(1700-1774)
El siglo XVIII constituye un periodo de inflexión en la historia del catolicismo y, de manera especial, en la historia del papado. Europa se despierta y se renueva de manera espectacular en muchos sentidos, pero la Iglesia sufre un largo periodo de letargo, decadencia y desconcierto. Europa en su conjunto sigue considerándose cristiana, pero el significado que tradicionalmente se ha atribuido a esta definición fue cambiando de sentido hasta quedar diluido.
Los márgenes de maniobra de la Iglesia en sociedades bastante más complejas y autosuficientes que las tradicionales, con regímenes políticos más técnicos y omnipresentes, eran mínimos. Las nuevas monarquías absolutas no aceptaban de buen grado un gobierno universal que no fuera el suyo, y fomentaban, por el contrario, Iglesias nacionales, encerradas en sí mismas, dominadas y manipulables por el poder temporal. Para salvar en cuanto fuera posible esta situación, los papas establecieron concordatos con los diversos gobiernos. De este modo, al menos en apariencia, se definían los derechos y el papel de la Iglesia, pero en realidad terminaron por desnaturalizar y limitar la libertad y autonomía eclesiásticas.
Buscando aliados seculares potentes, la Curia contemporizó entre unos y otros, entre las continuas rivalidades de las cortes de Viena, París y Madrid. Resultó imposible reconquistar dignamente la autoridad papal. Visto con nuestros ojos, el hecho de que la Curia Romana representase al mismo tiempo una potencia secular y una potencia eclesiástica constituía la condición necesaria para su independencia, pero al mismo tiempo era la causa del debilitamiento de la institución, ya que dificultó que el papa fuese considerado la suprema autoridad religiosa común a todos los fieles.
En el interior de la Iglesia hubo un repunte de episcopalismo, un movimiento tan antiguo como el cristianismo, que consistió en la mayor autoconciencia de los obispos acerca de su dignidad y de su función específica. Esto derivaba del hecho de que eran sucesores de los apóstoles, con jurisdicción y capacidad plena en sus diócesis, actitud ciertamente bien fundamentada en la historia, pero que ha convivido de manera difícil con un papado cada día más absorbente y dominante en el conjunto eclesial.
El siglo XVIII fue, sobre todo, el de la Ilustración, el Siglo de las Luces y la Razón. La Ilustración cambió la historia de Occidente, acelerando y completando las conquistas del ser humano. Buscaron la felicidad, la igualdad y la libertad; fomentaron la tolerancia, la amistad, el cosmopolitismo y el humanitarismo; veneraron a la Diosa Razón, tribunal al que sometieron pensamientos y acciones; y elaboraron un nuevo concepto de religión que no estaba basado en revelaciones, sino en el sentido común, en la razón natural y en la conveniencia de un creador del universo sin muchas connotaciones personales.
Aparentemente este uso de la razón independiente y soberana, cuyo objetivo sustancial consistía en liberar al hombre de toda autoridad, y una filosofía radicalmente nueva articulada sobre la ciencia moderna, contradecían el universo mental hasta entonces dominante, fundado en la tradición y la Biblia. Poco a poco las Iglesias establecidas y los sistemas de creencias que defendían fueron sometidos a un proceso de erosión intelectual de amplias consecuencias. La confianza en sí mismas y el dominio que ejercían sobre las mentes de los hombres educados fueron devorados por las nuevas actitudes. Sin embargo, la realidad resultó más compleja y plural de lo que se suele suponer.
La ciudad de Roma no estaba ciertamente preparada para un cambio tan espectacular de ideas y talante. A mediados de siglo escribía Carlos de Brosses, autor de la muy leída obra Cartas sobre Italia, al señor de Neuilly, con tintes tal vez exagerados: «Imaginaos lo que puede ser un pueblo del cual un cuarto está formado por sacerdotes, un cuarto por estatuas, un cuarto por gente que no trabaja casi nunca y el otro cuarto que no hace absolutamente nada; donde no hay agricultura ni comercio ni fábricas en un campo fértil y con un río navegable; donde el príncipe, siempre anciano, que dura poco y a menudo resulta incapaz de actuar por sí mismo, está rodeado de parientes que sólo piensan en enriquecerse con rapidez, mientras tienen tiempo, y donde en cada sucesión llegan ladrones frescos que ocupan el puesto de quienes ya no tienen necesidad de él; donde todo el dinero necesario para las necesidades de la vida proviene de países extranjeros.» Esta descripción, por exagerada que sea, describe suficientemente bien una sociedad anclada en el pasado, pasablemente parasitaria, sin burguesía de ninguna clase, con poca curiosidad, dispuesta a no cambiar. Por supuesto, el talante ilustrado le era en buena medida extraño.
Sin embargo, resulta necesario variar la imagen tópica de una Roma puesta de espaldas a la ciencia y sin interés por los nuevos métodos y descubrimientos. La lectura de la obra y las cartas de Benedicto XIV, de los apologistas franceses, de los eclesiásticos ilustrados alemanes y austriacos, de los ilustrados romanos, de Feijóo y otros españoles, demuestran que ni la Iglesia ni el papado eran, sin más, la encarnación del oscurantismo.
La Biblioteca Vaticana se mantuvo como modelo de biblioteca pública, y todavía en el siglo XVIII las bibliotecas de los cardenales seguían siendo, dentro de las privadas, las más completas e importantes. Eran bibliotecas en las que se podía descubrir el paso de una cultura contrarreformista a otra caracterizada por el interés hacia la ciencia, por la erudición y la crítica histórica. En el Colegio Romano y en otros centros de estudio de la ciudad se dio, sin contratiempos, el paso del museo al laboratorio, a los jardines botánicos y a los observatorios.
No podemos olvidar la presencia en Roma de las sedes centrales de las grandes órdenes religiosas, que convertían la ciudad en un centro eficiente de intercambio y comunicaciones culturales. No faltaron en los centros de enseñanza cátedras de medicina, anatomía, matemáticas o filosofía natural. En Trinitá dei Monti se percibía la presencia viva del cartesianismo, y en San Pantaleón, centro de los escolapios, se cultivaban con pasión las matemáticas. Entre otros muchos centros de desigual valor, conviene recordar la Academia de Física y, sobre todo, la Academia dei Lincei, todavía hoy prestigioso centro científico romano.
Es decir, una vez más nos encontramos con una Roma algo más plural de lo que se afirma, y en cualquier caso contradictoria. En el plano intelectual la Iglesia condenaba el conocimiento científico moderno en cuanto ponía en duda una representación del mundo que durante dos mil años había garantizado los planteamientos teológicos. Apelando a la Escritura fue condenando el heliocentrismo, el atomismo y el evolucionismo, y su capacidad de comprensión y diálogo con las nuevas realidades sociales y culturales fue escasa. De hecho Roma seguía siendo demasiado latina, apenas contaba la Curia con miembros procedentes de Inglaterra o de los países germánicos, y se mantenía cerrada a las ideas emergentes en el noroeste europeo.
