VI. Roma exiliada y desgarrada

(1294-1447)

El Medioevo va evolucionando y agotándose lentamente hasta desaparecer al tiempo que fenece el siglo XIII. El paso a una nueva época tiene lugar a lo largo de un periodo que se prolonga durante decenios. En este periodo encontramos la sutil confrontación entre una mentalidad que no quiere perecer y el lento nacimiento de una edad nueva más culta y más rica pero, al mismo tiempo, desgarrada por enfrentamientos, divisiones y guerras sin cuento.

El pontificado de Gregorio VII abrió un periodo que se cerró con el de Bonifacio VIII (1295-1303). El conflicto del primero con Enrique IV, la deposición del emperador y la humillación de Canossa marcan el comienzo, mientras que asistimos al final con Felipe el Hermoso, Anagni y el impúdico gesto para con el papa vencido. Apenas dos siglos durante los cuales el papado domina el mundo occidental para dar paso, con el alba del siglo XIV, a una nueva época de crisis y cismas, con debates y rechazos, que condujeron al momento histórico conocido como la Reforma.

Los dos poderes dominantes en Europa —el pontificio y el imperial— pierden autoridad y prestigio. Se rompe de alguna manera la unidad cristiana de los pueblos y se abre paso un emergente sentimiento nacionalista que acompañará la formación de los Estados tradicionales europeos. Emerge un cierto e indefinido laicismo que busca más autonomía y más protagonismo de los laicos en la sociedad. Frente a los eclesiásticos, que hasta entonces eran las personas rectoras de la sociedad, cada día más los laicos aconsejan a los reyes, desempeñan embajadas y se muestran creativos en el campo económico. La cultura, sin dejar de ser coto de clérigos, se desenvuelve también en espacios ocupados mayoritariamente por poetas, pensadores y escritores laicos —Dante, Petrarca, Bocaccio— que siguen siendo clásicos en nuestros días. Se multiplican las escuelas municipales y los descubrimientos científicos en geografía, física y medicina, al tiempo que el escolasticismo, como método y sistema, cae en descrédito mientras triunfa la retórica clásica. Contra la autoridad y la jerarquía se levanta la razón personal, lo que da paso a un pensamiento individualista y subjetivo que influye en las escuelas filosóficas y en algunos teólogos, y que ofrece armas contra la autoridad dominante y la tendencia a la institucionalización.

La sociedad asiste a importantes transformaciones: prosperan las ciudades, sobre todo las costeras, a expensas del campo; los nobles se convierten en cortesanos, abandonando costumbres y ritos feudales; el comercio y la industria adquieren un fuerte desarrollo; aparece el capitalismo de los ricos comerciantes y banqueros; se impone el absolutismo real que, inevitablemente, invade el campo eclesiástico dando lugar a permanentes roces.

Antes del «destierro de Avignon» y también durante el llamado cisma, la vida de los papas y de Roma fue constantemente perturbada por los enfrentamientos entre las grandes familias nobles, que acaparaban los cargos y los beneficios tanto de la Iglesia como de la sociedad política, para mantener imperturbablemente su férreo dominio en la sociedad y en la Iglesia. Estos nobles guerreros poseían grandes fincas, controlaban sectores enteros de la ciudad y contaban con castillos en la campiña romana. Orsini, Colonna, Caetani y otros nombres sonoros constituirán motivo de permanente alteración en la vida de los papas, de forma que quien pretendiera fortalecer el poder pontificio tendría antes que aplastar esos poderes familiares, pretensión casi imposible en un sistema electivo en el cual se generaban permanentemente nuevas familias que ansiaban mantener el dominio y los bienes adquiridos durante el previo pontificado de un pariente suyo.

En esta historia eclesiástica se instaló además una anomalía que tiene mucho que ver con las reflexiones de estas páginas. El papa es papa porque es obispo de Roma, aunque naturalmente no tiene por qué vivir permanentemente en Roma. Como ya hemos visto, los papas medievales residieron con frecuencia en otras ciudades italianas, pero siempre de manera temporal y sin dejar de considerar a Roma como su lugar habitual de residencia. Sin embargo, durante el siglo XIV varios papas vivirán todo su pontificado fuera de Roma e incluso de Italia. En concreto en Francia, nación entonces emergente y con vocación de dominio. Es verdad que todos estos papas fueron elegidos como obispos de Roma, pero no pisaron su diócesis ni conocieron a sus fieles. Los creyentes de otras naciones, por su parte, desconfiaron de estos papas porque los consideraron demasiado sometidos a la voluntad y a la política de los reyes franceses (por ejemplo, de los 134 cardenales creados en Avignon, 112 eran franceses), de forma que el sentido de Iglesia sufrió en su universalidad y autonomía.

El caso de Roma no ha dejado de ser paradójico. Durante decenios la Ciudad Eterna permaneció huérfana, como oveja sin pastor. El papa se encontraba muy lejos y no daba la impresión de preocuparse excesivamente por la suerte de la urbe. A primera vista podría pensarse que se trataba del momento óptimo para lograr un gobierno civil pleno, pero no se consiguió. Parecía como si la ciudad sufriera un maleficio con relación a los papas: ansiaban desligarse de ellos para lograr la libertad ciudadana, pero si ésta llegaba, echaban de menos su presencia. Tal ha sido el sino de Roma hasta nuestros días.

Conviene tener en cuenta, por otra parte, que los papas de los siglos XIII y XIV habían internacionalizado su poder de tal manera y se habían implicado tanto en la complejidad de la política europea que, sin perder su obligada referencia a Roma, les resultaba ya imposible quedar reducidos a una ciudad provinciana y a menudo sofocante por sus intrigas populares y aristocráticas.

Da la impresión de que estos papas, que favorecieron una Iglesia centralizada y monárquica, se veían tan absorbidos por sus grandes objetivos temporales que no eran conscientes de la inquietud y el desconcierto espiritual presente en buena parte de los cristianos. Ninguno de estos pontífices intentó llevar a cabo la reforma eclesiástica necesaria, ni comprendió la razón evangélica de la búsqueda de la pobreza. Tampoco se dedicaron a lo específicamente suyo: la vida espiritual.

En el último cuarto de siglo la situación se complicó al producirse la elección simultánea de un papa en Roma y otro en Avignon, cada uno de los cuales proclamaba que era el verdadero, al tiempo que condenaba a su adversario como falso. No resultaba novedosa en sí misma la convivencia de un papa y un antipapa, pues es algo que había sucedido ya desde el siglo III, pero en este declinar del XIV, durante varios decenios la anomalía se complicó al no saberse con seguridad cuál de los dos papas era el verdadero, dada la irregularidad de ambas elecciones.

¡Qué débil se encontraba el pontificado en estas circunstancias extremas! Y no sólo por el hecho de que hubiera varios papas, sino porque los reyes los reconocían o rechazaban en función de sus intereses y egoísmos. Al mismo tiempo, aquellas Iglesias que, como la francesa, pretendían mantenerse al margen de todos los pretendientes, cayeron en el caos más completo. El papel coordinador y dirigente del pontificado resultaba ya demasiado importante, y en su aparente desaparición relució con más claridad su importancia y necesidad.

A la muerte de Nicolás IV el colegio, compuesto por once cardenales, se reunió en abril de 1292 en diversos lugares romanos, pero en ninguno de ellos fue capaz de acordar un candidato. Los Orsini contaban con el voto de seis cardenales, y los Colonna, sus furibundos rivales, con cuatro. Por su parte, el cardenal Benedicto Caetani se mantuvo aparentemente neutral. Una peste inesperada agudizó los problemas y los cardenales se dispersaron. En octubre de 1293 se reunieron en Peruggia sin que se suavizara la tirantez ni se solucionaran los motivos del enfrentamiento. Acudió al cónclave el rey de Nápoles, Carlos II, con su hijo, sin que fueran capaces de componer el problema.

Encontrándose en ese callejón sin salida, en ese estado de desconcierto, llegó a oídos de los cardenales la noticia de la predicación apocalíptica de un eremita muy conocido y respetado en el sur de Italia, en la que amenazaba a la Iglesia con toda suerte de calamidades si no llegaban los responsables a una elección rápida. Escribió a los cardenales: «Elegid rápidamente un papa o iréis al Infierno.»

El 5 de julio de 1294, tras veintiséis meses de sede vacante, los cardenales decidieron elegir por unanimidad precisamente a ese eremita, Pietro Morrone, convencidos de que estaba movido o iluminado por una cierta inspiración divina. El anciano eremita recibió la sorprendente noticia en la soledad de su ermita, y aunque fue asaltado por todas las dudas del mundo, imprudentemente aceptó la designación, con lo que cayó en manos de los Colonna y los Angevinos, situación que provocó una fuerte reacción en el partido contrario. Tomó el nombre de Celestino V (1294).

No cabe duda de que resultaba anómalo y extravagante que eligiesen en esas condiciones a un personaje casi desconocido, que no tenía nada que ver con la Curia ni con el ambiente o la organización romanas. Por otra parte, la elección no se debió a una conversión inesperada de los cardenales, ya que desde el primer momento éstos, evidentemente intranquilos, quedaron a la espera vigilante de cuanto pudiera suceder.

Pietro Morrone había nacido en 1215 en Isernia, en una familia de campesinos. Se hizo monje benedictino, pero tras su ordenación sacerdotal en Roma decidió vivir en soledad y pobreza. Desde muy pronto tuvo imitadores y seguidores en una pequeña congregación agregada a los benedictinos pero que en realidad tenía innegables concomitancias con el franciscanismo más radical. Representaba, pues, la tendencia que más detestaba la riqueza, la mundanidad y la mezcla de la Iglesia con la política, es decir, la línea contraria a la de aquellos cardenales que le habían elegido.

La inesperada elección provocó un entusiasmo enorme entre los fieles, y no pocos pensaron que las profecías de Joaquín de Fiore estaban a punto de convertirse en realidad. Los cardenales, sin embargo, no estaban dispuestos a muchos cambios y el nuevo papa no estaba preparado para afrontar los problemas y los manejos de los personajes que le rodeaban, comenzando por el rey de Nápoles, Carlos II, dispuesto a aprovecharse de un papa que era súbdito suyo. En definitiva, este papa no llegó a poner los pies en Roma.

¿Por qué le eligieron? Confluyeron diversas causas: el cansancio por una situación que se prolongaba peligrosamente y que no tenía perspectivas de solución; el sueño típico del siglo XIII de un papa angélico que habría inaugurado la era del espíritu; el influjo todavía esperanzador y persistente del estilo de vida de Francisco de Asís; y la ilusión de que un santo conseguiría transformar la Iglesia.

