación para las Iglesias Orientales y el Instituto Pontificio Oriental, con la intención de respetar y cuidar las peculiaridades propias de estas cristiandades que, a pesar de pertenecer al mundo y a la tradición de Oriente, se habían unido a la Iglesia católica. Con la misma intención nombró doctor de la Iglesia a san Efrén Sirio (1920). Una vez más estaba en juego el tema de la inculturación del cristianismo y la tentación de identificarlo con Europa occidental y, sobre todo, con el mundo latino. Benedicto XV afirmó que la Iglesia «no es latina ni griega ni eslava, sino católica».

Benedicto XV no sólo permitió a los católicos italianos la intervención en la vida política de su país, sino que alentó al sacerdote Sturzo a fundar el Partito Popolare Italiano, un partido aconfesional pero al mismo tiempo expresión política de las fuerzas católicas, moderno, abierto a todas las libertades y socialmente exigente, germen de la futura Democracia Cristiana, y que tuvo un éxito notable en las elecciones de 1919. Este partido de católicos e italianos al mismo tiempo abría el camino para la reconciliación entre Italia y la Santa Sede. Este apoyo no hay que entenderlo sólo como deseo de solucionar el problema específico de la «cuestión romana», sino como reconocimiento de la madurez y la autonomía de los laicos, preocupación central del pontífice que valoraba su capacidad de acción en el campo político. Con esta intención aprobó los nuevos estatutos de la Acción Católica italiana y respaldó otras agrupaciones semejantes en otros países.

Con la creación del nuevo partido y con la aprobación de los estatutos se dio paso a una más clara distinción entre la Acción Católica y la «acción de los católicos», es decir, entre su labor religiosa y su actuación política. A lo largo del siglo todos los papas desde León XIII fundamentarán su acción en tres principios operativos: la independencia de la Santa Sede, las relaciones diplomáticas bilaterales con el mayor número posible de Estados y el encuadramiento de los laicos en toda clase de organizaciones confesionales, firme sostén de la acción eclesial.

En su primera encíclica condenó el modernismo, pero su planteamiento parecía no sólo más conciliador, sino sobre todo distante del integrismo, del talante intolerante y de la caza de brujas característicos del periodo anterior. Se podría decir que a partir de este momento en algunos ambientes se buscaron las respuestas adecuadas a no pocos interrogantes planteados por los teólogos e historiadores considerados modernistas. Favoreció la paz y la armonía dentro de la comunidad eclesial y para esto exigió obediencia al magisterio y respeto a las opiniones de los demás. Quiso acabar con una de las lacras más peligrosas y funestas de la Iglesia: la desconfianza, la denuncia y el clima de sospecha entre creyentes.

Para conseguirlo resultaba urgente establecer un clima nuevo, un nuevo estilo de relaciones intraeclesiales. El arzobispo Della Chiesa había sufrido en propia carne los dardos de la desconfianza y no estuvo dispuesto a permitir que en la Iglesia se mantuviera y alentara ese estilo. Algo parecido y con el mismo tema modernista sucedió al sacerdote Roncalli en su juventud. «No es necesario —escribió Benedicto XV en su primera encíclica— añadir epítetos a la profesión del catolicismo. A cada uno le es suficiente el decir “Cristiano es mi nombre y católico mi apellido”. Basta con intentar ser en verdad lo que uno se llama.» Se trataba de un neto rechazo de quienes se llamaban con orgullo integristas, los cuales daban a entender que quienes no eran tales no eran verdaderamente cristianos.

Pío XI (1922-1939). Achile Ratti nació en Dessio, cerca de Milán. Seminarista desde los diez años, ordenado sacerdote a los veintidós, intelectual de hondura, dirigió las dos principales bibliotecas de Italia, es decir, la Vaticana y la Ambrosiana de Milán. Poseía el talante del historiador, no actuaba a la ligera y se preparaba y documentaba antes de llegar a una conclusión. Preocupado por la cultura, reorganizó los estudios en los seminarios y universidades eclesiásticas y recreó la Academia Pontificia de las Ciencias. Sus encíclicas abordaron algunos de los temas más acuciantes de aquellos años, como la educación de la juventud, el matrimonio y la familia, y el estado de los sacerdotes.

Sin embargo, este temperamento intelectual y reflexivo no le impidió mostrar un fuerte carácter como organizador y dirigente, tal como demostró en Milán. Era autoritario y no soportaba que sus decisiones fueran discutidas. No fue una persona de trato cómodo, ni por su psicología ni por sus frecuentes accesos de cólera. En la vida eclesial Pío XI acentuó aún más la dimensión jerárquica y la tendencia centralizadora tan presente en sus antecesores. Este talante le llevó también a enfrentarse con decisión a Mussolini y, de manera especial, a Hitler. Al enterarse de que éste pensaba visitar Roma, se retiró a Castelgandolfo, cerró los Museos Vaticanos en señal de desagrado y declaró que veía con enorme tristeza que en Roma se alzase una cruz que no fuera la de Cristo, es decir, la cruz gamada. Para Pío XI el totalitarismo nazi suprimía la relación del hombre con Dios al condicionarle con su ideología estatalista.

En 1918 Benedicto XV lo envió como visitador apostólico de Polonia, recién independizada de Rusia, aunque aún ocupada por alemanes y austriacos, con el fin de ayudarles en la reorganización material y espiritual de la Iglesia y para comprobar las posibilidades del paso de poblaciones ortodoxas liberadas del yugo zarista a la fe católica. En 1918 reconoció de iure a la nueva República de Polonia en nombre de la Santa Sede, luego fue nombrado nuncio y consagrado obispo en Varsovia. Tuvo al mismo tiempo los puestos de alto comisario eclesiástico en Silesia, entonces disputada por Alemania y Polonia, y visitador apostólico en Finlandia, Estonia, Letonia, Georgia y Rusia. En las difíciles y conflictivas relaciones existentes entonces entre estos diferentes pueblos, tales cargos, coincidentes en una misma persona, constituyeron una misión imposible. De hecho fue repudiado por unos y otros porque todos le consideraban más cercano y afín a sus rivales. Nombrado arzobispo de Milán, fue creado cardenal el 13 de junio de 1921. Sabemos que en aquellos meses Ratti era consciente de que Italia se encontraba en vísperas de un viraje decisivo.

