(1447-1572)
Con la palabra Renacimiento designamos generalmente el periodo de transición que en Europa marca el paso de la Edad Media a la sociedad moderna. Se trata de un concepto complejo como la propia época, que comprende realidades muy variadas, tales como la arquitectura, la pintura y la escultura, el estudio apasionado de los viejos manuscritos y de las antiguas costumbres, así como el amor por los autores clásicos y la poesía. Se produjo una preocupación por la búsqueda de la esencia de las cosas, purificándolas de las excrecencias añadidas a lo largo del tiempo. Las dos grandes hazañas del Renacimiento fueron el descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre.
El papado fue, en cierto modo, el puente tendido sobre el golfo que se abría entre los dos periodos. El Renacimiento se produjo fundamentalmente en Italia, y nos resulta fácil comprender que fue en Roma donde se dio la síntesis más lograda de su espíritu, desde la ingente remodelación urbanística y política hasta las manifestaciones sublimes de los mayores artistas de la época. Al mismo tiempo, en esta ciudad proliferaron las consecuencias más negativas de un espíritu mundano y frívolo que difícilmente congeniaba con la razón de ser del papado.
Nicolás V, renovando el pensamiento de Gregorio Magno, según el cual el arte figurativo constituía la «Biblia» de los pobres, es decir, un instrumento por el cual las personas más simples y quienes no sabían leer podían aprender las verdades de la fe, se convenció de que la majestuosidad y el esplendor de los edificios constituían un medio apto para confirmar ante los fieles la autoridad y el prestigio de la Iglesia. Todos los papas de este periodo seguirán esta norma y poco a poco modelarán una ciudad de palacios, de iglesias, de plazas, monumentos y fuentes.
Roma fue reconocida como centro de un principado que actuó de manera relevante en el sistema de equilibrio de los Estados italianos entre Milán, Venecia, Florencia y la compleja realidad meridional. Los papas mantuvieron el ideal típico de los gobernantes italianos del Renacimiento de liberar Italia de los extranjeros, sirviéndose de las armas de unos para quitarse de encima a los otros. Este papel convirtió a los papas en príncipes soberanos, con su corte, sus ambiciones políticas y su afición al lujo y al fasto, pero también con sus correspondientes miserias y corrupciones, papel que con frecuencia oscurecía su identidad religiosa y espiritual.
Lo que apareció meridianamente claro en el siglo XV es que los papas ya no eran la autoridad inapelable de las naciones, es decir, con capacidad de decidir e imponer en la vida de los Estados, de forma que para conseguir un modus vivendi en las diversas naciones tuvieron que arbitrar acuerdos o concordatos con los gobiernos europeos. Esto obligó al papado a abandonar muchos de los derechos o privilegios logrados en tiempos pretéritos, y se redujo drásticamente el control del papa sobre las Iglesias locales. Los príncipes seculares consiguieron a su vez una vigilancia e intromisión en la vida de las Iglesias que se prolongará durante siglos.
El ambiente moral de la ciudad estaba bajo mínimos, y la sífilis se había adueñado de sus palacios y habitaciones. Cardenales, obispos y laicos de toda especie padecían del «mal francés», así llamado porque se consideraba que había sido la tropa que acompañó a Carlos VIII la que introdujo tal enfermedad en Roma. Algunos campesinos, productores de aceite, permitieron a enfermos de sífilis introducirse en los toneles con la esperanza de que así podrían curarse, pero después vendieron el aceite a la población, extendiendo el problema. Algunos de ellos fueron condenados y azotados en las plazas públicas, pero la práctica no desapareció. Maquiavelo escribió que «los culpables ejemplos de la corte romana han extinguido en este país toda piedad y toda religión». No parece que Maquiavelo fuera el más adecuado para llamar la atención, ni que en Italia fuera Roma la única ni principal causante de la inmoralidad reinante, pero evidentemente ni el papado ni la Curia ni la ciudad cumplían con el deber de manifestar con sus actos lo que decían creer.
La época del humanismo supuso un cambio espectacular de la antropología dominante. El «valle de lágrimas» se transformó en un mundo con más posibilidades económicas, con capacidad de progreso y descubrimientos, con un ansia insaciable de goce y delectación. El ser humano encontró su ubicación en el centro de las posibilidades y de las actuaciones, y el respeto por las capacidades y características propias marcaron la pedagogía. El «libre arbitrio», la voluntad humana, los resortes de la individualidad, caracterizaron esta nueva época. En el concilio de Trento triunfó el reconocimiento de la necesaria cooperación humana en la historia de la salvación, aunque en la práctica la Iglesia concedió al creyente poca capacidad de iniciativa y mínima libertad de acción.
La confrontación entre tradición y humanismo, concepto difuso desde finales del siglo XV, fue terrible. Desde Erasmo a Enrique VIII, pasando por Lutero, Calvino y Juan Huss, una ola de contestación y renovación se propagó a través de la Europa cristiana. Lutero vació la Roma de los papas de todo poder carismático y doctrinal, y la vio como el compendio de todos los antivalores espirituales que había ido encarnando en su secular historia. El teólogo alemán rechazó con vehemencia el paradigma de la centralidad de Roma como maestra de civilización y garantía de salvación: «El reino de Dios no está en Roma ni relacionado con Roma; no está aquí ni allí, sino donde interiormente se encuentra la fe […], la santa Iglesia no está relacionada con Roma, sino que es extensa como el mundo, unida en una fe espiritual y no corporal […], es una comunidad o reunión de santos en la fe, y nadie puede saber quién es santo o creyente.»
Erasmo alzó su voz contra la mundanización humanista, acusándola de neopaganismo. No era sólo ésa, ciertamente, la causa de tanta debilidad, sino también la rutina, el formalismo, la mediocridad y la inconsecuencia. No sabían muy bien lo que creían y menos cómo debían actuar.
La Iglesia se partió en dos. El catolicismo quedó en gran parte reducido a su parte latina, aunque el mundo alemán, que en un principio pareció que adoptaba en bloque la Reforma, quedó a su vez dividido en dos partes de igual consistencia. Esto se debió fundamentalmente a que el papado se enfrentó al espíritu de la Reforma con tal tenacidad que fue capaz de reaccionar ante la adversidad utilizando sabiamente la reunión de obispos en Trento.
La basílica de San Pedro, construida y enriquecida a lo largo de decenios, sirvió para reedificar un pasado que fue haciéndose legible a los ojos de la mayoría de los peregrinos, aunque fuera agriamente contestado por los abogados de la Reforma. Definió el catolicismo postridentino, que conjuntaba la disciplina con lo maravilloso. La complejidad del lugar fue transformándose en la imagen compleja de una institución que dominaba el reloj inicial de su vocación: anunciar las horas de la salvación. Porque para comprender la situación en su integridad hay que tener en cuenta las fuerzas intactas y poderosas presentes en la masa de los cristianos, en la inmensa grey de los anónimos y oscuros, dispuestas a cambiar y reformar el estado en el que se encontraba la sociedad cristiana.
Trento constituyó la respuesta tardía pero contundente de la Iglesia. En tres largas y complicadas sesiones se reunieron los obispos y teólogos católicos con el fin de analizar la situación, estudiar las doctrinas debatidas y responder según la tradición y la teología de la época. Trataron de renovar al tiempo que reformaban.
Nicolás V (1447-1455). La rivalidad de los Orsini y los Colonna benefició el nombramiento de un papa no comprometido con las clásicas facciones romanas. El 6 de marzo de 1447 fue elegido un letrado ajeno a los partidos: Tommaso Parentucelli se convirtió en el papa Nicolás V. Piadoso, representante de un humanismo estudioso, entusiasmado por la antigüedad clásica, era obispo de Bolonia y un apasionado bibliófilo. Estableció la paz con diversos Estados que tradicionalmente habían mantenido borrascosas relaciones con la sede apostólica.
En 1450 decretó el año santo, durante el cual canonizó a san Bernardino de Siena, por quien se tenía gran devoción en Italia. Acudió a Roma un enorme número de peregrinos que abarrotaban las calles y dejaban pingües beneficios en las arcas del papado. Dice Vespasiano de Biticci que «la sede apostólica ganó sumas enormes de dinero; por lo cual comenzó el papa a construir edificios en varios lugares y a encargar la compra de libros griegos y latinos donde fuera posible, sin mirar el precio; contrató a muchísimos copistas, de los más excelentes, para que continuamente transcribiesen los códices». No faltaron, sin embargo, las desgracias. El 19 de diciembre, mientras una gran multitud atravesaba el único puente sobre el Tíber que conectaba directamente con San Pedro, un movimiento imprevisto de un burro provocó tal confusión que murieron doscientas personas pisoteadas y ahogadas.
Envió a Alemania a Nicolás de Cusa, respetado cardenal por su vida y sus conocimientos, y al almirante Juan de Capistrano, con el fin de favorecer la reforma de costumbres del clero, al tiempo que se restablecía la autoridad pontificia en la inquieta Iglesia alemana. Juan Butzbach describía a los obispos alemanes de finales del siglo XV en los siguientes términos: «Van vestidos con los mejores paños ingleses; su mano, cargada de preciosas sortijas, descansa soberbiamente en la cadera. Se pavonean en lujosos caballos, seguidos de abundante servicio con brillantes libreas. Sus moradas son espléndidas; en ellas se entregan a la orgía en medio de suntuosos festines. He aquí en qué se invierten las ofrendas de los piadosos donantes: baños, caballos, perros y halcones para la caza.» Más allá de la demagogia de la generalización, la multiplicación de estos obispos en los diversos países dificultaba gravemente la reforma eclesial. En Alemania, Nicolás de Cusa fracasó, mientras que en España la tenacidad de Isabel la Católica, con la ayuda de Jiménez de Cisneros y Hernando de Talavera, consiguió su propósito.
En 1452 Nicolás V coronó en Roma a Enrique III, última coronación imperial celebrada en la ciudad. A la salida de la basílica de San Pedro el emperador ofreció su caballo al pontífice y le sostuvo el estribo. Con este gesto simbólico, que no se veía desde hacía siglos, se afirmaba la preeminencia del poder espiritual sobre el temporal. En realidad se trataba de un símbolo que ya no respondía a un contenido real ni a convencimientos auténticos.
En 1453 cayó Constantinopla en manos de los turcos, con lo que llegaba a su fin el Imperio Romano de Oriente tras once siglos de existencia. Desde ese momento los papas pretenderán de nuevo unir a los pueblos cristianos en un proyecto de cruzada que liberase la ciudad de Constantinopla y acabase con el poderío turco. También en este tema los tiempos habían cambiado, de forma que los sucesivos papas no encontrarán el respaldo de los príncipes cristianos, del todo ajenos al significado de la antigua ciudad imperial.
Sus buenas relaciones con Alfonso V de Portugal, único monarca dispuesto a participar en esa cruzada, le movieron a concederle a él y a sus sucesores el dominio de todas las islas, puertos y provincias existentes desde los cabos Bojador y Nam, con toda la Guinea, hasta las tierras más meridionales de África. De este modo la bula Romanus Pontifex (1454) empezaba a marcar las fronteras entre las futuras zonas de expansión de Portugal y Castilla.
Amigo apasionado de los libros, su generosidad favoreció el crecimiento espectacular de la Biblioteca Vaticana. Durante su pontificado consiguió reunir más de mil volúmenes en griego y en latín. Se rodeó de humanistas, comenzando por el arzobispo de Nicea, el docto Bessarión, que pasó de la Iglesia griega a la latina y se constituyó en el verdadero punto de referencia de los sabios helenos que huyeron de Constantinopla ante el avance turco.
Construyó mucho e inició la inteligente remodelación de la Roma del siglo XV, que se prolongará a lo largo de la centuria siguiente. Uno de los aspectos más interesantes de la historia urbana y arquitectónica de Roma en la Edad Moderna consiste en el progresivo traslado de la administración pontificia desde el Laterano al Vaticano, que se convirtió en la sede oficial papal y, por consiguiente, objeto de una progresiva revalorización artística. En paralelo se asistió a una sistemática penetración papal en el área capitolina, sede tradicional del Ayuntamiento romano y de las aspiraciones populares de autogobierno. Si el asentamiento en el Vaticano podía entenderse como la ambición del papa de afirmar su poderío sobre la Iglesia universal, se puede interpretar su intervención en el Capitolio como la expresión de un diseño político que ambicionaba englobar el gobierno urbano en la órbita pontificia.
Nicolás V emprendió la reconstrucción, según el nuevo gusto, del viejo palacio pontificio, y encargó al dulce y suave pintor Fra Angélico que decorara las nuevas estancias. Todavía hoy admiramos su gabinete de trabajo, conocido con el nombre de «capilla de Nicolás V», adornado con admirables frescos sobre la vida de la Virgen, de san Lorenzo y de san Esteban.
Al fervor edilicio de Nicolás V sucedió un periodo de relativa calma durante los tres papas que le sucedieron en el breve espacio de dieciséis años, calma que probablemente fue determinada no sólo por las características e intereses personales, sino también por las dificultades financieras y por la amenaza de los turcos, que les llevó a preocuparse más por las necesidades de la cruzada.
El historiador alemán Ludovico Pastor le consideró «el hombre más generoso de su tiempo». Utilizó, tras muchísimo tiempo de olvido o de aparcamiento, el título de Pontífice Máximo, de fuerte resonancia romana, sobre todo con fines políticos internos.