El nuevo papa era ingenuo e incompetente y se mostró excesivamente dócil a Carlos II, nombrando doce cardenales siguiendo sus consejos. Al poco tiempo fue madurando en él la idea de abandonar el cargo. Preguntó si era posible que un papa dimitiese y le respondieron que ninguna ley lo impedía. Probablemente contó con la opinión interesada del cardenal Caetani, experto en derecho canónico y dispuesto a recibir la herencia, aunque no parece que coaccionase su espíritu.

Aunque Dante juzgó con enorme severidad este abandono, parece que resulta más justo considerarlo como una muestra de su libertad de espíritu y de la aceptación humilde de su incapacidad para ejercer un cargo para el que no parecía tener las mínimas dotes debidas. Aparece también en el trasfondo de este caso la permanente dificultad de conjugar convenientemente las exigencias de una Iglesia política con las propias de la Iglesia mística. Demasiadas contradicciones para un espíritu sencillo que había decidido en su juventud seguir a Cristo sin condiciones ni glosa.

Liberado del pontificado, Pietro Morrone pretendió volver a su amada ermita, pero su sucesor, temiendo que sus enemigos lo utilizaran chantajeándole con un cisma, lo secuestró y mantuvo prisionero en el castillo de Fumone, donde murió el 19 de mayo de 1296 a los noventa y cuatro años de edad. Inmediatamente corrió la voz de que había sido asesinado, y aunque nada probó la acusación, el pueblo que le admiraba lo consideró mártir.

Clemente V le canonizó como san Pedro Morrone el 5 de mayo de 1313 en la catedral de Avignon. La visita de Pablo VI a Fumone, el castillo en el que murió Pedro Morrone, en septiembre de 1966, alimentó las especulaciones sobre una eventual abdicación del papa, al tiempo que la figura del pontífice medieval volvió a ser recordada y valorada.

Diez días después de la abdicación de Celestino V, según las disposiciones restablecidas por el papa eremita, el cónclave se reunió en Nápoles y al día siguiente fue elegido Benedicto Caetani, quien asumió el nombre de Bonifacio VIII (1294-1303).

Experto en derecho, gracias a sus estudios en Todi y en la prestigiosa Universidad de Bolonia, y también de carácter orgulloso y despiadado, realizó una rápida y admirada carrera eclesiástica dirigiendo misiones de confianza papal ante las cortes de Inglaterra y Francia. Formaba parte del colegio de cardenales desde 1287.

Con su modo de ser altanero, prepotente y despiadado se ganó muchos enemigos. Pretendió imponer en la sociedad de su tiempo un proyecto teocrático anacrónico sin darse cuenta de que los tiempos habían cambiado tanto que ya resultaba imposible poner en práctica su aspiración de dominio universal, porque ni los príncipes ni los universitarios ni el pueblo estaban dispuestos a aceptarlo.

Francia e Inglaterra se encontraban enfrascadas en una nueva guerra que agudizaba su crónica escasez monetaria. Los reyes necesitaban con urgencia unos medios que no poseían, por lo que, contrariamente a lo que establecía el derecho canónico, impusieron fuertes impuestos a los bienes del clero, con una desenvoltura que, aunque en el fondo no era nueva, resultaba intolerable.

Bonifacio reaccionó con la rapidez e intemperancia propia de su genio. Publicó la bula Clericis laicos (1296), en la que prohibía bajo pena de excomunión que los clérigos ofreciesen dones a los laicos o hicieran contribuciones a los reyes sin permiso de la Santa Sede. Ni Francia ni Inglaterra hicieron caso y Felipe el Hermoso se movió con astucia: dio a entender que había sido tratado groseramente por el papa y consiguió que sus súbditos rechazasen las protestas de Bonifacio al tiempo que prohibía el envío de las habituales contribuciones a Roma.

Bonifacio no sólo claudicó y dio marcha atrás en sus anteriores disposiciones, sino que, a modo de compensación, canonizó en Orvieto a Luis IX, abuelo del rey francés, hombre piadoso y admirable en tantos sentidos, pero que difícilmente habría sido canonizado en otras circunstancias.

Se enemistó también con algunos miembros de la aristocracia romana, de manera especial con los poderosos Colonna, enemigos tradicionales de su propia familia. Los dos cardenales Colonna llegaron a afirmar que su ascensión al pontificado no había sido legítima, porque la abdicación de Celestino V había sido forzada, y, por consiguiente, la elección posterior no era válida. Esta oposición encontró, sorprendentemente, el apoyo de los espirituales franciscanos guiados por Jacoppone de Todi, y todos juntos pidieron a los fieles cristianos que negasen su obediencia al «nuevo Anticristo». Bonifacio reaccionó con violencia, excomulgando a ambos cardenales y requisando todos sus bienes, que fueron repartidos entre los Caetani y los Orsini. Los dos cardenales Colonna se refugiaron en la corte de París y allí mantuvieron viva su oposición, al tiempo que alentaban la de Felipe el Hermoso.

A finales de 1299 Europa vivió ese clímax típico del cambio de siglo, esa sensación angustiosa de que todos los demonios meridianos podían desencadenar desastres sin cuento. La gente, que en general vivía en condiciones miserables, se lanzó a los caminos buscando algo o alguien a quien agarrarse, y muchedumbres sin cuento se encaminaron animosamente hacia Roma, convencidos de encontrar allí esa esperanza o asidero que tanto ansiaban. Llama la atención la rapidez con la que Bonifacio respondió a las expectativas populares. En el espacio de un mes, entre el 17 de enero y el 17 de febrero, dirigió las investigaciones, consultó a los cardenales y puso en marcha normas severas de aplicación. Elaboró un concepto de jubileo original y propio, distinto del de la tradición judía. Este jubileo se convirtió en el «suyo», una manifestación exquisita de su autoridad. Bonifacio VIII declaró año de perdón el que acababa de iniciarse, concediendo la indulgencia plenaria a quien cumpliese algunos requisitos centrados en el arrepentimiento por los propios pecados, la visita a las basílicas de los apóstoles Pedro y Pablo y la confesión. La promesa de un perdón completo y generoso constituyó la manifestación más espectacular del poder de las llaves concedido a Pedro. Nacía así, casi espontáneamente, la institución de los «años santos». Bonifacio consiguió de esta manera reavivar la esperanza escatológica y dar a la Roma pontificia el estatuto de nuevo centro de toda la cristiandad, sustituyendo en cierto sentido a Jerusalén.

En 1301 Felipe IV arrestó al obispo de Pamiers, acusándole de alta traición. Se saltaba así el privilegio del foro por el cual los clérigos sólo podían ser juzgados por tribunales eclesiásticos. Bonifacio exigió su inmediata libertad y convocó un sínodo en Roma. Con la bula Ausculta Fili carissime citó al rey ante el sínodo para que justificase su opresión al clero y su tiránico gobierno.

Felipe no aceptaba a nadie por encima de él, contaba con ministros muy competentes y supo moverse con rapidez, atrayendo a su campo al clero y al pueblo francés. La bula Ausculta fue sustituida por otra falsa que contenía conceptos injuriosos contra el rey y contra Francia, y fue quemada en público. La maniobra generó tal indignación en la nación que, ante el pueblo, el rey tenía toda la razón y el papa se comportaba indignamente.

A pesar de ello, treinta y nueve obispos franceses acudieron a Roma y participaron en el sínodo del que salió uno de los documentos pontificios más famosos de la historia, la Unam Sanctam, texto clásico de la hierocracia pontificia en el que se defendía sin matices la absoluta supremacía de la Iglesia sobre el Estado. En resumen sus ideas principales son las siguientes: sólo hay una Iglesia y fuera de esta Iglesia única no hay salvación. Su cabeza es Cristo, que obra por su vicario Pedro y por los sucesores de éste. Las dos espadas, espiritual y temporal, pertenecen a la Iglesia, que sólo maneja la espiritual, mientras que la temporal la lleva el rey según las instrucciones de los sacerdotes. La potestad espiritual sobrepasa en dignidad a toda potestad temporal, a la que puede instituir y juzgar en caso de que pecare. La suprema potestad espiritual sólo puede ser juzgada por Dios. El que la resiste, a Dios resiste. De ahí la necesidad para todo hombre que quiera salvarse de someterse al obispo de Roma.

Es decir, Bonifacio, en su deseo de fundamentar la teocracia en conceptos teológicos antes que en argumentos jurídicos o históricos en orden a su integración en el dogma, presentó la autoridad ilimitada de la Santa Sede como una condición sine qua non de la unidad de la Iglesia y casi como artículo de fe.

En realidad estas teorías no eran nuevas: las encontramos en no pocos documentos de los papas al menos desde Gregorio VII, pero los tiempos habían cambiado de tal manera que ningún monarca estaba dispuesto en el siglo XIV a aceptarlas. Por el contrario, todo rey se consideraba emperador en su reino, es decir, sin ninguna autoridad superior que le juzgara o dirigiera.

Por otra parte, así como Bonifacio no era sólo un papa autoritario y muy consciente de los derechos de la Santa Sede, sino que, en palabras y actos, tenía un modo exagerado y tiránico de tratar al adversario, Felipe era frío y vengativo, de una tenacidad poco común en sus odios y en su voluntad de dominación. No era posible un acuerdo entre ambos. Este último reunió en el Louvre a los Estados Generales. En este encuentro se acusó al papa de ser sodomita, asesino de Celestino V, hereje y simoníaco.

Bonifacio se encontraba en su palacio de Anagni y decidió excomulgar con toda solemnidad al rey francés el 8 de septiembre de 1303, en una bula preparada al efecto. Sin embargo, la víspera, Nogaret, canciller de Francia, enviado por el rey para notificar al pontífice que estaba citado a un próximo concilio a celebrar en Francia para responder de la acusación de herejía, urdió una estratagema. Ayudado por algunos cardenales, sobre todo los Colonna, y con apoyo de parte de la población de Anagni, asaltó el palacio, invadió la sala del trono en la que se sentaba el papa revestido con todas las insignias de su autoridad, y le exigió su renuncia. «Aquí tienes mi nuca, aquí mi cabeza», le gritó el papa rechazando indignado sus pretensiones. Dante, en el Canto XX del Purgatorio señala el pecado del rey francés: «Y a fin de que parezca mejor el mal futuro y el pasado, veo a la Flor de Lis entrar en Anagni y a Cristo prisionero en la persona de su vicario. Véolo otra vez entregado al ludibrio, veo renovar la hiel y el vinagre, y lo veo morir entre dos ladrones.»

El pueblo, cambiando de actitud, liberó a Bonifacio, quien angustiado y triste volvió a Roma con la dignidad y la moral pisoteada. Un mes más tarde moría en una Roma desconcertada y fue enterrado en San Pedro. En cierto sentido, con él fue enterrado el papado medieval, la mentalidad que durante siglos había concebido que la Iglesia jerárquica dominaba el mundo. Gracias a los pinceles de Giotto en San Juan de Letrán, al cincel anónimo de un discípulo de Arnoldo de Cambio en la catedral de Florencia, y al espléndido busto del mismo maestro situado en el Museo Petriano de Roma, ha llegado a nosotros la figura de Bonifacio VIII, una personalidad atrayente a pesar de todo.

