(1572-1700)
Nadie duda de la enorme importancia del desarrollo y de los decretos del concilio de Trento, pero el medio siglo siguiente fue tan decisivo como los decretos conciliares para fijar las nuevas características de la Iglesia católica. La aplicación del concilio consistió en la aceptación de los documentos conciliares por parte de las naciones y en la imposición por parte de Roma de no pocas normas, interpretaciones y puntos de vista no siempre acordes al espíritu conciliar.
En esta progresiva aplicación de unas leyes y un talante nos topamos con la personalidad de una serie de papas de notable calidad, constancia y decisión, quienes, al aplicar las reformas conciliares, reforzaron la autoridad de la Santa Sede y su capacidad de intervención en las Iglesias locales.
El gobierno pontificio alcanzó un considerable grado de eficacia mediante la creación de congregaciones especializadas en las que los cardenales mostraban sus variopintos talentos y ayudaban al gobierno de la Iglesia. Al mismo tiempo se desarrolló un órgano de gobierno centrado en un hombre de confianza del papa reinante, una especie de primer ministro que recibía toda la correspondencia diplomática y al que se le proponían todas las cuestiones delicadas. Este personaje generalmente era un sobrino (nepote) del papa, creado cardenal para cumplir con esta tarea. Si faltaba un pariente cercano, podía suplirlo un cardenal hábil y experimentado o, en cualquier caso, alguien que gozara de la estrecha confianza del pontífice. De esta forma el gobierno sobrevivía a los papas que se iban sucediendo.
A esta institución conviene añadir el nuevo papel confiado a los nuncios a partir de la época tridentina. Desde inicios del siglo XVI los nuncios eran sustancialmente representantes del papa como soberano temporal ante otros jefes de Estado. A partir de mediados de ese mismo siglo su misión se extendió también a la dimensión más propia de la reforma católica: no sólo animaban a los príncipes a enfrentarse a los protestantes, sino que procuraban que los obispos cumplieran e hicieran cumplir los decretos conciliares.
Otro medio determinante de centralización eclesial fueron las llamadas visitas ad limina, es decir, las que todos los obispos locales tenían que hacer a Roma cada cuatro o cinco años para rezar ante las tumbas de los apóstoles, visitar al papa, dar cuenta pormenorizada del estado de sus diócesis y recibir las directrices correspondientes. Para el obispo constituía un auténtico examen de la situación de su diócesis, mientras que para Roma se convertía en un filón inagotable de noticias e indicaciones sobre la situación del catolicismo.
El creciente prestigio del papado se fue reflejando en Roma, de la misma manera que los papas supieron utilizar la sacralidad de la Ciudad Eterna en beneficio del catolicismo. Toda la ciudad constituía un campo de edificios en construcción: nuevas iglesias, palacios, fuentes y terrazas panorámicas que renovaban intensamente su imagen. Al mismo tiempo Roma se convirtió en el cuartel general operativo de todo el movimiento de reforma y renovación eclesial.
El concilio de Trento deseó fundamentalmente reformar el clero en su conjunto, y lo consiguió. Legisló sobre los obispos, ya para aumentar sus poderes, ya para recordarles los deberes propios de su cargo. No cabe duda de que los obispos de finales del XVI fueron mejores que sus antecesores, tanto en el sentido de su responsabilidad religiosa, como en su formación, su sentido pastoral y sus exigencias morales. Su gran modelo fue san Carlos Borromeo, muerto en 1584 y canonizado en 1610.
Tanto el concilio como las disposiciones que le siguieron renovaron la formación y la espiritualidad de los sacerdotes y revaluaron el papel del clero parroquial, verdadero artífice de la evangelización del pueblo. A los párrocos se garantizó su estabilidad y las rentas suficientes para una vida digna. Su celo fue estimulado por los sínodos diocesanos y por las visitas pastorales de los obispos, antes casi inexistentes.
En esta Iglesia posconciliar los religiosos ocuparon un lugar decisivo y el gran modelo a seguir fue indudablemente la Compañía de Jesús. Esta orden, con una expansión extraordinaria y por medio de un apostolado multiforme (enseñanza, predicación, controversia, confesiones y dirección de las conciencias), consiguió marcar el catolicismo moderno tanto intelectual como espiritualmente, aunque no debemos olvidar a otras muchas congregaciones que nacieron en los mismos años y dedicaron su atención a las mismas formas tradicionales de apostolado.
Esta época reforzó el clericalismo de la Iglesia y dejó poco espacio a los laicos, pero a pesar de esta realidad el catolicismo tridentino resultó profundamente popular. De hecho el concilio de Trento justificó el culto a las reliquias, las imágenes y los santos, y aceptó formas de piedad arraigadas en el pueblo cristiano que dieron lugar a una religiosidad marcadamente exteriorizada, barroca.
A finales del siglo XVI Roma era la sede de un poder con un cometido internacional de primer rango, la fuente de legitimación de la autoridad de los reyes del catolicismo y el centro de elaboración de las certidumbres religiosas y de las normas de comportamiento que debían dirigir la sociedad.
Es decir, Trento concedió al pueblo cristiano lo que tanto había anhelado durante decenios: doctrina, formación, piedad y pastores. El catolicismo militante y triunfante inspiraba la predicación, la literatura y el arte, y representaba la ideología de la institución y de sus miembros: de las potentes congregaciones cardenalicias; de los nuncios, que como embajadores representaban al papa en las cortes europeas; de las nuevas y activas congregaciones religiosas, como los jesuitas; y de los misioneros, que con su adoctrinamiento espiritual y el martirio de no pocos testimoniaban la fe católica en todo el mundo conocido.
Cambió el sistema de gobierno y cambió la figura de los cardenales. Experiencia curial, preparación jurídica y confianza política fueron criterios de reclutamiento de los purpurados, que de príncipes de la Iglesia renacentista fueron transformándose en grandes funcionarios de la burocracia papal y miembros de una aristocracia cortesana dependiente del soberano pontífice. Para todos ellos el cardenalato constituía la coronación de una carrera transcurrida en el aparato eclesiástico del gobierno.
En el siglo XVII hubo también un arte cristiano que fue el mismo en toda la Europa católica. Este arte se convirtió en una forma de doctrina; al artista se le invitaba a pensar que el tema de sus obras era esencial, pero hay que decir que la seriedad y unción con que trataba el tema no disminuía en nada el genio del artífice ni le impedía ser fiel a su temperamento y a sus tradiciones de escuela. Roma se convirtió en el motor de todos los debates artísticos de la época, lugar de presencia o de visita de buena parte de los grandes artistas del momento, auténtica caput mundi, irradiadora casi infinita de formas y novedades estéticas. El papel dinamizador de Roma generó una conciencia muy extendida de la nueva situación en todos los ámbitos.
El protestantismo destruyó las imágenes y proscribió el arte religioso. La Iglesia católica opuso a esta concepción el esplendor de sus colores, de sus mármoles y de sus materiales preciosos. El papado afirmó, también en este campo, lo que la herejía había negado. Los jesuitas contestaban a los protestantes multiplicando en sus iglesias los frescos, los cuadros, las estatuas, el lapislázuli, el bronce y el oro. Las iglesias del Gesú y de San Ignacio, en Roma, constituyen dos magníficos ejemplos de esta actitud. Pedro Canisio escribió: «Los innovadores nos acusan de prodigalidad en la ornamentación de las iglesias; se parecen a Judas reprochando a María Magdalena derramar perfumes sobre la cabeza de Cristo.» El dogma de la presencia real de Cristo en la eucaristía justificaba todas las magnificencias y centraba la organización de los magníficos retablos, así como la exigencia tridentina de predicaciones dominicales justificaban los sorprendentes púlpitos de las iglesias barrocas.
Italia entera está llena de obras de arte de los siglos XVII y XVIII que testimonian la fecundidad del catolicismo mucho después de la Reforma. España es casi tan rica como Italia, y la propia Francia no se quedó atrás. Y los jesuitas, que tan activos se mostraron en Europa central, dieron a conocer a estas regiones el arte de Roma. Basta recordar la iglesia de esta orden en Praga.
A los argumentos de los protestantes contra el papado contestaron muchos teólogos e historiadores, pero la respuesta más contundente fue la misma basílica de San Pedro. En su fachada, terminada en 1612 bajo el papa Pablo V, no hay más que un bajorrelieve, pero éste representa a Jesucristo entregando las llaves al príncipe de los apóstoles. La donación de las llaves expresará, pues, en lo sucesivo no solamente la fundación de la Iglesia, como decían los protestantes, sino también la creación del papado por el propio Jesucristo. Este simbolismo era comprendido y aceptado en todas partes. Se encuentra incluso en las iglesias de nuestros pequeños pueblos.
En el inmenso vestíbulo, encima de la puerta principal, otro bajorrelieve recuerda a todo aquel que entra en la basílica que Jesucristo ha confiado sus ovejas a san Pedro. En este mismo vestíbulo están representados los primeros cuarenta papas, puesto que todos ellos merecieron el título de santos. Así pues, desde el núcleo central petrino el papado afirma con tranquilidad su origen divino frente a las tesis de los reformadores.
En la intersección del crucero se levanta un monumento gigante, el famoso baldaquino de Bernini, que enmarca el sepulcro de san Pedro. Fue necesario recordar al mundo que el apóstol estaba enterrado bajo estas cuatro columnas triunfales y que ninguna iglesia de la cristiandad había jamás disputado a Roma la gloria de poseer sus reliquias. Fue también preciso repetir que el primero de los papas fue la piedra del cimiento: en la base de la inmensa cúpula, una inscripción en letras desmesuradas pone bajo la mirada de todos el testimonio del Evangelio, del que los protestantes querían desfigurar el sentido: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» Gregorio XIII (1572-1585), cuyo nombre real era Ugo Boncompagni, estudió provechosamente derecho en la Universidad de Bolonia, su ciudad natal. Consiguió el doctorado en ambos derechos en 1530 y se dedicó a la enseñanza en la misma universidad. Decidió entrar en la carrera eclesiástica, participó en la primera sesión del concilio de Trento como jurista y, cuando la reunión se trasladó a Bolonia, tuvo tiempo para tener un hijo de una joven soltera, al que reconoció y a la que casó con un albañil, concediéndole una dote. En 1558 fue nombrado obispo, recibiendo sucesivamente las órdenes menores y mayores. En 1565 era creado cardenal por Pío IV, quien le otorgó su confianza y estima.
El papa Pío V le nombró legado a latere en España con el fin de afrontar y concluir el controvertido proceso de herejía, dirigido por la Inquisición española, contra Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo. La misión fracasó antes de empezar, porque Felipe II no estaba dispuesto a que ese juicio fuera dirimido por un tribunal que no estuviera bajo el dominio de españoles, es decir, bajo su propio dominio. A pesar de ello, el rey quedó con una muy buena impresión del cardenal italiano. Años más tarde, siendo ya papa, el proceso de Carranza seguirá en punto muerto, entre el convencimiento del papa de que era inocente, la pasional aversión del inquisidor Valdés y el temor de Felipe II de que la absolución del arzobispo toledano pudiera suponer el debilitamiento del tribunal de la Inquisición. Una vez papa, Gregorio XIII insistió con tal energía en que el proceso debía celebrarse en Roma que Felipe II consintió en ello, pero al mismo tiempo presionó para que se condenase al reo. El papa no se atrevió a absolverlo, aunque estaba convencido de su inocencia, por lo que se le condenó como «sospechoso de herejía». Abjuró de algunas proposiciones contenidas en su Catecismo y poco después murió. Gregorio XIII le proporcionó una sepultura digna en la más hermosa iglesia de los dominicos romanos, con una inscripción en la que subrayaba sus méritos.
