XI. Roma desconcertada entre la devoción y la indiferencia

(1823-1903)

Nunca como en los dos últimos siglos el pontificado romano ha sufrido tantos reveses en sus relaciones con los Estados; al mismo tiempo, nunca ha intervenido tanto en la marcha de la Iglesia católica. En la sociedad ha quedado la Iglesia desprotegida, pero en su organización interna se ha cohesionado y centralizado como nunca antes.

El vendaval revolucionario y liberal produjo decisivos cambios en el ámbito religioso. Por ejemplo, la desaparición del milenario poder temporal de los papas, algo que para muchos católicos resultaba una garantía esencial, visible y efectiva para el ejercicio del pontificado. También surgió un nuevo tipo de relaciones del papado con las Iglesias nacionales, en las que ha resultado menos influyente que antes pero, a pesar de todo, más libre de los condicionamientos políticos. Pero sobre todo se ha establecido un contacto mayor de los papas con el pueblo católico que, por primera vez, recibió una experiencia directa del significado del cargo y de la función del papa. A los laicos se les siguió considerando poco importantes en la organización eclesial, pero mantuvieron más contactos y estuvieron más presentes en los avatares del día a día, tal vez porque los creyentes no eran tantos como en otros tiempos y, también, porque la jerarquía se da más cuenta de la importancia de los laicos cuando el mundo la persigue.

Los papas de esta época sufrieron el exilio, el asesinato de su primer ministro, la ocupación de sus Estados, las consecuencias de la unidad de Italia, la reclusión voluntaria, pero asfixiante, en su palacio romano a lo largo de medio siglo. Se instauró la República Romana en 1850 y, en años diversos, Roma fue proclamada segunda capital del imperio napoleónico y más tarde capital del nuevo reino de Italia. Es decir, en menos de un siglo la Ciudad Eterna y el conjunto del Estado eclesial sufrieron las consecuencias de la convulsión política italiana, los influjos de las ideas revolucionarias, entonces dominantes, y la pasión unitaria del pueblo italiano.

A lo largo del siglo fueron tres los problemas principales que determinaron el desarrollo de las naciones y marcaron la actitud de los papas ante el mundo moderno, la Revolución industrial y el surgir de las nuevas nacionalidades: el nacionalismo, el liberalismo y la cuestión social. En efecto, la época contemporánea ha quedado marcada por la secularización de la sociedad, de los ideales y de las metas de los hombres. A lo largo del siglo XIX los principios de la Ilustración y de la Revolución francesa fueron impregnando las instituciones civiles, las inteligencias y los corazones, y Europa cambió de manera radical. Los gobiernos ejercieron una política laica que inspiró a las clases dirigentes de los diversos países y colocó a la Iglesia en una situación inédita tanto por su aparente marginalidad como por la nacionalización de sus bienes, la secularización de la enseñanza y la reducción del clero al rango de los ciudadanos normales.

El régimen de cristiandad, la alianza y la compenetración entre el altar y el trono, durante siglos pareció ser el único humus adecuado en el que la Iglesia podía sobrevivir y cumplir su misión. En este siglo, sin embargo, la política liberal se mostró implacable con los privilegios y los derechos eclesiales. El Estado liberal fue invadiendo aquellos espacios que durante siglos habían sido propios de la fe: la consagración religiosa de la vida pública, la coincidencia entre moral pública y moral religiosa, la educación de los jóvenes, la salud y el matrimonio, o los registros de nacimiento, matrimonio y muerte.

Aunque el régimen de cristiandad fue convirtiéndose, según pasaban los años, en un pasado sin posibilidad de restauración, la Iglesia mantuvo durante demasiado tiempo su añoranza y la ilusión de una vuelta atrás. A menudo esta nostalgia del pasado condicionó la aceptación de la nueva realidad. Los cristianos parecieron olvidarse de que el cristianismo no nació como religión protegida, sino que fue marginal y perseguida. Pero ¿se puede realmente cancelar de la conciencia cuanto ha acontecido a nuestro alrededor durante una época y volver atrás? ¿Se puede parar el tiempo en un momento determinado y no tener en cuenta cuanto ha sucedido después? ¿Se podía borrar de la memoria de los romanos el recuerdo de las ocupaciones militares, alejar los recuerdos de la república y del imperio napoleónico y considerar seriamente que el Antiguo Régimen no había sido demolido y podía ser restaurado tal cual? Mucho más cerca todavía, ¿se puede actuar como si el Vaticano II, el clima que inundó la Iglesia, las esperanzas suscitadas, nunca se hubieran producido? Durante decenios la Iglesia ha luchado contra la fatalidad, añorando lo que ya no iba a volver y rechazando la vida misma. A esto llamamos mentalidad restauracionista.

Ante tantas situaciones inéditas en los campos religioso, cultural y social, la Iglesia reaccionó con nuevas devociones, con la fundación de innumerables congregaciones religiosas, con la renovación de la filosofía tomista, con la canonización de una pléyade de santos, y con formas nuevas de presencia en la sociedad. Sin embargo, no siempre esta presencia fue la más adecuada y, sobre todo, no siempre se mantuvo la Iglesia como espacio de comunión de las diversas sensibilidades y propuestas. Por el contrario, cada vez más Roma fue identificándose con un talante, una escuela de pensamiento, una sensibilidad determinada, rechazando, a veces de mala manera, cuanto no coincidía con sus propias opciones.

En 1898 se convocó el concilio latinoamericano en Roma. Obispos de todas las naciones iberoamericanas trataron de temas referentes a sus Iglesias. Fue la primera manifestación de una preocupación que durará hasta nuestros días: fortalecer un catolicismo masivo, pero no siempre maduro y preparado.

A pesar de tantas desgracias y atropellos, Roma mantuvo todo su interés y atractivo. La Europa romántica se sintió intensamente fascinada por su pasado, persiguiendo cada visitante su objetivo, pero todos tratando de encontrarse con el papa, bien en una audiencia o en una ceremonia religiosa o topándose con él, de improviso, por las calles. En estos años se descubrió la Roma subterránea, con veintiséis catacumbas exploradas sistemáticamente, que permitieron conocer mejor la vida de los primeros cristianos.

A partir de 1870, a pesar del fin de la soberanía sobre Roma y sobre el Lacio, el Vaticano de Pío IX y de León XIII se consideraba todavía un sujeto internacional, con legación activa y pasiva, y con proyección en los diferentes países. La restauración del poder del papa va a ser entendida poco a poco, por los sucesores de Pío IX, como la solución de la soberanía del pontífice y de su relación con Roma, según los vínculos históricos y eclesiales entre el obispo y su ciudad, y no como el fin de la capital italiana. En cierto sentido es la crisis del poder temporal la que aclara la profunda relación existente entre el papa y Roma, aunque en los primeros años no acababa de comprenderse cómo podía convivir el papa con la capital italiana.

León XII (1823-1829). Se llamaba Aníbal della Genga, era de familia aristocrática y fue protegido de Pío VI, que lo nombró nuncio en Colonia y Múnich. Nunca congenió con Consalvi, quien por su parte mantuvo una pobre opinión acerca de sus cualidades. De carácter propenso a la depresión, supo conjugar sus gustos de bon vivant, el amor a la caza y una irresistible dedicación a la vida social, con un innato rigorismo, tal vez más político que teológico, y la convicción de que había que reorganizar con severidad y decisión la vida de la Iglesia según la tradición. Es decir, quería resucitar las viejas costumbres y los intereses de siempre.

El cónclave, que duró veinticinco días, se celebró en Roma por primera vez después de medio siglo, en un ambiente enrarecido, tenso y enfrentado. Los cardenales conservadores e intransigentes, los «santos», en expresión irónica de Stendhal, reaccionarios en política interior, suspicaces con la política de Francia y Austria, se oponían a la política de los cardenales más abiertos, dados a llegar a un acuerdo con la nueva mentalidad política. El representante más insigne de este último grupo era Consalvi, a quien odiaban los otros por considerarle, paradójicamente, causante de la debilidad y marginación de la Iglesia.

Le acusaban de haber ejercido un poder demasiado personal, de ser en exceso reformista y liberal, hasta el punto de haber traicionado los principios eclesiales, haber mantenido en vigor las reformas napoleónicas y el personal administrativo que lo había apoyado, y de haber concedido demasiado en su trato con los gobiernos. Por otra parte, las medidas reformistas de Consalvi habían contrariado intereses y creado descontentos entre la nobleza, que no le perdonaba la supresión de los derechos feudales. Entre los curiales tampoco caía bien por haber introducido laicos en puestos tradicionalmente ocupados por el clero, y la burguesía de algunas ciudades le rechazaba porque había anulado sus privilegios.

Della Genga fue elegido para instaurar una política restauradora en el sentido más obtuso del término, para que defendiese a ultranza los derechos de la Iglesia, entendiéndolos de acuerdo a la situación prerrevolucionaria. O lo que es lo mismo: sin tener en cuenta los profundos cambios sociales, políticos y culturales existentes ni el cambio de mentalidad dominante en la sociedad. En su programa, expuesto en su primera encíclica, señaló la obligación de los obispos de residir en sus diócesis, la necesidad de un clero virtuoso y preparado doctrinalmente, la obligación de luchar contra las nuevas teorías que amenazaban la fe y sus principios, la condena sin paliativos de las sectas y de la tolerancia. En un estilo que recuerda la intransigencia del Lamennais de la primera época, el papa condenaba el «indiferentismo», al que denunciaba como la verdadera lacra de la época, y expresaba su convicción de la misión salvadora de la Iglesia, cuya autoridad y tradición reafirmaba, tanto en el ámbito religioso como en el social y político. El papa aconsejaba al clero que confiara en el apoyo de los soberanos, y a éstos recordó que la Iglesia constituía el sostén más eficaz para sus Estados.

