X. Roma frente a la Revolución

(1775-1823)

Durante el último cuarto del siglo XVIII y a lo largo del XIX la Iglesia se vio forzada a abandonar su posición de sociedad privilegiada mantenida desde los lejanos y añorados años de Constantino. La nueva política de los gobiernos surgidos de las diversas revoluciones europeas buscó reducirla a la esfera del derecho común y, con frecuencia, le fueron negados incluso los derechos concedidos a los demás ciudadanos.

La Iglesia agredida, perseguida, aislada, reaccionó instintivamente, rechazando no sólo las teorías regalistas, sino también esos nuevos derechos de los ciudadanos proclamados por la revolución: la libertad religiosa, el sufragio popular y la autodeterminación de los pueblos. Consideraba que estos logros atacaban el mensaje cristiano, su tradición unitaria universal y los derechos históricos de la Iglesia.

No resultó fácil para nadie distinguir entre la persecución injusta y las nuevas proclamas de libertades y derechos ciudadanos. Los mismos creadores de las leyes descristianizadoras proclamaban con el mismo entusiasmo los derechos del hombre y del ciudadano. Un papa despojado de su Estado y llevado al exilio y una Iglesia que asistía impotente a la nacionalización de todos sus bienes y a la persecución de la mayoría de su clero difícilmente podía mantener la tranquilidad y la ecuanimidad necesarias para distinguir entre la intromisión desmedida del poder estatal en los órganos eclesiásticos hasta desembocar en la persecución de los movimientos revolucionarios, y la defensa de unas libertades que a menudo se traducían en actitudes contrarias a las costumbres y derechos tradicionales.

Por otra parte, bajo la excusa de la importancia y la necesidad de una cultura laica se desarrolló un movimiento furiosamente antidogmático sobre la base de una interpretación racional de la religión. Se defendía el elemento ético del cristianismo, pero se ponía en cuestión su elemento doctrinal carismático. Se dudó de la historicidad de los Evangelios y hasta de la misma existencia de Cristo; se sugirió que el cristianismo no era una doctrina novedosa, sino un remedo de la filosofía griega que ya no suscitaba ningún interés. Partiendo de estas afirmaciones iniciales no resultaba difícil llegar a la conclusión de que la Iglesia era un invento humano, como lo habían sido las anteriores castas sacerdotales, y que por ello debía sufrir el mismo fin.

Por otra parte no podemos olvidar que la Iglesia protegía no sólo el dogma y la disciplina tradicional, sino también un enorme patrimonio y una situación de privilegio en la sociedad, conseguidos a través de los siglos, por lo que resultaba más fácil a los revolucionarios suscitar argumentos, verdaderos o falsos, para atacarla. Además, la nueva concepción de la sociedad propia de la Ilustración no podía tolerar la tradicional preponderancia social y cultural eclesiástica en una sociedad aparentemente igualitaria y cada vez más plural. Tampoco era aceptable la acumulación de bienes en «manos muertas», es decir, que podían ser acumulados pero no vendidos, en una economía liberal, de mercado.

Napoleón consiguió, también en este campo, una síntesis hábil que, en apariencia al menos, defendía el derecho del pueblo católico a conservar su Iglesia y su religión, y al mismo tiempo respaldaba la expansión de las nuevas ideas anticlericales: protegió y defendió en Francia una Iglesia débil, libre de cara a la galería pero en realidad sometida al poder estatal. Esta Iglesia, sin embargo, desde la pobreza y el sufrimiento, desde la marginación y la sencillez, supo organizarse con una energía y creatividad sorprendentes, siendo capaz de reanimar la vida cristiana del pueblo francés.

Roma vivió la revolución desde la lejanía, pero también en sus propias entrañas. Los ejércitos invasores franceses esquilmaron la ciudad, pero aportaron las nuevas libertades que, aunque mediatizadas y manipuladas por el ejército y los representantes políticos revolucionarios, supusieron para el pueblo romano una sorprendente novedad que no sería olvidada en los decenios siguientes. Napoleón, a su vez, dotó a la ciudad de estructuras políticas, administrativas y sociales modernas que si bien no lograron estabilizarse, se asemejaron a un terremoto omnipresente y dejaron un poso estable en grupos reformistas, aristócratas y de la burguesía comercial. Éstos no pudieron olvidar nunca el recuerdo de las ocupaciones militares francesas, las señales de la República Romana y del Imperio, la caída del Antiguo Régimen político y eclesiástico. La complicada historia romana de los decenios siguientes tiene que ver con el ansia de no pocos ciudadanos por recuperar estas experiencias.

Pío VI (1775-1799), llamado en realidad Ángel Braschi, era miembro de la pequeña nobleza provincial, doctor en derecho, secretario privado de Benedicto XIV y tesorero de la Cámara Apostólica. Fue nombrado cardenal en 1773.

El cónclave se prolongó interminablemente a lo largo de 134 días y finalmente Pío VI fue votado tanto por los filojesuitas como por sus adversarios, pensando todos que el candidato se inclinaba a su bando. No era obispo, por lo que tuvo que ser ordenado antes de recibir la triple corona.

Era inteligente, buen administrador, muy mundano, encantado de su porte y de su gallardía, amante del lujo y de las ceremonias. Su intuición le hizo comprender que la negación de Dios y el rechazo de la Iglesia podía tener consecuencias políticas, y así lo anunció en su primera encíclica a los obispos, al tiempo que les indicaba que debían prepararse con la oración frente a una probable persecución. Sin embargo, no parece que él mismo se preparara para esa eventualidad. Resultó escandalosamente nepotista, consiguió para su sobrino títulos nobiliarios y le construyó un espléndido palacio en el centro de la ciudad, junto a la deliciosa plaza Navona, edificio que hoy alberga el museo de la ciudad.