Al mismo tiempo, en sus instituciones docentes, en sus organizaciones administrativas y en los centros autónomos de las congregaciones religiosas, encontramos con frecuencia manifestaciones de lo que los historiadores llaman «Ilustración católica», de más consistencia de lo que a menudo se ha creído, aunque sin duda más presente en el mundo centroeuropeo que en el latino. Éste era más dado al mundo de la especulación que a la vida práctica y real, y más sensible a la dinámica evangélica que a los rigores de la línea dominante del concilio de Trento.
De todas maneras, la mayoría de los papas de este periodo fueron poco hábiles y poco diplomáticos, aunque en compensación fueron constantes en sus condenas, reaccionaron con prontitud a la provocación episcopalista de Febronio y se atrevieron a cubrir púdicamente los desnudos de la Capilla Sixtina. En el Renacimiento, la tradición dialogó con la forma emergente de las tradiciones, pero durante la Ilustración, cuando la Iglesia más lo necesitaba, se mostró incapaz de hacerlo.
Clemente XI (1700-1721). Llamado Juan Francisco Albani, estudió derecho, filosofía, teología y patrología antes de iniciar una carrera eclesiástica que no manifestó un lucimiento especial. Probablemente, su aportación más personal a la tarea intelectual consistió en su estudio crítico a los cuatro artículos galicanos aprobados en París en 1682. Durante estos años de dedicación curial encontramos en él el típico comportamiento cauto de quien quiere permanecer en la cresta de la ola romana sin adquirir enemigos que puedan en el futuro comprometer su carrera.
El cónclave estuvo condicionado por la sucesión al reino de España. Carlos II vivía aún, pero se encontraba en una situación crítica y, de hecho, murió cuarenta días después del comienzo de este papado. Para la sucesión en el trono de san Pedro franceses e imperiales se contentaban con un candidato al solio que no les fuese adversario, y los cardenales «zelantes», es decir, los más clericales, exigieron un pontífice de personalidad fuerte, capaz de mantener la dignidad de la sede apostólica en tiempos difíciles como los que se avecinaban. Finalmente fue elegido el cardenal Albani por unanimidad de votos y con el aplauso popular.
Clemente se encontró con una tarea superior a su capacidad. Quiso mantenerse neutral en el caso español, pero se encontró entre dos fuegos cruzados que le dejaron indefenso, porque los candidatos al trono de España exigían del pontífice la investidura de los reinos de Nápoles y Sicilia. Terminó inclinándose de la parte de los franceses porque estaba convencido de que era preferible un francés en el gobierno de los territorios italianos de España. Sin embargo, cuando menos lo esperaba las tropas imperiales penetraron en Italia, vencieron al ejército pontificio y ocuparon tanto el norte de la península como el reino de Nápoles, lo que obligó al papa a reconocer a Carlos de Habsburgo, que ya se encontraba en Barcelona, como rey de España (1709). La reacción de Felipe V, que había sido aceptado y reconocido como rey de España, fue inmediata y resultó durísima. Rompió las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, secuestró las rentas eclesiásticas y prohibió al clero toda relación con la voluble Roma. Esta situación duró hasta 1717, pero en realidad se trató de un gesto teatral, porque Felipe sabía que el papa había actuado bajo presión y de hecho siguió aceptando su autoridad espiritual, asumiendo que el pontífice era un prisionero. El rey hispano tuvo que aceptar también las protestas de aquellos de entre sus obispos que eran ardientes papistas, especialmente Luis Belluga, el militante obispo de Cartagena.
Mientras tanto, la muerte del emperador José I llevó al trono al archiduque Carlos, de forma que al final resultó posible la permanencia de Felipe V en España, en una Europa que reconocía la dinastía Hannover en Inglaterra, el título real a los duques de Prusia y la pérdida por parte de España de todos sus territorios europeos no ibéricos. En los tratados de Utrecht y en la paz de Baden la Santa Sede fue marginada y ninguneada. La política exterior europea de esta época prescindirá de los papas, tanto por la irrelevancia de éstos en el campo internacional como por el rechazo más o menos explícito de su autoridad en las Iglesias nacionales.
En el ámbito eclesiástico interno, sin embargo, el papa se enfrentó con decisión a las doctrinas y opiniones jansenistas. En la famosa bula Unigenitus condenó 101 proposiciones morales de la obra Reflexiones morales del jansenista Pascasio Quesnel. Muchos de los obispos franceses que publicaron la bula añadieron una carta de presentación e interpretación que la desfiguraba. La autoridad pontificia quedó comprometida y seriamente dañada.
En todos los aspectos este pontificado demostró que Roma no era capaz de comprender los movimientos profundos de la sociedad ni de la misma realidad eclesial, aprisionada por su rígida centralización y por una visión engañosa del magisterio pontificio. No siempre tuvieron razón sus adversarios, pero el papa se mostró incapaz de ganar para su causa a muchos que habrían estado dispuestos si hubieran encontrado otras formas, otros argumentos y algún diálogo.
Más positivo resultó su interés por la cultura, al menos en sus elementos más extrínsecos: excelente orientalista, enriqueció la Biblioteca Vaticana con numerosos códices orientales, reorganizó los estudios arqueológicos, prohibió la exportación de los objetos descubiertos en las excavaciones realizadas en los territorios pontificios, restauró el espléndido edificio romano imperial del Panteón y fomentó las fábricas de mosaicos, que adquirieron enorme prestigio en Europa.
Inocencio XIII (1721-1724), cuyo verdadero nombre era Miguel Ángel Conti, inició muy joven su carrera clerical. Gobernador de varias ciudades del Estado pontificio, fue nombrado nuncio en los cantones suizos (1695) y después en Lisboa (1698), ciudad importante por la proyección portuguesa en América y Asia. Creado cardenal en 1610, su estancia romana apenas ha dejado recuerdos. Fue elegido por unanimidad, tal vez porque se le consideraba inofensivo, porque se anunció neutral entre los Borbones y los imperiales, o porque ya se preveía su grave enfermedad.
Sus tres años de pontificado fueron insulsos. Es verdad que los gobiernos, tanto católicos como protestantes, limitaban drásticamente sus actuaciones y la aceptación de sus documentos, y que los obispos a menudo seguían con más prontitud los deseos de sus reyes que los del papa, pero en cualquier caso su gobierno resultó anodino y sin trascendencia.
La investidura de Nápoles y Sicilia, que el papa concedió en 1722 al emperador Carlos VI, se convirtió en un acto puramente formal. Nápoles era imperial desde el tratado de Utrecht, y en La Haya, en 1720, se había cambiado con los Saboya Sicilia por Cerdeña, las dos islas que desde el Medioevo eran consideradas feudos pontificios. Este derecho fue ignorado sistemáticamente por las potencias europeas, que se dedicaban a intercambiarse con descaro islas y países sin tener en cuenta para nada el derecho de los pueblos ni, por supuesto, el de los papas.