A la muerte de Pío V, su prestigio personal, su fama de hombre equilibrado y el apoyo de Felipe II explican su elección, a pesar de sus setenta años, en un cónclave que duró menos de veinticuatro horas. Siguió a su predecesor en las normas, pero no en el talante, aunque fue severo con los eclesiásticos y les exigió la práctica personal e institucional de las leyes tridentinas. Para conseguirlo dio orden a los nuncios de vigilar su grado de cumplimiento en las diversas naciones.
Apoyó el centro de estudios que había creado san Ignacio con el nombre de Colegio Romano, lo dotó de una espléndida biblioteca, amplió sus edificios y favoreció la asistencia de numerosos estudiantes de diversos países, sobre todo centroeuropeos, dando lugar a la conocida y prestigiosa Universidad Gregoriana. Igualmente apoyó las actividades del Germanicum, el colegio alemán, también fundado por san Ignacio, que tantos sacerdotes formó para la reconversión del centro europeo. Los colegios griego, maronita, armenio y húngaro también gozaron de su apoyo. No cabe duda de que fue consciente de que su esfuerzo en favor de un catolicismo reforzado y más sólido tenía que materializarse de manera especial en los terrenos de la cultura y la doctrina.
Contribuyó generosamente a la construcción de iglesias, palacios y fuentes, y puso un empeño especial en el acabado de la cúpula de San Pedro, que se concluyó durante el pontificado de su sucesor.
Este interés por la formación doctrinal de quienes presidían las Iglesias y las parroquias le llevó también a crear seminarios en Viena, Praga, Graz, Fulda y Dillingen. Fueron estos seminarios verdaderos centros intelectuales y de formación personal y cultural donde se esforzaron por elaborar un modelo de sacerdote capaz de responder a una Iglesia renovada, más espiritual y más centrada en los objetivos pastorales. El nombre de este papa se encuentra muy relacionado con la expansión de las nuevas órdenes religiosas, de manera especial con los jesuitas. Intervino también en la reforma carmelita de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.
Reformó el calendario juliano, cada vez más alejado del año solar, de manera tan eficaz que al cabo de más de cuatro siglos sigue siendo válido. El 5 de octubre de 1582 se convirtió en día 14 y fueron considerados bisiestos todos los años divisibles por cuatro, menos los años iniciales de cada siglo que no fueran múltiplos de 400. Aceptaron el cambio de inmediato los soberanos italianos, de España y de Portugal; en diciembre del mismo año lo aceptaron los de Alemania y Suiza, y entre 1586 y 1587 Polonia y Hungría; Prusia en 1610; en 1752 lo adoptó Inglaterra —con desconfianza— y en 1753 Suecia. En realidad este cambió provocó irritación en los países protestantes, hasta el punto de que la Universidad de Tubinga decretó, con poco éxito, que quien aceptase el nuevo calendario se reconciliaba con el Anticristo.
Nombró al cardenal Gallio responsable de los asuntos político-eclesiásticos, y esta novedad de no cubrir el cargo con un pariente cercano hizo creer que no iba a seguir la nefasta costumbre de favorecer y enriquecer a sus familiares. Sin embargo, nombró cardenales a dos sobrinos suyos y, sobre todo, favoreció impúdicamente a su hijo Giacomo, comprándole títulos nobiliarios y dándole importantes puestos en Roma, aunque ninguno de ellos influyó en la marcha del gobierno eclesiástico.
El jubileo de 1575 marcó el inicio de un nuevo ciclo en la historia de los años santos. Fue concebido como un movimiento de penitencia y mortificación colectiva alrededor del papado. Más de doscientos mil fieles acudieron a Roma, ciudad que, con sus reliquias y sus iglesias, se convirtió en el centro de esta peregrinación penitencial, con la ayuda de algunas cofradías dedicadas en cuerpo y alma a la acogida, albergue y acompañamiento espiritual de los peregrinos.
Su modo de gobernar favoreció la centralización del poder. El consistorio de cardenales, que durante siglos había ejercido un papel decisivo en la acción ejecutiva, fue perdiendo peso y relevancia, y lo fueron sustituyendo congregaciones de cardenales a las que el papa encomendaba el estudio de temas concretos y las decisiones relacionadas. El poder del papa aumentaba y el de los cardenales disminuyó radicalmente. En estos años se manifestó en la Curia Romana la tendencia contraria a la traducción de la Biblia a las lenguas vulgares, expresada en la prohibición de la traducción francesa.
Su apoyo a Felipe II fue permanente, aunque no siempre estuvieron de acuerdo y no faltaron los conflictos jurisdiccionales, sobre todo en los dominios españoles en Italia. El papa estaba convencido de que España era la única potencia católica capaz de apoyar a la Santa Sede en su lucha contra las herejías y los infieles. Ni siquiera Francia, con Catalina de Medici, Enrique III y las sangrientas guerras civiles, mantenía una política fiable, tal como se vio en la matanza de san Bartolomé. Tampoco podía apoyarse en Maximiliano II y Rodolfo II de Austria, quienes no parecían dispuestos a enfrentarse —con inciertos resultados— a los protestantes del Imperio para reforzar la posición católica, tal como deseaba el pontífice.
Sixto V (1585-1590), de nombre Felice Peretti, franciscano conventual, consiguió el pontificado tras un trabajoso cónclave en el que puso de su parte todo el esfuerzo del que fue capaz para conseguir el cargo.
Nació de familia humilde y ya a los nueve años estaba en el convento de los menores franciscanos. Estudió con provecho y se le apreció por sus conocimientos teológicos y su estilo sencillo y directo. Profesor durante bastantes años en diversos centros de estudio de la orden, fue nombrado inquisidor de Venecia, cargo que ejerció con severidad, requisando millares de libros considerados sospechosos y quemando buena parte de ellos. Pío V le sintió cercano y cómplice, por lo que le nombró obispo de Santa Ágata de los Godos y le elevó al cardenalato en 1570. Esta protección desapareció durante el pontificado de Gregorio XIII, con quien no mantenía buenas relaciones desde su común participación en la embajada pontificia ante Felipe II con motivo del proceso de Carranza. Durante estos años de ostracismo se dedicó a los estudios teológicos, a colocar a su familia y a la construcción de una espléndida villa-palacio, obra del conocido arquitecto barroco Domenico Fontana.
Su modo personal de actuar se extendió a todos los ámbitos. De temperamento violento y despiadado, aprobó leyes draconianas y desde el primer día introdujo el orden en las calles y plazas de la ciudad, no temiendo usar métodos crueles y violentos para lograrlo. De hecho, el mismo día de su coronación, cuatro jóvenes fueron colgados del puente de Sant’Angelo por el delito de llevar armas, costumbre habitual de las numerosas bandas juveniles y causa de tanta intranquilidad callejera. La persecución y los procesos contra los bandidos y cuantos les favorecían se multiplicaron, con la decidida determinación de acabar con la plaga de delincuencia que corroía el Estado pontificio.
La reorganización sistemática de la Curia Romana constituyó una de las medidas más importantes adoptadas durante este pontificado. Fijó el número de cardenales en setenta, entre los cuales cuatro, al menos, debían ser religiosos. Instituyó quince congregaciones de cardenales —una especie de ministerios estables— de las cuales nueve trataban de asuntos eclesiásticos y seis del gobierno del Estado de la Iglesia. Al vértice de la administración se encontraba la Inquisición, dedicada con rigor y severidad a mantener la fe, «fundamento de todo el edificio espiritual», en toda su pureza. Cada congregación estaba formada, al menos, por tres cardenales y un secretario, asistidos por expertos y juristas. De esta manera los cardenales se convertían en agentes y servidores de los papas, y el pontífice mantenía relaciones no con la fuerza concertada del conjunto cardenalicio, sino con grupos pequeños que se ocupaban de cuestiones específicas.
El cuadro urbanístico de la ciudad cambió radicalmente en estos años con la creación de nuevas avenidas que enlazaban las siete iglesias principales de la ciudad, al tiempo que enlazaban las colinas del Viminal, Esquilino, Quirinal y Pincio, siendo consciente el papa de que había que fomentar y favorecer la llegada de peregrinos desde todos los países católicos, tanto por motivos económicos como espirituales. Estas avenidas y treinta nuevas calles señalaron las líneas maestras de la evolución urbanística desarrollada durante los tres siglos siguientes.
Hizo plantar los obeliscos egipcios, todavía muy bien conservados, de las plazas de San Pedro, San Juan del Laterano, Santa María la Mayor y el Popolo. Para poner en pie el de San Pedro, de 350 toneladas, traído por orden de Calígula desde Heliópolis en el año 37, necesitó el esfuerzo de 800 hombres, 40 caballos y 40 máquinas especialmente diseñadas. Todavía hoy estos monumentos constituyen el centro de atracción de cuatro de los lugares más sugestivos de Roma. Cada uno de estos obeliscos tiene una cruz en su vértice superior. Con la misma intención de cristianizar las antigüedades romanas se colocaron estatuas de bronce de san Pedro y san Pablo sobre las solemnes columnas de Trajano y Adriano.
Construyó también el palacio Lateranense junto a la basílica del mismo nombre, un nuevo edificio para la Biblioteca Vaticana y un palacio para él mismo en el Vaticano, cerca de la basílica, que todavía hoy sigue habitado por los papas. El arquitecto de todos ellos fue Domenico Fontana, uno de los mayores exponentes del barroco romano. Cientos de fuentes alimentadas por tres antiguos acueductos restaurados servían agua y embellecían el panorama. Roma se convirtió en la capital artística de Europa.
Sixto siguió de cerca los avatares de Enrique III y la Liga Católica en Francia. No quería apoyar demasiado a Felipe II, que se mostraba en exceso prepotente en su política italiana, pero rechazaba la alianza entre Enrique III, sin descendencia, y Enrique de Navarra, hugonote de religión. En 1585 declaró hereje a este Enrique y declaró que no sólo no tenía jurisdicción en Navarra y el Bearn, sino que no podía suceder al rey de Francia. Sin embargo, no accedió a los requerimientos del rey español, de quien no tenía una buena opinión, para que excomulgase a los católicos adictos a Enrique de Borbón, que cada día eran más numerosos. Escribió a su legado en Francia:
«El rey de España, como soberano temporal, desea ante todo mantener y aumentar sus dominios. […] La conservación de la fe católica, principal objetivo del papa, es sólo un pretexto para Su Majestad, cuyo principal fin es la seguridad y engrandecimiento de sus dominios.»
Respaldó, sin embargo, el proyecto de invasión de Inglaterra del rey español y comprometió 1.000.000 de escudos para su realización. El desastre de la Armada Invencible interrumpió todos los planes de sustitución de Isabel de Inglaterra por un monarca católico, cambio que era considerado como imprescindible si se quería recuperar Inglaterra para el catolicismo.