Favoreció las artes, fomentó la arqueología, y en su tiempo se encontraron numerosas piezas de valor en las diversas canteras arqueológicas romanas que fueron abiertas y estudiadas durante esos años. Reunió numerosas antigüedades y enriqueció notablemente el importante museo levantado por su antecesor, llamado hasta hoy Pío-Clementino. Roma se convirtió nuevamente en un lugar de encuentro de artistas y escritores, consiguiendo una consideración cultural efímera en medio de una situación político-social caótica. La economía sufrió con estos gastos, pero el prestigio pontificio adquirió nuevo reconocimiento en un periodo en el que su humillación política resultaba angustiosa. Además, el superior conocimiento de la antigüedad cristiana y de la patrística fueron aplicados al servicio de los derechos del papa.

Procuró también mejorar la situación económica del Estado, aunque sin mostrar tanto entusiasmo. Mezcló medidas liberales y proteccionistas para desarrollar la economía, intentó suprimir las aduanas interiores y favoreció la circulación de los productos sin dejar de proteger la producción local frente a la competencia exterior. Estas medidas no alcanzaron el éxito esperado.

Ante el desenfado arbitrario y despótico de José II de Austria en relación con el clero y los asuntos eclesiásticos, como si la Iglesia dependiera sin más de su voluntad, el papa decidió reaccionar de manera insólita. En vista de que ni las cartas ni las protestas lograban nada, Pío VI se puso en camino hacia Viena, a pesar del parecer contrario de la mayoría de los cardenales. El pueblo se entusiasmó con su presencia y se le recibió con alegría a lo largo del recorrido, lo que dio vida a un sentimiento de devoción popular que se desarrollará más y mejor con Pío VII y, en general, a lo largo del siglo XIX. Son dignos de tener en cuenta también los escritos y memoriales apologéticos en favor del papado surgidos a propósito de este viaje aparentemente fracasado. Para no pocos el papa se presentó como el único dirigente capaz de limitar y encauzar razonablemente el agobiante absolutismo político dominante en todos los países. No faltaron, por otra parte, panfletos y periódicos con un tono anticlerical y antipontificio rabioso. El más conocido fue publicado en Viena durante la estancia del papa, escrito por Eybel, catedrático de la universidad, con el título «¿Qué es el papa?» En este texto reducía su papel al de un obispo cualquiera, sin especiales atributos ni jurisdicción, tanto en el ámbito eclesiástico como en el civil. Se trató de un «viaje a Canossa» en sentido contrario, pero las razones que lo motivaron y la prepotencia de la corte vienesa convencieron a quienes reflexionaban sobre la evolución de las costumbres y de la política que esa forma de actuar resultaba ya intolerable.

Su recibimiento en la corte imperial fue correcto pero poco caluroso, y los frutos, inexistentes. José II, que consideraba a la Iglesia de su tiempo como un parásito del Estado, siguió actuando y legislando sobre temas relacionados con la jurisdicción, la liturgia, los funerales, la ornamentación de los templos, las congregaciones religiosas y los asuntos económicos eclesiales con total desparpajo y autonomía, hasta el punto que Federico de Prusia le llamaba el «rey sacristán». El emperador devolvió la visita ese mismo año y ambos firmaron un «acuerdo amigable» que no sólo no satisfizo las expectativas del papa, sino que las agravó, aunque por otra parte pareció tranquilizar la conciencia de un emperador piadoso pero demasiado consciente de sus prerrogativas no siempre legítimas. Sin embargo, a pesar de la política josefina, la cultura austriaca permaneció fuertemente marcada por el catolicismo, y la época de la Ilustración representó más una modernización religiosa que una descristianización.

En ambos viajes resultó evidente que el papa seguía siendo la única autoridad verdaderamente representativa de una Iglesia demasiado fragmentada en egoístas parcelas nacionales, y la única capaz de protestar por los abusos de un poder político que vivía sus últimos años de arrogancia infinita.

En Toscana, el gran duque Leopoldo, hermano de José II, decidió organizar una Iglesia nacional, autónoma del poder pontificio. Contando con la colaboración del obispo de Pistoia, Scipione Ricci, convocó un sínodo diocesano al que fueron invitados sólo los párrocos de la diócesis. Se trataba de aprobar un programa sinodal episcopalista y parroquialista (1786), muy de acuerdo con algunos principios reformistas centroeuropeos, interesantes sin duda, pero demasiado unilaterales en sus planteamientos y en sus propuestas. La determinación más sonada del sínodo fue la afirmación de que las diócesis debían ser gobernadas por los obispos con sus párrocos, de la misma manera que la Iglesia debía ser dirigida por todos los obispos presididos por el papa, el primero entre iguales.

En cierto sentido se trataba de una concepción aristócrata de la Iglesia con ribetes democráticos, en la cual el sentido de universalidad y de comunión eclesial resultaba bastante problemático. No se trataba, sin embargo, de un ataque al cristianismo, sino que por el contrario el sínodo fomentaba un cristianismo purificado en sus ritos y devociones, con un clero mejor preparado y dedicado sólo a su función pastoral, con un pueblo más consciente de su fe y de su compromiso religioso. Todo ello coloreado por una sumisión al poder político que, a nuestros ojos, resulta contradictoria, ya que poniendo tanto énfasis en la liberación del yugo pontificio no rechazaban la bota real.

Pío VI condenó ochenta y cinco proposiciones aprobadas por este sínodo en la bula Auctorem fidei (1793), rechazando al mismo tiempo y con la misma determinación diversas afirmaciones problemáticas e inaceptables junto a otras proposiciones verdaderamente renovadoras y capaces de purificar algunas costumbres asentadas.