La represión contra los carbonarios, secta política que luchaba por el cambio político, y verdadero calvario de los gobernantes italianos del momento, fue acompañada en Roma de sermones en las plazas públicas, en los que se exhortaba a los culpables a la penitencia, y de unas medidas represivas de tipo moral y costumbrista que comportaban la prohibición de las fiestas populares y la limitación de la actividad de los teatros. A todo esto se añadía una política de actos de culto repetitivos y continuos que mostraban una obsesiva presencia de lo sacro en la vida diaria, sin que se lograran, al menos aparentemente, grandes resultados.

Durante este pontificado se planteó el problema del nombramiento de obispos para las diócesis de los nuevos países que habían formado parte de la América española. Fernando VII y su gobierno no acababan de aceptar su independencia y pretendieron mantener el privilegio de presentación de candidatos, pero obviamente las nuevas naciones no estaban dispuestas a aceptar obispos nombrados por el monarca español. León XII, ante la indignación del rey de España, designó directamente a los obispos, a menudo elegidos entre las listas presentadas por los gobiernos americanos. De esta manera no se produjo ninguna ruptura traumática con motivo de la independencia de aquellos países y las relaciones con la Santa Sede fueron suficientemente normales desde el primer momento. Por su parte, España hizo un amago de romper las relaciones diplomáticas con Roma, pero poco después tuvo que aceptar la realidad.

Dedicó especial atención a los estudios, tanto eclesiásticos como civiles, promulgando un nuevo reglamento en 1824, la bula Quod divina Sapientia, y reorganizando los programas y los métodos de las universidades. Todas las instituciones de enseñanza quedaban bajo la dirección de una nueva congregación de estudios que tenía el objetivo de controlarlos y mejorarlos. Se consiguió lo primero, pero lo segundo resultó más difícil. La bula establecía dos universidades primarias (Roma y Bolonia), con 35 cátedras cada una, y cinco secundarias (Peruggia, Ferrara, Camerino, Macerata y Fermo) con 17 cátedras cada una. Resultó intempestiva la declaración de que el arte, las ciencias y las letras se reducían a ser siervas de la religión. La reforma educativa no sólo fue rígida y conformista, ni tuvo en cuenta la nueva mentalidad, las nuevas necesidades y los nuevos intereses, sino que, sobre todo, no logró ninguna perspectiva ni proyección cultural.

En 1825 convocó y celebró el único año santo del siglo, en unas condiciones precarias que demostraron la confusa y complicada situación política existente y el inconformismo de no pocos católicos. Su finalidad espiritual era la de restaurar todas las cosas en Cristo, lema que ocultaba un similar objetivo social. Ante la masiva propagación de las ideas liberales, los Estados italianos, gobernados por regímenes absolutistas, temieron el trasiego de peregrinos de un país a otro, y el mismo secretario de Estado dio la alarma sobre el posible encubrimiento entre los peregrinos de conspiradores políticos y miembros de sociedades secretas. De hecho, apenas participaron dos millares de extranjeros de entre los casi cien mil peregrinos.

Por primera vez encontramos en determinados ámbitos eclesiales críticas al modo de celebrar un año santo, considerándolo el fruto y el exponente de una religiosidad demasiado formal, rutinaria, compuesta casi en exclusiva por prácticas exteriores. No olvidemos que la llamada «Ilustración católica» había insistido en una religiosidad más personal e intimista, más centrada en la Escritura, en la meditación y en una liturgia sobria.

La Restauración significó para León XII y los cardenales que lo apoyaban el restablecimiento de todos los privilegios, prohibiciones y abusos del Antiguo Régimen, es decir, la vuelta imposible al sistema feudal. Y, siendo de carácter autoritario, quiso aplicar rígidamente los principios del absolutismo, en los que veía la única manera de salvar la difícil situación del momento. En política interior su comportamiento fue reaccionario: reformó los tribunales del Estado, el código y la práctica judicial, como si las leyes napoleónicas no hubieran existido; los laicos tuvieron que abandonar los puestos públicos, favoreció descaradamente a los nobles y suprimió las instituciones de tendencia liberal. Naturalmente, rechazó la libertad de prensa.

Fue, pues, un pontificado de ruptura con la herencia del cardenal Consalvi y con la nueva mentalidad europea, empeñando a la Iglesia en una nueva dirección, la de la intransigencia fundada en la afirmación de la tradición eclesiástica, entendida ésta como las costumbres, los privilegios y la mentalidad de antaño.

Un edicto de noviembre de 1826 agravó la reclusión de los judíos en los guetos, con la excusa de que así se prevenían revueltas, y otros edictos pretendieron fomentar la piedad, la modestia, la abstinencia y la moralidad de los romanos, con una mentalidad retrógrada completamente contraproducente, traducida en castigos y penas que un autor ha definido como «utopía punitiva». Los romanos, a su muerte, contestaron con Pasquino: «Aquí descansa Della Genga, para su paz y la nuestra.» Fue impopular entre el pueblo y para todos aquellos que deseaban compaginar su religiosidad con las ilusiones y los logros de su tiempo.

Persiguió de palabra y obra a los masones y a los miembros de las numerosas sectas políticas y filosóficas de la época, ejerciendo una represión tan odiosa como impotente. Fue más liberal en su política económica: impulsó el comercio a base de préstamos, favoreció las industrias de lana, algodón, lino y seda, y redujo los impuestos, pero no consiguió una mejora sustancial a causa de la mala gestión y de los abusos y corrupciones.

Durante este pontificado la política francesa mantuvo su tradicional intromisión en la organización eclesial, a pesar de los escritos de los populares autores José De Maistre y, sobre todo, Felicidad de Lamennais, a quien León XII estimó sobremanera. Llevado tal vez por las teorías de estos autores, este papa tuvo un imprudente encontronazo con el descreído pero popular Luis XVIII, a quien escribió una carta desconsiderada, acusándole de no proteger suficientemente los asuntos eclesiales. El rey francés le contestó con viveza y acritud, imponiendo al papa una revisión de sus actitudes políticas. La Iglesia francesa, sin embargo, fue aumentando de manera considerable sus efectivos y las congregaciones religiosas extendieron su presencia en las obras educativas y caritativas. Más allá de esto, en el conjunto de la sociedad francesa la fuerza política y social de las ideas liberales se fue imponiendo con pujanza. Habría sido necesaria una decidida capacidad de diálogo entre una religión todavía mayoritaria y la nueva concepción de una sociedad más libre de prejuicios y tradiciones, más desenfadada y optimista, mucho más laica y plural, impregnada de un sentimiento liberal compartido por intelectuales, burgueses y buena parte del pueblo. No fue posible por muchos motivos, por ejemplo la actitud hostil de muchos liberales que juzgaban a la Iglesia incompatible con el progreso y la modernización, pero también por la decisión del papa de no establecer ningún compromiso con el proceso de secularización existente. Esta incapacidad marcó la sociedad francesa y la europea en general.

En marzo de 1829 el Parlamento inglés aprobó la «Roman Catholic Relief Act», por la que se concedía a los católicos sus derechos electorales activos y pasivos, y la posibilidad de ser admitidos en los puestos estatales, aunque seguían prohibidas la erección de conventos y la presencia de religiosos en el reino. No cabe duda de que supuso un claro triunfo del catolicismo, oprimido y marginado durante siglos en este país. Una de las causas que hicieron variar el rumbo a los gobernantes ingleses fue el cambio que el pueblo inglés había experimentado con relación al papado, al que ya no consideraba como una manifestación diabólica, sino como una institución que les había apoyado en su enfrentamiento con Napoleón.

A través de sus nuncios y de miembros de congregaciones religiosas impulsadas por los mismos ideales restauracionistas, este último papa del Antiguo Régimen respaldó en las diversas Iglesias una restauración intransigente de su disciplina y su tradición. Es decir, fue consciente de la urgencia de anunciar con aplomo la revelación de Dios en Jesucristo, especialmente en un mundo tan secularizado, pero tal vez pensó que para lograr este propósito era necesario volver a la situación política anterior.

No faltará en los papas contemporáneos sentido religioso o eclesial, análisis profundo sobre los problemas de su tiempo, dedicación generosa para afrontarlos, pero demasiado a menudo los métodos del análisis, los presupuestos con que se conciben y el talante con que se intentó responder no fueron los adecuados. Se vieron demasiado condicionados por presupuestos anacrónicos, por eclesiologías caducas, por concepciones antropológicas pesimistas.

Consalvi, años antes, escribió: «No ceso de recordar que la revolución, tanto en el campo político como en el moral, ha sido como el diluvio en el físico, cambiando completamente la tierra […], de forma que decir esto o aquello no se hacía antes, que no se debe cambiar nada, y cosas semejantes, son errores gravísimos, y que, finalmente, una ocasión semejante de reconstruir, ahora que todo parece destruido, no volverá más.» Por desgracia, no se tuvo la valentía o la inteligencia suficiente y no se le hizo caso.

Una de las aportaciones estéticas más importantes de este pontificado fue sin duda la reconstrucción, según el modelo precedente, de la espléndida basílica de San Pablo, destruida, como vimos, por un incendio, poco antes de la muerte de su predecesor. A su muerte corrió de boca en boca el epigrama romano: «Tú nos has causado tres decepciones, ¡oh, Santo Padre!: aceptar el papado, vivir tanto tiempo, morirte el martes de carnaval. Es demasiado para que seas llorado.»