Fue muy duro con los jesuitas, bien porque nunca les tuvo simpatía, bien porque siempre había considerado que los llamados ritos chinos constituían una especie de oculta idolatría, bien porque prestó oídos a las acusaciones de los misioneros de otras órdenes religiosas. Consideraba que los jesuitas actuaban con demasiada autonomía en el campo misionero, les aconsejó humildad y obediencia y, en caso contrario, les amenazó con la disolución (1723), adelantándose así al decreto al respecto que se emitió cincuenta años más tarde. No cabe duda de que constituyó una frivolidad esta amenaza de suprimir una de las instituciones más preparadas con que contaba la Iglesia si tenemos en cuenta la debilidad y la marginación en la que se encontraba la institución eclesiástica.
Las relaciones con España continuaron tensas y, a pesar de sus requerimientos, no consiguió la firma del deseado concordato. Su breve pontificado se mantuvo bajo el signo de la enfermedad, de forma que, apenas elegido, los cardenales comenzaron a pensar en su sustituto. Fue un pontificado efímero, el papa sufrió siempre de mala salud, delegó tareas y gobernaron otros. Con él comenzaron a construirse las escaleras de Trinitá dei Monti, a un lado de la plaza de España, un monumento sugestivamente escenográfico que conforma desde entonces uno de los ángulos más deliciosos de Roma.
Benedicto XIII (1724-1730). Pedro Francisco Orsini, hijo y heredero del duque de Gravina, se hizo dominico en contra del parecer de sus familiares y estudió teología en Bolonia. A los veintidós años fue creado cardenal porque su madre impuso esta exigencia como condición al matrimonio de su hijo segundo con una sobrina de Clemente X. En poco tiempo consiguió pingües beneficios.
Sin embargo, su deseo era el de dedicarse al trabajo pastoral, aspiración que pudo cumplir en las diócesis de Siponte, Cesena y Benevento, ocupadas sucesivamente. Levantó seminarios, fomentó la catequesis, favoreció la instalación de congregaciones religiosas, organizó misiones populares y exigió al clero y al pueblo una vida digna y moral.
Era piadoso, severo en sus expresiones y exigencias, convencido de que la Providencia le cuidaba con particular mimo. Fue poca cosa y si uno se pregunta cómo pudo llegar adonde llegó hay que recordar que en aquella época alcanzaban con cierta facilidad el cardenalato los hijos de la nobleza provinciana del Estado de la Iglesia.
El cónclave previo a su elección duró desde el 20 de marzo hasta el 29 de mayo, con una permanente presentación de propuestas y contrapropuestas que eran sucesivamente desechadas, bien por los imperiales, bien por los afectos a los Borbones. Fue elegido él, el menos pensado, precisamente por su neutralidad e inexperiencia políticas.
Tenía setenta y cinco años, no conocía nada de la organización ni de los métodos curiales, pero desconfió desde el inicio de los miembros de la Curia, de forma que para gobernar se sirvió de quienes ya habían estado con él en Benevento. Éstos no se encontraban a la altura, aunque no tardaron en utilizar todos los métodos y artimañas tradicionales para hacerse ricos.
Da la impresión de que no fue capaz de seguir personalmente los asuntos ni teológicos ni los relacionados con los Estados. De él escribió el cardenal Lambertini que «no tenía la más mínima idea de lo que era gobernar». Sus colaboradores le engañaron y su secretario Coscia, a quien hizo cardenal, fue un corrupto, de forma que concedió sin saberlo a los gobiernos de Turín y de Viena facultades que, de hecho, favorecían su capacidad para oprimir a la Iglesia. Los cardenales no lograron abrirle los ojos, porque el papa, movido por su profunda desconfianza, consideraba falsas y calumniosas todas sus acusaciones. El cardenal Boncompagni le definió como el «Santo Sepulcro en medio de los turcos».
En cuanto a los asuntos internos eclesiales, Benedicto manifestó las mismas preocupaciones que habían ocupado su tiempo en Benevento. Su actividad preferida consistió en celebrar funciones religiosas y consagrar iglesias. Animó a levantar seminarios, a respetar la disciplina eclesiástica, a convocar sínodos en las diócesis y a controlar la moralidad pública. Fustigó el lujo de los cardenales, prohibió que los eclesiásticos llevasen pelucas y barbas, y encarceló a las mujeres dedicadas al vicio. Actuó como si fuera un simple párroco y no ejerció como papa, aunque su círculo más íntimo se aprovechó de este talante y procedió en consecuencia.
En un momento determinado dio la impresión de que iba a dar marcha atrás en lo decidido por la bula Unigenitus, sobre todo movido por su determinación de apoyar la teología dominica sobre el primado de la Gracia eficaz y sobre la predestinación a la gloria eterna antes de la previsión de los méritos personales. Se trataba sin duda de favorecer una doctrina teológica concreta, pero también de atraer al ámbito romano a buena parte de los jansenistas franceses que no habían aceptado esa bula. Los cardenales se opusieron y los representantes de los gobiernos más importantes amenazaron. El papa dio marcha atrás.
No fue estimado ni por la Curia ni por el pueblo romano. Montesquieu escribió en su Voyage d’Italie que «sólo pensaba en bautizar por inmersión, como se hacía antes», pero tuvo más coraje pastoral de lo que se apreciaba y se le reconocía. Así, en 1727, autorizó a la diócesis de Tarragona que, de las noventa y una fiestas de precepto, en diecisiete los artesanos y campesinos pudieran trabajar tras haber oído la misa en sus parroquias, medida que favorecía la economía de esa región y hería de muerte un calendario con demasiadas fiestas.
Clemente XII (1730-1740). Lorenzo Corsini, de familia florentina acomodada, estudió derecho en Pisa, se encaminó por la carrera eclesiástica sin excesivo entusiasmo hasta ser nombrado arzobispo de Nicomedia y más tarde nuncio en Viena (1690), puesto que nunca ocupó porque el gobierno imperial no aceptó el procedimiento. En 1706 fue creado cardenal, se estableció en Roma y se implicó en los asuntos curiales. Los cardenales, como los demás miembros de la clase alta clerical de la administración de la Curia, llevaban una vida serena, placentera, con un trabajo llevadero. Practicaban multitud de ritos litúrgicos a los que asistían con sus vistosos trajes y mantos de ceremonia. También participaban en recepciones en embajadas, palacios de la aristocracia y congregaciones religiosas, con poco conocimiento de cuanto sucedía fuera de sus fronteras. Eran muy dados a los infinitos chismes clericales.
Estos años romanos resultaron gloriosos para él. Buen violinista, residió en el espléndido palacio Pamphili, en la plaza Navona. Reunió una gran biblioteca y favoreció encuentros eruditos y artísticos de amplia resonancia en la ciudad, pero sobre todo formó parte de las congregaciones de cardenales que estudiaban los temas más importantes.
Fue elegido por unanimidad a los setenta y ocho años tras un cónclave que duró cuatro meses y en el que, de nuevo, los intereses políticos y económicos complicaron el desarrollo y neutralizaron a los candidatos más interesantes. Corrieron voces, no comprobadas del todo, sobre cuánto costó a los Medici de Florencia comprar esta elección.