Calixto III (1455-1458), Alfonso de Borja, el primer papa español después de san Dámaso —en el caso de que este último lo fuera—, era un hombre honesto, virtuoso e imparcial. El 31 de diciembre de 1378 nació en Játiva, estudió con pasión en Lérida las materias jurídicas y consiguió el doctorado en ambos derechos y la cátedra de cánones. En esta época conoció y trató a su paisano Vicente Ferrer, el dominico predicador de Europa. Más tarde trabajó como secretario particular de Alfonso V de Aragón, consiguiendo su confianza y sus favores. Uno de sus logros diplomáticos consistió en solucionar el pequeño cisma existente en Peñíscola, incluso tras la muerte de Benedicto XIII, causado por la cerrazón de los cardenales allí residentes que se reunieron para nombrar un papa entre ellos. El rey aragonés utilizó esta disidencia como chantaje contra Martín V, pero tras llegar a un acuerdo —consiguiendo lo que quería— decidió acabar con la farsa de Peñíscola. Alfonso Borja actuó como intermediario y consiguió resolver el problema sin que la sangre llegara al río. El papa le nombró en 1429 arzobispo de Valencia.
Años más tarde, en 1442, Alfonso V conquistó Nápoles, reorganizó el reino y centralizó todas las riendas del poder. Los ministerios, los consejos y magistraturas fueron puestas en manos de familias aragonesas y catalanas, y el arzobispo de Valencia resultó ser la clave maestra de la nueva organización. Al año siguiente Alfonso Borja aceptó en nombre de su señor a Eugenio IV como único papa legítimo, le prometió equipar navíos para la guerra contra los turcos y ayudar militarmente al papa contra sus enemigos. En compensación, el pontífice otorgó al nuevo rey de Nápoles la investidura como soberano, ya que el territorio era feudo de la Santa Sede desde su conquista por parte de los normandos. A Alfonso Borja le nombró cardenal (1444), autorizándole a conservar su obispado de Valencia.
En el cónclave en el que Borja salió elegido participaron cuatro cardenales españoles: Torquemada, Carvajal, Antonio de la Cerda y él mismo. Parece que se fijaron en él fundamentalmente por su edad. Pensaron con razón que con setenta y siete años sería un papa de transición aunque sin duda tampoco fue ajeno a la elección el prestigio y el peso político de su protector, Alfonso de Aragón y de Nápoles.
Todo su pontificado se vio mediatizado por el temor a los turcos y el deseo de organizar una expedición poderosa que ahuyentara el peligro. Ya en el momento de su elección, proclamó: «Yo, Calixto III, papa, prometo y juro, aunque para ello tuviese que derramar mi sangre, hacer en la medida de mis fuerzas y con la ayuda de mis venerables hermanos todo lo que resulte posible para reconquistar Constantinopla, que ha sido tomada y destruida por el enemigo del Salvador crucificado, por el hijo del diablo, Mehmet, príncipe de los turcos en castigo por los pecados de los hombres, para liberar a los cristianos que languidecen en la esclavitud, para volver a elevar la fe verdadera y exterminar en Oriente a la secta diabólica del infame y pérfido Mehmet. […] Si alguna vez te olvido, Jerusalén, que mi diestra caiga en el olvido; que mi lengua se paralice en mi boca si no me acordase ya de ti, Jerusalén, si ya no fueras el comienzo de mi alegría. ¡Que Dios me ampare, y su santo Evangelio! Amén.»
Fue extraordinariamente nepotista. Su familia se aprovechó y consiguió puestos importantes, de manera notoria sus dos sobrinos, Luis Juan de Milá y Rodrigo Borja, a quienes creó cardenales al poco tiempo y a los que otorgó toda clase de ricos beneficios para mantener su rango. Llamó más la atención la desmedida invasión de catalanes y valencianos que acapararon los puestos importantes tanto en el Estado pontificio como en la organización eclesial, de forma que en poco tiempo parecía que todo estaba dominado por ellos. No olvidemos que Sicilia y Nápoles estaban en manos de los aragoneses y que el papa había sido consejero del rey, por lo que conocía a buena parte de sus connacionales. A su muerte, muchos de ellos tuvieron que huir precipitadamente de la ciudad ante la reacción airada de los romanos.
Esta respuesta, de todas maneras, nos lleva a tener en cuenta el sempiterno nacionalismo romano que desconfiaba profundamente de los extranjeros, siempre juzgados como usurpadores de derechos que consideraban propios.
Calixto III canonizó a Vicente Ferrer, quien durante su niñez había profetizado su accesión al pontificado, y concluyó el proceso de rehabilitación de Juana de Arco, iniciado por su predecesor, en virtud del cual se anularon las condenas que la Inquisición había dictado contra ella.
Pío II (1458-1464), Eneas Silvio Piccolomini, personaje que se hace simpático aunque en ningún momento llegue a entusiasmar, fue elegido probablemente porque el candidato más capaz, Capránica, murió en vísperas del cónclave. Por otra parte ni su personalidad ni su historial reciente resultaban conflictivos ni amenazadores para unos electores siempre preocupados por su futuro.
Pío II había sido un humanista respetado, con una juventud consumida sin ascetismo y sin grandes exigencias morales, dotado de una religiosidad más sentimental que sólida. Tuvo dos hijos, cuya historia se ha perdido en el olvido, y escribió con desparpajo comedias y relatos eróticos. Desarrolló una carrera fulgurante de la que se habló mucho y no siempre bien, por lo que una vez elegido se vio obligado a repudiar ostentosamente sus escritos y sus intereses mundanos anteriores. Es el único papa que ha dejado sus memorias, con la intención de insistir en la veracidad de su conversión y con la pretensión de que se comprendiera que ya desde su ordenación sacerdotal había cambiado de vida. De ahí su famosa frase: «Rechazad a Eneas, recibid a Pío.»
A lo largo de sus primeros cuarenta años acumuló una sorprendente experiencia política, enriquecida y sazonada por su rica formación cultural. Participó activamente en las sesiones del concilio de Basilea, siguiendo a los conciliaristas en su actitud cismática. Fue secretario del emperador Federico III, y en cuanto tal dirigió una embajada imperial ante Eugenio IV, a quien confesó sus errores, siendo perdonado y abundantemente compensado.
En 1445 cambió de estilo de vida y fue ordenado sacerdote. Dos años más tarde le nombraron obispo de Trieste, en 1449 de Siena y en 1456 llegó a cardenal. En el cónclave en el que salió elegido participaron dieciocho cardenales, ocho italianos, cinco españoles, dos franceses, dos griegos y un portugués. Rodrigo Borja —o Borgia, tal como les llamaban ya en Italia— ejerció un influjo importante en su elección.
La triste situación de los cristianos orientales y la permanente prepotencia de los poderosos turcos obsesionó sus días. Deseando hallar una solución para tanto mal, convocó en 1459 un congreso de príncipes en Mantua con el fin de preparar la cruzada capaz de enfrentarse a los turcos. El fracaso fue rotundo, ya que asistieron pocos personajes importantes y algunos embajadores. Tras esperar inútilmente durante cuatro meses, se vio forzado a reconocer la universal falta de interés por parte de los príncipes cristianos respecto a un peligro que a muchos de ellos sólo les afectaba de refilón. Los egoísmos nacionales impidieron comprender la amenaza que la potencia y agresividad de los turcos representaban para Europa. En algunos casos se repetía el grito suicida de los dirigentes constantinopolitanos: «Mejor bajo los turcos que con los católicos», ahora con una nueva traducción:
«Mejor los turcos más cerca que concertados con los españoles o con los imperiales.»
Una vez en Roma, la toma de Bosnia por parte de los turcos y la amenaza de que buena parte de Europa cayera en sus manos, le llevó a ponerse él mismo a la cabeza de los ejércitos. Decretó la cruzada y se puso en camino hacia Ancona, donde debían reunirse los cruzados. Allí, esperando a los que no llegaban, murió el 14 de agosto de 1464.
Antes de ponerse en camino hacia Ancona dijo a sus cardenales: «No tenemos intención de luchar. Imitaremos a Moisés, que oró en la montaña mientras Israel luchaba contra Amalek. En la proa del navío o en la cumbre de la montaña, rogaremos a nuestro señor Jesucristo que conceda la victoria a nuestros soldados en la batalla […]. Al servicio de Dios, abandonamos nuestra sede y la Iglesia romana, y ponemos a su merced nuestras canas y nuestro débil cuerpo. Él no nos olvidará, y si no nos permite retornar sanos y salvos, nos recibirá en el cielo y guardará de todo mal a su sede romana y a su consorte, la Iglesia.»
Pío II, consciente de que no podría emprender aventuras exteriores si no ponía orden en la península italiana, se convirtió en el teórico de un Estado pontificio situado en el contexto de los otros Estados nacionales, alejándose definitivamente de las superadas tesis teocráticas. Aparece una vez más la figura del papa-rey, que para afirmarse debe anular cualquier poder militar de los señores locales y debe abatir cualquier forma de constitucionalismo de tipo cardenalicio o conciliar.
La costumbre y la necesidad le llevó a ser tan nepotista como su antecesor, Calixto III. En realidad era el mismo sistema el que exigía una cierta dosis de nepotismo. Al ser elegido, y encontrándose sin apoyos en el organigrama estatal, todo papa necesitaba contar con personas incondicionales, seguras, que le respaldasen y ayudasen en el gobierno del Estado. Naturalmente, se podía elegir bien o mal; se podía exagerar en el número de nepotes o mantenerse en el justo medio; podía considerarse un mandatario transitorio o el dueño y señor absoluto del Estado. En saber o no mantener el justo equilibrio residía el acierto o el abuso.
Mandó reconstruir su pueblo de nacimiento —Cosignano— como una especie de ciudad ideal del Renacimiento en miniatura, y le dio un nuevo nombre, Pienza, con el estatus de diócesis. Era mínima en extensión, pero tenía obispo residente.
Pablo II (1464-1471), sobrino de Eugenio IV, cardenal a los veintitrés años, amante apasionado del lujo, resultó un papa que tanto por sus actos estrictamente pontificios como por sus palabras podría pasar desapercibido. Favoreció la fastuosidad propia del ideal renacentista. Desde el siglo XIV la tiara, signo del poder absoluto universal pontificio, sustituyó a la mitra, simple símbolo del poder espiritual episcopal, y Pablo II la usó de oro y piedras preciosas, en un alarde de fasto.
Su talante renacentista no quería decir apego o interés por el humanismo, tan mimado y cultivado por Pío II. Los humanistas que pululaban la corte romana y que estaban acostumbrados a recibir subvenciones y halagos fueron tratados con displicencia por el nuevo papa, hasta el punto de que hablaron y escribieron aceradamente contra él. Algunos fueron acusados incluso de atentar contra la vida del papa. Esta conjura, más o menos real, llevó a Pablo II a encarcelarles a todos en el castillo de Sant’Angelo, nombrando alcaide y carcelero de lujo a Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de Oviedo y de Palencia, embajador de Juan II ante el concilio de Basilea y buen orador y escritor. Gracias a él conocemos el perfil de los humanistas encarcelados, con quienes mantuvo cordiales relaciones.
Pablo II concedió a los reyes de Francia el título de «cristianísimos», así como, años más tarde, los españoles recibirán de Alejandro VI el de «majestad católica».
En 1467 dos clérigos alemanes establecieron en Roma la primera imprenta, y en 1470 Sánchez de Arévalo imprimirá su Speculum vitae humanae, una de las primeras obras de carácter humanista de autor español. En uno de sus libros afirma este autor humanista que aunque el principado secular no es necesario en sí mismo, resulta conveniente que el papa deje la administración de las cosas temporales a los príncipes, a no ser que se den circunstancias extraordinarias.
Para mantener el orden en la ciudad, siempre inquieta y en permanente ebullición (fomentada por la inestabilidad inherente a una monarquía electiva, con monarcas a menudo de corta duración), el papa utilizó el sistema de pan y circo conocido desde la Roma imperial. Fue el primer pontífice que revivió los carnavales paganos, fiesta que los siguientes papas renovarán y enriquecerán a pesar de que, con frecuencia, desembocaban en desfiles obscenos y representaciones inmorales. Desde una ventana de su espléndido palacio, construido siendo cardenal y que le gustaba más que el del Vaticano, este fundador de los carnavales modernos asistía a los banquetes públicos y a los desfiles populares lanzando monedas y manjares a la muchedumbre.
Pablo II resultó un papa irrelevante en una época de pensadores, literatos y titanes de las bellas artes. No fue siquiera un gran pecador. Sus gustos fueron también mediocres: las joyas, las carreras, los carnavales, la gastronomía… Sin embargo, construyó para sí un palacio emblemático, el de San Marcos, muestra lograda de la transición del gótico al renacimiento, suficiente para redimir una historia insignificante.
Sixto IV (1471-1484) era franciscano, general de la orden, profesor estimado de teología, lógica y filosofía en las universidades de Padua, Bolonia, Florencia y Siena. Fue elevado al cardenalato por Pablo II.
Al morir este último papa pareció que la mayor parte del colegio se inclinaba por el cardenal Bessarión, personaje emblemático de la cultura griega, erudito, poseedor de una espléndida biblioteca y hombre profundamente religioso, pero una intriga bien tramada consiguió desplazarle, por lo que salió elegido en su lugar Francisco Riario.
Desmedidamente nepotista, creó cardenales a cuatro sobrinos suyos, casó a otros con miembros de las familias principescas y repartió entre ellos cuantiosos bienes y puestos relevantes, con lo que aseguraba un futuro brillante a una familia sin perspectivas previsibles.
Participó en el complot de los Pazzi contra Lorenzo el Magnífico de Florencia, en el que fueron asesinados su hijo Julián, padre del futuro Clemente VII, y otros miembros de la potente familia Medici. El propósito era trasladar el poder de la república a otra clase dirigente más afín.
Este papa, de espíritu tan poco franciscano, autorizó el tribunal de la Inquisición en España (1478), insistentemente pedido por los Reyes Católicos, y nombró a Torquemada gran inquisidor (1483). Turbado por la violencia de los primeros tribunales, Sixto IV deploró los amplios poderes que había concedido a la corona española y trató de detener el drástico programa inquisitorial restringiendo su independencia y sus poderes, pero ante la firmeza de Fernando e Isabel y las negociaciones emprendidas por el cardenal Rodrigo Borja en su apoyo, de nuevo dio su brazo a torcer. No hay, pues, que culparle de la demasía de este tribunal, pero no deja de sorprender que, preocupándose tan poco de las virtudes, de la moralidad y del ideal evangélico, este papa se lanzase a castigar a los culpables de pecados ciertamente no mayores de los que cada día se cometían a su vera.