Pío VIII (1829-1830). Francisco Javier Castiglioni estudió derecho y teología, se ordenó sacerdote siendo joven, fue vicario general en dos diócesis y fue nombrado obispo de Montalto en 1800, dedicándose con eficacia a la labor pastoral. Prestó atención a la selección de los jóvenes que deseaban ser sacerdotes y a la instrucción cristiana de éstos, y durante dos años visitó minuciosamente su diócesis. Pío VII lo llamó a Roma, lo nombró cardenal y obispo de Frascati, encargándole primero la dirección del Tribunal de la Penitenciaría y pocos meses después la de la Congregación del Índice. Se afirmó como jurista de probada ciencia y sentido común.

La elección del cardenal Castiglioni, de la escuela de Consalvi, candidato del canciller austriaco Metternich y de Chateaubriand, embajador francés en Roma, pareció indicar el deseo de los cardenales de volver a una política de moderación y equilibrio, y supuso el triunfo de la mentalidad más dialogante y aperturista, propia sobre todo de los cardenales no italianos, aunque fue bien acogida y jaleada por el pueblo romano. Sus electores decidieron que era conveniente que la Iglesia valorase los aspectos positivos de la sociedad contemporánea, aunque no todos estaban de acuerdo ni en la orientación ni en los modos ni en las prioridades. De hecho, el embajador español, Labrador, pidió en su discurso oficial la continuación de la política conservadora y autoritaria.

Tenía sesenta y siete años al ser elegido y sufría un herpes en el cuello que le obligaba a mantener permanentemente la cabeza inclinada y le hacía sufrir constantes dolores. Ofrecía una imagen exterior, ciertamente, poco atractiva. Por si surgía alguna duda o tentación, escribió a sus parientes:

«Ningún puesto, ninguna dignidad, ninguna promoción. Mantengámonos humildes y compadecedme del peso que el Señor nos ha impuesto. Ninguno de vosotros se mueva de su lugar.»

Una vez papa, a pesar de la brevedad de su pontificado, se dedicó a desmantelar concienzudamente el programa del pontificado anterior. Es una tendencia bastante frecuente, pero Pío VIII se concentró en ello con particular escrúpulo. El espíritu con que dirigió su gobierno consistió en reafirmar los principios fundamentales de la Iglesia, aplicando su carácter moderado y respetuoso a la solución de los problemas existentes y a entablar una relación más armoniosa con los Estados, dando muestras de haber captado el sentido de la época.

Su primera encíclica trató del indiferentismo, del subjetivismo y de las sociedades secretas, tan presentes en la sociedad de su tiempo, pero insistió sobre todo en la necesidad de una educación sólida y bien fundamentada en los valores cristianos. Señaló también su preocupación por la multiplicación de las publicaciones perversas y de las sociedades secretas, siempre peligrosas, sobre todo por la captación de jóvenes de los Estados pontificios, y animó a los obispos a preocuparse por erigir escuelas bien organizadas y seminarios con profesores y bibliotecas bien equipadas en sus diócesis.

En 1830 Francia vivió una nueva revolución que destronó a Carlos X, hermano de los dos reyes anteriores, y que acabó definitivamente con la dinastía borbónica. La excesiva identificación de la Iglesia con esa monarquía durante los quince años previos dio paso a un anticlericalismo virulento. La masa popular saqueó el arzobispado de París, el Noviciado de los jesuitas y la Casa de las Misiones de París. El arzobispo de Quellen tuvo que huir y a los sacerdotes les resultó muy peligroso salir a la calle con sotana. La prensa y numerosos panfletos alimentaron este anticlericalismo de viejo cuño, pero recientemente acrecentado. Pío VIII, que compaginó en su política la firmeza de los principios con las concesiones prácticas, entabló relaciones con el nuevo gobierno francés y pidió a los obispos que exhortasen a los fieles a la obediencia, dedicando su esfuerzo a la promoción de la pacificación nacional.

El papa estaba convencido de que el cambio social y político en Europa era irreversible, y juzgaba urgente que la Iglesia llegase a un acuerdo con el nuevo régimen, porque de lo contrario se exponía a una revolución más radical y peligrosa que podría desembocar en una situación tan dramática como la de 1793. Aconsejó al clero la neutralidad política y, por su parte, procuró no atarse a ningún partido ni régimen concreto, consagrando su actividad al establecimiento de relaciones respetuosas con los poderes constituidos, independientemente de su legitimidad de origen. De hecho, la revolución de 1830 dio como resultado una constitución muy moderada y el papa renovó al nuevo soberano, Luis Felipe, el título de «Rey Cristianísimo».

El gran reto del siglo fue el de favorecer e impulsar el desarrollo de una cultura católica capaz de nutrir la vida intelectual de los creyentes, al tiempo que se trataba de contrarrestar las manifestaciones más clamorosas del anticlericalismo. Henri Heine escribió en estos días: «La vieja religión está radicalmente muerta, está disuelta; la mayoría de los franceses no quiere oír hablar más de este cadáver y se echan el pañuelo a la nariz cuando se trata de la Iglesia.» La expresión era exagerada, pero no cabe duda de que una buena parte de los representantes más significativos de la cultura del momento pensaba así. Sin embargo, intelectuales reconocidos y respetados como Lamennais, Lacordaire, Montalembert y tantos otros se esforzaron por demostrar que era posible una cultura católica creativa, interesante y dialogante.

Los movimientos populares independentistas de tres territorios católicos, Irlanda, Bélgica y Polonia, sometidos respectivamente al Reino Unido (anglicano), Países Bajos (luteranos) y Rusia (ortodoxa), colocaron a Pío VIII ante una situación paradójica. Por principio la Santa Sede apoyaba la autoridad de los reyes y rechazaba los movimientos revolucionarios, por lo que en consecuencia, no podía admitir estos movimientos independentistas. Por otra parte la población católica de esos territorios era maltratada, incluso en sus prácticas religiosas, por tres países no católicos. Lamennais aprendió de esta situación injusta la importancia de la democracia y de la autonomía de los pueblos y dio un vuelco importante en su orientación ideológica, convirtiéndose en un paladín de las libertades. Con todo, Roma se encontró aprisionada y entrampada en su defensa a ultranza de los principios legitimistas, herencia peligrosa del Congreso de Viena (1815).

En 1830 el Santo Oficio abandonó la tradicional condena del préstamo con interés. El rechazo de la usura, propio de la moral católica, más deudora de los principios morales del Antiguo Testamento, dio paso a una moral más atenta a la realidad cambiante y a la autonomía de las conciencias.

Pío VIII gobernó la Iglesia más con la voluntad que con las fuerzas físicas, cada día más débiles. Tuvo la satisfacción de ver cómo la Iglesia estadounidense aumentaba sus efectivos y se desarrollaba con pujanza y en condiciones de libertad inéditas hasta entonces. El 4 de octubre de 1829 se reunió el primer concilio de Baltimore, en el que se discutieron algunos de los temas más candentes de entonces: los poderes de los obispos, las consecuencias de la promesa de obediencia realizada en la ordenación sacerdotal, los medios a utilizar en la propaganda religiosa, la polémica con los protestantes, la lectura de la Biblia en lengua vulgar, la posibilidad de leer los escritos de los herejes con algunas condiciones, la organización de una prensa católica, las normas y condiciones de existencia de las congregaciones religiosas y el papel de los laicos en la vida eclesial. El papa siguió con atención la evolución de esta Iglesia y la animó en sus dificultades, inevitables en un momento de crecimiento rápido.

Gregorio XVI (1831-1846) nació en Belluno, entonces parte de Venecia, y entró a los dieciocho años en los camaldulenses, rama austera de los benedictinos entre los cuales recibió una sólida formación teológica y de los que llegó a ser general. Creado cardenal, estuvo al cargo de la Congregación de Propaganda Fide, que en aquellos años se responsabilizaba no sólo de los países estrictamente de misión, sino también del Reino Unido, Irlanda, Países Bajos, Prusia y Escandinavia, naciones en las que los católicos constituían una minoría. Probablemente resultó su actuación más positiva e interesante. Aconsejó a los misioneros la neta distinción entre evangelización y política, y no desdeñó una cierta aceptación de costumbres y ritos nacionales que, sin ser religiosos, formaban parte de la cultura local. Rudo en sus modales y en sus facciones, antipático y a menudo insensible a las necesidades de su pueblo, frugal en sus necesidades, culto en el sentido humanista de la palabra, formado en una teología tradicional privada de fundamentos históricos y en derecho canónico, de inflexible rigor teológico, íntegro y trabajador, sin conocimiento de lenguas, este papa ha quedado en la historia, no siempre con razón, como modelo de actitud reaccionaria y de incapacidad de diálogo con otras mentalidades y sensibilidades. Probablemente se podría afirmar que fue un buen hombre, un mediocre papa y un pésimo jefe de Estado.

Para una visión más completa de este pontificado de combate tendríamos que tener en cuenta, por una parte, los continuos y despiadados ataques a la Iglesia y al cristianismo por parte de los políticos e intelectuales liberales y, por otra, la miopía y cerrazón de los integristas y beatones que le rodeaban, los cuales sostenían y reforzaban su incapacidad de captar el núcleo positivo de las aspiraciones liberales.

Apenas elegido, el mismo día de su coronación, tuvo que enfrentarse con una insurrección generalizada en los Estados pontificios, que contaban en aquel momento con 2.700.000 habitantes. Esta revolución vino provocada por causas objetivas y de difícil solución: la crisis económica, la carestía y el rechazo generalizado de la población al gobierno exclusivamente teocrático, trasnochado y reaccionario de un clero con privilegios y sin preparación específica. El descontento por la ineficacia y los abusos de la administración papal, las necesidades no satisfechas de las provincias y la aspiración a la independencia nacional italiana, azuzada por los supervivientes de la época napoleónica y por no pocos ciudadanos que deseaban un régimen democrático y una nación italiana unida e independiente, eran causas más que suficientes de malestar.