En estos territorios centroeuropeos, dominados tradicionalmente por un sentimiento antirromano galopante, Pío VI creó la Nunciatura de Múnich a petición del príncipe elector de Baviera. Los arzobispos electores de Tréveris, Maguncia y Colonia, verdaderos señores aristocráticos y con relevante poder político, reaccionaron contra Roma porque consideraron que la nueva nunciatura lesionaba su autonomía. A pesar del apoyo del emperador austriaco a estos arzobispos contestatarios, los obispos de las demás diócesis se mostraron de acuerdo con la Santa Sede. Estas actitudes antirromanas, reproducidas en Nápoles y Venecia, señalaban el triunfo de las tesis ilustradas, la prepotencia descarada de las monarquías absolutas y, en cualquier caso, la conveniencia de regular adecuadamente las relaciones entre papa y obispos en una sociedad en la que se valoraba cada día más el espíritu nacional y las características representativas de cada pueblo.

La Revolución francesa cogió a Roma desprevenida, como a todo el mundo, y la rapidez con que se sucedieron los hechos y su complejidad no ayudaron a una ágil y aguda comprensión del fenómeno. La nacionalización gala de los bienes eclesiásticos (2 de noviembre de 1789), a condición de asegurar una «honesta subsistencia» a los miembros de un clero que se convertían de la noche a la mañana en empleados públicos, asombró en Roma. Sin embargo, cuando se aprobó la Constitución Civil del Clero (12 de julio de 1790), que reorganizó drásticamente la Iglesia francesa, suprimiendo diócesis y organizando la elección democrática de obispos y párrocos sin que se tuviera en cuenta la opinión ni, por supuesto, la aprobación del papa, la ruptura con Roma fue total. Los revolucionarios afirmaron que sólo deseaban reducir la autoridad pontificia a sus justos límites, pero naturalmente sólo ellos determinaban en qué consistían la autoridad y los límites.

Dos nuevas actuaciones complicaron la situación. El 27 de noviembre la Asamblea Constituyente obligó a obispos y sacerdotes a jurar «ser fieles a la nación y al rey, y mantener la constitución decretada por la asamblea». Este juramento buscaba crear una Iglesia nacional prácticamente desligada de Roma. Poco después los diputados decidieron unilateralmente anexionar a Francia los territorios de Avignon, que pertenecían a los papas desde el siglo XIV, con la excusa de que ése era el deseo de su población. El 10 de marzo de 1791 el papa condenó el texto de la Constitución Civil del Clero porque pretendía la destrucción de la religión católica y porque defendía «esta libertad absoluta que no sólo asegura el derecho de no ser inquietado por sus opiniones religiosas, sino que concede también la licencia de pensar, es decir, de escribir y de imprimir en materia de religión todo lo que puede sugerir la imaginación, incluso la más desarreglada». El conflicto entre el primado pontificio y la Iglesia nacional resultaba inevitable.

El documento pontificio fue quemado públicamente en el Palacio Real de París entre los aplausos de los revolucionarios. Dos meses más tarde las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede estaban rotas y en Francia comenzaba una guerra religiosa que acabó en persecución y muerte. La ejecución de Luis XVI (21 de enero de 1793) y el acelerado proceso de descristianización durante el «Terror», confirmaron los temores del papa.

A pesar de la frenética actividad revolucionaria y de las guerras en Europa, en ningún momento el papa temió por la seguridad del Estado de la Iglesia, confiado en la presencia de las tropas austriacas en el norte de la península italiana, en la protección ofrecida por el reino del Piamonte y en el colchón de seguridad que constituían los pequeños Estados situados en medio. Pero de repente apareció Bonaparte y transformó a su antojo el tablero político italiano. El Milanesado, la Lombardía, el ducado de Módena y la Romagna formaron un solo Estado: la República Cisalpina, a la que el general victorioso concedió una constitución calcada de la francesa. Convirtió después la República de Génova en la República de Liguria y comenzó a presionar directamente sobre los débiles territorios pontificios, apoderándose en primer lugar de las legaciones de Ferrara y Bolonia, la parte más próspera del Estado eclesiástico que, junto a los territorios de Módena, constituyeron la República Cispadana.

Pío VI, incapaz de defenderse, envió al embajador español Azara para que tratase con el vencedor. El 23 de junio de 1796 se firmó el armisticio de Bolonia, por el cual el papa se comprometía al pago de la enorme suma de 21.000.000 de escudos, a la entrega de cien cuadros, bustos, vasos o estatuas y de cincuenta manuscritos, y al mantenimiento estricto de la neutralidad política. A pesar de la dureza de las cláusulas, Napoleón permitió el mantenimiento de la soberanía pontificia, pero resulta obvio que sólo dependía de su voluntad el que tal situación continuara tal cual o cambiara.

Cacault fue nombrado embajador de Francia y la Santa Sede envió un negociador a París. El Directorio pretendió del papa la retractación y anulación de sus anteriores condenas de la Revolución, así como la aceptación sin condiciones de la Iglesia constitucional, «sin que tenga la presunción de absolver a los constitucionales, ya que éstos cumplieron con su deber». La exigencia del Directorio buscaba la descalificación de la Iglesia no constitucional o refractaria, la única que realmente había demostrado contar con la fidelidad del pueblo francés y con el apoyo del papa. El enviado pontificio no pudo aceptar estas condiciones, y el Directorio, obcecado por su política antirromana, perdió una buena ocasión política, ya que el negociador papal llevaba consigo el proyecto de un «breve», Pastoralis solicitudo, por el que se solicitaba a los fieles la aceptación del poder constituido.