En 1481, con la bula Aeterni Regis, repartió las colonias disputadas entre Castilla y Portugal según el Tratado de Alcobaça de 1479, ratificado en Toledo en 1480. Esto dio lugar a una cierta paz y sosiego entre ambos países, siempre preocupados por tener que compartir su monopolio tanto en la periferia africana como en el espacio atlántico.
Instituyó la fiesta de la Inmaculada Concepción (1476), doctrina defendida tradicionalmente por los franciscanos y siempre querida por el pueblo cristiano.
Los Reyes Católicos rechazaron tajantemente la pretensión de Sixto IV de nombrar a su sobrino, el cardenal Rafael Riario, obispo de Cuenca, pues era una mala persona. Naturalmente el tal Riario no pensaba pisar la ciudad castellana, pero ambicionaba sus pingües beneficios. Isabel estaba dispuesta a impedir el nombramiento de obispos extranjeros que no estuvieran dispuestos a residir en su diócesis. Además exigía una vida moral y una formación adecuada, tal como había determinado la importante asamblea religiosa de Sevilla de 1478. Fue así como poco a poco se renovó el episcopado español.
Roma comenzó a estructurarse como una ciudad moderna gracias al interés de este papa por la arquitectura y el urbanismo. La capilla Sixtina, el puente Sixto, la iglesia de Santa María del Popolo y otros muchos edificios le deben su existencia. Gracias a su apoyo se concentraron en la Sixtina pintores de la categoría de Pietro Peruggino, Sandro Botticelli, Domenico Ghirlandaio, Cossimo Rosselli, Luca Signorelli, Bartolemeo della Gatta y Bernardo di Betto, llamado El Pinturicchio.
Logró transformar la ciudad en una corte, capital de un principado, en la que el papa concentraba las funciones religiosa, política y militar gracias al apoyo de aliados seguros y al control ejercido por personas fieles, con lazos familiares, en los principales organismos eclesiales y sociales.
En el terreno eclesiástico privilegió a los franciscanos, protegió a los mendicantes y fracasó en el intento de reformar a los conventuales y a la Curia Romana, aunque probablemente no mostró un excesivo entusiasmo por lograrlo.
Inocencio VIII (1484-1492), cuyo verdadero nombre era Juan Bautista Cibo, fue elegido gracias a los manejos y al oro y promesas de Giuliano della Rovere, sobrino de Sixto IV y futuro Julio II, a costa de las aspiraciones de Rodrigo Borgia. Se trató claramente de una elección simoníaca.
Casó a su hijo Francheschetto con una hija de Lorenzo de Medici en el Vaticano, en una ceremonia que escandalizó a muchos, ya que era la primera vez en la que un papa presentaba ostentosamente a sus hijos. Vio colmado su deseo de emparentarse con una familia prestigiosa, y el gran Lorenzo alcanzó no pocos de sus fines políticos. Es entonces cuando el papa creó cardenal a Juan Medici, hijo de Lorenzo el Magnífico, que sólo contaba entonces catorce años de edad.
Para conseguir dinero vendió con desparpajo los cargos de la Curia. Dado que había tantos indeseables a la caza de prebendas y tantos ambiciosos que hacían mercancía de su oficio, más que un gobierno de una institución religiosa la Curia se convirtió en un gran zoco de vanidades, ambiciones y despropósitos. Quienes habían comprado los puestos buscaron amortizarlos cuanto antes y, naturalmente, el bien de la Iglesia no contaba en sus proyectos.
La permanente necesidad de dinero fue también causa de una llamativa incongruencia. Como sus predecesores, intentó organizar una cruzada contra los turcos, pero en vista de la imposibilidad del proyecto, dado que los príncipes cristianos no estaban dispuestos a colaborar, llegó a un acuerdo con el sultán Bayaceto II en 1489. Fue el primer papa en establecer relaciones diplomáticas con los infieles. El acuerdo consistió en que el papa acogía y retenía en Roma a Djem, hermano y rival del sultán, a cambio de un tributo anual de 40.000 ducados. También le regaló el sultán la lanza que, según la tradición, pertenecía al centurión que atravesó el costado de Jesucristo en la cruz.
Bernáldez, el historiador de los Reyes Católicos, narra así la llegada a Roma de la reliquia: «Y el papa, sabiendo que venían los embajadores y traían el santo hierro, enviólo a recibir con dos obispos a la Marca de Ancona, los cuales le truxeron de allí a Roma; e salió el papa vestido de pontifical con todos los cardenales a lo recibir con grandes procesiones, todos a pie, y el papa se sentía mal e iba en unas andas, e se humilló en tierra con muy gran acatamiento, e lo tomó en las manos en una caja de oro, donde venía engastonado, en un viril cristalino de muy fermosa hechura. […] E el papa lo mostró al pueblo, donde todos lo adoraron como a muy santa reliquia, que tocó en el costado de nuestro Redentor. […] Y el hierro era corto, según parecía a todos los que lo adoraron.»
Construyó en el Vaticano, no lejos de San Pedro, rodeado de jardines, el palacete de Belvedere, con el fin de pasar las horas y los días en un ambiente agradable, casi pastoril, más cerca de la naturaleza y más libre de las ataduras y espías presentes en el palacio pontificio.
En ninguna parte se festejó tanto como en Roma la conquista de Granada. La campana grande del Capitolio no cesaba de sonar, como en el día de la coronación de los papas. Se encendieron luminarias en los edificios principales y el clero secular y regular se dirigió en procesión a la iglesia nacional de los españoles, en la plaza Navona, donde, tras la celebración de una solemne misa, Inocencio VIII impartió la bendición apostólica. Hubo corridas de toros, espectáculo nuevo para los romanos, que no tardó en repetirse durante el pontificado siguiente. Los embajadores españoles, por su parte, hicieron representar simbólicamente la conquista de Granada, levantando castillos de madera y concediendo premios a los asaltantes que entrasen los primeros.
Alejandro VI (1492-1503). Rodrigo de Borja y Borja es uno de los nombres más citados y conocidos en la historia del pontificado, pero no precisamente por sus valores religiosos, sino por su forma de vida sensual, por el modo desinhibido de utilizar el poder, por la personalidad con frecuencia escandalosa de sus hijos, y por las leyendas y calumnias elaboradas durante su pontificado. Todavía en nuestros días resulta difícil distinguir las acusaciones falsas contra uno de los papas más calumniados de la historia, obra de sus innumerables enemigos tanto del mundo político como del eclesiástico, del cúmulo de actuaciones inmorales, prepotentes y desmedidas de este papa y de su familia.
Nació el 11 de enero de 1431 en Játiva. Su tío materno, entonces obispo de Valencia, fue papa con el nombre de Calixto III, y lo colmó de beneficios, le hizo estudiar en Bolonia y en 1456 le hizo cardenal diácono. Al año siguiente le nombró canciller de la Santa Sede, cargo muy rentable que siguió ocupando con los cuatro papas siguientes, acumulando tal patrimonio que fue considerado el segundo de los cardenales más ricos de su tiempo.
Amante del lujo y del fasto, a pesar de que sus costumbres personales eran modestas, llevaba una vida abiertamente licenciosa. Tuvo al menos nueve hijos, de los cuales los más conocidos fueron los de Vannozza Catanei: Juan, César, Lucrecia y Jofre. Siendo ya pontífice, tuvo como amante oficial a la hermosa Julia Farnese, y durante esos mismos años engendró otros dos hijos de madre desconocida. Fue siempre más hombre del Renacimiento que hombre de Iglesia.
Los versos latinos, con frecuencia repetidos en aquellos días, dicen así:
Alejandro vende llaves, altares y a Cristo;
es su derecho vender cuanto ha comprado antes.
De vicio en vicio, de la llama nace el incendio,
y Roma se devalúa bajo el dominio hispano.
Sexto Tarquinio, Sexto Nerón y Sexto también éste,
Roma bajo los Sextos siempre acabó en ruina.
Consiguió el papado gracias a las divisiones fratricidas existentes entre los cardenales y, sobre todo, a las atractivas y generosísimas promesas efectuadas a quienes le votasen. Necesitó con frecuencia dinero y utilizó todos los medios para lograrlo, bien vendiendo el cardenalato, bien estrujando a los judíos pudientes, bien amenazando o bendiciendo.
Experto administrador, Alejandro inició el pontificado restableciendo el orden en Roma, haciendo actuar a la justicia con firmeza, mejorando la economía y asegurando la reforma de la Curia con el fin de introducir mayor racionalidad y rigor.
Sus hijos condicionaron buena parte de su política. Se mostró manirroto al asegurarles sin pudor un futuro brillante con innumerables puestos y beneficios. Les concedió con desfachatez territorios que pertenecían a la Iglesia, y concertó matrimonios principescos con dotes desorbitadas. Sus cambios de alianza a favor y en contra de Francia tuvieron como objetivo no sólo el bien de los Estados pontificios, sino también la prosperidad de sus hijos, especialmente César.
En la noche del 14 al 15 de junio de 1497, Juan Borja, duque de Gandía y capitán general de la Iglesia, probablemente su hijo predilecto, fue asesinado y arrojado al Tíber. El papa quedó conmocionado y pareció por un momento que estaba dispuesto a cambiar de vida. En el consistorio del día 19, ante cardenales y embajadores, Alejandro expresó su dolor de forma patética, señalando que era consciente de haber irritado al cielo por su mala reputación y la de su familia, y declaró que quería pedir perdón y corregir su conducta procediendo a la reforma de la Iglesia. Esto mismo anunció a los príncipes de la cristiandad: iba a reformar con prontitud y sinceridad la Iglesia y el Vaticano.
La comisión de reforma, compuesta por seis cardenales y presidida por el papa, después de consultar los proyectos de reforma de los papas precedentes elaboró una bula que reorganizaba la liturgia, reprimía la simonía y la alienación de los bienes eclesiásticos y reglamentaba la colación de los obispados. Ningún cardenal debería poseer más de un obispado, ni beneficios que reportasen más de 6.000 ducados. Se les prohibía participar en las diversiones mundanas, tales como el teatro, los torneos y los juegos del carnaval. No debían emplear a muchachos jóvenes ni adolescentes como ayudas de cámara. Debían residir en la Curia y ser austeros en sus gastos, incluidos los propios de la sepultura. No mantendrían concubinas. La bula señalaba que se reprimirían con severidad los abusos más comunes, muchos de los cuales se describen.
Por desgracia, esta bula no vio la luz del día, y Alejandro volvió al poco tiempo a su modo de vida habitual. Su sensualidad, hedonismo y frivolidad se impusieron al convencimiento de que no actuaba de acuerdo a las exigencias de su cargo. ¿Influyó en este cambio la duda o la certidumbre de que César estaba detrás de la muerte de Juan?
A pesar de que su actuación presenta razones coyunturales, no cabe duda de que mantuvo cierta predilección por España y sus reyes, a quienes conoció y trató en Castilla, cuando eran príncipes, en 1472. En ese tiempo formaba parte de una legación enviada por Sixto IV con el fin de conseguir subsidios para una nueva cruzada y, de paso, restablecer las buenas relaciones de Enrique IV con su hermana Isabel y su cuñado Fernando, regularizando su matrimonio. Algunos historiadores afirman que favoreció a los jóvenes, tal vez en contra de los intereses de Enrique IV. De ser esto cierto, constituiría uno de los motivos de las buenas relaciones de este papa con Isabel y Fernando. Sin embargo, los Reyes Católicos no vieron bien que el papa acogiese a un buen número de los judíos expulsados por ellos de España, pero en este tema Alejandro se mostró inflexible. Probablemente su manera de ser no toleraba una persecución que consideraba injustificada.
En 1493 promulgó la famosa bula alejandrina Inter caetera, en la que se señalaba una línea de demarcación que separaba la zona de exploración española de la portuguesa. La conversión de los habitantes de estas tierras constituía la razón de ser de esta división y, de hecho, de la concesión a españoles y portugueses de todas las tierras que estaban por descubrir. Estos pueblos y sus gobernantes serían los responsables de la evangelización. Los Reyes Católicos agradecieron esta bula concediendo a Juan, hijo mayor del papa, el ducado de Gandía.
El dominico Savonarola, fraile que con sus palabras de fuego era capaz de enardecer a las masas florentinas, atacó repetidamente la vida y la figura de Inocencio VIII y, después, del papa Borgia. Pretendía este fraile, prior del soberbio convento de San Marcos, purificar las costumbres y la experiencia religiosa de los creyentes, y juzgaba que la Curia Romana en su conjunto constituía la fuente de todos los males que sufría la Iglesia.
Alejandro no sólo rechazaba con desdén los ataques personales de Savonarola, sino que consideraba que su exaltación del rey francés Carlos VIII, al que el dominico consideraba nuevo Ciro capaz de regenerar Florencia y a la misma Iglesia, representaba el mayor obstáculo para su política contra el rey francés, por lo que le prohibió predicar. Savonarola obedeció en un principio, pero subió de nuevo al púlpito y lanzó violentas soflamas contra los vicios de «Babilonia», es decir, Roma. El despotismo de Piero de Medici había alienado a los ciudadanos de Florencia, y ahora las incendiarias prédicas del dominico habían sumido al pueblo de Florencia en un clamor de reforma. «Señor, ¿por qué duermes? Levántate y ven a librar a la Iglesia de las manos de los diablos, de las manos de los tiranos, de las manos de los malos prelados», gemía el dominico, al tiempo que atacaba a Roma: «O vaccae pingues! […] Para mí esas vacas obesas significan las meretrices de Italia y de Roma. […] Mil son pocas en Roma; diez mil son pocas; catorce mil son pocas. Allí hombres y mujeres se han hecho meretrices.»