Por otra parte, la actitud desenfadada de Felipe IV, fundamentada por sus juristas, manifestaba el desarrollo del pensamiento laico y su intrusión, a menudo indebida, en cuestiones eclesiásticas.

Tres siglos después de su muerte, el 11 de octubre de 1605, mientras se derribaba lo que quedaba de la vieja basílica de San Pedro para terminar la nueva, se trasladaron las tumbas de los papas situadas en esa parte. Se abrió el sarcófago que contenía los restos de Bonifacio VIII y se encontraron con el cadáver «intacto y no corrompido, vestido con las vestiduras sacras». Hoy se encuentra la tumba en las grutas vaticanas construidas bajo la nueva basílica.

A pesar del clima borrascoso y de la situación inestable, fruto de las facciones opuestas y encontradas, los cardenales se pusieron de acuerdo en pocas horas para elegir a Nicolás Bocassini, obispo cardenal de Ostia, antiguo general de los dominicos, que fue coronado con el nombre de Benedicto XI (1303-1304).Tenía un carácter opuesto al de su predecesor: digno, piadoso, irreprochable y, sobre todo, conciliador. Su capacidad de maniobra era, sin embargo, mínima, mientras el desorden y el caos gobernaban Roma. Benedicto se refugió en Peruggia y, sintiéndose más respaldado y protegido, excomulgó a Nogaret y a otros responsables de lo sucedido en Anagni, entre los que veladamente situaba al rey francés. Un mes más tarde moría, probablemente envenenado.

En Peruggia se reunieron doce cardenales italianos, dos franceses y uno castellano con ánimo de realizar un cónclave corto, pero las desavenencias entre bonifacianos y celestinos o, dicho de otra manera, entre la facción filofrancesa y la más cercana a los planteamientos de Bonifacio, lo hicieron imposible. Tras más de un año de paralización se llegó al acuerdo de elegir al arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, que no era cardenal ni participaba en el cónclave. En su conocida carta a los cardenales, Dante echó en cara a los bonifacianos no haber defendido bastante los intereses de Roma e Italia. Sin embargo, en su defensa, hay que afirmar que quienes tomaron parte en esta elección no sospecharon lo que iba a suceder a continuación.

El elegido tomó el nombre de Clemente V (1305-1314), y poco después anunció a los cardenales que iba a ser coronado en Francia, aunque probablemente en ese momento no había tomado aún la determinación de fijar su residencia en ese país. El nuevo papa era súbdito del rey de Francia, pero vasallo del rey de Inglaterra, duque de Aquitania, por lo que no era estrictamente francés. En apariencia reunía las condiciones necesarias para sentirse libre de toda presión política, pero en realidad no fue así.

Bertrand de Got había estudiado leyes en Bolonia, era buen jurista y había conseguido mantener unas relaciones cordiales tanto con el papa Bonifacio como con el rey Felipe, incluso en los momentos más tensos. Pareció que con él las relaciones podían volver a su cauce normal sin tener en cuenta que su débil personalidad le haría ser un papa dócil a los intereses reales.

Clemente fijó su coronación en Vienne, ciudad no sujeta al rey de Francia, sino al Imperio, y parece que en un primer momento tuvo la intención de ir a Roma. Sin embargo, Felipe el Hermoso le convenció de que se coronase en Lyon. Poco después, en un encuentro que resultará decisivo, le planteó dos exigencias de gran calado: la urgencia de celebrar dos procesos, uno contra Bonifacio VIII por sus herejías y costumbres morales; y otro contra la orden militar de los templarios, que previamente habían sido arrestados en Francia, el 13 de octubre 1307, bajo acusaciones infamantes. Los dos mil miembros de la orden fueron encarcelados y sometidos a tortura hasta que confesaron cuanto se les exigió. No obstante, después se retractaron de lo declarado bajo tormento. La realidad es que Felipe no estaba dispuesto a permitir la existencia de una orden tan potente y autónoma y, por otra parte, deseaba su gran patrimonio, por lo que decidió destruirlos. Las acusaciones eran enormes e inverosímiles. Por ejemplo, que pisaban el crucifijo y lo llenaban de escupitajos, o que adoraban un ídolo y practicaban la sodomía. Sin embargo, en función de estas invenciones se estableció la acusación.

Clemente decidió abrogar todos los actos de Bonifacio relativos a Francia desde el 1 de noviembre de 1300, pero no quiso afrontar las pretendidas desviaciones de su predecesor, consciente de que si condescendía con los deseos del rey se produciría un enorme daño para el papado. Separó el proceso de los templarios, en cuanto miembros individuales, del que se seguía contra la orden en cuanto tal. El primero fue confiado a los inquisidores diocesanos y el juicio general a los concilios provinciales. Las sentencias fueron severas sólo en Francia, no porque allí la vida de los monjes-guerreros fuera más disoluta, sino porque la presión del rey francés fue descarada y decisiva. La orden fue examinada por los comisarios pontificios, quienes no encontraron pruebas de las acusaciones.

El papa convocó un concilio en Vienne con el propósito de reformar la Iglesia y estudiar las acusaciones contra los templarios. En espera de su apertura se estableció en Avignon, una pequeña ciudad que dependía de la condesa de Provenza y reina de Nápoles, Juana de Anjou. Avignon está muy cerca del condado Venesino, un territorio que pertenecía a la Santa Sede desde los tiempos de Gregorio IX (1229), por donación de Raimundo VII, conde de Toulouse.

Vienne fue un concilio de transición entre la cristiandad medieval y la de la nueva Europa en la que comenzaban a dominar los intereses nacionales. Conforme a las tradiciones anteriores, subrayó el primado pontificio, pero desde los primeros días la existencia de las rivalidades e intereses nacionales entraron en escena para condicionar de manera decisiva la política pontificia y la actitud de los obispos. La independencia del cuerpo episcopal fue doblegada por la acción amenazante del rey de Francia. Clemente V dio muestras excesivas de su debilidad y de su docilidad sonrojante para con Felipe el Hermoso, verdadero protagonista del periodo. La supresión de los templarios, sin discusiones ni investigaciones serias, constituyó un acto de autoridad papal, pero no fue razonado, porque las acusaciones eran inverosímiles. Aparte del rey francés, ningún otro soberano admitió las acusaciones contra el Temple y todos alabaron sus méritos. Sus bienes pasaron por decisión pontificia a la orden de San Juan.

En nuestros días, la imaginación calenturienta de unos pocos y la ignorancia de muchos han favorecido una literatura falsa y descerebrada sobre esta orden, a la que han pintado de manera descabellada, a medida de su capacidad inventiva y desfiguradora, sin ningún fundamento histórico.

Para Dante, Clemente fue el culpable de haber trasladado la Curia a Avignon y le llamó «pastor sin ley». Como consecuencia, en Italia la autoridad pontificia se resquebrajó y cayó decisivamente su influjo. Las diferentes regiones del Estado pontificio fueron abandonadas a sí mismas, dificultando aún más la posibilidad de una vuelta rápida del papa a Roma.

Clemente utilizó como propio el dinero de la Iglesia y sus parientes se aprovecharon a manos llenas. Declaró proyecto oficial de la Iglesia la conquista de Granada, y la preocupación sincera por una nueva cruzada se convirtió en ocasión para que no pocos impuestos confluyesen en las arcas de los Estados y de la Iglesia. Concedió a los espirituales cierta autonomía, pero confirmó su pertenencia al orden franciscano.

A pesar de haber situado la Curia en la periferia, mantuvo Clemente el interés de los últimos papas por predicar el Evangelio a los pueblos de las regiones más lejanas. En 1307, tras recibir varias cartas de misioneros residentes en China, dictó diversos decretos relacionados con el país asiático. Siete monjes, todos ellos franciscanos, fueron consagrados obispos y enviados a Tartaria para que una vez allí invistieran a su vez a Monte Corvino, misionero italiano en el Imperio Mongol, como «arzobispo de Kambaluc y patriarca de Oriente». Ellos le llevaron el pallium, la banda de lana blanca con cruces negras, para que así pudiera consagrar a otros obispos del lugar. Los obispos de China recibieron también el derecho de designar al sucesor de Monte Corvino sin necesidad de aprobación papal; un hecho excepcional que se justificó «a causa de la distancia y de los peligros del viaje». En época posterior, y con la idea de reforzar la cristiandad en el Próximo Oriente, se confió la dirección de la tarea evangelizadora a un arzobispo instalado en Sultanieh, en el khanato de Persia, con jurisdicción sobre la India.

Canonizó a Pietro Morrone y no a Celestino V, como confesor y no como mártir, reconociendo implícitamente la validez de su renuncia al pontificado, en contra de las pretensiones de Felipe IV, aunque en realidad esta canonización se convirtió desde el primer momento en un arma arrojadiza contra la memoria de Bonifacio VIII.

Tuvo una salud pésima durante los nueve años de pontificado, lo que probablemente condicionó el que no plantease, ni siquiera en conversaciones, la posibilidad de trasladarse a Roma.

A su muerte se reunieron veintitrés cardenales en la pequeña ciudad de Carpentras. Los seis italianos pretendieron una vuelta de la sede pontificia a Roma, pero los intereses generales eran otros. En un momento determinado, una banda armada, dirigida por un sobrino del difunto pontífice, penetró en el cónclave dispuesta a acabar con los cardenales italianos. Éstos huyeron como «perdices aterrorizadas». Todo se paralizó durante dos años hasta que Felipe V de Francia les obligó a encerrarse en el convento de los dominicos de Lyon. Un mes más tarde eligieron a Juan XXII (1316-1334).

Este papa, de formación eminentemente jurídica aunque con buena preparación teológica, había sido profesor de derecho civil en Toulouse, obispo de Avignon y cardenal de Oporto. Íntegro de costumbres, se distinguió por un estilo de vida simple y austero. Fue sinceramente devoto, bajo de estatura, delgado, dotado de una energía y capacidad de trabajo poco comunes. Tenía setenta y dos años cuando fue elegido. De hecho parece que una de las causas de su elección fue su avanzada edad y su apariencia frágil. Reorganizó su corte sin lujos, pero sin pobreza.

Al llegar al pontificado la Curia estaba desorganizada por la larguísima sede vacante, el tesoro apostólico se había evaporado sin que se supiera cómo ni por quién, la independencia del pontificado permanecía comprometida por la persistente intromisión del rey francés, y se habían aflojado los lazos del pontificado con los diferentes reinos cristianos.