Permaneció como obispo de Milán menos de cinco meses. A la muerte de Benedicto XV, 53 cardenales de los 60 existentes entraron en cónclave el 2 de febrero de 1922. Los cardenales estadounidenses no llegaron a tiempo y, para que no se repitiera el caso, el nuevo papa aprobó una disposición que retrasaba la apertura del futuro cónclave. El día 6 por la tarde fue elegido Ratti por 42 votos y, poco después, impartió la bendición desde el balcón externo de la basílica de San Pedro, dando a entender que deseaba iniciar una nueva política con respecto a Italia. En el acto de su coronación, el alto número de embajadores y representantes de los diferentes países manifestó el respeto conquistado por la Santa Sede durante los últimos años del pontificado de Benedicto XV.

El lema de su pontificado fue Pax Christi in regno Christi: sólo el reino de Cristo instaurado en la tierra aseguraba la paz entre los hombres. Ésta es la idea que alienta la proclamación de la festividad de Cristo Rey y su rechazo hacia cualquier laicismo que pretendiera organizar la sociedad humana sin tener en cuenta la existencia de Dios. El centro vital del magisterio de Pío XI se encuentra en la idea del Reino de Cristo: Cristo debe reinar en la vida íntima, en la mente, en el corazón y en la vida pública de las naciones. Este convencimiento fundamenta la organización de la Acción Católica, una de las obras más queridas y representativas de este pontificado. Para conseguir este propósito, y considerando que los romanos eran demasiado indolentes, favoreció a los milaneses a la hora de ocupar los apartamentos pontificios, la Secretaría de Estado y las congregaciones romanas, mientras que los jesuitas, de manera más cauta, fueron sus colaboradores cercanos.

A través de diez concordatos y de numerosos acuerdos Pío XI respaldó jurídicamente la libertad de acción de la Iglesia en su propósito evangelizador, de manera especial en relación con la educación juvenil, la prensa propia y los movimientos apostólicos. Los concordatos no indicaban simpatía por los respectivos regímenes políticos, sino el deseo de relacionarse jurídicamente con los Estados. Pío XI llegó a afirmar que estaba dispuesto a firmar un concordato incluso con el Diablo si fuera necesario. Esta preferencia por los concordatos daba a entender que confiaba más en su relación directa y sin prejuicios con los gobernantes que en el compromiso personal de los católicos en la vida política y social de su nación. No era un papa que mostrase demasiada fe en la democracia, y si no se puso de acuerdo por completo con Mussolini no fue por su rechazo a la dictadura, sino porque sus respectivas pretensiones difícilmente podían armonizarse. De hecho, Pío XI concebía la Iglesia como una alternativa global a la civilización moderna.

Las primeras disposiciones de Mussolini fueron favorables a las aspiraciones católicas: enseñanza religiosa y reposición del crucifijo en las escuelas, cuerpo de capellanes militares, mejora de la situación económica del clero… Para Pío XI la educación constituía una de las grandes misiones confiadas por Cristo a la Iglesia. Consideraba que en esta materia los derechos primordiales pertenecían a la Iglesia y a la familia, mientras que la competencia del Estado era subsidiaria. El fascismo, como todo planteamiento totalitario, no podía aceptar ser excluido o marginado en materia tan crucial, de forma que la educación de la juventud constituyó el obstáculo más grave en las relaciones mutuas, paralizándolas en dos ocasiones.

En cuanto a la llamada «cuestión romana», Pío XI aceptó sin dificultad la idea de un Estado mínimo, pero en ningún momento cedió en sus pretensiones pastorales. Esto explica la esencia del tratado de Letrán, convención estipulada entre Italia y la Santa Sede el 11 de febrero de 1929, por el que se creaba el Estado de la Ciudad del Vaticano, muy reducido en extensión, ya que contaba con sólo 44 hectáreas —el cardenal Gasparri afirmaba que «el Vaticano, incluso con sus jardines, era un palacio y no un Estado»—, pero que gozaba de todos los atributos propios de la soberanía. En el artículo segundo Italia reconoce «la soberanía de la Santa Sede en el campo internacional como atributo inherente a su naturaleza, en conformidad a su tradición y a las exigencias de su misión en el mundo». Al mismo tiempo Italia ofrecía a la Santa Sede una compensación económica relevante que, de hecho, constituyó la base de la nueva potencia financiera vaticana.

Formaba parte del tratado un concordato por el que la Iglesia conseguía en Italia las condiciones adecuadas para ejercer con libertad su misión religiosa. Primó en Pío XI la función doctrinal sobre los derechos históricos, su parte pastoral por encima de la tradicional aunque accesoria función política. Exigió un Estado con un territorio en el que pudiera sustentar su soberanía, es decir, su absoluta independencia, al no estar sujeto a ningún otro poder político que pudiese condicionar mínimamente su actividad pastoral.

Las misiones ocuparon buena parte de su atención. Tras el tratado de Letrán construyó un soberbio edificio en la colina situada frente al palacio pontificio con el fin de albergar una universidad orientada fundamentalmente a los estudiantes africanos y asiáticos. Repitió con insistencia la necesidad de que la actuación misionera estuviese disociada de la presencia colonial, siempre conflictiva. El papa, como su antecesor, señaló que los misioneros debían encarnarse en todos los sentidos en el país en el que ejercían su ministerio, y afirmó la necesidad de nacionalizarse psicológica y culturalmente para ejercer la misión, rechazando tajantemente todo racismo: «Entre los misioneros europeos y los indígenas no debe existir ninguna diferencia ni trazar líneas divisorias.» Desde el punto de vista eclesial, este planteamiento y esta exigencia producían una consecuencia inmediata: la creación de Iglesias diocesanas, autónomas y autóctonas, y esto sólo era posible con un clero y un episcopado autóctono, emancipado de las Iglesias occidentales. La consagración en San Pedro de los primeros seis obispos chinos (1926) y la institución de un episcopado japonés (1928) constituyeron un signo claro de esta determinación.