El papa lo excomulgó, pero el fraile no lo tuvo en cuenta, argumentando que había que obedecer antes a Dios que a una excomunión inválida, fundada en motivos falsos. Alejandro exigió a la Señoría la prisión de Savonarola, amenazando con el interdicto si no lo hacía. Fray Jerónimo pidió a las naciones católicas la convocatoria de un concilio en el que se debería deponer al pontífice simoníaco, hereje e infiel, pero tras un periodo de gloria y fervor popular, Savonarola fue abandonado por los poderosos y por el pueblo que tanto le había admirado. En el proceso contra el dominico, fruto también de sus peligrosas incursiones políticas, pero que fue conducido con métodos escandalosos, tomaron parte en el último momento dos comisarios papales, quienes pretendieron no sólo condenarle a muerte, sino también privarle de la vida eterna. «De la militante solamente. La otra no es de tu jurisdicción», le corrigió Savonarola con dulzura. Condenado a muerte, el fraile fue degradado, colgado y quemado. La historia ha confrontado con frecuencia el estilo de vida y la experiencia cristiana de ambos adversarios, con innegable simpatía por el dominico.
La capacidad diplomática y de seducción de Alejandro resplandeció durante la incursión armada de Carlos VIII en tierras italianas. El rey francés invadió la península decidido a conquistar el reino de Nápoles y, de paso, a enfrentarse a Alejandro VI, el papa español, con un ejército de cuarenta mil hombres. Durante su paso por la península cambió regímenes políticos y formas de gobierno, y alteró profundamente los viejos equilibrios entre los Estados italianos. El cardenal Della Rovere acusaba al papa de haber comprado el solio pontificio, de ser un estafador y un chantajista, de nepotismo, de avaricia, de gula y de todo tipo de pecados carnales, y los numerosos enemigos del pontífice le apoyaron, pero el rey se mostró dispuesto a todo sin haber decidido nada. Alejandro envió a parlamentar a algunos cardenales de confianza y se encerró en el inexpugnable castillo de Sant’Angelo, abastecido para un año de asedio. Además había trasladado allí el tesoro pontificio. Carlos VIII prefirió entenderse con el papa mejor que con el odio de sus oponentes, y el pontífice le prometió mucho sin comprometerse a tanto. El viaje del rey francés terminó en fracaso y el papa consiguió salir fortalecido de una situación comprometida.
Sin embargo, su obsesión por proporcionar a sus hijos un futuro brillante condicionó excesivamente su política. Su cambio de alianzas y el apoyo a Luis XII de Francia encumbró a su hijo César con el título de duque de Valentinois. César se casó con Carlota de Albret, de la familia de los reyes de Navarra, pero esto le enemistó con los Reyes Católicos. El papa llegó a decir que, a fin de cuentas, Isabel no podía quejarse, porque ella misma era una usurpadora, pero los reyes españoles lo consideraron como una traición.
A pesar de su vida disoluta, Alejandro VI fue devoto a su modo y estricto guardián de la ortodoxia, aunque a veces la manipuló para conseguir sus fines. En 1500 celebró el año santo con solemnidad y dedicación. Mientras tanto, utilizaba las ingentes sumas de dinero que entraban en las arcas pontificias con tal motivo para financiar las expediciones de César. En efecto, Alejandro compaginaba festejos, banquetes y excesos de todo género con una inalterable defensa de los Estados de la Iglesia frente a cuantos ambicionaban quedarse con una parte de ellos. Esta defensa no era incompatible con la ambición de asignar a su bienamado César un principado que, necesariamente, tenía que sustentarse en ciudades y territorios pontificios.
Se ocupó de la reforma de los monasterios, de las órdenes religiosas y de las misiones del Nuevo Mundo, y también favoreció los estudios. De las obras realizadas en Roma por encargo suyo recordamos las estancias Borgia, que él eligió como su habitación en el Vaticano y que Pinturicchio, su pintor favorito, decoró entre 1492 y 1495 con espléndidos artesonados y pinturas que representan episodios de la vida de Cristo, de la Virgen y de los santos. En todas partes está representado el toro, escudo de los Borja, y los miembros de su familia. En los frescos, varios santos y mártires y diversas figuras históricas aparecen con los rostros de distintos miembros de la familia Borja: Lucrecia, en el cuerpo de una rubia y esbelta santa Catalina; César, como un emperador sobre trueno dorado; y Jofre como un querubín. En otras salas Pinturicchio pintó un sereno retrato de la Virgen, la figura favorita de Alejandro, usando a Julia Farnese como modelo. En el Salón de la Fe, de mil metros cuadrados de superficie, los techos abovedados albergaban magníficos frescos de los evangelistas con el rostro de Alejandro, de César, de Juan y de Jofre.
En la basílica liberiana mandó construir el magnífico artesonado, dorado con el primer oro llegado de América.
Cuando José Joaquín Puig de la Bellacasa, probablemente el mejor embajador español ante la Santa Sede en la época contemporánea, presentó las cartas credenciales al papa Juan Pablo II, le comentó que era el primer papa extranjero después de dos papas relacionados con España: Adriano VI y Alejandro VI. Al citarle a este último, Juan Pablo II le comentó: «No fue muy edificante.» A la muerte de Alejandro, escribió Alfonso de Este, duque de Ferrara y suegro de Lucrecia, a su embajador en Roma: «Por el honor de Dios y el bien universal de la cristiandad hemos deseado varias veces que la Divina Bondad y Providencia nos proporcionase un pastor bueno y ejemplar, ¡y que borrase tanto escándalo de su Iglesia!» No fue edificante, en verdad, este papa, aunque todavía hoy resulte difícil distinguir entre los datos objetivos y la feroz leyenda negra que le persiguió a él y a sus hijos, pero no cabe duda de que ha quedado en la historia no sólo por sus deslices morales, sino también porque representa como pocos los vicios, la falta de valores y las características del Renacimiento. Algunos decenios más tarde, su biznieto, Francisco de Borja, tercer general de la Compañía de Jesús, dio un lustre nuevo a la familia.
Pío III (1503), cuyo nombre era Francisco Tedeschini-Piccolomini, era sobrino de Pío II y por este motivo comenzó su carrera clerical a los veinticuatro años, cuando fue nombrado arzobispo de Siena y cardenal. A la muerte de su tío se refugió en su archidiócesis y allí permaneció hasta que los vientos contrarios amainaron. Poseía una riquísima biblioteca y una espléndida colección de estatuas antiguas. Buen humanista él mismo, tuvo trato con los grandes escritores del momento. Al ser elegido papa no era sacerdote, por lo que tuvo que ser ordenado sacerdote y obispo antes de la ceremonia de la consagración.
Participó en la bula reformista que prepararon Tedeschini-Piccolomini y otros cardenales y que no promulgó Alejandro VI, por lo que quedó en letra muerta. En ella se prohibía a los cardenales el juego y la caza, los torneos y las representaciones teatrales no acordes con los sentimientos religiosos. Tampoco se permitía su participación en la frívola vida de las cortes principescas ni tener beneficios con más de 6.000 ducados de renta.
Construyó la Biblioteca Piccolomini en la catedral de Siena, y allí depositó los abundantes códices de Pío II, espléndido contenedor renacentista de un gran legado bibliófilo. Dijo que su compromiso consistía en la reforma de la Iglesia y la restauración de la paz. Por desgracia su tiempo resultó demasiado corto para conseguir tan ambiciosos proyectos.
Julio II (1503-1513). Giuliano della Rovere, sobrino de Sixto IV, de familia sencilla, entró muy joven en la orden de los franciscanos. Era de carácter enérgico y voluntarista. Elegido cardenal a los veintiocho años, obtuvo de su tío otros muchos beneficios. Todas las rentas eran bienvenidas y resultaban insuficientes dado su espectacular tren de vida y los palacios, fortalezas y servidores que tenía que sustentar.
Apenas dos días después de la muerte de Pío III, Giuliano reunió en el Vaticano a los todavía poderosos cardenales españoles y al ambicioso César Borgia, temido por sus relaciones y posesiones. Se garantizó su apoyo gracias a la promesa, que no cumplió, de nombrar a César capitán general de la Iglesia y de conceder a los cardenales diversas mercedes. Al mismo tiempo —y en otro lugar— conseguía la adhesión de los otros cardenales con la promesa de fuertes compensaciones. Una vez elegido, logró con facilidad deshacerse de César Borgia, quien a los pocos meses moriría en Viana, Navarra, en una acción guerrera.
Ya desde mucho antes de ser papa demostró su pericia militar. Acabó drásticamente con un peligroso levantamiento en Umbría, sometió con mano de hierro a diversos señores que ocupaban indebidamente posesiones pontificias, plaga entonces muy frecuente, y rechazó el ataque de los aragoneses a Roma en 1486.
A la muerte de su tío influyó decisivamente en la elección de Inocencio VIII, con quien mantuvo una óptima relación. Las tornas cambiaron tras la elección de Alejandro VI, con quien siempre sostuvo enfrentamientos y distintos puntos de vista. Llegó a apoyar a Carlos VIII contra este papa, sobre todo cuando el rey francés descendió por la península italiana, atravesando con petulancia el Estado pontificio camino de Nápoles, que ansiaba conquistar. Della Rovere le sugirió la convocatoria de un concilio cuyo inconfesado objetivo era la deposición de Alejandro, deseo que no pudo conseguir porque el rey francés, al entrar en Roma, cambió sus planes y decidió reconocer los derechos del papa Borgia, al que declaró, aunque con reticencias, su sometimiento. Este cambio dejó al cardenal con sus defensas al aire.
En la capitulación electoral, firmada por todos los candidatos, se estipulaba una cierta limitación de la autonomía pontificia, la convocatoria de un concilio dentro de los dos años siguientes con el fin de restablecer la disciplina eclesiástica, la limitación del número de cardenales a veinticuatro y la promesa de consultar al colegio todos los asuntos importantes. Aunque Julio II confirmó esta capitulación tras su elección, jamás la tuvo en cuenta.
Poseía un temperamento mudable, vengativo e impetuoso. «Tan impetuoso —escribió Guicciardini— que se habría buscado a sí mismo la ruina de no haber sido por el respeto generalizado hacia la Iglesia, la discordia reinante entre los príncipes y las condiciones de su época.» Era además un mal administrador, con poca visión para comprender el carácter ajeno. No obstante, poseía grandes cualidades, entre las que sobresalía el valor y una fuerza indomable.
Su espíritu franciscano brilló por su ausencia, y su sentido eclesial tuvo connotaciones políticas muy poco religiosas. Quedó en la historia como uno de los papas renacentistas más relevantes. Para este hombre, la independencia y el prestigio de la Santa Sede primaban sobre cualquier otra consideración, y en ese momento el Estado pontificio se encontraba en pura postración. La obra de consolidación iniciada por Pío II naufragó con la política familiar de los Borgia, quienes utilizaron estos Estados como feudo particular. Resultaba necesario refundar el patrimonio territorial del pontificado con las armas, y a ello se dedicó Julio con pasión, el papa guerrero que no distinguía entre el plano religioso y el político, convencido de que la restauración eclesiástica se ponía en práctica fundamentalmente por medio de la acción terrena.
Se enfrentó a Venecia, que ocupaba indebidamente territorios pontificios, y a Francia, con todo el ímpetu del que era capaz, al grito de «Fuera los bárbaros». Luis XII convocó un concilio en Pisa al que se adhirieron nueve cardenales disidentes —encabezados por el español Carvajal— con el pretexto de que el papa no cumplía lo decidido en Constanza. La proclamada voluntad de reforma de la Iglesia, emitida a grandes voces por los cardenales disidentes, no sedujo a nadie. Era demasiado evidente que bajo el noble pretexto de reforma los cardenales promotores de la iniciativa seguían los designios políticos del rey de Francia y buscaban evidentes ambiciones personales. Asimismo resultaba meridianamente claro, como escribe Guicciardini, que «cualquiera de los cardenales rebeldes que llegase al pontificado no tendría menos necesidad de ser reformado que la que tenían aquellos a los que se trataba de reformar». Era, pues, evidente que el objetivo real del concilio consistía en deponer al papa y sustituirlo con otro menos visceral y más proclive a su política.
Julio II, a quien no se le habría ocurrido en ningún caso poner en marcha un concilio, no tuvo otro remedio que anunciar uno inmediato, ecuménico, en Roma, para el 19 de abril de 1512. Este concilio anuló el de Pisa y declaró a sus adherentes excomulgados y depuestos. Poco hizo este concilio en vida de Julio, aunque hoy sabemos que constituyó la última oportunidad de reforma religiosa antes de la revolución luterana. Ni Julio II ni su sucesor León X tuvieron la sensibilidad religiosa necesaria para darse cuenta de la grave situación en que se encontraba la cristiandad, por lo que tampoco supieron tomar las medidas necesarias.
Siempre pensó este papa que era más importante afirmar la potencia temporal de la Santa Sede que promover la reforma eclesiástica. La restauración del poder pontificio la concibió al modo de las grandes monarquías occidentales: como reafirmación de la autoridad del príncipe sobre sus súbditos, grupos y magistraturas, sobre los territorios abusivamente ocupados por otros, y como inserción activa en las rivalidades de los potentes para salvaguardar los intereses superiores del papado.
En efecto, Julio II fue un gran condottiero, un destacado príncipe italiano, pero no un testigo de la presencia de Dios entre los hombres. Supo compensar con habilidad las concesiones a la autonomía local recuperando el dominio pontificio sobre las ciudades, pero no fue capaz de entender la urgencia de un rearme religioso y espiritual de la Iglesia. De hecho su historia personal podría integrarse con más facilidad en la de los Estados italianos o en la del Renacimiento que en la de la religiosidad cristiana.