Su estancia en el solio quedó marcada por dos problemas que en alguna ocasión se entrecruzaron: su agrio enfrentamiento con el emperador Luis el Bávaro y las interminables controversias existentes en la orden franciscana acerca de la pobreza de los religiosos y la de Cristo. Este tema, que alcanzó cotas más pasionales que racionales, fue agudizado y exasperado por el contraste vergonzoso entre las riquezas y el modo de vida de la Curia y las radicales pretensiones de los espirituales, quienes no sólo rechazaban la propiedad, sino también muchos aspectos de la vida eclesial de su tiempo.

El desenlace de la discusión teórica sobre la pobreza de Cristo lo dictaminó Juan XXII al declarar falsa y herética la opinión de cuantos afirmaran que Cristo y los apóstoles no habían poseído cosa alguna en propiedad, ni siquiera colectivamente, ni habían tenido el derecho de vender, donar o conmutar sus bienes. Para el papa, en atención a las nuevas circunstancias no previstas por san Francisco, los hermanos franciscanos podían practicar la pobreza tanto en su vida como en su predicación con menos rigorismo del que exigía la letra de la Regla y del Testamento del fundador. Centrando más el problema, el papa declaró que la obediencia era una virtud superior a la pobreza. Con Juan XXII la Iglesia, que se sentía amenazada por las corrientes de pensamiento que habían conseguido gran predicamento entre los laicos, y por la voluntad de éstos de emanciparse de los clérigos, puso el acento sobre el primado de la obediencia a la jerarquía, llegando a convertirse en el principal criterio de ortodoxia. El rígido comportamiento del papa contra los espirituales consiguió unir a las diversas facciones franciscanas en un frente común opuesto a sus ideas y a su gobierno.

A la muerte del emperador Enrique VII los príncipes electores se dividieron, por lo que se produjo una elección doble. La mayoría eligió a Luis de Baviera (1314-1347), mientras que el partido austriaco optó por Federico el Hermoso de Austria. Juan XXII pidió a Luis que abandonase el gobierno del reino alemán hasta que él decidiera quién era el auténtico emperador. Luis no sólo no aceptó la propuesta, sino que pasó al ataque y pidió la convocatoria de un concilio general como último juez de la situación. Juan XXII lo excomulgó el 23 de marzo de 1324 y liberó a los súbditos de su obligación de fidelidad. En el Manifiesto de Sachsenhausen el emperador declaró que el papa era hereje formal por su definición de la pobreza de Cristo, por lo que, siguiendo la opinión común medieval, había cesado de ser papa legítimo. Además le acusó con amargura de ser enemigo del Imperio y destructor del orden eclesiástico.

Se trató de la última gran batalla entre papado e Imperio. Los espirituales apoyaron al emperador y éste puso en práctica las teorías de Marsilio de Padua. Bajó a Italia en enero de 1328 y se hizo coronar en la ciudad santa emperador «en nombre del pueblo romano», por manos del prefecto de Roma, Sciarra Colonna, un laico, con lo que trastocaba todo el orden tradicional. Declaró depuesto al papa «por herejía y otras maldades», y en su lugar promovió la elección de un antipapa, el menor espiritual Pedro de Corvara, quien tomó el nombre de Nicolás V (1328-1330). Como papa tuvo poca acogida y se hundió en el olvido y la oscuridad al poco tiempo. La política italiana de Luis fue un fracaso, pero en Alemania era sostenido por casi todos los príncipes y buena parte de la Iglesia. Mantuvo la opinión de que las almas de los justos, incluidas las de María y los apóstoles, acceden a la visión beatífica sólo después del juicio universal. Antes permanecen contemplando la humanidad de Cristo, pero no la divinidad. Tampoco los demonios se hundían en el Infierno hasta el juicio final. Esta doctrina suscitó en la Iglesia tal rechazo y oposición que se vio obligado a retractarse en el lecho de muerte.

Juan XXII aumentó drásticamente la centralización de la administración eclesiástica, fomentó el desarrollo espectacular del sistema fiscal y beneficial, y extendió el derecho pontificio a conferir beneficios eclesiásticos en todas las diócesis, comenzando por el episcopado, con lo que tendía a eliminar las elecciones episcopales por parte de los capítulos catedralicios.

Benedicto XII (1334-1342) era monje cisterciense y teólogo respetado de la Curia Pontificia, en la que examinaba las doctrinas sospechosas de teólogos y predicadores. Austero, con dedicación a la actividad pastoral, con buen sentido en todas sus manifestaciones, sin experiencia política, no cayó en el sempiterno vicio del nepotismo. Parece que dijo en una ocasión que el papa debía parecerse a Melquisedec, que no tuvo ni padre ni madre ni genealogía.

Quiso eliminar los abusos introducidos en el gobierno de la Iglesia ordenando a los prelados y clérigos, que con tanta fruición vagaban por Avignon en busca de nuevos beneficios, la vuelta inmediata a sus respectivas diócesis. Impuso la obligación de un examen severo a los candidatos a beneficios con el fin de poner coto a tanto ignorante supino elegido por motivos que nada tenían que ver con la competencia o la decencia. Reorganizó las órdenes religiosas, eliminando abusos, de manera especial la proliferación de monjes giróvagos, y favoreció los estudios. Criticó a los franciscanos y alabó a los dominicos, pero no consiguió la reforma ni de éstos ni de los otros.

Definió como dogma de fe que las almas de los niños bautizados y las de los fieles difuntos, que nada tienen que purgar o que han sido ya purificadas en el Purgatorio, están en el cielo y gozan de la visión intuitiva y beatífica de Dios, restableciendo así la doctrina puesta en duda por su predecesor.

Buscó la paz entre los príncipes hispanos, demasiado ocupados en enfrentarse entre sí, con el fin de que formaran un frente unido ante los árabes, todavía presentes en la península Ibérica. En su tiempo tuvo lugar la batalla del Salado, ganada por Alfonso XI, a quien Benedicto XII animó y favoreció cuanto pudo.

No pudo ponerse de acuerdo con Ludovico, obstaculizado por los intereses franceses, siempre poderosos en Avignon. Los obispos alemanes pidieron al papa su reconciliación con el emperador, pero éste, respaldado por las teorías de Marsilio de Padua y de Ockham, emanó una ley en la Dieta de Frankfurt (1338) que subrayaba que la dignidad y el poder imperial provenían inmediatamente de Dios, y que el rey electo de Alemania, en fuerza a su elección, debía ser considerado desde ese mismo momento verdadero soberano y emperador de los romanos. Al papa le pertenecía únicamente el derecho de coronar al nuevo elegido.

Envió el papa emisarios a Persia y Mesopotamia, estableciendo contactos con sus dirigentes, y animó de palabra y obra a la jerarquía y a las comunidades cristianas que tenían en Sultaniyah su sede patriarcal. En 1312 se tenían noticias fidedignas de la prodigiosa persistencia de un metropolitano en Pekín, con diez sedes sufragáneas de una vida religiosa precaria pero activa. Por desgracia no pudo mantenerse mucho tiempo esta situación dada la inestabilidad política de algunas de estas regiones.

No pensó seriamente en volver a Roma por la inseguridad tanto del Estado pontificio como, en general, de Europa. De hecho decidió dar a la Curia Pontificia la organización material indispensable para su buen funcionamiento. Comenzó así a construir un palacio que era al mismo tiempo monasterio y fortaleza. En 1339 trasladó a Avignon los archivos de la Santa Sede, que desde Benedicto XI se encontraban en Asís. Era un modo inequívoco de afirmar que pensaba permanecer en Avignon durante todo su pontificado.

Clemente VI (1342-1352) era benedictino, docto, considerado uno de los grandes oradores de su tiempo, eficaz colaborador de Felipe VI, mundano y amante del lujo. Decidió sustituir la austeridad anterior con la alegría y la generosidad que, con demasiada frecuencia, se convirtió en despilfarro.

«Mis predecesores no supieron ser papas», expresó en una ocasión, y su forma de vida manifestó más que mil palabras lo que quería decir. En el vestuario personal de Clemente VI se emplearon hasta 1.080 pieles de armiño. Obviamente, dejó exhausto el tesoro de la Santa Sede.

No es extraño que necesitara continuamente más dinero, y para conseguirlo aumentó la centralización eclesial, ofreció puestos y dignidades a todos los que las pedían, generalmente clérigos ávidos de beneficios sin calidad religiosa ni eclesial. Ya en los años anteriores el papado había ido reservándose la colación de la mayoría de los beneficios mayores y una gran parte de los menores (canonicatos). En 1344 Clemente recordó el principio según el cual, en virtud de la plenitud de su potestad, el sucesor de los apóstoles tenía plena disposición de todos los beneficios de la Iglesia. Se podía pactar con los reyes, príncipes u obispos el nombre de los favorecidos, pero se consideraba imprescindible que el nombramiento se hiciera en Avignon. Aumentaron los impuestos y las exigencias. Faltó piedad sacerdotal, pero no ambición y soberbia, aunque hay que reconocer que una parte respetable de los gastos iban dirigidos a actividades caritativas.

En 1348 compró para el Estado pontificio la ciudad de Avignon, por la que pagó 80.000 florines de oro a la reina Juana I de Nápoles. Esta compra indicaba la voluntad de permanecer en Provenza y supuso una grave desilusión para los italianos. Petrarca clamó en sus versos: «¡Qué vergüenza ver Avignon transformada en capital del mundo, cuando sólo es una ciudad digna de ser situada en el último puesto!» Y la atacó con saña: «La impía Babilonia, infierno de los vivos, sentina de los vicios, donde no puede encontrarse fe ni caridad ni religión ni temor de Dios ni pudor ni nada de verdadero y santo.» Pensaba el papa que el ejercicio del poder exigía un entorno imponente y lujoso, por lo que construyó un nuevo magnífico palacio, el edificio gótico civil más grandioso existente en nuestros días. Arte refinado que se convertirá en el gótico internacional, con artistas franceses, italianos y de los Países Bajos. Calles y moradas en torno a este palacio no eran sino apéndices del recinto, cuidadosamente fortificado. En las inmediaciones de la ciudad se ubicaban las residencias estivales: Pont Sorge, Chateauneuf y, sobre todo, Villeneuve-les Avignon, por la que los cardenales mostraban preferencia. Las habitaciones del palacio alojaban libros, documentos, el tesoro pontificio y una infatigable burocracia en constante actividad.

No sólo no se reconcilió con el emperador Luis, sino que volvió a excomulgarle. Luis murió de un ataque cardiaco en octubre de 1347, sucediéndole Carlos IV (1346-1378), quien prometió ser fiel a la Santa Sede. Clemente apoyó tan desmesuradamente a los franceses que Eduardo III y el parlamento le consideraron enemigo de Inglaterra, enfrascada en plena Guerra de los Cien Años con Francia.