Con las revoluciones de 1830 había comenzado otro siglo, otra etapa en la historia europea. Los cardenales, sin embargo, se ensimismaban en una realidad inexistente, sin tener en cuenta la prodigiosa evolución de la sociedad. A pesar de las críticas condiciones sociales y políticas en las que se encontraban los Estados de la Iglesia, el cónclave en el que salió elegido Capellari duró cincuenta días, mientras la revolución amenazaba Roma y su entorno, circunstancia que demuestra lo difícil que resultaba a conservadores y moderados poner el bien de la Iglesia por encima de sus pasiones e intereses. En efecto, los diferentes candidatos no se distinguían generalmente por sus diversos grados de espiritualidad o sentido eclesial —todos eran dignos y amaban a la Iglesia—, sino por su psicología y formación, por sus planteamientos políticos y su apertura mental. Sin embargo, todos confundían sus intereses y actitudes particulares con el bien de la Iglesia. En esto eran más claros los embajadores de las naciones, que favorecían o no a un candidato simplemente en función de sus intereses nacionales.

La situación resultaba insostenible en las Legaciones, al norte del Estado pontificio, donde Bolonia, Ferrara, Rávena y Forlí contaban con una burguesía culta y económicamente estable. El gobierno provisional revolucionario de Bolonia proclamó que el dominio temporal pontificio sobre aquella ciudad y sobre el país era contra naturam. Los diversos levantamientos populares fueron sofocados con dureza gracias a la ayuda de tropas austriacas y francesas. Este apoyo extranjero, acompañado por un memorándum de los gobiernos de Austria, Francia, Prusia, Inglaterra y Rusia, en el que se exigían cambios sustanciales en el sistema de gobierno, humilló y debilitó, paradójicamente, la autoridad del nuevo papa, aunque consiguió mantener el gobierno del Estado.

Gregorio XVI era un monje que había vivido buena parte de su vida al margen de los problemas políticos y sociales del mundo moderno, justo durante los años en los que el movimiento de ideas que debía asegurar el triunfo del Risorgimento estaba en plena expansión. Para quienes trabajaban por la emancipación de los Estados y de las ciudades italianas, la «cuestión romana» estaba a la orden del día. Por otra parte, resultaba contradictorio que el papa pudiese mantener el ejercicio de su soberanía sólo con la protección de las tropas francesas y austriacas, apoyo siempre interesado y mal visto por los italianos.

Los espíritus más capaces se dieron cuenta de que la única solución realista consistía en la adopción de un amplio programa de reformas políticas, judiciales, administrativas y económicas, pero ni Roma ni los territorios limítrofes, incapaces de aceptar los nuevos tiempos, estaban dispuestos a realizarlas. A finales de febrero de 1831 el cardenal Bernetti, prosecretario de Estado, pidió de nuevo a Austria ayuda militar para sofocar otra insurrección, esta vez iniciada en Módena. El papa tuvo que prometer reformas, disminuyó los impuestos y liberó a los detenidos políticos, pero el divorcio entre el pontífice y su pueblo era tan marcado que sólo unas drásticas reformas podían detener el deterioro de la situación. Los tiempos exigían otras actitudes y las aspiraciones de los pueblos sólo podrían ser comprendidas por medio de una sensibilidad diferente. Desde este momento hasta 1870 el papado necesitó ayuda extranjera para mantener su independencia. Es decir, se consideraban necesarios los Estados pontificios para asegurar la autonomía del papa, pero no resultaba posible mantener esa autonomía sin la ayuda militar de otros Estados y, por consiguiente, sin algún grado de dependencia de esos mismos gobiernos.

Más realista fue su decisión de aceptar los gobiernos surgidos de las revoluciones como ejecutivos de hecho, sin tener en cuenta su legitimidad. Con este principio podía seguir condenando las revoluciones y, al mismo tiempo, aceptar sus consecuencias, adaptándose a las circunstancias. Bajo este principio pudo entablar relaciones con las repúblicas iberoamericanas sin juzgar las razones de su independencia, al tiempo que favorecía y respaldaba el desarrollo de las Iglesias locales.

Gregorio XVI realizó algunas reformas de orden administrativo, judicial y económico: introdujo algunas novedades, como los barcos a vapor, el sistema métrico decimal, las vacunas y los seguros, y permitió también la implantación de bancos de crédito y cámaras de comercio. Resultó imposible conseguir una mejor administración del Estado y de las finanzas mientras se mantenía una política caótica y contraria a tantos cambios necesarios.

El papa se convirtió para los patriotas italianos en el enemigo y opresor, en el obstáculo más fuerte para el logro de sus pretensiones. Por los liberales fue considerado como el máximo representante de la teocracia y el absolutismo. Gregorio XVI reaccionó contra todo intento de cambio con dureza e intransigencia, congeló las reformas pendientes y persiguió incansablemente a los liberales. Este método, que únicamente confiaba en la represión para solucionar los problemas, envenenó aún más el estado de las cosas, y convenció a los adversarios de la inutilidad de cualquier trato con el gobierno pontificio. La política italiana de Gregorio XVI contribuyó a desacreditar las aspiraciones legítimas de los conservadores y a ahondar aún más el abismo existente entre el papado y los partidos nacionales y liberales.

Es verdad que la Europa absolutista y las estructuras políticas de la Restauración se encontraban en plena crisis, pero las contradicciones del poder temporal del papa eran mucho más manifiestas, de forma que no habría escapado del proceso histórico decimonónico aunque hubiese realizado reformas más valientes. Por desgracia, su intransigencia y cerrazón trascendieron el campo político hasta desarrollar consecuencias duraderas en los terrenos eclesiástico y espiritual.

Para Gregorio XVI el liberalismo era ante todo laicismo, con la consecuente destrucción del poder temporal, pero también suponía el predominio del racionalismo y el materialismo, así como la indiferencia ante los problemas y los derechos del espíritu. Para él los liberales eran peligrosos, pero consideró aún más siniestros a los católicos liberales, es decir, a quienes dentro de la Iglesia compaginaban la fe con el talante liberal. No podía comprender que un creyente aceptase las libertades defendidas en la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, como las de conciencia, culto, pensamiento, cátedra y prensa, todas consideradas perniciosas y dañinas para la Iglesia y la religión.

En su tristemente célebre encíclica Mirari Vos condenó estas libertades, dando a entender que el cristianismo y la mentalidad moderna eran incompatibles entre sí: la libertad de conciencia era «un delirio, un error de los más contagiosos» que desembocaba en la indiferencia religiosa; presentó la libertad de prensa como funesta y detestable; la libertad de asociación destruía el respeto por la autoridad y provocaba daños y confusión; finalmente, «nada bueno se puede esperar» de la separación de la Iglesia y del Estado. Fue una decisión con consecuencias negativas que se prolongaron en el tiempo, pero que en aquel momento tenía como punto de mira la doctrina de Lamennais, concentrada en el lema «Dios y libertad», que defendía las libertades de enseñanza y asociación, la extensión del voto, la libertades de prensa y conciencia, la separación de la Iglesia y del Estado, y el derecho de los pueblos a conseguir su independencia. También los conocidos literatos Víctor Hugo, Lamartine, Michelet y Saint-Beuve rompieron con la Iglesia debido a esta encíclica.

Lamennais invitó a la Iglesia a abandonar la nostalgia borbónica y a unirse al pueblo para crear un mundo nuevo más libre. «La Iglesia ha sido sofocada por el peso de los cepos impuestos por el poder temporal; la libertad que ha sido invocada en nombre del ateísmo debe ser ahora reivindicada en nombre de Dios.» Este personaje, sus seguidores y sus atractivas proclamas constituyeron un momento de esperanza y libertad frente al conformismo y la indiferencia generalizada ante problemas fundamentales, que fue cortado en su raíz por Gregorio XVI, pero que se prolongará entre condenas y dificultades a lo largo del siglo, manteniendo, en una Iglesia anquilosada y rutinaria, un soplo de confianza e ilusión, una página abierta al cambio y a la esperanza.

En 1833, a petición de Fernando VII durante los primeros compases del complicado y deplorable conflicto carlista, escribió a los obispos españoles una carta en la que aconsejaba al clero alejarse del espíritu partidista y de discusiones políticas, animándoles a predicar al pueblo la obediencia y la paz. En 1834, con motivo de las leyes desamortizadoras de Mendizábal, y en 1840 ante las leyes anticlericales promulgadas por el gobierno de Espartero, protestó vivamente, pero a partir de 1844 mejoraron las relaciones y en 1845 comenzaron los diálogos que desembocaron en el concordato del mismo año con el gobierno de Bravo Murillo.

Sus relaciones con Rusia y Prusia fueron tensas a causa de la neta política anticatólica de ambos gobiernos. El papa no condescendió a sus cantos de sirena y reclamó los derechos de los súbditos católicos, pero los soberanos de ambos Estados mantuvieron su persecución.

Durante su pontificado continuó concediendo perseverante atención a las misiones. El número de diócesis y vicariatos apostólicos en África y Asia aumentó considerablemente, y durante estos años se multiplicaron las congregaciones religiosas presentes y activas en la evangelización de diferentes países. Condenó rotundamente la esclavitud, fue tenaz en la defensa de la personalidad de los pueblos indígenas, y animó y facilitó la formación del clero indígena, dando así paso al posible nombramiento de obispos del lugar.

Los Museos Vaticanos le deben algunas de sus colecciones más valiosas y la fundación de dos nuevas secciones: la etrusca y la egipcia; promovió la restauración de iglesias, basílicas y monumentos romanos, y dio nueva vida a la academia científica de los Nuevos Linceos, precedente de la actual Academia Pontificia. En su tiempo se descubrieron nuevas catacumbas y favoreció los estudios de arqueología, importante especialidad que a lo largo del siglo tanto iba a desarrollarse con descubrimientos sorprendentes. En estos años inició su labor Juan Bautista de Rossi, el arqueólogo más importante del siglo.