A los cuarenta años de la Rerum novarum, Pío XI, preocupado por el éxito de las doctrinas marxistas extendidas en Europa, publicó la encíclica Quadragesimo anno (1932) en la que desarrolló una doctrina cristiana del hombre a partir de la cual podía y debía construirse un orden económico y social. Rechazando el totalitarismo y el liberalismo absoluto, el papa afirmaba que tanto la iniciativa y la libertad como la organización y la autoridad constituían dos fuerzas que no sólo no se neutralizaban mutuamente, sino que debían coordinarse en función del bien común. Presentó la solución cristiana como un modelo alternativo a los existentes, como una tercera vía entre el colectivismo comunista y el individualismo liberal. La nueva encíclica social examinaba el desarrollo del sistema capitalista y subrayaba la importancia de los sindicatos cristianos en la defensa de los derechos de los obreros. Aunque este documento fue leído con agrado en los ámbitos cristianos, tuvo poca incidencia en el campo social, sobre todo porque el modelo que defendía seguía siendo el corporativo, que acabó inspirando el modelo de sindicatos defendido más tarde por los regímenes autoritarios de Portugal y España.

Por primera vez apareció en un documento pontificio la noción de justicia social, y Pío XI ha sido el primer papa que ha formulado de manera explícita el principio de subsidiariedad. Planteó con mayor equilibrio que la Rerum novarum el contenido individual y social de la propiedad privada, y el destino universal de los bienes creados. A lo largo de su argumentación se revelaba su convicción de que la economía y las ciencias sociales constituían aspectos concretos de la moral. Esto explica que Pío XI, como otros papas del siglo XX, fuera consciente de que las reformas económicas y políticas no son suficientes por sí mismas para resolver la cuestión social, sino que deben ser acompañadas por una reforma moral inspirada en el Evangelio.

En Francia, el clero, más valorado y respetado, consiguió neutralizar antiguos prejuicios, de forma que lentamente se restableció una relación más cordial del Estado con la Iglesia. En Alemania, los católicos, a través del partido Zentrum, influían de alguna manera en la política gubernativa. En 1924 Baviera firmó un concordato con la Iglesia y en 1931 Prusia hizo lo propio. En casi todos los países europeos fueron apareciendo élites de laicos que actuaban en la Acción Católica y en el campo social. Sin embargo, a pesar de estos indudables signos de renovación, en las masas existía una creciente indiferencia religiosa que ponía en cuestión el carácter católico tradicional de algunos países. Pío XI llegó a hablar de la «apostasía de las masas».

Poco a poco, favorecidas por las difíciles condiciones económicas y por un nacionalismo hábilmente utilizado, fueron surgiendo en diferentes países ideologías que pretendieron ofrecer una visión totalizadora del hombre y de la sociedad. El marxismo dominaba Rusia, el fascismo conquistó a no pocos italianos y buena parte de los alemanes se apuntó al nazismo. En otros países como España, Croacia y Hungría aparecerán también grupos de características semejantes. La historia de estas ideologías es la historia de la Segunda Guerra Mundial, pero en los años previos sus relaciones con la Iglesia resultaron en general difíciles y conflictivas. En todas ellas estuvo presente Pío XI. Para los fascistas la Acción Católica constituía un caballo de Troya, un instrumento de los católicos para entrometerse y actuar indebidamente en la vida política y social de la nación. El Estado fascista no sólo se reservaba todo el poder político con el apoyo del partido único, sino que también pretendía acaparar toda capacidad de influencia en el alma italiana. Para conseguirlo necesitaba monopolizar la enseñanza.

Según el planteamiento fascista, la única Acción Católica aceptable era una simple prolongación del Catecismo y de las actividades específicamente piadosas, mientras que para Pío XI era fundamental su acción educadora, ya que tenía como misión la formación del hombre, la impregnación de sus actividades según una formulación entonces común: «Todo el cristianismo en toda la vida.» Esta formación debía ser capaz de juzgar los sucesos y las instituciones, debía impregnar de espíritu cristiano todo el orden temporal, reconquistar cristianamente la sociedad.

La Acción Católica fue implantándose en todas las parroquias, encuadrando sobre todo a los jóvenes, a los que dio un sentido de cuerpo y unos objetivos apostólicos que dinamizaron la vida religiosa. Fue un paso importante en la progresiva autocomprensión de la responsabilidad de los laicos en la vida de la Iglesia. El conflicto era inevitable. Es verdad que la Acción Católica no tenía connotaciones antifascistas, pero su finalidad era ofrecer una educación «totalitaria», de hecho autónoma con relación a la también totalitaria educación fascista. Por su parte, los fascistas se opusieron a estos espacios de autonomía y libertad. El 29 de junio de 1931 apareció la encíclica Non abbiamo bisogno, una respuesta a los ataques permanentes del fascismo a la autonomía de la Acción Católica. Acusaba el intento de monopolizar la juventud por parte de una doctrina «que explícitamente se traduce en una verdadera estatología pagana, en directo conflicto con los derechos naturales de la familia y con los derechos sobrenaturales de la Iglesia». En realidad condenó el principio mismo del Estado totalitario.

Este enfrentamiento resultó más agudo y mucho más doloroso en Alemania, donde los nazis fueron, por formación e ideas, antisemitas, antilatinos y anticatólicos. En 1933 ganaron las elecciones y Hitler obtuvo plenos poderes que ejerció desde el primer momento. Nos puede resultar difícil de entender cómo, en aquella situación, el papa pudo comprometerse en un concordato. Por una parte los nazis mostraron interés en firmar ese concordato que establecía en su país la situación italiana. Por su parte, la Iglesia veía bien estipular las relaciones con los Estados no sólo porque significaba el reconocimiento de su función pública, sino también porque, al menos en apariencia, constituían un apoyo y un arma jurídica en los frecuentes conflictos mutuos, basada en el derecho internacional, que protegía a las comunidades católicas y favorecía las comunicaciones de la Santa Sede con ellas. Los obispos alemanes pensaron así e insistieron para que se firmase cuanto antes, y la Santa Sede estuvo de acuerdo. El concordato de 1933 parecía reconocer una posición muy ventajosa para la Iglesia, sobre todo en el mantenimiento de su autonomía propia, de la predicación y de la enseñanza de su doctrina.

Pronto se demostró que para los nazis los pactos tenían poco valor. De hecho, desde 1933 a 1937 se produjeron permanentes violaciones del concordato. Durante estos años Pío XI envió a Berlín más de treinta notas de protesta con un tono áspero e irritado. El gobierno de Hitler, desde el primer momento, monopolizó la educación de la juventud con sus principios racistas y antisemitas que defendían el derecho del más fuerte. Pretendieron germanizar desde sus fundamentos el cristianismo, partiendo del convencimiento de que el cristianismo judío de Pablo había desvirtuado la virilidad del hombre. El mito del siglo XX, de Rosemberg, una obra profundamente anticristiana, era el libro base de la formación moral y cívica de la juventud alemana.