En 1343 los ciudadanos romanos enviaron a Avignon una embajada encabezada por Cola di Rienzo, nacido y criado en el Trastevere, expresión de los deseos de un pueblo amargado por la situación y por la lejanía del pontífice, institución que consideraban suya y a cuya ausencia achacaban su angustioso estado. Cola estaba dispuesto a liberar la ciudad del despotismo aristocrático, del desorden y la pobreza. Para Clemente se trataba de un insensato, pero el pueblo veía en él un posible libertador. Parece que se trataba de un iluminado, convencido de la grandeza de su misión y de que actuaba guiado por el Espíritu Santo. Fue nombrado regente de Roma y al principio administró bien la ciudad. En 1347 era tal su poder que comenzó a inquietar al papa. Su legado, en colaboración con buena parte de los nobles romanos, y el abandono del pueblo, poco antes tan enfervorizado, forzaron la huida de este condottiero a diversos lugares antes de acabar en Avignon. Murió ajusticiado en un motín del pueblo romano en tiempos de Inocencio VI.

Entre 1348 y 1350 Europa sufrió una espantosa peste procedente de China y que llegó hasta el Atlántico a través de la India, Constantinopla y África. Durante siete meses se enseñoreó de Avignon, donde se calcula murieron más de 17.000 habitantes, de los cuales nueve eran cardenales. En algunos lugares se atribuyó la peste a los maleficios de los judíos, lo que dio lugar a una terrible persecución, sobre todo en Alemania. Clemente lanzó una sentencia de excomunión a cuantos molestasen a los judíos, organizó la asistencia a los enfermos, y la sepultura y la pastoral de los moribundos. Las consecuencias de la peste en la vida monástica y en la actividad del clero resultaron desastrosas a lo largo de los años siguientes.

En 1350 se celebró en Roma el segundo jubileo de la historia, el único que no contó con la presencia del papa pero que, no obstante, fue capaz de atraer a numerosos peregrinos ansiosos de rezar ante las tumbas de los apóstoles.

No brilló en este pontificado el espíritu eclesiástico, sino el mundano, el palaciego, el sensual. Aunque no se acepten todas las acusaciones vertidas en su tiempo contra su vida privada, no cabe duda de que Clemente no brilló por sus virtudes religiosas.

Inocencio VI (1352-1362) fue elegido en un cónclave notable porque fue el primero en el que los electores ajustaron una capitulación electoral destinada a restringir en algunos puntos la plenitud del poder pontificio. En ella se limitaba la intervención del papa en el nombramiento de cardenales, éstos aumentaban sus propias rentas y determinaban que era necesario para el buen gobierno de la Iglesia un mayor influjo suyo en todos los asuntos importantes. Siguiendo unas ideas relativamente nuevas, subrayaban la teoría del origen apostólico de los cardenales. Inocencio, tras la elección, declaró inválida la nueva normativa, iniciando una costumbre que se repetirá con frecuencia: la de la capitulación firmada por todos los electores que ansiaban ser elegidos, y su posterior anulación por parte del papa definitivo.

De carácter reformador, redimensionó el tenor de vida de la Curia y quiso que algunas congregaciones religiosas, por ejemplo los dominicos, renovaran su espíritu fundacional de estudio, pobreza y vida comunitaria, pero encontró serias resistencias. Al tiempo que invitó a todos a recogerse en una vida de simplicidad de la que él mismo dio ejemplo, prohibió solemnemente las dos prácticas más nefastas del momento: la acumulación de beneficios y la concesión de abadías en «encomienda», pero no consiguió hacer respetar estas medidas.

Bandas irregulares amenazaron Avignon, una ciudad que no contaba con fuerzas suficientes para ser defendida de ataques exteriores, por lo que el papado tuvo que comprar su tranquilidad, antecedente peligroso de futuros ataques de tantos grupos de ex miembros de milicias disueltas, de giróvagos de antiguas agrupaciones de flagelantes o de otro géneros de vagos y maleantes, verdadera peste de aquella sociedad a menudo miserable y hambrienta. Inocencio reconstruyó la muralla y los torreones, pero obviamente estas simples medidas no resultaron eficaces.

El emperador Carlos IV proclamó la Bula de Oro (1356) en la que establecía que la validez de la elección imperial dependía únicamente de la mayoría de los votos de los siete electores, de los cuales tres eran eclesiásticos. No se hablaba para nada de la necesidad de la confirmación pontificia, dando fin a una historia de amor y rechazo que había durado cinco siglos. El Imperio perdía en sacralidad, pero ganaba en germanidad. De hecho, desde ese momento el Imperio no se inmiscuirá en los Estados pontificios —ni en los italianos— y reducirá su acción a los territorios alemanes.

La prolongación del exilio aviñonés favoreció el desbarajuste y la desintegración de Roma y los Estados eclesiásticos. Los Colonna, los Orsini y otras familias clásicas y prepotentes se enfrentaban entre sí en un juego macabro e interminable por el que sufría y moría el pueblo. Ya hemos visto cómo Cola di Rienzo, convencido de que había sido designado por Dios para restaurar el Imperio Romano, se había apoderado de Roma, iniciando su gobierno con los habituales modos dictatoriales, de modo que al poco tiempo fue abandonado por el mismo pueblo que poco antes le había ensalzado. En 1354 fue ejecutado. El desbarajuste siguió dominando la ciudad.

Inocencio dio amplios poderes al cardenal Egidio de Albornoz, arzobispo de Toledo, personalidad atrayente y decidida, para la pacificación de la Italia pontificia, que había caído en manos de bandoleros, dictadores de baja estofa y señores de diversa especie. En dos expediciones bien organizadas y eficaces (1353-1357; 1358-1367) consiguió imponer el poder pontificio con autoridad y honradez. Fue quizá el único legado en Italia que se afanó por no estrujar al pueblo con nuevos tributos, sufriendo cuando las circunstancias de la guerra le obligaban a pedir dinero. Las leyes promulgadas por él, las Constituciones Egidianas, permanecieron en vigor con pocas modificaciones hasta 1816. Se le considera el segundo fundador de los Estados pontificios. En Bolonia creó y dotó generosamente el Colegio de España, que pervive todavía en nuestros días gracias a las rentas del cardenal, con el mismo prestigio y la misma capacidad formativa.

Llama la atención cómo, a pesar de la lejanía, los problemas italianos preocuparon y ocuparon permanentemente a estos papas del exilio. Se ha calculado que Juan XXII gastó el 63 por ciento de sus entradas en las guerras italianas, y la mitad de cuanto recaudó el papado aviñonés fue consumido en los ejércitos mercenarios y en el desbarajuste de los Estados pontificios. No tenían ningún interés en volver, pero eran conscientes de que aquellas tierras constituían el punto de referencia de su puesto y de su poder.

En realidad toda la cristiandad menos Francia pedía la vuelta del papa a Roma. Inocencio, espíritu simple y poco clarividente, fue engañado con frecuencia por los príncipes de los diversos países. Deprimido por los sucesos, murió el 12 de septiembre de 1362.

Urbano V (1362-1370) fue elegido en un cónclave que inició sus sesiones de manera pintoresca. Los cardenales no sabían a quién votar, por lo que cada cual lo hizo por la persona que consideraba menos apta. La intención era desperdigar los votos y conocer de inmediato cuáles eran los verdaderos candidatos en liza. Pero por casualidad quince votos coincidieron en Hugues Roger, hermano del difunto Clemente VI, claramente incapaz para el cargo. La elección desconcertó y descontentó a todos, pero la inquietud desapareció cuando Hugo, por humildad y miedo a lo que se le venía encima, rechazó el puesto. Escaldados por lo sucedido, eligieron por unanimidad a uno que, aunque no era cardenal, gozaba de indudable prestigio: Guillermo de Grimoard, abad de San Víctor de Marsella y nuncio en Nápoles, donde se encontraba en el momento de la elección. Fueron a buscarle y le entronizaron el 31 de octubre.

Fue el mejor de los papas de Avignon, piadoso, amante de la reforma, generoso. Tenía horror al lujo y vivió siempre como un religioso. Favoreció los estudios y las universidades, la construcción de iglesias y catedrales, y se esforzó por elevar el nivel cultural del clero joven. Fue, en general, querido y venerado.

Le pidieron con insistencia, de todas partes, la vuelta a Roma. Carlos IV, con ocasión de su visita a Avignon (1365), le dio a entender la conveniencia de que rigiera la cristiandad desde un lugar neutral. Petrarca le escribió el mismo año una carta conmovedora en nombre de la «viuda Roma»: «Cinco de tus predecesores se dejaron arrastrar hacia la izquierda por los placeres terrenos y por los garfios de la carne.» Santa Brígida, en sus cartas, flagelaba también con indignación las condiciones de la Curia papal en Avignon.

Probablemente la situación moral de Avignon no era peor que la de Roma, pero el ansia de ver nuevamente al papa en su ciudad natural favorecía las descripciones tétricas del ambiente aviñonés. Por otra parte, Francia estaba en decadencia y Avignon no era ya la ciudad segura de antes, por lo que había desaparecido uno de los argumentos fundamentales en favor de este emplazamiento.

Urbano, finalmente, dio el paso y decidió la vuelta, en contra del parecer de todos los franceses, incluidos los cardenales. Embarcaron él y su séquito en Marsella, en sesenta galeras italianas, el 19 de mayo, y entró en Roma el 16 de octubre de 1367, en medio del entusiasmo de cuantos buscaban el bien de la Iglesia. A los cardenales que se oponían tozudamente al viaje les amenazó con nombrar a otros en su lugar. Cinco se quedaron en Avignon.

El palacio de Letrán estaba en ruinas y resultaba inhabitable, por lo que se instaló en el Vaticano, donde residen los papas desde entonces. Una parte de la Curia había quedado en Avignon para mantener en activo la maquinaria administrativa. En el siglo XIV una gran administración no podía desplazarse con sus servicios y sus archivos tal como lo hacían constantemente los reyes y los papas itinerantes del siglo XIII sin dañar su funcionamiento y su eficacia.

El 18 de octubre de 1369 Juan Paleólogo, emperador de Constantinopla, abjuró solemnemente de sus errores y afirmó que se integraba en la Iglesia católica. Necesitaba angustiosamente apoyo y recursos en su lucha contra los turcos y sólo desde Occidente podía venirle esta ayuda. Fue probablemente una conversión forzada y, de hecho, nadie de la ortodoxia le acompañó. Durante cien años Constantinopla vivirá esta angustiosa situación, pero la mayoría de los ortodoxos pensaron que era preferible caer en manos de los turcos que en las de los occidentales. De hecho, lo consiguieron. Por otra parte, no podían razonablemente esperar ayuda de un Occidente dividido y minado por interminables querellas intestinas que absorbían por completo su atención y le impedían conjuntarse en vastas empresas comunes.