Los últimos años de este pontificado se vieron marcados por levantamientos y tumultos políticos permanentes. El enfrentamiento, en realidad, era desigual, porque era la consecuencia de dos mentalidades incompatibles. Por una parte los carbonarios, las sociedades secretas, los jóvenes seguidores de Mazzini, que acababa de publicar en París el panfleto incendiario «Italia, Austria y el papa». Eran espíritus inquietos pero acordes con la nueva mentalidad emergente, que buscaban, con la esperanza de un cambio utópico, levantar al pueblo, crear malestar y oponerse a lo que consideraban situación anacrónica e injusta. Por otra parte se encontraba un pontífice que no acababa de comprender los motivos del malestar generalizado y que, por eso mismo, los atribuía con simplismo sorprendente a la acción de espíritus malignos y antirreligiosos. En realidad, la mayoría de los problemas de los Estados de la Iglesia no eran atribuibles a Gregorio XVI o a otro pontífice concreto, sino al sistema mismo, que había quedado inservible tras la época de las revoluciones. También influyó la nueva mentalidad política, que no se habría contentado con cambios y mejoras, por radicales que hubieran sido. Se aspiraba sencillamente a que los papas abandonaran sin más el poder político y éste pasase a otras manos. La incapacidad de los papas de comprender la magnitud del cambio operado constituye uno de los dramas del siglo.

Gregorio XVI murió de repente el 1 de junio de 1846. Al reunirse los cardenales en cónclave, uno de ellos manifestó que el próximo papa no debía ser «fraile ni forastero», es decir, que debía ser alguien oriundo de los Estados pontificios.

Pío IX (1846-1878). Juan María Mastai Ferretti padeció epilepsia desde los diez a los treinta años, enfermedad que le impidió realizar regularmente los estudios, carencia que resultó determinante en un pontificado que tuvo que habérselas con debates y decisiones de claro contenido teológico. Su trastorno le dotó de una excesiva emotividad, difícil de controlar, y de un cierto estado de ansiedad que le acompañó toda su vida. Ordenado a los veintisiete años, fue obispo de Spoleto (1827), arzobispo de Imola (1832) y cardenal desde 1840. Amable, devoto, incapaz de disimular, con fuertes altibajos emocionales, se dedicó en cuerpo y alma a la vida pastoral y mostró un talante dialogante y abierto durante sus primeros años, en los que vivió apartado de la Curia y del gobierno eclesial.

A mediados de siglo la Iglesia católica se enfrentaba a dos problemas de desigual importancia, pero que marcaban de manera decisiva su desarrollo y su pastoral: las causas de la progresiva descristianización de la sociedad y la ya mencionada «cuestión romana», es decir, la viabilidad del Estado pontificio en vista de la progresiva e imparable formación del reino de Italia.

Pío IX representó y sufrió como nadie los avatares de esta época, participó activamente en la problemática existente e influyó en la marcha de la Iglesia como pocas veces antes lo había conseguido ningún pontífice. El cónclave duró dos días y en él fue elegido el representante de la facción más posibilista y moderada, ya que los tiempos no estaban para mantener el talante del pontificado anterior. El nuevo papa, además, tenía la ventaja de haber vivido alejado de Roma y de no haber participado en la política previa. Gregorio XVI nunca se había fiado de él. «Hasta los gatos de Mastai Ferreti son liberales», solía comentar, con una intuición, ciertamente, no profética.

El nombramiento fue recibido con gran entusiasmo por sus súbditos y por los europeos en general, convencidos de que su tendencia liberal facilitaría la apertura de una nueva época. Sus primeras decisiones parecieron confirmar las expectativas: concedió la amnistía a numerosos condenados por diversos delitos, impulsó reformas administrativas, concedió un Estatuto Fundamental, una especie de constitución que pretendía dar respuesta a la exigencia de libertad de los grupos sociales más inquietos de los territorios pontificios, y adoptó otra serie de medidas políticas y económicas que fue aprobando a lo largo de los primeros meses de reinado. La opinión pública europea, a veces dirigida por los mismos patriotas italianos, jaleó estos logros y puso en el nuevo papa expectativas que él no estaba dispuesto a realizar a pesar del agrado con que fue recibiendo esas muestras de alegría y confianza. No pocos tuvieron la impresión de que, finalmente, podría producirse la esperada convergencia entre catolicismo y libertad.

A lo largo de este extenso pontificado se repetirán los encuentros y desencuentros de Pío IX con la opinión pública, un papa intensamente amado y odiado, y aunque esa opinión a menudo se veía manipulada por intereses políticos y sociales, en cualquier caso estaba dispuesta a alcanzar las reformas, libertades y progresos que se estaban experimentando en otros países.

En su primera encíclica manifestó su talante pesimista y su juicio negativo sobre la situación de la época. De hecho no fue capaz de ofrecer cambios ni reformas substanciales con relación a pontificados anteriores a causa de la concepción autoritaria de sus poderes, tanto temporales como espirituales.

El sentimiento nacionalista se había extendido por la península italiana. Todos soñaban con una Italia unida, aunque no estaban seguros de cómo lograrlo. Gioberti, en su «Del primato morale e civile degli italiani», escribió que Italia, por su capacidad creativa y por su unión al papado, gozaba de un auténtico primado intelectual y práctico sobre las otras naciones. Para ejercerlo recomendaba una unidad política federal de todos los Estados existentes. El pontificado se presentaba como el único lazo de unión porque había contribuido más que nadie a crear una conciencia nacional. Así pues, Gioberti consideraba que el papa debía ser el moderador, mientras que al rey de Cerdeña se le encomendaba ser el brazo armado del nuevo país.

Entre quienes soñaban con una Italia unida, el mito de un Pío IX liberal y antiaustriaco gozó de inmediata aunque pasajera adhesión, ilusionando sobre todo a cuantos sufrían con la idea de una Iglesia alejada de las aspiraciones modernas. Todo esto terminó en 1848, cuando al producirse las sucesivas revoluciones europeas y enterarse de la caída de Metternich en Viena, un excitado y entusiasmado pueblo italiano decidió atacar a Austria con la ilusión de liberar el norte de Italia de su dominio. El papa fue presionado por su pueblo y por los grupos revolucionarios para que declarase la guerra a Austria. Era una guerra popular y con aureola romántica, pero el 29 de abril Pío IX dijo claramente que no podía declarar la guerra a una nación católica, ya que, dada la índole de su misión universal, abrazaba con igual amor paterno a todos los pueblos. Esta alocución rompió el hechizo y los italianos llegaron a la conclusión de que la soberanía temporal y el pontificado eran inconciliables.

Hemos observado a lo largo de estas páginas la permanente evolución en ideas y sentimientos tanto del pueblo romano como de la clase dirigente eclesiástica. Durante siglos los católicos habían aceptado un pontífice universal que, al mismo tiempo, era capaz de defender, incluso con las armas, lo conveniente para su Estado, aunque esto supusiera oponerse a la política de un Estado católico concreto. En pleno siglo XIX no eran conciliables en una sola persona una soberanía temporal que no fuese meramente testimonial y la autoridad moral y religiosa universal cual correspondía al pontificado. Y este papa optó sabiamente por su función exclusivamente religiosa. El largo pontificado de Pío IX, traumático, aparentemente contradictorio, religiosamente creativo e intenso, estará marcado en lo bueno y en lo malo por esta opción y por la contradicción manifiesta de quien se decidió por una apuesta sin aceptar todo lo que ella implicaba.

Este pontífice, que tan a menudo tuvo que decidir sobre cuestiones políticas, era en realidad muy poco político; de carácter emotivo, muy piadoso, con una formación teológica muy sumaria, insensible al mensaje de los grandes escritores y pensadores de su tiempo, estaba dotado de un sentimiento providencialista poco crítico. Muy indeciso en los temas temporales, se mostró peligrosamente decidido en los asuntos más complejos y difíciles, es decir, los teológicos y eclesiales. En el campo político actuó a salto de mata, brincando hacia adelante pero con permanentes retrocesos, con disposiciones contradictorias, influido por los humores de la masa popular, por los vacilantes juicios de sus colaboradores… Se vio paralizado a menudo por la incertidumbre ante las medidas que había que tomar. Salía todos los días a pasear por las calles y plazas romanas, mezclándose y charlando con el pueblo. La necesidad de apoyo y calor popular le impelía a tomar medidas que el sentido común o sus ministros le obligaban a desdecir, y esto provocaba en el pueblo una irritación y descontrol considerables.

Por el contrario, en el campo eclesiástico actuó más siguiendo sus intuiciones o su gusto, sin tener en cuenta la opinión de obispos ni intelectuales ni las aspiraciones de los cristianos de su tiempo, a no ser que coincidieran con las suyas. Llegó a actuar como si considerase que la Iglesia era una finca personal. Durante la celebración del concilio, en un momento particularmente tenso, proclamó ante el cardenal Guidi: «La Tradición soy yo», fórmula que recuerda de inmediato la famosa de Luis XIV, «El Estado soy yo». Ambas eran igual de inexactas, y las dos expresaban el mismo concepto patrimonial de la Iglesia y del Estado.

No cabe duda de que los sucesivos fracasos políticos le impulsaron a dedicarse casi exclusivamente a los temas eclesiásticos, en los que decidía con determinación y, a menudo, arbitrariedad. Mantuvo hasta el final su confianza en un milagro de la Providencia que le restituyese cuanto los políticos —Napoleón III y Cavour— le habían despojado, convencimiento que explica su rechazo a cuantos compromisos le ofrecieron las potencias católicas.