El 15 de noviembre de 1504, a petición de los Reyes Católicos, fundó las dos primeras diócesis americanas: la de Santo Domingo de la Española y la de la Concepción de la Vega, en San Juan de Puerto Rico, dependientes ambas del arzobispado de Sevilla. Al rey de España otorgó el patronato sobre todos los obispados, colegiatas y beneficios mayores de las nuevas tierras. Nacía así la organización temprana de la Iglesia en América.
Tres artistas del Renacimiento, tres titanes de las artes, dejaron una impronta imborrable de su genialidad gracias a la intuición de este papa: Bramante, con el grandioso proyecto de reconstrucción del Vaticano, cuyos gastos tendrían que haber sido cubiertos con el producto de las indulgencias promulgadas por el papa (y que acabarían siendo causa de escándalos irreversibles); Rafael, con los frescos de las salas del palacio de Nicolás V; y Miguel Ángel, con las pinturas de la capilla Sixtina, que representan la evolución del mundo a partir de la creación, a la luz de la fe.
Miguel Ángel construyó también el monumento fúnebre encargado por el papa para sí mismo. En octubre de 1512 terminaba las maravillosas pinturas del Juicio Final y del techo de la capilla. Julio II intuyó la genialidad de Rafael, entonces un joven de veinticinco años y, descartando a pintores de reconocido prestigio, le encomendó la decoración pictórica de los nuevos aposentos pontificios, hoy conocidos como las «estancias de Rafael», imbuidas del espíritu humanista y renacentista capaz de integrar la herencia clásica y las doctrinas cristianas.
El 20 de febrero de 1513 el papa se sintió cercano a la muerte y decidió confesarse y recibir el viático. Pareció que en este momento supremo se recompusieron sus valores y prioridades. Recomendó a los cardenales que rezasen por él «porque había pecado mucho y no había gobernado la Iglesia debidamente». Les exhortó a realizar una elección pontificia limpia y legítima, probablemente recordando lo que sucedió en la suya. En la noche del 21 de febrero murió en paz.
León X (1513-1521). Juan Medici era el segundo hijo de Lorenzo el Magnífico y fue elegido a los treinta y ocho años. Todo en él resultó precoz, no por sus méritos, sino por su origen: protonotario apostólico a los siete años; cardenal a los doce; diácono a los catorce; papa a los treinta y ocho; murió a los cuarenta y seis. Sólo tardó en ordenarse sacerdote, ya que era aún diácono al ser elegido para el pontificado.
En el ambiente brillante de la Florencia de su padre gozó de una selecta educación gracias a Policiano y Marsilio Ficino, dos de los más respetados humanistas de su época. Con algunos familiares, entre los que se encontraba su primo, el futuro Clemente VII, visitó de incógnito algunos países europeos.
Su política internacional quedó siempre sometida a los objetivos de los Medici florentinos, hasta el extremo de condicionar su pontificado al propósito de asegurar y ampliar el poder de su familia. De hecho gobernó Florencia desde su cátedra romana. Su rechazo a que Carlos se convirtiera en emperador, motivado en parte por el tradicional temor a que el Estado de la Iglesia quedase condicionado, explican tanto su apoyo al frente alemán, contrario a Carlos, como su paciencia con Lutero. En 1516 firmó con Francia el conocido concordato de Bolonia, tratado que favorecía descaradamente al país galo aunque, en compensación, se ganó el apoyo francés para su política italiana. De todas maneras sus fidelidades nunca duraron mucho, y en 1521 se estipuló una liga entre papado e Imperio contra turcos, herejes, franceses y venecianos. Toda su política se caracterizó por una duplicidad escandalosa que le llevó a cumplir o no sus promesas en función de lo que dictaran sus intereses de cada momento. Ni Carlos I de España (Carlos V como emperador germánico) ni Francisco I de Francia ni, en general, ningún político le estimó ni confió en él.
Al ser elegido estaba en marcha el concilio de Letrán, que no hizo nada por reformar la Iglesia, como tampoco lo hizo el papa. Incluso aquellas disposiciones que habrían conseguido algún cambio positivo quedaron en letra muerta. No cabía duda de que la monarquía pontificia padecía una rotunda parálisis en su acción reformadora, fenómeno observado por muchos y atacado desde el interior de la Iglesia por quienes la querían. Por ejemplo, Juan Francisco Pico della Mirandola, sobrino del humanista, quien en el concilio de Letrán emplazó con admirable franqueza a León X: «Si tú, pastor supremo, dejas las riendas que tan muellemente sujetas, temo que bajo tu pontificado se hunda la sociedad, que la lujuria venza el pudor, que la insolencia pisotee el temor, que la locura se imponga a la razón. Y que antes de que puedas darte cuenta te sorprenda el ataque de los enemigos de nuestra fe.» Sin embargo, nos encontramos en los años más intrépidos de Lutero. Su análisis de la situación de la Iglesia y de la corrupción romana fue inmisericorde y encontró un eco inmediato en el pueblo y los dirigentes alemanes. En realidad sus invectivas contra la corrupción romana y de la Iglesia en general no resultaban novedosas tras un siglo en el que las doctrinas conciliaristas y las proclamas de Wiclef y Juan Huss habían dominado. La diferencia es que su doctrina teológica constituyó un punto sin retorno.
León X convocó a Lutero a Roma para ser juzgado, pero el agustino no sólo no obedeció, sino que intensificó sus ataques y su predicación de la nueva doctrina. El papa le condenó en la famosa bula Exurge Domine (1520), que Lutero lanzó a la hoguera levantada en la plaza de Wittenberg, entre el alborozo de sus seguidores. Para rematar la faena, Lutero arrojó también al fuego algunos rescriptos, los decretos de Clemente VI y unos cuantos libros de Von Eck, un colega que defendía al papa. «Es una vieja costumbre —dijo Lutero— quemar libros malos.» El papa excomulgó a Lutero e invitó al nuevo emperador Carlos V a sancionar la condena. Carlos citó al fraile agustino a la Dieta de Worms (1521) y el reformador acudió, confirmó su doctrina y rechazó cualquier retractación, por lo que fue desterrado del Imperio, a pesar de lo cual encontró hospitalidad en las tierras del príncipe elector de Sajonia. A partir de este momento su reforma progresó con inusitada rapidez.
No podemos olvidar la simultánea aparición de profetas de la reforma en diversos países europeos: Calvino, Ecolampadio, Zuinglio… Coincidencia que señalaba un estado generalizado de inquietud y de búsqueda de nuevas vías, y de hastío y rechazo de corrupciones y propuestas tradicionales. Esto explica la rápida aceptación de las nuevas teorías, sin importar lo revolucionarias que fuesen.
León X no dio la suficiente importancia a estos hechos, al menos en un primer momento, y en cualquier caso no estaba dispuesto a cambiar su forma de actuar. Su cultura religiosa estaba imbuida de superficialidad y esteticismo y era incapaz de captar la importancia de la justificación por la fe y la teología de la cruz.
En 1517, año célebre por las famosas «95 tesis» sobre las indulgencias elaboradas por Lutero, León X estuvo a punto de ser envenenado por su médico a instancias del cardenal Petrucci, conjura descubierta en el último momento gracias a una carta interceptada en la que el cardenal daba las últimas instrucciones. Petrucci fue arrestado, procesado y estrangulado en el castillo de Sant’Angelo junto a sus cómplices más inmediatos, que fueron descuartizados. Cuatro cardenales más, que conocían la conspiración, fueron depuestos y sus bienes requisados, pero el papa no se fio más de los nueve restantes, por lo que creó de un sólo golpe treinta y dos cardenales adictos.
Su pontificado puede resumirse como una gran escenificación teatral, con más de 683 servidores en su corte, que se encargaban de programar una fiesta continua con banquetes, representaciones, ceremonias tanto religiosas como profanas, cacerías y recitales de poesía. Ya el día de su elección comentó a su hermano: «Gocemos del papado, ya que nos lo ha dado Dios», y no cabe duda de que lo intentó. No tuvo tensión moral ni inquietud religiosa, precisamente cuando la Iglesia sufrió una de las crisis más radicales de su historia.
El pintor Rafael le dedicó uno de los cuadros más hermosos de la historia del arte, conservado actualmente en el palacio Pitti de Florencia. Representó al papa entregado a sus aficiones humanistas. Tiene delante de sí una Biblia napolitana y mantiene entre sus delicadas manos la lupa. Probablemente, más que leer la Biblia se dedicaba a observar las miniaturas que acompañaban al texto.
Adriano VI (1522-1523). Adriano Florisz recibió su formación humana y cristiana de los Hermanos de la Vida Común, una comunidad religiosa conocida por su austeridad y coherencia. Estudió en la Universidad de Lovaina y allí fue profesor, canciller y rector. Fue preceptor y consejero del futuro Carlos I, y cuando éste fue nombrado rey de Castilla, envió a Adriano a España para negociar con Fernando el Católico, quien desconfiaba de su nieto mayor, que no hablaba castellano ni conocía sus reinos.
Elegido obispo de Tortosa, inquisidor de Aragón, Castilla y Navarra, cardenal y regente de España en ausencia de Carlos durante la difícil situación de la revuelta comunera, era hombre austero, honrado y sensato.
Los cardenales lo eligieron papa cuando se encontraba en Vitoria, vigilando la invasión de Guipúzcoa por parte de los franceses. Allí recibió la noticia, y con calma se dirigió a su diócesis de Tortosa, donde embarcó camino de Roma. «Sólo tu vida enteramente irreprensible —escribió al recién elegido Juan Luis Vives— te ha elevado al más alto puesto de la Tierra.» Naturalmente, esta elección resultaba a primera vista contradictoria y problemática. ¿Cómo podían unos electores mediocres, aseglarados y venales elegir a quien les iba a dirigir y gobernar con autoridad suprema motivado sólo por unas virtudes contrarias a sus hábitos e intereses?
Mientras Adriano se ponía en camino con dirección a Tortosa, Íñigo de Loyola recorría el mismo camino hacia Barcelona y Manresa. Íñigo cabalgó en una mula, solo, buscando la mayor gloria de Dios y el perdón de los pecados. El nuevo papa caminaba acompañado, muy acompañado, pero sospecho que su soledad interior y su zozobra eran acongojantes. Nunca había estado en Roma, tenía una pésima opinión de los romanos, no sabía bien qué medios utilizar ni cómo conseguir lo que consideraba imprescindible. Íñigo y Adriano eran conscientes, en cualquier caso, de que había que reformar la Iglesia.
Ocho meses después de su elección fue coronado en San Pedro. Desde el primer momento resultaron evidentes las diferencias de estilo, personalidad y concepción del pontificado entre el nuevo papa y el anterior. Frente al lujo, la cultura refinada y el talante mundano del Medici destacaba la austeridad, interioridad y sencillez de Adriano. Naturalmente, su carácter nórdico chirriaba con el desenfado del carácter italiano.
Adriano mostraba una actitud pastoral y moral que congeniaba con la línea de Cisneros a lo largo de su episcopado. Era un universitario, pero más al estilo antiguo que al nuevo. En todos sus actos manifestaba su espíritu religioso. El que un papa celebrara misa a diario era cosa tan nueva que todos los cronistas resaltaron su piedad. Los romanos se habían acostumbrado de tal manera a considerar al papa como príncipe temporal y mecenas que no acabaron de comprender a un pontífice que centraba su labor y su interés en ser pastor de almas.
La aversión al papa extranjero se convirtió en odio acerbo a medida que Adriano fue mostrando sus planes de reforma radical de la aseglarada Curia.
Su idea de que era necesario reformar la Iglesia era anterior a su elección y tenía que ver con su formación religiosa y con el convencimiento de que era en Roma donde se generaban buena parte de los escándalos religiosos. Por otra parte, desde el primer momento de su pontificado numerosas personas le enviaron memoriales pidiéndole cambios. Recordemos el de Juan Luis Vives, en el que reclama el restablecimiento urgente de la paz en la cristiandad y la reforma radical del clero, para lo cual consideraba necesaria la convocación de un concilio.
En el consistorio del 1 de septiembre de 1522, con una audacia sin precedentes, denunció Adriano los vicios de la Curia Romana, prometió corregirlos con celeridad y reclamó la ayuda de todos para conseguirlo. Adriano fue muy exigente con los cardenales, pero no redujo a ellos la exigencia de cambio: diezmó el número de los que vivían de puestos innecesarios, suprimió costumbres poco cristianas, castigó la inmoralidad pública y a cuantos abusaban de sus cargos para enriquecerse, atacó de frente la burocracia eclesiástica. Dada su desconfianza y la mala opinión que como buen nórdico tenía de los curiales y de los latinos en general, no supo distinguir ni tener junto a sí a cuantos eran dignos y capaces y terminó encerrándose en un pequeño grupo, no siempre capaz de aconsejar y de actuar como correspondía a un obispo de la Iglesia universal. Se le acusó de ser lento en la resolución de casos y excesivamente riguroso. Y lo era, bien porque no llegó a comprender el engranaje de la administración eclesial, bien porque su desconfianza le llevó a intentar conocer de primera mano los distintos asuntos.
De él se dijo, comparándole a su antecesor, que desconocía la simulación y la doblez en el lenguaje. Fue ajeno al nepotismo, y esta actitud, tan necesaria siempre en Roma, resultó desconcertante no sólo por desconocida, sino también porque dejaba al papa aislado y débil, sin defensas.
Su mérito principal consistió en haber descubierto los daños que afligían a la Iglesia, en haber mostrado su voluntad de remediarlos, señalando con perspicacia los verdaderos medios para ello, y en comenzar la reforma por arriba, por la cabeza, con decidida resolución.