Como primera medida creó una comisión que juzgó al cardenal Coscia y a los beneventanos que habían gobernado con el pontífice anterior. La sentencia fue severa y justa. El cardenal fue encarcelado diez años y sus subordinados pagaron debidamente por sus innumerables fechorías.
Autorizó la lectura de la Biblia en lengua vulgar, fundó para los maronitas un colegio que estimuló el orientalismo católico, alentó la formación del clero y nombró a Winckelmann, probablemente el experto europeo más importante del momento, como cabeza de la institución responsable de las antigüedades romanas.
Clemente, que tal vez entendía más de cuestiones económicas que de las eclesiásticas, tuvo que enfrentarse también a las tristes condiciones de las finanzas pontificias y de la administración del Estado. El déficit, ya crónico, se había agravado con la corrupción y el desbarajuste del papado anterior y por el descenso de las tradicionales entradas provenientes de los Estados católicos. Su política económica fue de todas maneras convulsa y contradictoria, aunque en realidad su capacidad de actuación no era grande, en parte a causa de la poca credibilidad del Estado pontificio. Su población disminuyó ligeramente, a pesar de que la de las regiones vecinas había aumentado poco a poco. Su sucesor, tal como aparece en sus cartas de entonces, estaba persuadido que este papa no había manifestado el más mínimo sentido económico. O, en el significado más elemental del término, no había sido capaz de impedir que las deudas se acumularan una sobre otra.
Protegió al arquitecto Ferdinando Fuga, autor de la fachada de San Juan de Letrán, del palacio de la Consulta frente al del Quirinal y de algunas importantes obras en este mismo edificio. Su nombre ha quedado en el frontispicio de uno de los monumentos más sugestivos de Roma, la fontana de Trevi, espléndida fusión de arquitectura y escultura, capaz de sugerir con sorprendente ímpetu el movimiento vivo.
En 1733 quedó completamente ciego, con las graves consecuencias que pueden suponerse para la gobernación del Estado. La situación se agravó cuando, algunos años más tarde, comenzó a perder la memoria. Durante su último año de vida quedó inmovilizado en cama. Durante la guerra de Sucesión polaca los ejércitos beligerantes penetraron en tierras pontificias sin preocuparse de pedir permiso. Los españoles, que tomaban parte en el conflicto junto a Francia, llegaron a reclutar soldados en la misma Roma, ante la indignación de la población y la impotencia de sus gobernantes.
Tras esta guerra, el reino de Nápoles y Sicilia pasó de las manos del emperador Carlos VI a las de Carlos III Borbón (1734). Resulta significativo del ambiente político existente el que no se tuviesen para nada en cuenta los derechos históricos del pontificado. Los reyes actuaban como si el papa no existiese, no se le tenía en cuenta. En 1736 se habían interrumpido las relaciones diplomáticas de Roma con España, Nápoles y Lisboa. La patética debilidad del papado simbolizaba también la pérdida de la autonomía y libertad de los Estados italianos, en los que imperaban dinastías e intereses extranjeros.
El 28 de abril de 1738, siguiendo los pasos de numerosos países, sobre todo protestantes, Clemente XII condenó la masonería con la bula In Eminenti. En ella excomulgaba a cuantos se adhiriesen a esta asociación por el hecho de congregar hombres de toda religión y secta bajo la excusa de cumplir los deberes de la ética natural, obligándoles con juramento y la amenaza de castigos a mantener en secreto cuanto decidían las distintas logias. La condena de la masonería, más allá de las específicas características de cada logia, tenía como objetivo el repudio del librepensamiento, del naturalismo filosófico, de la negación de la autoridad en materia de fe y de la actitud democrática y revolucionaria que en esos años se estaba imponiendo. En 1751, su sucesor, Benedicto XIV, renovó esta condena, insistiendo sobre todo en los temas del secreto y la ilegalidad de la masonería más que en su contenido ideológico. Pío VII en 1814, León XII en 1825, Pío IX en 1865 y León XIII en 1884 repitieron la condena. Tal como sucede a menudo, estas prohibiciones favorecieron la difusión de la masonería en ciertos ambientes, sobre todo en el de la cultura y entre los filósofos.
No resulta extraño que los ilustrados italianos encontraran en el Estado pontificio todo cuanto ellos condenaban, el contrapunto de la Inglaterra que tanto admiraban. Mientras que la naturaleza había sido tan generosa con Italia, pensaban ellos, el pésimo gobierno de los sacerdotes era la causa de su decadencia, que no había ahorrado siquiera la vida intelectual, reducida a la nada. No se puede admitir, sin más, este juicio, pero no cabe duda de que frente al dinamismo de Florencia, Roma presentaba un estado de inmovilismo preocupante.
Benedicto XIV (1740-1758), cuyo nombre real era Prospero Lambertini, estudió teología y derecho. En esta última materia sobresalió con sus escritos referentes a temas de gobierno y de organización curial romana. Su talante equilibrado y moderado le llevó a buscar soluciones y entablar diálogos sobre problemas políticos y eclesiales que llevaban tiempo enquistados. Él fue quien mejor encarnó las posibilidades y los límites de un diálogo con quienes representaban el espíritu de la Ilustración.
Fue arzobispo de Ancona y poco después de Bolonia, su ciudad natal, donde gobernó según las disposiciones del concilio de Trento, aderezadas, según sus palabras, «con moderación y equidad». Se preocupó por los pobres, favoreció las obras de misericordia y consoló a los enfermos. Valoró las misiones populares como instrumento de renovación espiritual y apoyó en tal sentido a san Leonardo de Porto Mauricio y a san Pablo de la Cruz, fundador de la orden de los pasionistas. Fomentó en su diócesis los estímulos de vida parroquial y diocesana, a menudo anquilosados por rutinas y normas demasiado rígidas. Muy importante, por el influjo que ha ejercido hasta nuestros días, es su estudio sobre las causas de beatificación y canonización. En este libro encontramos a un autor conocedor de la crítica histórica y de las reflexiones contemporáneas de los bolandistas belgas, los maurinos franceses y del italiano Muratori, es decir, de los exponentes máximos en la cultura católica de los principios ilustrados.
Fue elegido tras seis meses de cónclave, el más largo de la época moderna, en el que los cardenales votaron doscientas cincuenta veces sin ponerse de acuerdo ni en el nombre ni en las tareas fundamentales del nuevo pontífice. Naturalmente, los intereses enfrentados de las potencias complicaron una situación ya de por sí imposible.
Una vez elegido dio paso a un nuevo estilo de relación y de gobierno. Así como su antecesor fue el último representante de una gran familia patricia italiana sobre el solio de san Pedro, Benedicto XIV fue el primer papa sin la mentalidad, el tipo de gobierno y la estructura típicamente nobiliaria del pasado.