Benefició en general a las congregaciones, verdadero motor de la recuperación religiosa de la sociedad, pero mantuvo relaciones conflictivas con los jesuitas. El general Acquaviva supo contrarrestar, sin embargo, las dudas de la Inquisición sobre la Compañía de Jesús, apoyándose en los buenos informes de las cortes europeas.
Gregorio XIII había iniciado la construcción de un pequeño palacio en la colina del Quirinal con ánimo de pasar en él los días más calurosos del verano. Sixto V encargó a Fontana su modificación transformándolo en un palacio más extenso y cómodo. Aunque no llegó a verlo terminado del todo, residió en él durante largos periodos. Pablo V colaboró finalmente para que esta residencia resultara espléndida, con unos jardines bellísimos y la música de unas fuentes ejemplo de armonía que a lo largo de los siglos han alegrado los oídos de papas, reyes y presidentes de República. Sin embargo, su interior nunca fue espléndido, sino de una simplicidad excesivamente austera, a diferencia de los grandes palacios romanos. El arquitecto francés encargado de adecuarlo a los gustos de Napoleón afirmó en 1811: «Se trata de un palacio destinado al soberano de un pequeño Estado, siempre solo y, a menudo, monje, compuesto por pequeños apartamentos carentes de lujo y de muebles adecuados.» Algo parecido podríamos afirmar del palacio del Vaticano.
Sixto murió de malaria a la edad de sesenta y ocho años sin que sus súbditos mostraran pesar alguno. Al año siguiente su sobrino, el cardenal Montalto, le sepultó solemnemente en el sepulcro que se había preparado en la basílica de Santa María la Mayor, frente a la de su admirado Pío V.
Urbano VII (1590). Juan Bautista Castagna estaba predestinado a la carrera eclesiástica por el apoyo de dos tíos cardenales que favorecieron sus estudios jurídicos en Bolonia. Nombrado obispo de Rossano, recibió en un solo día tanto las órdenes menores como las mayores. No residió en su diócesis ni parece que se preocupara de ella excesivamente. Tanto en este como en otros muchos casos se puede tener la impresión, sin equivocarse, de que estos personajes a menudo aceptaban el episcopado no por razones religiosas ni pastorales, sino porque constituía un paso imprescindible si se deseaba subir en el escalafón.
Participó activamente en la fase final de Trento, siempre fiel a las consignas de la Santa Sede. Desde finales de 1565 residió en Madrid, donde permaneció durante siete años como titular de la Nunciatura. Intervino en el proceso de Carranza y consiguió, tras arduas negociaciones, que el arzobispo inculpado fuese enviado a Roma. Escribió en una ocasión a Roma que estaba convencido de que Felipe II deseaba actuar como papa en su reino, sobre todo en los territorios italianos. En relación con el caso Carranza escribió con tino: «Nadie se atreve a hablar a favor de Carranza por miedo a la Inquisición. Ningún español se atrevería a absolver al arzobispo, por muy inocente que le creyera, pues esto equivaldría a oponerse a la Inquisición. La autoridad de ésta no podría consentir que se declare haber preso injustamente a Carranza. Los más ardientes defensores de la justicia opinan que vale más condenar a un inocente que el que sufra mengua alguna la Inquisición.» En realidad, esta grave y atinada observación puede ser aplicada a numerosas páginas de la historia civil y eclesiástica. La libertad de conciencia ha sido a menudo doblegada en aras de los intereses de la autoridad, de la obediencia y de una imprecisa comunidad.
Castagna observaba también que el clero español se mostraba muy adicto al rey y muy orgulloso y suspicaz en su relación con Roma. Pretendió, apoyado por la Ciudad Eterna, prohibir las corridas de toros, pero tuvo que reconocer que nadie le hizo caso. Se mostró comprensivo con el dolor de Felipe ante la actitud, primero, y la muerte, después, de su hijo Carlos. No cejó en su esfuerzo por conseguir una liga entre españoles, venecianos y pontificios, y se mostró rebosante de júbilo por la victoria de Lepanto. A pesar de lo difícil que debía de ser para un nuncio pontificio lidiar con un rey tan católico que estaba convencido de que defendía mejor que nadie el bien de la Iglesia, Castagna se mostró siempre filoespañol y acabó convencido de que España seguía siendo el baluarte más seguro y fiable de la religión católica.
No buscó prebendas ni se mostró ávido de dinero. El nuevo papa Gregorio XIII le nombró nuncio en Venecia y allí tuvo que acomodarse a nuevos problemas y nuevos usos diplomáticos, en cierto sentido más complicados que los españoles.
El 12 de diciembre de 1583 fue creado cardenal por Gregorio XIII. Tomó parte en el cónclave de 1585, cuando era legado en Bolonia, y allí continuó a pesar de que no contó con la confianza de Sixto V. En 1590 fue elegido papa no obstante las malas artes de algún cardenal que le acusó falsamente de haber participado en un asesinato y de tener una hija oculta. Su elección y sus primeras acciones manifestaron que estaba dispuesto a marcar en la Iglesia un nuevo rumbo, alejándose de la política de su predecesor. De hecho resultó evidente la diferencia de carácter. En este cónclave apareció una incipiente tendencia a elegir como papas no a exponentes de las grandes familias, con apellidos sonoros, sino a miembros destacados de la carrera clerical.
Urbano VII atenuó la presión fiscal y mostró más humanidad y generosidad en sus disposiciones, consiguiendo así pacificar la población romana, harta de los rigores de su predecesor. La muerte inesperada por fiebres de malaria acabó a los trece días con un pontificado que, en realidad, no había comenzado y que es el más corto de la historia. Apenas elegido había distribuido su patrimonio entre los pobres de la ciudad y esta cercanía hacia los más necesitados le hizo popular y querido.
Gregorio XIV (1590-1591), cuyo nombre auténtico era Nicolás Sfondrati, fue desde su primera juventud estudioso y piadoso, y se relacionó con los ambientes reformistas milaneses. Su padre, insigne jurista y senador, una vez viudo llegó a ser cardenal, abriendo al hijo los caminos de la carrera eclesiástica. Muerto su padre, Nicolás fue nombrado por Felipe II miembro del Senado milanés, tal vez en homenaje a los servicios prestados por aquél. En 1560, con sólo veinticinco años, fue nombrado obispo de Cremona, donde su padre había gozado de la misma dignidad. No es ciertamente el único caso en la historia de un padre e hijo obispos de la misma diócesis, pero no cabe duda de que se trata de un caso raro.
Fue el primer obispo en acudir a Trento, la ciudad en la que se iba a celebrar el célebre concilio, en cuyas sesiones participó. Defendió con ardor la obligación de los obispos de residir en sus diócesis por imposición divina, a pesar de que esta postura no agradaba a la Curia Romana, que prefería que se afirmase que la obligación provenía de la imposición pontificia. Sfondrati antepuso su convicción a su manifestado deseo de ser creado cardenal. De hecho, la Curia Romana le condenó a un prolongado ostracismo.
En la diócesis se dedicó con afán a poner en práctica las normas y decisiones conciliares, sobre todo la institución del seminario y las visitas pastorales a todas las parroquias de las diócesis, convocando además tres sínodos durante sus treinta años como obispo de Cremona. Su determinación reformadora resultó evidente, aunque no siempre le acompañaron la salud y la fuerza de carácter necesarias para enderezar las resistencias que el clero ofrecía a los cambios exigidos. Carlos Borromeo, obispo de la cercana diócesis de Milán, fue en todo momento amigo y modelo a seguir.
Fue elegido cardenal en la promoción de 1583, en la cual resultaron también elegidos otros tres futuros papas: Urbano VII, Inocencio IX y León XI. En el cónclave que siguió a la muerte de Urbano VII el embajador español Olivares presentó una lista con siete nombres de cardenales respaldados por Felipe II, iniciativa sin precedentes, y en las siguientes votaciones se demostró que la corona española controlaba veintidós de los cincuenta y dos cardenales presentes. No eran suficientes para alcanzar el quórum necesario de dos tercios, pero sí para bloquear cualquier iniciativa contraria a sus intereses. En esa lista se encontraba Sfondrati.
El cónclave duró dos meses a lo largo de los cuales fracasaron, como sucede a menudo, las candidaturas más brillantes y más conflictivas. Finalmente fue elegido Nicolás Sfondrati, quien no había destacado por actuaciones partidistas a pesar de que era súbdito de la corona española. Por otra parte, no contaba con enemigos personales.
El nuevo papa era profundamente religioso, se confesaba y celebraba la eucaristía todos los días, su talante era cercano y su preocupación pastoral resultaba innegable, pero por su carácter y su inexperiencia se mostró incapaz para el puesto asumido. Consciente de su insuficiencia, se fio ciegamente de su sobrino, Pablo Emilio Sfondrati, a quien nombró cardenal y secretario de Estado, aunque de hecho era un personaje aún menos capaz. El carácter altivo y poco equilibrado de este individuo, su ansia desmedida de poder y sus métodos poco diplomáticos marcaron negativamente este corto pontificado.
En 1589 murió Enrique III y fue designado rey de Francia Enrique de Navarra, el excomulgado y declarado inhábil para el trono por Sixto V. Felipe II exigió el apoyo de Gregorio XIV a su pretensión de conseguir el trono francés para su hija Isabel Clara Eugenia, sobrina de Enrique III. El papa prestó todo el beneplácito de la Santa Sede a esta exigencia sin darse cuenta de que la posición de Enrique IV en el reino era bastante más sólida de lo que se pensaba, y de que una buena parte de los católicos franceses le preferían a los españoles a pesar de su protestantismo. La muerte impidió al papa conocer el fracaso de una política que chocó con el «París bien vale una misa», es decir, la política realista de Enrique IV, quien muy consciente del paso que daba juró en la abadía de Saint Denis ante una representación de los obispos franceses: «Yo afirmo y yo juro, ante Dios todopoderoso, vivir y morir en la religión católica, apostólica y romana, protegerla y defenderla contra todos, hasta derramar mi sangre y ofrecer mi vida, renunciando a todas las herejías contrarias a la Iglesia.» El rey adecuaba su religión a la de la inmensa mayoría de sus súbditos, de forma que esta abjuración facilitó su reconocimiento progresivo por parte de las provincias y los linajes señoriales.
Amargó su pontificado la aparición violenta de la peste en la ciudad, y a combatir la plaga dedicó medios y atención preferente. En la acción caritativa de asistencia a los afectados encontró la muerte el joven Luis Gonzaga, y en ella manifestó su generosidad Camilo de Lellis. Fueron dos de los santos más populares de esta época.
La acción específicamente religiosa de Gregorio XIV constituyó su aportación más relevante: mantuvo la exigencia de residencia de todos los cargos eclesiásticos, exigió un examen minucioso de los candidatos al episcopado, respaldó con entusiasmo la actividad misionera de los jesuitas, quiso crear cardenal a Felipe Neri (pero no lo consiguió porque el santo se negó) y aprobó la orden de los Ministros de los Enfermos de Camilo de Lellis.