En efecto, la reforma eclesiástica era el primer punto del programa de Adriano para su pontificado. El segundo se refería al luteranismo, que parecía extenderse con rapidez sorprendente. Y el tercero a la defensa de Occidente contra el avance de los turcos. Adriano concibió la reforma como la purificación de la administración central de la Iglesia, pero tal vez no fue consciente de que la reforma luterana era esencialmente un movimiento religioso, una reforma por medio de la teología, que comportaba un cambio de la estructura fundamental de la Iglesia tal como era entonces conocida. Nadie dudaba de la necesidad de esa reforma. El problema real consistía en el modo, el método y su extensión, tanto en lo accidental como en lo sustancial.
La sorprendente claridad con la que el papa aceptó públicamente las culpas eclesiales ha sido considerada por algunos historiadores como ingenua y contraproducente, ya que pareció confirmar a los protestantes en sus acusaciones. Sin embargo, constituye una de las páginas más valientes y honradas de la Historia. Sólo con esta confesión se dio el supuesto de una profunda reforma cristiano-eclesiástica que no habría podido llegar, conforme a la esencia del cristianismo, de otra manera. La confesión de Adriano fue el verdadero comienzo de la reforma católica en Alemania.
Adriano, que conocía bien las perentorias necesidades económicas de Carlos I, concedió las rentas de los maestrazgos de forma permanente a la Corona de Castilla, convirtiendo a su rey en el mayor señor de la cristiandad gracias a los fondos que tales órdenes militares conseguían. La cantidad se ha cifrado en torno a los cien millones de maravedíes anuales, con un ligero aumento a lo largo del reinado.
El papa murió repentinamente poniendo fin a un pontificado que apenas había durado año y medio. En su tumba se colocó un epitafio que parece explicar el fracaso del difunto: «¡Oh! ¡Cuánto importa, aun para el más excelente varón, en qué época ejercita su virtud!» Adriano chocó contra su tiempo, bien porque era inevitable, bien porque su cintura era rígida y su capacidad de asimilación de otras culturas, climas y formas de vida resultó exigua. O quizá porque, aun manteniéndose exigente en lo sustancial, no fue capaz de manejarse de otra manera en lo accidental.
Clemente VII (1523-1534) era hijo natural de Giuliano de Medici, asesinado en Florencia durante la conjura de los Pazzi. Lorenzo de Medici le trató como un hijo. Buena parte de su vida la pasó luchando en favor de la recuperación del poder de Florencia para su familia, siempre bajo la dirección de su primo Juan, hasta que éste alcanzó el pontificado. Guicciardini escribió que por su voluntad siempre estuvo inclinado a la profesión de las armas, pero llevado por los hechos acabó siendo sacerdote. León X le nombró arzobispo de Florencia y cardenal, y le entregó innumerables beneficios de los que obtenía pingües rentas, de manera especial su cargo de protector de Francia e Inglaterra. No cabe duda de que se encontraba en la vía hacia el pontificado.
A pesar de su juventud había demostrado buenas cualidades diplomáticas y conocimientos económicos en cuanto vicecanciller de la Iglesia, con un comportamiento serio y honesto. Como arzobispo de Florencia convocó un concilio provincial que tenía que poner en práctica las aspiraciones del concilio de Letrán y acabar con los seguidores de Savonarola, no sólo por motivos eclesiásticos, sino sobre todo por política medicea. En el cónclave le apoyó buena parte de los cardenales, pero para ganar necesitaba el apoyo del cardenal Colonna, a quien compró de la misma manera que compró a otros, prometiendo repartir sus beneficios entre ellos.
El gran cardenal fue, sin embargo, un pequeño papa, indeciso, pusilánime, nunca franco y siempre dispuesto a confiar en alguna astucia o a buscar refugio en el tiempo. Según Maquiavelo, aunque se consideraba extraordinariamente hábil, como buen Medici, en realidad se dejaba engatusar como un niño.
Los españoles consideraban al papa una criatura del emperador, pero Clemente siguió la misma política de León X: conseguir a toda costa la libertad para Italia, y quiso ser neutral entre el emperador y Francisco I. En 1524 rechazó la convocatoria de un concilio pedido por Carlos I, en parte porque siendo hijo ilegítimo temía que el concilio le depusiera con ese pretexto y, también, por temor a que los obispos exigieran la reforma de la Curia, algo que no sabía o no estaba dispuesto a realizar. No cabe duda de que el recuerdo de la actitud antipontificia de los concilios de Constanza y Basilea influyó de manera determinante en el recelo de los papas siguientes, pero debemos tener en cuenta también su rechazo espontáneo a cuanto significaba reforma, cambio de la organización curial y limitación de su poder absoluto. Esta actitud le indispuso con el emperador, quien estaba convencido de que sólo un concilio solucionaría el problema alemán. De hecho, al no convocar un concilio, Clemente VII abandonó la iniciativa de la reforma de la Iglesia al luteranismo.
Resultó más grave su política de engaño a Carlos I y de apoyo a Francia, concediendo incluso al ejército galo la facultad de paso por los Estados de la Iglesia con el fin de que conquistaran Nápoles, territorio perteneciente al rey de España. El ideal que tenía ante los ojos el papa Medici, al iniciar su gobierno, consistía en ser lo más imparcial e independiente posible, así respecto del emperador como de Francia. Sobre todo deseaba trabajar para el restablecimiento de la paz europea, doblemente necesaria tanto por el peligro de los turcos como por los progresos de la herejía en Alemania, al tiempo que aseguraba la libertad de Italia y del pontificado. Sin embargo, le faltaron resolución, firmeza, intrepidez y sobre todo transparencia y lealtad. El emperador no aguantó más, definiéndole oficialmente como «lobo», no como «pastor».
En 1527 se produjo el famoso «saco de Roma», uno de los sucesos más presentes en la memoria histórica eclesiástica y romana. Durante dos semanas los soldados imperiales de Carlos I, en gran parte alemanes dirigidos por el condestable Borbón, robaron, asesinaron y arrasaron cuanto se les puso por delante. Clemente VII se refugió en el castillo de Sant’Angelo, donde viviría días de horror y angustia, consciente de los incendios, saqueos y muertes, y temiendo lo peor para él. La ciudad ofrecía una imagen verdaderamente luctuosa de duelo y miseria. Cuatro quintas partes de sus casas quedaron deshabitadas; las ruinas formaban un espectáculo conmovedor para cuantos conocían la antigua Roma. Todas las iglesias se hallaban en un estado espantoso: los altares despojados de ornatos y la mayoría de las imágenes destrozadas. Sólo en las iglesias de españoles y alemanes se había celebrado la liturgia durante el tiempo de la ocupación.
Los españoles y, naturalmente, el emperador no aprobaron lo sucedido, pero lo explicaron como necesario castigo divino a tanta corrupción y mentira presentes en la ciudad pontificia. Así lo explica Alfonso de Valdés en sus célebres Diálogos: «El papa tomó las armas contra él [Carlos I] haciendo lo que no debía, y deshizo la paz, y levantó nueva guerra en la cristiandad.» Luis Vives, desde su observatorio de Brujas, no dudó en calificar la situación de «guerra civil» entre los pueblos cristianos.
Años más tarde Clemente encargó a Miguel Ángel el Juicio Final de la Capilla Sixtina, tal vez una alusión al horror del saco de Roma y a sus angustiosas experiencias personales. Desde entonces buena parte de los cónclaves se han celebrado en este extraordinario escenario, expresión de la justicia divina y de la fragilidad humana.
En 1530 Carlos fue coronado emperador en Bolonia. Allí hablaron del concilio, pero Clemente siguió negándose a su convocatoria con mil excusas, retrasándolo hasta después de que se consiguiera la paz general, es decir, a las calendas griegas, si consideramos que el escenario real hacía totalmente imprevisible una situación de paz generalizada. Escribió el sabio Contarini que parecía que Clemente quería regular los abusos de la Iglesia, pero sin poner ningún remedio.
En 1524 este papa promulgó un Breve concediendo a la Inquisición del reino de Aragón jurisdicción sobre la sodomía, sin tener en cuenta si en ella estaba presente o no la herejía. A partir de entonces los inquisidores aragoneses conservaron esa nueva autoridad, a la que nunca renunciaron, a pesar de las reiteradas quejas formuladas en las Cortes de Monzón en 1533. Ni siquiera la Inquisición romana ejercía jurisdicción sobre la sodomía. El castigo previsto por la ley, aplicado con todo rigor por el Estado, era ser quemado vivo.
En 1533 Enrique VIII de Inglaterra, que tanto había atacado a los luteranos, se casó con Ana Bolena, al tiempo que independizaba su reino de la sujeción a Roma. Clemente había sido cardenal protector de Inglaterra, pero se encontraba atado de pies y manos ante un poderoso emperador que había demostrado en Roma su fuerza y que era sobrino de la esposa repudiada del rey Enrique. No sólo no le concedió la nulidad matrimonial pedida, sino que excomulgó al rey inglés, rompiendo así toda posibilidad de composición.
Su escasa formación teológica le impidió comprender el significado de la doctrina luterana. El teólogo Alejandro le fue introduciendo en este tema, pero sus medidas en pro de un diálogo con los protestantes fueron inexistentes, aunque hay que reconocer que tampoco éstos estaban dispuestos a modificar la más mínima de sus posturas.
Pablo III (1534-1549), llamado Alejandro Farnese, consiguió el cardenalato gracias a su hermana, la hermosa Julia, favorita de Alejandro VI, con quien tuvo un hijo siendo papa. Mantuvo toda su vida un innegable espíritu mundano, pero resulta fácil descubrir en su trayectoria dos periodos contrapuestos. Durante su juventud compartió el espíritu frívolo y amoral tan característico de la época renacentista. Engendró diversos hijos, aunque legitimó sólo a tres, Pedro Luis, Pablo y Constanza. En 1513, a los cuarenta y cinco años, fue ordenado sacerdote y ordenó su vida según pautas eclesiales y morales.
Era consciente de la necesidad de reformar la Iglesia, anclada en una situación dramática en la que no faltaba el clamor de tantos creyentes que exigían una purificación general. Aprobó nuevas órdenes religiosas que conseguirán un cambio profundo en la formación y la pastoral del clero: teatinos, somascos, barnabitas, capuchinos, camilos y, sobre todo, los jesuitas (1540) renovarán la vida espiritual del catolicismo, dignificarán la vida eclesial y conseguirán que la institución sea más respetada y seguida.
En 1540 llegó a Roma un grupo de sacerdotes y laicos españoles guiados por Ignacio de Loyola, de familia noble, de formación universitaria en Alcalá, soldado herido en la defensa de la ciudad de Pamplona, estudiante de teología en París. Pensaron en un primer momento en ir a Tierra Santa como misioneros, pero finalmente se pusieron a disposición del papa para llevar a cabo cualquier misión a la que quisiera enviarles. En 1540 Pablo III emanó la bula Regiminis militantis Ecclesiae, en la que aprobaba esta «Compañía de Jesús», siendo Ignacio su primer general. Los jesuitas se convirtieron en la fuerza más revolucionaria, más creativa y más importante de la reforma católica, y en uno de los baluartes principales del papado.
En 1536 Carlos I visitó Roma y ante el papa y el colegio cardenalicio pronunció un vehemente discurso en el que acusó duramente a Francia por perturbar la paz. Durante casi una hora el emperador habló en español y dejó asombrados a todos los presentes. Dos años más tarde se celebró la boda de la hija natural del emperador, Margarita de Austria, con el nieto del papa, Octavio Farnese. Aunque el matrimonio no tuvo éxito como tal, no cabe duda de que sirvió para unir a los Farnese con la corona española durante las décadas siguientes. Una vez más, resulta difícil distinguir qué prevalece: los intereses generales de la Iglesia o los de los familiares del pontífice de turno.
El papa se decidió finalmente a convocar a los obispos, de forma que el 13 de diciembre de 1545 comenzó sus sesiones el concilio de Trento, que a lo largo de tres sesiones responderá doctrinalmente a la reforma protestante y elaborará una profunda transformación moral y pastoral que caracterizará la vida del catolicismo durante los tres siglos siguientes. Durante este pontificado se celebró la primera sesión en la que se aprobaron importantes decretos sobre las fuentes de la Revelación, sobre los libros que constituyen la Biblia, sobre el pecado original y la justificación, y sobre la obligación que tienen los obispos de residir en sus diócesis.
El desarrollo conciliar renovó los enfrentamientos entre el papa y el emperador, sobre todo cuando el 11 de marzo de 1547 Pablo III ordenó que el concilio se trasladase de Trento, ciudad imperial, a Bolonia, situada en territorio pontificio, con el fin de dominarlo mejor, ya que temía que Carlos I influyera demasiado. Los obispos adictos al emperador permanecieron en Trento y la tensión entre ambas autoridades llegó al máximo, tanto más cuando un mes más tarde el emperador consiguió la gran victoria de Mühlberg contra los protestantes de la Liga de Esmalcalda. La muerte del papa y la elección de Julio III recuperaron las perspectivas del concilio.
Resultaba urgente responder desde dentro a la rebelión generalizada propugnada por Lutero, y para ello, además de las medidas propositivas, de las reformas en el modo de actuar y de creer, se plantearon qué hacer con las personas y grupos que se habían alejado ya de la tradición católica. La revolución protestante había traumatizado la conciencia católica por la rapidez con la que se había producido y por la extensión que había conseguido, y el espíritu general dominante en Europa no era ecuménico ni tolerante. Estas causas explican que en ningún momento se consideraran mutuamente como hermanos que sinceramente seguían a Cristo, sino como enemigos corruptos e indeseables.
En 1542 Pablo III aprobó la creación del Tribunal del Santo Oficio con el objetivo de combatir la herejía, una institución que había dado sus primeros pasos en Francia, ya desde los tiempos de la herejía albigense, y que había sido introducida en España durante el reinado de los Reyes Católicos. El talante del tribunal romano fue, tal vez, más conciliador.