Durante los primeros años de pontificado encontramos su declarada decisión de acabar con la inercia, de abrirse a nuevas formas de piedad y de espiritualidad, de flexibilizar las anquilosadas estructuras eclesiásticas, de afrontar con un talante diverso la nueva sociedad que estaba apareciendo en Europa. Benedicto XIV, tal como había hecho en Bolonia, salía con frecuencia a la calle para mezclarse con el pueblo y conocer directamente sus necesidades, buen punto de partida para un gobernante. Sin embargo, la comparación entre sus proyectos y sus utopías y la descolorida y cerrada realidad de la política económica del nuevo papa, en su primer decenio, nos permite valorar los graves e infranqueables obstáculos que impedían en Roma cualquier transformación. La urbe parecía dormir sabrosamente, con una economía pasiva. Los ricos y los nobles no invertían en empresas comerciales, sino que se contentaban con vivir de las rentas fijas garantizadas por el Estado.
Fue consciente de los prejuicios existentes y procuró ser cauto: «Los papas —escribió al médico y científico Juan Bianchi, a propósito de la inoculación de la vacuna— son los últimos en innovar. La lentitud de sus pasos corresponde a su edad y dignidad. Si yo fuese emperador o rey, la inoculación, en vista de las ventajas que compruebo, habría sido ya admitida en mis Estados. Pero no quiero escandalizar a los tímidos y a los débiles; antes de nada hay que asegurarles e iluminarles. San Pablo decía que se debía a los insensatos y a los sabios. Yo tengo que imitarlo.» Sin embargo, el problema a lo largo de estos dos últimos siglos ha consistido en que los que se han escandalizado no han sido los débiles, sino los fariseos; no los menos preparados, sino quienes por pereza mental o porque perdían sus beneficios han impedido la adaptación y la renovación.
Estaba convencido de que la mayoría de los cardenales eran mediocres y de que las organizaciones curiales romanas no se movían en su misma longitud de onda, por lo que intentó gobernar con personas de su confianza que fueran expertas en temas concretos.
El papa era consciente de que la Iglesia se encontraba aislada y de que había que privilegiar los intereses religiosos por encima de preocupaciones eclesiásticas institucionales que ya no interesaban a los contemporáneos. Con este espíritu concluyó concordatos con el reino de Cerdeña, con Nápoles, con Portugal, con España y con Austria. En todos estos países los gobiernos eran fuertemente jurisdiccionalistas, querían nombrar a los obispos y demás cargos eclesiásticos y no veían con buenos ojos el ejercicio de la autoridad de Roma en sus territorios. Benedicto XIV cedió mucho, a menudo obligado por la sinrazón de los gobiernos, pero también movido por su convencimiento de que la presencia de la Iglesia en esos países no exigía las costumbres y formas institucionales que no por antiguas eran imprescindibles. De esta manera se redujeron las inmunidades y los privilegios eclesiásticos y muchas fórmulas y prácticas propias de la reacción postridentina fueron puestas en cuestión.
El 11 de febrero de 1753 se firmó un concordato entre Fernando VI y Benedicto XIV que zanjó la permanente disputa sobre el Patronato Universal según los deseos del monarca español. Según Olaechea, el número de dispensas matrimoniales era de unas 11.500 anuales, y para algunas poblaciones pequeñas donde casi todos los vecinos eran más o menos parientes suponía una extracción de dinero considerable. El papa se reservó únicamente 52 beneficios distribuidos en 29 diócesis y acordó con el rey el derecho de nombrar en todas las diócesis todos los beneficios eclesiásticos. Al suprimirse las reservas pontificias dejaba de salir de España una suma anual de unos 500.000 escudos, es decir, los frutos de las vacantes, expolios y pensiones impuestas a casi todos los beneficios. El mundillo de monseñores, leguleyos y plumíferos de la Curia lanzó sus gritos al cielo por lo que dejaban de percibir, pero el papa quedó satisfecho y los españoles mucho más.
Este papa aumentó su relación personal con los obispos y las Iglesias por medio de cartas encíclicas, un nuevo modo de enseñanza que llegará hasta nosotros. En ellas insistió en la utilidad de las visitas pastorales y en la necesidad de una consistente formación del clero. Redujo el número de las fiestas de precepto, purificó la práctica litúrgica de adherencias teatrales inaceptables al hombre del siglo XVIII, y reguló el uso de imágenes en las iglesias. Personalmente piadoso, quiso una espiritualidad basada en lo esencial del cristianismo, sin tantas muestras de una religiosidad popular más cercana a la superstición que a la cristología. Aprobó las nuevas órdenes religiosas de los pasionistas y los redentoristas.
No cabe duda de que de la disminuida potencia e influencia de la Iglesia, de la debilidad política del papado en el contexto de una sociedad civil que reivindicaba un papel autónomo e independiente de los condicionamientos tradicionales durante el siglo del jurisdiccionalismo, de las luces y de la irreligión, derivó la crisis del Estado temporal eclesiástico, que se manifestaba de modo evidente en su debilidad administrativa, condicionada ésta por el desorden de las funciones, lo anacrónico de sus estructuras y la irracionalidad de la legislación vigente en los campos económico, tributario y financiero.
Podemos preguntarnos si en un siglo de reformas y cambios profundos generalizados el Estado de la Iglesia se esforzó también por modernizarse y cambiar. Evidentemente no se dieron aquellos cambios políticos, sociales y económicos postulados por la filosofía de la Ilustración, ya que desde el primer momento ésta se consideró irreconciliable con la doctrina cristiana. De esto no puede deducirse que el Estado eclesiástico en ningún caso pretendiese adaptarse a las realidades del momento. Hubo un cierto movimiento de opinión pública que denunció los retrasos y la concepción de gobierno existente y que propuso algunos remedios no siempre realizables, dadas las peculiares circunstancias de este Estado. De todas maneras, las inercias y el peso de la tradición y de los pequeños intereses personales resultaron inamovibles.
Durante su segunda parte el pontificado de Benedicto XIV puede ser considerado como un intento serio de responder adecuadamente a los retos, sobre todo económicos, del momento. Se creó una cultura económica reformadora, dividida entre mercantilistas y liberales, y poco a poco se fue produciendo un cierto cambio en los ámbitos legislativo, administrativo y económico. Se reformó el sistema contable y de control de la administración pública, se corrigieron las disfunciones de los administradores, se regularon las funciones de los entes fiscales, financieros y monetarios, se intentó liberalizar el comercio interno y se procuró mejorar la agricultura. Es decir, fueron emprendidas varias medidas de cierto peso, pero no se puede hablar de reformismo, sino de reformas, pues se mantuvieron inalterables las estructuras económico-sociales del Estado. Se daba, pues, cierta voluntad y signos de intervencionismo por parte del gobierno, pero sin efectos siempre apreciables o duraderos. De todas maneras aparecieron fuerzas y exigencias nuevas y resultaron evidentes las diferentes posibilidades de desarrollo existentes entre el norte y el sur del Estado.
La cultura y las artes se aprovecharon también de las nuevas exigencias del siglo. En historia eclesiástica, arqueología, liturgia e interés por la antigüedad cristiana, se manifestaron los efectos de preocupaciones recién aparecidas. Las universidades de Roma y Bolonia fueron reformadas, y la creación de un Museo Anatómico potenció la conocida Facultad de Medicina de esta última ciudad.