Inocencio IX (1591). Llamado en realidad Juan Antonio Facchinetti, obtuvo el doctorado en leyes por la Universidad de Bolonia. Pío IV le nombró en 1560 obispo de Nicastro, una diócesis perdida geográficamente en el sur de Italia y abandonada por sus pastores. Participó en el concilio de Trento, defendiendo junto a un grupo intransigente de canonistas romanos que el poder de los obispos en sus diócesis no les venía de la consagración, sino del nombramiento pontificio. Los obispos españoles, que entonces eran más autónomos que en nuestros días, defendieron con ardor el «derecho divino» de los obispos, es decir, que con el sacramento recibía cada obispo todas las capacidades necesarias para gobernar una diócesis. De Dios directamente recibían su autoridad y sus obligaciones, y no simplemente por la delegación del papa.
En su diócesis, que los anteriores obispos no habían siquiera visitado, actuó con notable sentido pastoral, acudiendo a todas las parroquias, conociendo a sus sacerdotes, exigiendo el cumplimiento de la regla en los monasterios femeninos y admitiendo las nuevas órdenes religiosas.
Pío V le nombró nuncio en Venecia y allí coincidió con el entusiasmo desatado por la victoria de Lepanto. Sus relaciones con la Signoria atravesaron por momentos tensos, tanto por causa de la Inquisición como, en general, por la tendencia del gobierno veneciano a no admitir intromisiones eclesiásticas en lo que consideraba su campo jurisdiccional.
Gregorio XIII lo nombró cardenal en 1583, y desde ese momento su actividad en diversas congregaciones y comisiones de la Curia adquirió más relevancia y prestigio. Su elección al pontificado tuvo como causas su moralidad, erudición y experiencia de Curia, pero también sus setenta y dos años de edad y su delicada salud. El papa, por su parte, atribuyó su elección al apoyo de Felipe II.
Tuvo en cuenta las necesidades del pueblo romano, a cuyos representantes recibía a menudo. Distribuyó entre ellos trigo con generosidad, fijó el precio máximo de los alimentos más necesarios y luchó con denuedo contra la intolerable plaga de bandidos que asaltaban los caminos y las poblaciones. No es extraño que se convirtiese en un papa popular. Su pontificado duró dos meses, y aunque quiso tomar muchas decisiones sobre temas de escasa importancia, poco quedó de relevante de su paso por la sede romana.
Clemente VIII (1592-1605). Hipólito Aldobrandini salió elegido tras un cónclave largo y complicado. La totalidad de los 52 cardenales estaban de acuerdo en que el elegido debía gozar de buena salud, pero en todo lo demás el desacuerdo era considerable, en particular en lo concerniente a las relaciones con Francia y en lo referido al trato que se debía dar a los protestantes.
Participó, siendo laico auditor de Rota, en una misión pontificia a España y Portugal con el cardenal nepote de Pío V. La misión no tuvo éxito, pero constituyó una buena ocasión para que fuera conocido y apreciado por los gobernantes españoles. Más tarde, siendo cardenal, bautizó en la embajada española de Roma a Gaspar de Guzmán, el más tarde todopoderoso valido de Felipe IV, conocido como conde-duque de Olivares.
Resulta una personalidad en general desvaída y ciertamente poco simpática, sin ideas originales, pero fue un hombre capaz y preciso, con estudios de derecho en Padua, Peruggia y Bolonia. De piedad rutinaria, dado a ayunos frecuentes y a la repetición de oraciones vocales, se confesaba a diario, pero no gozaba de ninguna cualidad que le hiciese atractivo. Se ordenó a los cuarenta y cuatro años, probablemente por consejo de san Felipe Neri.
Con Sixto V el oscuro auditor pasó en pocos meses al rango de cardenal, y en 1588 acudió a Polonia como legado a latere con ocasión del enfrentamiento bélico entre el nuevo rey polaco Segismundo y el emperador Rodolfo II, consiguiendo en no fáciles condiciones un tratado de paz satisfactorio.
El cónclave resultó más conflictivo de lo previsto, pero fue elegido por unanimidad gracias al apoyo de Felipe II. Desde el primer momento quiso ser informado de cuanto sucedía: «El papa quiere saber todo, leer todo y mandar todo», aunque sus enfermedades y las circunstancias le llevaron demasiado a menudo a confiar ciegamente en sus familiares. Le entusiasmaba el fasto y fue demasiado generoso con sus parientes. Creó cardenales a dos sobrinos suyos, Cinzio y Pedro Aldobrandini, a quienes abandonó en gran parte la dirección de los asuntos eclesiásticos y a quienes enriqueció sin medida.
Acentuó la severidad de la Inquisición, que durante su pontificado envió a la hoguera a más de treinta herejes, entre los cuales se encontraba el famoso filósofo ex dominico Giordano Bruno. También un personaje que ha quedado grabado en el imaginario popular romano: Beatriz Cenci, mujer de rara belleza, maltratada por su padre hasta tal punto que ella terminó por defenestrarlo desde un balcón situado sobre un barranco. Los romanos la recuerdan todavía hoy en una calle que lleva su nombre. El embajador francés, que vivía junto a la plaza del Campo de las Flores, donde se aparejaban las hogueras, se quejó al papa por el nauseabundo olor de carne quemada que invadía su apartamento durante semanas, hasta el punto de quitarle el apetito.
En 1596 promulgó el nuevo índice de libros prohibidos. Acabó centralizando cualquier decisión sobre este tema en los órganos decisorios romanos, a costa de las prerrogativas de los obispos y de las exigencias locales de los fieles.
Tras infinitas dudas decidió reconocer a Enrique IV como rey de Francia, que ya se había convertido al catolicismo en 1593, absolviéndole de la excomunión contra él lanzada por Sixto V. Antes obtuvo de él las debidas garantías sobre la educación religiosa del heredero al trono, el restablecimiento del culto católico y la restitución de los bienes eclesiásticos usurpados. Esto supuso por parte del papa la aceptación del Edicto de Nantes (1598) que concedía a los hugonotes la libertad religiosa, la igualdad civil con los católicos y otros derechos. Con este reconocimiento el papado se liberaba, en cierta manera, de la prepotencia española, que desde Carlos I gozaba de una aplastante influencia en la corte romana. Roma lograba así una equidistancia mayor entre las dos potencias, libertad que concedía a la Santa Sede mayor libertad de acción. De hecho, durante los años siguientes el pontífice intervino como mediador en varios conflictos suscitados entre ambos países.
Tuvo en cuenta la situación penosa de la comunidad católica inglesa, de manera especial en lo relacionado con la formación de su clero. Concedió las bulas de confirmación de los seminarios ingleses de Valladolid y Sevilla, fundados por Felipe II, consciente de la necesidad de formar sacerdotes que pudiesen trasladarse después a Inglaterra y cuidar allí a los católicos existentes. El nombramiento de Francisco de Sales como obispo coadjutor y en 1602 titular de Ginebra impulsó de manera determinante la Contrarreforma en Suiza.
Estaba convencido de que el cumplimiento de lo decretado en el concilio de Trento constituía el mejor camino para la revitalización de la Iglesia. Al mismo tiempo fue consciente de que Roma debía dar ejemplo a las otras diócesis. Con este motivo inició una visita pastoral personal a todas las iglesias de Roma. Sin embargo, da la impresión de que su religiosidad se fundamentaba sobre todo en prácticas y devociones externas, otorgando una importancia desproporcionada a estas visitas a las iglesias romanas, que no dejaban de ser variaciones de un turismo piadoso.
En 1596 el sínodo de Brest-Litovsk ratificó la unión de los rutenios de Polonia con la Iglesia católica tras largas conversaciones en las que participó el papa con gran realismo, y que le llevó a no imponerles ni el celibato eclesiástico ni el calendario gregoriano.
En 1597 José de Calasanz (1557-1648) fundó la orden de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, más conocida como escolapios, con el fin de educar a la juventud. Nos encontramos ante las primeras escuelas gratuitas para niños pobres.
Disminuido por los ataques de gota, terminó en una casi absoluta inactividad, aunque encontraba fuerzas para presidir el tribunal de la Inquisición. En una de estas sesiones sufrió un ataque de apoplejía que le llevó a la muerte el 8 de marzo de 1605.
León XI (1605). Alejandro Octaviano de Medici fue durante quince años embajador del gran duque Cósimo I en Roma. Fue luego el discípulo preferido de Felipe Neri, más tarde obispo de Pistoia, arzobispo de Florencia y nombrado cardenal en 1583. En 1596 fue designado como legado pontificio en Francia, donde permaneció dos años.
Su elección recibió la vehemente protesta de los españoles al no haberse tenido en cuenta los deseos de Felipe III. No cabe duda de que la estrella española comenzaba a declinar, y los deseos de sus reyes no eran tomados como órdenes, tal como había sucedido hasta entonces.
Tenía una salud delicada y se enfrió mientras tomaba posesión de su catedral de San Juan de Letrán. Murió a los veintiséis días de ser elegido, rechazando crear cardenal a un sobrino suyo que aspiraba a tal honor, ante la tristeza de los romanos y de los florentinos que le habían estimado y querido durante su episcopado y que habían depositado grandes esperanzas en su pontificado.
Pablo V (1605-1621), de verdadero nombre Camilo Borghese, estudió derecho, como la mayoría de los papas de su tiempo, ocupó cargos importantes en la Curia y, tras una misión en España en la que consiguió sólo promesas y muy pocos resultados, fue elevado al cardenalato en 1596. Ocupó después cargos prestigiosos, como el de Vicario de Roma, en el que representaba al papa como obispo de la ciudad. También fue presidente de la Inquisición romana.
Resultó elegido papa casi por carambola, es decir, porque los candidatos con más prestigio se neutralizaron unos a otros, de forma que hubo que elegir a un pontífice que no provocara demasiados rechazos. Era joven para el cargo, cincuenta y dos años, y tenía buena salud.
Tanto Clemente VIII como este papa y otros más realizaron una carrera que se puede llamar administrativa: estudiaron leyes, recorrieron el escalafón y recibieron el cardenalato como una distinción propia de una carrera afortunada. De ahí saltaron, casi por antigüedad, al pontificado. Pocos de ellos mostraron una dedicación apostólica y evangelizadora digna de mención, e incluso, cuando fueron obispos, pocas veces permanecieron en sus diócesis como pastores preocupados.
Durante su pontificado se inició en Alemania la llamada guerra de los Treinta Años, aparentemente un conflicto religioso entre protestantes y católicos, pero con la particularidad y el despropósito de que el componente más decisivo de la parte protestante era la católica Francia, gobernada por un cardenal. España estaba en horas bajas y la potencia de la Francia de Richelieu llegaba a su cénit.
Prohibió la lectura de las obras de Galileo Galilei (1564-1642) porque enseñaba la teoría copernicana del sistema solar, y, naturalmente, prohibió la lectura del tratado de Copérnico, pero en este primer momento del proceso las relaciones de la Curia con Galileo se mantuvieron en un nivel correcto y el mismo papa, en una larga audiencia, le ofreció garantías tranquilizadoras.
Mantuvo una política previsora y proteccionista en cuanto al abastecimiento de los romanos. En momentos de carestía de grano lo importó de Francia y Holanda, y cuando las cosechas propias fueron abundantes, no lo exportó con el fin de que bajara su precio, naciendo así la consideración no siempre exacta de que su política económica favoreció a los pobres.