De acuerdo con la mentalidad de los dominicos, que seguían con devoción las enseñanzas salmantinas de Francisco de Vitoria, el maestro del derecho de gentes, y deudores también de las proclamas de Bartolomé de las Casas, el papa defendió en dos ordenanzas, con enorme lucidez, los derechos de los indígenas americanos.
En 1541 los romanos, atónitos y entusiasmados, asistieron a la aparición pública del Juicio Final de Miguel Ángel. El artista, en la plenitud de sus facultades, terminó el palacio Farnese, probablemente el edificio más bello de la ciudad, y recibió el encargo de rehacer el Capitolio. La reforma no sólo no se oponía a la belleza y al arte, sino que la época de la Contrarreforma se caracterizará por la reconstrucción barroca de la ciudad.
Pablo III estuvo obsesionado por el deseo de mermar el poder imperial en Italia, y se empeñó en conseguir que Milán pasara a manos de un príncipe más débil o de un Farnese. Naturalmente, la tensión entre el papa y el emperador se disparó. También hubo grandes diferencias con motivo de los diversos planes sobre la reforma eclesiástica, sobre la marcha del concilio y sobre el papel del papa en las finanzas eclesiásticas de los territorios sujetos al emperador.
Nicolás Copérnico, tras años de investigación y cálculo, publicó en 1543, dedicándola a Pablo III, la obra De revolutionibus orbium coelestium, texto que marca una fecha decisiva en la historia del pensamiento occidental y en la que se expone una revolucionaria teoría sobre los movimientos planetarios. Llama la atención el gran número de obras nuevas dedicadas a los papas en aquellos siglos, signo inequívoco de su autoridad y, también, del patronazgo que sobre los artistas de todo género ejercieron los pontífices. La Iglesia católica sólo receló de la propuesta de Copérnico cincuenta años más tarde, cuando la escuchó de los labios de Giordano Bruno, quien había desarrollado hasta límites insoportables para Roma las implicaciones metafísicas y religiosas de la tesis copernicana.
Nos encontramos ante una época apasionante y creativa, menos monolítica de lo que nos imaginamos con frecuencia, aunque esta situación de mayor libertad y tolerancia no duró mucho tiempo. Miguel Ángel, algunos cardenales y no pocos espirituales humanistas se habían nutrido de los Coloquios espirituales y del magisterio del español Juan de Valdés, quien desde Nápoles, donde se había refugiado huyendo de la Inquisición española, difundía su religiosidad intimista en la cual conseguían fundirse erasmismo, luteranismo y misticismo alumbrado. Su ánimo espiritual fundaba la propia experiencia religiosa en la iluminación interior libre de cualquier ritualismo. Poco a poco, tras las determinaciones conciliares y el temor a que la marea protestante se extendiera entre unos cristianos generalmente incultos y poco formados, predominó el talante intransigente, rígido y poco tolerante.
Julio III (1550-1555), llamado en realidad Giovanni María Ciocchi del Monte, fue elegido en un cónclave en el que participaron 47 cardenales, muchos de ellos enfrentados por motivos políticos, es decir por su cercanía respectiva a Francia o a España. A pesar de la gravedad de la situación eclesial, el clima que en la reunión se respiró estaba marcado por intereses más espurios.
Este papa había sido uno de los presidentes de la primera sesión conciliar, pero no demostró en el ejercicio de su cargo ser consciente de todo lo que estaba en juego ni tampoco supo ver la urgencia de favorecer un nuevo talante y una decisión enérgica en la organización y dirección de la comunidad cristiana, si pretendía reaccionar con eficacia y responder a las nuevas doctrinas y a los cambios propuestos.
Le gustaban las corridas de toros, el carnaval, los festines interminables y la caza. Se construyó una espléndida villa en medio de un gran parque a las afueras de la ciudad, y en ella disfrutó de sus abundantes ratos de ocio.
Durante la segunda sesión del concilio se estableció la doctrina sobre la eucaristía, la confesión y la extremaunción. Con la llegada al concilio de un grupo de protestantes con el fin de entablar un diálogo teológico pareció que podría restablecerse la concordia, pero pronto se demostró que el ambiente y el modo de afrontar los problemas no era el idóneo para conseguir resultados positivos.
Durante su pontificado murió Enrique VIII de Inglaterra y subió al trono la católica María Tudor. Las esperanzas de un retorno del país a la obediencia romana parecían fundadas, dadas las disposiciones favorables de la reina. El legado pontificio, cardenal Pole, primo de la reina, colaboró eficazmente en este cometido. Incluso el matrimonio de María con Felipe II, que fue una sorprendente equivocación política, pareció favorecer la vuelta al pasado. La muerte inesperada de la reina y la subida al trono de su hermanastra Isabel acabaron bien pronto con estas esperanzas.
Marcelo II (1555), cuyo nombre real era Marcelo Cervini, de ánimo noble y sereno, fue elegido por aclamación en un momento en el que los cardenales eran conscientes de la necesidad de proceder con urgencia y decisión a la reforma eclesial. Marcelo Cervini parecía el hombre adecuado para emprenderla.
Quienes lo conocían pusieron sus esperanzas en su vida íntegra, su modo de ser y su actuación. Seripando, el importante cardenal reformista, se sinceró: «He rezado para que llegase un papa capaz de liberar de la humillación en la que habían caído las bellas palabras como Iglesia, concilio, reforma. Con esta elección considero que mi deseo se ha realizado.» Los decretos conciliares sobre la justificación y la residencia de los obispos fueron en gran parte obra suya. Laínez y Salmerón fueron sus teólogos en Trento.
Su pontificado fue, sin embargo, uno de los más cortos de la historia: veinte días. Aún así resultó suficiente para demostrar su calidad humana y la seriedad con que estaba dispuesto a afrontar la purificación religiosa de la organización eclesial. La dicha duró poco y el papa falleció antes de que fuera conocido por sus fieles.
Parecía que el destino abortaba las intenciones y la vida de los papas decididos a que el espíritu evangélico se impusiese. Había sucedido lo mismo con Pío III y con Adriano VI. La misa a seis voces de Pierluigi Palestrina, a él dedicada, constituye una de las pocas herencias de aquel pontificado, aunque nunca se conoce del todo el impacto de un testimonio ejemplar o de una decisión tomada en la buena dirección.
Pablo IV (1555-1559), llamado Juan Pedro Carafa, fue elegido a pesar de que Carlos I había dado a conocer su veto. Tenía casi ochenta años, pero conservaba toda su energía juvenil. Era de familia napolitana, cofundador con san Gaetano de Thiene de la orden de los teatinos. Poseía ideas claras, una voluntad decidida y radical, pero no siempre equilibrada. A pesar de su rigorismo moral y religioso careció de prudencia en las actuaciones políticas y se fio demasiado de sus sobrinos, especialmente de Carlos Carafa, un ambicioso capitán de fortuna sin escrúpulos ni moralidad, cardenal diácono con enorme poder durante unos años, a quien el papa expulsó de Roma junto a su hermano Juan, duque de Paliano, cuando se enteró de sus desmanes, y a quien su sucesor Pío IV condenó a muerte tras un proceso regular.
Nunca habló Pablo IV de concilio porque juzgaba que se trataba de un procedimiento demasiado lento que podía escapársele, y decidió actuar en persona, es decir, según sus ideas y su carácter. Pensó que las medidas represivas eran las más eficaces contra la herejía, y potenció la Inquisición, ampliando sus atribuciones más allá del campo dogmático hasta comprender temas de moral y costumbres. La pena de muerte fue aplicada con más alegría y frecuencia que antes. Promulgó un índice de libros prohibidos excesivamente severo, lo que causó la indignación de personas conocidas por su lucha contra la herejía. San Pedro Canisio, uno de los responsables de la recatolización de Alemania, afirmó que este índice constituía un escándalo. Los jesuitas protestaron enérgicamente contra esta medida, porque tenían la impresión de que prohibiciones tan drásticas no resultaban útiles, sabia reflexión que raramente ha sido tenida en cuenta a lo largo de estos siglos. El integrismo dominó la situación y personajes intachables sufrieron prisión o la ignominia de la sospecha.
Eligió 17 cardenales favorables a la reforma y creó una comisión compuesta por 62 miembros con el fin de elaborar un amplio plan para la reforma de la Curia Romana. Muchas de las decisiones eran buenas y necesarias, pero el clima dominante comenzaba a ser irrespirable. El excesivo rigor, las medidas inquisitoriales y la irresponsabilidad de sus parientes provocaron tal malestar que, a su muerte, el pueblo abrió las cárceles, incendió la sede de la Inquisición y saqueó el convento de los dominicos responsables de la misma.
Odiaba a Carlos I como napolitano y como italiano, y también como católico y como papa. Probablemente también odiaba a los españoles, a los que consideraba casta de judíos y «marranos», odio que con el pasar de los años se convirtió en frenesí. En un momento determinado pensó en deponer a Carlos I y a su hermano Fernando I, señal de su intemperancia y, sobre todo, de su senilidad. Más tarde, apoyando a Enrique II de Francia, declaró la guerra a España, conflicto que conmocionó a la opinión pública del país ibérico. Felipe II convocó la acostumbrada consulta de teólogos y Melchor Cano, el famoso dominico, señaló que en el pontífice cabía distinguir dos personalidades, una como pastor de la cristiandad, al que se debía respeto y sumisión, y otra como señor temporal de los Estados pontificios, contra el que cabía defenderse de sus ataques e injurias.
El duque de Alba escribió una carta en la que dice: «No pudiendo faltar a la obligación que tengo como ministro, a cuyo cargo está la buena gobernación de los Estados de S. M. en Italia, ni aguantar más que V. S. haga tan malas fechorías y cause tantos oprobios y deshonores a mi rey y señor, faltándome ya la paciencia para seguir los dobles tratos de V. S., me será forzado no sólo a no deponer las armas, como V. S. me dice, sino proveerme de nuevos alistamientos que me den más fuerzas para la defensión de mi dicho rey y señor de estos Estados y aun para poner a Roma en tal aprieto que conozca en su estrago se ha callado por respeto y se sabe demoler sus muros.» Después se adueñó de gran parte del territorio pontificio, llevando el pánico hasta la propia Roma, que todavía recordaba el saco sufrido en 1527. Lo más chusco del caso fue que, en aquel momento, los únicos que defendían al papa eran soldados alemanes protestantes, porque los romanos se habían esfumado. La victoria de San Quintín puso al papa totalmente a merced del duque, lo que le obligó a renunciar a la liga con Francia que tan mal resultado le había dado.
En esa misma época la católica María Tudor había conseguido la vuelta del reino inglés a la fe católica. Naturalmente los primeros pasos había que darlos con tiento, y uno de los temas más conflictivos era el de los bienes eclesiásticos, repartidos por Enrique VIII. Julio III había adoptado el sabio acuerdo de no urgir su devolución, pero Pablo IV entró en el tema como un elefante en una cacharrería: declaró que era urgente la devolución de los bienes so pena de condenación eterna. Mandó recolectar el dinero de san Pedro, combatió apasionadamente a Felipe II, marido de María Tudor, y despojó de su dignidad al legado cardenal Pole, a quien odiaba y a quien persiguió. Es decir, hizo todo lo que pudo para impedir la conciliación de Inglaterra con Roma. En este papa se comprobó la veracidad del juicio de que, con frecuencia, son más nefastos los necios que los pecadores.
La muerte de Pablo IV se vio seguida de tres días de desórdenes graves en Roma: el pueblo hizo pedazos una estatua levantada en su honor, arrancó de todas partes las armas de los Carafa, y asaltó las cárceles del Santo Oficio, quemando papeles y liberando presos. Más tarde, con el nuevo papa, se formó un proceso a los sobrinos de Pablo IV, a los que se condenó a muerte, acusados de robo, asesinatos, falsificaciones y gobierno despótico. Todo ello agravado por el engaño constante de su tío.
Fueron necesarios cuatro meses para elegir al sucesor, el milanés Pío IV (1559-1565), llamado en verdad Juan Ángel Medici, tras un cónclave que comenzó con retraso a causa de la sublevación popular y que se desarrolló con llamativas intervenciones externas. Algunos enviados de las cortes europeas consiguieron introducirse en el cónclave como acompañantes de los cardenales y, a través de ventanas y aperturas en los muros, los embajadores imperiales, franceses y españoles conversaban con los cardenales de los respectivos partidos confiándose las respectivas indicaciones.
Para evitar tales abusos, Pío IV emanó una bula con normas precisas sobre el desarrollo del cónclave, exigiendo absoluta clausura. Además introducía la distinción neta entre la competencia electoral del cónclave y sus atribuciones sobre la gestión de la Iglesia durante el periodo de sede vacante. En este ámbito, para atajar cualquier veleidad de los cardenales, recordaba la incapacidad jurídica del colegio cardenalicio para ejercitar poderes que corresponden al papa, tales como el legislativo y el jurisdiccional.
Este papa, elegido por un compromiso entre el partido español y el francés, era un jurista ayuno en conocimientos teológicos, amante de la vida y con sentido mundano, que no pertenecía al partido reformista ni tenía mucho que ver con exigencias, austeridades o castigos. Con el fin de superar la situación dejada por Pablo IV, de responder a la angustiosa situación eclesiástica y de mantener las capitulaciones electorales que habían insistido en la urgencia de eliminar la herejía y favorecer la reforma eclesiástica, retomó la política de Pablo III y Julio III y decidió continuar el concilio.
Pío IV intentó darle una dimensión ecuménica, invitando a los ortodoxos, a algunas Iglesias protestantes y a los anglicanos, pero resultó imposible conseguir una respuesta positiva. Por otra parte, tuvo que afrontar las diversas y encontradas posturas de Felipe II, la corte francesa y el emperador Fernando I.