Con este «breve» Pío VI demostraba su capacidad de transigir en cuestiones políticas o eclesiásticas hasta el límite, siempre que los planteamientos religiosos y doctrinales esenciales quedasen incólumes. Pocos años más tarde la gran intuición política de Napoleón consistió en captar esta flexibilidad romana y utilizarla en su concepción integradora de la política y la religión.

Se iniciaron de nuevo las negociaciones, esta vez en Italia y con el general Bonaparte. Pío VI no sabía qué hacer y, en realidad, tanto él como los cardenales sólo ponían su esperanza en la victoria de la coalición de Europa contra Francia. Sin embargo, esta victoria no llegó, y Napoleón declaró la guerra a los Estados pontificios. El 19 de febrero se firmó el tratado de Tolentino, según el cual Roma quedaba en manos del papa, pero a un coste altísimo: el pago de 30.000.000 de ducados en efectivo y 5.000.000 en joyas, la cesión definitiva de Avignon, el condado Venesino, Bolonia, Ferrara y Romagna, y la temporal de Ancona, Macerata, Perugino y Camerino hasta que se pagase todo lo estipulado.

¿Por qué mantuvieron los franceses los Estados pontificios a pesar de la voluntad manifiestamente contraria del Directorio? Resulta evidente que Napoleón actuó por su cuenta y que su política estaba siendo cada vez más personal. Envió abundante dinero al gobierno de París, pero no hizo caso a todas sus directrices políticas. En las constituciones impuestas a las diversas repúblicas italianas, que él fue creando, concedió especial relieve a la libertad de cultos y protegió de alguna manera la religión católica. Su intuición política le hizo valorar el papel de esta fe mayoritaria que había sido también la suya. No apreciaba el papado, pero comprendió su importancia. Por otra parte, Napoleón leía a Plutarco, amaba Roma, soñaba con sus hazañas. Su biógrafo Madelín escribe que «desde el día en que Napoleón ha anhelado el Imperio, ha soñado con Roma como capital del Imperio». Tal vez consideraba que los revolucionarios no eran dignos de tal capital.

El 27 de diciembre de 1796, en una de las frecuentes escaramuzas callejeras romanas, a menudo fomentadas por los mismos franceses, murió el joven general Duphot. Ya tenía Francia el mártir y el pretexto que necesitaba. Las tropas galas ocuparon las colinas romanas del Quirinal, Pincio y Janículo y, al día siguiente, tomaron la ciudad. En cinco días todo estaba listo para la proclamación de la República Romana, y el día 20 de febrero de 1797, a las cuatro de la mañana, abandonaba Pío VI la ciudad camino del exilio y de la muerte. Fue el momento del pillaje sistemático: iglesias, palacios pontificios y museos fueron saqueados a conciencia. Una caravana interminable de vehículos y carros transportó innumerables objetos preciosos —entre ellos el Archivo Vaticano—, muchos de los cuales quedaron definitivamente en París.

Siena primero, hasta el 25 de mayo; la cartuja de Florencia, hasta primeros de abril de 1799; Bolonia, Parma, durante dos semanas; Briançon, desde el 30 de abril hasta finales de junio; Grenoble, una semana; y finalmente Valence, desde el 14 de julio hasta el 29 de agosto, día en el que murió, fueron las estaciones de un largo y penoso via crucis sufrido por el anciano papa, de ochenta y tres años, paralítico, pero que mantuvo la mente lúcida hasta el final.

A lo largo de su accidentado viaje por Italia y Francia se encontró con aclamaciones populares llenas de respeto y cariño. Enormes multitudes le recibían y le acompañaban durante una parte del trayecto, demostrando la persistencia de su fe y la impopularidad de las duras medidas represivas gubernamentales, que obtuvieron como fruto, ciertamente no deseado, el inicio de una devoción popular por el pontificado que caracterizará el catolicismo francés del siglo XIX.

El gobierno galo, buscando alejar al papa de Italia y no deseando que se estableciese en Francia, pidió a España que acogiese al pontífice. Carlos IV, que pagaba una buena parte de los gastos del exilio papal, se encontró ante un difícil dilema. La situación política en España era inestable y el ministro Urquijo, dando muestras de su despiste, se encontraba enredado en unos manejos bastante pintorescos, intentando conseguir a esas alturas una Iglesia nacional española. Naturalmente, no le interesaba la presencia del papa en el país.

El papa sugirió a los cardenales que se reuniesen a su muerte allí donde se encontrara la mayoría de ellos. Suprimió algunos de los requisitos tradicionales de los cónclaves y determinó que eran necesarios los dos tercios de los votos para la elección de su sucesor. Indicó también que, en cualquier caso, el cardenal más antiguo podría convocar el cónclave en cualquier ciudad gobernada por un príncipe católico.

Para no pocos de los inexpertos revolucionarios la muerte de Pío significó el fin del papado, de la misma manera que habían desaparecido en su tiempo el califato o el Imperio Romano. El clero constitucional local se negó a concederle sepultura cristiana y el prefecto de la ciudad registró la muerte del «ciudadano Braschi, que ejercía la profesión de pontífice».

El temple religioso de Pío VI no había sido extraordinario durante su largo pontificado, y a menudo pareció más un príncipe inocuo, aunque pretencioso, típico de su época. No obstante, en la adversidad supo dar lo mejor de sí mismo. En la desgracia demostró dignidad y grandeza de ánimo.

Pío VII (1800-1823). Su auténtico nombre era Bernabé Chiaramonti. Monje benedictino, conservó siempre el espíritu monacal y conciliador tanto en su vida personal como en su actuación. Obispo de Imola durante quince años, fue nombrado cardenal a los cuarenta y dos años de edad.