La estancia italiana fue turbada por epidemias, conflictos políticos endémicos y egoísmos de todas clases, empezando por la insistencia de los cardenales franceses por regresar a su país. De este modo el papa decidió volver a Avignon el 5 de septiembre de 1370. Otra de sus razones era el deseo de interponer sus buenos oficios en la guerra desatada entre Carlos V de Francia y Eduardo III de Inglaterra. El papa reconoció su fracaso: «El Espíritu Santo me condujo a esta parte y otra vez me lleva a otra por el honor de la Iglesia.» Se había roto el hechizo envolvente de Avignon, pero se consolidó también la opinión de que Italia era ingobernable.

Gregorio XI (1371-1378) ha sido el último papa francés de la historia. Sobrino de Clemente VI, nombrado cardenal a los dieciocho años, tuvo la inteligencia de seguir estudiando en la Universidad de Peruggia la carrera de derecho con uno de los grandes maestros del momento, Pietro Baldo degli Ubaldi. No era sacerdote al ser elegido, por lo que tuvo que ser ordenado sacerdote y obispo antes de su coronación. Buen diplomático, de formación humanista, piadoso, con sentido vibrante de la vida espiritual, conocía bien los problemas romanos e italianos.

Condenó diecinueve proposiciones de Wiclef, el sacerdote inglés de vida austera y pensamiento atrevido que defendía doctrinas revolucionarias y poco ortodoxas tanto en lo relacionado con la eucaristía como con la organización eclesiástica.

Desde mayo de 1372 anunció que volvía a Roma a pesar del rechazo de cuantos tenían que acompañarle. Salió de Avignon el 13 de septiembre de 1376 y llegó a la Ciudad Eterna el 17 de enero del año siguiente. La galera que transportó al papa era catalana. De los veinticinco cardenales, seis quedaron en Avignon con una parte de los empleados de la Curia para que la administración ordinaria mantuviera su ritmo.

El duque de Anjou predijo al papa que cambiaba la tranquilidad por la inseguridad y la traición, y no estaba desencaminado del todo, aunque al duque le movía no sólo su intuición sino, también, el deseo de mantener al papado en tierras francesas unido al tradicional desdén galo por el mundo italiano.

Los Estados pontificios continuaban sujetos a muerte y devastación. Italia era un campo cerrado de rivalidades entre sus príncipes y ciudades; el reino de Nápoles se encontraba en plena anarquía, y los Estados de la Iglesia eran un simple peón en aquel juego complejo. En sus pocos meses romanos Gregorio vivió amenazado por el gobierno democrático y la milicia municipal de Roma, asaltado por la nostalgia de los cardenales y descorazonado por la imposibilidad de conseguir unas mínimas condiciones de tranquilidad y seguridad.

Nombró cardenal a Pedro de Luna, el ilustre aragonés que acabaría siendo papa, dándole atribuciones para que se relacionase directamente con los asuntos de los reinos ibéricos.

Gregorio XI, que siempre había gozado de mala salud, murió el 27 de marzo de 1378, a los cuarenta y nueve años de edad, con presentimientos lúgubres sobre lo que podría pasar a su muerte.

Siete papas habían permanecido ininterrumpidamente en Avignon a lo largo de setenta y dos años. La corte pontificia comprendía los familiares del papa, el colegio cardenalicio, los servicios administrativos y judiciales, los servicios de vigilancia y de honor, y los oficios específicos de palacio. Su número varió desde 460 personas con Juan XXII a 650 con Clemente VI, aunque nunca permaneció estable. Fueron los primeros papas en conservar de modo sistemático los documentos emitidos por su administración, de forma que conocemos a la perfección la vida de la Curia aviñonesa durante estos años. Se calculan en 38.000 los documentos registrados en los ocho años del pontificado de Gregorio XI. Sin duda, la biblioteca de Avignon era la más rica del siglo. Para estos papas trabajaron muchos pintores de diversos países y en su tiempo se introdujo la ars nova, nueva música que venía de las vivaces escuelas catedralicias del norte francés y de los Países Bajos.

El franciscano Bertrand decía que «el papa romano era tal para el mundo entero, que el mundo era su diócesis, que podía residir donde quería, sin dejar de ser el papa romano», pero Catalina de Siena insistió en la irrenunciable prerrogativa de Roma. En cualquier caso, no cabe duda de que el periodo aviñonés fue la causa de que la Curia se convirtiese en el centro administrativo y jurídico de la Iglesia, perfeccionando y racionalizando la burocracia y las finanzas pontificias, cada día más complejas.

Al morir Gregorio XI, dejó la Curia en una situación preocupante. El cónclave, el primero en celebrarse en Roma después de setenta y cinco años, tuvo un desarrollo agitado y dramático. Los cardenales se reunieron poco después de la muerte del papa, siguiendo las indicaciones de éste, sin esperar a los cardenales que se encontraban fuera de Roma. Once de los dieciséis eran franceses, y lo lógico habría sido que el nuevo cardenal fuera también de esa nacionalidad, pero el pueblo romano reclamó amenazadoramente, con palabras gruesas y gestos preocupantes, que el elegido fuera romano o, al menos, italiano.

Antes de que se cerraran las puertas del cónclave, las autoridades romanas dijeron a los cardenales que si la elección no recaía en un italiano, no podrían garantizar su seguridad, porque no disponían de fuerzas suficientes para contener a la muchedumbre. Transcurrió la primera noche en medio de gran angustia, pues los alborotos llegaban a sus estancias. Al amanecer, la muchedumbre, a golpe de hacha, rompió la puerta de la torre de las campanas de San Pedro.

Bajo la presión de la masa, los cardenales eligieron con toda rapidez al arzobispo de Bari, Bartolomé Prignano, que no era cardenal y no estaba en Roma. Parece que en un momento de confusión el obispo de Marsella dijo a algunos cardenales que si no se daban prisa, el pueblo, que esperaba un italiano o romano, podría llegar a descuartizarlos. Éste fue el clima generado por una masa sin control que explica el posterior convencimiento de muchos de que la elección había sido nula.

Bartolomé Prignano, es decir, Urbano VI (1378-1389), ha sido el último papa elegido fuera del colegio cardenalicio. Entronizado el 9 de abril, fue coronado el día de Pascua, el 18 del mismo mes.

Los cardenales asistieron a la ceremonia de la coronación y obtuvieron los primeros favores del nuevo papa. Esta aceptación de las actuaciones del nuevo pontífice da pie a la consideración de que el papa había sido reconocido por todos cuando ya no existía la presión popular. Sin embargo, si la elección había sido nula, no parece que pudiera ser convalidada simplemente por la presencia posterior de los cardenales en los festejos y primeros actos pontificios. En cualquier caso, no cabe duda de que el cónclave del 7 al 8 de abril debe considerarse gravemente viciado, celebrado en intolerables condiciones de amenaza y miedo y, por consiguiente, es comprensible que a lo largo de los siglos muchos historiadores lo hayan considerado inválido o, en cualquier caso, dudoso.

Urbano VI frustró demasiado pronto las esperanzas puestas en él con su carácter arrogante, despótico y duro hasta llegar a actuaciones patológicas. Su modo de ser irascible le hacía parecer en ocasiones un perturbado y, de hecho, murió como tal. Se creyó superior a todo y a todos y atacó, insultó y amenazó a los cardenales.

Trece de éstos, la mayoría absoluta, se separaron de él, se reunieron en Anagni y aprobaron una declaración (2 de agosto de 1378) en la que afirmaban que en circunstancias normales nunca habrían elegido a Bartolomé Prignano, que la elección había sido forzada de manera indudable y que, por consiguiente, debía ser considerada nula. El día 20, en Fondi, territorio napolitano, eligieron al cardenal Roberto de Ginebra, primo del rey de Francia, quien eligió el nombre de Clemente VII (1378-1394). Clemente no pudo conquistar Roma, tal como pretendió, y se instaló en Avignon. Urbano VI, por su parte, necesitado de asegurarse gente adicta, nombró veintinueve cardenales, de los que veinte eran italianos y sólo dos franceses.

El mundo católico se dividió en dos obediencias irreconciliables: Francia, Nápoles, Saboya, los reinos ibéricos, Sicilia y Escocia siguieron a Clemente, mientras que el Imperio, Italia central y septentrional, Inglaterra, Hungría y los reinos escandinavos aceptaron a Urbano.

Ambos papas se excomulgaron con fruición y anatematizaron a los seguidores del contrario, de forma que, nominalmente, toda la cristiandad se encontraba excomulgada. El gran cisma de Occidente, denominación con la que ha quedado en la historia esta situación, duró casi cuarenta años (1378-1417), precipitó a la Iglesia en una situación angustiosa de incertidumbre y causó al papado un daño incalculable.

Al duplicarse la corte papal, aumentó el peso fiscal y los nombramientos episcopales quedaron a menudo a merced del mejor postor. Siguió un peligroso abandono de la disciplina y la corrupción se enseñoreó de las iglesias. Al debilitarse la autoridad eclesiástica se fortaleció el influjo estatal sobre el ámbito eclesiástico, ya que los dos papas, con tal de conservar la adhesión de los príncipes, se vieron obligados a conceder y aceptar lo que en circunstancias normales no habrían tolerado.

Clemente VII, perdida la esperanza de una rápida conquista de Roma, se dirigió a Avignon, que se convirtió de nuevo en residencia del papa, aunque ya no era, sin más, la capital de la cristiandad. Sin embargo, este papa se esforzó por reunir a su alrededor a literatos, humanistas y artistas, a quienes animaba y ayudaba. Su presencia, así como las fiestas y las ceremonias que Clemente multiplicó con premeditación, dieron a su corte un esplendor desbordante. Su propósito fue el de conseguir una corte tan brillante o más que las de los reyes contemporáneos, con lo que aparecía como un soberano excepcional y Avignon la residencia del papa verdadero, a diferencia de Roma, sede del inestable y rudo Urbano.

Esta política del fasto y la realeza pudo conjugarse en algún momento con aquella costumbre desconcertante de los flagelantes. En 1384 Clemente VII alentó la flagelación pública en Avignon y centenares de personas de ambos sexos se apuntaron aunque, probablemente, no eran los mismos que participaban en las fiestas pontificias. San Vicente Ferrer, influyente dominico en la escena hispana, encabezó un grupo de flagelantes que recorrió la península Ibérica, Francia y los diversos reinos italianos siguiendo las instrucciones de una visión que tuvo en 1396.