A quien ciertamente favoreció fue a su familia, que durante su largo pontificado adquirió un relieve social y una estabilidad económica que ha perdurado hasta nuestros días. El símbolo de esta protección desmedida lo constituye todavía hoy el inmenso palacio Borghese, algunas de cuyas salas conforman la embajada española ante el Estado italiano. Destaca también una villa situada en el Pincio, rodeada de hermosos jardines, donde su sobrino el cardenal Escipión reunió numerosas obras de arte, además de una espléndida villa-palacio en Frascati, risueño lugar de veraneo. De los sesenta cardenales elegidos durante este pontificado, un buen número de ellos procedía de relaciones familiares o de clientela con los Borghese.
Ordenó recoger y ordenar en un único lugar el material de archivo existente, archivo que facilitó la conformación de una administración moderna y competente. Ahorró en los gastos ordinarios de la gestión de la corte papal, introdujo algunos nuevos impuestos y fomentó proyectos útiles para la población antes que los de estricta representación. Amplió el puerto de Civitavecchia, mejoró el número y la calidad de caminos y carreteras, y aprobó la ampliación de la conducción del agua al Trastevere, barrio eminentemente popular.
Tras más de un siglo de obras intermitentes, cuando aún quedaba en pie una parte de la basílica constantiniana, decidió poner fin de una vez a la construcción de la basílica de San Pedro, determinando que, en contra del proyecto inicial de Miguel Ángel, la planta fuera de cruz latina, a la que añadió una imponente fachada en la que aparece en primer término, con vistosas letras, su nombre y su apellido. Queda así marginado y oscurecido el nombre del príncipe de los apóstoles, a quien teóricamente se dedicaba el edificio. Casi más cara resultó la reestructuración del palacio del Quirinal, con una capilla que pretendía reproducir, si no superar, a la Sixtina (1617).
Las relaciones con la República de Venecia, a menudo difíciles, alcanzaron un punto de ruptura que hizo temer a Roma la apostasía del Estado adriático. Venecia pretendió controlar más y mejor las organizaciones eclesiásticas y su clero, de manera especial su patrimonio y el privilegio del foro, es decir, la jurisdicción en el caso de delitos de los clérigos. Por su parte, Roma consideraba su deber defender la inmunidad de los entes y las personas eclesiásticos. Casi se llegó a la guerra, paralizada a tiempo gracias a la intervención de Francia y España.
Pablo V excomulgó al Senado de la República y lanzó el interdicto sobre todo su territorio. Es decir, no podía celebrarse ningún sacramento ni misa, ningún niño podía ser bautizado ni a los muertos podían concederles sepultura cristiana. Las reacciones de Venecia fueron también drásticas, y en medio quedaba el clero que no sabía a quién obedecer, aunque de hecho en la ciudad estalló un sentimiento antipapal y no se cumplió ninguna de sus disposiciones. El compromiso final no satisfizo a nadie, pero demostró que la intervención pontificia en la política europea ya no tenía el impacto de antaño. La pretensión del papa de ejercer una jurisdicción universal no tenía ya acogida en el inicio de la Europa moderna.
En el campo reformista este pontificado, como el de Clemente VIII, mantuvo formalmente las directrices del concilio de Trento, pero su estilo de vida y su política facilitaron compromisos que atenuaban de hecho sus exigencias, tal como denunció el cardenal jesuita Bellarmino.
Gregorio XV (1621-1623), llamado Alejandro Ludovisi, obtuvo el doctorado en leyes en Bolonia, tomó las ordenes e inició su trabajó en la Curia, tanto en el mundo judicial como en misiones diplomáticas en varios países. Nombrado arzobispo de Bolonia, actuó con dedicación según el espíritu del concilio tridentino, convocó cuatro sínodos y llevó a cabo una diligente visita pastoral a su importante diócesis. Intervino eficazmente en el proceso de paz entre Carlo Emanuele I de Saboya y Felipe III de España, enfrentados por los derechos del marquesado de Monferrato, recibiendo, en reconocimiento de su buen hacer, el capelo cardenalicio (1616).
Fue elegido papa a los sesenta y siete años por su buen carácter, a pesar de su débil estado de salud. Tomó como cardenal nepote a su sobrino Ludovico Ludovisi, joven de veinticinco años, de grandes cualidades diplomáticas y políticas, a quien nombró encargado de los documentos secretos y gobernador del Estado de la Iglesia, cubriéndolo de bienes y dones. Otro tanto hizo con otros miembros de su familia, llevando a cabo una sagaz política que sólo tenía en cuenta el asegurar su futuro estable. Estableció así matrimonios con las familias de más rancio abolengo romano y conectó de este modo a los Ludovisi con la historia romana.
Determinó que las elecciones pontificias debían realizarse, una vez aislados los cardenales, con escrutinio secreto, y estableció la obligación de obtener, para ser elegido papa, al menos dos tercios de los votos, sistema que se conservó tal cual hasta 1904 y sustancialmente hasta hoy.
Las misiones entre paganos se multiplicaron a lo largo del siglo, y el papado se convirtió en su promotor y punto de referencia más importante. El papa determinaba dónde y cuándo surgían las nuevas diócesis y nombraba a los nuevos obispos, a él se le preguntaban las cuestiones morales relacionadas con la conquista o la evangelización, y él determinaba qué congregaciones podrían ejercer su apostolado en las misiones. De hecho, el cuarto voto de los jesuitas, de obediencia incondicionada al papa, fue formulado en términos de disponibilidad a cualquier misión a la que pudiera enviarles el obispo de Roma.
El 22 de junio de 1622 firmó la bula Inscrutabili, por la que creaba la Congregación de Propaganda Fide, el órgano central de la Iglesia encargado de la evangelización misionera de cuantos pueblos no conocían la buena nueva de Jesucristo. El concepto fundamental que informaba la nueva institución era que el papa, en cuanto pastor universal de las almas, tenía como obligación suprema la propagación de la fe a cuantos aún no habían recibido a Cristo. Los reyes, sobre todo españoles, portugueses y franceses, acogieron con enorme suspicacia esta congregación y pusieron todas las trabas posibles, ya que consideraban que, al menos en sus territorios, ellos eran los únicos responsables. Algo parecido sucedió con los países protestantes y sus territorios dependientes. España y Portugal, por su parte, se opusieron a esta nueva congregación porque temieron ver limitados sus derechos de patronato sobre los territorios de ultramar. En sus primeros veinticinco años de existencia Propaganda fundó cuarenta y seis nuevas misiones, convirtiéndose en el órgano imprescindible de la política misionera católica.
Esta defensa y propagación del catolicismo tenía, obviamente, repercusión en las políticas tanto internas como externas de los distintos países. Subvencionó en parte la guerra del emperador Fernando II (1619-1637) contra el elector protestante Federico V, al tiempo que apoyó contundentemente la candidatura de Maximiliano I de Baviera para sustituirle como príncipe elector. Con esto lograba que la mayoría de los príncipes electores alemanes fueran católicos. El nuevo príncipe elector, por su parte, regaló al papa, en signo de agradecimiento, la extraordinaria biblioteca de Heidelberg, que fue integrada en la Vaticana. Animó la política anticalvinista del monarca francés y animó a Felipe III a romper la tregua estipulada con los Países Bajos, a pesar de que esta política de paz, indudablemente, fortalecía su gobierno.
Gregorio XV se mostró dispuesto a aprobar el matrimonio entre el príncipe Carlos Estuardo (futuro Carlos I), heredero de Jacobo II de Inglaterra, con la infanta de España María de Austria, hermana de Felipe III, en el caso de que se mitigasen sustancialmente las leyes penales contra los súbditos católicos de Jacobo. El príncipe de Gales visitó España durante seis meses con el fin de conocer a la infanta y también para convencer al rey español. Los españoles dieron por supuesto que el príncipe se convertiría al catolicismo, pero éste era anglicano convencido. De hecho, las diferencias religiosas contribuyeron más que cualquier otra cuestión al deterioro de las relaciones entre el príncipe Carlos y el rey español. En cualquier caso, fue Olivares quien cambió de opinión e impidió que el proyecto matrimonial llegase a buen puerto. Años más tarde, María se convirtió en emperatriz de Austria y el rey Carlos I fue decapitado.
Canonizó en solemne ceremonia el 12 de marzo de 1622 a Isidoro de Sevilla, Teresa de Ávila (1515-1582), Ignacio de Loyola (1491-1556), Felipe Neri (1515-1595) y Francisco Javier (1506-1552). Estos santos representaban las cualidades exigidas por la Contrarreforma y los objetivos fundamentales de su pastoral.
Urbano VIII (1623-1644). Maffeo Barberini, de familia de comerciantes, doctor en leyes por la Universidad de Pisa (1589), lector empedernido y buen literato, realizó una brillante carrera en la Curia Romana. Fue nuncio en París, donde su buen carácter y una importante herencia recibida de un tío sacerdote le facilitaron óptimas relaciones con la corte y con el animado mundo cultural francés. Al final de su nunciatura fue creado cardenal por Pablo V (1606), y en muestra de su afecto Enrique IV le impuso la birreta purpúrea en Fontainebleau. A su vuelta a Roma llamó la atención la ingente cantidad de muebles, libros, joyas y monedas de oro y plata que se llevó consigo.
Trabajador minucioso, de carácter autoritario, actuó según su saber y entender, sin pedir muchos consejos ni opiniones a cuantos le rodeaban, con pulso seguro y generalmente buen sentido. Con el paso de los años fue cediendo buena parte de las competencias, aunque la última decisión la mantuvo casi siempre él.
En 1625 el año santo convocado por el papa atrajo a Roma a más de seiscientos mil peregrinos ansiosos por conseguir las indulgencias plenarias prometidas. La presencia de tal cantidad de personas obligó a una organización logística inédita en Roma, ciudad que fue objeto de innumerables proyectos de construcción y reconstrucción de calles y plazas, iglesias y monumentos. En julio de 1527 un «breve» papal proclamó a santa Teresa de Jesús patrona de España, aunque sin menoscabo de los honores debidos a Santiago.
Fue empedernido y desmedido nepotista. Nombró cardenales a sus parientes, los enriqueció en cantidades desmesuradas sin distinguir lo más mínimo entre lo público y lo privado, sin tener en cuenta que las rentas papales no le pertenecían, sino que tenían una finalidad eclesiástica y religiosa. Dicen que en los últimos momentos de su vida esta actuación suya le angustió, pero en los años precedentes no la tuvo en cuenta y más tarde no corrigió lo hecho.
Gastó enormes sumas en la construcción de edificios y monumentos, fortificó Civitavecchia, reforzó Sant’Angelo, eligió como residencia estival Castelgandolfo, a unos veinticinco kilómetros de Roma, y consagró finalmente la basílica de San Pedro, tras cumplimentar los mil detalles que quedaban sueltos. El interior de este templo, como el de la mayoría de las iglesias barrocas, sin dejar de ser una casa de oración era también un teatro. Había sido construido para impresionar a la gente simple. La etiqueta y la pompa resultaban extraordinarias, y toda la tramoya tenía como finalidad, por supuesto, representar la gloria de Dios, pero también la de los papas.