A la muerte de Pío VI la Iglesia católica vivía momentos de desintegración y desconcierto, parecía una ruina de imposible recomposición. En todas partes era perseguida, bien porque el proceso de descristianización parecía desembocar en su desaparición, bien porque la política estatal de dominio e intromisión en la organización eclesial conseguía desnaturalizarla, al olvidar su razón de ser fundamental: la experiencia religiosa trascendente.

Aunque el ejército napolitano había liberado Roma, los cardenales temieron la presión y las ambiciones del rey Fernando de Nápoles, por lo que el cónclave fue convocado en Venecia, que desde 1797 pertenecía a Austria, y que había puesto a su disposición el convento benedictino de la isla de San Jorge el Mayor, comprometiéndose a sufragar todos los gastos del evento.

En la mañana del 1 de diciembre de 1799, una flotilla de góndolas negras abandonaba el embarcadero de San Marcos y conducía a 34 cardenales al monasterio de San Jorge. El cónclave duró 104 días y durante su transcurso se descartaron numerosos aspirantes por motivos no siempre eclesiales. Un grupo de cardenales aborrecía el régimen revolucionario instalado en Francia y favorecía a Austria, que aparecía como el más válido sostén de la Iglesia; otro grupo, igualmente numeroso, rechazando también la revolución, consideraba que había que intentar una aproximación a Francia. Despuig, representante de España, y el secretario del cónclave, Ercole Consalvi, figura imprescindible en el futuro pontificado, aprovecharon la rivalidad y los egoísmos presentes y presentaron en el momento propicio la candidatura de Bernabé Chiaramonti, quien en cuarenta y ocho horas fue elegido por unanimidad. El nuevo papa, originario de las Legaciones y con su diócesis enclavada en el mismo territorio, no estaba dispuesto a que Austria se quedase con esa parte importante del Estado pontificio. El emperador austriaco reaccionó mal a su elección y se portó de manera mezquina al no permitir que fuera coronado en la basílica de San Marcos.

Pío VII era amable, tímido y de carácter dubitativo. Conocía bastante bien el pensamiento contemporáneo y no rechazaba el sistema democrático («Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas; los primeros cristianos participaron del espíritu de la democracia», escribió en una ocasión). Tenía en su biblioteca la Enciclopedia de Diderot, había conectado con las aspiraciones reformistas de los estudiantes de su diócesis y denunció los aspectos anacrónicos de la situación político-social de los Estados de la Iglesia. No había participado en los conflictos que dividían la Curia Romana y supo distinguir a lo largo de su pontificado lo esencial en la doctrina y la institución de lo más circunstancial y anecdótico. Apenas elegido nombró a Consalvi su secretario de Estado.

El 3 de julio de 1800, Pío VII, al entrar solemnemente en Roma, una ciudad desmoralizada y decadente tras treinta meses de ocupación, comenzó su actividad subrayando sus lazos con la Ciudad Eterna como obispo y como soberano temporal. El papa, con la ayuda decisiva de Consalvi, intentó modernizar la administración del Estado, reformando los abusos más llamativos e introduciendo algunas mejoras: centralizó la administración económica e instituyó un nuevo sistema de impuestos; proclamó la libertad de comercio, lo que dio inicio a una tímida reforma agraria que limitaba los latifundios; introdujo funcionarios laicos en la administración, reorganizó los tribunales y racionalizó la justicia. Al mismo tiempo iba reorganizándose la corte pontificia, la Secretaría de Estado y las congregaciones romanas. Todos estos intentos encontraron fuertes resistencias dentro del mundo eclesiástico romano, que seguía manteniendo como ideal un modelo teocrático en el que ningún cargo era ejercido por laicos. Esta facción rechazaba sin matices los cambios y la nueva mentalidad surgida con la Revolución. El inmovilismo y la resistencia fueron más fuertes que los deseos y la política de Consalvi. Este rechazo de una Curia cada día más envejecida y provinciana a toda modernización del Estado, a la secularización de la administración y a las nuevas ideas, persistirá a lo largo del siglo y constituirá una verdadera tragedia para una Iglesia aparentemente avocada al inmovilismo, en un mundo renovado y amante de los cambios y del progreso.

Apenas dueño del poder, Napoleón fue consciente de que la mayoría del pueblo francés deseaba la restauración religiosa, y de que él gobernaría con más tranquilidad si conseguía la superación del cisma eclesiástico en Francia, al tiempo que acometía la reorganización eclesial en Italia y en los territorios alemanes. Toda su política en este campo, aparentemente contradictoria, liberal en el tema estrictamente religioso y zigzagueante en su trato con la estructura eclesiástica, respondió a su determinación de respetar la fe del pueblo y de maniatar a la Iglesia. Comenzó por enterrar con solemnidad a Pío VI, cuyo cadáver, metido en un ataúd, permanecía en Valence. De inmediato comunicó sus buenas intenciones a un clero temeroso y desconcertado.

El primer cónsul puso dos condiciones antes de iniciar las conversaciones con Roma: la aceptación de la enajenación de los bienes eclesiásticos y la renuncia a sus sedes de todos los obispos franceses. Para el papa el mero hecho de entablar unas negociaciones suponía el reconocimiento de su liderazgo en la Iglesia y, por lo tanto, un evidente avance respecto a la situación anterior. No obstante, era consciente de las dificultades existentes tanto en París como en Roma.

Por de pronto, la negociación indicaba el reconocimiento del régimen revolucionario por parte del papa y el abandono a su suerte del pretendiente legitimista, Luis XVIII, que quedaba sin el apoyo imprescindible de la religión. Obviamente, tanto el pretendiente como los ambientes tradicionales de la Curia eran contrarios a la negociación y a las concesiones. Todos ellos, además, esperaban que el resultado de las armas trastocase la situación y todo volviera a ser lo que fue. Por otra parte, en París, los medios gubernamentales y militares, la burguesía, enriquecida con los bienes eclesiásticos, y los intelectuales, eran contrarios a la pacificación religiosa.