En el campo pastoral se produjo una verdadera renovación catequética entre 1750 y 1780, y Benedicto revivió la tradición de las cofradías de laicos dedicadas a la enseñanza del Catecismo. Estos laicos eran generalmente universitarios movidos por la exigencia ilustrada de formación y de responsabilidad personal en el acto de fe. Autorizó con el mismo espíritu la traducción de la Escritura a las lenguas vulgares, y exigió que la historia de la Iglesia fuera purificada de leyendas y añadidos inverosímiles. Redujo las fiestas demasiado numerosas en España (1742), Sicilia, Toscana (1748) y Austria. El nacimiento del capitalismo burgués no fue ajeno a este rigor devocional que, de todas maneras, era exigido por los exponentes del cristianismo ilustrado y por el hambre de las poblaciones católicas que no cobraban cuando no trabajaban.
Durante su pontificado Benedicto se encontró con claras manifestaciones del nuevo espíritu irreligioso y anticlerical. Él mismo dice que se esforzó por mantener en la comunidad eclesial a los escritores, porque consideraba que resultaban más nefastos fuera de ella. Trató con Voltaire e impuso un nuevo método en el proceso inquisitorial, según el cual debía escucharse a los autores antes de condenarlos. También liberó de la lista de libros prohibidos a numerosos autores, entre ellos quienes defendían el sistema copernicano, y a Galileo.
Si se desea un juicio razonable sobre este pontificado conviene tener en cuenta su afinidad con el historiador reformista e ilustrado italiano Ludovico Muratori y con los benedictinos maurinos de París. En este sentido resulta más fácil comprender su interés en favor de una reforma interna de la Iglesia que, sin abandonar la tradición, fuera capaz de responder a las exigencias de su tiempo. Fue indudablemente sensible al nuevo talante y buscó aligerar la Iglesia de tantos modos y costumbres anacrónicas que le dificultaban la comprensión de los nuevos tiempos. Su propósito fue, ciertamente, laudable, pero sus frutos no correspondieron a sus esperanzas.
Clemente XIII (1758-1769), llamado en realidad Carlos Rezzonico, estudió en Bolonia y Padua, donde se doctoró en ambos derechos. En la Curia ocupó cargos civiles y eclesiásticos y en 1737 fue creado cardenal, según algunas fuentes gracias a su dinero. Nombrado obispo de Padua, tuvo en cuenta la necesidad de fomentar la disciplina y la vida moral del clero y de los fieles. En su visita pastoral a la diócesis se ocupó de las necesidades espirituales y materiales del pueblo, convocó un sínodo, levantó el seminario y reunió un conjunto de directrices acordes al tridentino que debían servir como directorio diocesano.
En el cónclave las potencias deseaban un pontífice que prolongara el talante de Benedicto XIV, pero los cardenales tuvieron que afrontar el grave problema surgido en las últimas semanas, es decir, el modo en que los jesuitas estaban siendo maltratados por el gobierno portugués a causa de la revuelta de los indios de las reducciones del Paraguay con motivo del tratado de límites firmado por Portugal y España. Portugal acusaba a los jesuitas de haber instigado la revuelta.
Por eso en el cónclave se formó un grupo de cardenales que se comprometió a no elegir un papa contrario a la Compañía de Jesús. Así eligieron un personaje incoloro, no devoto sino beatón, no culto sino instruido, que nunca había tomado postura ante los problemas delicados. Al enterarse la madre del nuevo papa de que su hijo había sido elegido, sufrió tal conmoción que a los pocos días falleció.
Clemente XIII mantuvo un comportamiento rígido, poco dúctil, que apenas dejaba espacio al encuentro con los gobiernos del tiempo, radicalmente jurisdicionalistas. Hay que decir que estos gobiernos tampoco dejaron mucho campo para las componendas y que tuvieron la habilidad de impostar y de justificar su odio a los jesuitas con el argumento de la modernización, tan presente en aquella sociedad.
El tema de los jesuitas dominó todo el pontificado. Fueron expulsados primero de Portugal y después de los países gobernados por los Borbones. En Portugal, el marqués de Pombal les acusó de haber urdido el asesinato del rey José I, cuando la realidad era más prosaica: los familiares de una joven violada por el rey quisieron salvar su honor matando al soberano, éste pudo escapar y Pombal inventó una patraña que acabó con todos sus enemigos, incluidos algunos miembros de la nobleza y los jesuitas del reino. El Estado incautó todos los bienes de la Compañía y, con impune desvergüenza, abandonó a sus miembros en las playas del Estado pontificio (1759) con lo puesto, es decir, con nada.
Resulta más realista la explicación del odio de Pombal hacia los jesuitas cuando se le relaciona con la reacción de los guaraníes, respaldados por los jesuitas, contra el tratado de Madrid, llamado «de los límites» (13 de enero de 1750), por el que siete reducciones del Paraguay pasaban al dominio portugués, es decir, al poder de los bandeirantes, propietarios portugueses que ansiaban mano de obra barata. Eran estos propietarios los que tanto daño habían causado en los últimos decenios a las reducciones. La rebelión india acabó en un genocidio en el que murieron 16.000 indígenas. Otro efecto fue la expulsión violenta de los jesuitas portugueses.
En Francia fueron fundamentalmente los parlamentos regionales y el de París los que llevaron la iniciativa contra los jesuitas. Los motivos proclamados y los reales no siempre coincidieron. Se les acusó de fomentar la teoría del tiranicidio y de estar embarcados en negocios fraudulentos en América. En realidad lo que salió a la superficie fue el rechazo hacia los jesuitas por parte de los jansenistas, las consecuencias previsibles de las conocidas Cartas a un provincial, de Pascal y, de manera especial, el rechazo visceral de algunos ilustrados que identificaban la Compañía de Jesús con cuanto más aborrecían de la Iglesia. A estas razones de peso se unieron los negocios fracasados de un provincial emprendedor que dio la excusa requerida. Luis XV intentó salvarlos, pero la debilidad de la monarquía comenzó a resultar manifiesta y no se atrevió a enfrentarse a los parlamentos. En 1764 se aprobó la ley por la que la Compañía de Jesús era suprimida en el reino de Francia. Sus miembros podían permanecer en las diócesis individualmente bajo la jurisdicción y la dependencia de sus obispos respectivos. La supresión supuso la desaparición de ochenta colegios, de otras tantas residencias y de innumerables instituciones que constituían una parte sustancial de la columna vertebral de la Iglesia francesa. Clemente XIII los defendió con valentía y en sus escritos señaló que el ataque no se reducía a una orden religiosa, sino que iba dirigido fundamentalmente contra la misma Iglesia. Declaró y afirmó que «la institución de la Compañía de Jesús alienta hasta el punto más elevado la piedad, y la santidad en su meta final, que no es otra que la defensa y propagación de la religión católica». Hay que reconocer que estas virtudes impresionaban muy poco a quienes odiaban a los jesuitas.