Manifestó una evidente simpatía por Francia, a la que favoreció, y una natural antipatía por España, que se encontraba en la pendiente de su decadencia, pero que mantenía su poder en Nápoles y Lombardía, es decir, en los horizontes de su reino. El apoyo a Francia resultaba más sangrante si se tiene en cuenta que en esos años el abierto apoyo francés a los protestantes, tanto hugonotes como suecos y alemanes, no sólo constituyó un serio contratiempo para los Habsburgo alemanes y españoles, sino también para la situación del catolicismo en Europa central. No cabe duda de que el papa era consciente de estos apoyos a los protestantes en contra del Imperio y de España, potencias católicas, pero siempre estuvo convencido de que el dominio español de Italia era para el papado un peligro mayor que cualquier amenaza que proviniese de Francia, sin que le preocupara el daño que pudiera recibir el catolicismo.
El resultado de esta nefasta actuación política de Urbano no sólo debilitó a estos países, sino también al catolicismo, y constituyó el final de la Contrarreforma en el Imperio. Ya en el consistorio del 8 de marzo de 1632, en medio de una trifulca de cardenales favorables y contrarios a España, el cardenal Borja acusó al papa de ser corresponsable de la ruina del catolicismo en Alemania, y los españoles fueron conscientes del perjuicio que esta política ocasionaba a su rey y a su país. Decía el conde-duque que «en aquello que toca a obediencia y jurisdicción del papa, pecho a tierra; pero en lo demás, supuesto que nada concede el papa al rey, nada de España se habrá de conceder al papa». Durante el verano de 1631 fue ganando terreno en la corte de Madrid una doctrina elaborada por «malos teólogos» —según el nuncio— que afirmaba que en cuestiones concernientes al clero, el derecho natural permitía a la corona velar por las necesidades de la república sin tener primero la aprobación del papa, pues estaba demostrado que a éste lo guiaban intereses partidistas. El conde-duque informó por su parte al nuncio de que el rey seguía siendo rey del clero, y que había incluso precedentes de expulsión de nuncios.
Apoyó eficazmente las misiones y levantó en Roma el Colegio Urbaniano, espléndido edificio barroco proyectado por Borromini, situado en la plaza de España, que tantos misioneros ha formado a lo largo de su existencia. En 1641, sin embargo, se inició una controversia que iba a durar demasiado y tendría efectos deletéreos. Dominicos y franciscanos denunciaron a Roma que los ritos utilizados por los jesuitas en China admitían demasiadas peculiaridades paganas y no respetaban la identidad católica. Se trataba del siempre difícil problema de la adaptación del cristianismo a las culturas locales, en este caso complicado y agudizado por celotipias propias de congregaciones religiosas. La prohibición de los métodos jesuíticos, más tolerantes y respetuosos con los ritos culturales de los diversos pueblos, mantuvo la peligrosa identificación del cristianismo con la cultura europea occidental y, a la larga, arruinó las posibilidades de expansión del catolicismo en Asia.
Urbano aprobó nuevas órdenes religiosas, de manera especial la de la Misión y la de las Hijas de la Caridad, de san Vicente Paúl, santo que ciertamente marcó más la historia religiosa de su siglo que este papa.
En esta época Galileo, que había sido amigo personal suyo, fue condenado por segunda vez y obligado, bajo amenaza de tortura, a rechazar el sistema copernicano (22 de junio de 1633). Había publicado una serie de diálogos en los que sostenía decididamente la verdad de la teoría copernicana y señalaba las implicaciones teológicas de su descubrimiento. El «Sin embargo, se mueve» constituye la angustiosa constatación de una conciencia que se veía obligada a rechazar cuanto veía y comprobaba. Esta condena reforzó la corriente estrictamente tradicionalista desde hacía tiempo dominante en la Iglesia católica postridentina, tanto en el campo teológico como en el filosófico. Otras dos condenas perniciosas de este pontífice contra iniciativas innovadoras en el campo de la educación y de la organización de las fuerzas religiosas fueron la de Mary Ward y la del anciano José de Calasanz.
Sin embargo, a mediados del siglo XVII este modelo autoritario, intransigente y monolítico tuvo que enfrentarse con una Europa conmovida por inquietudes e ideas renovadoras, extendidas por las publicaciones, los viajeros y los canales políticos y diplomáticos, y con las ideas de tolerancia religiosa, con el rechazo de la imposición coercitiva en cuestiones de fe y con la distinción entre esfera pública y esfera de la conciencia, que, originarias de Inglaterra, recorrían y convencían cada día a más gente del continente.
Los gastos suntuosos de este pontífice, la prodigalidad desmesurada para con su familia, la irresponsable guerra contra Odoardo Farnese, motivada por inconfesables ambiciones familiares, tuvieron como consecuencia una ruina del Estado (el 85 por ciento de las rentas pontificias era devorado por el pago de los intereses) y un difuso malestar en la población, que no veía ni gozaba los frutos de tanta generosidad familiar, pero que, por el contrario, sufría calamidades, restricciones e impuestos sin límite. No resulta difícil comprender las manifestaciones de satisfacción con que se acogió la noticia de su muerte, y hubo quien llegó al intento de destruir la espléndida estatua que de él había esculpido Bernini y que hoy se encuentra en el Capitolio.
Urbano VIII, con una lucidez, clarividencia y sobre todo éxito que apenas si tiene punto de comparación en la historia del arte occidental, emprendió con Bernini, que tenía veintiséis años y era florentino como él, la tarea de crear un perfecto y cumplido artista de corte. Le animó a aplicar su tiempo a estudios de arquitectura y pintura, no sólo para poner en práctica sus ideas, sino también para confiarle la dirección de toda la actividad artística del pontificado. De hecho, la memoria más sólida de este pontífice ha quedado en palacios y monumentos, de manera especial en el espectacular baldaquino levantado sobre la tumba de san Pedro, obra maestra de Bernini, que para entonces había sido nombrado arquitecto de San Pedro. El bronce con el que se fabricaron las cuatro columnas se obtuvo fundiendo las puertas y el techo originales del Panteón, monumento incrustado de las abejas propias del escudo del papa Barberini, que trepan alocadas a lo largo de las inmensas columnas. Los romanos comentaron el suceso con el dicho que se hizo popular: «Lo que no consiguieron los bárbaros lo lograron los Barberini».
Los últimos años del pontificado fueron desastrosos. Se duda de hecho si fue él quien dirigió y tomó las decisiones más importantes o si se encontraba tan incapaz que otros actuaban en su nombre. En cualquier caso, podemos afirmar que prevaleció en su pontificado el interés político sobre el religioso, la apariencia sobre la sustancia, condición tan propia de la cultura barroca, de la que él fue un eximio representante.
Inocencio X (1644-1655). Juan Bautista Pamphili nació en Roma el 7 de mayo de 1574. Estudió en el Colegio Romano, fue doctor en leyes e inició su carrera jurídica en la Curia. Juez de La Rota desde 1604 hasta 1621, fue nombrado nuncio en Nápoles y, en 1626, en España, donde permaneció hasta 1629. En España tuvo que tratar con el omnipotente Olivares, con quien nunca se llevó bien. Su nombramiento puede ser comprendido como una reacción a la desmedida política filofrancesa de su antecesor.
Una de sus primeras medidas como papa fue la de instituir una comisión que indagase el origen de las riquezas de los Barberini, parientes de Urbano VIII, secuestrando sus bienes hasta que la comisión dictaminase. Sólo las amenazas del poderoso Mazarino, que tomó a la familia Barberini bajo su protección, le indujeron a absolverles.
En este pontificado encontramos una contradicción personal desconcertante, conociendo como conocemos su muy negativa opinión sobre la actuación nepotista de su antecesor. Olimpia Maidalchini, la ambiciosa cuñada de Inocencio X, se convirtió en el personaje imprescindible y poderoso de su pontificado, hasta el punto de que con ella consultaba antes de decidir los asuntos más importantes. Escandalizados de ver a una mujer en la cúspide de una jerarquía masculina por excelencia, los cronistas contemporáneos mostraron su desaprobación, atribuyéndole la corrupción de las buenas intenciones del papa y culpándola de la tónica confusa y errática del pontificado. La literatura política de la época inventó el término «cuñadísimo» para denominar la insólita forma de gobierno que había llegado a suplantar el nepotismo tradicional.
Separó con claridad el cargo de secretario de Estado con responsabilidad sobre los asuntos exteriores, para el que nombró a un cardenal por él estimado, del de responsable del poder temporal de la Iglesia, entregado a un sobrino cardenal.
A lo largo de estos años nos encontramos con sucesos importantes relacionados con la península Ibérica, en los que se vio necesariamente involucrado Inocencio. En 1640 Portugal consiguió separarse de España, y este país exigió al papa la condena enérgica del levantamiento. El papa no lo condenó, pero tampoco reconoció como rey luso a Juan IV de Braganza ni aceptó a los obispos designados por él. Años más tarde, viendo que Alejandro VII se mantenía en esta política de indecisión, Juan IV decidió dejar las diócesis vacantes, se apropió de sus rentas y amenazó con levantar una Iglesia nacional.
Cuando en 1647 la revuelta napolitana dirigida por Masaniello pareció poner en apuros al gobierno español, el embajador francés animó al papa a anexionar el reino napolitano al Estado pontificio, dado que el sur de Italia seguía siendo considerado como feudo del papado. Sin embargo, el obispo de Roma optó por la permanencia en el reino limítrofe de una monarquía débil, como era ya la española, antes que la peligrosa y no siempre respetuosa potencia francesa. Entre Francia y España mantuvo una rigurosa neutralidad, aunque resultaba obvio hacia qué parte se decantaba su simpatía.
No reconoció la paz de Westfalia (1648), que institucionalizaba la presencia permanente de los protestantes en el interior del Imperio. «Paz infame», según sus palabras, que dio fin a la guerra de los Treinta Años, porque consideró que se otorgaba a los protestantes derechos y privilegios no sólo indebidos, sino que atentaban contra los derechos de los católicos. Sin embargo, su protesta, expresada con un talante y en unos términos intransigentes desconectados de la realidad, fue ignorada por los poderes dominantes y no tuvo ningún efecto práctico. De hecho, este rechazo ha sido considerado como la expulsión consciente del papado de la escena internacional. Esta exclusión inequívoca de la nueva lógica política de la Europa moderna alteró profundamente la capacidad diplomática y política de la Iglesia que, desde entonces, quedó en una manifiesta marginación. Las palabras cínicas de Richelieu, «Debemos besarle los pies, pero atarle las manos», reflejan esta situación de impotencia al tiempo que manifiestan el talante religioso de este cardenal, más propio de aventuras de mosqueteros que de expresiones religiosas.
Sin embargo, el jubileo de 1650, que atrajo setecientos mil peregrinos a la ciudad, reveló hasta qué punto el papado de la Contrarreforma católica, en una Europa turbada por las guerras, continuaba siendo un punto de referencia privilegiado para los católicos. Apoyó las misiones, pero condenó las prácticas de los ritos chinos a petición del dominico Juan Morales, y reorganizó sistemáticamente las congregaciones religiosas, verdadera fuerza evangelizadora en la Europa contrarreformista. Renovó profundamente el colegio de cardenales, nombrando a cuarenta de ellos a lo largo de su pontificado.
Su nombre permanece unido a la primera condenación de los jansenistas. En su bula Cum occasione condenó sin reservas cinco proposiciones del Augustinus de Jansenio, primer acto de un drama que dominará religiosamente el siglo XVII y que entronca sus raíces en tradicionales interpretaciones contrapuestas, tanto en el campo de la moral como en el de la teología.