Pío IV fue el papa que reabrió y concluyó el concilio con la ayuda del cardenal Morone, personaje propicio al diálogo con las nuevas corrientes religiosas y por eso mirado con sospecha por el cardenal Carafa, futuro Pablo IV. Tuvo también el apoyo incondicional de su joven sobrino Carlos Borromeo, a quien nombró cardenal a los veintidós años e inmediatamente después secretario de Estado. Pocas veces el nepotismo ha dado un fruto tan valioso. En esta sesión los teólogos jesuitas españoles Laínez y Salmerón hicieron una decidida defensa de los derechos del papa y se opusieron enérgicamente a cualesquiera intentos de recortar su poder por parte del concilio. Poco a poco fueron desapareciendo también las limitaciones tradicionalmente impuestas hasta el siglo XV por los teólogos dominicos sobre este tema. De hecho, los más eximios representantes de la Escuela de Salamanca, como Francisco de Vitoria (1546) y Melchor Cano (1560), aunque por un lado siguieron defendiendo la teoría de que el papa debía servirse de los «medios humanos» en la búsqueda de la verdad y, por consiguiente, debía contar con el apoyo de la Iglesia antes de promulgar una definición, por otro declaraban que Dios garantizaba que de hecho el papa actuara siempre de esta manera.
El concilio de Trento hundió el bisturí en tres llagas: la ignorancia del clero y del pueblo; la división del clero y su distanciamiento con respecto al pueblo, con la consiguiente disminución de la acción social de la Iglesia; y la supina sujeción del clero al poder laico. El concilio aportó una doctrina teológica suficientemente equilibrada y unas importantes medidas disciplinares: seminarios para la formación del clero en cada diócesis, Catecismo para la formación de los jóvenes y homilías obligatorias cada domingo del año para la formación del pueblo cristiano. Impuso la celebración de sínodos diocesanos cada tres años, eficaz medio de examinar la situación de las diócesis y de realizar un sincero examen de conciencia. Obligó a obispos y sacerdotes a residir allí donde estaba su puesto y a dedicarse en exclusiva a la tarea pastoral.
Es decir, el concilio de Trento estableció nuevas leyes para la disciplina interna de la Iglesia y examinó las doctrinas rechazadas o reinterpretadas por los protestantes. La reforma interna suprimió muchos abusos, pero en las doctrinas afirmó con vehemencia las tesis que los protestantes habían atacado: el derecho exclusivo de la Iglesia a interpretar la Biblia y la aceptación de la Escritura y de la Tradición como fuentes de la Revelación; la validez de los siete sacramentos, la doctrina de la transustanciación, o la veneración de la Virgen María y de los santos.
Este movimiento de reforma administrativa y doctrinal vino acompañado de una ola de entusiasmo religioso. Fue el tiempo de los grandes reformadores, como el ya citado Carlos Borromeo, durante su arzobispado de Milán, o de los predicadores y luchadores contra la herejía, como san Ignacio de Loyola, y de los grandes místicos, como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, espléndidos prosistas y poetas castellanos.
La Iglesia postridentina ha tenido como características inconfundibles el ser una Iglesia romana, muy centrada en el papa, muy clerical, con una descarada marginación de los laicos, es decir, de más del 99 por ciento de sus componentes. Por otra parte propició un catolicismo excesivamente popular, es decir, con una religiosidad demasiado centrada en las reliquias, las imágenes, los santos y las devociones de toda especie.
El descubrimiento de las catacumbas y el pensamiento siempre presente de los combates que libraban los apóstoles de la fe en Europa y los misioneros en el resto del mundo había ido inclinando los espíritus hacia la historia de los mártires. Desde la segunda mitad del siglo XVI varios eruditos trazaron el cuadro de las persecuciones, pero todos estos trabajos quedaron anulados por el gran libro de Baronius que apareció en 1588 y en cuyos tres primeros volúmenes hizo revivir con rigor la historia de los mártires. La deliciosa estatua tendida de santa Cecilia, obra de Stefano Maderno, imitada después para representar otras mártires igualmente objeto de devoción en la ciudad, representa muy bien la época.
Pío V (1566-1572), de nombre Miguel Ghisleri, era de origen humilde. De niño pastoreó rebaños y fue a la escuela de casualidad. Entró en la orden de los dominicos a los catorce años, fue buen estudiante y se convirtió en buen teólogo. Se ordenó sacerdote a los veinticuatro años de edad. El conocido historiador Braudel le describe como «uno de esos innumerables hijos de pobres entre los cuales la Iglesia halló frecuentemente, en el siglo de la Contrarreforma, a los más apasionados de sus servidores. […] Pío V tiene el fervor, la dureza extremada, su negativa al perdón. Ya no es de ninguna manera un papa del Renacimiento; ha pasado el tiempo».
Exigente consigo mismo, tendía al rigor en todos sus actos y pensamientos. Braudel sigue describiéndole con acierto: «Vive en lo sobrenatural, hundido en sus fervores; el no estar en este bajo mundo encerrado en los mediocres cómputos razonables de los políticos es lo que hace de Pío V una gran fuerza de historia imprevisible, peligrosa.» Pablo IV le nombró cardenal y gran inquisidor en Roma después de una larga carrera como comisario inquisitorial en la que demostró su efectividad y carácter meticuloso al investigar con fruición todos los detalles que pudieran incriminar a un posible heterodoxo. Llevó siempre una vida simple y monacal e impuso con determinación medidas reformadoras para el clero diocesano y regular romano.
Los 55 cardenales electores, en gran parte movidos por Carlos Borromeo, le eligieron, conscientes de que con ello estaban imponiendo a la Iglesia una línea plenamente reformista. Hay que decir también que el apoyo de Felipe II fue decisivo. Desde el primer momento se rodeó de compañeros de la Inquisición y de colaboradores de Pablo IV, y de hecho consideró que este tribunal constituía uno de los órganos decisivos de su gobierno.
Nada sabía de política y no intentó aprender. Simplificó la corte pontificia y decretó medidas de moralidad pública que hicieron temer que se pretendiera la conversión de la ciudad en un inmenso convento. Por ello la inicial bienvenida gozosa del pueblo romano se transformó en temor y rechazo; temor por las medidas crueles contra quien infringía las normas impuestas, y rechazo ante un talante inmisericorde y dispuesto a acabar con cuantos disentían. Era suya la afirmación de que las medidas de dulzura para nada servían, por lo que había que utilizar la severidad y el exterminio.
El rigorismo, la absoluta intolerancia y la represión constituyeron el talante y el método de actuación de una Iglesia triunfante en tantos sentidos, pero al mismo tiempo traumatizada por la acogida que a las ideas protestantes daban personas e instituciones, incluso las cercanas al ámbito eclesial.
Activó la visita pastoral a la ciudad, examinando con meticulosidad todas y cada una de sus parroquias. Se trató del primer paso para una radical transformación de la vida civil y religiosa de la urbe. Los confesores fueron examinados, los pobres atendidos, los jóvenes catequizados. En 1566 dio orden a los médicos de suspender la atención a aquellos enfermos que rechazasen los sacramentos. Todas las estatuas de la época clásica fueron eliminadas de los palacios pontificios.
Mandó preparar, corregir y editar el Misal y el Breviario romano, instrumentos decisivos para unificar la liturgia, que quedaba en todos los sentidos bajo la autoridad romana. Otro tanto debe decirse del Catecismo romano. Indirectamente, se trató de medidas que colaboraron con eficacia en la uniformización y centralización de la Iglesia, ya que a las diócesis se les fue suprimiendo cualquier capacidad de iniciativa. Se puede decir que éste fue el alto precio que hubo que pagar para enfrentarse con más autoridad y fuerza al protestantismo.
Desde el primer día de su pontificado mantuvo una óptima relación con Francisco de Borja, general de los jesuitas, a quienes utilizó profusamente, sobre todo en su programa misionero. Les dijo que era más importante la calidad que el número, por lo que les animó a bautizar sólo a aquellos cuya perseverancia estuviera razonablemente asegurada.
Pedro Canisio y los jesuitas en general trabajaron con denuedo en las regiones de lengua alemana contraponiendo el catolicismo reformado a un protestantismo que había perdido empuje y la gracia de la novedad. Carlos Borromeo, nombrado arzobispo de Milán, se erigió en modelo de una diócesis renovada en su clero y en sus métodos pastorales. Gracias a ellos y a muchos más el mundo católico fue purificando la vida de su gente, sus ritos y su forma de gobierno. Los obispos dejaron de ser grandes señores y residieron en sus diócesis; nuevas congregaciones religiosas dedicaron su atención a la enseñanza, a los más pobres y a los enfermos; la Iglesia fue consciente de que su tarea primordial consistía en promover la espiritualidad de los creyentes para acercarlos a Dios. No desapareció, obviamente, el pecado ni la infidelidad, pero los creyentes y, sobre todo, el clero redescubrieron la esencia de su fe y la escala de sus valores.
Su relación con Felipe II sufrió numerosos altibajos y dependió de los vaivenes de los territorios de la monarquía hispánica, del modo de gobernar de Felipe II y del carácter poco diplomático y poco político del papa. Según el cardenal Granvela, Pío V «tiene poca experiencia de negocios, y de tratar con príncipes grandes, y tiene muchos al lado que saben menos, a los cuales da gran crédito porque son de buena consciencia». El embajador Requesens advirtió a Felipe II de que Pío V necesitaba un trato diferente al de los demás papas, pues no entendía de consideraciones de prudencia humana ni de razones de Estado, y buscaba el servicio de Dios sin mirar las consecuencias prácticas y políticas. Estuvo dispuesto a favorecer al rey español, pero no aceptó actitudes que fueran contra lo que consideraba derechos fundamentales de la Iglesia.
Al poco tiempo de ser elegido se enturbiaron las relaciones con España a raíz de un percance diplomático en Roma. La causa: la precedencia entre los embajadores de España y Francia. La retirada airada del español Luis Requesens provocó un «breve» de Pío V, cálido y humilde, en el que rogaba a Felipe II que ordenase la vuelta del embajador. Le encarecía a olvidarse de las precedencias, que en nada afectaban a la grandeza de sus reinos y a su reputación. El papa tenía gran preocupación por Malta y sus caballeros sanjuanistas, sometidos en 1565 a un terrible asedio por la armada otomana, y en favor de Malta pidió la intervención de la duquesa de Parma, gobernadora de Flandes, para que favoreciese la venta de alumbre, cuyos beneficios se destinaban a la defensa de la isla.
Algo más tarde exigió la presencia del arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, para que su causa fuera juzgada en el tribunal romano. Felipe II dio largas al asunto, pero Pío V le escribió con una clara amonestación perentoria: «Si no hace así, en ninguna manera podríamos sufrir que esa causa se dilatase aún más, sino que nos veríamos obligados a ordenar al nuncio que pusiese su ejecución, sin miramientos a nadie, lo ordenado en nuestra carta.» Así incitaba al rey español a dar ejemplo al mundo de obediencia y respeto al Vicario de Cristo.
Su ardor guerrero le llevó a dirigir una cruzada contra los turcos que desembocó en la batalla de Lepanto (1571), victoria eficaz de la liga formada por España, Venecia y la Santa Sede, dirigida por don Juan de Austria. Pío V atribuyó este éxito al rezo del rosario, y éste fue también el sentimiento que anidó en los vencedores. Don Juan de Austria dio como homenaje a la Virgen su galera y se alejó temporalmente de sus armas en Nápoles delante de su estatua. El Senado de Venecia hizo incluir bajo el cuadro de la batalla de Lepanto, que había hecho pintar para la sala de sesiones, esta inscripción:
«No son las armas, ni los jefes, ni el coraje lo que nos ha dado la victoria, sino la Virgen del Rosario.» Algunos años después Gregorio XIII ordenó festejar cada primer domingo de octubre el rosario y, a la vez, la batalla de Lepanto.
Esta victoria no tuvo importancia estratégica a largo plazo, pero no cabe duda de que ayudó a recobrar la moral de los cristianos frente a unos turcos que ya no parecían invencibles. El historiador Paolo Paruta conmemoró en San Marcos de Venecia a cuantos habían perecido en la batalla con estas palabras: «Con su ejemplo nos han demostrado que, a diferencia de lo que hasta ahora pensábamos, los turcos no son invencibles […] Así puede decirse que si el comienzo de esta guerra fue para nosotros un periodo de oscuridad que nos arrojó a la noche perpetua, el coraje de estos hombres, como un verdadero sol del que brota la vida, nos ha otorgado la bendición de disfrutar del día más hermoso y más dichoso que esta ciudad ha visto en toda su historia.»
Roma celebró esta victoria con ceremonias que recordaban los antiguos fastos imperiales. El cortejo del romano Marco Antonio Colonna, capitán de las galeras del papa, desfiló el 4 de diciembre por las calles de Roma en una versión cristianizada de los triunfos solemnes con que se recibía a los ejércitos romanos vencedores de la antigüedad.
Felipe II persiguió con ahínco a los heterodoxos, movido indudablemente por su educación y manera de ser, pero sobre todo por la experiencia que había padecido su padre, a quien los protestantes complicaron y encresparon su reinado alemán, limitando su gloria y su proyección. Eran tiempos recios aquellos, no propicios para las minorías, las diferencias, la autonomía personal o el libre albedrío.
En 1570 Pío V excomulgó a Isabel I de Inglaterra con la pretensión de deponerla de su reino. Fue la última excomunión lanzada contra un soberano reinante, y constituyó una equivocación desafortunada, ya que dio a la reina inglesa el argumento que necesitaba para considerar a los católicos como traidores de lesa majestad.
Fue un papa decisivo en el cambio de página de un estilo de vida pontificio que había durado demasiado tiempo, pero su íntegra vida personal y la reforma institucional que propugnó tuvo el altísimo coste de una comunidad de fieles que vio cómo la libertad del acto de fe se transformaba en una imposición desorbitada y violenta por los medios utilizados.