Las primeras medidas de Hitler tendieron a suprimir la escuela confesional y a monopolizar los movimientos juveniles. Los obispos, los sindicatos cristianos y el partido católico Zentrum, insuficientemente apoyado por el episcopado, mostraron sus reservas. A lo largo de los años treinta el régimen nazi organizó numerosos procesos contra los religiosos, a quienes acusó, con falsedades y calumnias, de inmoralidades de todo género. Pío XI definió la política nazi de neopaganismo moral, paganismo social y paganismo de Estado.

El 21 de marzo de 1937 se leyó en los púlpitos de todas las parroquias alemanas la encíclica Mit brennender sorge («Con ardiente preocupación»), el primer documento oficial de la Iglesia no escrito en latín, elaborada con la colaboración de los cardenales Faulhaber y Pacelli, en la que con un lenguaje claro y valiente oponía tema a tema la ortodoxia católica al neopaganismo nazi. Condenaba el panteísmo, el racismo, el totalitarismo, el retorno precristiano a un dios nacional, el rechazo de la fe en la divinidad de Jesucristo y la impropia interpretación de la revelación. A esta ideología perversa el papa oponía la enseñanza de la Iglesia, en la que había espacio «para todos los pueblos y todas las naciones».

Pío XI concluía su encíclica con el reconocimiento de la fidelidad a la Iglesia demostrada por sacerdotes, religiosos, fieles y sobre todo jóvenes, cuya fe era acechada por una «larva de cristianismo que no es el cristianismo de Cristo», sostenida a cualquier precio por los medios de comunicación cultural y social. La primera reacción del aparato nazi fue furibunda, aunque inmediatamente optaron por el silencio total. Pío XI asumió también una posición clara contra el racismo tanto alemán como italiano: «Espiritualmente todos somos semitas», proclamó ante los peregrinos, a quienes recordó que resultaba totalmente contradictorio que los cristianos fueran antisemitas.

En mayo de 1919 Alfonso XIII consagró solemnemente España al Sagrado Corazón de Jesús y en 1923 visitó con la reina al papa en el Vaticano. Parecía que las relaciones Iglesia-Estado eran inmejorables en este caso, aunque la inquietud social existente iba acompañada de un anticlericalismo importante. Algunos católicos intentaron fundar un partido democristiano en 1922, el Partido Social Popular, pero tuvo poco eco y se mantuvo en activo dos años escasos. A pesar de las numerosas iniciativas sociales y pastorales, de la capacidad organizativa y de los deseos de renovación, la división de los católicos y el integrismo dominante impidieron una presencia eficaz en la sociedad española. Esta situación eclesiástica sufrió un dramático cambio con la llegada inesperada de la República. El 1 de mayo de 1931 se produjeron incendios en conventos e iglesias sin que el gobierno replicase de manera eficaz. La nueva constitución complicó las cosas y la ley sobre las organizaciones y congregaciones religiosas de 1932 no sólo maniató a éstas, sino que les impidió actuar en su campo específico. La Compañía de Jesús fue disuelta y se multiplicaron los signos de intolerancia religiosa.

Pío XI explicó a los españoles en la encíclica Dilectissima Nobis (3 de junio de 1933) que la Iglesia no era hostil al nuevo régimen republicano, pero que no podía mantenerse indiferente ante leyes que atacaban la conciencia religiosa del pueblo, favorecían un tipo de enseñanza que de hecho se convertía en irreligiosa y respaldaban costumbres contrarias a los principios tradicionales en los que se fundamentaba la familia. Sugirió a los españoles acudir a los medios legales para conseguir la supresión de algunas leyes e instó a la jerarquía eclesial y a los padres a preocuparse por la formación cristiana de la juventud y por la superación de las permanentes divisiones que tantos males había provocado a la comunidad católica española. Recomendó, finalmente, la Acción Católica como medio de revitalización y superación de la debilidad crónica del catolicismo hispano.

La sublevación militar de 1936 desencadenó reacciones y odios sorprendentes, que en parte podían preverse, dados los antecedentes de mayo de 1931 y de octubre de 1934, así como los innumerables incendios de iglesias y conventos a lo largo de los meses de gobierno del Frente Popular. Sin embargo, nadie podía sospechar que alcanzarían tal grado de violencia destructora y de sadismo sangriento. Una explosión como la producida en los primeros meses de la Guerra Civil no resulta explicable si no se ahonda en la historia de una nación menos cristiana y más secularizada de lo que habitualmente se había aceptado.

Pío XI denunció inmediatamente la persecución de la Iglesia por parte de los movimientos de izquierda, pero no apoyó explícitamente al bando de los sublevados ni denominó su acción como «cruzada». No sacralizó ni justificó la guerra, y esto sentó mal a los combatientes franquistas. Por otra parte, la Santa Sede, que había elegido al cardenal Gomá como su lazo de unión con el gobierno de Franco, no nombró nuncio hasta mayo de 1938. Al morir este papa, en la España oficial existió la impresión de que no había entendido la guerra española.

En México, la situación eclesial se complicó con la constitución de 1917, de talante radical y anticlerical, que impuso una educación exclusivamente laica, no autorizaba las congregaciones religiosas ni reconocía los bienes de las Iglesias. Con el presidente Calles llegó la persecución y desde 1923 hasta 1926 se impidió la vida regular de la Iglesia. El 25 de julio de 1926 los obispos suprimieron el culto público, una medida inédita en la historia de la Iglesia. Los «cristeros» quisieron cambiar la situación por medio de la lucha armada. Miguel Pro, jesuita, fue fusilado sin proceso con la acusación inventada de intento de asesinato, y se convirtió en un héroe popular. Iniquis aflictisque (1926) de Pío XI es la historia precisa y detallada de la persecución, enviada a todos los católicos del mundo para que conociesen el estado de las cosas en el país americano.