Tras el largo exilio en Gaeta con motivo de la revolución y la proclamación de la República Romana (1848-1850), mostró un rechazo absoluto hacia los principios del liberalismo político, convencido de que su maldad no provenía exclusivamente de la inconveniencia de sus formulaciones, sino de su contaminación antirreligiosa y anticlerical. Mezclando indebidamente teología con asuntos temporales, atribuyó al pecado lo que era simplemente opción y condicionamientos políticos. Sin embargo, a partir de 1854, el apoyo de Napoleón III a las aspiraciones unitarias de buena parte de los italianos y a la política de Cavour terminó por conformar un Estado que abarcaba toda la península, menos Roma y un pequeño territorio alrededor, que mantuvo su autonomía gracias a la presencia de tropas francesas.

Pío IX ha sido considerado como el primero de los papas modernos, no porque hayan sido modernos en sí mismos, sino porque han configurado un nuevo estilo de ser y actuar. A causa de su intransigencia, de su confianza en la futura derrota de los enemigos de Cristo, y de sus rotundas protestas contra las sucesivas violaciones de los concordatos, el papado llegó a imponerse en la conciencia de los católicos y poco a poco se erigió en una instancia moral respetada. El asedio y los frecuentes ataques al papado en Italia aumentaron en el mundo su prestigio religioso. Numerosas familias católicas de todos los continentes colgaban en las paredes de sus casas, junto al crucifijo y un cuadro de la Virgen, una imagen del papa.

Creó colegios nacionales en Roma, donde se formaron seminaristas y sacerdotes de todos los países, que volvían a su patria con el talante y la formación romanas; por primera vez en la historia este papa nombró a casi todos los obispos de la Iglesia, consiguiendo una Iglesia más compacta y más unida a Roma que nunca y, también, más uniforme y menos plural; exigió mayor severidad en la admisión al sacerdocio y mayor selección entre los aspirantes a las congregaciones religiosas, pilares de su esfuerzo por renovar espiritualmente la Iglesia. Durante estos años se multiplicaron las congregaciones religiosas, tanto femeninas como masculinas, con una dedicación creativa e intensa a la enseñanza, a los hospitales y a las misiones. La presencia apostólica femenina en estas últimas enriqueció considerablemente la presencia del cristianismo tanto en África como en Asia.

Fue el papa de la definición de la Inmaculada Concepción (1854), dogma que reforzó la autoridad pontificia y estimuló los estudios teológicos mariológicos. También reunió el Concilio Vaticano I (1869-1870), dirigido con métodos que en nuestros días nos resultarían intolerablemente autocráticos. Esta solemne asamblea, compuesta por setecientos obispos de los cinco continentes, la más numerosa y universal celebrada hasta entonces, definió la extensión de la autoridad pastoral del papa y el significado de su carisma de infalibilidad. Toda su actuación tuvo como fin la centralización eclesial, la concentración de todos los atributos en Roma, y el progresivo desvalimiento de los obispos para acrecentar de manera extraordinaria la autoridad espiritual y doctrinal del pontífice.

Luchó con coraje y constancia contra el jansenismo, el galicanismo y el laicismo, en un combate infatigable en favor de la independencia de la Iglesia, en un siglo en el que, paradójicamente, regímenes absolutistas y gobiernos liberales coincidían en su pretensión de dominar y limitar la presencia de la Iglesia en sus Estados. En este sentido fueron unos decenios dramáticos. Los liberales negaron el pan y la sal a la Iglesia, a sus miembros y a sus instituciones, y, por su parte, Roma sólo tuvo en cuenta a sus fieles, es decir, a quienes pensaban estrictamente como marcaba el papado, marginando y atosigando a cuantos, dentro de un profundo sentido eclesial, pensaban de otra manera. Comienza un largo periodo en el que la Iglesia constituye casi un gueto en la sociedad liberal y en el que los católicos liberales son encerrados en un claustro igualmente intolerable en el seno de la Iglesia.

Fomentó, en el siglo de la Ilustración, de la ciencia y de la razón, las ceremonias y las devociones más sensibles y populares, de manera especial la mariana y la centrada en el Sagrado Corazón de Jesús. No sólo no aceptó la cultura moderna ni las nuevas corrientes teológicas, sino que no entendió a los católicos liberales en su sensibilidad hacia las exigencias de los nuevos tiempos. Resulta bastante indicativo de esta actuación el ostracismo al que fueron condenados Newman, Rosmini, Montalembert y tantos otros exponentes de un catolicismo más abierto y respetuoso con las exigencias culturales contemporáneas. En 1864 el papa publicó el Syllabus, uno de los documentos más polémicos de la historia eclesiástica, en el que con un estilo conciso y periodístico condenó algunos de los fundamentos de la sociedad moderna, reprobando cuantos «ismos» encontró a su paso: laicismo, positivismo, naturalismo, racionalismo y socialismo. En el último apartado condenaba la posibilidad de que el papa pudiera llegar a un acuerdo con el progreso y la civilización modernos. En realidad condenaba sin paliativos el programa de los católicos liberales de conseguir una Iglesia libre en un Estado también libre y autónomo. Tras esto, demasiada gente dedicó su precioso tiempo a explicar a un mundo desconcertado o gozoso que el papa no decía lo que parecía decir, sino todo lo contrario.

En España, al caer Espartero, los conservadores intentaron reorganizar la sociedad según sus criterios, y la constitución de Bravo Murillo de 1845 respondió a estos fines procurando apaciguar el tema religioso, que había sido exacerbado por las políticas de Espartero. Las nuevas autoridades se preocuparon por contar con el apoyo de la Iglesia y dictaron diversas medidas económicas favorables para conseguirlo. Los obispos exilados por el régimen anterior volvieron a sus sedes, el tribunal de La Rota reanudó sus funciones y se volvió a admitir la censura de los obispos sobre los libros religiosos. En 1848, Pío IX reconoció el régimen isabelino, dando fin a una situación desagradable y, en realidad, poco comprensible.

El 20 de septiembre de 1870 los ejércitos de Víctor Manuel II de Saboya tomaron Roma, declarada inmediatamente capital de Italia. Pío IX se autoproclamó prisionero del Vaticano y en sus muros transcurrieron los últimos ocho años de su vida. Para la cristiandad se trató de una nueva «cautividad de Babilonia» de la que había que liberar al «papa mártir». Con este motivo, por una parte se renovó la «devoción» al papa, que en algunos casos rayaba en papolatría; por otra parte se fomentaron corrientes de oración con la finalidad de que el papa «confundiera a sus enemigos». Desde el palacio y la basílica gobernó la Iglesia, cada día de un modo más autoritario.

La Roma eclesiástica constituía una realidad muy sólida en el momento de la unificación italiana: 206 conventos, 350 iglesias, 250 oratorios, 60 parroquias, y cerca de 8.000 religiosos, además de las estructuras de la corte pontificia y de la Curia Romana.

Con motivo de su muerte, la Revue des Deux Mondes sintetizó los resultados de los esfuerzos realizados por el papa difunto contra las tendencias políticas y culturales del siglo con estas precisas palabras: «Pío IX ha dejado la Iglesia más unida, más activa, más viva que nunca y más que nunca extraña al ambiente que la rodea y a la vida que ella desea dirigir.» En septiembre de 2000, ante el estupor y el desconcierto de muchos católicos, Pío IX fue declarado beato por Juan Pablo II.

A la muerte de Pío IX se produjo una situación inédita e inquietante. Por primera vez en muchos siglos se convocó y se celebró un cónclave en una Roma que formaba parte de un Estado que no dependía de la Iglesia. En un primer momento se temió que el anticlericalismo reinante presionara en un sentido o en otro y provocara dificultades desagradables, pero el gobierno italiano se comprometió a salvaguardar la independencia y tranquilidad de la elección.

Por otra parte, el consejo de Estado italiano anunció que la Ley de las Garantías, aprobada por el parlamento en 1871 y por la cual se concedía al papa la inmunidad absoluta, la propiedad del Vaticano y una suma importante de dinero cada año, era una norma constitucional y orgánica en tanto que reglamentaba el derecho público eclesiástico del Estado. Es decir, iba más allá de la persona de Pío IX y, por consiguiente, se mantenía vigente también con su sucesor.

De todas maneras, durante los primeros días, algunos cardenales dudaron sobre el lugar del cónclave y no pocos se inclinaron por celebrarlo fuera de Italia. Sin embargo, todos los países deseaban que se celebrase en Roma, fundamentalmente por motivos egoístas, pero también porque eran partidarios de solucionar cuanto antes el problema existente, pues sabían que un pontífice elegido fuera de su sede complicaría aún más las cosas. Además, todos anhelaban un papa moderno con el que los Estados pudieran dialogar, capaz de comprender las diversas sensibilidades religiosas y eclesiales, y que pudiera superar el talante defensivo y la actitud de permanente condena que había caracterizado a la Iglesia a lo largo del siglo y de manera especial durante el pontificado anterior.

León XIII (1878-1903).Vicente Joaquín Pecci nació en Carpineto, pequeño pueblo de la provincia de Roma, en 1810. Su vocación temprana le llevó al seminario y a una concienzuda formación sacerdotal e intelectual. Desde el primer momento ocupó cargos de responsabilidad. Demostró ser buen administrador como delegado de Benevento (1838) y de Peruggia (1841), pero su nombramiento para la difícil Nunciatura de Bélgica (1843-1846) terminó, en cierta manera, en fracaso, aunque le sirvió para conocer sobre el terreno el nuevo modo de establecerse las relaciones entre la Iglesia y el nuevo Estado liberal belga, nacido gracias a la activa colaboración de los católicos y que, por consiguiente, se había organizado sin los condicionantes anticlericales propios de otros regímenes liberales. Esta experiencia personal estará detrás de su permanente interés por conseguir un diálogo fluido con las diversas fuerzas político-sociales. En Bélgica pudo también comprobar la dureza de las condiciones de vida de los obreros, consecuencia de la industrialización, y origen de su futura preocupación social.