El concordato de 1801 significaba una concesión considerable por parte de la Santa Sede a los principios de libertad de conciencia y de laicidad del Estado nacido de la Revolución francesa, pero también el fin de la Iglesia autónoma galicana y un reconocimiento sorprendente de la jurisdicción del papado sobre las Iglesias particulares. Nacía un nuevo modo de relacionarse con el Estado y de situarse en la sociedad. Ya no era el catolicismo la religión del rey y del reino, sino simplemente la de la mayoría de los franceses. Una realidad sociológica sustituía un principio jurídico y confesional hasta entonces inamovible. La Iglesia perdía muchos privilegios, pero se sustentaba en la fe y en el reconocimiento de los ciudadanos; se afirmaba con rotundidad la universalidad de la Iglesia romana y se colocaban las bases para una restauración pastoral, sin tantos medios como en la época anterior, pero más libre y más consciente de su realidad estrictamente religiosa. Ya no tenía poder, pero mantenía el prestigio y el respeto de los creyentes.

Probablemente el acto más significativo de todos estos años se produjo tras la firma del concordato. Napoleón quería elegir un nuevo episcopado y le sobraban los obispos anteriores. El papa les pidió que dimitieran, pero unos treinta y siete contestaron que no estaban dispuestos porque ello representaría reconocer la Revolución. El papa, por su propia suprema autoridad, los depuso. Nunca antes en la historia había ocurrido algo parecido. Fue un acto de potestad absoluta reconocido y aceptado por la Iglesia francesa, tradicionalmente la más consciente de sus derechos y de su autonomía, y también la más reticente a las intromisiones del papa. Más que ninguna teoría o doctrina, este acto significó el reconocimiento de la autoridad del papa sobre la Iglesia, iniciándose así la centralización y verticalización de la Iglesia contemporánea.

El concordato representó un acto de enorme valentía, tanto por parte del papa como de Napoleón. Ambos conectaban directamente con el pueblo y con sus necesidades, saltándose las autoridades intermedias, las tradiciones y costumbres. Para Napoleón se trató sobre todo de un acto de fuerza; para Pío VII, de esperanza. El primero necesitaba el arreglo para gobernar con más tranquilidad y más autoridad; la Iglesia lo necesitaba para vivir con cierta libertad. Napoleón se ganó con el concordato la simpatía de gran parte del pueblo en los territorios anexionados a Francia, aquéllos que, simpatizando con la revolución, permanecían vinculados a la fe. También se ganó a los que habían comprado los bienes eclesiásticos y tranquilizaron su conciencia al renunciar la Iglesia a su restitución. Y puso de su parte a una cierta burguesía en la que renacía el sentimiento religioso, tal como podía descubrirse en el extraordinario éxito de la obra Genio del cristianismo, escrita por Chateaubriand.

Para la Iglesia, a pesar del abandono de la confesionalidad del Estado, que se declaraba laico, significaba resurgir de las cenizas y alcanzar de nuevo una situación preponderante en la sociedad francesa. El papa seguía confirmando los nombramientos episcopales, privilegio concedido a Napoleón después de que éste se declarase católico, condición indispensable para la firma del concordato. La ayuda económica del Estado dio vida a una institución que se desenvolvía en condiciones de poca estabilidad. Es decir, para la Iglesia, a pesar de las condiciones precarias en las que quedaba, el tratado dio lugar a la superación de una de las mayores crisis que había conocido. Este concordato reguló las relaciones con Francia durante un siglo y estableció las pautas de la diplomacia papal con respecto a la mayoría de los regímenes políticos surgidos en Europa y América a lo largo del siglo XIX.

La proclamación del Imperio Francés y la decisión del Senado de confiar «el gobierno de la república» a un emperador hereditario fue el último acto de un proceso que consiguió el asentamiento definitivo de una nueva sociedad que no era ni la tradicional ni la revolucionaria. El nuevo emperador, considerado un advenedizo por las cortes europeas y por una parte de la sociedad francesa, con un golpe de imaginación bien pensado pidió al papa que le consagrara y asistiera a su coronación.

Pío VII se encontró ante un difícil dilema. Por una parte, aunque personalmente Napoleón se considerase digno de todo agradecimiento por haber restaurado el culto en Francia, continuaba siendo causa de continuas preocupaciones para el papa. Además, un paso tan desusado y sorprendente iba a molestar no sólo al pretendiente legitimista, que de hecho nunca le perdonó, sino también a los gobiernos católicos y no católicos que estaban en guerra con Napoleón, porque todos fueron conscientes del sentido legitimador de la presencia del pontífice en la ceremonia.

Esta presencia conflictiva estuvo condicionada más por la necesidad que por la opción. El papa podía poco ante un déspota que dominaba Europa, que humillaba a reyes y emperadores y conseguía cuanto deseaba; se encontraba de hecho abandonado por los reyes, incluso los católicos, que en los temas eclesiásticos actuaban con la misma prepotencia que el emperador francés. Incluso se puede afirmar que el papa no siempre podía confiar en los obispos, quienes a menudo eran más criaturas del poder político que apoyo del pontífice.

Paradójicamente, sin embargo, este viaje a Francia, que duró seis meses, fue la causa de que el pueblo y el clero francés conocieran y trataran de cerca al pontífice, convirtiéndose éste en una instancia cercana y venerada. Dejó de ser el símbolo abstracto y alejado y se transformó en objeto de veneración, característica del catolicismo francés durante el siglo XIX. Su misión de obispo universal fue reconocida por una Francia que hasta ese momento difícilmente le habría aceptado. Al llegar a París, Fouchet, el peligroso y dañino ministro de la policía, preguntó al papa cómo había encontrado Francia.