En 1928, con el presidente Portes Gil, comienza un periodo de paz, a pesar de que no cambió la constitución ni las leyes que, por otra parte, no se cumplían. Pero en 1931 comenzó de nuevo la persecución. En 1934 el influjo del marxismo en la política mejicana y en la enseñanza estatal resultaba asfixiante. El 28 de marzo de 1937 apareció la encíclica Firmissimam constantiamque, en la que condenaba severamente los excesos del gobierno mexicano y en la que proponía a la Iglesia local medidas positivas como la formación del clero, el apoyo al Colegio Piolatino de Roma y al Seminario Montezuma, erigido en Estados Unidos con la misma finalidad, y el establecimiento de una Acción Católica eficaz, señalándola como la institución educadora de las conciencias y formadora de cualidades morales en los creyentes. Desaconsejó el papa la insurrección armada y animó a utilizar el derecho de los ciudadanos a votar las opciones y los grupos más afines, a reconquistar la paz religiosa y la unidad de los mexicanos, insistiendo en la urgencia de una buena formación doctrinal de los creyentes.

La encíclica Divini Redemptoris (1937), condenando el comunismo como intrínsecamente perverso, tiene como puntos de referencia no sólo los sucesos de Rusia, sino también los de España y México. La persecución de obispos y de fieles confirmó la convicción del papa de que allí donde se imponía el marxismo, la vida católica sufría profundos daños. Definió a los bolcheviques como «misioneros del Anticristo» y, con frecuencia, habló de los «preparativos satánicos» del comunismo para una conquista del mundo entero. A partir de esta encíclica la oposición al comunismo constituirá una de las prioridades de la Iglesia, a través de estrategias diversas, hasta 1989. Sus grandes enemigos serán el liberalismo, el racionalismo, el ateísmo y, sobre todo, el social-comunismo.

Pío XI encargó a Marconi la creación de la Radio Vaticana, inaugurada en 1931, emisora que en pocos años ofreció emisiones en los idiomas más importantes, convirtiéndose en un punto de referencia para los católicos de los diversos países. El 12 de febrero de 1931, por primera vez en la historia, los fieles católicos del mundo escucharon todos al mismo tiempo la voz del papa. Reestructuró el Observatorio Astronómico y fundó el Instituto Pontificio de Arqueología y la Academia Pontificia de las Ciencias (1936), prolongación histórica de la Academia dei Lincei. Asistió con asiduidad a sus sesiones e invitó a setenta científicos de todo el mundo a tomar parte en sus reuniones y actividades. Protegió a Gemelli (1878-1959), fundador de la Universidad Católica, intuyó la importancia del cine y promovió la filosofía tomista.

A su muerte, 35 de los 64 cardenales eran italianos, 6 de Francia, 4 de Alemania, 3 estadounidenses, 3 españoles, 2 polacos y 2 checos, mientras que Hungría, Bélgica, Inglaterra, Irlanda, Portugal, Argentina, Brasil, Canadá y Siria contaban con un cardenal cada uno. Es decir, Italia y Europa mantenían un peso preponderante.

Pío XII (1939-1958). Eugenio Pacelli, romano de nacimiento, pasó toda su vida en la Curia Romana y en las nunciaturas de Múnich y Berlín. Su gobierno se desarrolló en tres fases excepcionales de la situación internacional: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el primer periodo de distensión. La valoración de este papa ha ido cambiando a medida del paso de los años y de la consiguiente evolución del catolicismo.

Elegido a la tercera votación, en un ambiente marcado por los aires bélicos, el nombre que eligió representaba un tributo al pontífice anterior, a pesar de que las personalidades de ambos papas eran manifiestamente distintas. Frente al hombre impulsivo, de temperamento luchador, dispuesto a imponer su opinión con decisión, Pacelli se mostraba tímido, reservado, ansioso, dispuesto a no irritar a nadie y a contentar a todos. Poseía una buena formación jurídica, y había ayudado a Gasparri en la preparación del nuevo Código de derecho canónico. Siendo Secretario de Estado, visitó Estados Unidos en 1936 —donde fue recibido de manera muy cordial por su presidente—, Buenos Aires (1934), Budapest (1938), Lourdes (1935) y Lisieux.

Toda su vida estuvo marcada por la soledad buscada. Interiormente frágil, le costaba establecer relaciones de confianza o amistad espontáneas. Tal vez por esta razón, tras la muerte del cardenal Maglione, secretario de Estado durante los cinco primeros años, llevó directa y personalmente los asuntos diplomáticos, ayudado por Montini y Tardini: «No quiero colaboradores, sino ejecutores», afirmó a este último. Le gustaban los gestos teatrales, que consideraba expresaban mejor la grandeza de su oficio: alzaba los ojos al cielo y extendía los brazos. En las fotografías daba la impresión de estar absorto en la oración y en consideraciones sobrehumanas; descendía de noche a las grutas vaticanas para rezar ante las tumbas de sus predecesores. «Se asemeja a un personaje del Greco», escribió de él un escritor francés.

Permaneció como nuncio apostólico en Alemania, primero en Múnich y desde 1925 en Berlín, durante trece años (1917-1930), y en este puesto nació su conocimiento y aprecio por la cultura y la música alemanas, y también la convicción de no pocos de que este papa era germanófilo. Quiso mantener buenas relaciones con Alemania y por esto, tras su elección, envió una carta a Hitler en la que le expresó su deseo de mejorar los mutuos contactos, y, al mismo tiempo, fue bien acogido por los gobernantes de los países democráticos.

En 1939 la Iglesia católica era respetada en Estados Unidos y el Reino Unido; en Francia se había calmado la controversia de la Action Française; en Italia funcionaban los pactos de Letrán, a pesar de las permanentes escaramuzas entre la Iglesia y el fascismo; en España vencía Franco, con lo que se vislumbraban tiempos mejores para el cuerpo eclesiástico. Es decir, el clima general con relación al catolicismo era de respeto y colaboración. En el consistorio de 1946 creó cardenales de todos los continentes, de forma que el colegio cardenalicio comenzó a representar las diversas culturas presentes en el catolicismo mundial.

Tras la guerra, sólo el comunismo se mantuvo como la gran fuerza anticristiana, como la suprema amenaza a la civilización cristiana, que no sólo dominaba en el mundo soviético, bastante alejado de las preocupaciones directas de la Iglesia católica, sino que se extendía y se afianzaba en países tradicionalmente católicos. El comunismo se convirtió en la obsesión de este papa. Por otra parte, en los viejos países europeos avanzaba imparable la progresiva descristianización de la sociedad y de la cultura. La fórmula «Francia, país de misión» aludía directamente a un país, pero podía ser aplicada a otros muchos. Los tres concordatos firmados durante su pontificado fueron con gobiernos autoritarios: con Salazar, en Portugal, en 1940; con Trujillo, en la República Dominicana; y con Franco, en España, en 1953.