Los papas que residieron en Roma fueron Urbano VI, Bonifacio IX (1389-1404), Inocencio VII (1404-1406) y Gregorio XII (1406-1415), mientras que Clemente VII y Benedicto XIII (1394-1423) fueron papas de Avignon. De los papas romanos conocemos poco porque no fueron capaces de reorganizar el sistema archivístico ni el financiero, inexistente tras más de setenta años de ausencia. Por el contrario, el régimen de Avignon no había sido desmantelado, por lo que los nuevos pontífices pudieron mantener muchas de las estructuras administrativas y de archivo anteriores.

Urbano VI, siempre inseguro, neurótico, sin apoyos estables porque se enemistaba con todos, deambuló de un lugar a otro sin tranquilidad y sin efectividad. A su muerte Clemente VII creyó que podía convertirse en el único papa, pero los cardenales romanos eligieron con inusitada rapidez a Bonifacio IX, persona más ecuánime que su predecesor y que procuró enmendar sus desaguisados. En su tiempo se proclamaron dos años santos en Roma (1390 y 1400), que ocasionaron pingües beneficios económicos a la ciudad y al pontificado. Su carácter moral, ni ejemplar ni íntegro, disgustó a todas las naciones, y numerosos teólogos urgieron la necesidad de que un concilio depusiera a ambos pontífices.

Su sucesor, Inocencio VII, tuvo que lidiar con las facciones aristocráticas romanas permanentemente enfrentadas entre sí, y aun con el mismo pueblo romano, disgustado con un papa que poco o nada se esforzaba por arreglar el cisma. Vivió miserablemente su pontificado, situación acrecentada por sus continuas excomuniones a derecha e izquierda. Gregorio XII fue elegido en un cónclave en el que todos los cardenales firmaron un acuerdo que obligaba al elegido a renunciar a su cargo apenas el antipapa aviñonés hiciera lo mismo. Tenía ochenta años, era alto y delgado, de espíritu ascético. Rechazó la invitación de Benedicto XIII para reunirse con él en Savona con el fin de arreglar el cisma, probablemente por la oposición de sus familiares, que no estaban dispuestos a perder el poder que tan gustosamente disfrutaban.

En vista de que ninguno de los dos papas parecía tener propósitos constructivos, los cardenales de ambas obediencias se reunieron en Pisa (1409) con el fin de dar una solución definitiva al problema. Se reunieron 24 cardenales, 4 patriarcas, 80 obispos y 27 abades en un concilio considerado ecuménico, aunque tenía la debilidad de no haber sido convocado por ningún papa. Sentenciaron que los dos pontífices habían perdido su dignidad por ser ambos cismáticos, por lo que consideraron que la sede apostólica estaba vacante. Los 24 cardenales entraron en cónclave y eligieron por unanimidad al arzobispo de Milán, Pietro Filargo, que eligió el nombre de Alejandro V. La situación no sólo no se arregló, sino que se convirtió en caótica, con tres papas muy conscientes de su dignidad y de su irrenunciable derecho, aunque el último elegido nunca tuviera un seguimiento apreciable. Alejandro murió en Bolonia (1410) y fue sustituido por Juan XXIII, quien llegó a dominar Roma durante unos meses. Este papa era hombre de gran capacidad, pero mundano, ambicioso y prepotente, más político que pastor y, en realidad, sin ningún interés apreciable por la reforma eclesiástica.

En ese momento Juan I de Castilla reunió en Medina del Campo a los obispos castellanos, los miembros del Consejo Real y los enviados por su padre, Enrique II, a Roma y Avignon con el fin de conseguir in situ datos de lo ocurrido. La decisión final se inclinó por la obediencia aviñonesa. Pedro IV de Aragón mantuvo durante su reinado una ventajosa postura de neutralidad ante los dos pontífices, pero apenas su hijo, Juan I, subió al trono (1387) reconoció a Clemente VII como verdadero Vicario de Cristo. En premio, este papa le permitió disfrutar ampliamente de los diezmos en sus Estados. Carlos III el Noble, rey de Navarra, reconoció en 1390 la legitimidad de Clemente VII. En esta aceptación de los tres reinos ibéricos a la obediencia aviñonense tuvieron mucho que ver los buenos oficios del cardenal Pedro de Luna, quien poco después fue también elegido papa con el nombre de Benedicto XIII.

El aragonés Pedro de Luna es considerado papa legítimo por numerosos historiadores, y Aragón siempre le tuvo como tal. Austero, generoso, sobrio, temible polemista y hábil diplomático, era estimado por cuantos le conocían. Había nacido en Illueca, provincia de Zaragoza, y estaba emparentado con los más altos linajes del reino de Aragón.

Su pontificado fue azaroso y pleno de altibajos. Comenzó en Avignon, pero al poco tiempo Francia se sustrajo a su obediencia, en parte debido a que el rey francés, Carlos VI, no veía con buenos ojos la presencia de un papa originario de los reinos ibéricos, y le privó de los recursos económicos absolutamente necesarios para cumplir con su misión. De esta manera Francia decidió no obedecer a nadie y hacer de su capa un sayo, de forma que Benedicto quedaba prisionero en los estrechos límites de la pequeña ciudad. Esta situación duró cinco años, hasta que, visto el caos en el que la Iglesia francesa había quedado, decidieron el rey francés, los universitarios y los políticos galos reconocerle de nuevo. Para entonces el papa había huido de Avignon con ayuda de una flota aragonesa, y había decidido no regresar nunca más a esa ciudad. Vivió en Marsella, Génova, de nuevo en Marsella, Valencia, Perpignan y Peñíscola. Errante, siempre convencido de sus derechos, se mostró incapaz de aceptar los ruegos que de todas partes se le dirigieron para que cediese sus derechos en bien de la Iglesia. Se quedó en Peñíscola porque no tenía mucho para elegir y, sobre todo, porque tras su experiencia de Avignon no estaba dispuesto a residir donde no contase con una salida al mar.

Fue un insigne benefactor de la Universidad de Salamanca, preocupado por conseguir una mejor dotación para sus instituciones y concediéndole la Facultad de Teología en 1380, de forma que los castellanos no se verían obligados a salir a París si querían adquirir una buena formación teológica.

Mientras tanto, las universidades y los teólogos europeos buscaron remedios a la situación, siendo el más recomendado por todos la vía del concilio. Un concilio que, según las ideas entonces dominantes, representaba a la Iglesia, era superior al papa y por todos debía ser obedecido. Nacía así la llamada «teoría conciliarista», que dominará largamente en muchos ambientes eclesiásticos. El origen de la teoría reside en la doctrina aristotélico-tomista sobre la soberanía popular, especialmente, en la concepción democrática de la Iglesia defendida por Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua. Según estos autores, la plenitud del poder se encuentra en la masa total de los fieles, no en manos de una cabeza suprema. Transformaban así el régimen monárquico habitual de la Iglesia en uno parlamentario representativo y democrático. Pero, si se aceptaba esta teoría, ¿en qué quedaba la supremacía pontificia, las doctrinas de Gregorio, Inocencio y Bonifacio, según las cuales un papa juzga a todos, pero no puede ser juzgado por nadie?

Los cristianos exigían un concilio de unión e invitaban al emperador, como supremo príncipe de la cristiandad y como protector nato de la Iglesia, a convocar un concilio y a proceder con la fuerza contra los papas. El emperador Segismundo de Luxemburgo decidió tomar el asunto en sus manos y, tras una hábil labor diplomática, consiguió que la mayoría de los reyes le respaldasen. Contaba también con el apoyo de la mayor parte de los eclesiásticos, cansados del espectáculo que vivían desde hacía casi cuatro decenios y convencidos de que los papas no estaban dispuestos a solucionar el problema si ello suponía un sacrificio personal. Segismundo presionó sobre Juan XXIII, el más débil de los tres papas, y lo obligó, bien a su pesar, a convocar un concilio en Constanza, ciudad imperial, donde el día de Todos los Santos de 1414 se reunió el concilio presidido por un papa y con asistencia del emperador.

Juan XXIII fue bien pronto consciente de que peligraba su autoridad y su puesto, por lo que se escapó de la ciudad, de noche y con alevosía, convencido de que su huida desconcertaría a los allí reunidos. Sin embargo, el concilio, respaldado por la autoridad imperial, reaccionó con prontitud y se reafirmó deponiendo formalmente al pontífice. Gregorio XII presentó entonces su dimisión voluntaria y Benedicto XIII, que no aceptó ninguna componenda ni del concilio ni del emperador, fue depuesto por los reunidos en Constanza y abandonado por todos, incluso por sus paisanos aragoneses. Acabó sus días en reclusión y silencio en el castillo de Peñíscola.

Desde la ciudad levantina este personaje indómito movió los hilos que condujeron al Compromiso de Caspe, del que salió la elección de Fernando de Antequera, de la dinastía Trastámara, como rey de Aragón. El conocido cronista Zurita escribió: «También se tuvo por cierto que el papa Benedicto, cuya casa era tan principal en este reino, no había de dar favor a que prevaleciese el derecho del conde de Urgel, por convenirle que la sucesión de estos reinos recayese en el infante don Fernando de Castilla, porque con ella le parecía que fundaba su pontificado y tenía segura y muy cierta la obediencia de los reyes de Castilla, Aragón y Navarra.» En realidad Navarra seguía la línea de conducta marcada por Francia, y no parece que Benedicto se moviera sólo por motivaciones egoístas, pero en cualquier caso el hecho indica el prestigio y la autoridad de Benedicto en la península Ibérica.

Fernando fue fiel a Benedicto, pero llegó un momento, cuando Constanza había conseguido la renuncia de Juan XXIII y de Gregorio XII, en el que los españoles, con Vicente Ferrer a la cabeza, sin dudar de la legitimidad de Benedicto, decidieron que el bien de la Iglesia exigía su renuncia y sustrajeron la obediencia del rey aragonés.

Benedicto XIII vivió más de siete años apartado y aislado en la fortaleza de Peñíscola, prisionero y cabeza de una cristiandad muy reducida pero que iba a permitirle ejercer hasta el fin las funciones de su cargo, negando la legitimidad de cuanto sucedía en el mundo de afuera. Y en Peñíscola murió rodeado de cuatro cardenales nombrados por él mismo en los últimos años. Su objetivo era que quedara un colegio de cardenales en el momento de su fallecimiento. El canónigo turolense Gil Sánchez Muñoz, elegido por este peculiar cónclave, tomó el título de Clemente VIII, confirmando así la legitimidad de su antecesor, pero luego renunció, reconociendo que Martín V era único, verdadero y legítimo papa.

Destituidos los tres papas, vacante la sede pontificia, el concilio eligió al cardenal Odón Colonna en un cónclave extraordinario, ya que, además de los cardenales, tomaron parte treinta prelados y doctores en representación de las grandes naciones europeas. Odón Colonna no era sacerdote, por lo que fue ordenado sacerdote y obispo, y coronado en la catedral de Constanza. Tomó el nombre de Martín V (1417-1431). Después de treinta y nueve años la Iglesia de Occidente encontraba de nuevo la unidad bajo un solo pontífice.