En España nos encontramos con Grimaldi, Roda, Aranda y Campomanes, dispuestos a reformar instituciones y costumbres consideradas como verdadera rémora para el progreso ansiado. En 1766 estallaron en Madrid y en otras ciudades violentos tumultos contra la carestía de la vida y contra la introducción forzada de la moda francesa en el conocido motín contra Esquilache. Carlos III huyó atemorizado de la capital y nunca olvidó lo sucedido. Una vez más se atribuyó a los jesuitas la responsabilidad última de los acontecimientos. Carlos III decidió en secreto la expulsión de los jesuitas, llevada a cabo con nocturnidad y alevosía (1767): «Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real […] estimulado de gravísimas causas […] que reservo en mi real ánimo […], he venido en mandar extrañar de todos mis dominios e Indias, islas Filipinas y demás adyacentes a los regulares de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos […] y que se ocupen todas las temporalidades.» Alrededor de 5.000 fueron los jesuitas expulsados, unos 2.900 trabajaban en España y más de 2.000 en ultramar. Clemente XIII no quiso recibirles en su Estado y los jesuitas, hacinados en barcos inapropiados, recorrieron angustiosamente el Mediterráneo hasta que el gobierno genovés los acogió en Córcega.
Señala Domínguez Ortiz la curiosa similitud existente entre la persecución que desencadenó Carlos III contra los jesuitas y contra los masones. En ambos casos los motivos políticos predominaron sobre los religiosos, aunque éstos se invocaron para justificarla. En realidad lo que más les reprocharon fue el formar cuerpos cerrados, peligrosos al Estado por ser más obedientes a sus propias autoridades que a la del rey.
Poco después fueron expulsados de Nápoles, donde reinaba el hijo de Carlos III, y de Malta. En 1768, para complicar más la situación, el duque de un minúsculo país, Parma, emanó un edicto que prohibía enviar los donativos y recursos recogidos en el ducado a Roma sin el permiso ducal, y exigió que todos los documentos pontificios fueran aceptados y confirmados por el duque para que tuvieran valor. Clemente XIII consideró que esta determinación constituía un acto cismático que subordinaba la libertad de la Iglesia a la tiranía del príncipe. En un documento conocido como el «Monitorio de Parma» declaró que el decreto era nulo e inválido, y condenó a quienes atacaban los derechos de la Iglesia. La reacción de los gobiernos fue brutal, dando a entender de que el papa, con su iniciativa, había maltratado y atacado alevosamente los derechos inviolables de los príncipes.
Todos los países católicos consideraron una traición imprimir o distribuir la bula. Francia ocupó Avignon y Nápoles invadió Benevento. Voltaire, siempre presente en cuanto sucedía en Europa, escribió un panfleto en el que sostenía que el papa no podía gobernar un Estado. Hubo gobernantes que sugirieron incluso el reparto del territorio pontificio entre los países vecinos. Desde nuestra perspectiva podemos juzgar el asunto como una histeria colectiva hábilmente manipulada, que se proponía no tanto defender intereses que no habían sido realmente dañados, cuanto atacar el prestigio del pontificado. Eran los años de las Cartas persas de Montesquieu, la época en la que los espíritus «fuertes» o «libertinos», según se les llamaba, se mofaban de los papas y delegaban sus atribuciones. Estos reyes no fueron conscientes de que su suerte y su legitimidad estaba fuertemente implicada en la de los papas, ni supieron ver que el desprestigio papal redundaría en el suyo propio.
Muchos historiadores achacan a este pontífice su incapacidad diplomática, cuando en realidad fueron los políticos quienes negaron al obispo romano el pan y la sal, es decir, cualquier capacidad y medio para dirigir la Iglesia. Los países gobernados por los Borbones exigieron al papa la supresión de la Compañía de Jesús y amenazaron con negros presagios si no eran atendidos.
En esos mismos años apareció en Alemania un libro escrito por el obispo J. N. von Hontheim, bajo el seudónimo de Febronio, en el que se defendía que todos los obispos, en su conjunto, gobernaban la Iglesia, que cada obispo gozaba de todas las facultades en su diócesis y que el papa era un obispo más, aunque el primero en el rango de honor. El libro fue acogido con entusiasmo por muchos eclesiásticos deseosos de una Iglesia identificada con los usos y costumbres de los primeros siglos cristianos y, sobre todo, por los políticos, siempre favorables a una Iglesia nacional, más fácil de domesticar y dirigir.
La rígida política jurisdiccionalista de las naciones acabó con las posibilidades de modernización y renovación de la Iglesia. La defensa de los derechos eclesiásticos y de los jesuitas, en esta situación de ataque permanente, hizo imposible la presencia de un espíritu de tolerancia y de confluencia de talantes en el interior de la Iglesia. Clemente era muy conservador, poco flexible y nada propenso a acoger las nuevas ideas y sensibilidades, pero hay que reconocer que los progresivos ataques e intromisiones políticas en su campo de acción no facilitaron su apertura. El papa reunió alrededor de la Santa Sede, con el fin de responder al proceso de secularización en acto, a los obispos fieles y a los católicos más ligados a la tradición. Deseaba renovar la identidad de las instituciones eclesiásticas, que estaban a punto de sucumbir bajo los ataques de los reformadores, y crear nuevas formas de adhesión a la religión y a la Iglesia.
Los poderes políticos, por su parte, se encontraban en el umbral de un cambio que no esperaban y que desembocó en la revolución y en el liberalismo pero, ciegos ante cuanto se acercaba, sus iniciativas constituían una indigesta mezcla de despotismo, prepotencia, dogmatismo y desprecio por cuanto dificultaba sus avances. Una situación que terminó por atribuir la responsabilidad de todos los males existentes a la institución eclesiástica.
En 1761 este papa declaró a la Inmaculada como patrona de España y sus dominios. Durante año y medio fueron constantes las celebraciones en Sevilla, distinguiéndose el cabildo y las cofradías.
Clemente condenó la obra de Helvetius, El espíritu de las leyes de Montesquieu, la Enciclopedia, en 1763 el Emilio de Rousseau, y en 1766 condenó global y radicalmente todos los escritos contra el dogma católico en una encíclica titulada Christianae reipublicae salus, que ha sido considerada como el primer gran texto dogmático del catolicismo intransigente. Todas las ideas presentes en estos libros y dominantes en los espíritus más libres y renovadores iban contra la tradición de los últimos siglos y contra la praxis eclesial, pero ciertamente no todo se dirigía contra el cristianismo. Los eclesiásticos fueron incapaces de emitir un juicio sereno que señalara cuánto era discutible, aceptable o contrario a la esencia del cristianismo. Condenaron con facilidad, pero apenas respondieron adecuadamente ni plantearon alternativas razonables. Se iniciaba así el drama del cristianismo contemporáneo.
Horacio Walpole, ministro inglés, escribió que estaba persuadido de que el «gran visir romano» estaba a punto de desaparecer.