Su actuación durante la guerra recibió juicios entusiastas, pero también otros mucho más reservados por parte de quienes consideraban que debía haber condenado más claramente las atrocidades alemanas. Cada gesto y cada palabra le costó una dolorosa meditación, consciente de que sus intervenciones podían empeorar la difícil situación de los católicos en los países de Europa central. Tal vez también le influyó una psicología no dada a excesos de valentía. En muchos sentidos la actitud de Pío XII fue la misma de Benedicto XV, aunque en un mundo y una guerra muy diversos: no llamaron nunca por su nombre a los países beligerantes; se refirieron constantemente a hechos, nunca a los estadistas; utilizaron un lenguaje demasiado eclesiástico, a menudo, indirecto y nebuloso, de forma que aparentemente perdía eficacia y garra. Volvieron a repetirse las presiones de los gobiernos, cada uno de los cuales creía defender la justicia, siempre incapaces de comprender la neutralidad de la Santa Sede. La juzgaron a veces como neutral ante los valores y la justicia, ante la tiranía y el sadismo.

Pío XII, hombre sensible, impresionable, inclinado por naturaleza a la cautela y al compromiso, aceptó la vía que le pareció la única posible para él, sin darse cuenta de que una condena tajante de los bombardeos de Tirana o de Guernica, de los hornos crematorios o de otras criminales injusticias habría sido más acorde con su misión. Tal vez confiaba más en la acción diplomática que en la acusación profética, pero en cualquier caso, espoleados por él, los obispos y diplomáticos pontificios hicieron todo lo posible por mejorar la situación de los judíos y de otras minorías también perseguidas, salvando innumerables vidas y salvaguardando sus intereses allí donde fue posible. Conocemos también sus esfuerzos por separar a Italia y España de Alemania, con el fin de debilitarla. Por otra parte, los fondos del Vaticano fueron empleados en el socorro a los judíos.

El 1 de mayo de 1939 el jesuita Tacchi Venturi, en nombre del papa, expuso a Mussolini la intención de Pío XII de «enviar un mensaje a Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y Polonia para exhortarlas a encontrar, en una conferencia celebrada entre estas naciones, una solución a los problemas que parecían desembocar en una guerra». Tras la aceptación del proyecto por parte de Mussolini, el cardenal secretario de Estado invitó a los nuncios en estos cinco países a poner en conocimiento de los gobiernos la propuesta, preguntándoles cómo acogerían el mensaje que el papa les haría llegar más tarde.

Pío XII convocó sólo a quienes en aquellos momentos tenían motivos de fricción y enfrentamiento, y por eso no incluyó en la reunión a Estados Unidos ni a la Unión Soviética. Francia y el Reino Unido temían un nuevo Múnich, Polonia pensaba que esta conferencia no protegía sus derechos, y Alemania era consciente de encontrarse en minoría. El 9 de mayo, los ministros de Asuntos Exteriores de Italia y Alemania, reunidos en Milán, declararon que, dada la mejoría de la situación internacional, la iniciativa debía considerarse prematura y, por el momento, innecesaria, ya que podía arriesgar la autoridad del papa. En los países democráticos era evidente la preocupación por evitar que la propuesta conferencia acabara por hacer el juego a Alemania. Se repitió, aunque bajo otras formas y en situaciones político-militares totalmente distintas, la actitud adoptada por los países beligerantes frente a la propuesta de Benedicto XV.

El lenguaje de condena de la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939 pareció demasiado cauto a los círculos diplomáticos occidentales. No cabe duda de que el lenguaje eclesiástico tiende con frecuencia a lo nebuloso y difuminado, carácter acentuado por la tendencia barroca de la prosa de Pío XII, pero no puede negarse la preocupación del papa por el caso polaco, única nación recordada expresamente en su primera encíclica, Summi Pontificatus. También habría que añadir, como motivo del aparente silencio, su expreso deseo de no interferir en los sucesos internacionales y su interés por no prejuzgar las posibilidades de éxito de su acción en favor de la paz. En realidad se puede afirmar que ninguno de los interesados acogió sus repetidas sugerencias en favor de un encuentro y de una discusión cuando todavía esto era posible.

Roosevelt decidió enviar al Vaticano un representante personal «a fin de que los esfuerzos comunes paralelos por la paz y el alivio de los sufrimientos pudieran mantenerse coordinados». La Iglesia estadounidense, dirigida por el cardenal Spellman, amigo de Pío XII, comenzó a desempeñar un papel importante, tanto en su país como en el resto del mundo, gracias a su ingente ayuda económica ofrecida para paliar distintas necesidades. El presidente de los Estados Unidos quiso, con este nombramiento, romper el tradicional rechazo de los protestantes a que Estados Unidos entablase relaciones diplomáticas con la Santa Sede.

En septiembre de 1942 el enviado estadounidense, Myron Taylor, presentó a Pío XII un memorándum en el que explicaba la decisión de su país de no acabar la guerra hasta que el nazismo y el fascismo quedasen aniquilados. Daba a entender que no estaban dispuestos a aceptar una paz que permitiese a los alemanes quedarse con sus conquistas. En parte era una respuesta a la propuesta de Von Papen, embajador alemán en Ankara, al nuncio Roncalli, sobre la posibilidad de acogerse a los famosos cinco puntos contenidos en el mensaje navideño de 1939 para una paz justa. Propuso que el Vaticano los mencionase de nuevo y efectuase sondeos en los gobiernos aliados. El 21 de octubre, Ribbentrop envió un largo telegrama a su embajador en el que le exigía que, desde aquel momento, evitase por todos los medios cualquier divergencia con el Vaticano. Sin embargo, el papa no aprobó la guerra iniciada contra la Unión Soviética en 1941, a la que no pocos definieron como cruzada. Tardini explicó que resultaría difícil condenar los horrores del comunismo olvidando las aberraciones y las persecuciones del nazismo.