De Bruselas pasó al arzobispado de Peruggia (1846), donde fue aparcado durante treinta y dos años, dedicándose con acierto a organizar su diócesis y a mejorar la calidad de su clero con el fin de que fuera capaz de responder a los retos que los cambios políticos y sociales le presentaban. Su seminario fue considerado como uno de los mejores de Italia por su preparación tanto teológica como científica y cultural. En 1853 fue creado cardenal y en 1878 el papa le nombró camarlengo de la Iglesia, cargo más bien honorífico aunque con especiales atribuciones durante la sede vacante. En los últimos años el cardenal Pecci se había dado a conocer con dos cartas pastorales dirigidas a sus diocesanos en 1877 y en 1878, en las que se mostraba partidario de una armoniosa relación con la cultura moderna, y en las que señalaba la urgencia de repensar serenamente muchos problemas. Tenía sesenta y ocho años al ser elegido papa.

El cónclave congregó a sesenta de los sesenta y cuatro cardenales existentes, de los cuales veinticinco eran extranjeros. Joaquín Pecci fue elegido al tercer escrutinio, con cuarenta y cuatro votos, y tomó el nombre de León en recuerdo de León XII, su protector. Impartió la bendición urbi et orbi desde la logia interior de la basílica y fue coronado en la Capilla Sixtina y no en la basílica de San Pedro, como era tradicional, dando así a entender las especiales condiciones en las que se encontraba el papado. Durante todo su pontificado León XIII será decididamente intransigente en el tema de la soberanía temporal pontificia, defendiendo su absoluta necesidad si se quería que la Iglesia pudiese ejercer su función espiritual con libertad. Probablemente, dada su edad y su delicado estado de salud, fue elegido como un papa de transición por los cardenales más favorables al diálogo con los políticos, los gobiernos y la sociedad contemporánea. Sin embargo, esta transición duró un cuarto de siglo, ningún cardenal elector le sobrevivió, y hoy consideramos este pontificado como uno de los más importantes del siglo.

De carácter más bien frío, con una enorme capacidad de trabajo, dotado de una buena cultura clásica y del poso de numerosas lecturas, hombre de ideas claras, estaba convencido de que los males que sufría la sociedad se debían al progresivo debilitamiento de la autoridad de la Iglesia católica y del romano pontífice en particular, y se esforzó por recuperar el protagonismo y el liderazgo de otros tiempos. Para León XIII la influencia benéfica de la Iglesia no se extendía sólo a la salvación de las almas, sino también a la vida social.

Con Gregorio XVI y con Pío IX el catolicismo había quedado en gran parte entrampado en el campo monárquico y en la maraña de las ideas restauracionistas. Tanto los escritos de De Maistre como del primer Lamennais parecían haber marcado el terreno de juego: la Iglesia y el pontífice se identificaban con el talante y las pretensiones del Antiguo Régimen y rechazaban las revoluciones, en las que incluían el sistema representativo liberal. Por otra parte, las insidias de carbonarios y liberales contra los Estados de la Iglesia y la pretensión de los italianos de conseguir una patria común a costa del Estado pontificio parecían confirmar la idea de que las libertades y el sistema democrático dañaban los derechos de la Iglesia.

Buena parte de los católicos entró de lleno en este juego y la Mirari Vos, el Syllabus y las acusaciones incendiarias de Pío IX se convirtieron en la biblia de la política conservadora. Carlistas, integristas, legitimistas y monárquicos absolutistas identificaron la religión con sus ideales políticos, arrastrándola con ellos a la esterilidad e ineficacia práctica de tales planteamientos. Pío IX murió aislado, dejando a la Iglesia en una situación imposible en cuanto a su ubicación en el mundo real se refiere. La cultura del catolicismo intransigente añoraba el pasado y mantenía tozudamente las posturas legitimistas. No pocos pensaban que sólo la política de «lo peor» daría ocasión a la Santa Sede para liberarse de sus males e imponer sus tesis, de forma que no apoyaban los gobiernos liberales con el objeto de que no se afianzasen, esperando así que una revolución radical pudiera dar paso al logro de la ansiada restauración.

Anímica y estructuralmente puede que León XIII participara de la misma onda, pero su prudencia y sentido común le hicieron reaccionar. Así que, con el fin de conseguir el papel mediador e influyente tan largamente ansiado y la restauración de la soberanía pontificia, pretendió que los católicos abandonasen o marginasen sus legítimas preferencias políticas y aceptasen la situación existente en sus respectivos países, animándoles a defender los intereses de la Iglesia desde el interior del sistema.

En efecto, para este papa el porvenir de la Iglesia no se encontraba ligado a los tronos tambaleantes, a los regímenes desplazados ni a las querellas dinásticas. Tampoco pensaba apoyarse en los sistemas políticos inciertos que los habían sustituido, sino en el pueblo soberano, tal como lo proclamaban las constituciones vigentes. Si el régimen democrático concedía la palabra y el voto al pueblo, la Iglesia debía extraer las consecuencias de que buena parte o la mayoría de este pueblo era católica. Por lo tanto, ya no necesitaba tanto del apoyo de los gobiernos cuanto del respaldo de este pueblo creyente que, en cuanto ciudadanos, podía orientar con su voto la marcha de las naciones. El nuevo papa estaba dispuesto a utilizar todos los medios que la nueva situación le ofrecía para imponer su presencia en todos los ámbitos, e instó a los católicos a participar activamente en la vida pública, aun cuando las constituciones de su país no siempre concordaran con el ideal cristiano.

La idea no sólo era correcta, sino que marcará la presencia cristiana en la sociedad y en la política europeas y americanas del siglo XX, aunque en aquellos años topó con la intransigencia y la división de los católicos franceses y españoles. Los primeros identificaban revolución y persecución religiosa con república, se sentían identificados con la monarquía y con las tradiciones que tan íntimamente la relacionaban con los ideales eclesiásticos, y no estaban dispuestos a aceptar los consejos del pontífice. La política del ralliement, es decir, de la aceptación de la república por parte de los católicos, al tiempo que se les animaba a eliminar de su legislación el espíritu laicista hostil a la religión, fruto del exasperado radicalismo antirreligioso, constituyó una de las apuestas más valientes de este pontificado, aunque hay que admitir que los resultados no respondieron a sus expectativas, dada la oposición encarnizada de unos y otros.

El papa hizo todo lo posible para que nada irreparable se interpusiera entre París y Roma, convencido de que en tal caso la situación ya difícil de la Iglesia francesa resultaría dramática. Sin embargo, ni obispos ni laicos franceses estuvieron dispuestos a abandonar sus opciones políticas, incompatibles con la concordia con el poder civil. De hecho, en 1892, año de elecciones, los católicos franceses no consiguieron ponerse de acuerdo ni en el programa ni en la táctica electoral ni en la adhesión a la república, de forma que su fracaso resultó cantado.

La actitud de León XIII se debió en gran parte al convencimiento de que tenían que unirse los ciudadanos creyentes y no creyentes, al margen de las querellas religiosas, con el fin de consolidar un gobierno conservador frente a los partidos radicales y subversivos que amenazaban la sociedad. León XIII reconducía así el problema de las relaciones de la Iglesia con la sociedad moderna abandonando el ideal del confesionalismo como única postura posible, y aceptando la realidad plural de la sociedad en la que la Iglesia podía actuar por el número de sus miembros y lo razonable de su doctrina. Además, la política del papa llevaba a la Iglesia a preocuparse más por la suerte de la clase obrera, dando ocasión a una intensa presencia social que rejuvenecerá la Iglesia y la implicará en otros intereses y problemas más populares.

Los católicos demostraron que se podía ser conservadores e integristas y no aceptar el magisterio del papa cuando no coincidía con sus intereses, y los republicanos franceses demostraron adolecer de un concepto de democracia bastante mísero al imponer sus fobias y su ideología a una sociedad mucho más plural de lo que su política representaba.

Algo parecido sucedió en España. Los católicos permanecieron divididos entre dinásticos y carlistas a lo largo del siglo, y esta división enfrentó al clero con sus obispos, envenenó la vida de la prensa confesional y limitó gravemente su proyección pública. Los integristas pensaban que no se podía admitir ningún tipo de transacción con la política liberal y desencadenaron una violenta polémica religiosa con el convencimiento de que esta conducta era la única fiel a la trazada por Pío IX y el Vaticano I.

León XIII fue consciente de la debilidad de la Iglesia española e insistió en la necesidad de restablecer la unidad de los católicos bajo la dirección de la jerarquía. El 8 de diciembre de 1882 firmó la encíclica Cum multa dirigida a los obispos españoles. Consciente de que las pasiones de partido habían roto la unidad y de que los que defendían la causa católica no hacían caso a los obispos, insistió en que la obediencia a la autoridad era el fundamento de la concordia eclesial. Era urgente que los católicos, especialmente el clero, se sometieran a sus obispos y desarrollaran una acción común. Los diversos pareceres políticos no podían desembocar en rivalidades y divisiones, sino que debían ser integrados en el bien superior de la Iglesia.

Los enfrentamientos persistieron en una sociedad en la que los integristas se consideraban los únicos católicos, y atacaban sin piedad la constitución de 1878, la dinastía de los Borbones y a cuantos —entre ellos buena parte de los obispos— aceptaban el régimen de la Restauración. Todos aceptaban en teoría la autoridad pontificia, pero en realidad no acataban sus recomendaciones, que iban en la misma línea de las dirigidas a Francia. León XIII, por su parte, hizo cuanto pudo por consolidar a los Borbones. Aceptó ser padrino de bautismo de Alfonso XIII, ayudó en todo momento a la reina regente, María Cristina, y animó a los obispos a mantenerse cercanos a una monarquía siempre frágil.