«De rodillas», fue la respuesta. El mismo emperador, muy molesto con esta popularidad, llegó a admitir que «mi coronación le ha convertido en un hombre importante».

Sin embargo, no tardó mucho tiempo en producirse la ruptura entre el emperador y el papa. El punto de partida del desencuentro fue la pretensión de Napoleón de imponer el bloqueo continental a Inglaterra, al que tendría necesariamente que adherirse el papa en sus Estados. «Vuestra Santidad es el soberano de Roma, pero yo soy el emperador. Todos mis enemigos deben ser los suyos», le escribió el autócrata, sin la mínima duda de que sería obedecido. Pero Napoleón había infravalorado a Pío VII. Éste le contestó: «No existe un emperador que tenga derechos sobre Roma». Esta negativa tuvo como resultado que los puertos pontificios fueran velozmente ocupados por tropas francesas.

Tras unos años de desencuentros políticos y eclesiásticos entre un emperador cada día más vorazmente dominador y depredador y un papa que no abandonaba las riendas de su gobierno, terminó el emperador suprimiendo los Estados pontificios (1808), declarando Roma como «segunda ciudad del Imperio», y esforzándose por manipular la Iglesia según sus propios intereses. Cuando el 16 de mayo un decreto imperial anexionó los Estados pontificios al Imperio, Pío VII excomulgó al emperador. «Es un loco peligroso que debe ser encerrado», vociferó Napoleón, y Pío VII fue trasladado en una carroza cubierta a las afueras de Roma por unos funcionarios demasiado obsequiosos con su amo. Napoleón no había pretendido apartarle de Roma y quedó sorprendido con la noticia. Esto puede explicar los continuos e inútiles traslados a que sometieron al papa, que en ningún momento abandonó su actitud providencialista: la cartuja de Florencia, donde diez años antes había permanecido Pío VI; Génova, Alejandría, Grenoble, Avignon, Arlés, Niza y finalmente Savona, al norte de Italia, donde permaneció prisionero durante tres años, fueron las diferentes etapas de un viaje penoso y despiadado en el que el único consuelo fue la simpatía y solidaridad de las multitudes de italianos y franceses que le esperaron y saludaron a su paso de pueblo en pueblo.

Previendo su cautiverio, Pío VII había nombrado al cardenal Di Pietro delegado apostólico y le había entregado el anillo del Pescador. Sin embargo, la administración central de la Curia había quedado sin mandos y desorganizada, sin posibilidad de mantener contacto con las diferentes Iglesias, ni tampoco con el papa o los cardenales. Fue así como las Iglesias quedaron en manos de sus obispos o de las autoridades políticas, de la misma manera que el papa, aislado y sin consejeros, quedó a su propia merced durante estos años. En ese tiempo difícil se comprobó la cohesión lograda por la Iglesia por medio de la tribulación, el encarnizamiento y la marginación sufridas: el intento de Napoleón de conseguir que la Iglesia francesa se declarase autónoma y actuase al margen del papado fracasó en un concilio convocado por él en París (1811). Los tiempos y las mentalidades estaban cambiando, y los nuevos obispos, que habían experimentado en su carne la persecución, no estaban dispuestos a actuar al margen del pontífice.

En 1812 fue trasladado al castillo de Fontainebleau, donde siguió siendo tratado como un prisionero indeseado. Estos dos últimos años de Napoleón resultaron frenéticos también en el campo eclesiástico. No pudiendo dominar al papa, que no daba la institución canónica a ninguno de los obispos nombrados por el emperador, pretendió, sin conseguirlo, que la Iglesia imperial fuera gobernada directamente por los obispos que quedaban, mucho más sumisos a sus deseos. Finalmente, vencido en Rusia, permitió la vuelta del pontífice a Roma.

Los escritores Fóscolo y De Maistre comparan a este papa con Gregorio VII cuando describen sus relaciones con Napoleón. Habría que decir que, a pesar de lo que le hizo sufrir el emperador francés, Pío VII siguió estimando al emperador exilado, protegió a su familia en la desgracia y recordó en todo momento que, gracias a él, fue posible reconstruir la Iglesia gala. A su vuelta a Roma en 1814 se encontró con que Carlos IV de España y su esposa María Luisa habitaban en la ciudad, aposentados en ella por Napoleón. Residieron en dos de los mejores palacios de la ciudad, el Borghese y el Barberini. Allí vivieron hasta su muerte, primero sin la ansiada compañía de Godoy, prohibida por su hijo Fernando VII, y con él en un segundo periodo. Esta estancia no contribuyó, ciertamente, a aumentar la gloria de este rey, pero tampoco influyó mínimamente en la marcha del Estado pontificio.

Pío VII se convirtió en uno de los mitos que influyeron en el poderoso movimiento filopapal del ochocientos, y que más tarde alimentó la propaganda de los católicos ultramontanos e intransigentes en favor del poder temporal de los papas. Se trata del mito de Pío VII como defensor y mártir de la libertad de la Iglesia y, también, de la libertad italiana.

Chateaubriand describe en sus Memorias de ultratumba, con su estilo propio romántico, la nueva entrada de Pío VII en Roma: «El Santo Padre no veía nada, no sentía nada; arrebatado su espíritu, su pensamiento se encontraba lejos de la tierra; sólo su mano se levantaba sobre el pueblo con el habitual gesto afectuoso de la bendición. Entró en la basílica acompañado por el sonido de la fanfarria, del canto del Te Deum […], los incensarios emanaban perfumes que él no respiraba. […] Avanzaba como un náufrago. […] Llevaba puesta una sotana blanca; los cabellos, todavía negros, a pesar de las desgracias y los años, contrastaban con la palidez del anacoreta. Llegado a la tumba de los apóstoles, se arrodilló. Quedó inmerso, inmóvil y como muerto en el abismo de la voluntad de la Providencia. La emoción era profunda. […] Parecía escuchar la vida que se precipitaba en la eternidad.»