La acusación posterior de que Pío XII no había condenado suficientemente el nazismo, surgida con intensidad con ocasión de la obra teatral El Vicario, no tiene en cuenta toda la complejidad de la situación, ni la actuación real del pontífice, aunque la conciencia cristiana ha quedado lacerada por la duda. En la Roma ocupada por los alemanes, Pío XII favoreció activamente la ayuda y la protección a los judíos en las instituciones eclesiásticas, pero en ningún momento habló públicamente contra la persecución. Éste es un ejemplo de la actitud del papa durante el conflicto.

No hay que olvidar a Edith Stein, a Maximiliano Kolbe, a Tito Brandsma y a los miles de obispos, sacerdotes y católicos en general muertos en los campos de concentración, pero tampoco tendríamos que olvidar las palabras de monseñor Saliège (1942): «Los judíos son hombres. Las judías son mujeres. […] Forman parte del género humano. Son nuestros hermanos como tantos otros. Un cristiano no puede olvidarlo.» En cualquier caso, creo que se puede afirmar que en aquellos días los católicos se preocupaban más por defender la libertad de los católicos que los derechos y las libertades de todos, aunque seríamos injustos si olvidáramos la multitud de católicos que optaron por la resistencia o que se arriesgaron por salvar a los demás.

En su encíclica Mystici Corporis aparece una idea de Iglesia que centraba en el Vicario de Cristo la representación y la vitalidad de la Iglesia, aunque al mismo tiempo incorporaba algunas tendencias de la renovación teológica más contemporánea. Su magisterio utilizó sistemáticamente las audiencias y los medios de comunicación social para llegar a las masas, en un contacto directo antes impensable, pero que tenía como consecuencia inevitable el superar con desenvoltura los límites y la autonomía de las Iglesias particulares. A Pío XII le gustaban las ceremonias masivas y entusiastas, sentirse rodeado de personas que le miraban y escuchaban con veneración y devoción.

La canonización de Pío X, y el posterior paseo de su cuerpo embalsamado en una urna de cristal por las ciudades italianas, junto a la beatificación de Inocencio XI, deben ser enmarcados en la desmedida conciencia de la dignidad papal y en el propósito de glorificar el pontificado, señalándolo como guía autorizada de la humanidad. Las excavaciones de la tumba de san Pedro deben ser comprendidas también como parte de este intento de subrayar y promocionar el papel del papado. El peligro de egolatría era evidente, al tiempo que se empobrecía la concepción de Iglesia más comunitaria y corresponsable.

En 1950 Pío XII abrió el vigesimocuarto año santo de la historia. Este jubileo fue imaginado por el papa como la ocasión de renovar moralmente la ciudad de Roma y la sociedad en general. Este papa se caracterizó también por una mariología casi descontrolada, bajo cuyos auspicios se canonizó a Catherine Labouré (1947), se celebraron los centenarios-años santos de la definición de la Inmaculada (1954) y de las apariciones de Lourdes (1958), se consagró el mundo a María (1942), se definió el dogma de la Asunción (1950) ante 500.000 fieles y 622 obispos, y se celebró la realeza de María (1954).

Celebró solemnemente el decimoquinto centenario del concilio de Calcedonia (1951), una conmemoración que dio lugar a una rica y variopinta colección de vidas de Jesús que ofrecieron al creyente una imagen de Cristo más completa de las habitualmente cultivadas por las devociones al uso.

El papa estaba profundamente convencido de que la Iglesia constituía el principio vital de la sociedad humana y, de hecho, el único reducto donde se encontraba la verdad y la salvación. Pío XII creía en la importancia de la relación directa entre el papa y las masas e interpretó su función en la perspectiva de Iglesia educadora de los pueblos. Con este propósito fue desarrollándose la concepción de «un mundo nuevo» dirigido por la Iglesia. El jesuita P. Lombardi, el llamado «micrófono de Dios», fundador y propagador de este movimiento, pretendió renovar pastoralmente Roma y después el mundo a través de una idea de consagración global que estuvo a punto de convertirse en una concepción teocrática, muy alejada de los proyectos, ideas e intereses de la sociedad real. Este planteamiento presentaba el peligro de utilizar la acción política de los laicos como un instrumento de hegemonía social y política de la Iglesia. Pío XII subrayó en más de una ocasión la competencia de la Iglesia en la esfera política y social, e insistió en la obligada obediencia de los católicos también en este campo.

La Iglesia española durante esta época vivió un régimen de protección y confesionalidad que tuvo la contrapartida de un apoyo mutuo entre el Estado y la Iglesia sin fisuras y sin ningún espíritu crítico. El concordato de 1953 pareció encauzar definitivamente las relaciones de la Iglesia con el Estado a costa de renunciar a la libertad de nombrar directamente a los obispos. La presencia de los católicos en todos los organismos del Estado franquista fue manifiesta y, según los Principios Fundamentales del Movimiento, las leyes estaban obligadas a adecuarse a la doctrina oficial de la Iglesia, sin tener en cuenta que los españoles, desde hacía mucho tiempo, tal como había demostrado la Guerra Civil, respondían a muy diversas ideologías y valores. De hecho, aunque a finales de los años cincuenta surgieron algunos conflictos, durante el reinado de Pío XII el influjo, al menos externo, de la Iglesia en la sociedad española fue extraordinario y las relaciones mutuas resultaron cordiales. En la realidad más profunda, sin embargo, la sociedad española comenzó a cambiar aceleradamente, y sus valores e intereses comenzaron a no coincidir ni con el régimen político ni con la tradición eclesial.

Durante este pontificado se aprobaron los institutos seculares, cuyos miembros vivían sin votos, sin hábito, incluso sin comunidad, una vida según los consejos evangélicos pero en medio de las actividades del mundo, con el fin de llegar con su apostolado a ámbitos vedados a los religiosos. El Opus Dei fue el primero de estos institutos, aunque años después, ya con Juan Pablo II, cambió de estatuto jurídico.

La Iglesia debía influir en la sociedad, imponer sus valores en la sociedad: Acción Católica, JOC, y los partidos y sindicatos católicos constituían cauces y medios para este influjo permanente. En este sentido, el año santo de 1950 constituyó un magnífico ejemplo de las insospechadas capacidades de movilización del catolicismo.