El concilio de Constanza pudo solucionar el problema porque actuó siguiendo el principio de que un concilio podía ejercitar su autoridad en casos excepcionales sobre la persona de un papa individual, sin que esto supusiera que el concilio fuera superior al mismo pontífice. Sin embargo, no todos pensaron así. Apoyados en las teorías políticas de Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua, no pocos enseñaron que la verdadera autoridad religiosa no residía en el papa ni en los obispos, sino en el conjunto de la Iglesia, que podía delegarla en quien quisiera. El concilio era como un parlamento y los obispos y el papa eran sólo sus delegados. Estas teorías no correspondían ciertamente a la tradición y eran seguidas por pocos, pero se mantendrán a lo largo del siglo XV, provocarán tensiones sin cuento y desembocarán con naturalidad en algunas doctrinas protestantes.

Martín V pudo entrar en Roma dos años después de su elección, encontrando una ciudad abandonada, con iglesias y casas ruinosas, con las calles semidesiertas y en manos de bandoleros, sin actividad económica, oprimida por la carestía y la pobreza. Decidió iniciar su restauración política, edilicia y social, preocupándose de manera especial por el restablecimiento del orden y de la justicia. Llevó a cabo una política inteligente en armonía con el pueblo romano, evitó la confrontación y dejó claro que sólo él sería capaz de apartar a Roma del infierno de las luchas partidistas y de la profunda degradación urbana y social en la que había caído. Se consiguió el acuerdo gracias a la común aspiración de garantizar la seguridad, el orden público y el decoro.

En 1423 proclamó el jubileo, un año santo que sobresalió por las manifestaciones piadosas y por su espíritu religioso, a lo que ayudaron sin duda las incesantes predicaciones de san Bernardino de Siena.

Tuvo que enfrentarse también a otras tareas urgentes, como la reconstrucción del Estado pontificio, las relaciones con otros países, las modalidades de una necesaria reforma eclesial, la redefinición de los tributos (que habían sido limitados por el concilio) y la reorganización de la Curia.

Favoreció con diversas disposiciones los movimientos internos de reforma de las congregaciones religiosas, víctimas de la relajación existente y del desconcierto provocado por la división de obediencias. Antes de morir y de acuerdo con lo acordado en Constanza, convocó un concilio en Basilea, una cita que iba a acarrear incontables preocupaciones a su sucesor.

Eugenio IV (1431-1447) era sobrino de Gregorio XII, fue nombrado obispo de Siena antes de cumplir los veinticinco años y creado cardenal un año después (1408). Sus dos primeras medidas constituyeron sendos desaciertos monumentales que condicionaron su pontificado. Por una parte se enfrentó con la poderosa familia Colonna, a la que pertenecía su predecesor, que dominaba la ciudad y sus alrededores. Poco después disolvió el concilio recién inaugurado con la excusa de que eran muy pocos los obispos que habían acudido a Basilea, ciudad designada por Martín V como sede.

Los Colonna le hicieron la vida imposible en Roma, hasta el punto de que en junio de 1434 tuvo que escapar de la ciudad. Vestido de monje benedictino, salió a caballo de la ciudad durante la noche, acompañado de uno solo de sus leales, para embarcar clandestinamente en la pequeña ensenada de Ripagrande. Pero los romanos se dieron cuenta de su marcha y se lanzaron en su persecución. Desde la orilla, una lluvia de flechas y piedras siguió su pista. El papa, echado en el fondo del bote, cubierto por un escudo, navegó por el Tíber hasta alta mar, donde le esperaba un barco que le transportó hasta Florencia. Por otra parte los padres reunidos en Basilea retomaron las doctrinas conciliaristas que afirmaban la superioridad del concilio sobre el papa, y comenzaron a legislar al margen y en contra del pontífice.

Aunque dos años más tarde Eugenio dio marcha atrás y reconoció el concilio, las relaciones mutuas fueron siempre tormentosas. En 1437 el papa transfirió el concilio a Ferrara, en contra, naturalmente, de los deseos de los basilienses, de forma que desde ese momento se reunieron paralelamente en ambas ciudades dos asambleas conciliares, aunque de desigual importancia. En Basilea apenas quedaron obispos, aunque sobreabundaron los sacerdotes y los laicos, que fueron radicalizándose con celeridad hasta determinar la destitución del papa y la elección de uno nuevo, el viejo viudo duque de Saboya quien, feliz ante el inesperado nombramiento, tomó el nombre de Félix V, sin que después se supiera mucho de él.

Este desbarajuste y el consiguiente descrédito de la autoridad pontificia tuvo su coste, jaleado por quienes siempre pescan en aguas revueltas: la Pragmática Sanción, acta real por la cual Carlos VII de Francia, en 1438, decidió unilateralmente la suerte de la Iglesia de Francia. Las elecciones de los obispos fueron encomendadas a los capítulos catedralicios, y las de los abades a los monjes, a las que debía seguir la confirmación por parte de los arzobispos y ordinarios. Se abolían las annatas percibidas por el papa, y la clerecía de Francia decidió fijar unilateralmente su contribución a los gastos de la cristiandad. Eugenio IV y sus sucesores se negaron a aprobar estas determinaciones, pero siguieron vigentes en Francia y sólo en 1516 fueron reemplazadas por un concordato.

El concilio de Ferrara, por su parte, fue tomando importancia a medida que el número de obispos y cardenales participantes aumentaba, y recibió el espaldarazo decisivo cuando se incorporaron a sus sesiones el emperador de Constantinopla, Juan VIII Paleólogo, acompañado por el patriarca y veintidós obispos ortodoxos orientales. El propósito era llegar a la unión de ambas Iglesias. Las deliberaciones, a menudo tempestuosas, continuaron en Florencia, adonde trasladó el papa el concilio, y allí se firmó, con pompa y alborozo, el acto de unión el 5 de julio de 1439.

Juan VIII se encontraba contra las cuerdas, con los turcos a las puertas de la ciudad del Bósforo y sin fuerzas militares capaces de contrarrestar la potencia de los atacantes. Su única esperanza era la posible ayuda occidental, y ésta era la causa de su presencia en el concilio. La mayoría de los que le acompañaban eran reacios a la unión con una Iglesia mirada con sospecha y desdén. Las únicas y notables excepciones eran Bessarión, arzobispo de Nicea, e Isidoro de Kiev, metropolitano de Rusia, incansables promotores de la unión.

El primer encontronazo se produjo ya desde el arranque de las reuniones, cuando José II, patriarca de Constantinopla, a pesar de su cercanía a Roma, no quiso rebajarse a besar el pie del papa, rito tradicional en el mundo católico. No faltaron los tropiezos en cuestión de protocolo entre dos tradiciones muy distintas y muy conscientes de su propia importancia.

Aunque todos los gastos de la delegación oriental (y fueron cuantiosos), compuesta por setecientos miembros, corrían a cargo del papa, éste no puso ningún reparo ni escatimó regalos, porque suspiraba por conseguir la tan ansiada unidad. No asistió, sin embargo, ningún príncipe occidental, a pesar del interés del emperador griego por discutir con ellos las urgentes ayudas a su desesperada situación. Constantinopla había perdido atractivo en Occidente, y pocos se preocupaban realmente por su suerte, tal vez sin darse cuenta del peligro que iba a suponer para Europa un Imperio otomano poderoso y necesariamente expansionista situado a su vera.

Los principales puntos de disensión se reducían a cuatro: la procesión del Espíritu Santo, el pan eucarístico, las penas del Purgatorio y el primado del pontífice romano. Las discusiones se prolongaron excesivamente, como corresponde a teólogos duchos en las sutilezas dialécticas de la escolástica. Al final, movidos más por las presiones del emperador que por el convencimiento, todos aprobaron el acta de unión que ponía fin a la diferencias en los cuatro temas. En algunos casos, como la calidad de las penas del Purgatorio o si el pan eucarístico debía ser fermentado o sin levadura, los disensos eran de poco relieve.

A la larga las consecuencias prácticas de esta unión fueron mínimas, porque fue Rusia quien recogió la herencia espiritual de la Iglesia griega, pero en 1439 Eugenio IV adquirió una nueva dimensión eclesial al haber conseguido, en apariencia, lo anhelado desde hacía tantos siglos.

El conocido escritor humanista Vespasiano de Bisticci observó de cerca a Eugenio IV en Florencia, bendiciendo al pueblo el domingo de Pascua, apenas firmada el acta de unión, y escribe: «El papa Eugenio IV era alto, de muy buena presencia, de aspecto delgado y serio, e inspiraba respeto hasta el extremo de que nadie podía mirarle a la cara por su aspecto autoritario. Encarnaba maravillosamente la dignidad papal. Mientras estuvo en Florencia no se dejó ver ni abandonó su residencia, Santa María Novella, excepto en Pascua y en las fiestas solemnes, y era tal la impresión de respeto que infundía, que algunos de los que le contemplaban reprimían sus lágrimas. […] Recuerdo que muchas veces el papa estaba con los cardenales bajo un baldaquino cerca de la puerta que conduce a los claustros de Santa María Novella, y no sólo la plaza enfrente, sino todas las calles contiguas, estaban abarrotadas, y era tal el temor de la gente, que se mantenía ojo avizor en su presencia y nadie hablaba, sino que todos tenían los ojos fijos en él. […] Se diría que aquella gente no veía sólo al Vicario de Cristo, sino a la divinidad del mismo Cristo. […] A fe que en este tiempo parecía que era la encarnación de lo que representaba.»

En 1436 respondió a una consulta de don Duarte, rey de Portugal, diciéndole que no se podía declarar la guerra a los infieles pacíficos, a no ser que fueran idólatras o pecasen contra la ley natural. Duarte, deseando conquistar la isla de Gran Canaria, hizo que sus embajadores escribieran una súplica al papa en la que afirmaban que los indígenas no tenían religión ni ley y que vivían como bestias. El papa aceptó la petición escrita en estos términos. Alonso de Cartagena, embajador del rey castellano, que ambicionaba también estas islas, escribió al papa que la obligación de los reyes era evangelizar a los paganos y enfrentarse sólo a los que se oponían.

Al escultor Filarete confió el papa la escultura de las puertas en bronce de San Pedro, inspiradas en gran parte en el concilio de Florencia, puerta que todavía hoy da paso a la nave central de San Pedro.

Al morir este papa escribió de él el humanista Piccolomini: «Fue un papa grande y glorioso; despreció el dinero, amó la virtud; en la fortuna próspera no fue orgulloso, en la adversa no perdió el ánimo; no conoció el miedo; su tranquilo espíritu se reflejaba en su rostro siempre igual.»