Clemente XIV (1769-1774). Juan Vicente Ganganelli, franciscano conventual, profesor de teología y filosofía en los conventos de la orden, escribió poco sobre sus materias de enseñanza, aunque conocemos más el texto de algunas de sus colaboraciones en los asuntos de ciertas congregaciones romanas. Al llegar al pontificado no poseía experiencia pastoral ni diplomática, aparentemente necesarias para los tiempos que corrían.
En los últimos años del pontificado de Clemente XIII, Ganganelli, cuando ya había alcanzado el cardenalato, se apartó radicalmente de algunas de sus posturas anteriores, influido por su trato asiduo con los embajadores de las cortes borbónicas y por sus cantos de sirena, o tal vez porque pensaba que el modo flexible de actuar de Benedicto XIV había resultado más conveniente para los intereses eclesiásticos.
En el cónclave de 1769 intervinieron tres grupos de cardenales: los afines a la política de Clemente XIII; los cercanos a las coronas de Francia, España y Nápoles; y otro más autónomo dirigido por el cardenal Albani. Durante los primeros días de la reunión, ante la sorpresa de los cardenales, se presentó en el cónclave el emperador austriaco Francisco José II, entonces de paso por Roma, con su hermano Pedro Leopoldo de Toscana. En este encuentro el emperador insistió en la necesidad de fomentar un nuevo tipo de relaciones entre la Iglesia y los Estados europeos. No les habló de candidatos, pero sí de la necesidad de diálogo y concordia.
El cónclave duró tres meses y medio y fueron necesarios 185 votos para conseguir la mayoría necesaria. No fue un cónclave ejemplar, ya que los intereses políticos y de partido primaron escandalosamente. La presencia del emperador fue de hecho una intromisión, pero peor resultaron las permanentes intervenciones de los embajadores, bien directamente, bien a través de los cardenales de las coronas. Por ejemplo, la presión de los cardenales españoles Solís y Spínola de la Cerda fueron decisivas para que fuera elegido Ganganelli.
Desde entonces todos los historiadores se han preguntado si el precio de su elección fue la promesa de suprimir a los jesuitas. No existe ningún dato que pruebe que prometiese expresamente tal disolución, pero sí nos consta que en una conversación afirmó que dentro de las capacidades del papa estaba la de disolver una orden religiosa. En cualquier caso se trató de una decisión personal, porque este papa, no confiando mucho en los cardenales ni en los órganos administrativos curiales, llevó los asuntos de una manera muy suya, sin contar con los órganos habituales de gobierno.
Sus primeras disposiciones mostraron un sincero intento de limar asperezas y conseguir unas relaciones más fluidas con los Estados, llegando incluso a crear cardenal al hermano del marqués de Pombal, autor de una política radicalmente regalista. Al mismo tiempo pidió a los obispos en su primera encíclica que fomentaran la unidad del cuerpo místico de la Iglesia teniendo en cuenta sus relaciones con el papa, su cabeza visible, al tiempo que les animaba a favorecer unas buenas relaciones con los Estados que dieran lugar a relaciones más fluidas entre el trono y el altar.
No bastaron estas primeras buenas palabras y disposiciones y los Borbones urgieron a la supresión de la Compañía. Carlos III nombró embajador en Roma a José Moñino, afamado jurisconsulto del Consejo de Castilla y regalista convencido, honrado más tarde con el título de conde de Floridablanca por el éxito de su misión. Según el historiador empleó métodos terroristas, presionando a diario al papa con sus exigencias y sus chantajes. María Teresa de Austria y Federico II de Prusia afirmaron que ellos no se opondrían a la supresión, y Moñino, por su parte, buscó aliados entre el clero romano, alabó y amenazó a partes iguales y consiguió, finalmente, el documento pontificio Dominus ac Redemptor, que decretaba la extinción de la orden de los jesuitas (1773).
El «breve» pontificio fue obra personal de Moñino, quien redactó los puntos principales y los transmitió al secretario del papa. Una vez traducido al latín se convirtió en el texto definitivo, a excepción de algunas modificaciones introducidas por Clemente XIV para tener en cuenta, según parece, exigencias de última hora de la emperatriz María Teresa, relacionadas de manera esencial con los bienes de la Compañía. La primera impresión se hizo en una imprenta secreta de la embajada de España.
La fórmula de supresión decía así: «Con la plenitud de la potestad apostólica, extinguimos y suprimimos la susodicha Compañía, anulamos y abrogamos sus oficios, ministerios, administraciones, casas, escuelas, colegios, hospicios, gimnasios […], estatutos, costumbres, decretos, constituciones, aun las corroboradas con letras pontificias […] y prohibimos por las presentes que se reciban novicios […] y mandamos que los ya recibidos sean inmediatamente despedidos […] y los que han hecho la profesión de votos simples […] no puedan ascender a las órdenes mayores. […] Es nuestra mente y voluntad que los sacerdotes sean considerados como presbíteros seculares.» Triste manera de acabar con 233 años de historia.
La supresión de la Compañía no fue total. Paradójicamente, Federico II, luterano, y Catalina de Rusia, ortodoxa, no permitieron la publicación del «breve» pontificio en sus reinos, de forma que los jesuitas se mantuvieron sobre todo en la llamada Rusia Blanca, es decir, en la región que pasó a Rusia tras la desmembración de Polonia. Allí sobrevivieron hasta su reconstitución en 1814. En 1782 la Compañía superviviente de Rusia celebró una congregación general. Diez años más tarde existían jesuitas actuando en diversos lugares. En 1804 la Compañía quedó restablecida en el reino de las Dos Sicilias.
La expulsión de los jesuitas tuvo repercusiones especialmente negativas en el campo educativo y en las misiones, tanto de América como de Extremo Oriente. Clemente XIV barrió la institución más poderosa de la Contrarreforma, destruyó la única orden que probablemente habría sido capaz de reconciliar las formas tradicionales de la autoridad con las nuevas ideas. Cuando la Iglesia era más débil y tenía que enfrentarse con algunos de los ataques más despiadados de su historia, se encontró con que no podía disponer de su brazo intelectual y evangelizador más creativo y combativo. Por otra parte, la pasividad de no pocas congregaciones, que antepusieron su orgullo herido o las celotipias tradicionales al bien común de la Iglesia, reflejó la falta de comunión. En cualquier caso, nadie se preocupó por buscar una alternativa capaz de respaldar la vida intelectual de la Iglesia. También se puede afirmar que la extinción de los jesuitas aceleró el final del Antiguo Régimen, del cual constituían uno de los sostenes más eficaces.
Todo el proceso que desembocó en la extinción de la Compañía de Jesús representó una humillación para el pontificado y demostró su debilidad ante el poder abusivo de las monarquías, cada día menos absolutas pero no por ello menos despóticas. En los jesuitas se simbolizaba la fuerza y la independencia de la Iglesia, que en su internacionalización era considerada como una cierta limitación del poder absoluto. No se puede olvidar tampoco el resquemor y el rechazo producidos en algunos gobiernos por la defensa de los derechos de los indígenas por parte de los jesuitas.