Después de la guerra mundial se animó a los católicos a implicarse en el esfuerzo de la democracia, a menudo en partidos de inspiración cristiana, como la DC en Italia, la CDU en Alemania o la MRP en Francia. Los partidos cristianos no eran una novedad en la historia, pero la posguerra estuvo muy marcada por su presencia. El pensamiento de Maritain resultó un instrumento importante en esta, a menudo, lenta evolución eclesial: la cristiandad se podía realizar con el voto de los pueblos, subrayando la vocación religiosa y cristiana de la democracia y el rechazo igualmente cristiano del totalitarismo y de la dictadura de cualquier especie. Los católicos Alcide de Gasperi en Italia, Konrad Adenauer en Alemania, y Robert Schuman en Francia fueron los iniciadores de un movimiento de cohesión que desembocará en la actual Unión Europea.

También en este campo el adversario era el comunismo. La campaña electoral italiana de 1948 se presentó como el enfrentamiento de dos civilizaciones: la cristiana y la comunista. El decreto de excomunión promulgado por el Santo Oficio (1949) establecía que los fieles inscritos en el Partido Comunista, los que lo apoyaban o propagaban sus ideas, no podían ser admitidos a los sacramentos. Además, los católicos que profesaban la doctrina del «comunismo, materialista y anticristiano», la defendían o la propagaban, incurrían ipso facto en la excomunión como apóstatas de la fe católica.

Parece que la causa de esta condena fue la situación histórico-política de aquel momento, la persecución generalizada de los católicos en los países comunistas y el convencimiento del papa de que este comportamiento era debido a una decisión planificada de extinguir la Iglesia. El 26 de diciembre de 1948 el cardenal Mindszenty fue encarcelado. El cardenal Stepinac estaba encarcelado y monseñor Beran, arzobispo de Praga, estaba procesado. En Checoslovaquia el gobierno intentaba introducirse dolosamente en la organización eclesiástica por medio de personas afectas al régimen. En Rumanía y Albania todos los obispos estaban arrestados, con lo que la institución se encontraba sin cabeza, y los católicos, de manera especial los de rito bizantino, fueron perseguidos. De hecho, las Iglesias uniatas, es decir, de rito oriental pero unidas a Roma, de Ucrania y de Rumanía fueron incorporadas a la fuerza a la ortodoxia. Además, estos regímenes comunistas pretendieron organizar o favorecer Iglesias nacionales separadas de Roma. En esta situación comenzó a hablarse de la «Iglesia del silencio», aunque en general estas comunidades demostraron una fuerza de resistencia notable. La creación de la Iglesia nacional china confirmó a Pío XII en sus ideas.

Sin embargo esta llamativa condena al marxismo no ejerció un efecto positivo: ni alejó a los inscritos del partido ni la masa dejó de votarlos. Por el contrario, confirmó a muchos obreros en su idea de que la Iglesia era una aliada con los patronos. Además se comprobó una vez más que estas excomuniones masivas e indiscriminadas tienen pocas consecuencias reales.

En 1955 creó el Consejo Episcopal Latinoamericano, en una época en la que era ya evidente que el futuro, al menos numérico, del catolicismo se encontraba en la América hispana y portuguesa. Animó a los religiosos a estar más presentes en la pastoral y a renovarse, cambiando prácticas y modos tradicionales para conseguirlo. El Congreso Internacional de Religiosos de 1950 y los organismos surgidos a su sombra favorecieron una renovación acelerada por el Vaticano II. El papa animó también a una mayor relación entre el clero secular y el religioso.

En los años 1953-1954 se prohibió la experiencia de los seminaristas y sacerdotes obreros, que había surgido con el fin de responder a la creciente descristianización de las clases trabajadoras. El intento, que tantas esperanzas había suscitado y que dio tantas muestras de generosidad, fue frenado porque se consideró que estaba en juego el modelo de sacerdocio postridentino. También influyó el temor a que fuesen influidos por el marxismo, a pesar de que el gran literato Mauriac había escrito: «Los sacerdotes obreros constituyen nuestro orgullo […]. No podemos imaginar que un día no sigan ahí.» Tras la prohibición absoluta, Teilhard de Chardin escribió: «Roma acaba de bombardear sus primeras líneas.» La experiencia se renovó en octubre de 1965, pero los tiempos eran ya otros.

Roma se había convertido en un tribunal de ortodoxia con capacidad de juzgar cuanto sucedía en la Iglesia. Desde una actitud de soberbia que se autoconsideraba como la única capaz de juzgar y decidir dónde se encontraba la verdad y de defenderla, fueron privando de la docencia y sancionando a los teólogos más significativos del momento, aquellos que verán más tarde cómo el Vaticano II recogía sus reflexiones y buena parte de sus tesis. Recordemos los casos de los dominicos Chenu y Congar, y de los jesuitas Lubac y Danielou. En realidad, ellos fueron quienes abrieron las puertas al estudio de la teología del laicado, la teología de las realidades terrestres y la teología de la historia, y quienes demostraron un gran interés por repensar los planteamientos tradicionales, bien teniendo en cuenta el pensamiento marxista o existencialista, bien en función de la irresistible aspiración hacia la unidad presente en los cristianos contemporáneos.

Se trató, pues, de un pontificado en no pocos aspectos innovador, que dio paso a una Iglesia más integrada en la sociedad y más respetada, una Iglesia internamente más interesante y con fermentos muy plurales. Sin embargo, en otro sentido resultó en exceso autoritaria y, en cierto sentido, paralizante, sobre todo en los últimos años, cuando la edad y la enfermedad del papa le indujeron a un aislamiento dramático, alejándole más aún de la dirección real de la Curia. Ésta, como suele suceder en estos casos, cayó en manos de unos pocos, también ancianos, que rodearon al papa de una atmósfera irreal y se mantuvieron siempre dispuestos a salvar a la Iglesia de cuantos pensaran de manera diferente a la suya.

Esta aparente contradicción explica que a lo largo del pontificado piano se diese una aparente calma eclesial generalizada, pero que, apenas muerto, el nuevo pontificado, de talante llamativamente distinto, fuera acogido por los católicos con extraordinario alivio y entusiasmo, al tiempo que se manifestaban tantas energías, ideas y propuestas antes ocultas o paralizadas. Sólo el clima cerrado y temeroso de la Iglesia pudo ocultar las graves lagunas del gobierno de Pío XII, y sólo después de varios decenios comenzamos a ser capaces de obtener una síntesis más equilibrada de este periodo.