De este pontificado ha quedado un recuerdo espectacular que sigue impresionando a cuantos lo admiran. Se trata del penetrante retrato de Inocencio pintado por Velázquez, cuadro admirable por sus dotes psicológicas y su valor pictórico, y que tiene su contrapropuesta en el conocido retrato contemporáneo de Francis Bacon. Reorganizó completamente la plaza Navona, antiguo circo de Domiciano, levantando un gran palacio para su familia, una iglesia deliciosa bajo la advocación de santa Inés, cuyo proyecto confió a Borromini, y tres fuentes que alegran y enriquecen uno de los espacios más bellos de Roma. En este lugar puso, una vez más, muestras geniales de su creatividad el gran artista Bernini.
Cuando el papa murió, en 1655, aquella mujer ambiciosa y fría, que debía su fortuna a la debilidad de su cuñado, no quiso pagar ni la tradicional caja de plomo ni los funerales. En su lecho de muerte Inocencio X no recibió ninguna atención de sus familiares. El cadáver, con los ojos abiertos y la lengua fuera, quedó abandonado en un rincón de la sacristía. Un obrero que pasó por el lugar puso un cirio encendido junto a su cabeza. Una vez más resultó exacta la universal validez de la fórmula tradicional «Eres polvo y en polvo te convertirás».
Alejandro VII (1655-1667). Fabio Chigi estudió filosofía, derecho y teología en la Universidad de Siena, su ciudad natal. En 1628 inició una larga carrera de servicio al papa.
Se dio a conocer como nuncio de Inocencio X en el difícil negociado que desembocó en la paz de Westfalia. Se negó a tratar con los herejes, pero tampoco los delegados católicos tuvieron en cuenta sus propuestas y exigencias. En la firma de la paz protestó enérgicamente por los artículos que consideraba injuriosos para el catolicismo, pero los tiempos habían cambiado drásticamente, no porque los gobernantes se hubieran entusiasmado con la libertad religiosa o la libertad de conciencia, ni porque el respeto por las minorías hubiera aumentado, sino porque la razón de Estado primaba sobre las motivaciones religiosas. Sucedía que los gobernantes no estaban dispuestos a perpetuar la guerra y la consiguiente sangría por motivos religiosos. Una cierta secularización había llegado al despacho de los poderosos, que se movían fundamentalmente por las egoístas y prosaicas razones del interés y del prestigio.
Sus relaciones con Luis XIV fueron pésimas, sobre todo a causa de su enemistad personal con el poderoso Mazarino. El cardenal francés de Retz se refugió en Roma, donde encontró asilo, y el rey francés lo tomó como una afrenta personal. La prepotencia y la soberbia de Luis XIV no podían soportar que un monarca minúsculo como era el papa pudiera oponérsele de cualquier manera que fuese.
El momento de la venganza real llegó poco después, muerto Mazarino y con Luis XIV en plenitud de su gobierno. Los soldados suizos pontificios se enfrentaron a los soldados franceses que acompañaban al embajador francés y uno de éstos resultó muerto. La majestad gloriosa del Rey Sol se sintió ultrajada por lo que consideró intolerable violación de la inmunidad diplomática. Expulsó al nuncio de París y reclamó a su embajador en Roma, ocupó los territorios pontificios de Avignon y del condado Venesino, y amenazó con invadir el Estado pontificio. Alejandro se vio obligado a humillarse, ofrecer excusas y aceptar todas las condiciones expuestas, entre las cuales se había colado la autonomía total del rey en el nombramiento de obispos.
En 1654 la reina Cristina de Suecia (1632-1654), hija del protestante Gustavo Adolfo, se convirtió al catolicismo ante el asombro de Europa, abdicó de su reino y entró formalmente en la Iglesia el 3 de noviembre de 1655, decidiendo establecer su residencia en Roma. La alegría de Alejandro fue enorme y los católicos tomaron esta conversión como una revancha contra los protestantes. En realidad esta mujer inteligente y muy preparada intelectualmente tenía un carácter imposible, se consideró siempre reina y como tal exigió que la trataran. Era enormemente caprichosa y resultó una carga, a veces intolerable, para el papa y para su hacienda. Está enterrada en la basílica de San Pedro y su espléndida biblioteca se encuentra integrada en la Vaticana. De ella hoy nos queda, a la mayoría de los mortales, una buena interpretación de Greta Garbo y una leyenda falsa de un amor imposible con el embajador español en Estocolmo.
Alejandro, más posibilista o mejor informado que su predecesor, acogió las teorías de los misioneros jesuitas en China. Permitió la utilización de algunos ritos locales en la liturgia y aceptó en 1659 que el clero de aquel país celebrara la liturgia en otras lenguas que no fueran el latín.
En su tiempo se produjo una ardua controversia teórica y práctica entre moralistas de diversas escuelas teológicas y congregaciones religiosas. Se trataba del permanente problema acerca de la exigencia real de los preceptos morales evangélicos. No pocos, deseando acoger al ser humano en sus capacidades reales, mostraban tal comprensión de sus limitaciones y restringían de tal manera las exigencias evangélicas que encontraban una explicación comprensiva y reduccionista para toda transgresión y pecado. Otros, por el contrario, subrayaban tanto las exigencias cristianas que difícilmente dejaban espacio a una vida humana normal. Los primeros parecían haber quitado el pecado del mundo, mientras que los segundos abandonaban al ser humano en un valle de lágrimas empecatado y casi sin esperanza. Alejandro condenó muchas afirmaciones y teorías de algunos moralistas en uno y otro sentido, buscando una moral ni enfermiza ni transgresora, tal como aparecía en este tiempo en los escritos de Francisco de Sales (1567-1622). De hecho, Alejandro VII, profundamente religioso, meditaba diariamente con la lectura de los escritos salesianos, y a este personaje, benigno y lleno de sentido común, beatificó (1661) y canonizó (1665).
Durante este pontificado el papel de Juan Lorenzo Bernini se convirtió en decisivo, aún más que durante los años del papa Barberini, si cabe. La construcción de la Roma moderna y la amplia difusión de la imagen de Alejandro VII a través de grabados, medallas y descripciones se debieron en gran parte a este artista. No se puede olvidar que el carácter decidido y eficaz de este papa traducía al instante, por decirlo de algún modo, sus proyectos en realidades. La inmensa columnata de Bernini, verdadera antesala de la basílica de San Pedro, constituye el gran monumento al papa Alejandro, cuyo escudo campea repetidas veces sobre las inmensas y acogedoras columnas. La idea de la gran columnata ante San Pedro probablemente había sido rumiada por Alejandro VII antes de su elección, como también debió de estar en la mente de Bernini. Discutieron mucho sobre el proyecto y finalmente colocaron la primera piedra en 1654; los trabajos comenzaron dos años más tarde. El conjunto, tal como lo vemos ahora, fue terminado en 1666. Bernini imaginó la basílica como el cuerpo de Dios que alargaba sus brazos para acoger a sus fieles en un gran abrazo.
A esta obra magna habría que añadir una actividad edilicia sorprendente, traducida en más plazas, trazado de calles, nuevos palacios, jardines y monumentos de diversa índole, desde la espectacular y teatral cátedra situada al norte de la basílica de San Pedro hasta la Scala Regia vaticana. Sin duda, la Roma del último Bernini, en la que el arte oficial al servicio del pontificado convivía con los círculos intelectuales y coleccionistas de la reina Cristina de Suecia o del erudito G. P. Bellori, era el ambiente que hacía juego con el Versalles de Luis XIV. La meditación sobre la muerte fue un motivo recurrente en la piedad barroca y estuvo muy presente en la espiritualidad de este papa, quien mantuvo siempre en su mesa de trabajo un cráneo de mármol esculpido por Bernini, autor también de su tumba, en la que recrea el barroco triunfo de la muerte. Este monumento funerario no expresa activismo temporal, sino resignación ante la voluntad divina. Alejandro VII no tenía un carácter autocrático o autoritario, sino que era moderado y melancólico. Por esto el escultor quiso expresar no la fama que triunfa sobre la muerte, sino la humildad espiritual que ignora las amenazas del destino.
Clemente IX (1667-1669). Julio Rospiglosi, de familia acomodada, estudió artes liberales en el Colegio Romano de los jesuitas y teología y leyes en la Universidad de Pisa. Desde 1624 trabajó en la Curia. Fue bien visto y protegido por los Barberini, en especial por Urbano VIII. En 1644 obtuvo la importante Nunciatura de Madrid y ejerció ese cargo hasta 1653. En 1657 Alejandro VII le nombró cardenal secretario de Estado.
A la muerte del papa ni la corte francesa ni la española pusieron dificultades contra su persona, por lo que su elección resultó fácil, ya que contaba con el apoyo del cardenal Azzolini, organizador y aglutinador de los miembros independientes del colegio. Tenía setenta y siete años al ser elegido, demasiados para ser creativo y decidido, cualidades necesarias en aquel momento.
Era una buena persona, con un carácter pacífico y componedor, «clemente para todos, menos para sí y los suyos», según la divisa que adoptó. Fue tan generoso con los pobres y tan negligente con sus intereses que los romanos le consideraron santo. Nombró secretario de Estado a Azzolini, una personalidad atrayente que había entablado una profunda amistad con Cristina de Suecia y que era uno de los individuos más interesantes y doctos de la época.
Bernini, ya mayor, siguió trabajando con la intensidad habitual durante este pontificado. Terminó la columnata de San Pedro y decoró el puente Sant’Angelo con las diez deliciosas estatuas de ángeles que todavía hoy admiramos.
Clemente X (1670-1676). Emilio Altieri salió elegido tras más de cinco meses de cónclave a causa del enfrentamiento entre franceses y españoles y de sus mutuas y permanentes exclusiones. Tenía setenta y nueve años al ser elegido a pesar de su evidente desgana y rechazo. Tenía la fibra de un toro y un alma beatífica. Él atribuía estas cualidades a su hábito de acostarse al anochecer y de levantarse dos o tres horas antes del alba.
Doctor en leyes (1611), trabajó como abogado con Juan Bautista Pamphili en La Rota. Auditor de la Nunciatura de Polonia, fue ordenado sacerdote en 1624. Inocencio X lo envió a Nápoles como nuncio (1644), pero lo destituyó en 1652 por sus indebidas implicaciones en la revuelta de Masaniello contra los españoles. Alejandro VII lo apreciaba más y le nombró secretario de la congregación de obispos y regulares y consultor del Santo Oficio. Clemente IX lo nombró maestro de cámara y poco antes de morir lo hizo cardenal.
Sufrió las intemperancias de Luis XIV y su concepción de ilimitado poder sobre la sociedad y la Iglesia francesas. Este enfrentamiento ha quedado en la historia con el nombre de «regalías», es decir, la pretensión del rey de entrometerse en la vida interna, económica, administrativa y jurisdiccional de la Iglesia, eligiendo los cargos eclesiásticos y quedándose con sus rentas.
Tuvo una especial preocupación y dedicación por Polonia, cuya unidad peligraba tanto por los ataques de los ejércitos turcos como por la ambición territorial de Prusia, Rusia y Alemania. Clemente X confiaba en su cristianismo y quiso defender al país de cuantas insidias lo amenazaban.