Durante los nueve años siguientes de pontificado los temas fundamentales en su agenda fueron la recuperación de los Estados eclesiásticos, que el papa consideraba la garantía indispensable de la independencia de la Santa Sede, su reorganización interna y la estructuración de la Iglesia tras el furioso vendaval revolucionario. Consalvi fue el gran protagonista de este periodo posnapoleónico. En París, Londres y Viena, donde se reunió el congreso que proyectó la restauración política de Europa según el principio de legitimidad, se encontró con los gobernantes europeos, defendió con ardor su causa y les sorprendió. Consiguió convencerles para llevar a cabo la restauración completa de los antiguos Estados pontificios, sin por ello adherirse al pacto de la Santa Alianza, que Pío VII consideró fundado en una religiosidad demasiado vaga y fácil de instrumentalizar.

Sin embargo, toda su capacidad e inteligencia, y algunos cambios modernizadores impuestos a duras penas, fueron insuficientes para detener la esclerotización acelerada de la organización clerical de Roma, incapaz de comprender el significado de los profundos cambios sociales y decididamente opuesta al nuevo código civil, a la nueva organización universitaria y a las imparables exigencias de una mayor democracia por parte de la población. El gran enemigo de la renovación y actualización del pontificado no fueron agentes exógenos, sino la tortícolis de la organización clerical romana, con la vista y el corazón puestos siempre en el pasado.

Pío VII se encontró con la necesidad de reestructurar y revitalizar una Iglesia en ruinas. En el mundo germánico habían desaparecido los obispos electores y los obispos príncipes, y sus diócesis habían perdido territorios, riquezas y predominio; los seminarios estaban cerrados, las órdenes religiosas sin efectivos y las vocaciones eran inexistentes; en la sociedad se estaba imponiendo el matrimonio civil, el divorcio, la libertad de prensa y la libertad de cultos. El papa aprobó la reconstitución de los jesuitas en agosto de 1814, cuarenta y un años después de su disolución. Cinco días después prohibió nuevamente a los católicos el pertenecer a la masonería.

Todo este periodo quedó marcado por el interés y el esfuerzo dedicado a la renovación y la organización de las instituciones eclesiásticas, por la fundación de nuevas congregaciones religiosas y por la reagrupación y reorganización de las antiguas. En este proceso de regeneración y vivificación de la vida religiosa encontró en los gobiernos los tradicionales hábitos jurisdiccionales, el intento persistente de los políticos de entrometerse en la organización eclesial y de utilizarla para sus fines. Sin embargo, tampoco en este campo la revolución había sido inútil. La vida cristiana comenzó a florecer y los cristianos, que habían sufrido en su propia carne las consecuencias de una unión demasiado estrecha con las monarquías absolutas del Antiguo Régimen, pensaron en la conveniencia de otras maneras de estar presentes en la sociedad.

Pío VII protegió las artes y la cultura, restauró basílicas e iglesias, diseñó de nuevo la espectacular plaza del Pueblo, teniendo como horizonte excepcional la terraza y los jardines del Pincio, abrió al público los museos romanos y la Biblioteca Vaticana, y reorganizó las universidades y academias, con lo que se reanudó en la ciudad la tradición cultural y artística perdida durante los movimientos revolucionarios. Encargó al escultor Cánova que tratase con Luis XVIII la devolución de cuanto los franceses habían robado en Roma y trasladado a París. El rey Borbón pensaba también que Napoleón había sido un ladrón, pero no estaba dispuesto a restituir las espléndidas obras de arte que tan maravillosamente relucían en la capital francesa. De hecho, Roma recuperó muy poco de cuanto era suyo.

La Iglesia católica en Austria, España y Portugal no cambió sus estructuras durante la época revolucionaria, pero las Iglesias de Italia, Francia, Bélgica y Alemania se vieron profundamente modificadas bajo la acción de la ilustración reformadora y de la política eclesiástica napoleónica. Había, pues, que aplicarse a cada país según sus circunstancias. Numerosos concordatos trataron de poner al día la situación, concediendo a las Iglesias libertades y autonomía antes impensables.

Este papa y su secretario de Estado, Consalvi, desarrollaron una paciente política concordataria. El objetivo era introducir la Iglesia en el sistema de equilibrio conservador surgido del Congreso de Viena. Más de veinte concordatos con diferentes países organizaron la presencia de la Iglesia garantizando su libertad y, a veces, algunos privilegios, por lo general a costa de aceptar que los gobiernos designaran a los obispos. La edad napoleónica significó el ocaso de una larga época, durante la cual la Iglesia había mantenido los atributos de sociedad privilegiada de derecho público, y el comienzo de otra en la que la Iglesia se vio reducida al ámbito del derecho común. Es el periodo de los concordatos que se prolongará hasta el Vaticano II.

Pío VII tuvo dos proyectos que, desigualmente, pudo llevar adelante a lo largo de su pontificado: por un lado restablecer el contacto con las masas católicas, a pesar de los recelos de los príncipes, para suscitar una atmósfera espiritual unitaria capaz de oponerse a la propaganda anticlerical y a la política antieclesiástica de los liberales; por otro, afirmar la autoridad del Estado frente a la actitud disgregadora de las sectas y de las organizaciones políticas secretas. El 16 de julio de 1823 un violento incendio destruyó la basílica de San Pablo mientras el papa se encontraba en cama moribundo. Falleció sin enterarse del suceso el 20 de agosto siguiente.