Los congresos católicos nacionales que se celebraron en Madrid (1889), Zaragoza (1890), Sevilla (1892), Tarragona (1894) y Santiago (1902) y que reunieron a los principales dirigentes del catolicismo español trataron de revitalizar la fe, pero también procuraron aclarar las posibles relaciones con el poder político liberal. Estos congresos buscaban no sólo un cauce de unión y de trabajo coordinado entre los católicos, sino que la Iglesia española fuese un instrumento de adaptación al nuevo orden.

En Bélgica, en 1879, el ministro liberal Orban presentó una ley en defensa de una escuela absolutamente laica que desembocó en la ruptura de relaciones con la Santa Sede. León XIII, desde el primer momento, pidió a los obispos una actitud más conciliadora, pero no fue atendido ni siquiera por los obispos, dirigidos por el cardenal Deschamps. En 1884 ganaron las elecciones los católicos, que se mantuvieron en el poder durante treinta años.

En Italia, por su parte, el papado mantuvo el principio de que los católicos no podían participar en las elecciones ni ser elegidos, manifestando así su rechazo a la anexión de los Estados pontificios en el nuevo reino. Naturalmente esta decisión tuvo como consecuencia no deseada la de prescindir de uno de los cauces más importantes de influjo en la sociedad. Fue Italia el único Estado con el que el papa no demostró su tradicional flexibilidad. Por su parte, las autoridades de este país manifestaron por todos los medios su anticlericalismo y su oposición rotunda a las aspiraciones pontificias. En lo alto del Gianicolo colocaron una llamativa estatua de Garibaldi a caballo que podía y puede ser vista desde las habitaciones pontificias del Vaticano. En julio de 1881 una manifestación anticlerical estuvo a punto de tirar al Tíber el cuerpo de Pío IX, que era trasladado solemnemente desde el Vaticano a San Lorenzo Extramuros, y en agosto una reunión popular reclamó la abolición del papado. León XIII pensó entonces en trasladar la Santa sede a Trento o a Salzburgo, en territorio austriaco, y los españoles le propusieron El Escorial.

En 1885, en plena controversia entre España y Alemania sobre la soberanía de las islas Carolinas, el canciller Bismarck, consciente de la satisfacción que iba a causar a León XIII, pidió su mediación, inmediatamente aceptada por España. El papa afirmó la soberanía española, pero reconoció a Alemania el derecho a utilizar los puertos de los archipiélagos. La firma del acuerdo en el palacio Vaticano subrayó el papel como mediador internacional de la Santa Sede y disparó las esperanzas del pontífice. En 1887 se discutió en el parlamento prusiano el fin de las leyes anticatólicas, y aunque no todas desaparecieron, resultaron mitigados en gran parte sus efectos negativos, y se obtuvo la plena libertad de las actividades religiosas.

Desde el primer momento de su pontificado León XIII se había propuesto como objetivo de su magisterio recristianizar la sociedad. Para conseguirlo quiso entablar unas relaciones correctas con los diversos gobiernos, al tiempo que señalaba su convencimiento de que la libertad de la Iglesia y su posible influjo dependían no tanto de la política como de la vitalidad de las asociaciones católicas.

Por otra parte, el papa estaba convencido de que la situación política existente en Francia, y en general en los regímenes liberales, era irreversible, pero consideraba que su política antieclesiástica podía ser corregida. Por eso se esforzó en mejorar las deterioradas relaciones heredadas del pontificado anterior, comenzando por reconocer las consecuencias políticas de las revoluciones liberales a pesar de su frecuente talante anticlerical. El papa invirtió buena parte de su acción política en el objetivo de que la presencia social y la autoridad moral de la Iglesia fueran reconocidas por los gobiernos. Por su parte, la invitación constante a la acción política y social de los católicos llevó al nacimiento de partidos y a una actividad extraordinariamente rica de los movimientos sociales católicos.

El límite y el fracaso de la recomendación pontificia radicó en el talante integrista y legitimista de buena parte de esos católicos. Los franceses, así como el periódico La Croix, muchas órdenes religiosas y una parte significativa del episcopado sostuvieron al pretendiente legitimista, conde de Chambord, al reaccionario Boulanger y a Maurras. En España, el clero y la prensa católica, especialmente El Siglo Futuro, fueron eminentemente integristas y fieles seguidores de los Nocedal, padre e hijo. En aquel tiempo no era posible pacificar la patria y las Iglesias locales sin superar las diferencias políticas, y los católicos no fueron capaces de lograrlo. El fracaso pontificio se debió en gran parte a esta situación, a su vez deudora del prolongado adoctrinamiento de los dos papas anteriores.

Sin embargo, resultó un fracaso liberador. Su doctrina cada día más clara sobre la accidentalidad de las formas, su talante posibilista, que enterró a la larga otros más intransigentes, y su apuesta decidida por la acción de los laicos, que desembocó a la larga en la Acción Católica, en la Democracia Cristiana y en otras iniciativas semejantes, abrió la Iglesia a la realidad social que marcará el nuevo siglo XX.

Este papa es conocido también por sus ideas sociales, presentes en documentos y actuaciones. Entró en contacto con los representantes más cualificados de las organizaciones católicas, fomentó los estudios de este tipo en las universidades y apreció las experiencias de los Caballeros de Colón en América. Fruto de todas estas experiencias fue la Rerum novarum (1892), su encíclica más conocida, el primer documento del magisterio eclesiástico dedicado a estudiar seriamente el problema social ocasionado por la industrialización. En la encíclica, al mismo tiempo que se condena el liberalismo y el socialismo, se reconoce el derecho natural a la propiedad y se subraya su valor social; se atribuye al Estado el papel de promotor del bien común, de la prosperidad pública y de la privada, con lo que se supera el absolutismo social del Estado liberal, se reconoce al obrero el derecho a un salario justo, se condena la lucha de clases y se acepta el derecho del trabajador a asociarse para la defensa de sus intereses, incluso en asociaciones compuestas exclusivamente por obreros con carácter reivindicativo. Las propuestas del documento no resultaron en sí novedosas ni llamativas, pero fue revolucionario el que fuera el papa quien las propusiera y defendiera.

El pontífice, en sus escritos, intentó fomentar la cristianización de la vida moderna y la modernización de la vida cristiana. Consciente de que una de las dificultades del momento consistía en una inadecuada fundamentación de la religión, se esforzó por presentar una filosofía escolástica, especialmente la tomista renovada, una apologética más acorde con la filosofía contemporánea y un renacimiento de la exégesis católica de la Escritura. Mercier en la Universidad de Lovaina, los jesuitas de la Universidad Gregoriana y algunos dominicos, como el español Ceferino González y el francés Lagrange, fueron los llamados a realizar esta tarea. El nombramiento cardenalicio del conocido teólogo inglés Newman constituyó sin duda el reconocimiento de una vida, pero también de un modo de hacer teología.

Abrió a los estudiosos la Biblioteca y el Archivo Vaticano, que ayudó a la renovación de los estudios históricos, y potenció la Specola Vaticana, el observatorio astronómico que no ha dejado de colaborar a lo largo del siglo XX con los científicos más importantes en esta materia. En algún momento afirmó que había que dejar a los sabios el tiempo para pensar y para errar, consciente de que la verdad tenía siempre sus tiempos y su camino. Francia, Austria-Hungría, Prusia y otros países crearon poco después institutos históricos donde los investigadores estudian las fuentes que sobre su historia nacional conservan los archivos del Vaticano.

Celebró en 1900 un año santo, el primero desde 1825, que atrajo a la ciudad alrededor de setecientos mil peregrinos; consagró la humanidad al Sagrado Corazón de Jesús y animó a la celebración de congresos eucarísticos internacionales a partir de 1881. Escribió nueve encíclicas sucesivas sobre el rosario y la devoción a la Virgen. En Roma se celebraron con toda pompa los jubileos sucesivos de 1888, 1893, 1900 y 1902. Con estos años santos la Iglesia de León XIII reafirmó el valor de la romanidad, a pesar de la pérdida de la soberanía. Toda esta actividad piadosa se inscribía en las prácticas religiosas más tradicionales, pero no parece que respondiera adecuadamente a las inquietudes y necesidades de muchos católicos que, viviendo en la nueva cultura y con los nuevos retos intelectuales, habrían necesitado seguramente otro tipo de propuestas espirituales y nuevas aproximaciones al mensaje evangélico.

Escribió en total ochenta y seis encíclicas, un número sorprendente si consideramos que los papas anteriores apenas dictaron alguna sobre temas doctrinales. Se trataba del inicio de una nueva práctica que centralizaba en Roma la enseñanza doctrinal dogmática y moral. Nos encontramos ante un nuevo y decisivo intento de uniformización eclesial que suprimía o devaluaba otras instancias intermedias y que hacía depender este magisterio de una escuela concreta de teología y enseñanza.

Al final de este largo pontificado, con las capacidades físicas del papa ya muy limitadas, encontramos una situación que se ha repetido en otras ocasiones: el poder lo ejercían personas no necesariamente o no siempre identificadas con el talante de un papa demasiado anciano para conectar y dirigir el día a día de la Iglesia. En estos casos nos encontramos con la anomalía de que la Iglesia, de hecho, es gobernada por personas que ni suceden a Pedro ni representan a Pedro. No obstante estas indudables limitaciones, su muerte dio ocasión a una sorprendente unanimidad de juicios positivos y manifestaciones de respeto.