Canonizó a Francisco de Borja, tercer general de los jesuitas y biznieto de Alejandro VI, y a santa Rosa de Lima, la primera santa americana. También beatificó al carmelita Juan de la Cruz, cuyos escritos místicos eran admirados en toda Europa. Protegió al jesuita portugués Antonio de Vieira, intrépido misionero en Brasil y decidido protector de los derechos de los indígenas, mal visto y falsamente acusado por las oligarquías del país. El papa lo declaró exento de la Inquisición portuguesa, más fácilmente influenciable por los poderes locales, que trataron de procesarle, y lo sometió a la jurisdicción de la Inquisición romana.
Encargó a Bernini la realización de la Cátedra de San Pedro, la obra más compleja de este artista y seguramente la más comprometida, al situarse en el ábside de la basílica vaticana, visible en todo momento desde su nave principal y punto de atracción de los fieles que entran en el recinto. En ella, la perfecta fusión de los elementos escultóricos con la arquitectura y la luz alcanza el punto culminante de la obra berniniana.
Inocencio XI (1676-1689). Benedicto Odescalchi provenía de una rica familia de comerciantes de Como y, de hecho, su primer trabajo lo realizó en su sede comercial de Génova. Estudió leyes en Roma y Nápoles, consiguiendo en 1639 el doctorado. Comenzó a trabajar en la Curia Romana como protonotario, presidente de la cámara apostólica, gobernador de Macerata y comisario fiscal de la región de Las Marcas. Es decir, ocupó cargos de importancia mediana en diferentes ámbitos de la administración, con honestidad y eficacia. Inocencio X lo hizo cardenal en 1645, cuando todavía no entraba en sus intenciones el ser sacerdote. En 1651 fue nombrado obispo de Novara y entonces fue ordenado sacerdote y obispo.
Sólo aceptó el pontificado cuando los cardenales firmaron un programa de reforma de catorce puntos que él propuso durante el cónclave, y a él se atuvo desde un principio. Eliminó los abusos morales y administrativos, redujo los cargos y los estipendios, favoreció la predicación del Evangelio y la enseñanza del Catecismo, la observancia de los votos monásticos y la selección rigurosa de los candidatos al sacerdocio y al episcopado. Intentó contrarrestar la caída del prestigio de la Santa Sede sin darse cuenta de que esta situación no dependía tanto de la actuación de los pontífices cuanto del nuevo talante del absolutismo real, que no soportaba un poder concurrente en su ámbito, tal como sucedía en los países protestantes. Desarrolló su actividad centrándola en tres directrices fundamentales: el saneamiento del Estado, que parecía encaminado a la bancarrota; la disciplina de una Curia bien pagada, pero no muy diligente; y la supresión de los abusos que turbaban a la comunidad creyente.
Era de naturaleza ascética y parsimonioso en sus gastos. Vivió como un eremita, detestó la ostentación y prohibió los recibimientos y las fiestas de corte, a las que tan aficionados eran los curiales. Condenó a Miguel Molinos, el sacerdote zaragozano que había conseguido un enorme ascendiente en Roma con sus escritos místicos, sobre todo su Guía Espiritual, y con su admirada dirección de almas. Probablemente Molinos no fue responsable de doctrinas heterodoxas, pero se encontró en el peor lugar y en el peor momento, es decir, predicando doctrinas y caminos místicos cuando éstos se encontraban desprestigiados por la abundancia de osadías de inexpertos y aventureros en el tema.
Se enfrentó con energía a las pretensiones del omnipotente Luis XIV. Herido en su orgullo, éste convocó en París la «asamblea del clero francés» (1681), dirigida por el conocido orador y escritor Bossuet, obispo de Meaux. En este encuentro se aprobaron los celebérrimos cuatro artículos galicanos que negaban al papa toda potestad en los asuntos temporales de los Estados, sostenían la superior autoridad de los concilios ecuménicos sobre toda la Iglesia y reivindicaban unas supuestas libertades galicanas gaseosas e indeterminadas (1681). Estos artículos fueron enseñados en Francia durante más de un siglo y condicionaron la concepción sobre la Iglesia que durante ese tiempo tuvieron los franceses.
Inocencio rechazó los cuatro artículos y se negó a ratificar los nombramientos de los obispos aprobados, de forma que en 1688 treinta y cinco obispados franceses permanecían vacantes. La situación empeoró cuando en 1687 Inocencio abolió el derecho de asilo del que abusaban las embajadas residentes en Roma y no recibió al embajador francés por su actitud provocativa. En 1688 el papa informó secretamente al rey francés que tanto él como sus ministros estaban excomulgados, con la consiguiente airada reacción de Luis XIV, que ocupó Avignon y el Venesino. Se evitó el cisma gracias a la intervención de Fenelón, arzobispo muy respetado por el rey.
La obsesión por la amenaza turca llevó a Inocencio a favorecer la alianza del emperador Leopoldo I y Juan III Sobieski de Polonia, liga respaldada con sustanciosas subvenciones pontificias, que logró salvar Viena (1683) liberar Hungría (1686) y reconquistar Belgrado (1688).
En 1685 subió al trono inglés el católico Jacobo II Estuardo, suscitando las esperanzas de que la situación de los católicos ingleses podría mejorar sustancialmente, pero su tendencia absolutista y sus imprudencias políticas acabaron en catástrofe. Su hija María y su yerno Guillermo de Orange ocuparon el trono.
Tenía setenta y ocho años a su muerte, tras una intrépida defensa de la jurisdicción papal y de la justicia allí donde la consideró maltratada. Los historiadores le consideran el papa más importante del siglo. Fue también uno de los más honestos y ejemplares.
Alejandro VIII (1689-1691). Su verdadero nombre era Pietro Ottoboni. Consiguió brillantemente el doctorado en leyes a los diecisiete años, y poco más tarde inició la clásica carrera curial en la que llegó a ser gobernador del Estado pontificio y juez del tribunal de La Rota, dándose a conocer por sus sentencias generalmente brillantes y admiradas. Nombrado cardenal en 1652, fue obispo de Brescia durante diez años y volvió a Roma con el cargo de inquisidor de Roma y secretario del Santo Oficio.
Sus relaciones con Francia fueron más fluidas, bien porque tras la revolución inglesa de 1688 la potencia gala se encontró con la horma de su zapato en el creciente poderío inglés, bien porque Luis XIV fue consciente de la sinrazón de su actitud. Devolvió Avignon y el condado Venesino y aceptó las nuevas disposiciones pontificias sobre la inmunidad de las embajadas. Por su parte, Alejandro mostró una postura más conciliadora.
Sin embargo, en el tema principal permaneció inamovible, negándose a ratificar el nombramiento de los nuevos obispos designados por el rey, a no ser que éstos rechazasen los cuatro artículos galicanos. Un importante documento, Inter multiplices (1691), confirmaba y precisaba esta decisión.
En 1690 canonizó a san Juan de Sahagún (1430-1479), san Juan de Dios (1495-1550) y san Pascual Bailón (1540-1592).
Su pasada dedicación al Santo Oficio le había sensibilizado en el tema de las doctrinas morales, entonces muy de moda, pero sobre todo muy fluidas. Estas teorías trataban fundamentalmente sobre la responsabilidad moral personal y las condiciones necesarias para que un acto fuese juzgado como pecaminoso. Otros temas eran la exigencia del amor a Dios por encima de otras consideraciones y las condiciones necesarias para que una confesión fuese considerada válida. Alejandro conocía bien el tema y condenó algunas teorías de conocidos moralistas que pecaban por defecto o por exceso. Aunque resulte paradójico, en un siglo de vida práctica tan poco moral como aquél, los temas morales apasionaron a la gente que, siguiendo a sus autores preferidos, formó banderías y escuelas contrapuestas.
Inocencio XII (1691-1700), cuyo auténtico nombre era Antonio Pignatelli, fue elegido como candidato de compromiso tras un larguísimo cónclave de cinco meses que no lograba poner de acuerdo a las facciones encontradas de franceses e imperiales. Una vez más su carrera fue del tipo curial y resultó variada: vicelegado en Urbino, gobernador de Viterbo, nuncio en Toscana, Polonia y Viena. Tenía, pues, una prolongada y variada experiencia diplomática. Fue también secretario de la congregación de obispos y regulares. Cardenal desde 1681, fue obispo de Faenza y arzobispo de Nápoles. Resulta difícil encontrar un papa que haya pasado por puestos tan diversos y haya tenido experiencias de gobierno, de trato político y de índole pastoral tan complementarias.
Era piadoso y se preocupaba por la miseria humana, tal como se manifestó en la generosa promoción de instituciones caritativas. Las más conocidas fueron el hospicio de San Miguel, para jóvenes indigentes, y el refugio para pobres incapaces de trabajar, instalado en San Juan de Letrán. Procuró que la justicia fuese bien impartida. Prohibió la venta de puestos, mal endémico en la administración de los Estados, e impuso un estilo de vida austero en su corte.
En 1692, con una determinación que provocó estupor, decidió que el papa no podía conceder terrenos, cargos o rentas a sus propios parientes, y si éstos eran pobres debían ser tratados sin más como los demás necesitados. Además determinó que, de entre los parientes del pontífice, sólo uno podría ser elegido cardenal y su renta debería reducirse a una cantidad modesta. Estas disposiciones encontraron la inicial oposición de los cardenales, y de hecho contravenían la práctica más tradicional, pero su puesta en práctica cortaba de raíz uno de los males históricos del pontificado romano.
Su talante personal era rigorista y buscó regular detalladamente la actividad del clero desde el hábito hasta el estilo de vida, la formación doctrinal, la celebración de los ritos litúrgicos y su relación con la vida parroquial. Estaba obsesionado por señalar y mantener con nitidez la distinción entre clérigos y laicos, tema de relevancia en aquellos años y de manera especial en Roma, donde demasiados jóvenes entraban en el estado clerical sin vocación, sólo con ánimo de medrar y encontrar una salida profesional airosa. Renovó profundamente el colegio de cardenales, nombrando a cuarenta a lo largo de su pontificado.
Las relaciones con Luis XIV fueron lentamente restableciendo la normalidad. El papado y la corte francesa llegaron a un acuerdo por el que el rey se comprometió a revocar los cuatro artículos galicanos y a que los obispos presentes en la reunión que los aprobó se retractasen formalmente de su participación, al tiempo que el papa les concedía su nombramiento canónico. De esta manera, en 1693, tras doce años de irregularidad, la jerarquía episcopal francesa consiguió ejercer su función con normalidad en todas las diócesis, aunque, a decir verdad, ni el rey ni los obispos cumplieron del todo su promesa.
Carlos II de España (1665-1700) no tuvo hijos y designó como su sucesor al príncipe elector José Fernando, pero éste murió de improviso en 1699. Habiéndose complicado la situación, Carlos II, rodeado por camarillas dominadas por intereses contrapuestos, dudó entre el archiduque Carlos de Austria, futuro emperador Carlos VI (1711-1748), y Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV. El rey español consultó al papa y éste, tras tratar el tema con una comisión de cardenales, recomendó la candidatura del francés. El rey español redactó el testamento definitivo dejando sus dominios al príncipe Felipe de Borbón. Inocencio XII murió el 27 de septiembre de 1700 y Carlos II el 1 de noviembre. Dejaron en el tablero europeo una situación inestable que desembocaría en la guerra de Sucesión española.